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18 de enero de 2018

El manual de Himeneo, O. Henry

 El manual de Himeneo,  O. Henry

Yo, Sanderson Pratt, que dejo asentado aquí mi testimonio, opino que el sistema educativo de los Estados Unidos debiera estar a cargo de la oficina meteorológica. Me considero en condiciones de ofrecer excelentes razones para demostrarlo, y. usted no podría aclararme por qué no sería preferible que nuestros profesores universitarios fueran transferidos al departamento meteorológico. Son expertos en leer y con suma facilidad podrían hojear los diarios de la mañana y telegrafiar a la oficina central informando el pro nóstico del tiempo. Pero éste es el otro aspecto de la proposición. Ahora paso a contarle de qué manera el tiempo nos proporcionó a Idaho Green y a mí una educación distinguida.
Nos hallábamos en los Montes Raíces Amargas, más allá de la frontera de Montana, buscando oro. En Wa lla Walla un individuo que usaba perilla y acarreaba un buen surtido de esperanzas como exceso de equipaje nos había abarrotado de provisiones, y allí estábamos cavando al pie de las montañas con bastante alimento a mano como para mantener a un ejército durante una conferencia de paz.
Un día, procedente de Carlos más allá de las montañas, llegó un cartero a caballo; hizo un alto para despachar tres latas de hortalizas y nos dejó un periódico de fecha moderna. Ese diario incluía un sistema de premoniciones meteorológicas, y el respectivo tirador de cartas, como última baraja de su mazo, anunciaba para los Montes Raíces Amargas:
“Caluroso y bueno, con leves brisas del oeste”.
Esa noche empezó a nevar con fuertes vientos del este. Idaho y yo trasladamos nuestro campamento ladera arriba a una vieja cabaña desocupada, convencidos de que eso no era nada más que una pasajera tormenta de noviembre. Pero cuando la nieve llegó a tener el espesor de un metro en terreno llano, el asunto comenzó a ponerse serio y comprendimos que estábamos bloqueados. Habíamos hecho una abundante provisión de leña antes de que la capa de nieve creciera y teníamos material ingerible suficiente para dos meses, de modo que dejamos a los elementos en paz para que devastaran y derribaran cuanto creyeran conveniente. Si usted desea fomentar el arte del homicidio no tiene más que encerrar un mes a un par de hombres en una cabaña de unos cinco metros por seis. La naturaleza humana es incapaz de soportarlo.
Cuando empezaron a caer los primeros copos de nieve, cada uno de nosotros, Idaho Green y yo, festejábamos con grandes carcajadas los chistes del otro, encomiábamos la sustancia que extraíamos de una cacerolita y la llamábamos pomposamente alimento. Al cabo de tres semanas, Idaho pronunció una especie de sentencia contra mí. Dijo:
—Para hablar con la exactitud que corresponde, nunca escuché el ruido que hace la leche agria al gotear desde un globo aerostático sobre el fondo de un recipiente de hojalata, pero se me ocurre que eso sería música de las esferas comparado con la estrangulada corriente de asfixiado pensamiento que emana de los órganos parlantes de usted. Los semimasticados sonidos que emite todos los días me traen a la memoria el recuerdo de una vaca rumiando, sólo que ella es lo bastante señora como para guardarse los ruidos para sí misma, en tanto que usted no procede del mismo modo.
—Señor Green —respondí—, como en algún tiempo fue amigo mío, vacilo un poco antes de confesarle que si yo estuviera en condiciones de elegir como compañía entre usted y un vulgar cachorrito amarillo de tres patas, en este mismo momento uno de los habitantes de esta cabaña estaría meneando la cola.
Las cosas siguieron así dos o tres días y después de jamos de dirigirnos la palabra. Repartimos los utensilios de cocina, e Idaho se hacía su comida en un costado del hogar y yo la mía en el otro. La nieve ya había llegado hasta las ventanas y teníamos que mantener el fuego encendido todo el día.
Como usted comprende, Idaho y yo jamás habíamos recibido educación alguna, exceptuando aprender a leer y a sumar “si Juan tiene tres manzanas y Jaime cinco” en una pizarra. Nunca sentimos ninguna necesidad especial de obtener un título universitario, pero, sin embargo, a fuerza de andar dando vueltas por el mundo, ambos habíamos adquirido una especie de inteligencia intrínseca que nos era útil en caso de apuro. Pero al hallarnos bloqueados por la nieve en esa cabaña en los Montes Raíces Amargas, intuimos por primera vez que sí hubiésemos estudiado Hornero o griego y quebrados y las más nobles esferas del conocimiento, podríamos haber dispuesto de ciertos recursos en el ramo de la meditación y la reflexión. He conocido tipos universitarios del Este que trabajaban en campamentos a lo largo de todo el Oeste, pero jamás dejé de comprobar que, para ellos, la educación era un inconveniente menor de lo que usted puede suponer. Por ejemplo, una vez junto al Río de la Culebra, cuando su caballo de silla enfermó de parásitos, Andrew Me Williams mandó un carretón a diez kilómetros de distancia en busca de uno de esos forasteros que aseguraba ser botánico. Pero aquel caballo murió.
Una mañana Idaho estaba tanteando con ayuda de un palo la parte superior de una pequeña repisa demasiado alta para alcanzarla con la mano. Dos libros cayeron al suelo. Me adelanté de inmediato; me de tuvo la mirada de Idaho. Habló por primera vez en una semana.
—No te quemes los dedos —anunció—. Pese al hecho de que sólo eres apto para servir como compañía a una tortuga de pantano en período de hibernación, te daré un trato equitativo. Y esto es más de lo que tus padres hicieron por ti cuando te soltaron en el mundo con la sociabilidad de una víbora de cascabel y los modales de un nabo helado. Jugaremos una partida de naipes; el ganador elegirá el libro que prefiera y el perdedor se quedará con el otro.
Jugamos. Idaho ganó. Eligió su libro y yo recogí el mío. Acto seguido cada uno se recluyó en su rincón de la cabaña y dio comienzo a la lectura.
Al ver una pepita de oro de diez onzas jamás me sentí tan alegre como en el momento en que entré en posesión de ese libro. E Idaho miraba el suyo como un chico contempla un paquete de caramelos.
El mío era un libro pequeño de unos quince por veinte centímetros titulado Manual de Herkimer sobre Información Indispensable. Aún lo conservo, y puedo desafiarlo a usted o a cualquier otro hombre cincuenta veces en cinco minutos con la información contenida en él. ¡Y después que me hablen de la sabiduría de Salomón o del material noticioso que ofrece el Tribune de Nueva York! Herkimer los supera ampliamente a los dos. Este hombre debe haber invertido cincuenta años y recorrido un millón de kilómetros para reunir todos esos datos. Allí figuraba la población de cuan tas ciudades uno pudiera imaginar, la manera de establecer la edad de una muchacha y cuántos dientes tiene un camello. Informaba cuál es el túnel más largo del mundo, la cantidad de estrellas, cuánto tarda en brotar la varicela, cuánto debe medir el cuello de una dama, qué poderes de veto tienen los gobernadores, las fechas en que fueron construidos los acueductos romanos, cuántas libras de arroz podrían comprarse por día sin estar acompañadas por tres cervezas, el promedio anual de temperatura en la población de Augusta (Maine), la cantidad de semillas necesaria para sembrar en sur cos un acre con zanahorias, antídotos para venenos, la cantidad de cabellos que crece en la cabeza de una dama rubia, cómo conservar los huevos, la altura de todas las montañas del mundo y las fechas de todas las guerras y todas las batallas, y cómo revivir a los ahogados y la insolación, y la cantidad de tachuelas que entran en medio kilogramo y cómo fabricar dinamita, cultivar flores y preparar canteros, y qué hacer antes de que llegue el médico… v cientos y cientos de otros datos. Si había algo que Herkimer no supiera, no me di cuenta de que faltara en el libro.
