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18 de febrero de 2018

Aventuras, Witold Gombrowicz


Aventuras

En el mes de septiembre de 1930, mientras navegaba hacia El Cairo, me caí en las aguas del Mediterráneo. Caí con un ruido estentóreo, ya que el mar estaba perfectamente en calma y ni una sola ola rompía su superficie. Sin embargo, nadie advirtió mi caída sino hasta unos cuantos minutos más tarde, cuando la nave se había alejado ya casi kilómetro y medio. Cuando al fin se dio la orden de volver atrás y de dirigir el barco hacia mí, el capitán, nerviosísimo, ordenó la marcha a tal velocidad que el gigante pasó a mi lado sin poder detenerse y me hizo tragar, contra toda mi voluntad, una buena cantidad de agua salada. El navío volvió a dar la vuelta, pero también en esa ocasión pasó a mi lado con la velocidad de un tren a toda marcha y se detuvo demasiado lejos. La maniobra se repitió por lo menos diez veces con desconcertante obstinación. Entretanto, un gran yate privado se acercó y me recogió. Entonces mi barco, L’Orient, pudo reemprender tranquilamente su ruta.
El capitán del yate, que era también su propietario, me hizo atar y me encerró en un camarote, porque, mientras se cambiaba los zapatos, yo había dejado escapar una mirada de estupor a la vista de sus pies blancos. Aunque tenía el rostro blanco yo habría jurado que sus pies debían ser negros como el carbón. ¡Nada de eso! ¡Tenía los pies completamente blancos! Aquello bastó para que alimentara hacia mí un odio ilimitado. Comprendió que era yo la única persona en el mundo que había descubierto su secreto: era un negro blanco. (La verdad sea dicha, se trataba de un mero pretexto.) Durante los ocho siguientes meses navegó sin parar, atravesó innumerables mares, deteniéndose sólo para proveerse de combustible, y durante todo ese tiempo se deleitó con el poder absoluto que le proporcionaba el tenerme encerrado en un camarote oscuro donde podía disponer de mí a su antojo.
Por grande que fuera su odio, era natural que un día tuviera que desaparecer en los abismos de su poder sin límites y, si a pesar de todo decretó para mí una muerte cruel, no fue por hacerme sufrir sino para poder deleitarse él. Había calculado durante largo tiempo la manera que le permitiría disfrutar a mis expensas de placeres que, solo, no habría tenido el valor de experimentar. Algo así como el inglés que encerraba insectos en cajas de cerillas y las arrojaba a las cataratas del Niágara. Cuando fui conducido por fin al puente del yate, además de miedo, sentí nostalgia, pesar y gratitud… En efecto, he de admitir que aquel individuo había elegido para mí el tipo de muerte con el que yo había soñado desde niño. Con instrumentos especiales, de los que evitaré cualquier descripción, crearon un artefacto excepcional… Finalmente me encontré colocado en el interior de un recipiente de cristal en forma de huevo, lo suficientemente amplio como para poder mover brazos y piernas, pero demasiado pequeño como para poder cambiar de posición.
El cristal tenía un espesor de unos tres centímetros. No había una sola fisura ni un remiendo en toda la superficie. En un único extremo había un pequeño orificio por donde entraba el aire. Tomad un huevo enorme y perforadlo con una aguja, y ése será el huevo en que me encontraba metido, mientras el espacio del que disponía no era mayor que el reservado a un embrión de pollo.
El Negro me enseñó el mapa del océano Atlántico y señaló la posición de nuestro yate; nos encontrábamos cerca del centro del océano, entre España y la parte septentrional de México. El punto exacto en que la poderosa Corriente del Golfo, proveniente de América, se dirige hacia el Canal de la Mancha, la costa norte de Inglaterra y la Península Escandinava. En el mapa se veía sin embargo que, a una distancia de unas mil millas de Europa, la Corriente del Golfo se bifurca y que su componente meridional gira hacia el Sur, a la derecha, para continuar con el nombre de Corriente de las Canarias. A la altura del Senegal, la Corriente de las Canarias tuerce nuevamente hacia la derecha (es decir, hacia la izquierda en el mapa), llamándose entonces Corriente del Ecuador; la Corriente del Ecuador sigue hacia la derecha como Corriente de las Antillas, y al final la Corriente de las Antillas, tomando otra vez a la derecha, vuelve a reunirse con la Corriente del Golfo para recomenzar de nuevo toda la trayectoria. De esa manera las corrientes forman un círculo cerrado con un diámetro de mil quinientos a dos mil kilómetros. Si se os ocurre arrojar desde el puente de un navío un trozo de madera, tened la seguridad de que, al cabo de seis meses, tal vez de un año, tal vez de tres, las agitadas aguas del océano lo conducirán, siguiendo la ruta de Occidente, al mismo punto del que partió hacia Oriente.
—Serás arrojado al mar en el interior de este recipiente cristal —fue lo que en sustancia me dijo el Negro—, y ninguna tormenta será capaz de hacerte naufragar. Llevarás contigo un paquete con tres mil comprimidos de caldo, lo que quiere decir que, si tomaras uno al día, la ración te bastará para vivir diez años; tienes también a tu disposición un pequeño, pero infalible instrumento para destilar agua. La verdad es que el agua no va a faltarte nunca; tendrás más de la que vas a necesitar en el  curso de tu errante pasividad, tanto sobre las aguas como debajo de ellas; cuando finalmente exhales el último suspiro porque te lleguen a faltar las pastillas de caldo concentrado, tu cadáver continuará circulando por el camino trazado, flotando, flotando, flotando…
Me lanzaron, pues, a las aguas de océano. El huevo se hundió en un principio, pero más tarde emergió a la superficie… Aquel día soplaba un fuerte viento, no había sol, el mar estaba muy agitado, y la primera ola que me recibió me colocó sobre su espalda verduzca y espumante y durante unos instantes me condujo hacia las alturas, pesadamente… pero, después de haberme levantado, me hizo precipitar con estruendo hacia un abismo. Bajo la superficie del mar había una calma verdosa. Sin embargo, tan pronto como volví a ver la confusa y opaca cúpula del cielo, el dedo amenazador de Dios sobre mi cabeza, una montaña vertical me lanzó al abismo acuático, esa vez sólo por un minuto. La tercera ola arrastró el huevo de cristal dulcemente por un periodo bastante prolongado, luego pasó sobre mí y, mientras me cubría, encontré un poco de calma en el fondo del valle. Pero llegó una cuarta ola, luego una quinta… ¡Y al fin estalló la tormenta! Gigantes deformes, monstruos jorobados me condujeron hasta cimas enloquecedoras para luego arrojarme al fondo del abismo. Y, naturalmente, no había probabilidad alguna de hundirme para siempre. El Negro debió de haberme seguido en su barco durante unas dos semanas… luego, evidentemente cansado y aburrido, tomó otro rumbo.
Según las recomendaciones que había recibido, cada día chupaba una pastilla de caldo concentrado y bebía el agua destilada por medio de una sonda de hule. De esa manera me fue dado absorber la nostalgia de todos aquellos que, sin poder lanzarse, contemplan el mar desde los altos puentes de los barcos sin poder participar en su juego. Y jamás pude establecer la menor ley que regularizara mi eterno movimiento, jamás fui capaz de adivinar si el agua me levantaría o me hundiría, si me azotaría por un costado o por el otro, así como tampoco lograba comprender cómo avanzaba a pesar de que sabía que me dirigía hacia Oriente. No había nada que no fueran montañas o valles marítimos, ruidos y espuma, muros de agua verticales, desencadenados, apresurados, abismos aterradores, masas que desaparecían debajo de mí, sin que supiera yo adónde, altísimas colinas, precipicios imprevistos, crestas que aparecían rápidamente para desaparecer de inmediato en una fuga precipitada, la vista de la cima y la del fondo, toda la actividad del océano. Finalmente abandoné la actitud de observador. En cierta ocasión, vi cómo un trozo de madera solitario, que durante varios días me había hecho compañía a cierta distancia, se alejaba lentamente y desaparecía en el espacio saturado de sal y niebla. Tuve entonces deseos de aullar dentro de mi huevo, porque comprendí que aquel leño se dirigía hacia las costas de Europa, en tanto que yo seguía la ruta meridional de la corriente rumbo a las islas Canarias, para permanecer por toda la eternidad flotando, flotando, flotando… en un círculo vicioso. El Negro había hecho sus cálculos a la perfección. Sin embargo, en vez de gritar, me puse a cantar, ya que el desencadenamiento de los elementos marítimos me predisponía siempre al canto.
Un barco francés, que llevaba la bandera de la Sociedad Chargeurs Réunis, me atropelló, rompió el cristal del huevo y me rescató. Así terminó mi peregrinación. Pero eso ocurrió sólo unos años más tarde. Al desembarcar en Valparaíso, me dio inmediatamente por esconderme del Negro, pues estaba convencido de que me había seguido.
Que el Negro lograría darme caza era para mí evidente, y sólo por una razón: quien una vez ha disfrutado con otro como lo había hecho conmigo o, para expresarme mejor, quien una vez ha conocido el tipo de placer que él había obtenido de mí, nunca podrá ya renunciar, como el tigre que ha probado una vez carne humana. En efecto, al parecer, la carne humana contiene algo que no se encuentra en ninguna otra. Atravesé en la huida todo el continente americano y me dirigí hacia Occidente, y, finalmente, de todos los sitios de este mundo el que más seguro me pareció fue Islandia. Pero la mala suerte hizo que no pudiera resistir la mirada del aduanero de Reykjavik, y confesé mi culpa. Nunca había tratado de pasar nada de contrabando en ninguna frontera, siempre había mirado a los ojos a los funcionarios de aduana y siempre abría las maletas antes de que me lo pidieran. Siempre también recibía una frase de elogio del aduanero al cruzar una frontera. Pero, en aquella ocasión, mi conciencia turbia no logró resistir a una especie de reproche mudo que se ocultaba en la mirada del funcionario y admití que, a pesar de que mi equipaje no contenía ningún objeto prohibido por los reglamentos aduaneros, yo no estaba del todo libre de culpa, ya que trataba de pasarme a mí mismo de contrabando. El funcionario no me puso ninguna dificultad, pero es evidente que informó a quien debía hacerlo; dos días más tarde apareció el Negro y volvió a conducirme a su yate.
Y volví a encontrarme en un camarote, dando satisfacción a los desenfrenados caprichos del Negro. El yate no seguía ningún destino fijo, y no ahorraba carbón ni vapor. Él, entretanto, hacía conjeturas, entre un número infinito de posibilidades, sobre mi suerte y sobre qué punto del mapa debía reservarme. Yo aceptaba todo con la más absoluta calma, como si precisamente aquél fuera mi destino. Por otra parte, sabía cómo terminaría aquella aventura: no de una manera que me resultara del todo nueva y desconocida, sino por el contrario de una que yo conocía y que tal vez desde hacía muchos años había anhelado experimentar. Cuando, después de largos meses de prisión sofocante, pude respirar finalmente el fresco aire marítimo, vi que el puente de popa se plegaba bajo el peso de una enorme bola de acero (o más bien de un cono de acero) cuya forma recordaba un poco la de un obús.
Ese juguete debió de haberle costado por lo menos varios millones. Comprendí de pronto que aquel obús debía estar vacío, ya que de otra manera no podrían meterme en él. Y, en efecto, cuando abrieron una portezuela lateral y me arrojaron al interior, vi un pequeño saloncito. Precisamente reconocí aquel pequeño salón carente de adornos y de detalles superfluos como mí salón. A pesar de que las paredes del obús eran de un grosor inaudito, yo no había comprendido aún del todo las intenciones del Negro, y sólo cuando me dijo que nos encontrábamos en el océano Pacífico, en el punto exacto del abismo oceánico más profundo del mundo —17.000 metros—, comprendí… Sentí que el terror me helaba la nuca y la punta de los dedos, pero sonreí con las comisuras de la boca, saludando aquello que desde hacía tiempo me era conocido, aquello que de tiempo atrás me estaba destinado.
