La Reforma Recuperada, O. Henry
Un guardián entró en el taller de zapatería de la cárcel,
donde Jimmy Valentine estaba remendando laboriosamente unos botines, y lo
acompañó a la oficina principal. Allí, el alcaide le entregó a Jimmy su
indulto, que había sido firmado esa tarde por el gobernador. Jimmy lo tomó con
aire cansado. Había cumplido casi diez meses de una condena a cuatro años. Solo
esperaba quedarse unos tres meses, a lo sumo. Cuando un hombre con tantos
amigos como Jimmy Valentine entra en la cárcel, casi no vale la pena raparlo.
—Bueno, Valentine —dijo el alcaide—. Mañana por la mañana
quedará en libertad. Ánimo y hágase un hombre de provecho. En el fondo, usted
no es malo. Déjese de forzar cajas fuertes y viva honestamente.
—¿Yo? —dijo Jimmy con aire de sorpresa—. ¡Si yo nunca he
forzado una caja fuerte!
—¡Oh, no! —dijo el alcaide, riendo—. Claro que no.
Veamos. ¿Cómo fue que lo detuvieron por aquel asunto de Springfield? ¿Fue
porque no quiso probar la coartada por temor a comprometer a algún figurón de
la alta sociedad? ¿O se debió simplemente a que aquel infame jurado lo
aborrecía? Siempre pasa lo uno o lo otro cuando se trata de ustedes, inocentes
víctimas.
—¿Yo? —dijo Jimmy, siempre inmaculadamente virtuoso—.
Pero, alcaide… ¡Si yo jamás estuve en Springfield!
—Lléveselo, Cronin —dijo sonriendo el alcaide—. Y
provéalo de ropa para irse. Ábrale las puertas a las siete de la mañana y que
salga al redondel. Más vale que medite sobre mi consejo, Valentine.
A las siete y cuarto de la mañana siguiente, Jimmy se
hallaba en la oficina exterior del alcaide. Se había puesto un traje de
confección, de esos muy holgados, y un par de esos zapatos rígidos y chillones
que el estado les proporciona a sus pensionistas forzosos cuando los libera.
El escribiente le dio un boleto de ferrocarril y los
cinco dólares con que la ley esperaba verlo rehabilitado y convertido en un
buen ciudadano, próspero y floreciente. El alcaide le regaló un cigarro y le
estrechó la mano. Valentine, número 9762, fue registrado en el libro de egresos
con las palabras “Indultado por el gobernador”… y el señor James Valentine
salió de la cárcel al sol.
Haciendo caso omiso de los gorjeos de los pájaros, de los
verdes árboles ondulantes y del perfume de las flores, Jimmy se encaminó
directamente hacia un restaurante. Allí saboreó las primeras alegrías bajo la
forma de un pollo asado y una botella de vino blanco, seguidos por un cigarro
algo mejor que el que le ofreciera el alcaide. De allí se dirigió lentamente a
la estación. Dejó caer un cuarto de dólar en el sombrero de un ciego sentado
junto a las puertas y subió a su tren. A las tres horas llegó a un pueblecito
situado cerca de la frontera estatal. Allí fue al café de un tal Mike Dolan y
le estrechó la mano a Mike, que estaba solo detrás del mostrador.
—Lamento que no hayamos podido hacerlo antes, Jimmy —dijo
Mike—. Pero teníamos que luchar contra esa protesta de Springfield y poco faltó
para que el gobernador se negara al indulto. ¿Te sientes bien?
—Espléndidamente —dijo Jimmy—. ¿Tienes mi llave?
Se la entregaron, subió un piso y abrió la puerta de un
cuarto del fondo. Todo estaba como lo había dejado. En el piso vio aun aquel
gemelo del cuello de Ben Price que le arrancara al eminente detective cuando la
superioridad numérica de la policía lo había vencido.
Jimmy hizo surgir de la pared una cama plegadiza, corrió
un panel y sacó una maleta cubierta de polvo. La abrió y contempló
afectuosamente el conjunto de herramientas para robos más perfecto del Este.
Era un equipo completo, de acero especialmente templado, con los últimos
diseños en materia de taladros, punzones, berbiquíes, palancas, grampas y
barrenos, con un par de novedades inventadas por el propio Jimmy y que lo
enorgullecían. Le había costado más de novecientos dólares hacer fabricar todo
aquello en… un lugar donde hacen esas cosas para la profesión.
Al cabo de media hora, Jimmy bajó y fue al café. Ahora
vestía ropa hecha a su medida y de buen gusto, y llevaba en la mano su maleta,
a la cual había quitado el polvo y limpiado.
—¿Andas en algo? —le preguntó cordialmente Mike Dolan.
—¿Yo? —replicó Jimmy en tono perplejo—. No entiendo.