Me instalé y leí ese manual horas y horas sin parar. Todas las maravillas de la educación estaban compila das en él. Me olvidé de la nieve v de que el bueno de Idaho y yo no nos dirigíamos la palabra. El estaba sentado, silencioso, en un banquito, leyendo y leyendo con una extraña expresión, en parte .apacible, en parte misteriosa, que relucía a través de sus patillas color roble obscuro.
—Idaho —pregunté—, ¿qué clase de libro es el tuyo?
Sin duda él también se había olvidado, porque con testó en tono afable sin ningún indicio de desdén o malevolencia.
—Bueno —respondió—. Al parecer éste es un volumen escrito por Hornero K. M.
—Hornero K. M., ¿qué? —inquirí.
—Bien, exactamente Hornero K. M. —dijo.
—Eres un mentiroso —respondí, un tanto encolerizado al suponer que intentaba burlarse de mí—. Nadie anda por allí firmando libros con sus iniciales. Si se trata de Hornero K. M. Spoonpandyke o de Hornero K. M. McSweeneey o de Hornero K. M. Jones, ¿por qué no lo dices con valentía en lugar de morder el extremo del nombre como una cabra que mordisquea el faldón de una camisa colgada en la cuerda para que se seque?
—Te informo las cosas tal como son, Sandy —respondió Idaho sosegadamente—. Este es un libro de poesía escrito por Hornero K. M. Al principio me pareció sin ton ni son, pero después comprobé que tiene gran atractivo, si te tomas la molestia de descubrirlo. No me desprendería de él ni aunque me ofrecieran un par de mantas rojas.
—Me parece muy bien —repliqué—. Lo que yo necesito es un conjunto de hechos objetivos que la mente pueda elaborar y, según creo, esto es lo que me ofrece el libro que me tocó en suerte.
—Lo que conseguiste —contestó Idaho— es estadísticas, el peldaño más ínfimo de información que existe. Envenenarán tu mente. Para mí no hay nada superior al sistema de sobreentendidos del querido Hornero K. M. Al parecer es algo así como un traficante en vinos, Su brindis habitual es “nada, nada, nada” y se diría que tiene mal carácter, pero lo mantiene tan bien lubricado con bebidas alcohólicas que sus puntapiés más agresivos suenan como una invitación a tomar un trago. Pero esto es poesía —prosiguió Idaho— y miro con desprecio ese mamarracho tuyo que trata de inculcar sensatez con ayuda de centímetros y metros. Cuando llega el momento de explicar el instinto de la filosofía mediante el arte de la naturaleza, el bueno de Hornero K. M. derrota a tu hombre y sus perforaciones, hileras, parágrafos, medidas del pecho y promedio anual de precipitación pluvial.
Así era como Idaho y yo encarábamos el asunto. Día y noche nuestra única diversión consistía en estudiar nuestros respectivos textos. Sin duda alguna, esa tormenta nos proporcionó un espléndido bagaje de cono cimientos. Cuando se derritió la nieve, si usted súbitamente me hubiese encarado para preguntarme de sopetón, “Sanderson Pratt, ¿cuánto costaría por metro cuadrado cubrir un techo con chapas de zinc de veinte por veinte centímetros al precio de nueve dólares con cincuenta el cajón?”, le hubiese respondido con la misma velocidad a que se desplaza la luz a lo largo del mango de una pala a un promedio de trescientos mil kilómetros por segundo. ¿Cuántos están en condiciones de hacerlo? Despierte en medio de la noche a cualquier individuo que conozca y pídale que responda en el acto cuántos huesos tiene el esqueleto humano, sin contar los dientes, o qué porcentaje de votos se necesita para que la Legislatura de Nebraska anule un veto. ¿Cuál será la respuesta del susodicho individuo? Haga la prueba y verifíquelo.
Ignoro qué beneficios extrajo Idaho de su poesía. Ala baba al vendedor de vino cada vez que abría la boca, pero yo no estaba nada convencido.
A través de lo que se desprendía del libreto, vía Idaho, llegué a la conclusión de que ese tal Hornero K. M. era bastante parecido a un perro que observa la vida como si fuera una lata atada a su cola. Después de haber corrido y corrido hasta quedar medio muerto, el perro se sienta, saca la lengua, mira la lata y dice:
—Bien, como no podemos librarnos del jarro, vamos a llenarlo en la taberna y que todos tomen un trago a mi salud.
Además, parece que este tal Hornero K. M. era persa, y nunca tuve noticias de que Persia produjera nada digno de tenerse en cuenta, con excepción de alfombras turcas y gatos malteses.
Aquella primavera Idaho y yo obtuvimos mena de primera calidad. Teníamos por costumbre vender rápido y seguir viaje. Entregamos la mena a nuestro proveedor de comestibles a cambio de ochocientos dólares por cabeza. Luego nos encaminamos a toda velocidad a esta pequeña urbe, Rosa, ubicada junto al Río Salmón para descansar, ingerir alimentos dignos de un ser humano y hacernos podar los bigotes.
Rosa no era un campamento minero. Se erguía en el valle y se hallaba tan libre de estrépito y pestilencia como cualquiera de las poblaciones rurales de la campiña. Había una línea de tranvías que recorría unos tres kilómetros y mordisqueaba los alrededores. Idaho y yo pasamos una semana yendo y viniendo en uno de los vehículos; por la noche nos dejábamos caer en el hotel Sol del Ocaso. Como en ese momento contábamos con sólidas lecturas y además habíamos viajado mucho, muy pronto alternamos pro re nata con la mejor sociedad de Rosa, y fuimos invitados a las recepciones más elegantes y de mayor jerarquía. Idaho y yo conocimos a la esposa del difunto D. Ormond Sampson, la reina de la sociedad roseña, en un recital de piano seguido por un concurso de comedores de codornices que tuvo lugar en el Salón Municipal a beneficio del cuerpo de bomberos.
La señora Sampson era viuda y poseía la única casa de dos pisos que había en la ciudad; el edificio estaba pintado de amarillo y desde cualquier sitio que se mi rara podía vérselo con tanta claridad como una jirafa navegando sobre un témpano. Además de Idaho y yo mismo, en Rosa había veintidós individuos que estaban intentando reivindicar derechos sobre esa casa amarilla.
Después de que las partituras musicales y los huesos de codorniz fueron barridos del Salón Municipal, se dio comienzo al baile. Veintitrés del tropel se lanzaron a toda carrera a solicitar una pieza a la señora Sampson. Por mi parte, pasé por alto las actividades coreo gráficas y le pedí autorización para acompañarla a su casa. Entonces fue cuando me anoté un punto a mi favor.