Así pues iba yo a ser el único ser humano que viviría el instante en que es posible percibir el ligero contacto de la materia con el fondo del mar, el único ser viviente que viviría su agonía en aquella región que ni siquiera los crustáceos resisten. El único que conocería de manera absoluta la oscuridad, la muerte, la desesperación. En fin, mi destino superaría al de todos los mortales en cuanto a unicidad. El Negro, por su parte, ardía en curiosidad (claro que no era el único) por saber que podría existir allá en el fondo del mar… y estaba obsesionado por la conciencia de que se trataba de una zona del mundo que siempre le estaría vedada, que aquella zona de piedra y de frío escapaba a su imperio y permanecía inmutable, ajena a su voluntad, en las profundidades, mientras él flotaba en las superficies. Nada de extraño, pues, que quisiera saber, y al día siguiente a la misma hora… al día siguiente, con toda seguridad, sabría que allá en el fondo, diecisiete kilómetros hacia abajo, yo estaría agonizando y que, sin dar señales exteriores de su propia emoción, poseería el secreto de los abismos.
Cuando me preparaba ya para entrar en mi tumba, resultó que, por culpa de un error de cálculo, el peso específico de la bola de acero estuvo mal calibrado y que, a pesar del espesor de las paredes, aquel instrumento no permanecía bajo la superficie del agua. El Negro ordenó entonces que soldaran un asa gigantesca, que engancharan en ella una cadena y que ataran un ancla a la cadena para que pudiera permanecer en el fondo. El peso del ancla fue calculado de modo que no redujera el tiempo del descenso al fondo del océano.
Por última vez el Negro me mostró el mapa: le importaba muy especialmente que, al morir, yo tuviera en los ojos el punto del planeta al que estaría atado para toda la eternidad. La portezuela se cerró a mis espaldas. La oscuridad se hizo definitiva. Después, una violenta sacudida… Fui arrojado al mar y comencé a descender. Debo confesar que todo lo que entonces viví fue muy diferente a cualquier cosa que hubiera podido suponer. En efecto, yo esperaba que se establecería cierto nexo con la realidad en aquel preciso instante, pero la oscuridad y el grosor de las paredes de acero hicieron que perdiera completamente la percepción psíquica de todo lo que estaba ocurriendo y que sólo supiera que caía, que me desplomaba, que me movía hacia abajo. Acurrucado en el suelo de acero, respiraba con dificultad. Al final del viaje de dos horas, sentí una ligera sacudida. ¡Qué emoción! Aquella sacudida significaba que había tocado fondo. Veía con los ojos de la imaginación oscilar aquella bola hasta encontrar la posición correcta. ¡Así que finalmente había llegado, tocaba fondo, el punto más secreto del Pacífico!... Estaba yo allí, y vivía… ¡y con una pierna lograba tocar mi otra pierna! Arriba, precisamente sobre mi cabeza, a una distancia de diecisiete kilómetros, el Negro. El Negro que se deleitaba con la idea de conocer finalmente aquel inaccesible fondo marítimo, de imponer su propio poder, de haber arrojado una sonda, de poder hollar aquel fondo helado y de poseerlo mediante mi tortura.
Mi tortura adquirió de pronto proporciones tan alucinantes que temí que todo se convirtiera en un demente delirio. En fin, tuve miedo de que se convirtiera en algo tan poco humano que el Negro no pudiera obtener de ella ningún provecho. No quiero entrar en detalles. Sólo añadiré que tan pronto como el obús se estabilizó en el fondo, la oscuridad, que desde el principio había sido total, aumentó aún más, tanto que sentí la necesidad de esconder el rostro entre las manos; una vez realizado este gesto, ya no me fue posible separar las manos de la cara; era como si se me hubieran quedado pegadas a ella. Además, mi estado de ánimo no resistía más aquella presión espantosa, aquella opresión, aquella tensión, y comencé a sofocarme (el aire era aún relativamente respirable en aquellos momentos, pero sentía que me ahogaba cada vez que respiraba, lo cual constituye la peor forma de asfixia). En aquella soledad mis movimientos de gusano parecían tan enormes en su inutilidad que tuve miedo de mí mismo, y el solo hecho de moverme me resultaba odioso. Mi personalidad deformada en aquella horrible fosa submarina se volvió diferente a lo que era a la luz del día o, si la expresión me es permitida, a la luz de la noche de allá arriba. ¡En qué cosa tan monstruosa se convirtió! La oscuridad total había despojado mi palidez de todo tono y expresión. Mi palidez se había refugiado en el interior de mí mismo, y se hizo ciega, muda, maniatada, diferente a cualquier otra palidez existente; se volvió igual a la de un espectro. También mis cabellos erizados, allí, en medio del acero, en el agua, eran tan espantosos como un grito… un grito que yo retenía con todas mis fuerzas, porque, si lo hubiera exhalado, habría enloquecido inmediatamente… y eso era precisamente lo que deseaba evitar.
¡Ah, cómo explicar en qué cosa terrible se convierte nuestro yo cuando se le transfiere a un ambiente que no es el suyo, o cuán inhumano se vuelve un hombre cuando se le utiliza como sonda, y cómo esa inhumanidad es peor que todo lo que el hombre puede imaginar! Pero no era de eso de lo que quería hablar… más bien hubiera querido describir cómo, a pesar de todo, logré liberarme de aquel peligro. Cuando ya no pude resistir más, comencé a dar golpes en todas direcciones, a saltar todo lo que me era posible, a patear con todas mis fuerzas las paredes (lo que, debo decir, formaba parte del programa del Negro, quien pacientemente esperaba allá en la superficie); comencé a empujar, a golpear el acero, a arañar, a contraerme, a crisparme, a volver a golpear en un intento de obtener algún resultado. Y aquella estéril locura debió de provocar algún movimiento, algún roce en el exterior. No sé si la cadena, arruinada por la herrumbre, se rompió, o si el gancho se escapó de una argolla de la cadena, o si el ancla mal colocada se zafó; el hecho es que en cierto momento se produjo la liberación, la salud, la respiración… la bola comenzó a ascender hacia la superficie, acelerando cada vez más su marcha y, unos minutos después, impulsado por una enorme presión, me vi lanzado al espacio, disparado como un proyectil, a más de un kilómetro de altura.
Poco después aquel obús era abierto por la tripulación del Halifax, un barco mercante. No sabía qué había pasado con el Negro. Es posible que, al caer al mar, la bola hubiera hecho pedazos su yate o, también, que, plenamente satisfecho de lo obtenido, se hubiese marchado tranquilamente… ¡a recordar! De cualquier modo durante mucho tiempo le perdí de vista. El Halifax hizo escala en el puerto de Pernambuco, de donde partí a Polonia a descansar.
En ese mismo periodo un gigantesco bólido cayó en el mar Caspio e hizo evaporar en un instante sus aguas. Un cielo de hinchadas nubes cubrió de pronto la tierra en todas direcciones, amenazando con producirse un segundo diluvio universal; de cuando en cuando, el sol lograba filtrarse a través de ellas e iluminar un trozo de tierra. Se produjo una gran consternación. Nadie sabía cómo hacer volver aquellas somnolientas nubes a su lecho natural sin que provocaran grandes daños. Finalmente alguien tuvo la idea de perforar una de ellas (precisamente la que se encontraba encima del lecho vacío del mar Caspio) en la parte más ventruda, más pesada de su cuerpo, allí donde el violeta se volvía más oscuro, y la nube comenzó a desaguar. Cuando se vació por completo, en el espacio azul que había quedado abierto, penetraron otras nubes y una tras otra, mecánicamente, automáticamente entregaron el agua y reconstituyeron el mar.
Volví a mi casa de campo, cerca de Sandomierz; descansaba, salía de caza, jugaba al bridge, visitaba a los vecinos… En una de las casas de los alrededores vivía una jovencita a quien con placer habría colocado el velo blanco y ceñido su cabeza con la corona de azahares. Todo era tranquilidad. El Negro, como he dicho, había desaparecido, tal vez hasta había dejado de existir, y el otoño se acercaba, las hojas caían, el aire cada vez más frío incitaba a las aventuras, a la nostalgia y a los placeres. Así, por mera diversión, comencé a construir un globo, tipo Montgolfier. Muy pronto mi globo quedó listo. La envoltura era de una tela especial impermeable, particularmente ligera y resistente, y flotaba gracias al aire caliente; la tela estaba cerrada en la parte inferior por un anillo de hierro, que permitía la existencia de una amplia plataforma. En la plataforma se introducía una sencilla lámpara de petróleo, que reposaba sobre sostenes de hierro unidos al anillo. Bastaba con encender la lámpara y subir un poco la mecha para que el globo se inflara y tendiese las cuerdas que lo unían a la cesta. La envoltura plegadiza del globo podía esconderse fácilmente en el granero, pero, cuando lo inflaba, lo cual requería cerca de una hora, su diámetro alcanzaba los treinta o cuarenta metros.
El modo más sencillo de resolver la mayor dificultad, o sea el empleo de una pequeña lámpara de petróleo para un globo de esas proporciones, se debía no tanto a mi capacidad técnica, sino a la alegre somnolencia que en ese tiempo se había apoderado de la Naturaleza. No negaré que, al subirme por primera vez a la cesta, tuve miedo del gigante que estaba tomando forma encima de mi cabeza… Sin embargo, se trataba de un gigante ligero, vacío en el interior y dócil como un niño.
Muchas satisfacciones me proporcionó tanto el hecho de calentar el balón como el de ver inflarse aquella enorme bola, tenderse las cuerdas, aumentar la elasticidad de la cobertura y alimentar la llama. De cualquier modo, debí esperar bastante tiempo antes de que la expansión del aire llegara al punto deseado. Pero, una vez que lo hubo logrado, el globo se movió con inesperada rapidez y comenzó a subir. La ascensión sólo terminó cuando el globo estuvo por encima de los árboles más altos de mi jardín. Un viento suave le hizo volar por encima de las casas de mis vecinos, lo cual constituía la meta de mis aspiraciones. Volé sobre el bosque y sobre el río, desde donde la población entusiasta me lanzaba jubilosos gritos y saludos, y, finalmente, me encontré a una altura de cincuenta metros, sobre el conocido patio, la terraza con columnas que tanto amaba. Apagué la mecha y el globo descendió suavemente hasta aterrizar en la hierba; a su lado, la casa parecía de juguete. ¡Qué estupor produjo mi aparición! ¡Qué de risas, bravos y cumplidos dirigidos a mi persona y a mi globo! ¡Nunca se había visto nada semejante! Interrumpieron la merienda para admirar mis hazañas, luego me invitaron a tomar café, queso y pastelillos, y, finalmente, admití en la cesta a un solo pasajero y volví a encender la mecha.
El placer físico de ese viaje provenía sobre todo del hecho de que el globo era algo enorme e hinchado, pero también de:

1) la posibilidad de viajar por encima de la cabeza de los demás, más allá del radio de acción de sus brazos extendidos;
2) la posibilidad de elevarme cuando encontraba un árbol o una casa y volver a descender después hacia tierra;
3) que el globo, aunque fuese en verdad gigantesco, era extrañamente sensible, silencioso y dócil a todos los caprichos del aire, y que el hombre en la cesta era exactamente como él y su alma se volvía tan infantil como la suya;
4) que la brisa, que a los demás les acaricia tan sólo las mejillas, nos empujaba a nosotros en el aire y nadie podía saber qué suerte nos deparaba la navegación en el espacio;
5) la ausencia de todo mecanismo, con excepción de una pequeña lámpara de petróleo… nada de gas, sólo tela, cuerdas, la cesta y nosotros en el aire, y
6) la maravillosa sombra que proyectábamos sobre la hierba.

