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4 de febrero de 2018

Pequeño compendio de historia del futuro, Jacques Sternberg

Pequeño compendio de historia del futuro, Jacques Sternberg

 
1980
Para vengar con algún retraso la humillación sufrida en 1940, Francia declara la guerra a Alemania. Cuatro jóvenes franceses y dos alemanes responden a la orden de movilización general. La paz es firmada al día siguiente.
 
1981
Una máquina de calcular infalible prueba de forma perentoria que en realidad no puede ser más que el año 1051. Se admite el error, pero para no embrollar las cuentas no es rectificado.
 
1982
El tiempo de la máquina de finalidad negativa ha llegado. La máquina de ensuciar las calles para dar trabajo a los parados conoce un enorme auge. El aspirador-escupidor de polvo es exigido por todas las amas de casa realmente apasionadas por su trabajo.
 
1983
Un cohete enviado a Marte con dos pasajeros vuelve a caer en la Tierra y se pierde en un continente desconocido, desierto, y más vasto que el Brasil. Los navegantes protestan y discuten.
 
1984
Los hombres de negocios son equipados, a gran costo, con un ingenioso dispositivo que les permite ganar realmente tiempo: algunos minutos cada veinticuatro horas, tiempo que es automáticamente convertido en dinero líquido.
 
1985
Una secta de científicos moralizantes pone a punto un aparato que cumple las funciones de conciencia y fulmina al menor delito. Los científicos pagan con su vida este invento, que desaparece misteriosamente antes de poder ser comercializado.
 
1986
El problema de la polución, que conoció un cierto auge en los años setenta, vuelve a estar a la orden del día. Con una cierta fuerza de percusión. En efecto, se constata que la edad media del hombre apenas supera los treinta años. Salvo en Nueva York, donde desde hace ya más de diez años que las bicicletas han reemplazado a los coches, prohibidos en un radio de 50 kilómetros. Si se quiere salvar a la humanidad, hay que reaccionar. Y se reacciona fuertemente. Es puesta a punto una bomba antipolución que debe sanear la atmósfera tras estallar sin causar ningún daño material. La bomba A.P. es experimentada con éxito en el Sahara. No tan solo ha eliminado a todos los microbios, sino que ha devuelto al cielo y a la tierra su pureza original.
 
1987
Animados por esta experiencia perfectamente concluyen-te, se lanza una lluvia de bombas por sobre todo el planeta, todas al mismo tiempo. Los resultados son concluyentes: todo rastro de polución es destruido, los habitantes de la Tierra están indemnes y, aparentemente, en perfecta salud.
Un único inconveniente que nadie había previsto: ningún ser vivo, ningún hombre, es ya capaz de emitir el menor pensamiento.
 
1988
El espectáculo en la Tierra es bastante desolador: miles de millones de seres vagan, privados de recuerdos, de memoria y de toda iniciativa, en medio de una civilización intacta con la que no saben qué hacer. Ya no saben dónde viven. Ya no saben quiénes son. Ya no saben qué hacer con sus manos o con su futuro. Ya no saben nada. Se han convertido en alucinados maniquíes de carne, más vulnerables que los animales, puesto que se hallan menos armados por la naturaleza.
 
1989
Un joven sacerdote emprendedor que estaba dedicado a la pesca submarina en el momento de la explosión de las bombas se ha salvado milagrosamente de los efectos de la bomba A.P. Sigue en plena posesión de sus facultades y de su fe. Decide regenerar a las ovejas perdidas, es decir a sesenta millones de franceses. Inculcarles la fe.
 
1990
Lo consigue fácilmente. En algunos meses, millones de simples de espíritu se convierten en excelentes cristianos. Pero nada más. No saben hacer otra cosa que rezar balbuceantemente, entonar cánticos, y creer sin saber exactamente en qué creen.
 
1991
El sacerdote, que se ha autonombrado oficialmente Papa de Francia, intenta un golpe maestro, que le va a resultar fatal, haciéndose pasar por el Mesías. Y para demostrarlo espectacularmente llega a materializar, a los ojos de sus simples fieles, el alma humana. Es una sorpresa bastante imprevista: el alma humana se presenta bajo la forma de una babosa larvaria que tiene a la vez elementos de sapo, de langosta y de mosca gigante. Más aterrados por esta aparición que ante una tormenta, los fieles se arrojan sobre el cura-papa y lo echan como pasto al alma humana, que se lo zampa de un bocado. Luego vuelven a caer en un alelamiento total. Exactamente igual al que conocen todos los demás habitantes de la Tierra.
 
1992
El hombre ha perdido no tan solo todo el sentido de la iniciativa, toda veleidad, sino que ha perdido igualmente el uso de la palabra, se ha vuelto miope, amorfo, casi sordo. La mortalidad es aterradora, ya que come todo lo que cae en sus manos, mal protegido por un instinto animal perdido hace tanto tiempo. La Mayor parte de los seres humanos duermen ahora quince o veinte horas al día. No se despiertan más que para arrastrarse como sonámbulos en busca de cualquier alimento, tragarlo, y digerirlo en un semisueño.
1993
Afortunadamente, el problema de la superpoblación ha quedado igualmente resuelto: hace algunos años la natalidad es nula. Los seres humanos ni siquiera piensan en tener reacciones sexuales. Todos se han convertido en unos débiles sexuales. Y en este plano se revelan igualmente como muy inferiores a los animales. La Tierra no cuenta más que con mil millones de habitantes, si se les puede llamar así.
 
1994
Las ciudades matan más que nunca. Se están estancando en un terrible enmohecimiento que nadie sabe ya contener. Además, las provisiones disminuyen irreductiblemente, aunque parezcan inagotables. Incluso aunque el hombre moderno se contente ahora con una sola frugal comida a la semana, tal como es el caso.
 
1995
El Gran Éxodo empieza: los hombres, unos tras otros, abandonan las ciudades, se arrastran hacia el verdor, hacia el campo. Huyendo al ralentí de la podredumbre que se desprende de los cadáveres que nadie se preocupa de enterrar, huyendo al mismo tiempo de los almacenes cuyas reservas están a punto de agotarse para siempre.
 
1996
Desinteresándose de todo, el hombre ni siquiera se da cuenta de la proliferación de las hormigas en las ciudades.
Parecen venir del subsuelo y lo atraviesan todo, remontando a la superficie de los parquets de los apartamentos.
 
1997
Ya no hay hombres en las ciudades. Todos han emigrado hacia los campos y los bosques, las costas y las montañas.
Ya no se producen suicidios, pero miles de seres mueren cada día porque ya ni siquiera tienen la voluntad de seguir buscando algo con qué subsistir.
Los supervivientes viven aislados, eternamente solitarios. La Mayor parte de ellos se sepultan bajo montones de ramas que utilizan para confundirse con el suelo.
Como contrapartida, oficialmente, las hormigas abandonan la naturaleza y despliegan una desbordante actividad en todas las ciudades.
Las hormigas lo dejan también todo tras ellas, pero en cambio salen ganando, ya que se lanzan al asalto de la civilización técnica y comercial que el hombre acaba de abandonar.
Millones de tribus toman en efecto posesión de las ciudades. Jamás luchan entre ellas. Por el contrario, parecen cooperar, y se podría admitir que están persiguiendo un fin bien definido.
 
1998
Se trata, efectivamente, de un fin bien definido. Las hormigas parecen tomar el relevo y utilizar lo que el hombre ha abandonado.
Con una feroz obstinación, las hormigas se afanan en los laboratorios, como si buscaran, ante todo, comprender algunos misterios químicos.
 
1999
Finalmente lo han comprendido, hallando lo que estaban buscando: las hormigas consiguen aumentar de tamaño artificialmente.
Su estatura alcanza ya los sesenta centímetros.
Las más dotadas aprenden a andar sobre dos patas.
Aprenden también a servirse de los múltiples restos que han quedado de la pasada civilización de la humanidad.
 
2000
Ya no queda ninguna duda. Las hormigas son catapultadas por una oscura fuerza que se ríe de todas las dificultades. A menos que admitamos el azar y sus derivados, parece existir realmente una intervención divina en su potencia de acción sin límites.
Ya no hay ningún misterio. Hay que admitir el increíble esperado desde hace tantos siglos, el nuevo Mesías ha descendido a la Tierra. Pero es una hormiga.
Ha galvanizado a sus hermanas, les ha dado un alma, la voluntad de actuar y la fuerza ciega de los creyentes.
En una palabra, hay que aceptar la impensable verdad: las hormigas tienen fe. En nombre de esta fe, electrizadas, se lanzan ciegamente al ataque de este mundo de simples de espíritu que el hombre ha dejado tras él.
 
2001
Maravilladas de estupor y alegría ante tantos nuevos utensilios, las hormigas aprenden a servirse de un lápiz, de una paleta, de un compás, de una palanca, de un paraguas, en pocas palabras, de los millones de objetos que caen entre sus patas. Su altura alcanza ahora el metro veinte. Parecen estabilizarse en este tamaño. Pero su fe es más alta que la del hombre.
Y siendo más ágiles, más flexibles y más resistentes, las hormigas realizan con una destreza infinitamente Mayor que la del hombre los mil gestos tradicionales de la vida cotidiana.
 
2002
¿Puede hablarse todavía de los hombres que a veces pueden descubrirse en las madrigueras de los campos? ¿Puede llamárseles todavía seres humanos? No son más que larvas humanas. Se han vuelto sordos, mudos, casi ciegos. Todos ellos han perdido sus dientes, sus uñas, sus cabellos. Sus rasgos parecen cerrarse como cicatrices. Viven como enormes topos, casi paralizados, atrofiados, más grises ya que el suelo en el que parecen hundirse para camuflarse. Se alimentan de raíces, de gusanos de tierra, de hojas secas. Pueden beber el agua estancada de cualquier charca sin el menor peligro de enfermedad.
En cuanto a las hormigas, evolucionan como virtuosas en su nuevo mundo. Crean oficinas, comunicaciones, bancos, centros administrativos, y reinventan, a una cadencia acelerada, todas las maravillosas instituciones primarias que los hombres erigieron a través de muchos siglos.
Las hormigas cuentan ya en dólares, y tanto el comercio como la industria funcionan sobre esta base.
Naturalmente dotadas, habiendo sido socialistas y habiéndose convertido además al cristianismo, las hormigas no pierden un segundo, ya que ignoran tanto la pereza como la pasión de dormir.
En efecto, cada veinticuatro horas tan solo toman una hora de sueño. Es decir que muy pronto alcanzarán la civilización que hubiera alcanzado el hombre en el siglo XXI.
Con la religión, las hormigas han tomado consciencia de una moral, y de la forma más natural del mundo han rein-ventado el uso de la reverencia, las prisiones, la guillotina, el asesinato, la conciencia profesional, las leyes y los reglamentos y, por supuesto, el servicio militar.
La divisa del nuevo mundo de las hormigas es, en efecto: «Trabajo, Oración, Patria». Los riesgos de fracaso o de golpe de estado parecen despreciables: ninguna hormiga tiene sentido del humor.
 