Mientras recorríamos el trayecto, me dijo:
—¿No le parece, señor Pratt, que esta noche las estrellas son hermosas y resplandecientes?
—Gracias a la oportunidad que han conseguido, se están esforzando de una manera muy digna de elogio.
Esa grande que ve allí está a una distancia de cien billones de kilómetros. Su luz tarda treinta y seis unos en llegar hasta nosotros. Con un telescopio de dieciocho pies puede observar cuarenta y tres millones de estrellas, incluyendo las de decimotercera magnitud; si una de ellas se extinguiera en este preciso momento usted seguiría viéndola doscientos setenta años.
—¡Caramba! —dijo la señora Sampson—. Nunca tuve noticias de tales cosas. ¡Qué templada está la noche! Advierto que estoy tan transpirada como cual quiera puede estarlo después de haber bailado tanto.
—Eso es fácil de explicar —respondí— cuando uno está enterado de que tiene dos millones de glándulas sudoríparas funcionando al mismo tiempo. Si todos sus conductos respiratorios, cada uno de los cuales mide unos seis milímetros, fueran colocados uno a continuación del otro, cubrirían una distancia de siete kilómetros.
—¡Caramba! —exclamó nuevamente la señora Sampson—. Se diría, señor Pratt, que está describiendo un canal de riego. ¿Cómo adquirió tantos conocimientos e informaciones?
—Gracias a la simple observación —repliqué— Mantengo los ojos bien abiertos cuando recorro el mundo.
—Señor Pratt —aseguró ella—, un hombre instruido siempre despertó mi admiración. Hay tan pocos eruditos entre los individuos necios y de cortos alcances de esta ciudad que resulta un verdadero placer platicar con un caballero culto. Me sentiré encantada si usted me visita cada vez que le sea grato.
Y de ese modo conquisté la benevolencia de la dama que habitaba la casa amarilla. Todos los martes y viernes por la noche iba a visitarla y le hablaba sobre las maravillas del universo tal como han sido descubiertas, tabuladas y recogidas en la naturaleza misma por Herkimer. Idaho y los restantes advenedizos de la ciudad se apropiaban de todos los minutos que podían del resto de la semana.
Nunca se me ocurrió que Idaho estuviera tratando de conquistar a la dama ateniéndose a las pautas de galanteo propuestas por el bueno de Hornero K. M., hasta que una tarde, cuando me encaminaba a ofrecer a la señora Sampson un canastillo de ciruelas silvestres, la encontré mientras ella avanzaba por la senda que conducía a su casa. Sus ojos relampagueaban de cólera y su sombrero se inclinaba peligrosamente sobre un ojo.
—Señor Pratt —prorrumpió—, según creo este tal señor Green es amigo suyo.
—Desde hace nueve años —dije.
—Ponga fin a esa amistad. ¡No es un caballero!
—Bueno, señora —sostuve—, no se olvide de que el señor Green es un simple montañícola ornamentado con todas las escabrosidades y defectos propios de un manirroto y un mentiroso, pero yo nunca, ni siquiera en las oportunidades más trascendentales, tuve el valor de negar que fuese un caballero. Es posible que en lo concerniente a sus camisas y al sentido de la altivez y de los buenos modales Idaho ofenda la mirada, pero he descubierto, señora Sampson, que en su fuero íntimo es impermeable a las manifestaciones más indiscretas del delito y de la obesidad. Después de nueve años pasados en compañía de Idaho, señora Sampson —concluí mi argumento—, me repugnaría acusarlo y me repugnaría comprobar que lo acusan.
—Es sumamente plausible de parte suya, señor Pratt —dijo la señora Sampson—, que se obnubile en defensa de su amigo, pero eso no modifica el hecho de que me ha formulado propuestas tan impertinentes como para vilipendiar el enardecimiento de quien se considera una dama.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—. ¡El bueno de Idaho procedió así! Antes lo hubiese creído de mí mismo. Con excepción de una sola cosa, nunca me enteré de nada que lo convirtiera en culpable de vituperio: la responsable fue una nevisca. En aquella oportunidad, cuando estábamos bloqueados por la nieve en las montañas, Idaho fue presa de una suerte de poesía espuria y procaz que quizá haya corrompido su comportamiento. —Efectivamente —confirmó la señora Sampson—; desde el momento mismo en que lo conocí me ha estado recitando un montón de poemas irreverentes compuestos por una persona a quien él llama Rubia Yat y que no es mejor de lo que debiera, si se tiene en cuenta la clase de poesía que escribe.
—Entonces Idaho ha conseguido un nuevo libro, porque el que tenía era de un individuo que usaba el nom de plume Hornero K. M.
—Hubiera sido preferible que se aferrara a él —dijo la señora Sampson—, sea quien fuere. En la actualidad ha llegado al colmo. Me envió un ramo de flores acompañado por una esquela. Bien, señor Pratt, usted es capaz de reconocer a una dama cuando la ve y además no ignora qué lugar ocupo en la sociedad de Rosa. ¿Cree por un instante que me internaría en los bosaues en compañía de un hombre con un jarro de vino y una hogaza de pan y que andaría brincando y cantando bajo el follaje con él? En las comidas tomo un poco de clarete, es cierto, pero no tengo por costumbre irme con un jarro de clarete a los matorrales y armar un alboroto infernal de esa índole. Y, por supuesto, el señor Green habría llevado consigo su libro de versos. Así lo dice en la esquela. ¡Que se vaya solo a hacer esas escandalosas francachelas! ¡O que invite a su querida Rubia Yat! Tengo la seguridad de que no protestaría, a menos que fuese para quejarse de que hay demasiado pan. Bien, señor Pratt, ¿qué opina de su caballeresco amigo?
—Bueno —respondí—, es posible que esa invitación de Idaho sea algo así como una poesía y que no se propusiese agraviarla. Acaso pertenece a la clase de composiciones que llaman alegóricas. Ofenden a la ley y al orden, pero pueden exhibirse públicamente en los puestos donde se venden periódicos con el argumento de que significan algo que no está explícito. Me sentiría muy feliz, en consideración a Idaho, si usted pasara por alto este asunto —dije—. Y ahora erradiquemos nuestras mentes de las inferiores regiones de la poesía para ascender a los planos más elevados de los hechos y de la imaginación. En una tarde tan hermosa como ésta, señora Sampson, debemos procurar que nuestros pensamientos se desenvuelvan concomitantemente. Aunque aquí el tiempo está templado, nos es preciso recordar que en la línea ecuatorial la zona de hielos perpetuos se halla a una altura de unos cinco mil metros. Entre las altitudes de 40 y 49 grados, ese nivel debe ubicarse entre mil quinientos y tres mil metros, aproximadamente.
—¡Oh, señor Pratt —exclamó la señora Sampson—, es tan gratificante escucharlo exponer esos hermosos hechos después de haber recibido una conmoción tan grande por culpa de la poesía de esa descarada rubia!