La pasajera que tenía a mi lado me proporcionaba además una alegría íntima mucho mayor que el globo mismo. Sobre los prados, los campos y los bosques, por primera vez en la vida, perdía el juicio, y lo perdía cada vez más, mientras ella me escuchaba con tal atención que habría podido besar mil veces su pequeña, perspicaz y comprensiva oreja. A pesar de que es bien sabido que las mujeres dicen amar lo novelesco, no le conté nada sobre el Negro ni sobre mis otras aventuras… Me lo impidió una incomprensible vergüenza que me advertía que no debía hablar demasiado.
Llegó el día del cambio de anillos… Luego, empezó a acercarse también el de la boda. Durante todo aquel tiempo no pensé en cosas inconvenientes, alejé todos mis recuerdos, viví con el pensamiento puesto en ella y en el globo; comencé a vivir como si cada día fuera el primero, es decir que corría hacia el futuro, hacia el camino de la felicidad, despejado y tranquilo… ni siquiera padecía ya de pesadillas. Nunca… ninguna perversión… ni una mirada furtiva hacia aquello… que, para bien o para mal, en una época había sido mi realidad… y que luego desapareció… El abedul era el abedul; el pino, un pino; el sauce, un sauce. Y he aquí lo que entonces ocurrió: una semana antes de que la boda tuviera lugar en la iglesia de la localidad, cuando me sentía ya penetrado de ese secreto y jubiloso escalofrío prenupcial y todos me expresaban sus buenos deseos y sus felicitaciones, se me ocurrió hacer un paseo en globo durante una tormenta… Juro que no me animaba ninguna otra intención, ningún deseo inconveniente. Quería solamente disfrutar del vaivén provocado por la borrasca. Pero la tormenta me raptó con fuerza diabólica (posiblemente no se trataba del viento, sino del Negro en persona) y cuando, después de varias horas, con un gesto tan imprevisible como ominoso se levantó el telón del alba, no quise creer a mis ojos… Debajo de mí se agitaban las olas del Mar Amarillo.
Comprendí de inmediato que, en ese momento, algo se cerraba y que comenzaba… de nuevo… y… y… que debía enfrentarme a saber con qué chinerías… Me despedí para siempre de los abedules, los pinos, los sauces, así como de las mejillas y los ojos de mi amada, y dócilmente me abrí por entero a las pagodas contrahechas, a los bonzos, a las divinidades extrañas, a los mandarines y a los dragones. Cuando estaba por consumirse la última gota de petróleo en la lámpara, la cesta descendió en las riberas de un pequeño islote. De un bosque cercano salió un chino; al verme, lanzó un grito, comenzó a correr hacia mí, pero yo gesticulé y le di a entender que se detuviera. Era (naturalmente) un leproso. Se detuvo indeciso, me observó atentamente, emitió un sonido indefinible, semejante tal vez al del estupor; tocó con sus manos su piel pustulenta y me condujo hacia unas miserables cabañas que se veían a lo lejos. Continuaba observándome con atención, mientras yo no sabía explicarme el significado de esas miradas. Algo querrían decir… lo presentía… Al fin le seguí.
Cuando llegamos a la aldea, mi piel comenzó a gritar pidiendo auxilio, se contrajo, se crispó, se frunció, enloquecida de terror. Todos los habitantes de la aldea, sin excepción, eran leprosos: viejos, hombres, mujeres, jóvenes de ambos sexos, salvo algunos niños cuya piel tersa contrastaba violentamente con la de los demás. Se trataba de esa variante de la enfermedad, que, si no me equivoco, llaman lepra anaesthetica y a veces lepra elephantiasis; toda la piel de aquellos individuos era rugosa, purulenta, cubierta de excrecencias, hinchada, con manchas grises, blancuzcas o de un rojo sucio, cubierta de pústulas, grietas, granos y abscesos crónicos. Y aquellas personas no eran ni humildes ni reservadas como sus semejantes que en las ciudades asiáticas anuncian desde lejos con gritos su repugnante presencia. ¡Oh no, nada de eso! Necesario es decir que aquellas personas no tenían nada que ver con la modestia ni con la humildad. Todo lo contrario, me rodearon llenos de curiosidad y desvergüenza, me tendieron las manos con las uñas deformadas, hasta que me lancé contra ellos gritando y amenazándoles con los puños. Inmediatamente desaparecieron en sus cabañas. Abandoné al instante aquel pueblo, pero, cuando volví la cabeza, me di cuenta de que aquella chusma había vuelto a salir de sus cabañas y que me seguía a cierta distancia. Les amenacé con los puños en alto. Desaparecieron, pero un momento después volvieron a seguirme.
La isla ocupaba poco más de unos quince kilómetros cuadrados y puede decirse que estaba completamente desierta, y que buena parte de ella la ocupaba un espeso bosque. Caminé no demasiado aprisa, pero sin darme descanso, no demasiado nervioso, pero muy rígido, no demasiado amedrentado, pero acelerando cada vez más el paso… porque continuamente sentía detrás de mí la presencia de aquellos monstruos anhelantes. No quería volver a mirarles, más bien quería darles a entender que para mí no existían, que no les veía, y sólo mis espaldas me anunciaban su progresiva cercanía. Caminé, caminé, caminé en distintas direcciones, como un viajero, un turista, un explorador, por aquí, por allá, siempre de prisa, como un hombre cargado de ocupaciones, pero finalmente no supe ya hacia dónde dirigir mis pasos por haber recorrido todas las zonas no boscosas, y entonces, después de una pasajera duda, tomé un sendero y me interné en la espesura de la selva. Se acercaron demasiado…, caminaban a unos cuantos pasos de mí, oía sus susurros y el rumor de las ramas pisadas. Al ver una piel granulosa que se ocultaba detrás de un arbusto, di la vuelta violentamente hacia la izquierda; luego, cuando me pareció vislumbrar tras las lianas una mano en estado de elefantiasis avanzada, di un salto y fui a caer en un pequeño claro. Ellos, como siempre, seguían tras mis talones. Di un fuerte golpe con el pie en el suelo y se escondieron en medio de la maleza. Reanudé la marcha, pero de nuevo surgieron cual tropel de ratas, y sus murmullos, sus bromas, sus codazos se hicieron cada vez más atrevidos. Cada uno de mis pelos se había erizado como alambre de hierro. ¿Qué diablos querían de mí aquellos roñosos? ¿Qué querían? Las mujeres conocen esa sensación… Cuando una banda de vagabundos desenfrenados las importuna en la calle, siguiéndolas primero y luego permitiéndose bromas de mal gusto y palabras soeces… hasta que ellas se ven obligadas a huir con la cabeza baja. Eso era exactamente lo que me estaba ocurriendo.
¿Qué deseaban? Aún no había comprendido, aún no comprendía la nueva idea, pero ya una amenaza había saltado a la vista. Pues bien, si se analizan las circunstancias en que fui raptado de mi casa de campo y trasladado a aquella isla, si se considera aquel escalofrío prenupcial, la iglesia, el velo blanco, no podía tratarse de otra cosa… En fin, era claro que yo les excitaba, les excitaba de una manera peculiar… Y si bien ignoraba la causa de esa excitación y no percibía el significado de sus exclamaciones, de sus risas, de sus turbias bromas, la obscenidad, la impudicia y la lubricidad eran evidentes, de eso no cabía duda alguna. Advertía en la voz de los monstruos machos esa dura brutalidad, y en la de los monstruos hembras esa diversión maliciosa que, en los humanos de todas las razas y todas las latitudes, no puede significar sino dos cosas: o inocencia o inmadurez. ¡Ah!, ¡hubiese aceptado la lepra, pero la lepra y el erotismo a la vez eso sí que no, por Dios, la lepra erótica no! Enloquecido comencé a huir y ellos, a seguirme, lanzando gritos horribles. Sólo que mi pánico me daba una ligereza que no les era fácil de imitar a sus pies deformados por la elefantiasis. Me escondí en la espesa fronda de un árbol, me armé de un fuerte garrote y juré romperle la cabeza al primero que se me acercara.
Poco a poco comencé a comprender aquella diabólica trama… el contenido diabólico de mi tortura… Descubría el complicado mecanismo de las posibilidades que había contribuido a realizar aquella pesadilla. Desde hacía doscientos o trescientos años ningún barco había anclado en las aguas de aquella isla, la habían olvidado como a menudo sucede con los pequeños islotes desérticos. Nadie en la isla había visto jamás a un extranjero. Bueno, ¿pero cómo interpretar esa lubricidad, esos gestos obscenos, esa terrible persecución y ese deseo de atacarme? Bah, no es difícil. Basta sumergirse en la psicología del alma negra que había organizado todo aquello (y ya para entonces disponía yo de una notable experiencia en ese terreno). Desde tiempos inmemoriales, desde hacía tres o tal vez cuatro generaciones, aquellos individuos habían contraído la lepra y a través de los años se habían acostumbrado a ella; la lepra formaba parte de la naturaleza humana… la leprosidad era a sus ojos algo del todo natural al género humano, igual que los colores a las mariposas; las excrecencias, algo tan natural como la cresta de un gallo. Imaginar a un hombre sin grietas ni pústulas era para ellos algo tan difícil como para nosotros imaginar a uno completamente carente de pelo. Y como aún no habían renunciado al amor, como sus hijos nacían sanos, como no se contaminaban sino más tarde y, como el momento en que su piel comenzaba a espesarse y a descomponerse coincidía con el de la pubertad, con los primeros besos y los primeros juegos amorosos, al verme con la piel ridículamente tersa, privada por completo de protuberancias, ridículamente suave, les parecía yo una especie de acróbata de rostro rojo (sí, debo insistir, para ellos las protuberancias, las bubas, las manchas, las grietas, las pústulas eran lo que los colores para las mariposas y lo que la barba para nosotros), y a eso se debía que pensaran lo que pensaban. Por eso se daban codazos, se burlaban y se burlaban. Por eso me persiguieron cuando advirtieron que les tenía miedo, que huía atemorizado y avergonzado; con suma alegría me arrojaron el horror de su madurez para poseer mi inocencia, basados en la misma diabólica ley que regula los juegos de los niños en la escuela.
Durante dos meses llevé en la isla una existencia de mono, escondiéndome en la cima de los árboles, en la cima de las palmeras. Los monstruos organizaban verdaderas partidas de caza en las que yo era la presa. Nada les divertía más que la vergüenza que me hacía huir del contacto físico con sus cuerpos. Se emboscaban entre arbustos, saltaban de improviso, me perseguían con jubilosos y lúbricos rugidos, y yo hubiese caído cien veces en sus celadas si no hubiera sido por el odor hircinus que sus cuerpos desprendían, por la torpeza de sus movimientos, y porque el valor desesperado que sentía multiplicaba mis fuerzas exiguas. Y, sobre todo, gracias a mi piel, a mi piel que sufría sin tregua, a mi piel sensibilizada, atemorizada, torturada, víctima permanente del pánico. No tenía otra cosa que no fuera la piel, con ella me acostaba y despertaba; ella era todo para mí.
Finalmente, por azar, descubrí unas cuantas botellas de petróleo, posiblemente provenientes de algún naufragio. Logré inflar nuevamente el globo y levantar el vuelo… Me preguntaba qué debía hacer yo cuando volviera a ver los abedules y los pinos y los ojos de la mujer amada. ¿Qué podía hacer con mi cuerpo terso, desprovisto de escamas y abscesos, sin ninguna protuberancia? ¿Qué podía hacer? ¿Cómo podía yo, rosado e infantil, contemplar sus ojos?
Pero como no me era posible (¡no me era posible y basta!), abandoné todo aquello que me había abandonado a mí… Por otra parte, nuevas aventuras reclamaron muy pronto mi atención. Recuerdo que en 1918 fui yo, yo solo, quien rompió el frente alemán. Como es de todos sabido, las trincheras llegaban hasta el mar. Se trataba de un verdadero sistema de canales profundos que tenían una longitud hasta de quinientos kilómetros. Sólo a mí se me ocurrió la sencilla idea de inundar esos canales. Una noche trabajé a escondidas, cavé un foso que comunicó los canales con el mar. Al penetrar ininterrumpidamente, el agua inundó las trincheras y corrió por toda la línea del frente. Con gran estupor los aliados vieron a los alemanes, empapados hasta los huesos, saltar fuera de sus fosas, presas del pánico, a las primeras horas de un amanecer brumoso.

