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7 de marzo de 2018

II fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont



Canto Primero (II Fragmento)

He visto, durante toda mi vida, sin una sola excepción, a los hombres de hombros estrechos realizar numerosos actos estúpidos, embrutecer a sus semejantes, y pervertir a las almas por todos los medios. A los motivos de su acción le llaman: la gloria. Viendo esos espectáculos, he querido reír como los demás; pero eso, extraña imitación, era imposible. Tomé un cuchillo cuya hoja tenía un filo acerado y me sajé la carne en los sitios donde se unen los labios. Por un instante creí haber conseguido mi objeto. Contemplé en un espejo la boca maltratada por mi
propia voluntad. ¡Fue un error! La sangre que brotaba abundante de las dos heridas pedía, por otra parte, distinguir si en verdad era la a de los otros. Pero después de unos instantes de comparación, vi bien que mi risa no se parecía a la de los humanos, es decir, que yo no reía. He visto a los hombres de cabeza fea y ojos terribles hundidos en las oscuras órbitas, superar la dureza de la roca, la rigidez del acero fundido, la crueldad del tiburón, la insolencia de la juventud, el furor insensato de los criminales, las traiciones del hipócrita, a los comediantes más extraordinarios, la fuerza de carácter de los sacerdotes, y a los seres más ocultos al exterior, los más fríos del mundo y del cielo, dejar a los moralistas que descubran su corazón, y hacer recaer sobre ellos la cólera implacable de las alturas. Los he visto a todos a la vez, con el puño más robusto dirigido hacia el cielo, como el de un niño ya perverso contra su madre, probablemente excitados por algún espíritu infernal, con los ojos recargados de un remordimiento punzante y al mismo tiempo vengativo, en un silencio glacial, sin atreverse a manifestar las vastas e ingratas meditaciones que encubría su seno -tan llenas estaban de injusticia ~y horror-, y entristecer así de compasión al Dios misericordioso; otras veces, a cada momento del día, desde el comienzo de la infancia hasta el fin de la vejez, diseminando increíbles anatemas, que no tenían el sentido común, contra todo lo que respira, contra ellos mismos y contra la Providencia, prostituir a las mujeres y a los niños, y deshonrar así las partes del cuerpo consagradas al pudor. Entonces las madres levantan sus aguas, sumergen en sus abismos los maderos; los huracanes y los temblores de tierra derriban las casas; la peste y la diversas enfermedades diezman a las familias suplicantes. Pero los hombres no lo perciben.
También los he visto enrojecer o palidecer de vergúenza por su conducta en esta tierra; aunque raramente. Tempestades hermanas de los huracanes, firmamento azulado cuya belleza no admito, mar hipócrita, imagen de mi corazón, tierra de seno misterioso, habitantes de las esferas, universo entero, Dios que los has creado con magnificencia, a ti te invoco: ¡muéstrame a un hombre bueno! Y entonces, que tu gracia decuplique mis fuerzas naturales, pues ante el espectáculo de ese monstruo, yo puedo morir de asombro: se muere por mucho menos.
Hay que dejarse crecer las uñas durante quince días. ¡ Oh, qué dulzura entonces arrancar brutalmente de su lecho a un niño que aún no tiene nada sobre su labio superior, y, con los ojos muy abiertos, hacer el simulacro de pasar suavemente la mano por la frente, inclinando hacia atrás sus hermosos cabellos! Después, súbitamente, en el momento en que menos lo espera, hundir las largas uñas en su tierno pecho, de manera que no muera, pues si muriera no podríamos contar más tarde con el aspecto de sus miserias. A continuación se le bebe la sangre lamiendo las heridas, y durante ese tiempo, que debería durar tanto como la eternidad, el niño llora. Nada hay tan bueno como su sangre, extraída como acabo de decir, y aún muy caliente, a no ser sus lágrimas, amargas como la sal. Hombre, ¿nunca has probado tu sangre cuando al azar te has cortado un dedo? Está muy buena, ¿no es cierto?, pues no tiene ningún sabor.
Además, ¿no recuerdas el día en que, en medio de tus lúbricas reflexiones, llevaste la mano en forma de hueco sobre tu rostro enfermizo humedecido por lo que resbalaba de tus ojos, mano que se dirigía luego fatalmente hacia la boca que bebía a largos tragos en esa copa, trémula como los dientes del alumno que mira de reojo a aquel que nació para oprimirlo, las lágrimas?
Las lágrimas están buenas, ¿no es cierto?, pues tienen el sabor del vinagre. Se diría las lágrimas de aquella que ama mucho; pero las lágrimas del niño son mejores para el paladar. El niño no traiciona nunca, no conoce todavía el mal: aquella que ama mucho traiciona antes o después... lo adivino por analogía, aunque ignoro qué es la amistad o qué es el amor (y es probable que nunca lo acepte, al menos de parte de la raza humana). Por lo tanto, y puesto que tu sangre y tus lágrimas no te disgustan, aliméntate, aliméntate con confianza de las lágrimas y de la sangre del adolescente. Véndale los ojos mientras desgarras su carne palpitante, y, después de haber oído durante largas horas sus gritos sublimes, semejantes a los profundos estertores que en una batalla lanzan las gargantas de los heridos agonizantes, habiéndote apartado como una avalancha, te precipitarás desde la habitación vecina y harás el simulacro de ir en su ayuda. Le desatarás las manos de nervios y venas hinchadas, devolverás la vista a sus ojos extraviados, y te pondrás a lamer sus lágrimas y su sangre. ¡ Qué verdadero es entonces el arrepentimiento! La chispa divina que existe entre nosotros, y que tan raramente se manifiesta, aparece entonces, aunque ¡ demasiado tarde! Cómo se derrama el corazón cuando puede consolar al inocente a quien se le ha causado daño: «Adolescente que acabas de sufrir crueles dolores, ¿quién ha podido cometer contigo un crimen que no sé cómo calificar?
¡Desgraciado de ti! ¡Cómo debes sufrir! Si tu madre lo supiera, ella no estaría más cerca de la muerte, tan aborrecida por los culpables, de lo que yo estoy ahora. ¡Ay! ¿Qué es entonces el bien y el mal? ¿Es la misma cosa, por medio de la cual testimoniamos con rabia nuestra impotencia y la pasión de alcanzar el infinito, incluso por los medios más insensatos? ¿O bien son dos cosas diferentes? Sí... es mejor que sean una misma cosa... pues, sino, ¿en qué me convertiría el día del Juicio Final? Adolescente, perdóname: el que se halla ante tu rostro noble y sagrado es el que ha roto tus huesos y desgarrado tu carne, que cuelga de diferentes lugares de tu cuerpo. ¿Es un delirio de mi razón enferma, un instinto secreto que no depende de mis razonamientos, semejante al del águila que desgarra a su presa, lo que me ha empujado a cometer este crimen, y que, sin embargo, me hace sufrir tanto como a mi víctima? Adolescente, perdóname. Cuando hayamos abandonado esta vida pasajera, quiero que estemos abrazados por toda la eternidad, que formemos un solo ser, mi boca unida a tu boca. Incluso de este modo mi castigo no será completo. Entonces tú me desgarrarás, sin detenerte nunca, con tus dientes y tus uñas a la vez. Adornaré mi cuerpo con guirnaldas perfumadas para este holocausto expiatorio y los dos sufriremos ~, yo por ser desgarrado, tú por desgarrarme... con mi boca unida a tu boca. ¡Oh adolescente de cabellos rubios y ojos tan dulces!, ¿harás ahora lo que te aconseje? Aunque te pese, quiero que lo hagas, y mi conciencia volverá a ser feliz.» Después de haber hablado así, habrás hecho daño a un ser humano, pero habrás sido amado por el mismo ser: es la mayor felicidad que pueda concebirse. Más tarde podrás internarlo en un hospital, pues el tullido no podrá ganarse la vida. Te llamarán bueno, y las coronas de laurel y las medallas de oro esparcidas sobre la gran tumba ocultarán tus pies desnudos al rostro anciano. ¡Oh tú, cuyo nombre no quiero escribir en esta página que consagra la santidad del crimen, se que tu perdón fue inmenso cómo el universo! ¡Pero yo existo todavía!