2003
Sin embargo, algunas hormigas, más privilegiadas, leen, se convierten en auténticas intelectuales, y llegan a pensar en el mundo de los hombres, el de los años setenta por ejemplo, y se dicen: «Aquellos eran buenos tiempos».
Un germen de nostalgia está naciendo. Porque hay que decir que los tiempos son duros para las hormigas. El dólar es difícil de ganar, los salarios son muy bajos, y los subsidios familiares no existen. Los horarios de trabajo están fijados inflexiblemente en veintidós horas diarias. En los presidios se trabaja veintitrés horas diarias. El servicio militar ha sido establecido con una duración de tres años, lo cual es muy largo, ya que las hormigas no han conseguido prolongar su vida más allá de los seis años.
Además, el código penal se ha endurecido: una falta profesional en una oficina, una distracción en la misa o una ausencia, incluso con un pretexto válido, traen consigo automáticamente la pena capital.
Y las compensaciones están reducidas al mínimo. Las hormigas no han vuelto a abrir ni los cines ni las discotecas ni los teatros. Estiman que se trata de una pérdida de tiempo inútil, y consideran los espectáculos como una injuria a la moral. Sin embargo, hay una hora de televisión cada día, consagrada a la retransmisión en diferido de la misa obligatoria de la mañana.
Incluso aunque nunca se llega a la revuelta o a la huelga sistemática, los comités de vigilancia represiva se ven obligados a redoblar su vigilancia, ya que se descubren, aquí y allá, casos aislados de rebeldía, de mal ánimo. Algunas hormigas empiezan, no solamente a pensar, sino a hacer comparaciones, a trazar planes, a soñar con otro futuro. Todas no parecen creer ciegamente en un Dios de bondad que no les reserva más que un infierno en la Tierra y nebulosas promesas después de la muerte.
 
2004
Se ha fundado un clan secreto de hormigas marxistas. Niegan la existencia de Dios y consideran que el P.C.H. -el Partido Cristiano de las Hormigas, único partido en el poder- no piensa más que en explotar a las hormigas.
 
2005
El clan se ha convertido en un partido clandestino que agrupa en realidad a millones de hormigas dispuestas a todo. El clan tiene sus jefes, sus subjefes, sus espías, su imprenta. Fabrica sus propias armas. Tiene su bandera y sus siglas: el P.M.U., Partido Marxista Unificado. En la sombra, erige el programa de un mundo futuro basado no ya en la explotación de la hormiga por la hormiga, sino en el trabajo, el sudor, la lucha de clases para la prosperidad del partido.
 
2006
El primer acto de violencia estalla al descubierto, en plena noche de Navidad: una ristra de hormigas-obispo es barrida a golpe de metralleta al pie del altar.
El P.C.H. no sabe a quién arrestar, cómo lanzar su acción de represalias. Este ejército de las sombras se les escapa. Funda unidades de combate y de choque agrupados bajo el emblema de la U. D. R.: Unión Draconiana de Revanchistas. Todos los miembros del clero se convierten al mismo tiempo en jefes de una policía secreta.
 
2007
Pero esta sed de represalias llega demasiado tarde. No hace más que enloquecer a las hormigas aún vacilantes, que se unen por millones a las filas del P.M.U.
Y en primavera estalla una guerra civil de gran violencia. Se la llama Guerra de Secesión. Las hormigas marxistas son más numerosas, pero las cristianas están mejor armadas y sus cuadros están formados por un ejército mercenario. La lucha es feroz y mortífera.
 
2008
Un grupo de hormigas-ingeniero del P.M.U. encuentra los planos de un bombardero. Consiguen construir un primer avión. Luego un segundo. Construyen igualmente una o dos bombas.
Los dos aviones lanzan su cargamento de dos bombas sobre el cuartel general del P.C.H. Es el pánico. El P.C.H. capitula una hora más tarde.
 
2009
Acusado de alta traición, el Mesías Hormiga es crucificado en una colina de las afueras de la capital.
Los miembros más importantes del P.C.H. son juzgados y condenados a muerte. En los circos, son entregados a los osos hormigueros gigantes.
 
2010
Se limpian las ruinas, se reconstruye. Se anuncia una nueva Edad de Oro. Todo un pueblo vive en el entusiasmo de trabajar todavía más duro que en el pasado, propulsado hacia adelante por la exaltación de vivir para el futuro del partido. Un partido que se ha escindido ya en dos grupos: el antiguo Partido Marxista de las Hormigas y el P.S.U., Partido Segregacionista Unificado. Pero por el momento se mantienen en el estricto campo de la polémica y de las injurias.
 
2011
El acontecimiento que esperaban los hombres desde hacía tantos siglos llega finalmente: procedentes del espacio, los marcianos desembarcan en la Tierra.
Milagro: son hormigas gigantescas, como habían previsto los peores autores de ciencia ficción.
- ¡Hermanas, hermanas! -gritan al unísono las hormigas marcianas y las hormigas terrestres.
 
2012
Un año más tarde estalla una guerra sin cuartel entre las hormigas marcianas y las terrestres. Las hormigas marcianas, más evolucionadas y mejor armadas, no tienen apenas problemas para conseguir una aplastante victoria que no deja ningún superviviente entre las terrestres. Las marcianas ocupan la Tierra, lo cual no cambia nada, ya que no traen a nuestro planeta nada nuevo. Ellas creen también en una civilización de trabajo, de disciplina, de superproducción y de sacrificio absoluto por Marte, su patria.
 
2013
La Tierra es rebautizada y se convierte oficialmente en el planeta Marte Bis. Está bajo el régimen de un protectorado independiente.

En pocas palabras, todo esto causa multitud de cadáveres, y las larvas humanas que todavía subsisten en la Tierra agradecen este final. En efecto, comer hormiga se ha convertido para ellas no tan solo en un plato exquisito, sino en su único placer.


 Jacques Sternberg

3 de febrero de 2018

La secretaria, Jacques Sternberg

 Jacques Sternberg

Jacques Sternberg (Amberes, Bélgica, 17 de abril de 1923 - París, Francia, 11 de octubre de 2006) fue un novelista, cuentista, guionista y periodista belga-francés de origen judío.
Su trabajo en el campo de la ciencia ficción y de la literatura fantástica y la impresionante cantidad de microrrelatos que escribió (alrededor de 1.500), además del guion de la película Je t'aime, je t'aime, dirigida por Alain Resnais, y su participación en el célebre Grupo Pánico, lo hicieron mundialmente reconocido.
La secretaria, Jacques Sternberg

La habían contratado por su hermosura, sin preguntarle ni siquiera si sabía escribir a máquina. Escribía a máquina como una virtuosa, con una destreza que superaba a la de todas las restantes empleadas. Era capaz de entregar más de veinte cartas por día.
Lo asombroso de todo era que escribía a máquina con los pies, sin usar nunca las manos.
El primer día, eso causó mala impresión.
Pero la impresión muy pronto fue eclipsada por otros hechos: la secretaria no sólo tenía hermosísimas piernas, sino también un vientre plano que hacía soñar mientras respondía muy comercialmente a los clientes.

Jacques Sternberg

2 de febrero de 2018

La bajada, Jacques Sternberg

La bajada, Jacques Sternberg

Según el mapa, la carretera bajaba durante doce kilómetros. Ya había recorrido seis, la cara quemada por el viento y el sol, las manos agarradas con fuerza al manillar de su bicicleta, los dedos separados como patas de cangrejo, prestos a frenar en las vueltas.
De repente, se detuvo. Le pareció que el cable del freno trasero se soltaba.
Sonrió un instante al panorama de montañas que tenía enfrente. Luego se asombró al notar un súbito frío. Una verdadera sombra de hielo, a pesar de que no había viento. Buscó un suéter en la bolsa.
Y entonces vio el muro. Y detrás del muro, el cementerio.
A un lado de la carretera, una señal indicaba que se acercaba a San Sabornin.
Siguió el camino, prudente. Llegó a imaginar que algo le esperaba en esa carretera cerca de San Sabornin. Atravesó el pueblo despacio, con toda clase de precauciones. Salió del pueblo, y alcanzó la señal del otro lado.
No volvió a tomar velocidad hasta unos kilómetros más allá.
Su freno se rompió cuando alcanzó los últimos metros de la bajada. En aquel lugar era peligrosa en extremo. No pudo virar y salió al vacío.
Eso sucedía a cien metros de Cadoliva, pequeña localidad que carecía de cementerio. Los muertos eran enterrados en San Sabornin.