Witold Gombrowicz
De Bakakaï

17 de febrero de 2018

Contra los poetas, Witold Gombrowicz


Contra los poetas, Witold Gombrowicz

Sería más delicado por mi parte no turbar uno de los pocos rituales que aún nos quedan. Aunque hemos llegado a dudar de casi todo, seguimos practicando el culto a la Poesía y a los Poetas, y es probablemente la única Deidad que no nos avergonzamos de adorar con gran pompa, con profundas reverencias y con voz altisonante, ¡Ah, Shelley! ¡Ah, Stowacki! ¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta! Y, sin embargo, me veo obligado a abalanzarme sobre estas oraciones y, en la medida de mis posibilidades, estropear este ritual en nombre..., sencillamente en nombre de una rabia elemental que despierta en nosotros cualquier
error de estilo, cualquier falsedad, cualquier huida de la realidad. Pero ya que emprendo la lucha contra un campo particularmente ensalzado, casi celestial, debo cuidar de no elevarme yo mismo como un globo y de no perder la tierra firme bajo mis pies.
Supongo que la tesis del presente ensayo: que a casi nadie le gustan los versos y que el mundo de la poesía en verso es un mundo ficticio y falseado, puede parecer tan atrevida como poco seria. Y sin embargo, yo me planto ante vosotros y declaro que a mí los versos no me gustan en absoluto y hasta me aburren. Me diréis quizá que soy un pobre ignorante. Pero, por otra parte, llevo mucho tiempo trabajando en el arte y su lenguaje no me resulta del todo ajeno. Tampoco podéis utilizar contra mí vuestro argumento preferido afirmando que no poseo sensibilidad poética, porque precisamente la poseo y en gran cantidad, y cuando la poesía se me aparece no en los versos, sino mezclada con otros elementos más prosaicos, por ejemplo, en los dramas
de Shakespeare, en la prosa de Dostoyevski o Pascal, o sencillamente con ocasión de una corriente puesta de sol, me pongo a temblar como los demás mortales. ¿Por qué, entonces, me aburre y me cansa ese extracto farmacéutico llamado «poesía pura», sobre todo cuando aparece en forma rimada? ¿Por qué no puedo soportar ese canto monótono, siempre sublime, por qué me adormece ese ritmo y esas rimas, por qué el lenguaje de los poetas se me antoja el menos interesante de todos los lenguajes posibles, por qué esa Belleza me resulta tan poco seductora y por qué no conozco nada peor en cuanto estilo, nada más ridículo, que la manera en que los Poetas hablan de sí mismos y de su Poesía?
Pero yo tal vez estaría dispuesto a reconocer una particular carencia mía en este sentido..., si no fuera por ciertos experimentos..., ciertos experimentos científicos...
¡Qué maldición para el arte, Bacori! Os aconsejo que no intentéis jamás realizar experimentos en el terreno del arte, ya que este campo no lo admite; toda la pomposidad sobre el tema es posible sólo a condición de que nadie sea tan indiscreto como para averiguar hasta qué punto se corresponde con la realidad. Vaya cosas que veríamos si nos pusiéramos a investigar, por ejemplo, hasta qué punto una persona que se embelesa con Bach tiene derecho de embelesarse con Bach, esto es, hasta qué punto es capaz de captar algo de la música de Bach. ¿Acaso no he llegado a dar (pese a que no soy capaz de tocar en el piano ni siquiera «Arroz con leche»), y no sin éxito, dos conciertos? Conciertos que consistían en ponerme a aporrear el instrumento, tras
haberme asegurado el aplauso de unos cuantos expertos que estaban al corriente de mi intriga y tras anunciar que iba a tocar música moderna. Qué suerte que aquellos que discurren sobre el arte con el grandilocuente estilo de Valéry no se rebajan a semejantes confrontaciones. Quien aborda nuestra misa estética por este lado podrá descubrir con facilidad que este reino de la aparente madurez constituye justamente el más inmaduro terreno de la humanidad, donde reina el bluff, la mistificación; el esnobismo, la falsedad y la tontería. Y será muy buena gimnasia para nuestra rígida manera de pensar imaginarnos de vez en cuando al mismo Paul Valéry como sacerdote de la Inmadurez, un cura descalzo y con pantalón corto.
He realizado los siguientes experimentos: combinaba frases sueltas o fragmentos de frases, construyendo un poema absurdo, y lo leía ante un grupo de fieles admiradores como una nueva obra del vate, suscitando el arrobamiento general de dichos admiradores; o bien me ponía a interrogarles detalladamente sobre este o aquel poema, pudiendo así constatar que los «admiradores» ni siquiera lo habían leído entero. ¿Cómo es eso? ¿Admirar tanto sin siquiera leerlo hasta el final? ¿Deleitarse tanto con la «precisión matemática» de la palabra poética y no percatarse de que esta precisión está puesta radicalmente patas arriba? ¿Mostrarse tan sabihondos, extenderse tanto sobre estos temas, deleitarse con no sé qué sutilidades y matices,
para al mismo tiempo cometer pecados tan graves, tan elementales? Naturalmente, después de cada uno de semejantes experimentos había grandes protestas y enfados, mientras los admiradores juraban y perjuraban que en realidad las cosas no son así..., que no obstante...; pero sus argumentos nada podían contra la dura realidad del Experimento.
Me he encontrado, pues, frente al siguiente dilema: miles de hombres escriben versos; centenares de miles admiran esta poesía; grandes genios se han expresado en verso; desde tiempos inmemorables el Poeta es venerado, y ante toda esta montaña de gloria me éncuentro yo con mi sospecha de que la misa poética se desenvuelve en un vacío total. Ah, si no supiera divertirme con esta situación, estaría seguramente muy aterrorizado. A pesar de esto, mis experimentos han fortalecido mis ánimos, y ya con más valor me he puesto a buscar respuesta a esta cuestión atormentadora: ¿por qué no me gusta la poesía pura? ¿Por qué? ¿No será por las mismas razones por las que no me gusta el azúcar en estado puro? El azúcar sirve para endulzar el café y no para comerlo a cucharadas de un plato como natillas. En la poesía pura, versificada, el exceso cansa: el exceso de palabras poéticas, el exceso de metáforas, el exceso de sublimación, el exceso, por fin, de la condensación y de la depuración de todo elemento antipoético, lo cual hace que los versos se parezcan a un producto químico.
El canto es una forma de expresión muy solemne... Pero he aquí que a lo largo de los siglos el número de cantores se multiplica, y estos cantores al cantar tienen que adoptar la postura de cantor, y esta postura con el tiempo se vuelve cada vez más rígida. Y un cantor excita al otro, uno consolida al otro en su obstinado y frenético canto; en fin, que ya no cantan más para las multitudes, sino que uno canta para el otro; y entre ellos, en una rivalidad constante, en un continuo perfeccionamiento del canto, surge una pirámide cuya cumbre alcanza los cielos y a la que admiramos desde abajo, desde la tierra, levantando las narices hacia arriba. Lo que iba a ser una elevación momentánea de la prosa se ha convertido en el programa, en el sistema, en
la profesión, y hoy en día se es Poeta igual que se es ingeniero o médico. El poema nos ha crecido hasta alcanzar un tamaño monstruoso, y ya no lo dominamos nosotros a él, sino él a nosotros. Los poetas se han vuelto esclavos, y podríamos definir al poeta como un ser que no puede expresarse a sí mismo, porque tiene que expresar el Verso.
Y, sin embargo, no puede haber probablemente en el arte cometido más importante que justamente éste: expresarse a sí mismo. Nunca deberíamos perder de vista la verdad que dice que todo estilo, toda postura definida, se forma por eliminación y en el fondo constituye un empobrecimiento. Por tanto, nunca deberíamos permitir que alguna postura redujera demasiado nuestras posibilidades convirtiéndose en una mordaza, y cuando se trata de una postura tan falsa, es más, casi pretenciosa, como la de un «cantor», con más razón deberíamos andarnos con ojo. Pero nosotros, hasta ahora, en lo que al arte se refiere, dedicamos mucho más esfuerzo y tiempo a perfeccionarnos en uno u otro estilo, en una u otra postura, que a mantener ante ellos una autonomía y libertad interiores, y a elaborar una relación adecuada entre nosotros y nuestra postura.
Podría parecer que la Forma es para nosotros un valor en sí mismo, independientemente del grado en que nos enriquece o empobrece. Perfeccionamos el arte con pasión, pero no nos preocupamos demasiado por la cuestión de hasta qué punto conserva todavía algún vínculo con nosotros. Cultivamos la poesía sin prestar atención al hecho de que lo bello no necesariamente tiene que «favorecernos». De modo que si queremos que la cultura no pierda todo contacto con el ser humano, debemos interrumpir de vez en cuando nuestra laboriosa creación y comprobar si lo que creamos nos expresa.
Hay dos tipos contrapuestos de humanismo: uno, que podríamos llamar religioso, trata de  echar al hombre de rodillas ante la obra de la cultura humana, nos obliga a adorar y a respetar, por ejemplo, la Música o la Poesía, o el Estado, o la Divinidad; pero la otra corriente de nuestro espíritu, más insubordinada, intenta justamente devolverle al hombre su autonomía y su libertad con respecto a estos Dioses y Musas que, al fin y al cabo, son su propia obra. En este último caso, la palabra «arte» se escribe con minúscula. Es indudable que el estilo capaz de abarcar ambas tendencias es más completo, más auténtico y refleja con más exactitud el carácter antinómico de nuestra naturaleza que el estilo que con un extremismo ciego expresa solamente uno de los polos de nuestros sentimientos. Pero, de todos los artistas, los poetas son
probablemente los que con más ahínco se postran de hinojos -rezan más que los otros- , son sacerdotes par excellence y ex professio, y la Poesía así planteada se convierte sencillamente en una celebración gratuita. Justamente es esta exclusividad lo que hace que el estilo y la postura de los poetas sean tan drásticamente insuficientes, tan incompletos.
Hablemos un momento más sobre el estilo. Hemos dicho que el artista debe expresarse a sí mismo. Pero, al expresarse a sí mismo, también tiene que cuidar que su manera de hablar esté acorde con su situación real en el mundo, debe expresar no solamente su actitud ante el mundo, sino también la del mundo ante él. Si siendo cobarde, adopto un tono heroico, cometo un error de estilo. Pero si me expreso como si fuera respetado y querido por todo el mundo, mientras en realidad los hombres ni me aprecian ni me tienen simpatía, también cometo un error de estilo. Si, en cambio, queremos tomar conciencia de nuestra verdadera situación en el mundo, no podemos eludir la confrontación con otras realidades diferentes de la nuestra. El hombre formado únicamente en el contacto con hombres que se le parecen, el hombre que es producto
exclusivo de su propio ambiente, tendrá un estilo peor y más estrecho que el hombre que ha vivido en ambientes diferentes y ha convivido con gente diversa. Ahora bien, en los poetas irrita no sólo esa religiosidad suya, no compensada por nada, esa entrega absoluta a la Poesía, sino también su política de avestruz en relación con la realidad: porque ellos se defienden de la realidad, no quieren verla ni reconocerla, se abandonan expresamente a un estado de ofuscamiento que no es fuerza, sino debilidad.
¿Es que los poetas no crean para los poetas? ¿Es que no buscan únicamente a sus fieles, es decir, a hombres iguales a ellos? ¿Es que estos versos no son producto exclusivo de un hombre determinado y restringido? ¿Es que no son herméticos?
Obviamente, no les reprocho el que sean «difíciles», no pretendo que escriban «de manera comprensible para todos» ni que sean leídos en las casas campesinas pobres.
Sería igual a pretender que voluntariamente renunciaran a los valores más esenciales, como la conciencia, la razón, una mayor sensibilidad y un conocimiento más profundo de la vida y del mundo, para bajar a un nivel medio; ¡oh, no, ningún arte que se respete lo aceptaría jamás! Quien es inteligente, sutil, sublime y profundo debe hablar de manera inteligente, sutil y profunda, y quien es refinado debe hablar de un modo refinado, porque la superioridad existe, y no para rebajarse. Por tanto, no es malo que los versos contemporáneos no sean accesibles a cualquiera, lo que sí es malo es que hayan surgido de la convivencia unilateral y restringida de unos mundos y tinos hombres idénticos. Al fin y al cabo, yo mismo soy un autor que defiende
obstinadamente su propio nivel, pero al mismo tiempo (lo digo para que no se me eche en cara que practico un género que combato), mis obras ni por un momento se olvidan de que fuera de mi mundillo existen otros mundos. Y si no escribo para el pueblo, no obstante escribo como alguien amenazado por el pueblo o dependiente del pueblo, o creado por el pueblo. Tampoco se me ha pasado nunca por la cabeza adoptar una pose de «artista», de «escritor», de creador maduro y reconocido, sino que ; precisamente represento el papel de candidato a artista, de aquel que sólo desea ser maduro, en una incesante y encarnizada lucha con todo lo que frena mi desarrollo. Y mi arte se ha formado no en contacto con un grupo de gente afín a mí, sino precisamente en relación y en '' contacto con el enemigo.
¿Y los poetas? ¿Acaso puede salvarse el poema de un poeta si cae en manos no de un amigo-poeta, sino de un enemigo, un no-poeta? Como cualquier otra expresión, un poema debería ser concebido y realizado de manera que no deshonrara a su propio creador, ni siquiera en el caso de que no tuviese que gustar a nadie. Más aún, es preciso que los poemas no deshonren al creador ni siquiera en el caso de que a él mismo no le gusten. Porque ningún poeta es exclusivamente poeta, y en cada poeta vive un no-poeta que no canta y a quien no le gusta el canto...; el hombre es algo más vasto que el poeta. El estilo surgido entre los adeptos de una misma religión muere en contacto con la multitud de infieles; es incapaz de defenderse y de luchar; es incapaz de vivir una verdadera vida; es un estilo estrecho.