Represento a la Sociedad Fusionada de Bizcochos y Trigo Descortezado de Nueva
York.
Estas palabras le causaron tanto deleite a Mike que Jimmy
hubo de tomar un agua de Seltz con leche inmediatamente. Nunca tocaba las
bebidas “fuertes”.
A la semana de haber sido liberado Valentine, número
9762, tuvo lugar en Richmond, Indiana, un limpio trabajo de robo, ya que
forzaron una caja fuerte de hierro sin que quedara el menor indicio sobre el
autor. El ladrón encontró solamente ochocientos dólares. A las dos semanas, en
Logansport, abrieron como un queso una caja de hierro patentada, mejorada y a
prueba de robos, y se llevaron mil quinientos dólares en efectivo, dejando
intactos los títulos y la platería. Esto comenzó a interesar a los cazadores de
bribones. Luego, una anticuada caja de banco de Jefferson City entró en
actividad y vomitó por su cráter una erupción de cinco mil dólares. Las
pérdidas eran ahora suficientemente importantes para clasificar los robos entre
los casos dignos de Ben Price. Al comparar las observaciones efectuadas en cada
caso, se advirtió una notable analogía en los métodos usados. Ben Price
practicó investigaciones en el escenario mismo de los robos y se le oyó decir:
—Esto ostenta el autógrafo de Dandy Jim Valentine. Ha
vuelto a las andadas. Miren ese dial disco de la combinación: lo han arrancado
con la misma facilidad con que se arranca un rábano con tiempo húmedo.
Valentine tiene las únicas grampas que permiten hacerlo. ¡Y fíjense en la
limpieza con que fueron perforados esos fiadores de la cerradura! Jimmy nunca
necesita taladrar más que un agujero. Sí, creo que debo atrapar al señor
Valentine. Cumplirá su condena la vez próxima sin indultos ni tonterías
parecidas.
Ben Price conocía las costumbres de Jimmy. Las había
estudiado al trabajar en el caso de Springfield. Saltos largos, fugas rápidas,
nada de cómplices y la afición a la buena sociedad: todo esto había ayudado al
señor Valentine a eludir victoriosamente el castigo y a destacarse en ese
terreno. Se insinuó que Ben Price había hallado la pista del escurridizo
ladrón… y otras personas que poseían cajas de hierro a prueba de robos se
sintieron más tranquilas.
Una tarde Jimmy Valentine y su maleta bajaron de la
diligencia del correo en Elmore, un pueblecito situado a ocho kilómetros del
ferrocarril en Arkansas. Jimmy, que parecía un joven y atlético estudiante que
volvía de la universidad, se dirigió al hotel por el paseo tablado.
Una joven cruzó la calle, pasó a su lado en la esquina y
entró por una puerta que ostentaba sobre su dintel el letrero “Banco de
Elmore”. Jimmy Valentine la miró a los ojos y olvidó quién era: se convirtió en
un hombre más. Ella bajó los ojos y se sonrojó ligeramente. Los jóvenes de la
elegancia y donaire de Jimmy eran escasos en Elmore.
Jimmy abordó a un muchacho que holgazaneaba en la
escalinata del banco como si fuera uno de los accionistas y empezó a formularle
preguntas sobre el pueblo, alimentándolo a ratos con monedas de diez centavos.
A poco, la joven salió, aparentó la despreocupación de una reina ante el joven
de la maleta, y se alejó.
—¿No es esa la señorita Polly Simpson? —preguntó Jimmy,
con plausible ingenuidad.
—No —dijo el muchacho—. Es Annabel Adams. Su padre es el
dueño del banco. ¿A qué ha venido usted a Elmore? ¿Es de oro la cadena de su
reloj? Me van a regalar un bull—dog. ¿Tiene más monedas de diez centavos?
Jimmy fue al Hotel de los Hacendados, se anotó en el
registro con el nombre de Ralph D. Spencer y tomó una habitación. Se inclinó
sobre el mostrador de la mesa de entradas y le reveló sus planes al empleado.
Dijo que había venido a Elmore en busca de un lugar para dedicarse a los
negocios. ¿Qué perspectivas tenía allí el negocio del calzado? Había pensado en
dedicarse a aquel ramo. ¿Había posibilidades de hacerlo?
El empleado se sintió impresionado al ver la indumentaria
y los modales de Jimmy. Él mismo era algo así como un modelo de elegancia para
la juventud escasamente dorada de Elmore, pero ahora notaba sus defectos.
Mientras trataba de adivinar cómo se anudaba Jimmy la corbata, le proporcionó
cordialmente una información.
Sí, debía haber buenas posibilidades en el ramo del
calzado. En el pueblo no existía un solo comercio que vendiera exclusivamente
zapatos. Estos se vendían en los almacenes de ramos generales y bazares. Se
hacían muy buenos negocios en todos los ramos.