Jacques Sternberg

1 de febrero de 2018

El delegado, Jacques Sternberg

El delegado

 
Cuando salió de los talleres donde habían pasado diez años para ponerlo a punto, se le juzgó tan perfecto que en un primer momento sus constructores se preguntaron si realmente no habría que proporcionarle una tarjeta de identidad e inscribirlo en la seguridad social.
Pero, después de todo, no era más que un robot.
Físicamente, no tenía nada de extraordinario. No era ni muy alto ni particularmente seductor. Era un hombre como tantos otros, y así precisamente había sido concebido. ¿Quizá para disimular las increíbles capacidades de que había sido dotado su sistema cerebral? Puesto que estas capacidades eran innegables, y tan enormes que planteaban un grave problema: ¿en qué emplear aquel robot?
No había más problema que la elección, pero la elección era infinita. La sociedad que lo había concebido se dio cuenta de repente de lo relativa que era la complejidad de los asuntos comerciales, ya que el robot podía dirigir esta sociedad y todas sus sucursales sin la menor dificultad. Al mismo tiempo, podía asumir la contabilidad general de toda la red de firmas, la dirección de todo el personal, el conjunto de las cuestiones administrativas, la responsabilidad de todo el secretariado. En pocas palabras, coordinar los varios centenares de servicios y reunirlos en un solo centro nervioso capaz de enfrentarse con cualquier problema y darle sin vacilar, no ya solo una solución eficiente, sino la solución más eficiente a elegir en el amplio abanico de más de un centenar de soluciones.
Pero como el director general de la sociedad se creía irreemplazable, y cada responsable de un servicio tenía la misma impresión, se decidió considerar a aquel robot como si fuera otro empleado, ni mejor ni peor dotado que cualquier otro.
Se decidió incluso obligarle a subir peldaño a peldaño los escalones de la jerarquía. Fue así como, para empezar, se le relegó al subsuelo, al departamento de expediciones. En tan solo una hora el robot liquidó un retraso de diez días, todo el trabajo del día, y el que estaba preparado para el día siguiente. Fue enviado a la planta baja, puesto que se consideró que este ejemplo era nefasto para los mozos de almacén.
El robot se convirtió de embalador en secretario. Tras media hora de labor, había terminado el trabajo de todas las mecanógrafas, tras lo cual, en un genio de anticipación, respondió algunas cartas que ni siquiera habían llegado todavía, eliminando de un plumazo el correo de los diez días siguientes.
El comité de administración de la sociedad comprendió que jamás podría emplear al robot en un lugar donde tuviera que codearse con otros empleados. Era urgente aislarlo, bajo pena de provocar a través de todos los servicios una irremediable epidemia de inferioridad.
Así pues, el robot fue nombrado delegado.
Su trabajo era complejo pero muy definido: viajar de ciudad en ciudad, establecer las conexiones entre las distintas sucursales del negocio, enviar regularmente informes y, si se prestaba, sugerencias.
Durante un año el delegado cumplió con su trabajo a la perfección. Coordinando, organizando, informando, viajando, sin tomarse ni una hora de descanso, sin el menor fallo en su ritmo de pistón pensante. Los miles de sugerencias que hizo a la dirección permitieron a la sociedad triplicar su cifra de negocios en un mes y convertirse, tras algunos meses, en un trust cuyas ramificaciones ya no podían ser asimiladas por los responsables, es decir un negocio colosal que aplastaba a sus dirigentes, tanto a sus directores como a sus subdirectores, que no tenían otra preocupación que creerse a la altura de las circunstancias, ilusión sencilla de mantener ya que los negocios reportaban beneficios de miles de millones y parecían dirigirse por sí mismos.
Hasta que, un día, el contacto se perdió.
El delegado había sido enviado a Italia, había llegado bien allí, había enviado un primer informe. Luego, el silencio. Ninguna noticia. Y nadie conocía su dirección en Roma.
Pasaron varios meses.
Los responsables intentaron comprender el inextricable dédalo de complejidades inéditas que el cerebro del robot había creado, trataron de resolver los problemas más inmediatos a través del cálculo integral y de la química verbal, pero fue en vano. Hubo que aceptar el hacer frente, no tan solo a un descenso fulminante de la cifra de negocios, sino a la quiebra en un día no muy lejano.
En cuanto al delegado, fue hecho buscar por todas las policías del mundo, por todos los investigadores privados. Igualmente en vano. Jamás se halló su rastro. Se llegó a imaginar que se había desintegrado o, más simplemente, que había desaparecido.
Lo cual era falso.
El robot vivía aún. En Roma, además. Pero ya no pensaba en los negocios. Había olvidado completamente sus funciones, su papel, sus responsabilidades. Lo había olvidado todo.
Pasaba todos sus días en una pequeña salita de un museo de la capital. Iba allá a primera hora de la mañana, y no se iba hasta la hora del cierre.
No había otra finalidad en su existencia, aparte aquella.

Simplemente, se había enamorado locamente de uno de los objetos que había allá, en un estante de una vitrina en la salita de aquel museo: una encantadora y frágil muñequita de relojería del siglo XVIII, 

 Jacques Sternberg

31 de enero de 2018

Un día regresaron a la Tierra, Jacques Sternberg

Un día regresaron a la Tierra, Jacques Sternberg

Y nos hicieron saber que nosotros no éramos ni animales, ni espíritus puros, ni seres humanos. Sino robots.
Robots de carne, ya que habían utilizado esta materia para fabricarnos. Además, nos habían hecho a su imagen y semejanza, aunque muy groseramente, con prisas, sin cuidar los detalles. Ellos eran los únicos seres humanos de este planeta. Y lo habían abandonado hacía ya mucho tiempo, dejándonos en él. Porque eran indolentes y nos habían concebido industriosos, trabajadores, llenos de consciencia profesional y de ambición. Durante siglos habíamos sido, a nuestras propias expensas, los cuidadores de su Tierra.
Pero ahora ellos habían regresado.
Y en la mirada átona que nos dirigieron no había ni gratitud ni indulgencia.


Jacques Sternberg

30 de enero de 2018

Lo impensable, Jacques Sternberg

Lo impensable

En aquel mundo en el que la mente humana no podía diferenciar lo vivo de lo inanimado ni distinguir los elementos que constituían el suelo, los hombres cometieron un grosero desliz que costó la vida de una tripulación. Seducido por la deslumbrante orquestación vegetal que estallaba en medio de aquel paisaje cristalino, un biólogo cortó una planta de colores asombrosos y la colocó en un vaso con agua. Ese gesto fue la causa del incidente. No era una planta lo que el biólogo acababa de arrancar. Era el jefe de los guerreros de aquel mundo.


Jacques Sternberg

29 de enero de 2018

Los esclavos, Jacques Sternberg

Los esclavos, Jacques Sternberg

En el comienzo, Dios creó al gato a su imagen y semejanza. Y, desde luego, pensó que eso estaba bien. Porque, de hecho, estaba bien. Salvo que el gato era holgazán y no deseaba hacer nada. Entonces, más adelante, después de algunos milenios, Dios creó al hombre. Únicamente con el objeto de servir al gato, de darle al gato un esclavo para siempre. Al gato Dios le había dado la indolencia y la lucidez; al hombre le dio la neurosis, la habilidad manual y el amor por el trabajo. El hombre se dedicó de lleno a eso. Durante siglos construyó toda una civilización basada en la inventiva, la producción y el consumo intenso. Una civilización que, en suma, escondía un único propósito secreto: darle al gato cobijo y bienestar.
Es decir que el hombre inventó millones de objetos inútiles, y por lo general absurdos, sólo para producir los contados objetos indispensables para la comodidad del gato: el radiador, el almohadón, el tazón para la leche, el tacho con aserrín, el tapiz, la alfombra, la cesta para dormir y puede que incluso la radio, porque a los gatos les gusta mucho la música.
Sin embargo, los hombres ignoran esto. Porque lo desean así. Porque creen ser los bendecidos, los privilegiados. Tan perfectas son las cosas en el mundo de los gatos.


Jacques Sternberg

28 de enero de 2018

El empleado de correo, Jacques Sternberg

El empleado de correo, Jacques Sternberg

En los diez años que había vivido enjaulado detrás de la ventanilla, al fondo de la vasta oficina de correo, el empleado no había recibido una sola queja.
Recibía, canjeaba, entregaba, anotaba, estampillaba, sellaba, firmaba, contaba y devolvía. Todo lo hacía con una calma perfecta, sin el menor nerviosismo y siempre afable, cortés, sonriendo sin pausa a vecinos, a clientes, a vigilantes, al mundo entero, a todas las cosas, a él mismo… A su día de trabajo. Ante todo, su trabajo, que el empleado juzgaba una tarea muy fastidiosa, pero soportaba gracias a una pequeña obsesión estrictamente personal.
Porque el empleado, en efecto, hace diez años que comete cada noche, antes de irse, lo que se llama un delito cotidiano: un gesto que se ha vuelto obligatorio, una razón de vivir.
Todas las noches introduce en su valija un fajo de cartas escogidas al azar. Se las lleva, vuelve cuanto antes a su hogar, arroja las cartas sobre la mesa, las abre con ansiedad y cada noche, desde las nueve hasta el amanecer, las responde, una por una, sin olvidarse de una sola, sin escribir una palabra a la ligera.


Jacques Sternberg

27 de enero de 2018

La mosca, Jacques Sternberg

LA MOSCA

El choque fue excepcionalmente brutal. Los dos automóviles iban a más de cien por hora y se estrellaron de frente. Resultado: nueve muertos en total.
Tardaron más de una hora en sacar el primer cadáver de los restos del hierro. El único sobreviviente aprovechó para salir de allí e irse volando.
Era una mosca.
-Mierda -pensó-, nunca más me subo a un coche.


Jacques Sternberg

26 de enero de 2018

La Educación, Jacques Sternberg

LA EDUCACIÓN

Él era tan educado que, antes de cruzar las puertas de la muerte, hizo que su esposa entrara en primer lugar.

Jacques Sternberg

 Jacques Sternberg (Amberes, Bélgica, 17 de abril de 1923 - París, Francia, 11 de octubre de 2006) fue un novelista, cuentista, guionista y periodista belga-francés de origen judío.
Su trabajo en el campo de la ciencia ficción y de la literatura fantástica y la impresionante cantidad de microrrelatos que escribió (alrededor de 1.500), además del guion de la película Je t'aime, je t'aime, dirigida por Alain Resnais, y su participación en el célebre Grupo Pánico, lo hicieron mundialmente reconocido.