Permitidme que os muestre la siguiente escena... Imaginémonos que en un grupo de más de diez personas una de ellas se levanta y se pone a cantar. Su canto aburre a la mayoría de los oyentes; pero el cantante no quiere darse cuenta de ello; no, él se comporta como si encantara a todo el mundo; pretende que todos caigan de rodillas ante esa Belleza, exige un reconocimiento incondicional a su papel de Vate; y aunque nadie le da mayor importancia a su canto, él adopta una expresión como si su palabra tuviera un significado decisivo para el mundo; lleno de fe en su Misión Poética lanza anatemas, truena, se agita en un vacío; pero, es más, no quiere reconocer ante la gente ni ante sí mismo que este canto le aburre hasta a él, le atormenta y le irrita, puesto que él no se expresa de una manera desenvuelta, natural ni directa, sino en una
forma heredada de otros poetas, una forma que perdió hace tiempo el contacto con la directa sensibilidad humana; y así no sólo canta la Poesía, sino que también se embelesa con la Poesía; siendo Poeta, adora la grandeza y la importancia del Poeta; no sólo pretende que los demás caigan de rodillas ante él, sino que él mismo cae de rodillas ante sí mismo. ¿No podría decirse de ese hombre que ha decidido llevar un peso excesivo sobre sus espaldas? Puesto que no sólo cree en la fuerza de la poesía, sino que se obliga a sí mismo a esta fe, no sólo se ofrece a los demás, sino que los obliga a que reciban este don divino como si fuera una hostia. En un estado espiritual tan hermético, ¿dónde puede surgir una grieta por la cual desde el exterior pudiese
penetrar la vida? Y al fin y al cabo no hablamos aquí de un cantor de tercera fila, no, todo esto también se refiere a los poetas más célebres, a los mejores.
Si al menos el poeta supiera tratar su canto como una pasión, o como un rito, si al menos cantara como los que tienen que cantar, aun sabiendo que cantan en el vacío.
Si en lugar de un orgulloso «yo, Poeta» fuese capaz de pronunciar estas palabras con vergüenza o con temor... o hasta con repulsión... ¡Pero no! ¡El Poeta tiene que adorar al Poeta!
Esta impotencia ante la realidad caracteriza de manera contundente el estilo y la postura de los poetas. Pero el hombre que huye de la realidad ya no encuentra apoyo en nada..., se convierte en juguete de los elementos. A partir del momento en que los poetas perdieron de vista al ser humano concreto para fijar la mirada en la Poesía abstracta, ya nada pudo frenarlos en la pendiente que conducía directamente al precipicio del absurdo. Todo empezó a crecer espontáneamente. La metáfora, privada de cualquier freno, se desencadenó hasta tal punto que hoy en los versos no hay más que metáforas. El lenguaje se ha vuelto ritual: esas «rosas», esos «ocasos», esas «añoranzas» o esos «dolores», que antaño poseían cierto frescor, a causa de un uso excesivo se han convertido en sonidos vacíos; y esto mismo se refiere a los más modernos «semáforos» y demás «espirales». El estrechamiento del lenguaje va acompañado del estrechamiento del estilo, lo cual ha provocado el que hoy en día los versos no sean más que una docena de «vivencias» consagradas, servidas en insistentes combinaciones de un vocabulario mísero. A medida que el Estrechamiento se iba volviendo cada vez más Estrecho, también la Belleza no frenada por nada se volvía cada vez más Bella, la Profundidad cada vez más Profunda, la Nobleza cada vez más Noble, la Pureza cada vez más Pura. Si por un lado el verso, privado de frenos, se ha hinchado hasta alcanzar las dimensiones de un poema gigantesco (similar a una selva conocida de verdad sólo por unos cuantos exploradores), por otro lado empezó a condensarse reduciéndose a un tamaño ya demasiado sintético y homeopático. Asimismo se empezó a hacer descubrimientos y experimentos con cara de ser los
únicos enterados; y, repito, ya nada es capaz de frenar esta aburrida orgía. Porque no se trata aquí de la creación de un hombre pare otro hombre, sino de un rito celebrado ante un altar. Y por cada diez versos, habrá al menos uno dedicado a la adoración del Poder de la Palabra Poética o a la glorificación de la vocación del Poeta.
Convengamos que estos síntomas patológicos no son propios únicamente de los poetas. En la prosa esta postura religiosa también ha hecho grandes estragos, y si tomamos por ejemplo obras como La muerte de Virgilio, de Broch, Ulises o algunas obras de Kafka, experimentamos la misma sensación: que la «eminencia» y la «grandeza» de estas obras se realizan en el vacío, que pertenecen a estos libros que todo el mundo sabe que son grandes..., pero que de algún modo nos resultan lejanos, inaccesibles y fríos..., puesto que fueron escritos de rodillas y con el pensamiento puesto no en el lector, sino en el Arte o en otra abstracción. Esta prosa surgió del
mismo espíritu que ilumina a los poetas, e indudablemente, por su esencia, es «prosa poética».
Si dejamos aparte las obras y nos ocupamos de las personas de los poetas y del mundillo que estas personas crean con sus fieles y sus acólitos, nos sentiremos aún más sofocados y aplastados. Los poetas no sólo escriben 'para los poetas, sino que también se alaban mutuamente y mutuamente se rinden honores unos a otros. Este mundo, o mejor dicho, este mundillo, no difiere mucho de otros mundillos especializados y herméticos: los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca con el mismo sentimiento religioso que los poetas de Mallarmé, y uno confirma al otro en la convicción de su propia importancia. Pero los ajedrecistas no pretenden tener un papel tan universal, y lo que después de todo se puede perdonar a los ajedrecistas, se vuelve imperdonable en el caso de los poetas. Como consecuencia de semejante aislamiento, todo aquí se hincha, y hasta los poetas mediocres se hinchan de manera apocalíptica, mientras problemas insignificantes cobran una importancia desorbitada. Recordemos,
por ejemplo, las tremendas polémicas acerca del tema de las asonancias, y el tono en
que se discutía esta cuestión: parecía entonces que el destino de la humanidad
dependiera de si era lícito rimar de forma asonante. Es lo que ocurre cuando el espíritu
del gremio llega a dominar al espíritu universal.
Otro hecho no menos vergonzoso es la cantidad de poetas. A todos los excesos mencionados más arriba, hay que añadir el exceso de vates. Estas cifras ultrademocráticas hacen explotar desde dentro la orgullosa y aristocrática fortaleza poética; realmente resulta bastante divertido verlos a todos juntos en un congreso: ¡qué multitud de seres más peculiares! Pero ¿es que el arte que se celebra en el vacío no es el terreno ideal para aquellos que justamente no son nadie, cuya personalidad vacía se desahoga encantada en esas formas limitadas? Y lo que ya es verdaderamente ridículo son esas críticas, esos articulillos, aforismos y ensayos que aparecen en la prensa sobre el tema de la poesía. Eso sí que es vanilocuencia, una vanilocuencia pomposa y
tan ingenua, tan infantil, que uno no puede creer que hombres que se dedican a escribir no perciban la ridiculez de semejante publicística. Hasta ahora no han comprendido esos estilistas que de la poesía no se puede escribir en tono poético, por lo que sus gacetillas están repletas de semejantes elucubraciones poetizantes.
También es muy grande la ridiculez que acompaña los recitales, concursos y manifiestos, pero supongo que no vale la pena extenderse más sobre ello.
Creo haber explicado más o menos por qué la poesía en verso no me seduce. Y por qué los poetas -que se han entregado totalmente a la Poesía y han sometido a esta Institución toda su existencia, olvidándose de la existencia del hombre concreto y cerrando los ojos a la realidad- se encuentran (desde hace siglos) en una situación catastrófica. A pesar de las apariencias de triunfo. A pesar de toda la pompa de esta ceremonia.
Pero aún tengo que refutar cierta acusación.
El simplismo inusitado con que se defienden los poetas (por lo general, hombres nada tontos, aunque ingenuos) cuando se ataca su arte, sólo se puede explicar por una ceguera voluntaria. Muchos de ellos buscan salvarse argumentando que escriben versos por placer, como si todo su comportamiento no desmintiese semejante afirmación. Los hay que sostienen con toda seriedad que escriben para el pueblo y que sus rebuscados jeroglíficos constituyen el alimento espiritual de las almas sencillas. No obstante, todos creen con firmeza en la resonancia social de la poesía, y desde luego les será difícil comprender cómo se les puede atacar desde este lado. Dirán: –¡Cómo! ¿Acaso puede usted dudar? ¿Es que no ve usted las multitudes que asisten a nuestros
recitales? ¿La cantidad de ediciones que consiguen nuestros volúmenes? ¿Los estudios, los artículos, las disertaciones publicados sobre nosotros? ¿La admiración que rodea a los poetas famosos? Es usted precisamente quien no quiere ver las cosas como son...
¿Qué les contestaré? Que todo esto no son más que ilusiones. Es cierto que a los recitales van multitudes, pero también es cierto que incluso un oyente muy culto no es capaz en absoluto de comprender un poema declamado en un recital. Cuántas veces he asistido a estas aburridas sesiones, en que se recitaba un poema tras otro, cuando cada uno de ellos tendría que ser leído con la máxima atención al menos tres veces para poder descifrar por encima su contenido. En cuanto a las ediciones, sabemos que se compran miles de libros para no ser leídos jamás. Sobre la poesía escriben, como ya hemos dicho, los poetas. ¿Y la admiración? ¿Es que los caballos en las carreras no despiertan todavía más interés? Pero ¿qué tiene que ver la afición deportiva con que asistamos a toda clase de rivalidades y todas las ambiciones -nacionales u otras- que acompañan a estas carreras, qué tiene que ver todo esto con una auténtica emoción artística? Sin embargo, semejante respuesta, aunque justa, no sería suficiente. El problema de nuestra convivencia con el arte es mucho más profundo y difícil. Y es indudable, al menos a mi parecer, que si queremos entender algo de él, debemos romper totalmente con esta idea demasiado fácil de que «el arte nos encanta» y que «nos deleitamos con el arte». No el arte nos encanta sólo hasta cierto punto, mientras que los placeres que nos proporciona son más bien dudosos... Y ¿acaso puede ser de otra manera, si la convivencia con el gran arte es una convivencia con hombres maduros, de horizontes más vastos y sentimientos más fuertes? No nos deleitamos, más bien tratamos de deleitarnos..., y no comprendemos..., sino que tratamos de comprender...
Qué superficial es el pensamiento para el cual este fenómeno complicado se reduce a una simple fórmula: el arte encanta porque es bello.
–Oh, hay tantos esnobs..., pero yo no soy un esnob, yo reconozco con franqueza cuando algo' no me gusta –dice esta ingenuidad y le parece que con esto todo queda arreglado.
Sin embargo, podemos percibir aquí claramente unos factores que no tienen nada que ver con la estética. ¿Pensáis que si en la escuela no nos hubiesen obligado a extasiarnos con el arte, tendríamos por él, más tarde, tanta admiración, una admiración que nos viene dada? ¿Creéis que si toda nuestra organización cultural no nos impusiera el arte, nos interesaríamos tanto por él? ¿No será nuestra necesidad de mito, de adoración, lo que se desahoga en esta admiración nuestra, y no será que al adorar a los superiores, nos ensalzamos a nosotros mismos? Pero ante todo, estos sentimientos de admiración y de éxtasis, ¿surgen «de nosotros» o «entre nosotros»? Si en un concierto estalla una salva de aplausos, eso no quiere decir en absoluto que cada uno de los que aplauden esté entusiasmado. Un tímido aplauso provoca otro, se excitan mutuamente, hasta que por fin se crea una situación en que cada uno tiene que adaptarse interiormente a esta locura colectiva. Todos «se comportan» como si estuvieran entusiasmados, aunque «verdaderamente» nadie está entusiasmado, al menos no hasta tal punto.
Sería, pues, un error, una ingenuidad lastimosa, pretender que la poesía, o cualquier otro arte, fuera, sencillamente, fuente de placer humano. Y si desde este punto de vista observamos el mundo de los poetas y de sus admiradores, entonces todos sus absurdos y ridiculeces parecerán justificados: pues al parecer tiene que ser así, y está acorde con el orden natural de las cosas, que el arte, igual que el entusiasmo que despierta, sea más bien producto del espíritu colectivo que no una reacción espontánea del individuo.
Y, sin embargo, no. Sin embargo, tampoco este planteamiento logrará salvar a los poetas, ni proporcionar los colores de la vida y de la realidad a su poesía. Porque si la realidad es precisamente así, ellos no se dan cuenta. Para ellos todo sucede de una manera simple: el cantante canta, y el oyente, entusiasmado, escucha. Está claro que si fuesen capaces de reconocer estas verdades y sacar de ellas todas sus consecuencias, tendría que cambiar  radicalmente su misma actitud hacia el canto. Pero podéis estar tranquilos: jamás nada cambiará entre los poetas. Y no os hagáis ilusiones de que ante estas fuerzas colectivas que nos falsean nuestra percepción individual muestren una voluntad de resistencia al menos para que el arte no sea una ficción y una ceremonia, sino una verdadera coexistencia del hombre con el hombre. ¡No, estos monjes prefieren postrarse!
¿Monjes? Eso no quiere decir que yo sea adversario de Dios o de sus numerosas órdenes religiosas. Pero incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito. Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.