Conde de Lautréamont
II fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

6 de marzo de 2018

I fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror, Conde de Lautréamont


CANTO PRIMERO (I Fragmento)

Ruego al cielo que el lector, animado y momentáneamente tan feroz como lo que lee, encuentre, sin desorientarse, su camino abrupto y salvaje, a través de las desoladas ciénagas de estas páginas sombrías y llenas de veneno, pues, a no ser que aporte a su lectura una lógica  rigurosa y una tensión espiritual semejante al menos a su desconfianza, las emanaciones mortales de este libro impregnarán su alma lo mismo que hace el agua con el azúcar. No es bueno que todo el mundo lea las páginas que van a seguir; sólo algunos podrán saborear este fruto amargo sin peligro. En consecuencia, alma tímida, antes de que penetres más en semejantes landas inexploradas, dirige tus pasos hacia atrás y no hacia adelante, de igual manera que los ojos de un hijo se apartan respetuosamente de la augusta contemplación del rostro materno; o, mejor, como durante el invierno, en la lejanía, un ángulo de grullas friolentas y meditabundas vuela velozmente a través del silencio, con todas las velas desplegadas, hacia un punto determinado del horizonte, de donde, súbitamente, parte un viento extraño y poderoso, precursor de la tempestad. La grulla más vieja, formando ella sola la vanguardia, al ver esto mueve la cabeza, y, consecuentemente, hace restallar también el pico, como una persona razonable, que no está contenta (yo tampoco lo estaría en su lugar), mientras su viejo cuello desprovisto de plumas, contemporáneo de tres generaciones de grullas, se agita en ondulaciones coléricas que presagian la tormenta, cada vez más próxima.
Después de haber mirado numerosas veces, con sangre fría, a todos los lados, con ojos que encierran la experiencia, prudentemente, la primera (pues ella tiene el privilegio de mostrar las plumas de su cola a las otras grullas, inferiores en inteligencia), con su grito  vigilante demelancólico centinela que hace retroceder al enemigo común, gira con flexibilidad la punta de la figura geométrica (es tal vez un triángulo, aunque no se vea el tercer lado, lo que forman en el espacio esas curiosas aves de paso), sea a babor, sea a estribor, como un hábil capitán, y, maniobrando con alas que no parecen mayores que las de un gorrión, porque no es necia, emprende así otro camino más seguro y filosófico.
Lector, quizás desees que invoque al odio en el comienzo de esta obra. ¿Quién te dice que no has de olfatear, sumergido en innumerables voluptuosidades, tanto como quieras, con tus orgullosas narices, anchas y afiladas, volviéndote de vientre, semejante a un tiburón, en el aire hermoso y negro, como si comprendieras la importancia de ese acto y la importancia no menos de tu legitimo apetito, lenta y majestuosamente, las rojas emanaciones? Te aseguro que los dos deformes agujeros de tu horroroso hocico, oh monstruo, se regocijarán, si te dispones de antemano a respirar tres mil veces seguidas la conciencia maldita de lo Eterno. Tus narices, esmesuradamente dilatadas por la inefable satisfacción, por el éxtasis inmóvil, no pedirán otra cosa al espacio, embalsamado de perfumes e incienso, pues se colmarán de una dicha completa, como los ángeles que habitan en la magnificencia y la paz de los gratos cielos.
En sólo unas líneas estableceré que Maldoror fue bueno durante los primeros años de su vida y vivió dichoso; dicho está Luego se apercibió de que había nacido perverso:¡fatalidad extraordinaria! Ocultó su carácter como pudo, durante un gran número de años, pero al final, a causa de esa reconcentración que no le era natural, cada día la sangre le subía a la cabeza, hasta que no pudiendo soportar más semejante vida, se arrojó resueltamente por la senda del mal... ¡atmósfera dulce! ¿Quién lo hubiera dicho? Cuando besaba a un niño de rostro rosado hubiera querido rebañarle las mejillas como con una navaja, y muy a menudo lo hubiera hecho, si la Justicia, con su largo cortejo de castigos, no lo hubiera impedido cada vez. No era mentiroso, confesaba la verdad, y se decía cruel. Humanos, ¿habéis oído? ¡Se atreve a repetirlo con esta pluma que tiembla! Asi, pues, existe un poder más fuerte que la voluntad...
¡Maldición! ¿Querría la piedra sustraerse a las leyes dela gravedad? Imposible. Imposible, si el mal quisiera conjugarse con el bien. Es lo que yo decía más arriba.
Aquí hay quienes escriben para conseguir los aplausos de los hombres, por medio de nobles cualidades del corazón que la imaginación inventa o que ellos puedan tener. ¡Yo hago servir mi genio para pintar las delicias de la crueldad! Delicias no pasajeras ni artificiales, sino que, al comenzar con el hombre, terminarán con él. ¿No puede el genio aliarse con la crueldad en las resoluciones secretas de la Providencia? ¿O porque se sea cruel se tiene que carecer de genio? La prueba se verá en mis palabras; vosotros sólo tenéis que escucharme, si queréis...
Perdón, me pareció que los cabellos se me habían erizado, pero no es nada, pues con mi mano he conseguido colocarlos fácilmente en su primera posición. El que canta no pretende que sus cavatinas sean algo desconocido, al contrario, se satisface de que los pensamientos altivos y
perversos de su héroe estén en todos los hombres'.



Conde de Lautréamont
I fragmento del Canto primero de Los Cantos de Maldoror (1869)

5 de marzo de 2018

Deshojación sagrada, César Vallejo

 Deshojación sagrada, César Vallejo

Luna! Corona de una testa inmensa,
que te vas deshojando en sombras gualdas!
Roja corona de un Jesús que piensa
trágicamente dulce de esmeraldas!

Luna! Alocado corazón celeste
¿por qué bogas así, dentro de copa
llena de vino azul, hacia el oeste,
cual derrotada y dolorida popa?

Luna! Y a fuerza de volar en vano,
te holocaustas en ópalos dispersos:
tú eres talvez mi corazón gitano
que vaga en el azul llorando versos!

