SOLO HISTORIAS COMO ÉSTAS
Aquí habríamos llegado, después de esa breve
estadía en Flandes el oscuro, sin que
fuera necesario decir:
«Para mí solo», a la dueña de Zürich
como un viejo estudiante extraviado de ciudad.
A este pequeño hotel primeramente
pues contra la barrera del idioma nada mejor
que cerrar una puerta,
y en la tarde el tren vuela, lento, junto a los lagos
cuando ya no se lee la guía de turismo
en homenaje a las transfiguraciones.
Pero acaso estaríamos aún en Neuchatel. Créeme
que dejé sin tocar esa ciudad
pues tampoco allí estabas, bien que el domingo
la deshabitara,
y un buen fantasma de principios de siglo
no habría dado un paso más sin reencarnarse
—en un abrir y cerrar de sus ojos distintos—
me parece que junto a las casetas de baño:
miniaturas de viejos palacios de recreo.
Eras más bien allí ese momento justo
en que la soledad se vuelve peligrosa,
y no por las visiones, justamente, sino por un
exceso de la propia presencia:
esa rara extrañeza de sí mismo que por sí misma se
hace a todo extensible.
Junto al Léman, el reloj-jardín: «se prohibe a
los niños jugar entre las horas». Para la
primavera de los recién llegados,
una curiosidad, sencillamente; distraídas consultas
a las tarjetas postales y ese limpio
espaciarse del tiempo sobre el lago:
volar de muchos cielos que se ajustan
como los accidentes de una misma sustancia:
¡El Tiempo! El cielo, al pie de sus grandes
vertientes: Desembarcadero de las
Aguas Vivas,
y el surtidor al centro como en un paraíso
de navidad en que el sol mismo prueba
el secreto inefable y oscuro de la nieve.
Parecía tan fácil encontrarte en Ginebra
al menos esa tarde en que me reconozco,
puente del Monte Blanco, camino de la noche;
adolescente a los treinta y cinco años, un raro
privilegio
que la tierra concede al viejo fruto inmaduro:
sentirse prometido a una nueva estación
que, ciertamente, no volverá por él: isla Rousseau,
¿responderían los cisnes
al silbido de Tristán—canciones de otra época—
e Isolda escucharía ese llamado entre dos
sorbos de cerveza,
pretextando una carta que escribir a sus padres?
La fantasía teje historias como éstas, pero la
imaginación
se cumple en el silencio del poema que nace.
Sólo historias como éstas, ya me lo parecía:
restos de hilos de todos los colores, modestos
ejercicios escolares.
Y entre las hermosas estudiantas alemanas ninguna
dio señales de leyenda,
ocupadas en mirar, desde otro ángulo, el lago.
Nombres distintos del amor, palabras que
destruyen el idioma que forman
como una lengua en todas partes extranjera,
la del ebrio que todo lo abomina por igual,
abandonado en el Puerto del Hambre,
en el Puerto de la Sed, en el Puerto de la Cólera.
El fetichismo es todavía posible; la oscilación entre
los ritos de la inocencia y la danza frenética
a que se entregan las máscaras.
Los rostros han perdido su valencia, lo supieron
las terribles tribus en los infiernos húmedos. Es necesario
el exorcismo:
«Las máscaras protegen la familia, la vida conyugal,
los diferentes oficios».
Aquí habríamos llegado, después de esa breve
estadía en Flandes el oscuro, sin que
fuera necesario decir:
«Para mí solo», a la dueña de Zürich
como un viejo estudiante extraviado de ciudad.
A este pequeño hotel primeramente
pues contra la barrera del idioma nada mejor
que cerrar una puerta,
y en la tarde el tren vuela, lento, junto a los lagos
cuando ya no se lee la guía de turismo
en homenaje a las transfiguraciones.
Pero acaso estaríamos aún en Neuchatel. Créeme
que dejé sin tocar esa ciudad
pues tampoco allí estabas, bien que el domingo
la deshabitara,
y un buen fantasma de principios de siglo
no habría dado un paso más sin reencarnarse
—en un abrir y cerrar de sus ojos distintos—
me parece que junto a las casetas de baño:
miniaturas de viejos palacios de recreo.
Eras más bien allí ese momento justo
en que la soledad se vuelve peligrosa,
y no por las visiones, justamente, sino por un
exceso de la propia presencia:
esa rara extrañeza de sí mismo que por sí misma se
hace a todo extensible.
Junto al Léman, el reloj-jardín: «se prohibe a
los niños jugar entre las horas». Para la
primavera de los recién llegados,
una curiosidad, sencillamente; distraídas consultas
a las tarjetas postales y ese limpio
espaciarse del tiempo sobre el lago:
volar de muchos cielos que se ajustan
como los accidentes de una misma sustancia:
¡El Tiempo! El cielo, al pie de sus grandes
vertientes: Desembarcadero de las
Aguas Vivas,
y el surtidor al centro como en un paraíso
de navidad en que el sol mismo prueba
el secreto inefable y oscuro de la nieve.
Parecía tan fácil encontrarte en Ginebra
al menos esa tarde en que me reconozco,
puente del Monte Blanco, camino de la noche;
adolescente a los treinta y cinco años, un raro
privilegio
que la tierra concede al viejo fruto inmaduro:
sentirse prometido a una nueva estación
que, ciertamente, no volverá por él: isla Rousseau,
¿responderían los cisnes
al silbido de Tristán—canciones de otra época—
e Isolda escucharía ese llamado entre dos
sorbos de cerveza,
pretextando una carta que escribir a sus padres?
La fantasía teje historias como éstas, pero la
imaginación
se cumple en el silencio del poema que nace.
Sólo historias como éstas, ya me lo parecía:
restos de hilos de todos los colores, modestos
ejercicios escolares.
Y entre las hermosas estudiantas alemanas ninguna
dio señales de leyenda,
ocupadas en mirar, desde otro ángulo, el lago.
Nombres distintos del amor, palabras que
destruyen el idioma que forman
como una lengua en todas partes extranjera,
la del ebrio que todo lo abomina por igual,
abandonado en el Puerto del Hambre,
en el Puerto de la Sed, en el Puerto de la Cólera.
El fetichismo es todavía posible; la oscilación entre
los ritos de la inocencia y la danza frenética
a que se entregan las máscaras.
Los rostros han perdido su valencia, lo supieron
las terribles tribus en los infiernos húmedos. Es necesario
el exorcismo:
«Las máscaras protegen la familia, la vida conyugal,
los diferentes oficios».
Enrique Lihn
De Poesía de paso, Casa de las Américas, La Habana (1966)