Witold Gombrowicz

16 de febrero de 2018

El banquete, Witold Gombrowicz.


El banquete, Witold Gombrowicz.

Las sesiones del Consejo… las sesiones secretas del Consejo se desarrollaban en la oscuridad de la sala de los retratos, cuya autoridad multisecular superaba y anulaba hasta la misma autoridad del Gran Consejo. Desde la altura de los antiguos muros, los crepusculares retratos contemplaban, sordos y mudos, los rostros hieráticos de los dignatarios, quienes, a su vez, contemplaban la vetusta y descarnada figura del Gran Canciller y Ministro de Estado. Aquel anciano seco y poderoso habló secamente, como de costumbre, sin intentar de ningún modo ocultar su profunda alegría, invitó a los ministros y viceministros de Estado a solemnizar el histórico momento, poniéndose de pie. En efecto, después de largas y complicadas gestiones, tendrían lugar las nupcias del Rey con la archiduquesa Renata Adelaida Cristina. Renata Adelaida Cristina se hallaba ya en la Corte, y, al día siguiente, durante el banquete real, los prometidos (que hasta el momento sólo se conocían por fotografías) serían presentados… Aquella excelsa unión acrecentaría y multiplicaría hasta el infinito el prestigio y el poder de la Corona. ¡La Corona! ¡La Corona! Sin embargo, una terrible preocupación, una profunda inquietud, peor todavía, un terror manifiesto se mostraba en los rostros expertos e inteligentes de los ministros y de los viceministros de Estado, y algo informulado y dramático se ocultaba entre sus viejos y fatigados labios.
Inmediatamente después de un voto unánime del Consejo, el Canciller abrió el debate, cuya característica principal fue, sin embargo, el silencio, un silencio sordo y mudo. El Ministro del Interior fue el primero en pedir la palabra, pero cuando le fue concedida, comenzó a callar y no hizo sino callar durante todo el tiempo que duró su intervención… después de lo cual volvió a sentarse. Hizo después uso de la palabra el Ministro de la Corte Real, pero también él no hizo sino levantarse y callar todo lo que tenía que decir y volvió a sentarse. A continuación, muchos ministros pidieron la palabra: se levantaban, callaban, volvían a sentarse, mientras el silencio, el obstinado silencio del Consejo, multiplicado por el silencio de los retratos y el silencio de los muros, se hacía cada vez más poderoso. Las velas agonizaban. El inflexible canciller presidía el silencio. Las horas pasaban.
¿Cuál era la razón de ese silencio? Ninguno de los elevados funcionarios allí presentes hubiera podido, ni siquiera osado, formular un pensamiento, un pensamiento que se imponía con fuerza irresistible, y cuya expresión habría constituido ni más ni menos que un delito de lesa majestad. Y era por eso que todos callaban. En efecto, ¿cómo decir que el Rey… que el Rey era… oh, no… nunca, primero la muerte… que el Rey… ¡oh, no, ay, no!… que el Rey era venal? ¡Que el Rey se dejaba sobornar! Impúdica, insaciable, rapazmente, el Rey era venal… pero de una venalidad como la historia no había conocido otra hasta el momento. Sí, venal y corrupto, eso era el Rey. El Rey se vendía y vendía a puñados su propia Majestad.
De pronto, los dos pesados batientes de la puerta esculpida se abrieron con estruendo para dejar pasar a la persona del Rey. Vestía el uniforme de general de la guardia, con la espada al flanco y un tricornio de gala en la cabeza. Los ministros se inclinaron profundamente ante el monarca, el cual colocó la espada sobre la mesa, se arrellanó en un sillón y contempló a los presentes con mirada astuta.
El Consejo de Ministros se transformó, por efecto mismo de la presencia del Rey, en Consejo de la Corona, y el Consejo de la Corona se preparó a escuchar las declaraciones del Rey. El soberano manifestó en primer lugar su satisfacción ante su próxima boda con la archiduquesa y su confianza absoluta en que su real persona sería capaz de conquistar el amor de la hija del Rey. De ninguna manera dejó de soslayar la gran responsabilidad que pesaba sobre sus hombros… Y mientras decía esas palabras hubo en la voz del Rey algo tan absolutamente venal que el Consejo de la Corona se estremeció en medio del completo silencio que reinaba en la sala.
—No estamos en condiciones de ocultar —dijo el Rey— que para Nosotros la participación en el banquete de mañana constituye una dura prueba… Nos vemos obligados a hacer un serio esfuerzo para que Su Alteza la Archiduquesa reciba la mejor impresión… No obstante, estamos dispuestos a todo por el bien de la Corona, sobre todo si… si… ejem… ejem…
Los reales dedos tamborilearon la mesa, y aquel tamborileo adquirió una significación especial, mientras que la declaración misma del Rey asumía tonos más bien confidenciales. No cabía la sombra de una duda: el corrupto monarca deseaba una gratificación por participar en el banquete. Y, repentinamente, el Rey comenzó a quejarse de que los tiempos eran difíciles, no sabía cómo hacer frente a ciertos compromisos… y se rió… se rió y guiñó confidencialmente un ojo al Canciller… volvió a guiñar el ojo y a reírse, mientras le picaba con un dedo las costillas al anciano.
El anciano observaba al monarca en medio de un silencio profundo, podría uno decir petrificado, mientras éste reía, guiñaba el ojo y le picaba las costillas… y el silencio del anciano iba en aumento con el silencio de los retratos y el silencio de los muros. La risa del Rey se extinguió. En aquel momento el férreo anciano se inclinó ante el Rey e, imitando su gesto, se inclinaron también las cabezas de los ministros y se doblaron las rodillas de los viceministros de Estado. El poder de la reverencia del Consejo fue tremendo por su inesperada aparición en la sala silenciosa. Aquella reverencia golpeó al Rey en el propia pecho, le inmovilizó brazos y piernas, le devolvió la Realeza… al grado de que el pobre Gnulo gimió terriblemente en medio de la sala y trató una vez más de reír… pero la risa volvió a secarse en sus labios… En la inmovilidad de aquel silencio, el Rey se aterrorizó… y su terror fue profundo… pero finalmente logró huir del Consejo y de sí mismo, y su espalda envuelta en el uniforme de gala desapareció en la penumbra de un corredor.
En ese momento se escuchó un grito atroz y venal:
—¡Ya me la pagaréis! ¡Ya me la pagaréis!
Tan pronto como salió el Rey, el Canciller reabrió los debates y el silencio volvió a reinar en la sala del Gran Consejo. El Canciller, inflexible, presidía aquel silencio. Los ministros se levantaban y se sentaban. Las horas pasaban. ¿Qué hacer? ¿Cómo impedir que el Rey, furioso por no haber logrado la cantidad que deseaba, provocara un escándalo en pleno banquete? ¿Cómo defender al rey Gnulo? ¿Qué impresión produciría aquel miserable rey, infame y vergonzoso, sobre una archiduquesa extranjera, hija de emperadores, admitiendo que por un milagro el escándalo pudiera evitarse? Tales eran las dolorosas preguntas que el Consejo no podía formular, que rechazaba y vomitaba en silenciosas convulsiones entre las vetustas paredes del salón. Los ministros se levantaban y se sentaban… Sin embargo, cuando, a eso de las cuatro de la mañana, el Consejo, con voto unánime, ofreció su dimisión, el viejo timonel de la nave del Estado no la aceptó y pronunció las siguientes memorables palabras:
—Señores, es necesario constreñir al Rey en el Rey, encarcelar al Rey en el Rey… Debemos enclaustrar al Rey en el Rey.
Era indudable que la reputación de la Corona sólo podía salvarse de la catástrofe aterrorizando al Rey, llevando hasta sus últimas consecuencias la presión del esplendor, de la magnificencia, del ceremonial y de la Historia. En este espíritu emanaron las directivas del Gran Canciller y por esa misma razón el banquete que tuvo lugar al día siguiente, en la sala de los espejos, revistió todo el esplendor imaginable y rozó, como los golpes de una campana, las esferas sumibles, casi celestiales, de la magnificencia.
La archiduquesa Renata Adelaida Cristina fue introducida en la sala por el Gran Maestro de Ceremonias y Mariscal de la Corte, y tuvo que cerrar los ojos, deslumbrada por la augusta y secular luminosidad de aquel archibanquete. Linajes tan antiguos como la historia se fundían con discreta potencia en el nimbo hierático del clero, y éste a su vez giraba como ebrio en torno al candor de los respetables escotes que se movían con desenvoltura entre las espadas de los generales y los grupos de embajadores… mientras los espejos repetían hasta el infinito aquel esplendor. El murmullo de las conversaciones se dispersaba en la multiplicidad de perfumes. Cuando el rey Gnulo apareció en el salón y entrecerró los párpados cegado por el brillo que emanaba aquella atmósfera fue saludado por una gran exclamación de bienvenida… al mismo tiempo que la inclinación de los presentes le impidió la fuga, y el coro de cortesanos a sus espaldas le obligó a dirigir sus pasos hacia la archiduquesa, la cual, arrugando nerviosamente los encajes de su vestido, no podía dar crédito a sus propios ojos. ¿Así que aquél era el Rey, su futuro marido? ¿Aquel hombrecillo vulgar con cara de comerciante y mirada astuta de vendedor ambulante de fruta? Aquel pequeño comerciante, ¿cómo era posible? ¿Podía ser un gran rey aquél que se le acercaba entre dos vallas de genuflexiones? Cuando el Rey le tomó una mano, se estremeció de disgusto, pero en ese mismo instante el estruendo de los cañones y el repique de las campanas extrajeron de su pecho un suspiro de admiración. El Gran Canciller emitió un suspiro de alivio, multiplicado y repetido por los suspiros de todos los demás miembros del Consejo.
Apoyando su mano augusta, metafísica y sagrada en la empuñadura de la espada real, el Rey tendió la mano, poderosa y santificante, a la archiduquesa Renata Adelaida Cristina y la condujo a la mesa del banquete. Les siguieron los invitados, que conducían a sus damas en medio del brillo de sus condecoraciones y espadas.