Cesar Vallejo
De Los Heraldos Negros (1918)

4 de marzo de 2018

Heces, Cesar Vallejo


HECES

Esta tarde llueve como nunca; y no
tengo ganas de vivir, corazón.
Esta tarde es dulce. Por qué no ha de ser?
Viste gracia y pena; viste de mujer.
Esta tarde en Lima llueve. Y yo recuerdo
las cavernas crueles de mi ingratitud;
mi bloque de hielo sobre su amapola,
más fuerte que su "No seas así!"
Mis violentas flores negras; y la bárbara
y enorme pedrada; y el trecho glacial.
Y pondrá el silencio de su dignidad
con. óleos quemantes el punto final.
Por eso esta tarde, como nunca, voy
con este búho, con este corazón.
Y otras pasan; y viéndome tan triste,
toman un poquito de ti
en la abrupta arruga de mi hondo dolor.
Esta tarde llueve, llueve mucho. ¡Y no
tengo ganas de vivir, corazón!

César Vallejo, 1918

3 de marzo de 2018

LXXVII, Cesar Vallejo

 LXXVII

Graniza tánto, como para que yo recuerde
y acreciente las perlas
que he recogido del hocico mismo
de cada tempestad.

No se vaya a secar esta lluvia.
A menos que me fuese dado
caer ahora para ella, o que me enterrasen
mojado en el agua
que surtiera de todos los fuegos.

Cesar Vallejo, Trilce (1922)

2 de marzo de 2018

Los Heraldos Negros, Cesar Vallejo


LOS HERALDOS NEGROS

Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas obscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!

Cesar Vallejo
De Los Heraldos Negros (1918)

1 de marzo de 2018

La violencia de las horas, Cesar Vallejo


LA VIOLENCIA DE LAS HORAS 

Todos han muerto.
Murió doña Antonia, la ronca, que hacía pan barato en el burgo.
Murió el cura Santiago, a quien placía le saludasen los jóvenes y las mozas, respondiéndoles a todos, indistintamente: «Buenos días, José! Buenos días, María!»
Murió aquella joven rubia, Carlota, dejando un hijito de meses, que luego también murió a los ocho días de la madre.
Murió mi tía Albina, que solía cantar tiempos y modos de heredad, en tanto cosía en los corredores, para Isidora, la criada de oficio, la honrosísima mujer.
Murió un viejo tuerto, su nombre no recuerdo, pero dormía al sol de la mañana, sentado ante la puerta del hojalatero de la esquina.
Murió Rayo, el perro de mi altura, herido de un balazo de no se sabe quién.
Murió Lucas, mi cuñado en la paz de las cinturas, de quien me acuerdo cuando llueve y no hay nadie en mi experiencia.
Murió en mi revólver mi madre, en mi puño mi hermana y mi hermano en mi víscera sangrienta, los tres ligados por un género triste de tristeza, en el mes de agosto de años sucesivos.
Murió el músico Méndez, alto y muy borracho, que solfeaba en su clarinete tocatas melancólicas, a cuyo articulado se dormían las gallinas de mi barrio, mucho antes de que el sol se fuese.
Murió mi eternidad y estoy velándola.

Cesar Vallejo

28 de febrero de 2018

XXXV, Cesar Vallejo



XXXV

El encuentro con la amada
tanto alguna vez, es un simple detalle,
casi un programa hípico en violado,
que de tan largo no se puede doblar bien.

El almuerzo con ella que estaría
poniendo el plato que nos gustara ayer y
se repite ahora,
pero con algo más de mostaza;
el tenedor absorto, su doneo radiante
de pistilo en mayo, y su verecundia
de a centavito, por quítame allá esa paja.
Y la cerveza lírica y nerviosa
a la que celan sus dos pezones sin lúpulo,
y que no se debe tomar mucho!

Y los demás encantos de la mesa
que aquella núbil campaña borda
con sus propias baterías germinales
que han operado toda la mañana,
según me consta, a mí,
amoroso notario de sus intimidades,
y con las diez varillas mágicas
de sus dedos pancreáticos.

Mujer que, sin pensar en nada más allá,
suelta el mirlo y se pone a conversamos
sus palabras tiernas
como lancinantes lechugas recién cortadas.

Otro vaso y me voy. Y nos marchamos,
ahora sí, a trabajar.

Entre tanto, ella se interna
entre los cortinajes y ¡oh aguja de mis días
desgarrados! se sienta a la orilla
de una costura, a coserme el costado
a su costado,
a pegar el botón de esa camisa,
que se ha vuelto a caer. Pero hase visto!

Cesar Vallejo, Trilce (1922)

27 de febrero de 2018

XXXII, Cesar Vallejo


XXXII

999 calorías
Rumbbb... Trrraprrr rrach... chaz
Serpentíníca u del bizcochero engirafada al tímpano.

Quién como los hielos. Pero no.
Quién como lo que va ni más ni menos.
Quién como el justo medio.

1,000 calorías.
Azulea y ríe su gran cachaza
el firmamento gringo. Baja
el sol empavado y le alborota los cascos
al más frío.

Remeda al cuco; Roooooooeeeeis...
tierno autocarril, móvil de sed,
que corre hasta la playa.

Aire, aire! Hielo!
Si al menos el calor (------------------- Mejor
no digo nada.

Y hasta la misma pluma
con que escribo por último se troncha.
Treinta y tres trillones trescientos treinta y
tres calorías.

Cesar vallejo, Trilce (1922)