22 de enero de 2018

Un Hombre de Ciudad, O. Henry

Un Hombre de Ciudad, O. Henry

Dos o tres cosas yo deseaba saber. No me importa del misterio. Por consiguiente, comencé a investigar.
Me llevó dos semanas averiguar qué llevan las mujeres en sus maletas. Y luego comencé a preguntar por qué un colchón se hace de dos piezas. Esta seria pregunta fue, al principio, recibida con sospechas, pues parecía una adivinanza. Por fin, se me aseguró que su construcción está destinada a aliviar la tarea de la mujer, que tiende la cama. Fui tan tonto como para insistir, rogando que me informaran por qué entonces no se hacía en dos partes iguales, pregunta cuya contestación fue evitada.
El tercer trago que pedí a la fuente del conocimiento fue que se me ilustrara acerca de un personaje llamado Hombre de la Ciudad, pues era más vago en mi mente de lo que puede ser un símbolo. Debemos tener una idea concreta de cualquier cosa, aunque ésta sea una idea imaginaria, antes de poder comprenderla. Ahora bien: poseo en mi mente una imagen de Juan del Pueblo, tan clara como un grabado en acero. Sus ojos son azul claro; viste un chaleco marrón y un saco de sarga negra. Siempre está parado al sol, masticando algo, y medio cerrado su cortaplumas y abriéndola con su pulgar. Y, si el Hombre Superior se encuentra alguna vez, les aseguro que será alto, pálido, con puños azules, postizos, apareciendo de la manga, se sentará para que le lustren los zapatos cerca del bullicio de una callejuela ventosa y habrá turquesas en algún sitio cercano a él.
Pero el lienzo de mi imaginación, cuando se trataba de pintar al Hombre de la Ciudad, estaba vacío. Yo lo imaginaba con algún destacable gesto (como la sonrisa del gato de Cheshire) y puños postizos; eso era todo. Después interrogué al respecto a un reportero de diario.
—Oh —me contestó—, un “Hombre de Ciudad” es algo entre un “calavera” y un “clubman”. No es exactamente…, bueno, se ubica entre el tipo de los que concurren a las recepciones de la señora Fish y los que asisten a los encuentros privados de box. No…, bueno, no pertenece ni al Lotos Club ni a la Jerry Me Geogheghan Galvanished Iron Worker's Apprentice's Left Hook Chowder Association. No sé exactamente cómo describírselo. Usted lo verá donde quiera que se haga algo. Sí, supongo que es un tipo. Se engalana todas las noches; conoce los subterfugios; llama a todos los policías y porteros por el nombre. No; nunca viaja con los derivados del hidrógeno. Usted lo encontrará generalmente solo, o con otro hombre.
Mi amigo el reportero me dejó y yo seguí mi camino. Por entonces, las tres mil ciento veintiséis luces eléctricas del Rialto estaban encendidas. La gente pasaba, pero sin prestarme atención. Sus ojos emitían rayos hacia mí y me dejaban tieso. Gentes que comían fuera de sus hogares, empleadas de casas de comercio, hombres de confianza, mendigos, actores, salteadores de caminos, millonarios y extranjeros, se apresuraban, saltaban, caminaban, se escurrían, fanfarroneaban y huían precipitadamente a mi alrededor; mas yo no los advertía. Los conocía a todos; había leído sus corazones, así es que habían prestado su servicio. Deseaba hallar al Hombre de Ciudad, pues era un tipo y, dejarlo de lado, sería cometer un error —tipográfico—, pero, ¡no!, continuemos.
Continuemos con una digresión moral. Satisface ver a una familia leyendo el diario del domingo. Las secciones han sido separadas. El padre examina concienzudamente la página que exhibe a una joven haciendo ejercicio frente a una ventana abierta y flexionando…; pero, ¡vamos, vamos! La madre está interesada en tratar de adivinar las letras que faltan en las palabras Nue…a Yo…k. Las hijas mayores escudriñan con avidez las informaciones financieras, pues cierto joven les dijo la noche del domingo que tomaría un rápido en Q. X. y Z. Willie, el hijo de dieciocho años, que cursa estudios en la escuela pública de Nueva York, está absorbido en el artículo semanal que describe la manera de rehacer una falda vieja, pues espera ganar un premio en costura el día de los exámenes. La abuela tiene el suplemento de chistes desde hace dos horas y la pequeña Tottie, la hijita menor, se las averigua lo mejor que le es posible con la página de las transferencias de bienes raíces. Este panorama pretende ser tranquilizador, pues es aconsejable que algunas líneas de esta historia sean pasadas por alto, ya que introducen una fuerte bebida.
Penetré en un café y mientras me preparaban una taza, interrogué al hombre que toma sus sobras tan pronto como usted las deja, qué entendía por los términos, epítetos, la descripción, designación, caracterización o el nombre, de “Hombre de Ciudad”.
—¡Caramba —exclamó cuidadosamente—, es un tipo despierto, vivo para la actividad nocturna, ¿comprende? Es un rico tipo con quien usted no puede dar en ningún lado entre los Flatirons, ¿comprende? Creo que eso es, más o menos.
Le agradecí la información y partí.
En la acera, una muchachita del Ejército de Salvación golpeó cortésmente su alcancía contra el bolsillo de mi saco.
—¿Tendría inconveniente usted en decirme —le interrogué— si encontró alguna vez un personaje comúnmente denominado “Hombre de Ciudad”, durante su cotidiano deambular ?
—Creo que sé a quien se refiere usted —contestó la muchacha dibujando una sonrisa cortés—. Los vemos en los mismos sitios noche tras noche. Son la guardia de corps del diablo y, si los soldados de cualquier ejército son tan fieles como ellos, sus comandantes deben de estar bien atendidos. Nosotras nos mezclamos entre ellos, distrayendo algunos centavos de sus perversidades para el servicio del Señor.
Volvió a agitar la alcancía y yo deposité diez centavos.
Frente a un lujoso hotel, un amigo mío, que es crítico, descendió de un coche. Parecía desocupado, de manera que le formulé mi pregunta. Me contestó conscientemente, como yo estaba seguro de que lo haría.
—Existe un tipo de “Hombre de Ciudad” en Nueva York —me repuso—. La expresión me es muy familiar, pero creo que nunca me he visto en la obligación de definirlo. Sería difícil señalarle un espécimen exacto. Yo diría, por lo pronto, que es un hombre que constituye un desesperado caso de la enfermedad peculiar de Nueva York; la de desear ver y saber todo. La vida empieza para él a las 6. Sigue en forma rígida los convencionalismos de la ropa y los modales; en el deseo de meter la nariz en todas partes donde no lo llaman, sería capaz de dar instrucciones a un gato de algalia o a un grajo. Es un hombre que ha ido tras la bohemia por toda la ciudad, desde los sótanos de los restaurantes al roof garden y desde la calle Hester a Harlem, hasta que usted no puede encontrar un solo sitio en la ciudad, en el cual él no corte los tallarines con un cuchillo. Eso es lo que hace el “Hombre de la Ciudad”. Siempre anda al olor de algo nuevo. Es la curiosidad, el atrevimiento y la omnipresencia en persona. El cabriolé ha sido hecho para él y los cigarros con anillo de oro, y la maldición de la música a la hora de la comida. No hay muchos, pero su informe de la minoría se adopta por doquier.
“Me alegro de que usted haya puesto sobre el tapete el tema; yo he experimentado la influencia de este pulgón nocturno sobre nuestra ciudad, pero nunca se me ocurrió analizarlo antes. Ahora me doy cuenta de que el “Hombre de la Ciudad” debería haber sido clasificado hace mucho tiempo.
“En su vigilia surgen agentes de vino y modelos de capas, y La orquesta ejecuta “Vamos todos a casa de Maud” para él, a pedido, en lugar de las obras de Handel. Todas las noches hace su recorrida, mientras que usted y yo vemos el elefante una vez por semana. Cuando incursiona en la cigarrería hace una guiñada al policía familiarizado con su terreno, y se marcha inmune, mientras usted y yo buscamos nombres entre loa presidentes y domicilios entre las estrellas para darlos en la comisaría.”
Mi amigo, el crítico, se detuvo para tomar aliento y adquirir nueva elocuencia. Yo aproveché mi oportunidad.
—Tú lo has clasificado —grité con alegría—. Has pintado su retrato en la galería de los tipos de la ciudad. Pero quiero encontrar uno cara a cara; hacer un estudio de primera mano del “Hombre de la Ciudad”. ¿Dónde puedo encontrarlo? ¿Cómo lo conoceré? Sin demostrar haberme oído, el crítico continuó. Y, mientras tanto, el cochero esperaba que le pagasen.
—Es la quintaesencia del Entremetimiento; el refinado e intrínseco extracto del que se introduce en medio de las dificultades; el concentrado, purificado, irrefutable, inevitable espíritu de la Curiosidad y la Indiscreción. El aire que penetra por las ventanas de su nariz constituye para él una nueva sensación; cuando su experiencia se ha agotado explora nuevos campos en la forma incansable de un…
—Discúlpame —lo interrumpí—, pero, ¿puedes presentarme un ejemplo de este tipo? Para mí es algo nuevo. Quiero estudiarlo. Registraré la ciudad hasta dar con él. Su residencia debe estar aquí, en Broadway.
—Estoy por cenar aquí —dijo mi amigo—. Ven conmigo y, si encuentro algún Hombre de la Ciudad, te lo señalaré de inmediato. Conozco a la mayor parte de los parroquianos.
—Yo no voy a comer todavía —le contesté—. Me disculparás, pues. Esta noche voy a buscar al Hombre de la Ciudad, aunque tenga que escudriñar Nueva York desde Battery hasta Little Coney Island.
Abandoné el hotel y caminé Broadway abajo. La búsqueda de mi tipo imprimía un agradable sabor de vida e interés al aire que yo respiraba. Me sentía contento de hallarme en una ciudad tan grande, tan compleja y diversificada. Caminé descuidadamente y con cierto aire; el corazón se me ensanchaba ante la idea de que era un ciudadano del gran Gotham, que compartía sus placeres y magnificencias, y participaba de su gloria y prestigio.
Me di vuelta para cruzar la calle. Oí un zumbido como de abejas, y luego di un largo y agradable paseo con Santos Dumont.
Cuando abrí los ojos recordé un olor a gasolina y dije en voz alta:
—¿No ha pasado todavía?
La enfermera de un hospital me colocó su mano, que no era particularmente suave, sobre la frente, que no la tenía del todo afiebrada. Se acercó sonriendo un joven médico, y me entregó un diario de la mañana.
—¿Quiere saber cómo ocurrió ? —me interrogó alegremente.
Leí el artículo. El contenido de sus titulares comenzaba en el momento en que dejé de oír el zumbido, la noche anterior. Terminaba con estas líneas:
“…el hospital Bellevue, donde se dice que sus heridas no son serias. Parece ser un típico Hombre de la Ciudad”.