—Sentémonos en este tronco a la vera del camino —invité— y olvidemos la inhumanidad y la desvergüenza de los poetas. La belleza debe buscarse en las gloriosas columnas de hechos establecidos y de medidas legalizadas. En este tronco en el cual estamos sentados, señora Sampson, las estadísticas son más maravillosas que cualquier poema. Sus anillos permiten de terminar que tiene sesenta años de edad. A una profundidad de unos setecientos metros se convertiría en carbón en un lapso de tres mil años. La mina de carbón más profunda del mundo se halla en Killingworth, cerca de Newcastle. Un cajón de un metro treinta de longitud, un metro de ancho y ochenta centímetros de profundidad puede contener una tonelada de carbón. Si se corta una arteria, aplique un torniquete más arriba de la herida. La pierna de un hombre tiene treinta huesos. La Torre de Londres se incendió en 1841.
—Prosiga, señor Pratt —reclamó la señora Sampson—. ¡Sus ideas son tan originales y consuelan tanto! Creo que las estadísticas son exactamente tan encantadoras como deben ser.
Pero hasta dos semanas más tarde no obtuve todo lo que Herkimer me tenía reservado.
Una noche me desperté al escuchar que la gente gritaba “¡Fuego!” desaforadamente. Salté de la cama, me vestí y salí del hotel para disfrutar del espectáculo. Cuando vi que se trataba de la casa de la señora Sampson proferí una especie de aullido y llegué allí en dos minutos.
La planta baja íntegra era presa de las llamas y toda la población masculina, femenina y canina de Rosa es taba en el lugar chillando, ladrando y poniéndose en el camino de los bomberos. Lo vi a Idaho tratando de desprenderse de seis bomberos que lo sujetaban. Le decían que toda la planta baja estaba ardiendo y que nadie podía entrar y luego salir con vida.
—¿Dónde está la señora Sampson? —pregunté.
—No se la ha visto —replicó uno de los bomberos—. Duerme arriba. Tratamos de entrar pero no podemos y nuestra dotación todavía carece de escaleras.
Me acerqué rápidamente a la luz que emanaba del inmenso fuego y extraje el Manual de un bolsillo interior. Emití algo parecido a una risa cuando mis manos entraron en contacto con el volumen; admito que es taba un tanto fuera de mí a causa de la excitación.
—¡Rápido, querido y viejo amigo! —le dije al Manual mientras daba vuelta febrilmente sus páginas—, hasta ahora jamás me has mentido y nunca me dejaste abandonado en un atolladero. ¡Dime qué tengo que hacer, viejo amigo! ¡Dímelo!
Llegué a la sección “Qué hacer en caso de accidentes” en la página 117. Recorrí las líneas con el dedo y encontré lo que necesitaba. ¡El bueno y viejo Herkimer jamás pasaba nada por alto! Estas eran las instrucciones:
Sofocación provocada por inhalar humo o gas. No hay nada mejor que la linaza. Coloque unas pocas semillas en el ángulo externo del ojo.
Guardé el Manual en el bolsillo y atrapé a un muchachito que pasaba corriendo.
—Toma —le dije al tiempo que le entregaba dinero—, ve a toda carrera a la botica y tráeme un dólar de linaza. Apresúrate y cuando estés de regreso habrá otro dólar para ti. ¡La señora Sampson —proclamé a continuación ante la multitud allí congregada— muy pronto estará con nosotros!
Acto seguido me desembaracé de mi saco y de mi sombrero.
Cuatro individuos, entre bomberos y simples ciudadanos, me sujetaron. Sostenían que penetrar en la casa significaba una muerte segura porque los pisos estaban empezando a desmoronarse.
—¿Cómo diablos suponen que puedo colocar linaza en un ojo sin tener ese ojo a mi disposición? —grité, riendo un poco, aunque sin sentirme demasiado seguro.
Clavé cada uno de mis codos en la cara de un bombero, propiné un puntapié en la canilla a uno de los ciudadanos y derribé a otro con un revés. De inmediato me introduje precipitadamente en el edificio. Si me muero primero, le escribiré una carta y le diré si allá abajo se está mucho peor que dentro de esa casa amarilla; pero todavía no lo crea. Yo estaba mucho más cocido que el pollo hervido que se consigue en los restaurantes cuando uno pide que se lo sirvan lo más rápido posible. El fuego y el humo me derribaron dos veces y ya estaba a punto de cubrir de vergüenza a Herkimer cuando los bomberos acudieron en mi ayuda con su chorrito de agua y así conseguí llegar a la habitación de la señora Sampson. Se había desmayado por efectos del humo; la envolví en las ropas de cama y me la coloqué sobre el hombro. Bien, los pisos no estaban en tal mal estado como se decía porque en caso contrario jamás podría haber hecho lo que hice. La transporté hasta una distancia de unos cincuenta metros de la casa y la deposité sobre el pasto. Entonces, por supuesto, todos y cada uno de los otros veintidós que suspiraban por la mano de la dama se apiñaron alrededor munidos de recipientes de hojalata llenos de agua, dispuestos a revivirla. En ese momento llegó a la carrera el muchachito con la linaza.
Quité las mantas que cubrían la cabeza de la señora Sampson. Abrió los ojos y dijo: —¿Es usted, señor Pratt?
—Ssssss —fue mi respuesta—. No hable hasta que le haya aplicado la medicina.
Le rodee el cuello con un brazo y le levanté la cabeza suavemente mientras con la mano que me que daba libre rompía el paquete de linaza. Entonces, me incliné sobre ella y, con tanta destreza como me fue posible, le introduje tres o cuatro semillas de lino en el ángulo externo del ojo.
Para ese entonces llegó al galope el médico del pueblo, dio un resoplido, tomó el pulso a la señora Sampson y quiso saber qué cosa malditamente disparatada estaba haciendo yo.
—Bueno, esto es jalapa y semillas de roble de Jerusalén —le informé—. No poseo título habilitante, pero de todos modos pongo a su disposición la autoridad en la cual me fundamento.
Me alcanzaron el saco y extraje el Manual.
—Mire en la página 117 —aclaré— donde se in forma cuál es el remedio para la sofocación provocada por humo o por gas. Linaza en el ángulo externo del ojo, explica. Ignoro si actúa de modo tal que elimina el humo o si hace entrar en acción el complejo nervioso hipopótamo gástrico, pero Herkimer lo aconseja, y a mí me llamaron primero para atender este caso. Si usted desea que hagamos una consulta, no tengo ninguna objeción.
El viejo médico tomó el libro y lo miró con ayuda de sus anteojos y de la linterna de un bombero.
—Bien, señor Pratt —afirmó—, evidentemente usted se equivocó de párrafo el hacer su diagnóstico. La receta para la sofocación es ésta: “Sacar al paciente al aire libre lo más pronto posible y colocarlo en una posición reclinada”. La linaza es el remedio aconsejado para “Polvo y cenizas en el ojo” y está en el párrafo de arriba. Pero, después de todo…
—Escuchen —interrumpió la señora Sampson—, creo que tengo algo que decir en esta consulta. Esa linaza me mejoró mucho más que cualquier otra medicina que haya usado jamás.
Levantó la cabeza, volvió a apoyarla en mi brazo y dijo:
—Ponme un poco en el otro ojo, querido Sandy.
Por lo tanto, si mañana o cualquier otro día usted hace un alto en Rosa, verá una casa amarilla nueva y hermosa y a la señora Pratt —anteriormente conocida como señora Sampson— embelleciéndola y ornamentándola. Y si usted penetra en esta morada, advertirá sobre la mesa recubierta de mármol que se halla en el centro de la sala el Manual de Herkimer sobre Información Indispensable, recién encuadernado en tafilete rojo y listo para ser consultado sobre cualquier asunto concerniente a la felicidad y a la sabiduría humanas.