26 de febrero de 2018

El hombre que siempre estaba deseando, Spencer Holst



El hombre que siempre estaba deseando

Había una vez un hombre que siempre estaba deseando cosas. Deseaba cosas como que no hubiera más guerras, o que la gente ya no se muriera de hambre, y después a veces deseaba tener un millón de dólares o poderes mágicos, para poder cambiar toda la miseria que lo rodeaba. Pero no hacía nada, excepto desear cosas. Era un vagabundo. Un día, un barman le preguntó: “Escúcheme, ¿por qué vive insistiendo con esos deseos fantásticos? Quiero decir, si usted quiere terminar con las guerras, ¿por qué no se mete en política y hace algo por su idea? O, si usted quiere un millón de dólares, ¡bueno, hombre, por qué no va y lo gana! O, por lo menos, si tiene que desear cosas, ¿por qué no desea algo que tenga posibilidad de conseguir? Sabe, esos deseos fantásticos no se van a concretar nunca”. Y el vagabundo le explicó: “Mire, un hombre pasa por la vida deseando muchas cosas, y algunos de sus deseos se concretan y otros no, pero ningún hombre vive toda su vida sin que nunca se le concrete un deseo. Quiero decir que Dios debe garantizarle a cada hombre por lo menos un deseo en su vida. ¡Pero ustedes, la gente vulgar! Desean cosas tan mezquinas. Querrían tener cinco dólares para comprar esto o aquello, o querrían poseer a esta chica o a aquella; es fácil para Dios garantizarles uno de sus deseos. Pero míreme a mí, por el otro lado. ¡Nunca he tenido un deseo vulgar! ¿Me entiende? Cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, va a tener algunos problemas. Usted verá muchos cambios por acá cuando Dios se disponga a satisfacer uno de mis deseos, porque, ¿me entiende?, ¡nunca he tenido un deseo vulgar!” Bien. El vagabundo envejeció, 40, 50 años, y enfermo y flaco por su manera de vivir, y todavía ninguno de sus fantásticos deseos se había materializado. Un día se puso a vagar por el zoológico. Y empezó a mirar a las jirafas, que estaban aisladas en una gran jaula, cerca del linde del zoológico, así que tenían mucho espacio. Las vio galopar por ahí, haciendo oscilar sus grandes cuellos de arriba a abajo, como una danza. Se dio cuenta de que esto era la cosa más bella que hubiera visto jamás. Pero algo andaba mal. No podía imaginar qué era. Al principio pensó que el hecho de que los animales estuvieran enjaulados era lo que de algún modo estropeaba esta escena casi perfecta, pero la jaula estaba decorada como un verdadero escenario de la selva, con rocas y arbolitos y cosas, de modo que eso no podía ser. ¡Después lo entendió! Era el hecho de que las jirafas fueran tan grandes, estaban desproporcionadas con todo lo demás. Parecían fuera de lugar. Advirtió algunas flores que crecían en la jaula y pensó: no sería sensacional que las flores fueran gigantescas. Deseó que las flores fueran altas. Entonces se sintió mareado y se puso la mano sobre los ojos, y el mareo se le pasó, y entonces miró y... ¡Ahí estaban! ¡Las flores eran inmensas! Dieciocho pies de altura, y las jirafas estaban corriendo entre ellas, azotando las grandes flores con sus cuellos, hundiendo sus narices en los dondiegos, ¡y el perfume! el perfume llenaba el aire; ¡y colores! los grandes tallos verdes, purpúreos, colorados, y los azahares que surgían entre los gigantes manchados, marrones y amarillos, lo aturdieron; y después todas las jirafas empezaron a lamer las flores, de las cuales parecían extraer alguna sustancia, sus lenguas agitándose como peces rosados, y él las observó caer al suelo una por una, los ojos cerrándoseles cada vez más hasta que finalmente todas se quedaron dormidas. Era más lindo de lo que él mismo había imaginado. Su deseo había sido satisfecho. ¡Su deseo había sido satisfecho! Y... quiero decir... bueno... las jirafas y las flores eran lindas, eran realmente muy bonitas, pero... esto no tenía nada que ver con el fin de las guerras, o la gente que ya no moría de hambre, o, ¡carajo! ni siquiera había conseguido un millón de dólares. Y se preguntó qué hacer ahora. Nunca había aprendido un oficio, ni hecho verdaderos amigos, y se dio cuenta de que no podía hacer nada. Su vida carecía ahora de sentido. Estaba tomando una botella de naranjín, y la rompió contra los barrotes de la jaula, como había visto hacer en un film de Hollywood, y muy metódicamente se cortó las muñecas. Y después por alguna razón, se arrodilló y se cortajeó los tobillos y se tendió en el suelo con los brazos extendidos como un crucificado, para morir. Mientras yacía allí, muriéndose, reflexionó que Dios había sido bastante mezquino. Aquí estaba él, tan fiel a su creencia, sin desear nunca comida cuando se moría de hambre, o una amante cuando se sentía solo; y se había sentido tan solo. Se sintió engañado, como si Dios se hubiese aprovechado de él. De alguna manera, sintió que Dios no había jugado limpio. Pero pocos minutos antes de morir miró casualmente al resto del zoológico y al resto del mundo. Dio un salto, espantado por lo que vio. Porque vio que Dios no le había acordado en modo alguno su deseo. Y se dio cuenta de que, de no haberse quitado la vida, Dios podría haberle acordado uno de sus grandes deseos, porque él no había hecho gigantescas las flores. Él, simplemente, había hecho la jaula, las jirafas... y el hombre, muy pequeños.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

24 de febrero de 2018

Otro impostor, Spencer Holst


Otro impostor

Hubo una vez un playboy millonario que se quemó la cara en un accidente de automóvil. Después de lo cual se volvió un recluso, dejó de ver a todos sus amigos y vivió en su gran casa de piedra, en un vasto predio del que no salía nunca. Rumores extravagantes corrían sobre él, sobre el esplendor de su vida, sobre los vinos raros que bebía, y mujeres, allí había mujeres, se susurraba, y decían que tenía grandes colecciones de cosas como obras de arte y libros y tambores y dagas, y decían que mantenía peces vivos en su piscina secreta, en algún lugar bien guardado por los muros de su casa impenetrable. Su teatro estaba en el techo, y solía contratar elencos enteros de Broadway para que actuaran allí para él, y luminarias de la danza y el concierto iban a interpretar para él. Nunca hablaba con ninguna de las luminarias que iban a su casa, pero ellas solían verlo casualmente más allá de las candilejas, con una máscara negra cubriéndole la cara, lánguidamente arrellanado en su cómoda butaca, la única butaca del teatro, fumando un cigarro o, tal vez, con una bebida purpúrea. El millonario no hablaba con nadie. Su mensajero con el mundo era su mayordomo, que pagaba sus cuentas, preparaba sus diversiones y era entrevistado por la prensa, y que, de esta manera, a causa de su especial relación con el millonario, se hizo también famoso. Un día, un actor que se sentía muy deprimido porque no tenía trabajo, estaba sentado en la cafetería del Waldorf, leyendo un diario. Leyó un artículo sobre el millonario excéntrico y se dio cuenta —era casi de la misma altura y de la misma contextura que este millonario, tenía casi la misma edad— y se dio cuenta de que si él pudiese, de alguna manera, matar al millonario y ocupar su lugar, sería fácil personificar a ese hombre que no hablaba con nadie y usaba una máscara negra sobre su rostro. Sin embargo, tuvo miedo del mayordomo. De modo que estudió, en archivos de diarios y otras fuentes, los hábitos y las características del mayordomo y del millonario. En una noche oscura se deslizó dentro del predio y por suerte tropezó con el millonario, quien estaba observando el interior de un viejo pozo en la parte trasera de la casa. De modo que golpeó al millonario en la cabeza y lo mató.
Estaba oscuro junto al pozo. Apresuradamente se puso las ropas del millonario y la máscara negra en la cara, y arrojó el cuerpo del millonario al pozo y advirtió en ese momento que el cuerpo no produjo ningún sonido de agua. Así vestido, el impostor se encaminó hacia la casa y hacia una vida de comodidad y lujo. ¡Y encontró que era jauja! Porque su mayordomo era: un perfecto mayordomo. Él nunca tenía que dar una orden. El mayordomo sabía exactamente lo que debía hacer. El mayordomo le traía su desayuno, le preparaba el baño, le procuraba mujeres, lo proveía de cigarrillos de hachisch, se ocupaba de la casa y le planeaba todas sus fabulosas diversiones. Su vida transcurría sin esfuerzos. Y después de un tiempo se dio cuenta: nadie descubriría jamás su identidad. El plan era perfecto. Y tenía razón. Nadie descubriría jamás su identidad. Pero la flaqueza de este hombre estaba en su vanidad. Fíjense, nunca se le ocurrió que algún otro pudiera tener la misma idea que él. Nunca se le ocurrió que el hombre al cual mató no hubiera sido el millonario, sino un impostor, como él mismo, y que en un par de meses aparecería otro impostor y lo mataría, y que en realidad durante los últimos años había habido varios impostores, cada uno con la misma flaqueza, la misma vanidad. No, no, nadie supo jamás nada de esto. Excepto el mayordomo, claro, pero nunca lo ha contado porque le gusta su trabajo.
 
Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

23 de febrero de 2018

Mona Lisa encuentra a Buda, Spencer Holst


Mona Lisa encuentra a Buda 

Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon, las cortinas ondularon y Mona Lisa entró por un extremo de una pequeña sala en la que colgaban muchas cortinas. Allá arriba, en el cielo, las cortinas ondularon, ondularon, ondularon, y el Buda entró en la sala por el otro extremo. Se sonrieron.

Spencer Holst El idioma de los gatos (1971)

22 de febrero de 2018

La historia del espejo, Spencer Holst


La historia del espejo, Spencer Holst

Había una vez un poeta que quería convertir su talento en dinero. Era un buen poeta. Estaba dedicado a su profesión, al perfeccionamiento de su arte, con todo su ser. Era culto o, por lo menos, había leído mucho; y tenía una aguda imaginación y podía ser elocuente —cuando escribía—, pero no sabía hablarle a la gente; era tímido y siempre tenía el sentimiento de que la gente relacionaba sus palabras con algo que él no entendía. Como era un verdadero poeta, esto quiere decir, por supuesto, que trabajaba en menesteres humildes: lavaplatos, oficinista, mensajero. No existe manera de que un auténtico poeta se gane la vida con su obra. Un día miró en su torno, y vio a todos estos retardados, estas personas vulgares, criminales, inmorales, estúpidas, todos estos idiotas, ¡todos los cuales pueden ganarse la vida! Y se imaginó que debía de haber algún modo de que una persona con su inteligencia se imaginara cómo no tener que trabajar en estos trabajos ridículos. Así que le pidió prestada una malla negra a un bailarín amigo, y consiguió una pesada pieza de género que se puso en la cabeza como una capucha de monje, y consiguió un trozo de cristal ovalado, apenas algo mayor que una cara, y lo puso frente a su propia cara, bajo la capucha, pero no era un cristal común, era el llamado “en una dirección”; esto es, la clase de cristal que cuando uno mira a través de él de un lado, es claro, transparente, pero cuando se mira del otro lado es un espejo; puso este cristal ante su cara de modo que él podía mirar a través de él, pero cualquiera que lo mirase sólo veía su propio reflejo. Fue a un club nocturno del Greenwich Village y consiguió trabajo como oráculo. De adivino. Tenía una mesita en el club nocturno y se sentaba allí, y la gente venía y le hacía preguntas de las que uno le hace a un oráculo, acerca del futuro, y él decía simplemente lo primero que se le pasaba por la cabeza. Inventaba disparates, hablaba en jerigonza, citaba fragmentos de otros poetas, y tenía una aguda imaginación de modo que inventaba pequeñas fantasías, cuentos, y a la gente parecía gustarle. Descubrió que cuando tenía puesto su espejo, perdía la timidez. Podía hablar con la gente con facilidad.

Banshee: el duende melancólico que, en las mitologías célticas, anuncia la muerte de alguien. 

Algunas personas hasta lo tomaban en serio, pero él tan sólo se reía de ellos y nunca pretendió ser otra cosa que un animador. Después de un tiempo se encontró con que estaba ganando bien en el club nocturno. Había una chica, una bailarina de striptease que también trabajaba en el club nocturno. Trabajaba con luz negra. Luz ultravioleta. Pero únicamente su traje era luminoso, ella no, y como no había otra luz, a medida que interpretaba su baile y una a una sus ropas caían, ella desaparecía. Únicamente sus ropas eran luminosas, de modo que cuando caía el último corpiño o la última bombacha, ella era invisible y el escenario quedaba regado con luminosos montones de ropa.
Ese era su número. Ambos se enamoraron. Pero cuando el poeta no tiene puesto su espejo, vuelve a ser el tímido de antes. No sabe cómo abordar a la chica, y no sabe que ella también está interesada en él. Una noche (a mitad de semana, no hay mucho público) él ve a la chica que camina por la vacía pista de baile en su dirección, y ella tiene algo escondido a sus espaldas, de manera que él no puede ver de qué se trata. Así que ella se sienta a su mesa y... ¡Aquí está! Y él tiene puesto su traje y su espejo, así que súbitamente puede hablar. Está a punto de expresarse, de expresar su amor cuando la chica le dice: “¡Mire! Yo no quiero que me adivine nada, no quiero saber nada sobre mí misma. ¡Quiero saber algo de usted!” Y en este momento, sacó de atrás de su espalda un espejo ovalado de su mesa de tocador, apenas algo mayor que una cara, y lo puso frente a la cara-espejo de él, y le dijo: “¿Qué ve?” Perdóname, lector, pero por un instante debo hacer una digresión para explicarte lo que él vería. Sabes que cuando te paras entre dos espejos, o cuando te sientas en el sillón del peluquero, parece haber un corredor entre los espejos; pero si alguna vez te detienes a observar verás que, aunque quizá puedas ver seis o siete niveles, nunca puedes ver el final del corredor; siempre tu propio primer reflejo se interpone en el camino, y si intentas hacerte a un lado, todo el corredor desaparece por un costado del marco del espejo. Pero en este caso, él miraría a través del vidrio y vería un espejo, pero el espejo sólo “vería”, por así decirlo, un espejo, que a su vez vería un espejo, y etcétera. No habría nada entre los dos espejos para obstaculizar la visión, de modo que él podría ver el corredor estirándose en línea recta hasta el infinito. Así que, para recapitular la situación: la chica de la cual está enamorado se sienta frente a él, y él tiene puesto su espejo, de modo que puede hablar, y está a punto de expresar su amor cuando la bailarina de striptease le pregunta: “¿Qué ve?” Y en ese momento la chica desaparece, el club nocturno desaparece y el hombre ve un corredor hasta el infinito. No dice nada. La chica saca su espejo y le dice: “¡Diga algo!” Pero el hombre no dice una palabra.Ella le tira de la manga y le dice: “No se quede sentado ahí, diga algo...” Pero él no se mueve. Y durante diecisiete años no se ha movido. Todavía está sentado, exactamente en la misma posición, un catatónico en un hospicio... lo alimentan por un tubo, y es incontinente, y ha perdido por completo el contacto con el mundo exterior. Pero los médicos y las enfermeras pueden discernir —a través de cambios en su expresión facial, y a través de las palabras que masculla inaudiblemente, de modo que nunca pueden saber bien qué está diciendo—, pueden discernir que en su mente lleva una vida muy activa, y que tiene experiencias en un mundo de sueños... Y en este mundo de sus sueños, en la vida que vive adentro de su cabeza, todo el resto de la gente usa espejos sobre sus caras, y él es el único que no lo tiene. A causa de esto se siente en gran medida como un extraño, y trata de averiguar, pregunta a la gente: ¿por qué él no tiene un espejo sobre su cara como los demás? Pero la gente, o bien le da respuestas falsas y trata de burlarse de él, o bien pretende que no sabe de qué está hablando. Y a causa de esto, él no consigue sino trabajos humildes, como lavaplatos, oficinista o mensajero. Como este “entero mundo” es, después de todo, tan sólo su imaginación, como es tan sólo su sueño... bueno... puede pasar cualquier cosa. Por ejemplo: después de haber trabajado toda la semana en alguna espantosa ocupación, agarra su cheque con todo el sueldo y se va a la guarida de los drogadictos. (No se trata de una droga verdadera, por supuesto, sino de lo que él se imagina que es una guarida de drogadictos, porque sea como fuere que uno pueda imaginar una guarida de drogadictos en un sueño... así es, realmente.)
Pero la otra gente en la guarida de los drogadictos, cuando se ponían high, ¡oh!, bailaban, y cantaban, y se reían, y se divertían muchísimo; pero él no, se limitaba a encontrar una silla cómoda y a sentarse. Y con el paso de los años, se adaptó a su mundo. En realidad, se arrancó de la conciencia, a la fuerza; este conocimiento que tiene de que es realmente distinto de los demás, que no tiene un espejo sobre su cara. Cuando alguien alude a este hecho, él hace como que no oye, o hace como si estuvieran hablando de otra cosa. Y a medida que pasan los años, empieza a pensar en sí mismo como “normal”. Saben, todos son un poco neuróticos, todos tienen problemas. Pero él terminó por pensar de sí mismo como si fuera otro ser humano común... aunque... hay veces en que sospecha, hay veces en que piensa que es un poco peculiar que una persona vaya y se gaste todo el cheque del sueldo en la guarida de los drogadictos, quiero decir... solamente para sentarse allí. Pero hay otra manera en que podría terminar esta historia, por ejemplo: él conoce una chica, y la chica tampoco tiene un espejo sobre la cara y, por supuesto, se reconocen el uno al otro inmediatamente, esto es, que ninguno de ellos tiene un espejo sobre la cara. Y ella le dice (ella ha estado en “este mundo” más tiempo que él) que él no tiene que trabajar en esos menesteres horribles, y que le puede enseñar cómo desenvolverse... “Ven a mi casa”, le dice ella. (La relación entre ambos es, desde el principio, más la de hermano y hermana que una de tipo sexual.). Y así, salen caminando de la ciudad hasta el borde del mar y caminan por la playa quizá cerca de una milla, hasta un lugar muy aislado donde no hay gente; hay un palmar muy agradable, y en el centro del palmar hay una pequeña tienda. “¡Mira! —dice ella—. Yo vivo aquí. No tengo que pagar alquiler. Voy a nadar todas las mañanas. Es saludable vivir al sol. Es maravilloso”. “Bueno, sí —dice el hombre—. Es estupendo... pero, ¿cómo haces para comer?” “Estoy a punto de preparar el almuerzo, en este momento. ¿Por qué no te quedas a almorzar conmigo?” Y entonces ella extiende una manta sobre la arena, y saca dos platos de latón y va hasta el borde del mar, y él la observa allí, juntando cosas de la superficie y poniéndolas en los platos. Ella vuelve y pone los platos sobre la manta y los dos se sientan con las piernas cruzadas sobre la arena, y ella empieza a comer. Él mira su plato y ahí, en el centro, hay un montoncito de guijarros, menudos guijarros vueltos redondos y suaves por el mar. Él levantó un guijarro y lo examinó: realmente, no era más que una piedra. Se puso uno de ellos en la boca, e hizo una pequeña mueca, lo tragó... y lo deglutió. Ella observó: “Es un poco difícil al principio, pero uno se acostumbra después de un tiempo”. Habría otra forma de terminar esta historia, pero ese final es pornográfico y yo no escribo esa clase de cosas. La pornografía no tiene ningún lugar de ninguna clase en la literatura.