El empleado del hotel manifestó su esperanza de que el
señor Spencer se decidiría a radicarse en Elmore. Ya vería que el pueblo era
agradable y la gente muy sociable.
El señor Spencer contestó que se proponía quedarse unos
días en el pueblo y estudiar el asunto. No, no hacía falta llamar al botones
del hotel. Él mismo subiría su maleta: era bastante pesada.
El señor Ralph Spencer, el ave fénix surgida de las
cenizas de Jimmy Valentina —cenizas causadas por las llamas de un repentino
acceso de amor— se quedó en Elmore y prosperó. Estableció una zapatearía e hizo
buenos negocios.
Desde el punto de vista social, obtuvo también éxito y se
creó muchas amistades. Y realizó el anhelo de su corazón. Conoció a la señorita
Annabel Adams y sus encantos lo cautivaron cada vez más.
Al cabo de un año, la situación del señor Ralph Spencer
era la siguiente: se había ganado el respeto de la población, su zapatería
prosperaba y estaba comprometido con Annabel, faltando dos semanas para la
boda. El señor Adams, un típico banquero rural, activo y laborioso, aprobaba la
elección de su hija. El orgullo que le inspiraba el señor Spencer a Annabel
casi igualaba su afecto. Y Jimmy se sentía tan a sus anchas con la familia del
señor Adams y de la hermana casada de Annabel como si fuera ya miembro de la
misma.
Cierto día, Jimmy se sentó en su cuarto y escribió esta
carta, que envió al domicilio de uno de sus viejos amigos de Saint Louis, un
lugar seguro:
Querido compañero:
Quiero que estés en el café de Sullivan, en Little Rock,
el miércoles próximo a las nueve de la noche, y que me arregles unos asuntitos.
Y quiero regalarte también mi caja de herramientas. Sé que te alegrará
tenerlas: no conseguirías una igual ni por mil dólares. Mira, Billy. He dejado
el oficio… hace un año ya. Tengo un bonito comercio. Me gano la vida
honradamente y me voy a casar dentro de dos semanas con la muchacha más linda
del mundo. Esa es para mí la única vida posible, Billy: la del camino recto.
Ahora no tocaría un dólar ajeno ni por un millón. Cuando me haya casado
liquidaré mi negocio y me iré al Oeste, donde no habrá tanto peligro de que me
vengan a cobrar cuentas viejas. Te aseguro, Billy, que ella es un ángel. Cree
en mí: y yo no cometería otra bribonada ni por todo el oro del mundo. No dejes
de esperarme en el café de Sully, porque necesito hablar contigo. Te traeré las
herramientas.
Tu viejo amigo
Jimmy
Días después, un lunes por la noche, Ben Price llegó a
Elmore sin llamar la atención, en un coche de alquiler. Se paseó perezosamente
por el pueblo con su calma habitual hasta encontrar lo que quería. Desde la
farmacia que estaba enfrente de la zapatería de Spencer pudo ver bien a Ralph
D. Spencer.
—¿De modo que vas a casarte con la hija del banquero,
Jimmy? —se dijo en voz muy baja—. Bueno, no estoy seguro.
A la mañana siguiente, Jimmy fue a almorzar a casa de los
Adams. Ese día iba a Little Rock para encargar su traje de novio y para
comprarle algo hermoso a Annabel. Desde su llegada a Elmore era su primera
salida del pueblo. Había transcurrido más de un año desde el último de aquellos
“trabajos” profesionales y creía poder aventurarse sin peligro.
Después del almuerzo, toda la familia fue al centro del
pueblo: el señor Adams, Annabel, Jimmy y la hermana de Annabel con sus dos
niñitas, de cinco y nueve años de edad. Pasaron por el hotel donde se alojaba
aún Jimmy y este subió corriendo a su habitación y trajo su maleta. Luego,
fueron al banco. Allí los esperaban el coche de Jimmy y Dolph Gibson, que lo
llevaría a la estación del ferrocarril.
Todos entraron en el recinto del banco, franqueando
aquellas altas barandillas de roble tallado, inclusive Jimmy, porque el futuro
yerno del señor Adams era bienvenido en todas partes. A los empleados les
agradaba que los saludara aquel joven agradable y gallardo que se casaría con
la señorita Annabel. Jimmy dejó su maleta en el suelo. Annabel, cuyo corazón
rebosaba dicha y animación juvenil, se encasquetó el sombrero de su prometido y
tomó la maleta.
—¿Verdad que yo sería un buen viajante? —dijo—. ¡Caramba,
Ralph! ¡Qué pesada es! Se diría que está llena de ladrillos de oro.
—Contiene una partida de calzadores de níquel —dijo Jimmy
serenamente—. Una partida que debo devolver. Se me ocurrió ahorrarme el gasto
del flete llevándolos personalmente. Me estoy volviendo muy económico.