O. Henry
O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O. Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes. Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia, Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.


17 de enero de 2018

La senda del solitario, O. Henry


La senda del solitario, O. Henry


Moreno como un grano de café, robusto, provisto de espuelas y pistolas, cauteloso, indomable, vi a mi viejo amigo, Buck Caperton, ayudante del sheriff, caer con un tintineo de espuelas en una silla de la antesala de su superior.
Ya que a esa hora los tribunales estaban casi desiertos, y recordando que a veces Buck solía relatarme historias jamás impresas, le seguí y, conociendo sus debilidades, no me costó impulsarle a hablar. Porque para el paladar de Buck los cigarrillos liados con hojas de maíz eran dulces como la miel; y si bien era capaz de apretar el gatillo de una 45 con velocidad y puntería, nunca había aprendido a liar cigarrillos.
No fue culpa mía (pues yo liaba cigarrillos compactos y bien formados) sino de un antojo suyo, el que, en lugar de alguna odisea del chaparral, me viera yo escuchando… ¡una disertación sobre el matrimonio! ¡Cosas de Buck Caperton! Pues yo sigo sosteniendo que los pitillos eran impecables y, por lo tanto, solicito mi absolución.
—Acabamos de traer a Jim y Bud Granberry —dijo Buck—. Un asunto de robo de trenes. Fue en el paso de Aransas, el mes pasado. Los apresamos en el llano de Veinte Millas, al sur del Nueces.
—¿Os costó mucho acorralarlos? —pregunté; aquélla era la clase de alimento que reclamaba mi apetito épico.
—Un poco —dijo Buck; y luego, en el curso de una breve pausa, el pensamiento se le perdió por otros caminos—. Es extraño lo que sucede con las mujeres —continuó—, y el lugar que ocupan en la naturaleza. Si me pidieran que las clasificara, diría que son una especie de hierbas astrágalos de humanos. ¿Alguna vez has visto un potrillo que haya estado masticando esa planta? Lo llevas a un arroyo de medio metro de ancho, empieza a resoplar y hasta es capaz de tirarte de la silla. Retrocede como si estuviera delante del Mississippi. Y al rato baja por la ladera de un cañón de setenta metros como si entrara en un prado. Pues lo mismo les sucede a los casados.
»Es que estaba acordándome de Perry Rountree, que era compañero mío antes de cometer pecado de matrimonio. En aquellos tiempos Perry y yo detestábamos que nos molestaran. Vagábamos mucho, despertando toda clase de ecos y haciendo que cada cual se ocupara de sus asuntos. Cuando llegábamos a la ciudad en busca de diversión, se declaraba día de fiesta para todos los inscritos en el censo. Las fuerzas del sheriff se dedicaban por completo a dominarnos, y el resto de la gente tenía jornada libre. Pero entonces apareció esa Mariana la irresistible, y le hizo una caída de ojos, y en menos de lo que canta un gallo ya estaban preparando el ajuar y los arreos.
»Ni siquiera me invitaron a la boda. Apuesto a que la novia hizo un balance de mi pedigree y la alta estima en que se tenían mis costumbres, y decidió que Perry se movería mejor bajo los arneses sin tener al lado un potro como Buck Caperton, más bien reacio a los deberes matrimoniales. De modo que pasaron seis meses hasta que volví a ver a Perry.
»Un día, paseando por los suburbios de la ciudad, divisé algo parecido a un hombre que rociaba un rosal con una regadera en el jardincito de una casa minúscula. Seguro de haber visto antes a un penco similar, me paré frente a la cancilla, a ver si le descubría la marca en el flanco. No era Perry Rountree, sino una especie de gelatina de pescado en que le había convertido el matrimonio.
»Lo que Mariana había perpetrado recibe un nombre: homicidio. Claro que tenía buen aspecto, pero llevaba cuello blanco y zapatos, y se podía apostar a que hablaría con toda educación y pagaría los impuestos, y para beber, separaría el meñique, como hacen los borregos y los tipos de ciudad. ¡Rayos! ¡Lo que sentí al ver a Perry corrompido y transformado en un badulaque cualquiera!
»Se acercó a la portilla y me estrechó la mano; entonces yo, empleando todo mi sarcasmo y una voz de loro con catarro le dije:
»—Excúseme, mister Rountree… Así se llama usted, ¿verdad? Si no me equivoco, creo que en una época tuve el honor de ser su compañero.
»—¡Oh, Buck, vete al diablo! —dijo Perry con cortesía, confirmando mis temores.
»—Pues entonces escúchame —le dije—, mascota decadente, infecto jardinero de tres al cuarto, ¿qué estás buscando? Mírate un poco al espejo; lo único que puedes pretender, con esa pinta de tipo decente e inofensivo, es formar parte de un jurado o ponerte a reparar la puerta de tu casa. ¡Y pensar que hasta no hace mucho eras un hombre…! No sabes el asco que me dan estas cosas. ¿Por qué no te metes en la casa a contar los tapetitos o poner el reloj en hora, en vez de quedarte al aire libre? Ten cuidado, puede atacarte un conejo.
»—Oye, Buck —dijo Perry bonachonamente y algo apenado—, me parece que no comprendes. Cuando un hombre se casa debe cambiar. No siente del mismo modo que un bruto como tú. Malgastar el tiempo molestando a la gente pacífica de los pueblos, jugando a las cartas y bebiendo es un verdadero pecado.
»—Hubo un tiempo —dije yo, y espero haber suspirado— en que cierto corderito domesticado cuyo nombre conozco demostraba amplios conocimientos en el campo de las depravaciones perniciosas. Alguna vez fuiste una verdadera plaga, Perry, y jamás habría esperado verte reducido a un frívolo fragmento humano. Pero mira, te has puesto corbata y hablas la jerga vacía e insulsa de los tenderos y las mujeres. Bien podrías llevar sombrilla y portaligas, y llegar temprano a casa todas las noches.
»—Mi mujercita —dijo Perry— me ha hecho mejorar muchísimo. Eso es lo que creo. Pero tú no podrías entenderlo, Buck. Desde que me casé no he ido de juerga una sola noche.
»Seguimos hablando un rato, y te juro por mi salud que de repente el tipo me interrumpió y empezó a hablar de las seis tomateras que cultivaba en el jardín. ¡Y lo increíble es que me refregó en la nariz su degradación hortelana mientras yo le recordaba cómo nos habíamos divertido desplumando a aquel tahúr en la taberna de California Pete! Sin embargo, poco a poco, fue recuperando el sentido común.
»—He de admitir que a veces resulta un poco monótono, Buck —dijo—. No es que no sea completamente feliz con mi mujercita, pero todo hombre necesita echar una cana al aire de vez en cuando. Así que mira: esta tarde Mariana irá a visitar a una amiga y no regresará hasta las siete. Esa es la hora límite para los dos: las siete. Ninguno se retrasa un solo minuto, a menos que estemos juntos. Y la verdad es que me alegra verte, Buck —siguió—, porque no me faltan ganas de correrme una juerguecita contigo en recuerdo de los viejos tiempos. ¿Qué te parece si esta tarde salimos a divertirnos juntos? A mí me encantaría.
»De la palmada que le propiné, el cautivo fue a parar al centro del jardín.
»—Corre a buscar tu sombrero, cocodrilo reseco —le grité—. Todavía no estás muerto. Por más que te hayan puesto el yugo, aún te queda algo de humano. Haremos trizas la ciudad, a ver cómo responde. Investigaremos la ciencia del descorchamiento hasta sus últimos rincones. Apenas vuelvas a recorrer la senda del vicio con el viejo tío Buck —le dije—, te saldrán cuernos nuevos, so vaca arrugada. —Y le di un puñetazo en las costillas.
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa —replicó Perry.
»—Sí, claro —dije yo, y me guiñé el ojo, porque conocía bien cómo cumplía Perry los horarios una vez se encariñaba de una barra.
»Fuimos a la Mula Gris, esa vieja taberna de adobe que está junto al depósito de la estación.
»—Di qué quieres —le propuse no bien apoyamos las pezuñas en el mostrador.
»—Zarzaparrilla —dijo Perry.
»Tan sorprendido me dejó, que hubieran podido derribarme con una cáscara de limón.
»—A mí puedes insultarme todo lo que quieras —dije—, pero haz el favor de pensar en el tabernero. Quizá sufra del corazón. Pon dos vasos altos —ordené— y esa botella que está a la izquierda de la nevera.
»—Zarzaparrilla —insistió Perry, y en ese instante se le iluminaron los ojos y me percaté de que estaba ansioso por exponerme una idea genial—. Buck —dijo sumamente interesado—. ¡Ya sé lo que vamos a hacer! Quiero que este día me quede grabado con letras rojas en la memoria. Últimamente he estado demasiado metido en casa y necesito distraerme. Lo pasaremos como nunca. Iremos a la trastienda y jugaremos a las damas hasta las seis y media.
»Me incliné sobre el mostrador y le dije a Orejas Mike, que estaba alerta:
»—Prométeme que no le contarás esto a nadie. Tú conoces bien a Perry. Pero sucede que ha estado enfermo y el médico ha aconsejado que le levantáramos el ánimo.
»—Danos el tablero y las fichas, Mike —dijo Perry—. Estoy loco por divertirme.
»Pasamos a la trastienda. Antes de cerrar la puerta, le dije a Mike:
»—No se te ocurra mencionarle a nadie que has visto a Buck Caperton en relaciones fraternales con la zarzaparrilla y el tablero. Como me entere de que lo has contado, te haré una muesca en la otra oreja.
»Cerré la puerta y jugamos a las damas. Estar allí, sentado ante aquella humillada rareza hogareña que estallaba en gritos de alborozo cada vez que comía una ficha y chorreaba placer cuando coronaba una dama, habría bastado para enfermar de tristeza a un perro pastor. El, que sólo quedaba satisfecho cuando ganaba seis partidas de bingo o dejaba a los banqueros de faro en estado de postración nerviosa, no podía ser el mismo que movía ahora las fichas como Mariquita en una fiesta escolar. Aquello era insoportable.