Spencer Holst de El idioma de los gatos (1976)

21 de febrero de 2018

Brillante silencio, Spencer Holst


Brillante silencio, Spencer Holst

Dos osos kodiak de Alaska formaban parte de un pequeño circo en que la pareja aparecía todas las noches en un desfile empujando un carro cubierto. A los dos les enseñaron a dar saltos mortales y volteretas, a sostenerse sobre sus cabezas y a danzar sobre sus patas traseras, garra con garra y al mismo compás. Bajo la luz de los focos, los osos bailarines, macho y hembra, fueron pronto los favoritos del público.
El circo se dirigió luego al sur, en una gira desde Canadá hasta California y, bajando por México y atravesando Panamá, entraron en Sudamérica y recorrieron los Andes a lo largo de Chile, hasta alcanzar las islas más meridionales de la Tierra de Fuego. Allí, un jaguar se lanzó sobre el malabarista y, después, destrozó mortalmente al domador. Los conmocionados espectadores huyeron en desbandada, consternados y horrorizados. En medio de la confusión, los osos escaparon. Sin domador, vagaron a sus anchas, adentrándose en la soledad de los espesos bosques y entre los violentos vientos de las islas subantárticas. Totalmente apartados de la gente, en una remota isla deshabitada y en un clima que ellos encontraron ideal, los osos se aparearon, crecieron, se multiplicaron y, después de varias generaciones, poblaron toda la isla. Y aún más, pues los descendientes de los dos primeros osos se trasladaron a media docena de islas contiguas. Setenta años después, cuando finalmente los científicos los encontraron y los estudiaron con entusiasmo, descubrieron que todos ellos, unánimemente, realizaban espléndidos números circenses.
De noche, cuando el cielo brillaba y había luna llena, se juntaban para bailar. Formaban un círculo con los cachorros y otros osos jóvenes, y se reunían todos al abrigo del viento, en el centro de un brillante cráter circular dejado por un meteorito que había caído en un lecho de creta. Sus paredes cristalinas eran de creta blanca, su suelo plano brillaba, cubierto de gravilla blanca, y bien drenado y seco. Dentro de él no crecía vegetación. Cuando se elevaba la luna, su luz, reflejada en las paredes, llenaba el cráter con un torrente de luz lunar, dos veces más brillante en el suelo del cráter que en cualquier otro lugar próximo. Los científicos supusieron que, en principio, la luna llena recordó a los dos osos primigenios la luz de los focos del circo y, por tal razón, bailaban bajo ella. Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué música hacía que sus descendientes también bailaran?
Garra con garra, al mismo compás… ¿qué música oirían dentro de sus cabezas mientras bailaban bajo la luna llena en la aurora austral, mientras danzaban en brillante silencio?