O. Henry

21 de enero de 2018

Dos caballeros el día de Acción de Gracias, O’ Henry

Dos caballeros el día de Acción de Gracias, O’ Henry

Hay un día que es nuestro. Hay un día en que todos los norteamericanos que no se han hecho por su propio esfuerzo vuelven a su hogar para comer bizcochitos con bicarbonato y se maravillan de cuan cerca parece estar del porche la vieja bomba del agua. Bendito sea ese día. Nos lo da el presidente Roosevelt. Hemos oído hablar de los puritanos, pero no recordamos con exactitud quiénes fueron. De todos modos, apuesto a que podríamos zurrarlos si trataran de desembarcar nuevamente. ¿Plymouth Rocks? Eso suena de un modo más familiar. Muchos de nosotros hemos tenido que limitarnos a las gallinas desde que empezó a funcionar el Trust del Pavo. Pero alguien en Washington les está facilitando informaciones confidenciales sobre esas proclamas del día de Acción de Gracias.
La gran ciudad que está al este de las ciénagas de arándanos ha hecho una institución del día de Acción de Gracias. El último jueves de noviembre es el único día del año en que redescubre la parte de los Estados Unidos que está del otro lado de los  ferry-boats. Es el único día puramente norteamericano. Sí, un día de fiesta, un día exclusivamente norteamericano.
Y ahora vamos al relato que le probará al lector que de este lado del océano tenemos tradiciones que envejecen con mucha mayor rapidez que las de Inglaterra..., gracias a nuestra energía e iniciativa.
Stuffy Pete se sentó en el tercer banco de la derecha, según se entra en la plaza Unión por el Este, en el sendero que está enfrente de la fuente. Durante nueve años, todos los días de Acción de Gracias, Pete se había sentado allí a la una en punto. Y siempre le habían sucedido cosas, cosas dignas de Charles Dickens que le hinchaban el chaleco sobre el corazón.
Pero hoy, la aparición de Stuffy Pete en el lugar de la cita parecía más el fruto del hábito que del hambre anual que, como parecen creerlo los filántropos, aflige a los pobres con tan dilatados intervalos.
Ciertamente, Pete no tenía hambre. Venía de una fiesta que sólo les había dejado dos facultades: la de la respiración y la de la locomoción. Sus ojos parecían dos descoloridas grosellas firmemente incrustadas en una máscara hinchada de arcilla y salpicada de salsa. Su aliento brotaba en breves y resollantes espasmos; un pliegue de tejido adiposo digno de un senador le restaba un corte elegante al cuello levantado de su abrigo. Los botones cosidos sobre su traje por bondadosos dedos salvacionistas una semana antes volaban como palomitas de maíz, dispersándose por el suelo a su alrededor. Estaba andrajoso, con la pechera de la camisa entreabierta hasta la piel. Pero la brisa de noviembre, con sus hermosos copos de nieve, sólo le traía una agradable frescura. Porque Stuffy Pete estaba atestado de calorías producidas por una cena superabundante, iniciada con ostras y rematada con un budín de ciruelas, y que incluía (eso le pareció) todo el pavo asado y patatas cocidas y ensalada de pollo y pastel de calabaza y helado del mundo. Por eso estaba sentado, así, saciado, contemplando el mundo con el desdén propio de la sobremesa.
El banquete había sido imprevisto. Pete pasaba junto a una mansión de ladrillos rojos, próxima al nacimiento de la Quinta Avenida, donde vivían dos ancianas damas de ilustre familia y respetuosas de las tradiciones. Aquellas damas incluso negaban la existencia de Nueva York y creían que el día de Acción de Gracias se festejaba exclusivamente en Washington Square. Una de sus costumbres tradicionales consistía en apostar a un criado en la verja del fondo con la orden de hacer entrar al primer transeúnte hambriento que pasara después de las cuatro, y de ofrecerle una opípara cena. Stuffy Pete pasaba casualmente por allí camino del parque y los mayordomos lo hicieron entrar y se atuvieron a la costumbre de la mansión. Stuffy Pete estuvo mirando exclusivamente hacia adelante durante diez minutos, pero sintió deseos de contemplar un campo visual más amplio. Con un tremendo esfuerzo movió lentamente la cabeza hacia la izquierda. Y luego sus ojos se salieron de las órbitas temerosamente y contuvo la respiración, y los toscos zapatos que remataban sus cortas piernas se retorcieron y crujieron sobre la grava.
Porque el Viejo Caballero cruzaba la Cuarta Avenida, dirigiéndose hacia el banco de Pete. Todos los días de Acción de Gracias, durante nueve años, el Viejo Caballero había llegado hasta allí, encontrando a Stuffy Pete en su banco. El Viejo Caballero procuraba convertir aquello en una tradición. Todos los días de Acción de Gracias, durante nueve años, había ido a buscar allí a Pete para llevarlo a un restaurante y mirarlo engullir una suculenta cena. En Inglaterra esas cosas se hacen mecánicamente. Pero nuestro país es joven y un período de nueve años no está tan mal. Para resultar pintorescos, debemos seguir haciendo la misma cosa durante largo tiempo, sin olvidarla una sola vez. Algo así como la recaudación de las monedas semanales del seguro industrial. O la limpieza de las calles.
El Viejo Caballero se dirigió, enhiesto y majestuoso, hacia la institución que estaba creando. Es cierto que el sentimiento anual de Stuffy Pete nada tenía de nacional, como lo son la Carta Magna o el dulce para el desayuno en Inglaterra. Pero era un gesto. Era casi feudal. Revelaba, por lo menos, que una costumbre no era imposible en Nueva Y... ¡ejem!... en los Estados Unidos.
El Viejo Caballero era delgado y alto, y tenía sesenta años. Vestía de negro y cabalgaban sobre su nariz un par de lentes anticuados que no querían asentarse firmemente. Su cabello era más blanco y ralo que el año anterior y parecía usar más que entonces su grande y nudoso bastón de mango retorcido.
Cuando su probado benefactor se acercó, Stuffy resopló y se estremeció como el gordísimo bulldog de una señora cuando un perro callejero lo mira con la pelambre erizada. Sentía tentaciones de huir, pero toda la habilidad de Santos-Dumont no hubiera podido arrancarlo de su banco. Los marmitones de las dos ancianas damas habían hecho bien su trabajo.
—Buenos días —dijo el Viejo Caballero—. Me alegro de advertir que las vicisitudes de otro año lo han respetado, dejándolo sano y salvo para vagabundear por este bello mundo. Por esa sola bendición, vale la pena que ambos saludemos alborozados este día de Acción de Gracias. Si viene conmigo, amigo mío, le ofreceré una cena que hará armonizar su bienestar físico con el mental.
Esto era lo que decía siempre el Viejo Caballero. Todos los días de Acción de Gracias, desde hacía nueve años. Las propias palabras formaban casi una institución. Nada podía compararse con ellas, salvo la Declaración de Independencia. Hasta entonces, habían sido siempre música para los oídos de Stuffy. Pero ahora Pete miraba al Viejo Caballero con un lacrimoso sufrimiento en los ojos. La fina nieve crepitaba casi al caer sobre su sudorosa frente. Pero el Viejo Caballero tembló levemente y le volvió la espalda al viento.
Stuffy se había preguntado siempre por qué decía aquellas palabras con cierta tristeza el Viejo Caballero. No sabía que, al decirlas, ansiaba tener un heredero. Un hijo que viniera allí cuando él hubiese muerto... Un hijo que se irguiese, fuerte y orgulloso, ante algún otro Stuffy, y le dijera: «En memoria de mi padre». Entonces, aquello sí que sería una Institución.
Pero el Viejo Caballero no tenía parientes. Vivía en unas habitaciones alquiladas en una de esas mansiones de piedra arenisca de antiguas familias en decadencia, en una de las apacibles calles del Este del parque. En invierno cultivaba fucsias en un pequeño invernadero. En primavera intervenía en la procesión de Pascua. En verano vivía en una granja de las colinas de Nueva Jersey y se sentaba en un sillón de mimbre, hablando de una mariposa, la ornithoptera amphrisius, que esperaba hallar algún día. En otoño le ofrecía una cena a Stuffy.  Ésas eran las tareas del Viejo Caballero.
Stuffy Pete lo miró durante medio minuto, inquieto, desamparado, apiadado de sí mismo. En los ojos del Viejo Caballero brillaba el placer de dar. Cada año su rostro se tornaba más arrugado, pero su pequeña corbata negra formaba un moño tan donairoso como siempre, y su ropa interior era hermosa y blanca, y su bigote gris estaba retorcido con gracia en las puntas. Y entonces Stuffy hizo un ruido parecido al de los guisantes que hierven en una cacerola. Su intención era hablar, y como el Viejo Caballero había oído aquellos sonidos nueve veces ya, interpretó acertadamente que constituían la vieja fórmula de aceptación de Stuffy.
—Gracias, señor. Iré con usted y se lo agradezco mucho. Tengo mucha hambre, señor.
El coma de plenitud no le había impedido a Stuffy comprender que era la base de una institución. Su apetito del día de Acción de Gracias no era suyo; le pertenecía, en base a todos los sagrados derechos de la costumbre establecida, a aquel viejo y bondadoso caballero que se lo había apropiado. Es verdad que los Estados Unidos son libres; pero para establecer una tradición, uno debía ser un decimal..., un decimal que se repetía. Los héroes no son exclusivamente de acero y oro. He aquí a uno que sólo ha esgrimido armas de hierro, rudamente plateadas, y de latón.
El Viejo Caballero llevó a su protegido anual al sur, hacia el restaurante y la mesa donde se había efectuado siempre el banquete. Los reconocieron.
—Ahí viene el viejo que siempre convida a comer al mismo vagabundo el día de Acción de Gracias —dijo el camarero.
El Viejo Caballero se sentó del otro lado de la mesa, brillando como una perla ahumada junto a la piedra angular de la futura tradición. Los camareros apilaron sobre la mesa viandas de fiesta..., y Stuffy, con un suspiro que interpretaron como una expresión de hambre, alzó el cuchillo y el tenedor y se cinceló una corona de imperecedero laurel. Nunca se abrió paso entre las filas enemigas un héroe más valeroso. El pavo, las costillas, las sopas, las legumbres, los pasteles, todo desapareció ante él en cuanto fue servido. Atiborrado casi hasta el máximo cuando entró en el restaurante, el olor de la comida le había hecho perder casi su honor de caballero, pero se dominó como un auténtico hidalgo antiguo. Vio el aire de filantrópica felicidad del Viejo Caballero —un aire más feliz aún que el provocado por las fucsias y el ornithoptera amphrisius  — y no tuvo valor para verlo desaparecer.
Al cabo de una hora, Stuffy se echó atrás, victorioso.
—Muchísimas gracias, señor —dijo con el resoplido de una vieja pipa agujereada— Muchísimas gracias por su bondadoso almuerzo.
Luego se levantó con dificultad, con los ojos vítreos, y se dirigió hacia la cocina. Un camarero daba vueltas a su alrededor como un trompo y le señaló la puerta. El Viejo Caballero contó cuidadosamente un dólar con treinta centavos en monedas de plata, dejando tres níqueles de propina para el camarero.
Ambos se separaron como todos los años en la puerta: el Viejo Caballero se fue hacia el Sur y Stuffy hacia el Norte.