»Y sin embargo seguí jugando con las negras, sudando de miedo a que entrara algún conocido y me sorprendiese. Me puse a pensar en ese lío del matrimonio, en lo mucho que se parece al juego que inventó la señora Dalila. Aquella mujer le cortó el pelo a su pobre marido, y ya sabemos cómo se ve la cabeza de un hombre después de que la esposa se ensañe con ella. Entonces vinieron los fariseos y el muchacho se sintió tan avergonzado que echó la casa abajo. “Basta que un hombre se case —pensé— para que pierda la garra, el orgullo y las ganas de hacer locuras. No beben, no asustan a nadie, ni siquiera se pelean. ¿Para qué se casan entonces?”, me pregunté.
»Perry, con todo, parecía estar disfrutando enormemente.
»—Buck, querido bestia —me dijo—, ¿no es la tarde más fantástica de nuestra vida? No recuerdo haberme divertido tanto en muchos años. Sabes, desde que me casé he estado demasiado apegado a mi hogar; hacía mucho que no me iba de parranda.
»¡Parranda! ¡Llamaba parranda a jugar a las damas en la trastienda de la Mula Gris! Supongo que le parecía ligeramente más inmoral y disoluto que pasearse entre tomateras con un hisopo en la mano.
»A cada momento consultaba su reloj y repetía:
»—Ya sabes que a las siete tengo que estar en casa, Buck. »—Está bien —le respondía yo—. Ahora cállate y mueve.
Me estoy muriendo de excitación. Si no me freno e intento sosegarme un poco, la tensión acabará con mis nervios.
»Serían las seis y media cuando se empezaron a oír ruidos en la calle. Hubo un griterío, disparos de revólver y un estrépito de caballos que iban y venían.
»—¿Qué será eso? —pregunté.
»—Alguna tontería en la calle —dijo Perry—. Te toca a ti. Tenemos el tiempo justo para terminar esta partida.
»—Echaré una ojeada por la ventana —dije—. No esperarás que un simple mortal pueda soportar al mismo tiempo que le coman una dama y escuchar un tumulto callejero.
»La Mula Gris era una de esas viejas construcciones españolas de adobe, y la trastienda sólo tenía dos ventanas de medio metro de ancho protegidas por rejas. Asomándome a una de ellas comprendí la causa del alboroto.
»Diez hombres de la banda de Trimble, la peor pandilla de forajidos y cuatreros de todo Texas, venían por la calle disparando a diestro y siniestro. Avanzaban directamente hacia la Mula Gris. Después los perdí de vista, pero los oímos bajarse de los caballos frente a la puerta y llenar el salón de plomo. Hicieron añicos el espejo y destrozaron varias botellas. Nos imaginábamos a Orejas Mike atravesando la plaza como un coyote despavorido, mientras alrededor las balas levantaban el polvo. Por fin la banda campó por sus respetos en la taberna, bebiendo lo que quería y rompiendo lo que no le gustaba.
»Tanto Perry como yo los conocíamos, y ellos a nosotros. Un año antes de que Perry se casara, habíamos estado los dos en la misma cuadrilla de batidores y, después de perseguir a la banda hasta San Miguel, nos habíamos traído de vuelta a Ben Trimble y a dos más para que los juzgaran por asesinato.
»—No podemos salir —dije—. Tendremos que quedarnos hasta que se vayan.
»Perry miró su reloj.
»—Las siete menos veinticinco —dijo—. Podemos acabar la partida. Te tengo acorralado. Y te toca a ti, Buck. Ya sabes que he de estar en casa a las siete.
»Nos sentamos y seguimos jugando. La banda de Trimble no lo estaba pasando nada mal. Se estaban poniendo las botas. Bebían más y más, y mientras iban bebiendo, usaban vasos y botellas como blanco. Por dos o tres veces intentaron abrir nuestra puerta. Después se oyeron más tiros en la calle y yo miré por la ventana. Ham Gosset, el sheriff, había apostado a su gente al otro lado de la calle y trataba de abatir a alguno de los Trimble a través de las ventanas.
»Aquella partida la perdí. Debo decir en mi descargo que Perry me comió tres damas que yo habría salvado de ser otras las circunstancias. Pero cada vez que me comía una ficha, el bragazas aquel cacareaba como una gallina idiota que picotea granos de maíz.
»Cuando acabó la partida, Perry se puso en pie y consultó su reloj.
»—Lo he pasado en grande, Buck —dijo—. Pero ahora he de marcharme. Son las siete menos cuarto, y ya sabes que a las siete tengo que estar en casa.
»Pensé que me tomaba el pelo.
»—No pasará menos de una hora antes de que esos tipos decidan largarse o la borrachera los tumbe —dije yo—. Supongo que no estarás tan cansado del matrimonio como para suicidarte de repente, ¿verdad? —dije, y solté una carcajada.
»—Una vez llegué a casa con media hora de retraso —dijo Perry—. Mariana estaba esperándome en la calle. Si la hubieses visto, Buck… Pero dudo que lo comprendas. Ella sabe muy bien qué clase de golfo he sido, y teme que me suceda algo. Nunca más volveré tarde a casa. Ahora voy a despedirme, Buck.
»Le cerré el paso hacia la puerta.
»—Mira, casadito —dije—, ya me doy cuenta de que en cuanto el cura te enredó, empezaste a volverte imbécil; pero ¿será posible que al menos una vez pienses como un ser humano? Ahí fuera hay diez bandidos embrutecidos por el whisky y los deseos de matar. Si sales de aquí, durarás menos que una botella de vino. De modo que emplea la inteligencia, o al menos el instinto del jabalí. Siéntate y espera hasta que podamos escapar sin que nos saquen de aquí en ataúd.
»—Tengo que estar en casa a las siete, Buck —repitió aquel cerebro de gallina como si fuese un loro subnormal—. Mariana estará esperándome. —Y, alargando el brazo, le arrancó una pata a la mesa que sostenía el tablero—. Pasaré entre la banda de Trimble como una liebre por un corral alborotado. Ya me he curado de la fiebre de los jaleos, pero tengo que estar en mi casa a las siete. Cierra la puerta cuando haya salido, Buck, y no olvides que te he ganado tres de las cinco partidas. Jugaría un rato más, pero Mariana…
»—Cierra el pico, correcaminos chiflado —le interrumpí—. ¿Cuándo has visto que el tío Buck cierre la puerta a los problemas? No estaré casado —le dije—, pero soy más tonto que un condenado mormón. Cuatro menos una es igual a tres —dije, y arranqué otra pata de la mesa—. Llegaremos a casa a las siete, aunque sólo sea a la casa celestial. ¿Me dejarás acompañarte a casa, zarzaparrillero, jugador de damas sediento de muerte y destrucción?
»Abrimos la puerta muy despacio y enseguida nos abalanzamos hacia la salida. Parte de la banda estaba alineada en el mostrador; otros servían las bebidas y el resto espiaba por la puerta y las ventanas, tiroteándose con los hombres del sheriff. Estaba todo tan lleno de humo que no nos advirtieron hasta que estuvimos a mitad de camino. Pero entonces, desde algún sitio, Berry Trimble aulló:
»—¿Cómo se ha metido aquí Buck Caperton? —Y una bala me rozó la piel del cogote. Aquello no debió de gustarle, porque Berry es el mejor tirador que hay al sur de las vías del Southern Pacific. Tal vez fuese el humo, que no favorecía precisamente la puntería.
»Perry y yo descrismamos a un par de bandidos con nuestros garrotes, que fallaban menos que las balas, y, mientras corríamos hacia la puerta, le arrebaté el Winchester a un sujeto que montaba guardia. Entonces me volví y arreglé cuentas con mister Berry.
»Perry y yo salimos a la calle y doblamos la esquina. No había esperado librarme de aquélla, pero tampoco habría podido dejarme intimidar por un tipo casado. En opinión de Perry, el gran suceso de la jornada habían sido las partidas de damas; pero, a poco buen juez que sea yo en materia de pasatiempos refinados, creo que aquella estampida a través del salón de la Mula Gris, a golpe de patas de mesa, merecía figurar en cabeza de cualquier antología.
»—Date prisa —dijo Perry—. Faltan dos minutos para las siete, y tengo que estar en casa…
»—Vamos, cállate —contesté—. Yo debo presentarme como testigo de cargo en una investigación judicial que empieza a las siete, y no culparé a nadie por el retraso.
»No me quedó más remedio que pasar por la casita de Perry. Su Mariana estaba en la puerta. Llegamos a las siete y cinco. Ella llevaba un delantal azul y se había peinado el cabello muy tirante y hacia atrás, como lo hacen las niñas cuando quieren parecer personas mayores.
»No nos vio hasta que nos acercamos, porque estaba mirando hacia el otro lado. Pero de pronto se dio la vuelta, divisó a Perry, y una expresión extraña, como de alivio, si es posible describirla así, le fue ganando la cara. La oí lanzar un largo suspiro, como lo hubiese hecho una vaca a la que le devolvieran su ternero, y luego dijo:
»—Llegas tarde, Perry.
»—Cinco minutos —respondió él, todo jovialidad—. Es que el viejo Buck y yo hemos estado jugando a las damas.
»Perry me presentó a Mariana y me invitaron a entrar. Pero no acepté. No, señor. Por ese día ya había tenido bastante vida familiar. Dije que debía marcharme y aseguré que había pasado una tarde muy agradable con mi buen amigo.
»—Especialmente —añadí para tomarle el pelo un poco a Perry— cuando, en plena partida, se desprendieron de pronto las patas de la mesa. —Pero no continué porque había prometido que no hablaría de lo sucedido delante de Mariana.
»No he dejado de pensar en este asunto desde que ocurrió —prosiguió Buck—. Hay algo que me da vueltas en la cabeza y no acabo de comprender.
—¿Y qué es? —pregunté yo, mientras terminaba de liar el último cigarrillo y se lo pasaba a él.
—Bien, te lo diré. Cuando vi la mirada que esa mujercita dirigía a Perry al volverse y comprobar que regresaba a casa sano y salvo, por un instante me pareció que aquella mirada valía más que todas nuestras sandeces, zarzaparrilla y damas incluidas; y que si en aquella historia había un tonto, no era el que respondía al nombre de Perry Rountree.