Spencer Holst

20 de febrero de 2018

El murciélago rubio, Spencer Holst



El murciélago rubio



Hubo una vez un gran murciélago rubio que se sentó junto a un barman. El murciélago tenía los ojos azules más lindos que el barman hubiera visto. Mientras volaban a cuarenta millas por hora en el Subterráneo Independiente, el barman se preguntó si esos cándidos ojos azules arderían en la penumbra como tranquilas llamas purpúreas, como las lamparitas azules en los extremos de las plataformas del subte. El vestido de ella estaba hecho de terciopelo negro con alas de seda negra y guantes de raso; llevaba una curiosa máscara que revelaba más de su rostro de lo que ocultaba; sus zapatos eran de taco alto y afelpados, y él advirtió que sus pies eran delicados, y se preguntó si ella estaría descalza debajo de esos zapatos, o si llevaría medias, y apostó a que tenía lindos dedos de los pies. Este barman se estaba enamorando. Era realmente algo raro: un barman enamorándose de una extraña chica rubia que llevaba un traje de murciélago, en un subterráneo. La mayoría de los idilios en subterráneo se bajan en la calle 34 para ir a una estación de ferrocarril de ahí a Saskatchewan: pero no tiene por qué ser de esa manera. Por ejemplo, en esta historia el barman no sólo tendrá el valor de hablarle a esta chica: hasta se enamorarán los dos. ¡Cómo!, dicen ustedes. Están un poco indignados. Me acusan de sadismo. Permitir que mi personaje, el barman gordo, de cara colorada, se enamore de esta muchachita. Ella se cansará pronto de él, dicen ustedes, lo dejará por un hombre más joven, más adecuado, pues a través de la riqueza y el buen gusto de su traje, y la dignidad y la gracia de sus rasgos, es obvio que proviene de una buena familia. ¡Cuán infeliz harás al barman!, me dicen ustedes. ¡Tonterías! Yo no voy a hacer infeliz al barman. Con seguridad, sin embargo, el barman tendrá muchos meses horribles después de esta noche de amor, y muchos años de tristeza después, pero esto no es la infelicidad, porque él hará muchas buenas acciones en agradecimiento al mundo por permitirle esta noche mágica. No, la infelicidad es otra cosa; la infelicidad es no tener el valor. Pero volvamos a la historia: el tren entró rugiendo en la estación de Delancey Street y los ojos del barman se le salieron de las órbitas porque montones de gente disfrazada estaban bailando y cantando y soplando cornetas y corriendo y gritando y exaltándose en la plataforma del subte. La chica se levantó. El barman se levantó también, y con ojos ausentes y distraídos la siguió hasta el andén y fue allí donde habló con ella.
 Ella lo miró, asombrada; lo miró de arriba a abajo; después se rió, pero no estaba riéndose de él, de eso él estaba seguro: era una risa de alegría que él iba a recordar. Ella corrió. ¡El la persiguió! Ella corrió a través de la muchedumbre, era escurridiza, parecía deslizarse entre estos locos parranderos gesticulantes, mientras él tenía que luchar por cada pulgada y en su apasionada persecución le pisó un dedo a Napoleón, derribó a una bruja gorda y chillona, golpeó a un payaso en el estómago, sentó en el suelo a un sorprendido gorila, tropezó con la reina de Inglaterra, y ella corría y corría, fuera del subte, por Delancey Street hacia el río, hasta que él la atrapó y ella se quedó quieta en sus brazos mientras tomaba aliento, lanzando ocasionales risitas de alegría. Era tan suave que él la besó, y después caminaron juntos, del brazo, mirando los fuegos artificiales y las multitudes, deteniéndose aquí y allá para tomar una cerveza. ¡Toda la ciudad estaba de fiesta! Todo el mundo estaba disfrazado, todo el mundo tenía careta, y había reflectores, papel picado y fuegos artificiales por todas partes, como si fuera un maravilloso Carnaval o algo así, y el barman se sintió un poco fuera de lugar con sus apagadas ropas de calle, sin una careta tan siquiera. Pero la chica le dijo que estaba muy bien vestido. Y él le preguntó qué era toda esta celebración, no había oído hablar de ninguna, pero ella simplemente se rió y lo besó, y eso fue todo. Y así bregaron felizmente a través de las multitudes y de la noche, deteniéndose de vez en cuando para bailar, con una extraña música lenta en las tabernas, o con el jazz salvaje que se tocaba en casi todos los rincones. Ella señaló un gran reloj en un edificio. Eran las once en punto. Ella lo hizo apurar hasta una larga fila que caminaba lentamente ante la plataforma de un jurado, y cuando les llegó el turno los jurados hicieron un gran alboroto sobre ellos, y un jurado insistía en señalar con admiración la corbata brillante del barman, de modo que ganaron el concurso y ambos obtuvieron grandes copas de amor. Los jurados los condujeron hasta un gigantesco trono de amor, alzado muy por encima de la multitud que aclamaba, un tremendo almohadón, más grande que un colchón. ¡Era el trono para ellos! ¡Eran el rey y la reina de la noche! Habían ganado el concurso de disfraces. Entonces el barman escuchó un tremendo tañido. La muchedumbre empezó a gritar y a aullar. Él escuchó una sirena, baja, mucho tiempo. La calle Delancey había enloquecido. Su chica se sacó la máscara y él contuvo el aliento, tan hermosa era mientras señalaba el gran reloj en el edificio; ella lo dijo en susurros, tierna de pasión, amorosamente; le dijo: “¡Es medianoche! ¡Quítate la careta!”

Spencer Holst de El idioma de los gatos (1971)