El Banco de Elmore acababa de instalar una nueva caja de
seguridad. El señor Adams se enorgullecía mucho de ello e insistió en que todos
la inspeccionaran. La caja era pequeña, pero tenía una nueva puerta patentada.
Se cerraba con tres sólidas cerraduras de acero que giraban simultáneamente con
una sola manija y que funcionaban con un mecanismo de reloj. El señor Adams le
explicó con aire radiante su funcionamiento al señor Spencer, el cual reveló un
interés cortés pero no demasiado inteligente. Las dos niñas, May y Agatha,
quedaron encantadas al ver el reluciente metal y el extraño mecanismo de reloj
y los diales.
Mientras estaban entretenidos así, Ben Price entró
espaciosamente y se acodó sobre la barandilla, mirando con aire negligente lo
que ocurría allí. Le dijo al pagador que no quería nada, que solo esperaba a un
amigo.
Repentinamente, las mujeres profirieron un par de
chillidos y hubo un alboroto general. Sin que lo notaran los mayores, May, la
niña de nueve anos, con ánimo juguetón, había encerrado a Agatha en la caja de
hierro. Luego hizo funcionar las cerraduras y girar los diales como se lo viera
hacer al señor Adams.
El viejo banquero saltó hacia la perílla y tiró de ella
durante unos instantes.
—No es posible abrir esta puerta —gimió—. El mecanismo
del reloj no tiene cuerda aún y la combinación no está fijada.
La madre de Aghata volvió a proferir un grito histérico.
—¡Silencio! —dijo el señor Adams, alzando su trémula
mano—. Cállense todos por un momento. ¡Agatha! —le gritó a su nietecita con
toda la fuerza posible—. Escúchame.
Durante la pausa que siguió, los presentes solo pudieron
oír el débil chillido de la criatura, que gritaba frenéticamente presa del
pánico en la oscuridad de la caja.
—¡Tesoro mío! —gimió la madre—. ¡Se morirá de miedo!
¡Abran la puerta! ¡Oh, fuércenla! ¿No pueden ustedes hacer algo?
—Solo en Little Rock hay un hombre que pueda abrir esa
puerta —dijo el señor Adam, con vez trémula—. ¡Dios mío! ¿Qué haremos, Spencer?
Esa criatura… esa criatura no se puede quedar mucho tiempo ahí. No hay
suficiente aire, y además sufrirá convulsiones de miedo.
La madre de Agacha golpeaba con frenesí la puerta de la
caja. Alguien sugirió la descabellada idea de usar dinamita. Annabel se volvió
hacia Jimmy, con los grandes ojos llenos de angustia, pero sin desesperar aún.
A una mujer nada le parece totalmente imposible para el hombre a quien adora.
—¿No podrías hacer algo, Ralph …? ¿No podrías…
intentarlo?
—Annabel —dijo—. Dame esa rosa que luces… ¿quieres?
Incrédula, creyendo no haber oído bien, Annabel
desprendió el capullo de su pechera y lo depositó en su mano. Jimmy se lo metió
en el bolsillo del chaleco, se despojó del saco y se arremangó. Con ese acto,
Ralph D. Spencer desapareció y lo substituyó Jimmy Valentine.
—Apártense todos de la puerta —ordenó, lacónicamente.
Puso la maleta sobre la mesa y la abrió. A partir de este
momento pareció no notar la presencia de nadie. Sacó con rapidez y ordenadamente
las relucientes y extrañas herramientas, silbando para sí como lo hacía siempre
cuando trabajaba. Sumidos en un profundo silencio e inmóviles, los demás lo
observaban como hechizados.
Al cabo de un minuto, el taladro favorito de Jimmy
penetraba suavemente en la puerta de hierro. A los diez —superando su propio
récord de ladrón— Jimmy descorrió los pasadores y abrió la puerta.
Agatha, casi desvanecida pero ilesa, cayó en brazos de su
madre.
Jimmy Valentine se puso el saco, franqueó la barandilla y
se dirigió hacia la puerta del banco. Al hacerlo le pareció oír que una lejana
voz, conocida antaño, le gritaba: “Ralph!”. Pero no vaciló.
En la puerta parecía esperarlo un hombre corpulento.
—¡Hola, Ben! —dijo Jimmy, siempre con su extraña
sonrisa—. Por fin me ha echado el guante… ¿eh? Bueno, vamos. Ahora creo que
tanto me da.
Y entonces Ben Price obró de una manera bastante extraña.
—Creo que se equivoca, señor Spencer —dijo—. Que yo sepa,
no lo conozco. Tengo entendido que su coche lo espera… ¿verdad?
Y Ben Price le volvió la espalda y echó a andar
despaciosamente calle abajo.
O’ Henry