O. Henry

16 de enero de 2018

Best seller, O. Henry

 Best seller, O. Henry

1

Un día del verano pasado salí de viaje hacia Pittsburg; era en realidad un viaje de negocios.
Mi coche de línea iba provechosamente lleno de la clase de gente que se suele ver en los trenes. La mayoría eran señoras que llevaban vestidos de seda marrón con canesú cuadrado y remate de puntillas, tocadas con velos moteados, y que se negaban a dejar la ventana abierta. Luego había el acostumbrado número de hombres que habrían podido pertenecer a cualquier negocio y dirigirse a cualquier parte. Algunos estudiosos de la naturaleza humana pueden observar al viajero de un tren y decir de dónde es, su ocupación y su posición en la vida, tanto social como ideológicamente, pero yo nunca fui capaz de adivinar tal cosa. La única forma en que puedo juzgar acertadamente a un compañero de viaje es cuando el tren se ve detenido por atracadores, o cuando alarga la mano al mismo tiempo que yo para coger la última toalla del compartimiento de coche-cama.
Apareció el revisor y se puso a limpiar el hollín del alféizar de la ventanilla dejándolo caer sobre la pernera izquierda de mis pantalones. Me lo sacudí como pidiendo disculpas. La temperatura era de treinta grados. Una de las señoras con velo exigió que se cerrasen dos ventiladores más, y empezó a hablar en voz alta de la compañía Interlaken. Yo me eché hacia atrás ociosamente en mi asiento número siete, y me dediqué a mirar con la más tibia de las curiosidades la cabecita pequeña, negra y con calva que apenas asomaba por el respaldo del asiento número nueve.
De repente, el número nueve arrojó un libro al suelo por la rendija entre su asiento y la ventana, y cuando lo miré, vi que se trataba de Trevelyan y la dama de la rosa, uno de los best-sellers del momento. Y entonces, el crítico o el Filisteo, fuera lo que fuese, giró su asiento hacia la ventana y lo pude reconocer inmediatamente como John A. Pescud, de Pittsburg, viajante de comercio para una compañía de vidrio cilindrado y antiguo conocido mío al que no veía desde hacía dos años.
Al cabo de dos minutos nos encontrábamos frente a frente, nos habíamos estrechado la mano, y habíamos acabado con tópicos tales como la lluvia, la prosperidad, la salud, el lugar de residencia y el destino laboral. A continuación podría haber venido la política, pero no fui tan malhadado.
Me gustaría que conociesen ustedes a John A. Pescud. Está hecho de la pasta de la que raramente están hechos los héroes. Es un hombre pequeño con una amplia sonrisa, y un ojo que parece estar fijo en ese granito rojo que a veces tiene uno en la nariz. Nunca le vi llevar más que un solo tipo de corbata, y es un hombre que permanece fiel a los gemelos y los botines. Es tan resistente y auténtico como cualquiera de los productos fabricados por la Cambria Steel Works, y tiene la certidumbre de que tan pronto como Pittsburg haga obligatorio el consumo de humo, san Pedro bajará a la Tierra para sentarse al pie de la calle Smithfiel y dejará a alguna otra persona encargada de cuidar la puerta de la sucursal del cielo. Cree que «nuestro» vidrio cilindrado es la mercancía más importante del mundo, y que cuando un hombre se encuentra en su ciudad natal debe comportarse con decencia y acatar las leyes.
Durante mi relación con él en la ciudad de la Noche Diurna nunca llegué a enterarme de sus puntos de vista acerca de la vida, el amor, la literatura y la ética. En nuestros encuentros nos dedicábamos a repasar ociosamente los tópicos locales y luego nos despedíamos, no sin antes haber compartido un Château Margaux, un estofado irlandés, flan, pudín casero y café (con la leche aparte, por supuesto). Y ahora estaba a punto de conocer mejor algunas de sus ideas. En lo que a los hechos se refiere, me dijo que había prosperado su negocio desde las convenciones del partido, y que pensaba apearse en Coketown.

2

-Dime -dijo Pescud, moviendo el libro rechazado con la punta del zapato derecho-, ¿has leído alguna vez uno de esos best-sellers? Me refiero a aquellos en que el héroe es un elegante norteamericano, a veces incluso de Chicago, que se enamora de una princesa europea que se encuentra viajando bajo seudónimo, y a la que acaba siguiendo hasta el reino o principado de su padre. Supongo que habrás leído alguno. Son todos iguales. A veces el amanerado aventurero es corresponsal de un periódico de Washington y otras veces es un Van algo de Nueva York, o también puede ser un comerciante de trigo de Chicago con una fortuna de cincuenta millones. Pero siempre está dispuesto a romper las filas del rey de cualquier país extranjero que se dedica a enviar aquí a sus reinas y princesas para que prueben las nuevas sillas de felpa en el Big Four o el B. and O. No parece haber en el libro ninguna otra razón que justifique su estancia en este país.
»Pues bien, como te iba diciendo, este individuo persigue hasta su casa a la real damisela, y se entera de quién es. Se la encuentra una noche en el corso o la strasse y nos obsequia con diez páginas de conversación. Ella le recuerda su diferencia de clase social, y ello le da pie para meter con calzador tres sólidos y encendidos argumentos sobre los no coronados soberanos de América. Si se cogiesen sus comentarios y se les diese una escritura musical, quitándoles la música a continuación, sonarían exactamente igual que una canción de George Cohan.
»Bueno-prosiguió Pescud-, ya sabrás cómo sigue la cosa si has leído alguno de ellos. Se dedica a golpear a la guardia suiza del rey, derribando a sus hombres sin esfuerzo alguno, cada vez que se cruzan en su camino. Es también un gran espadachín. He oído hablar de hombres de Chicago que eran traficantes de renombre en el mercado negro, pero no tengo noticias de que jamás haya surgido allí ningún espadachín. Así que nuestro héroe se planta en el primer rellano de la escalinata real del castillo de Schutzenfestenstein con un reluciente estoque en la mano, y hace una parrillada de Baltimore con seis pelotones de traidores que llegan para asesinar al susodicho rey. Luego tiene que batirse en duelo con un par de cancilleres y frustrar una conspiración organizada por cuatro duques austriacos que pretenden embargar el reino por una estación de gasóleo.
»Pero la escena cumbre llega cuando su rival por la mano de la princesa, el conde Feodor, le ataca entre las verjas y la capilla en ruinas, armado con una ametralladora, un alfanje y una pareja de sabuesos siberianos. Esta escena es la que lleva al best-seller a su vigésimo novena edición antes de que el editor haya tenido tiempo de extender un cheque como adelanto por los derechos.
»El héroe norteamericano se despoja de su chaqueta y la arroja sobre las cabezas de los sabuesos, le da un papirotazo a la ametralladora con la mano enguantada, le dice «¡Yah!» al alfanje, y aterriza con el más puro estilo Kid McCoy sobre el ojo izquierdo del conde. Como es lógico, una limpia escena de boxeo se sucede a continuación sin hacerse esperar. El conde, con el fin de hacer posible la buena marcha de los hechos, se revela también como un experto en el arte de la defensa personal, y allí tenemos ya la pelea Corbett-Sullivan convertida en literatura. El libro termina con una escena a lo John Cecil Clay del comerciante y la princesa refugiados bajo los tilos del paseo de Gorgonzola. Con esto la historia de amor se resuelve más que bien. Pero me he dado cuenta de que el libro esquiva siempre el desenlace final. Hasta un best-seller tiene la sensatez suficiente como para avergonzarse tanto de dejar a un negociante de trigo de Chicago instalado en el trono de Lobsterpotsdam, como de traerse a una princesa de verdad a comer pescado y ensalada de papas en un chalet italiano de la avenida Michigan. ¿Qué opinas tú?»
-Bueno -contesté-. No lo sé muy bien, John. Hay un dicho que reza: «El amor no conoce rangos.» ¿Lo habías oído?
-Sí -dijo Pescud-, pero esta clase de historias de amor lo que son es un rango infame. Sé algo de literatura, aunque esté en el negocio del vidrio cilindrado. Este tipo de libros son una farsa, y, sin embargo, nunca me monto en un tren sin empaparme de alguno de ellos. No puede salir nada bueno de una alianza internacional entre la aristocracia del Viejo Continente y un recio norteamericano de los nuestros. Cuando la gente se casa en la vida real, suele escoger casi siempre a alguien de su misma clase. Un hombre elige por lo general a una muchacha que ha ido al mismo colegio que él y pertenecido al mismo club de canto. Cuando los jóvenes millonarios se enamoran, siempre seleccionan a la corista a quien le gusta la misma salsa que a él en la langosta. Los corresponsales de los periódicos de Washington se casan siempre con viudas diez años mayores que ellos y que regentan una pensión. No, señor, no puedo dar crédito a una novela en la que uno de los brillantes jóvenes de C. D. Gibson se marcha al extranjero y pone los reinos patas arriba sólo porque es un Taft norteamericano y ha seguido un cursillo de gimnasia. ¡Y además hay que ver cómo hablan! ¡Escucha!              
Pescud recogió el best-seller y buscó una página.
-Escucha esto -dijo-. Trevelyan está charlando con la princesa Alwyna al fondo del jardín de tulipanes. Esto es lo que dice:
»“No habléis así, vos, la más preciada y dulce de las flores de la tierra. ¿Acaso puedo aspirar a alcanzaros? Sois una estrella sobrevolándome desde las alturas de un cielo majestuoso, y yo… yo soy tan sólo yo mismo. Y, sin embargo, soy un hombre, y tengo un corazón que ofrecer y arriesgar. No tengo otro título que el de un soberano sin corona, pero tengo un brazo y una espada que podrían liberar a Schutzenfestenstein de conspiraciones y traidores.”
»Piensa en un hombre de Chicago -prosiguió mi amigo- blandiendo una espada y hablando de liberar algo que sonase tan a hueco como eso. ¡Sería mucho más plausible que luchara por aplicarles un impuesto de importación!
-Creo que entiendo lo que quieres decir, John -aseveré-. Quieres que los escritores de ficción construyan escenas consistentes y sean consecuentes con sus personajes. No deberían mezclar a pachás turcos con granjeros de Vermont, ni a duques ingleses con pescadores de almejas de Long Island, ni a condesas italianas con vaqueros de Montana, ni a cerveceros de Cincinnati con rajás de la India.
-Ni a simples hombres de negocios con una aristocracia que está muy por encima de ellos -añadió Pescud-. No tiene sentido. La gente está dividida en clases, queramos o no admitirlo, y todo el mundo siente el impulso de quedarse en su propia clase. Y así lo hacen, además. No entiendo cómo la gente va a trabajar y compra cientos de miles de libros como ése. Nunca se ven ni se oyen bufonadas y cabriolas semejantes en la vida real.