¿Qué estaba ocurriendo? ¿De dónde procedía aquel sonido apenas perceptible y, sin embargo, traidor que llegaba a los oídos del Gran Canciller y de los otros miembros del Consejo? Tal vez se trataba de una ilusión auditiva, ¿o era más bien como si alguno de los presentes, sí, como si alguno de los presentes se divirtiera en hacer sonar unas monedas… en hacer sonar en sus bolsillos algunas pequeñas monedas de cobre? ¿Qué ocurría? Con mirada severa y glacial, el histórico anciano recorrió toda la asistencia para posarla en uno de los embajadores. Ni un solo músculo se movió en el rostro de éste, representante de una potencia enemiga que, con expresión de ironía en los delgados labios, daba el brazo a la princesa Bisancia, hija del marqués de Friulo… Pero de nuevo se oyó el sonido traidor, apenas perceptible, pero por todos los conceptos peligroso… Y el presagio de una traición, de una infame e innoble traición, de una conjura que se estuviera tramando en la sombra, se apoderó del ánimo histórico y dramático del Gran Canciller. ¿Se trataría de una conjura? ¿Se trataría de una traición?
El inicio del banquete fue anunciado con toques de trompeta, y su orden inapelable obligó a Gnulo a posar su vulgar trasero al borde del sillón real, y tan pronto como se hubo sentado se sentó toda la asamblea. Se sentaron, se sentaron, se sentaron los ministros, los generales, el clero y la corte. El Rey acercó la real mano al tenedor, lo tomó, y se llevó a la boca el primer bocado de carne y, al mismo tiempo, el Gobierno, la Corte, los generales, los sacerdotes se llevaron a la boca el primer bocado, mientras los espejos repetían hasta el infinito ese gesto. Atemorizado, Gnulo dejó de comer… pero entonces toda la Asamblea dejó de comer, y el acto de no comer se volvió aún más poderoso que el de comer… Para interrumpir cuanto antes esa situación, Gnulo se acercó a los labios una copa de vino… e inmediatamente todos levantaron las copas en un brindis estruendoso y mil veces repetido, en un brindis que explotó y permaneció suspendido en el aire… al que Gnulo respondió dejando su copa en el mantel. También los otros bajaron las copas. El Rey entonces volvió a tomar la copa. Y hubo otro brindis estruendoso. Gnulo dejó en la mesa la copa, pero, al ver que todos dejaban las copas, volvió a levantar la suya… y, una vez más, la Asamblea, elevando la copa, elevó hasta las nubes la dignidad del Rey entre el estruendo de las trompetas, el esplendor de los candelabros, los reflejos de los antiguos espejos. El Rey, aterrorizado, bebió otro sorbo.
El sonido traidor… el tintineo ligero, apenas perceptible, característico de las monedas en el bolsillo… llegó una vez más a los oídos del Gran Canciller y de los miembros del Consejo. El ilustre anciano posó nuevamente su mirada inmóvil y escrutadora sobre el rostro convencional del embajador de la potencia enemiga… y una vez más, y con mayor fuerza aún, se oyó el sonido traidor. Era evidente que alguien quería comprometer al Rey y desprestigiar el banquete, que alguien trataba así de instigar la patológica avidez del monarca. El tintineo traidor volvió a oírse, y con tal claridad que también lo oyó Gnulo… la serpiente de la rapacidad apareció en su rostro vulgar de mercachifle.
¡Infamia! ¡Horror! El ánimo del Rey se obstinaba de tal manera en su mezquindad, era de tal modo bellaco y trivial que no se dejaba tentar por las grandes sumas, sino por las pequeñas; la calderilla podía conducirlo hasta el fondo del Averno: ¡Oh, monstruosa paradoja, no era tanto la corrupción la que corroía al Rey, como las propinas! Sí, las propinas ejercían sobre él la misma fascinación irresistible que un hermoso hueso sobre un perro. Toda la sala se paralizó a la espera. Una vez oído aquel sonido tan dulce como tan conocido, el rey Gnulo dejó la copa y, olvidando de golpe todo lo que le rodeaba, en su ilimitada imbecilidad, se relamió suavemente… ¡Suavemente! Eso fue lo que a él le pareció. El que el Rey se relamiera sentó como una bomba a los comensales rojos de vergüenza.
La archiduquesa Renata Adelaida emitió un sofocado gemido de repulsión. La mirada de los miembros del Gobierno, de la Corte, de los generales y de los sacerdotes se dirigió hacia la figura del anciano, quien desde hacía muchos años conducía con sus manos yertas el timón del Estado. ¿Qué hacer? ¿Cómo comportarse?
Entonces vieron salir heroica, lentamente, de los pálidos labios de aquel hombre notable una vieja y estrecha lengua. El Canciller se había lamido los labios. ¡Se había relamido el Canciller del Reino!
Por un instante el Consejo luchó contra el desmayo, pero al final aparecieron las lenguas de los ministros, y después de ellas las de los obispos, las lenguas de las condesas, las de las marquesas… y todos se relamieron de un extremo al otro de la mesa, en medio del misterioso esplendor de los cristales. Los espejos repitieron ese acto hasta el infinito, bañándolo de reflejos glaciales.
El Rey, enfurecido al ver que nada le estaba permitido, ya que todo lo que hacía era de inmediato imitado, empujó violentamente la mesa y se levantó. Pero también se levantó el Gran Canciller y, tras el Gran Canciller, se levantaron todos los demás.
El Gran Canciller, en efecto, no tenía ya ninguna duda tras tomar la decisión cuya increíble audacia pulverizó todas las conveniencias sociales. Al comprender que no podría ocultar a Renata Adelaida Cristina la verdadera naturaleza del Rey, el Gran Canciller decidió lanzar abiertamente a todos los invitados al banquete en una lucha por la salvación de la Corona. No quedaba otro remedio… los invitados debían repetir inexorablemente no sólo aquellos actos del Rey que se prestaran a la emulación, sino precisamente todos los que no admitían imitación. Sólo de esa manera podían convertir sus gestos en archigestos, y esa violencia sobre la persona del Rey se convirtió en algo necesario e indispensable. Porla misma razón, cuando el enfurecido Gnulo golpeó la mesa con el puño, rompiendo dos platos, el Canciller, sin la más mínima duda, rompió dos platos y todos los demás rompieron dos platos como si se tratara de honrar a Dios. ¡Y sonaron las trompetas! ¡Los invitados estaban a punto de ganar al Rey! El Rey, encadenado, volvió a dejarse caer en la silla y permaneció en ella en silencio, mientras los invitados permanecían a la expectativa de cualquier gesto suyo. Algo increíble, algo fantástico nacía y moría entre las exhalaciones de esa intensa convivencia.
El Rey se puso de pie. Todos los invitados se pusieron de pie. El Rey dio unos pasos, los comensales también. El Rey comenzó a deambular, los comensales comenzaron a deambular. Y, en aquel deambular, en ese caminar monótono e interminable, se alcanzaron alturas tan grandiosas del archideambular que Gnulo, repentinamente mareado, lanzó un alarido y, con los ojos inyectados de sangre, se derrumbó sobre la archiduquesa y, sin saber qué hacer, comenzó a estrangularla lentamente ante la Corte entera.
Sin dudarlo un instante, el timonel del Estado se dejó caer sobre la primera dama que encontró a mano y comenzó a estrangularla. Los otros invitados siguieron su ejemplo. Y el archiestrangulamiento repetido por multitud de espejos se liberaba de todos los infinitos y crecía, crecía, crecía… hasta que la estrangulación cesó… ¡Y de esa manera el banquete rompió los últimos lazos que lo unían con el mundo normal y se liberaba de cualquier control humano!
La archiduquesa cayó al suelo… muerta. Cayeron también muchas damas estranguladas. La inmovilidad, una horrorosa inmovilidad multiplicada por los espejos, absolutamente silenciosa, comenzó a crecer y a crecer…
Crecía. Crecía sin tregua y se multiplicaba en los océanos de la quietud, entre las inmensidades del silencio, y reinaba, la archiinmovilidad en persona, la quintaesencia de lo inmóvil que, al descender a la Tierra, se imponía y reinaba…
Fue entonces cuando el Rey se dio a la fuga.
Gesticulando, presa de un pánico indecible, con las dos manos en el culo, el Rey comenzó a huir, corrió hacia la puerta, con la obsesión de dejar tras de sí, muy atrás, todo aquel archirreino. Los invitados advirtieron que el Rey, su Rey, escapaba… ¡Un instante más, y el Rey habría huido! Observaban todo lo que estaba ocurriendo con estupefacción, pues ellos no tenían derecho a detener a un rey… al Rey. ¿Quién podía atreverse a hacer uso de la fuerza para detener al Rey?
—¡Sigámosle! —gritó el anciano—. ¡Sigámosle! ¡Tras él!
El aire frío de la noche golpeó las mejillas de los dignatarios, mientras corrían por la explanada del castillo. El Rey huía por la carretera, le seguía muy cerca el Gran Canciller, y todos los invitados corrían a sus talones. Y entonces el archigenio de aquel estadista se reveló una vez más en todo su archipoder… en efecto, LA IGNOMINIOSA HUIDA DEL REY SE TRANSFORMO EN UNA CARGA DE INFANTERÍA, y ya no se sabía si EL REY HUÍA, O si EL REY DIRIGÍA EL ASALTO. ¡Oh, las aladas colas de los embajadores, las túnicas violeta o escarlata de los prelados, las chaquetas negras de los ministros, las ropas de etiqueta de los grandes señores, oh, qué galope, qué archigalope de tantos dignatarios! Los ojos de la plebe jamás habían visto nada semejante. ¡Los magnates, los latifundistas, los descendientes de las estirpes más gloriosas galopaban junto a los oficiales del Estado Mayor, cuyo galope se unía al de los ministros todopoderosos, al de los mariscales y chambelanes, y al galope desenfrenadode algunas grandes damas de la Corte! ¡Oh, qué carrera, qué archicarrera de mariscales, de chambelanes, la carrera de los ministros, el galope de los embajadores en medio de la noche tenebrosa, bajo las luces de las lámparas, bajo la bóveda del cielo! Los cañones del castillo dispararon. ¡Y el Rey se lanzó a la carga!
Y archicargando a la cabeza de su archiescuadrón, el archirrey archicargó en las tinieblas de la noche.