Al llegar a la primera esquina, Stuffy se volvió y permaneció inmóvil un instante. Luego pareció surgir violentamente de sus harapos como un búho que se despoja de sus plumas y se desplomó sobre la acera como un caballo agotado.
Cuando llegó la ambulancia, el joven médico y el conductor profirieron en voz baja una blasfemia ante el peso de Stuffy. No había olor a whisky que justificara un traslado al camión celular de la policía, de modo que Stuffy y sus dos cenas fueron a dar al hospital. Allí lo tendieron sobre una cama y empezaron a sondearlo en busca de enfermedades extrañas, con la esperanza de descubrir casualmente algún problema con el acero desnudo.
Y he aquí que al cabo de una hora, otra ambulancia trajo al Viejo Caballero. Lo tendieron sobre otra cama y hablaron de apendicitis, pues su aspecto prometía una buena cuenta de honorarios.
Pero pronto uno de los médicos jóvenes se encontró con una de las enfermeras, cuyos ojos le gustaban, y se detuvo a charlar con ella sobre los casos del hospital.
—¿Quién podría creer que ese simpático caballero de edad que tenemos ahí ha estado a punto de morirse de hambre? —dijo—. Supongo que debe pertenecer a una de esas familias antiguas y orgullosas. Me dijo que no había probado bocado desde hacía tres días.


O’ Henry

20 de enero de 2018

La Reforma Recuperada, O. Henry

La Reforma Recuperada, O. Henry

Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel, donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.
—Bueno, Valentine —dijo el alcaide—. Mañana por la mañana quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.
—¿Yo? —dijo Jimmy con aire de sorpresa—. ¡Si yo nunca he forzado una caja fuerte!
—¡Oh, no! —dijo el alcaide, riendo—. Claro que no. Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes víctimas.
—¿Yo? —dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso—. Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!
—Lléveselo, Cronin —dijo sonriendo el alcaide—. Y provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.
A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.
El escribiente le dio un boleto de ferrocarril y los cinco dólares con que la ley esperaba verlo rehabilitado y convertido en un buen ciudadano, próspero y floreciente. El alcaide le regaló un cigarro y le estrechó la mano. Valentine, número 9762, fue registrado en el libro de egresos con las palabras “Indultado por el gobernador”… y el señor James Valentine salió de la cárcel al sol.
Haciendo caso omiso de los gorjeos de los pájaros, de los verdes árboles ondulantes y del perfume de las flores, Jimmy se encaminó directamente hacia un restaurante. Allí saboreó las primeras alegrías bajo la forma de un pollo asado y una botella de vino blanco, seguidos por un cigarro algo mejor que el que le ofreciera el alcaide. De allí se dirigió lentamente a la estación. Dejó caer un cuarto de dólar en el sombrero de un ciego sentado junto a las puertas y subió a su tren. A las tres horas llegó a un pueblecito situado cerca de la frontera estatal. Allí fue al café de un tal Mike Dolan y le estrechó la mano a Mike, que estaba solo detrás del mostrador.
—Lamento que no hayamos podido hacerlo antes, Jimmy —dijo Mike—. Pero teníamos que luchar contra esa protesta de Springfield y poco faltó para que el gobernador se negara al indulto. ¿Te sientes bien?
—Espléndidamente —dijo Jimmy—. ¿Tienes mi llave?
Se la entregaron, subió un piso y abrió la puerta de un cuarto del fondo. Todo estaba como lo había dejado. En el piso vio aun aquel gemelo del cuello de Ben Price que le arrancara al eminente detective cuando la superioridad numérica de la policía lo había vencido.
Jimmy hizo surgir de la pared una cama plegadiza, corrió un panel y sacó una maleta cubierta de polvo. La abrió y contempló afectuosamente el conjunto de herramientas para robos más perfecto del Este. Era un equipo completo, de acero especialmente templado, con los últimos diseños en materia de taladros, punzones, berbiquíes, palancas, grampas y barrenos, con un par de novedades inventadas por el propio Jimmy y que lo enorgullecían. Le había costado más de novecientos dólares hacer fabricar todo aquello en… un lugar donde hacen esas cosas para la profesión.
Al cabo de media hora, Jimmy bajó y fue al café. Ahora vestía ropa hecha a su medida y de buen gusto, y llevaba en la mano su maleta, a la cual había quitado el polvo y limpiado.
—¿Andas en algo? —le preguntó cordialmente Mike Dolan.
—¿Yo? —replicó Jimmy en tono perplejo—. No entiendo. Represento a la Sociedad Fusionada de Bizcochos y Trigo Descortezado de Nueva York.
Estas palabras le causaron tanto deleite a Mike que Jimmy hubo de tomar un agua de Seltz con leche inmediatamente. Nunca tocaba las bebidas “fuertes”.
A la semana de haber sido liberado Valentine, número 9762, tuvo lugar en Richmond, Indiana, un limpio trabajo de robo, ya que forzaron una caja fuerte de hierro sin que quedara el menor indicio sobre el autor. El ladrón encontró solamente ochocientos dólares. A las dos semanas, en Logansport, abrieron como un queso una caja de hierro patentada, mejorada y a prueba de robos, y se llevaron mil quinientos dólares en efectivo, dejando intactos los títulos y la platería. Esto comenzó a interesar a los cazadores de bribones. Luego, una anticuada caja de banco de Jefferson City entró en actividad y vomitó por su cráter una erupción de cinco mil dólares. Las pérdidas eran ahora suficientemente importantes para clasificar los robos entre los casos dignos de Ben Price. Al comparar las observaciones efectuadas en cada caso, se advirtió una notable analogía en los métodos usados. Ben Price practicó investigaciones en el escenario mismo de los robos y se le oyó decir:
—Esto ostenta el autógrafo de Dandy Jim Valentine. Ha vuelto a las andadas. Miren ese dial disco de la combinación: lo han arrancado con la misma facilidad con que se arranca un rábano con tiempo húmedo. Valentine tiene las únicas grampas que permiten hacerlo. ¡Y fíjense en la limpieza con que fueron perforados esos fiadores de la cerradura! Jimmy nunca necesita taladrar más que un agujero. Sí, creo que debo atrapar al señor Valentine. Cumplirá su condena la vez próxima sin indultos ni tonterías parecidas.
Ben Price conocía las costumbres de Jimmy. Las había estudiado al trabajar en el caso de Springfield. Saltos largos, fugas rápidas, nada de cómplices y la afición a la buena sociedad: todo esto había ayudado al señor Valentine a eludir victoriosamente el castigo y a destacarse en ese terreno. Se insinuó que Ben Price había hallado la pista del escurridizo ladrón… y otras personas que poseían cajas de hierro a prueba de robos se sintieron más tranquilas.
Una tarde Jimmy Valentine y su maleta bajaron de la diligencia del correo en Elmore, un pueblecito situado a ocho kilómetros del ferrocarril en Arkansas. Jimmy, que parecía un joven y atlético estudiante que volvía de la universidad, se dirigió al hotel por el paseo tablado.
Una joven cruzó la calle, pasó a su lado en la esquina y entró por una puerta que ostentaba sobre su dintel el letrero “Banco de Elmore”. Jimmy Valentine la miró a los ojos y olvidó quién era: se convirtió en un hombre más. Ella bajó los ojos y se sonrojó ligeramente. Los jóvenes de la elegancia y donaire de Jimmy eran escasos en Elmore.
Jimmy abordó a un muchacho que holgazaneaba en la escalinata del banco como si fuera uno de los accionistas y empezó a formularle preguntas sobre el pueblo, alimentándolo a ratos con monedas de diez centavos. A poco, la joven salió, aparentó la despreocupación de una reina ante el joven de la maleta, y se alejó.
—¿No es esa la señorita Polly Simpson? —preguntó Jimmy, con plausible ingenuidad.
—No —dijo el muchacho—. Es Annabel Adams. Su padre es el dueño del banco. ¿A qué ha venido usted a Elmore? ¿Es de oro la cadena de su reloj? Me van a regalar un bull—dog. ¿Tiene más monedas de diez centavos?
Jimmy fue al Hotel de los Hacendados, se anotó en el registro con el nombre de Ralph D. Spencer y tomó una habitación. Se inclinó sobre el mostrador de la mesa de entradas y le reveló sus planes al empleado. Dijo que había venido a Elmore en busca de un lugar para dedicarse a los negocios. ¿Qué perspectivas tenía allí el negocio del calzado? Había pensado en dedicarse a aquel ramo. ¿Había posibilidades de hacerlo?
El empleado se sintió impresionado al ver la indumentaria y los modales de Jimmy. Él mismo era algo así como un modelo de elegancia para la juventud escasamente dorada de Elmore, pero ahora notaba sus defectos. Mientras trataba de adivinar cómo se anudaba Jimmy la corbata, le proporcionó cordialmente una información.
Sí, debía haber buenas posibilidades en el ramo del calzado. En el pueblo no existía un solo comercio que vendiera exclusivamente zapatos. Estos se vendían en los almacenes de ramos generales y bazares. Se hacían muy buenos negocios en todos los ramos.
El empleado del hotel manifestó su esperanza de que el señor Spencer se decidiría a radicarse en Elmore. Ya vería que el pueblo era agradable y la gente muy sociable.
El señor Spencer contestó que se proponía quedarse unos días en el pueblo y estudiar el asunto. No, no hacía falta llamar al botones del hotel. Él mismo subiría su maleta: era bastante pesada.
El señor Ralph Spencer, el ave fénix surgida de las cenizas de Jimmy Valentina —cenizas causadas por las llamas de un repentino acceso de amor— se quedó en Elmore y prosperó. Estableció una zapatearía e hizo buenos negocios.
Desde el punto de vista social, obtuvo también éxito y se creó muchas amistades. Y realizó el anhelo de su corazón. Conoció a la señorita Annabel Adams y sus encantos lo cautivaron cada vez más.
Al cabo de un año, la situación del señor Ralph Spencer era la siguiente: se había ganado el respeto de la población, su zapatería prosperaba y estaba comprometido con Annabel, faltando dos semanas para la boda. El señor Adams, un típico banquero rural, activo y laborioso, aprobaba la elección de su hija. El orgullo que le inspiraba el señor Spencer a Annabel casi igualaba su afecto. Y Jimmy se sentía tan a sus anchas con la familia del señor Adams y de la hermana casada de Annabel como si fuera ya miembro de la misma.
Cierto día, Jimmy se sentó en su cuarto y escribió esta carta, que envió al domicilio de uno de sus viejos amigos de Saint Louis, un lugar seguro:

Querido compañero:

Quiero que estés en el café de Sullivan, en Little Rock, el miércoles próximo a las nueve de la noche, y que me arregles unos asuntitos. Y quiero regalarte también mi caja de herramientas. Sé que te alegrará tenerlas: no conseguirías una igual ni por mil dólares. Mira, Billy. He dejado el oficio… hace un año ya. Tengo un bonito comercio. Me gano la vida honradamente y me voy a casar dentro de dos semanas con la muchacha más linda del mundo. Esa es para mí la única vida posible, Billy: la del camino recto. Ahora no tocaría un dólar ajeno ni por un millón. Cuando me haya casado liquidaré mi negocio y me iré al Oeste, donde no habrá tanto peligro de que me vengan a cobrar cuentas viejas. Te aseguro, Billy, que ella es un ángel. Cree en mí: y yo no cometería otra bribonada ni por todo el oro del mundo. No dejes de esperarme en el café de Sully, porque necesito hablar contigo. Te traeré las herramientas.

Tu viejo amigo
Jimmy

Días después, un lunes por la noche, Ben Price llegó a Elmore sin llamar la atención, en un coche de alquiler. Se paseó perezosamente por el pueblo con su calma habitual hasta encontrar lo que quería. Desde la farmacia que estaba enfrente de la zapatería de Spencer pudo ver bien a Ralph D. Spencer.
—¿De modo que vas a casarte con la hija del banquero, Jimmy? —se dijo en voz muy baja—. Bueno, no estoy seguro.
A la mañana siguiente, Jimmy fue a almorzar a casa de los Adams. Ese día iba a Little Rock para encargar su traje de novio y para comprarle algo hermoso a Annabel. Desde su llegada a Elmore era su primera salida del pueblo. Había transcurrido más de un año desde el último de aquellos “trabajos” profesionales y creía poder aventurarse sin peligro.
Después del almuerzo, toda la familia fue al centro del pueblo: el señor Adams, Annabel, Jimmy y la hermana de Annabel con sus dos niñitas, de cinco y nueve años de edad. Pasaron por el hotel donde se alojaba aún Jimmy y este subió corriendo a su habitación y trajo su maleta. Luego, fueron al banco. Allí los esperaban el coche de Jimmy y Dolph Gibson, que lo llevaría a la estación del ferrocarril.
Todos entraron en el recinto del banco, franqueando aquellas altas barandillas de roble tallado, inclusive Jimmy, porque el futuro yerno del señor Adams era bienvenido en todas partes. A los empleados les agradaba que los saludara aquel joven agradable y gallardo que se casaría con la señorita Annabel. Jimmy dejó su maleta en el suelo. Annabel, cuyo corazón rebosaba dicha y animación juvenil, se encasquetó el sombrero de su prometido y tomó la maleta.
—¿Verdad que yo sería un buen viajante? —dijo—. ¡Caramba, Ralph! ¡Qué pesada es! Se diría que está llena de ladrillos de oro.
—Contiene una partida de calzadores de níquel —dijo Jimmy serenamente—. Una partida que debo devolver. Se me ocurrió ahorrarme el gasto del flete llevándolos personalmente. Me estoy volviendo muy económico.
El Banco de Elmore acababa de instalar una nueva caja de seguridad. El señor Adams se enorgullecía mucho de ello e insistió en que todos la inspeccionaran. La caja era pequeña, pero tenía una nueva puerta patentada. Se cerraba con tres sólidas cerraduras de acero que giraban simultáneamente con una sola manija y que funcionaban con un mecanismo de reloj. El señor Adams le explicó con aire radiante su funcionamiento al señor Spencer, el cual reveló un interés cortés pero no demasiado inteligente. Las dos niñas, May y Agatha, quedaron encantadas al ver el reluciente metal y el extraño mecanismo de reloj y los diales.
Mientras estaban entretenidos así, Ben Price entró espaciosamente y se acodó sobre la barandilla, mirando con aire negligente lo que ocurría allí. Le dijo al pagador que no quería nada, que solo esperaba a un amigo.
Repentinamente, las mujeres profirieron un par de chillidos y hubo un alboroto general. Sin que lo notaran los mayores, May, la niña de nueve anos, con ánimo juguetón, había encerrado a Agatha en la caja de hierro. Luego hizo funcionar las cerraduras y girar los diales como se lo viera hacer al señor Adams.
El viejo banquero saltó hacia la perílla y tiró de ella durante unos instantes.
—No es posible abrir esta puerta —gimió—. El mecanismo del reloj no tiene cuerda aún y la combinación no está fijada.
La madre de Aghata volvió a proferir un grito histérico.
—¡Silencio! —dijo el señor Adams, alzando su trémula mano—. Cállense todos por un momento. ¡Agatha! —le gritó a su nietecita con toda la fuerza posible—. Escúchame.
Durante la pausa que siguió, los presentes solo pudieron oír el débil chillido de la criatura, que gritaba frenéticamente presa del pánico en la oscuridad de la caja.
—¡Tesoro mío! —gimió la madre—. ¡Se morirá de miedo! ¡Abran la puerta! ¡Oh, fuércenla! ¿No pueden ustedes hacer algo?
—Solo en Little Rock hay un hombre que pueda abrir esa puerta —dijo el señor Adam, con vez trémula—. ¡Dios mío! ¿Qué haremos, Spencer? Esa criatura… esa criatura no se puede quedar mucho tiempo ahí. No hay suficiente aire, y además sufrirá convulsiones de miedo.
La madre de Agacha golpeaba con frenesí la puerta de la caja. Alguien sugirió la descabellada idea de usar dinamita. Annabel se volvió hacia Jimmy, con los grandes ojos llenos de angustia, pero sin desesperar aún. A una mujer nada le parece totalmente imposible para el hombre a quien adora.
—¿No podrías hacer algo, Ralph …? ¿No podrías… intentarlo?
—Annabel —dijo—. Dame esa rosa que luces… ¿quieres?
Incrédula, creyendo no haber oído bien, Annabel desprendió el capullo de su pechera y lo depositó en su mano. Jimmy se lo metió en el bolsillo del chaleco, se despojó del saco y se arremangó. Con ese acto, Ralph D. Spencer desapareció y lo substituyó Jimmy Valentine.
—Apártense todos de la puerta —ordenó, lacónicamente.
Puso la maleta sobre la mesa y la abrió. A partir de este momento pareció no notar la presencia de nadie. Sacó con rapidez y ordenadamente las relucientes y extrañas herramientas, silbando para sí como lo hacía siempre cuando trabajaba. Sumidos en un profundo silencio e inmóviles, los demás lo observaban como hechizados.
Al cabo de un minuto, el taladro favorito de Jimmy penetraba suavemente en la puerta de hierro. A los diez —superando su propio récord de ladrón— Jimmy descorrió los pasadores y abrió la puerta.
Agatha, casi desvanecida pero ilesa, cayó en brazos de su madre.
Jimmy Valentine se puso el saco, franqueó la barandilla y se dirigió hacia la puerta del banco. Al hacerlo le pareció oír que una lejana voz, conocida antaño, le gritaba: “Ralph!”. Pero no vaciló.
En la puerta parecía esperarlo un hombre corpulento.
—¡Hola, Ben! —dijo Jimmy, siempre con su extraña sonrisa—. Por fin me ha echado el guante… ¿eh? Bueno, vamos. Ahora creo que tanto me da.
Y entonces Ben Price obró de una manera bastante extraña.
—Creo que se equivoca, señor Spencer —dijo—. Que yo sepa, no lo conozco. Tengo entendido que su coche lo espera… ¿verdad?
Y Ben Price le volvió la espalda y echó a andar despaciosamente calle abajo.