19 de febrero de 2018

El drama de los señores barones, Witold Gombrowicz


El drama de los señores barones

La baronesa era una criatura encantadora. El barón la tomó de una familia de muchos principios y sabía que podía confiar plenamente en ella, a pesar de que el paso del tiempo había hecho mella en él de forma bastante profunda; y sin embargo, dormitaba en ella un inquietante elemento de gracia y encanto que fácilmente podía complicar la aplicación práctica de los imponderables del barón (ya que el barón era una persona sumamente escrupulosa). Tras cierto tiempo de una convivencia iluminada por la silenciosa felicidad del deber conyugal, un buen día la baronesa fue corriendo hasta su marido y le echó los brazos al cuello.
-Creo que debo decírtelo. Henryk está enamorado de mí., ayer me declaró su amor tan rápida e inesperadamente que no tuve tiempo de impedírselo.
-¿Y tú también estás enamorada de él? -preguntó.
-No, yo no lo quiero porque juré amarte a ti -respondió ella.
-Está bien -contestó él-. Si estando enamorada de él, no lo quieres, ya que tu deber es quererme a mí, acabas de ganar doblemente a mis ojos y te quiero dos veces más. Y sus sufrimientos son un castigo justo por haber demostrado tal debilidad de carácter que se ha prendado de una mujer casada. ¡Principios, querida! Si te vuelve a declarar su amor, contéstale que tú le declaras. tus principios. Quien tiene unos principios inquebrantables puede pasar por la vida con la cabeza bien alta.
Pero al cabo de cierto tiempo al barón le llegaron unas noticias funestas. Henryk no tenía ni la más mínima fortaleza de carácter. Rechazado por la baronesa se dio a la bebida y a la vida licenciosa; después se puso melancólico, no le interesaba nada, el mundo perdió para él todo su encanto y estaba ya a punto de estirar la pata. El rumor general decía que la causa de su esperado e inminente óbito era un amor infeliz.
-¡Menuda historia! -dijo el barón a su mujer-. Nosotros aquí comiendo entremeses, mientras que él ahí no puede tragar nada, ¿entiendes?, porque tiene constantemente tu imagen delante de los ojos. Me gustaría saber qué es lo que ve en ti, al fin y al cabo llevo viviendo contigo tantos años y nunca he sentido hacia ti nada que pudiera calificarse de impetuoso. En todo caso el asunto es serio y me extraña que tengas tan buen aspecto sabiendo que ese infeliz está sufriendo por tu culpa.
Una semana más tarde llegó a casa de un humor todavía peor.
-¡Te felicito! -dijo irónicamente-. ¡Puedes estar contenta! Tus encantos han resultado tan eficaces que Henryk ya tiene un pie en el otro barrio.
-¿Qué quieres que haga? -contestó ella con lágrimas en los ojos-. Yo no coqueteé con él, no tengo nada que reprocharme.
-¡Lo que faltaba oír! Tú eres la causa de su deplorable estado, tus filigranas, tus rasgos y tus formas son el bacilo que lo roe.
-¿Y ahora qué hago? Se ha vuelto loco. ¿Sabes de qué hablaba cuando se me declaró? ¡De divorcio!
-¿Qué? ¿Divorcio? Espero que aún no te hayas convertido en una pelandusca. Por lo demás, recibirás el divorcio, pero ¿sabes cuándo?, cuando yo exhale mi espíritu, que profesa ciertos principios inquebrantables.
-¿Y si él muere?
-¿Si él muere? -gritó en un ataque de cólera-. ¡Eso es chantaje! ¡Pero no me hará romper el juramento de conservarte hasta la muerte!
La baronesa estaba pasando unos momentos terribles. Por nada del mundo quería actuar de manera deshonrosa, pero por otra parte se le partía el corazón al pensar en los sufrimientos del pobre Henryk. Además, el barón, miembro de diversas sociedades, le tomó una auténtica tirria. Sencillamente no podía sufrir su belleza. Su vida fisiológica se le volvió repugnante. En una ocasión le propuso: “¿Un panecillo?”, y cuando ella lo rechazó él se rio con un sarcasmo inaudito: “Ja, ja, él allá agonizando y ella no se puede comer ni un panecillo”. Cuando ella deambulaba por las habitaciones contorneando con gracia sus caderas, cuando sonreía pálidamente, cuando dormía o se peinaba, él veía en todo ello unos actos de vil crueldad y de sombría sexualidad. Un buen día ella lo abrazó. “Por favor, ¡no me toques!”, gritó él. “¡Asesina! Me has metido en un buen lío, habrase visto. Ahora veo que un hombre moralmente responsable no debe unirse a una corporalidad ajena bajo ningún concepto.”
-¡Vamos a ver! -dijo el barón-. Esto no puede seguir así. Esta mañana me he enterado de que quería suicidarse. ¿Es que no te das cuenta de que empujar a alguien a cometer un suicidio es mucho peor que estrangularlo con las propias manos? Este mequetrefe carente de principios nos perderá a nosotros y a sí mismo. He tomado una decisión. No podemos cargar sobre nuestra conciencia una responsabilidad tan espantosa. Si no hay más remedio, qué le vamos a hacer, te doy mi beneplácito, estoy de acuerdo, y tú, en nombre de la necesidad superior, haz lo que tengas que hacer, es decir, lo que te dicte tu sucia feminidad.
-¡Esposo mío!
-¡Qué le vamos a hacer! ¿Acaso podía yo prever al desposarte que algún día tendrías que escoger entre el asesinato y el adulterio?
-Si realmente no hay nada que hacer y tú crees que es lo más correcto, estoy de acuerdo -dijo ella-. A mí también me pesa, pero tomo a Dios por testigo que soy del todo inocente.
-¡Sí, seguro! -contestó el barón.
A partir de entonces el joven empezó a recobrar la salud. En cambio, la baronesa cada día estaba peor. Su casa se había convertido en un auténtico infierno. El marido exigía que comiera en una mesa separada y le compró unos cubiertos sólo para ella. En una ocasión, al tocarlo ella involuntariamente, le dijo con fría indiferencia:
-Me ensucias. ¡Mira! Me has tocado y ahora tengo que interrumpir la lectura e ir al baño a lavarme. -A menudo se le escapaba la insultante palabra “adúltera”. A las cuatro sacaba el reloj. -Bien -decía-, debes marcharte, es la hora de la filantropía lasciva-. En vano le explicaba ella que era inocente. -Solo te pido una cosa -respondía él-, no introduzcas en casa una atmósfera de indulgencia y de tolerancia hacia el pecado. Porque en ese caso deberíamos invitar a comer a unas fulanas cualquiera que, a decir verdad, también son inocentes-. La baronesa, desesperada, intentó en varias ocasiones interrumpir su obligado romance, pero cada vez el joven amenazaba con suicidarse y estaba claro que no lo decía porque sí.
-No -dijo la baronesa-, no lo aguanto más. Mi vida se ha convertido en un indescriptible tormento. He caído en terribles pecados, ¿y por qué? Pues porque soy tentadora. Nadie, que no lo pueda experimentar personalmente, entenderá qué extraño es desde el punto de vista moral ser tentadora. Estoy harta. Voy a desfigurarme la cara, lo único es que no sé si Henryk podrá soportarlo.
-¡Ahora te reconozco! -exclamó con entusiasmo su marido-. Efectivamente, puede que Henryk se vuelva loco, pero en una situación tan desesperante como la nuestra hay que arriesgarse; además lo prepararemos adecuadamente. Y como prueba de que yo, tu marido, siempre me solidarizo contigo cuando se trata de una carga moral, también yo me desfiguraré la mía.
-La verdad es que no te va a costar mucho trabajo -dijo ella con una ironía mordaz.
Se dirigieron a sus habitaciones de donde poco tiempo después salieron dos monstruos. El barón abrazó y besó a su mujer.
-Ahora hay que preparar adecuadamente a Henryk para que resista este golpe. -Y escribió una carta:
Estimado Señor,
Con gran pesar debo informarle del terrible accidente de mi mujer. Uno de sus amantes, en un ataque de celos por otro admirador suyo que justo recientemente había dejado de ser platónico, la roció con ácido sulfúrico. La pobre ha perdido los encantos de los que tan vasto uso sabía hacer. Venga a verla. Nota bene, yo mismo, al rescatarla, he sufrido una terrible desfiguración.
-Hemos hecho lo que debíamos- declaró.
Parecía que Henryk iba a volverse loco, pero la noticia sobre la infidelidad de su amante le dio fuerzas. Sobrevivió a sus propios sentimientos, los cuales no pudieron aguantar aquel monstruoso espectáculo. En cambio, la baronesa comenzó a consumirse y en seguida se hizo patente que la causa de su anemia maligna era el amor hacia Henryk, que estalló en ella tras la ruptura con una fuerza impetuosa.
-¿Acaso pesa una maldición sobre mi hogar? -exclamó el barón-. ¡Ahora es ella que empieza!
La moribunda pidió ver a Henryk y los médicos apoyaron su deseo.
-Por el amor de Dios- musitó el barón a Henryk-, es capaz de morir con una declaración de amor pecaminoso en los labios.
-Te has vuelto loca -gritó a su mujer-. Yo en tu lugar me alegraría más bien de tener la consciencia limpia; parece que no te das cuenta de tu aspecto monstruoso; mientras tu amante, que solo ardía en deseos por este cuerpo, se burla y te desprecia desde que te desfiguraste por él. Rompe con todo eso, te pondrás bien y volverás al mundo de los principios.
-Esta vez no me dejaré tomar el pelo- respondió la baronesa y expiró.
Los dos hombres se quedaron a solas con el cadáver.
-Falleció como víctima del deber -dijo el barón-, lo hago a usted responsable de su muerte.
-Suya es su mujer y suyo es el cadáver- respondió el joven.

(1933) 
Witold Gombrowicz

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