Canto
Primero (II Fragmento)
He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de
hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus
semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su
acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los
demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja
tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los
labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo
la boca maltratada por mi
propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos
heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros.
Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se
parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres
de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la
dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la
insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones
del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de
los sacerdotes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo
y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su corazón, y hacer recaer
sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez,
con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso
contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los
ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un
silencio glacial, sin atreverse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones
que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y
entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento
del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando
increíbles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que
respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres
y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor.
Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos;
los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la
diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no
lo perciben.
También los he visto enrojecer o palidecer de vergúenza por su conducta en
esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes,
firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón,
tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que
los has creado con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno!
Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el
espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura
entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre
su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar
suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos!
Después, súbitamente, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas
uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podríamos
contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la
sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como
la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída como
acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal.
Hombre, ¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo?
Está muy buena, ¿no es cierto?, pues no tiene ningún sabor.
Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones,
llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo
que resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca
que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que
mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas?
Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del
vinagre. Se diría las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del
niño son mejores para el paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía
el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo adivino por
analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es el amor (y es probable que
nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto, y puesto
que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con
confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos
mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas
horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una
batalla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado
como una avalancha, te precipitarás desde la habitación vecina y harás el
simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas
hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extraviados, y te pondrás a lamer sus
lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chispa
divina que existe entre nosotros, y que tan raramente se manifiesta, aparece
entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón cuando puede
consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas de
sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé
cómo calificar?
¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no
estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo
estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por
medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de
alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos
cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué
me convertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla
ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu
carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi
razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos,
semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer
este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima?
Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quiero
que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida
a tu boca. Incluso de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me
desgarrarás, sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré
mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio y los dos
sufriremos ~, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con mi boca unida a
tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo
que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a
ser feliz.» Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano,
pero habrás sido amado por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda
concebirse. Más tarde podrás internarlo en un hospital, pues el tullido no
podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las
medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro
anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la
santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo
existo todavía!
Conde
de Lautréamont
II fragmento
del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)