O’ Henry

19 de enero de 2018

La cuadratura del círculo, O’ Henry

La cuadratura del círculo, O’ Henry

A riesgo de fatigar a los jóvenes, hay que prologar este relato de emociones vehementes con una disertación sobre la geometría.
La naturaleza se mueve en círculos; el arte, en líneas rectas. La naturaleza es redondeada; lo artificial está formado por ángulos. Un hombre perdido en la nieve vagabundea, aun contra su voluntad, en círculos perfectos; los pies del hombre de la ciudad, desnaturalizados por las calles rectangulares y por los pisos, lo alejan de sí mismo.
Los redondos ojos de la niñez encarnan la inocencia; la angosta línea de la óptica del flirteo prueba la invasión del arte. La boca, horizontal, es el sello de la astucia resuelta.
¿Quién no ha leído el poema más espontáneo de la naturaleza en los labios redondeados dispuestos al beso sincero?
La belleza es la naturaleza en su perfección, y el carácter circular es su principal atributo. Ved la luna llena, la encantadora bola de oro, las cúpulas de los templos, el pastel de crema, el anillo nupcial, la pista del circo, el timbre para llamar al camarero, y la «vuelta» de copas.
En cambio, las líneas rectas revelan que la naturaleza se ha desviado. ¡Imaginad el cinturón de Venus transformado en una línea recta!
Cuando empezamos a movernos en líneas rectas y doblamos pronunciadas esquinas, nuestro temperamento empieza a cambiar. La consecuencia es que la naturaleza, más flexible que el arte, tiende a amoldarse a sus normas más severas. La consecuencia es a menudo un fruto algo curioso, por ejemplo un crisantemo premiado, un whisky de alcohol de madera, un Misuri republicano, una coliflor gratinada o un neoyorquino.
La naturaleza se pierde con más rapidez en una gran ciudad. La causa es geométrica, no moral. Las líneas rectas de sus calles y su arquitectura, la rectangularidad de sus leyes y costumbres sociales, las veredas que no se desvían, las reglas duras, severas, deprimentes e intransigentes de todas sus costumbres -aún de sus pasatiempos y deportes- exhiben fríamente un burlón desafío a la línea curva de la naturaleza.
Por eso puede decirse que la gran ciudad ha demostrado el problema de la cuadratura del círculo. Y puede añadirse que esta introducción matemática precede a un relato sobre el destino de una enemistad de Kentucky que fue importada a la ciudad, cuyo hábito es obligar a sus importaciones a adaptarse a sus ángulos.
La enemistad comenzó en las montañas de Cumberland, entre las familias Folwell y Harkness. La primera víctima de esta vendetta doméstica fue el perro de Bill Harkness. La familia Harkness compensó esta tremenda pérdida liquidando al jefe del clan de los Folwell.
Los Folwell estaban preparados para la réplica. Engrasaron sus rifles e hicieron que Bill Harkness siguiera a su perro a un país donde las zarigüeyas bajan de los árboles sin necesidad de sacudir a éstos con hachazos.
La enemistad prosperó durante cuarenta años. Los Harkness fueron asesinados a balazos junto al arado, a través de las ventanas iluminadas de sus cabañas, tras volver de reuniones al aire libre, dormidos, en duelo, sobrios y ebrios, aisladamente y en grupos familiares, avisados y por sorpresa. A los Folwell les cercenaron las ramas del árbol familiar en forma análoga, como lo prescriben y autorizan las tradiciones de su país.
Poco a poco la poda sólo dejó a un miembro de cada una de las familias. Y entonces Cal Harkness, considerando probablemente que proseguir con la controversia le daría a la enemistad un sabor demasiado personal, desapareció repentinamente de los aliviados Cumberlands, frustrando el golpe de la vengadora mano de Sam, el último Folwell enemigo.
Un año después, Sam Folwell supo que su hereditario y no suprimido enemigo vivía en Nueva York. Sam sacó la gran tina de hierro de lavar al patio, raspó algo del hollín, que mezcló con tocino, y se lustró sus botas con esa pasta. Se puso su blanca ropa de confección teñida de negro, una camisa blanca y un cuello, y guardó en una maleta su espartana lingerie.
Descolgó su escopeta del gancho, pero la volvió a colocar allí con un suspiro. Por habitual y lógica que fuera esa costumbre en los Cumberlands, quizá Nueva York no se tragara su cacería de ardillas entre los rascacielos de Broadway. Un Colt antiguo pero digno de confianza, que resucitó de un cajón del escritorio, pareció proclamar que era el non plus ultra de las armas para la aventura metropolitana y la venganza. Sam metió esto y un cuchillo de caza con vaina de cuero en la maleta. Cuando emprendió el viaje a lomos de una mula hacia la estación ferroviaria, que quedaba en las tierras bajas, el último de los Folwell se volvió sobre su montura y contempló con aire ceñudo el pequeño grupo de pinos blancos rodeados por el macizo de cedros que señalaba el camposanto de los Folwell.
Sam Folwell llegó a Nueva York de noche. Como se movía y vivía aún en los libres círculos de la naturaleza, no advirtió los formidables, inquietos y feroces ángulos de la gran ciudad que lo acechaba en las tinieblas, para cerrarse sobre las rotundas formas de su corazón y de su cerebro y modelarlo hasta darle la forma de sus millones de remodeladas víctimas. Un agente de policía lo sacó del remolino, como sacara el propio Sam una bellota de un lecho de hojas otoñales arrastradas por el viento, y se lo llevó a un hotel acorde con sus botas y su maleta.
A la mañana siguiente, el último de los Folwell hizo su recorrido por la ciudad que albergaba al último de los Harkness. El Colt estaba metido debajo de su abrigo, asegurado con un angosto cinturón de cuero; el cuchillo de caza pendía entre sus omoplatos, sobresaliendo el mango una pulgada del cuello del abrigo. Sólo sabía esto: que Cal Harkness guiaba un camión expreso en alguna calle de esa ciudad y que él, Sam Folwell, había venido a matarlo. Cuando pisó la vereda, sus ojos estaban inyectados en sangre y el odio de la enemistad existente entre ambas familias asomó a su corazón.
El clamor de las avenidas centrales lo atrajo hasta allí. Esperaba en cierto modo ver aparecer a Cal en la calle en mangas de camisa, con un jarro y un látigo en la mano, como lo viera en Francfort o en Laurel City. Pero pasó una hora y Cal no aparecía. Quizá lo esperara en una emboscada, para dispararle un balazo desde una puerta o una ventana. Durante algún tiempo, Sam vigiló muy atentamente las puertas y ventanas que había a su alrededor.
A mediodía, la ciudad se cansó de jugar con su ratón y lo oprimió repentinamente con sus líneas rectas.
Sam Folwell se detuvo donde se cruzaban dos grandes arterias rectangulares de la ciudad. Miró en las cuatro direcciones y vio al mundo lanzado afuera de su órbita y reducido, por la cinta métrica y el nivelador, a un plano con multitud de esquinas. Toda la vida se movía sobre rieles, en muescas, de acuerdo con un sistema, dentro de sus propios límites, mecánicamente. La raíz de la vida era la raíz cúbica: la medida de la existencia, el cuadrado.
La gente afluía por filas rectas. El horrible estrépito y el bullicio lo dejaron estupefacto.
Sam se apoyó en la afilada esquina de un edificio de piedra. Aquellos rostros pasaban a su lado por miles, pero ninguno se volvía hacia él. Repentinamente temió estar muerto y ser un fantasma, y que ellos no podían verlo ni atraparlo. Y entonces la ciudad lo hirió con la soledad.
Un hombre gordo surgió del torrente y se quedó quieto, a pocos metros de distancia, a la espera de su automóvil. Sam se arrastró hasta él y le gritó al oído, entre el tumulto: -Los cerdos de los Rankins pesaban bastante más que los nuestros, pero a pesar de ello...
El gordo se alejó sin llamar la atención y compró castañas asadas para disimular su alarma.
Sam sintió la necesidad de una gota de rocío de las montañas. En la calle, los hombres entraban y salían por las puertas de vaivén. A ratos se vislumbraba fugazmente un reluciente mostrador y sus ornamentos. El hombre de la vendetta cruzó la calle y trató de entrar. El Arte había vuelto a eliminar el círculo familiar. La mano de Sam no halló un picaporte: resbaló inútilmente sobre una placa rectangular de bronce y roble lustrado donde no había siquiera algo del tamaño de una cabeza de alfiler sobre el que poder cerrar sus dedos.
Confuso, sonrojado, abatido, Sam se alejó de la puerta y se sentó sobre un peldaño. Una porra de algarrobo le acarició las costillas.
-Tendrá que dar un paseíto -dijo el policía-. Bastante ha holgazaneado ya aquí.
En la esquina siguiente, en el oído de Sam sonó un penetrante silbido. Giró sobre sí mismo y vio a un villano de negras cejas que lo miraba con aire ceñudo sobre los cacahuetes amontonados sobre una máquina humeante. Empezó a cruzar la calle. Una inmensa máquina que corría sin mulas, con voz de buey y olor a lámpara humeante, pasó zumbando junto a él y le rozó la rodilla. Un cochero lo golpeó con el cubo de una rueda y le explicó que las palabras amables se habían inventado para usarlas en otras ocasiones. Un guarda de tranvía hizo sonar de un modo salvaje su campanilla y, por una vez en su vida, confirmó las palabras de un cochero. Una corpulenta dama de tornasolada blusa de seda le hundió un codo en la espalda, y un vendedor de periódicos lo apedreó pensativamente con cáscaras de bananas, murmurando: «¡Lamento tener que hacerlo, pero si alguien me viera dejarlo pasar fácilmente...!».
Cal Harkness, cuya jornada de trabajo había terminado y cuyo camión de reparto ya estaba en su garaje, dobló la afilada esquina del edificio que el descaro de los arquitectos ha copiado del filo de una navaja. Entre la masa de gente presurosa, sus ojos descubrieron, a tres metros de distancia, al enemigo superviviente, implacable y sangriento.
Se detuvo bruscamente y vaciló un momento, ya que estaba sin armas y se sentía muy confuso. Pero los penetrantes ojos montañeses de Sam Folwell ya lo habían descubierto.
Hubo un repentino salto, el torrente de transeúntes se enredó y se oyó la voz de Sam que gritaba:
-¡Hola, Cal! Me alegro muchísimo de verte.
Y en el cruce de Broadway, la Quinta Avenida y la Calle Veintitrés, los enemigos de Cumberland se estrecharon la mano.


O. Henry

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