Witold Gombrowicz

15 de febrero de 2018

El pozo, Witold Gombrowicz


El pozo

Naturalmente, Bikle no se casó con ese objetivo, pero cuando se casó su mujer puso en marcha los meses y los meses a su mujer. En vano suplicaba y ponía peros al asunto: los meses se servían de su mujer y su mujer de los meses. Antes de que se diera cuenta ya estaba de nueve meses y, haciendo oídos sordos a toda clase de persuasiones, dio a luz a un niño. Bikle, sin saber demasiado qué hacer, de tanta vergüenza se fue a un internado femenino y, colorado hasta las orejas, anunció:
-He tenido un niño.
-¡Ja, ja, ja! -gritaron las señoritas-. ¡Ha tenido un niño! ¡Ha dado a luz a un niño!
-¡Mentira! -bramó-. ¡No lo he tenido yo, lo ha tenido mi mujer!
-¡Ja, ja, ja! -estallaron en una carcajada las señoritas-. ¡Su mujer ha dado a luz a un niño!
-¡Cállense! -vociferó-. ¡Mi mujer no ha dado a luz, sino que lo ha tenido!
-¡Ja, ja, ja! -aullaban las señoritas doblándose y desternillándose-. ¡Su mujer ha tenido un niño! ¡Bikle con un niño, ja, ja, ja! -Y reventaron todas de risa como un solo hombre.
-Cálmense -dijo con cautela Bikle-, al fin y al cabo yo sólo soy el marido. ¿Y qué pasa si ahora hay un niño? Casi todas las personas tienen niños, no veo ninguna razón para reírse. ¿Acaso he cambiado? Yo soy yo, el niño es algo aparte, el niño es sólo un añadido-. Pero ya era demasiado tarde. Las señoritas habían salido volando a chismorrear por la ciudad.
En seguida vino también a ver a Bikle su jefe.
-Es una vergüenza, señor Bikle, ¿tan joven y ya con un niño? Bueno, bueno, yo no entro en sus razones -añadió relamiéndose con cara de viejo verde-, su mujercita, obviamente, no está mal, lo comprendo, pero usted aquí no durará mucho. No puedo tener en la empresa a un hombre con un niño, eso me pondría demasiado nervioso. Usted estará sentado en su despacho como si nada, pero ¿cómo puedo saber que justamente en ese momento el niño no se está emporcando o que no está babeando? No, no, muchas gracias, hasta da grima pensarlo-. Y se marchó asqueado. Una hermana vino corriendo a verlo y le armó un escándalo.
-¡Te felicito! -siseó-. ¡Me has convertido en tía! ¡Dijimos que no te meterías en mi vida! ¡Te recuerdo que tú y yo habíamos roto!
Se fue, pero acto seguido se presentó un amigo.
-¡Hola! -le dijo Bikle.
-Bueno, bueno -le respondió-, no te tomes tanta confianza. Yo con los padres no entro en confianza. Si eres papá, eres papá. Papá me puede comprar una corbata para Navidad, o un reloj, pero ya no hay trato de igual a igual.
Justo después llegó una amiga de su mujer:
-¿Qué tal tu mujer? ¿Da el pecho? ¿Tiene leche?
-No des el pecho -le dijo Bikle a su mujer con pesar-. Será mejor que lo haga una nodriza. Contrataron un ama de leche bien lechera; la nodriza daba de mamar al niño pegando gritos de vez en cuando. -Y tú -dijo Bikle con aire lúgubre a su mujer- deja tu leche en paz. No tienes vergüenza. -Y se fue a un bar. Pero en el bar no querían darle vodka.
-No, señor Bikle -le dijo el camarero intentando persuadirlo-, el vodka les sienta muy mal a los recién nacidos. -Bikle le dio un sopapo, a lo que el otro respondió-: ¡Cuchi cuchi, pupa nene no, caca!
-¡Nada de “pupa nene no”, ahí va otro directo a la jeta! -se exaltó Bikle.
-¡Pupa nene no! -le respondió el camarero y le dio unos caramelos. Bikle salió del bar, pálido de cólera, y subió a un coche de punto.
-Ah, tendrá prisa para estar con su niño -dijo el cochero-. ¡Es digno de elogio! Yo también tengo un niño, deme la mano, colega, me llamo Pieter. Lo que pasa es que yo tengo siete-. Pero Bikle ya tenía otra cosa en la cabeza, una cosa mucho peor.
Subió a su apartamento, arrancó al niño del pecho sin mediar palabra y se lo llevó furtivamente por la escalera de servicio. En la calle empezaba a anochecer, soplaba un viento cálido y un trueno anunció la inminente tormenta; el tiempo se había vuelto desagradable. Se llevó al niño al río, al juncal, entre dos lunas, una brillando en el cielo y la otra centelleando en las olas, y cuando estaba a punto de tirar al niño, desde el agua asomaron las señoritas, que estaban tomando un baño, y estallaron en una carcajada, primero una, después la segunda, la tercera y finalmente todas juntas:
-¡Miren, Bikle con el niño! ¡Va con el niño al río! ¡A pasear! ¡Le muestra los paisajes! ¡Ja, ja, ja. ji, ji, ji. Bikle con el niño! ¡Con el niño! Ja, jaaa, jaja, ja, ja, ja, ja.

(1935) Witold Gombrowicz

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