3

-Bueno, John -le dije-, yo hace muchísimo tiempo que no leo un best-seller. Puede que opinase igual que tú. Pero cuéntame algo de ti. ¿Te van bien las cosas en la compañía?
-De primera -contestó Pescud, con el rostro súbitamente iluminado-. Me han subido dos veces el sueldo desde la última vez que te vi, y además me dan una comisión. Me he comprado una pequeña finca preciosa en las afueras del East End, y he construido allí una casa. El año que viene la empresa me va a vender unas cuantas acciones. ¡Así que mi prosperidad es segura, salga quien salga elegido!
-¿Y has encontrado ya a tu media naranja, John? -le pregunté.
-Ah, ¿pero no te lo he contado? -dijo Pescud con una sonrisa de oreja a oreja.
-¡Vaya, vaya! -exclamé-. Así que has podido robarle tiempo al vidrio cilindrado para tener un idilio.
-No, no -protestó John-. No es un idilio, ¡nada de eso! Pero bueno, te lo voy a contar desde el principio:
»Iba yo en tren hacia el sur, con destino a Cincinnati, hará unos dieciocho meses, cuando divisé al otro lado del pasillo a la muchacha más preciosa que habían visto mis ojos. No era una belleza espectacular, ¿sabes?, sino de esa clase de mujeres que uno querría tener para siempre. Bueno, conmigo no ha ido nunca eso de las conquistas y los flirteos, sean mediante pañuelo o automóvil, por correo o en el umbral de la puerta, y ella además no era de ese tipo de chicas a las que se puede abordar. Iba leyendo un libro inmersa en sus pensamientos, pero le bastaba habitar este mundo para hacer de él algo más hermoso y agradable. No dejé de mirarla por el rabillo del ojo, y por fin en mi imaginación el vagón Pullman se convirtió en una casita con césped, y con una parra cubriendo el porche. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero pensé que el negocio de vidrio cilindrado podía irse al infierno por unas horas.
»Hizo transbordo en Cincinnati, y cogió un coche-cama para Louisville. Allí compró un nuevo billete y siguió ruta pasando por Shelbyville, Frankford y Lexington. A partir de entonces empecé a tener dificultades para seguirla. Los trenes llegaban cuando les daba la gana, y no parecían dirigirse a ningún lugar concreto, preocupándose simplemente de mantenerse en los raíles y seguir por la derecha en la medida de lo posible. Luego empezaron a detenerse en empalmes en vez de hacerlo en poblaciones, y al final se paraban sin excepción. Estoy seguro de que la agencia de detectives Pinkerton les haría una oferta ventajosa a los del vidrio cilindrado para contratar mis servicios si supieran cómo me las arreglé para seguir a aquella joven. Traté de mantenerme fuera del alcance de su vista como pude, pero jamás llegué a perderle la pista.
»La última estación en la que se bajó estaba ya muy lejos, al sur, en Virginia, y eran las seis de la tarde. Había unas cincuenta casas y cuatrocientos negros a la vista. El resto era cieno, mulas y podencos moteados.
»Un hombre alto y viejo, con rostro afable y el pelo blanco, un aire tan arrogante como Julio César y Roscoe Conkling en la misma postal, había ido a buscarla a la estación. Llevaba unas ropas muy desgastadas, pero no me di cuenta de ello hasta después. Cogió el bolso de viaje de la muchacha, y después de cruzar los andenes entarimados empezaron a subir por un camino que trepaba por la colina. Yo les seguí manteniéndome a una distancia prudencial, tratando de ofrecer el aspecto de estar buscando en la arena un anillo de rubí que mi hermana hubiese perdido en una excursión el sábado anterior.
»Entraron por una verja al llegar a la cumbre de la colina. Casi me quedé sin aliento cuando miré hacia arriba. Allí, alzándose en medio de la mayor arboleda que he visto en mi vida, había una enorme casa con blancas columnas redondas de unos mil pies de altura, y el jardín estaba tan lleno de rosales, lilas y setos de boj que no habrían permitido divisar la casa si ésta no hubiese sido tan grande como el Capitolio.
»”Y esto es lo que debo rastrear”, me dije para mis adentros. Antes había pensado que la muchacha parecía encontrarse en una posición económica moderada, como mucho. Y aquello debía ser la casa del gobernador, o, como mínimo, el Pabellón Agrícola de la nueva Feria Mundial. Más me valía regresar al pueblo y apostarme junto al administrador de Correos, o drogar al farmacéutico, para obtenerle alguna información.
»Al llegar al pueblo -siguió contando Pescud- encontré un hotel de mala muerte que se llamaba Hostal Vista Bahía, pero lo único que había allí a la vista era un jaco bayo pastando en el patio de delante. Dejé en el suelo mi maletín de muestras y traté de hacerme notar. Le dije al patrono que andaba tomando pedidos de vidrio cilindrado.
»-No necesito ningún cilindro -dijo-, pero sí necesito otro jarro de vidrio para la melaza.
»Poco a poco le fui llevando a mi terreno hasta meterle en cotilleos locales y hacerle contestar preguntas.
»-¡Caramba! -dijo-. Creía que todo el mundo sabía quién vive en la mansión de la colina. Es el coronel Allyn, el hombre más importante y refinado de Virginia o de cualquier otro lugar. Son la familia más antigua del Estado. La que se bajó del tren es su hija. Ha ido a Illinois a ver a su tía, que está enferma.
»Me registré en el hotel, y al tercer día divisé a la joven paseándose por el jardín de delante, cerca de la verja. Me detuve y le hice un saludo con el sombrero. No tenía muchas otras opciones que elegir.
»-Discúlpeme -le dije-, ¿podría usted indicarme dónde vive mister Hinkle?
»Me miró con la misma frialdad que le habría dedicado al hombre que hubiese ido a quitar las malas hierbas de su jardín, pero me pareció percibir en sus ojos un ligero destello de diversión.
»-No hay nadie en Birchton que se llame así -me contestó-. Es decir, que yo sepa. ¿Es blanco el caballero a quien busca usted?
»Aquella salida me hizo gracia.
» No bromee -dije- . No estoy buscando humo, aunque venga de Pittsburg.
»Está usted bastante lejos de su casa -me dijo.
»-Habría ido mil millas más lejos de haber sido preciso -repuse yo.
»-No, si no se hubiese despertado cuando el tren arrancó en Shelbyville -me replicó.
»Y entonces se puso casi tan roja como una de las rosas de su jardín. Me acordé de que me había quedado dormido en un banco de la estación de Shelbyville, esperando a ver qué tren cogía ella y me desperté con el tiempo justo para alcanzarlo.
»Entonces le expliqué por qué había ido hasta allí, lo más seria y respetuosamente posible. Y le conté también todo lo que había de saber de mí y mi trabajo, y le dije que todo cuanto deseaba era ofrecerle mi amistad y tratar de llegar a gustarle.
»Sonrió levemente y se sonrojó un poquito, pero sus ojos nunca llegaron a turbarse. Miran siempre de frente a quien le esté hablando.
»-Nadie se había dirigido nunca a mí en esos términos, señor Pescud -me dijo-. ¿Cómo dijo que se llamaba de nombre? ¿John?
»-John A. -contesté.
»-Pues estuvo también a punto de perder el tren en Pewhatan-Empalme -dijo con una risa que me pareció celestial.
»-¿Cómo lo sabe? -pregunté.
»-Los hombres son muy torpes -contestó ella-. Sabía que estaba usted en todos los trenes. Creí que iba a hablar conmigo, y me alegro de que no lo hiciese.
»Luego seguimos charlando, y finalmente una especie de mirada altiva y seria se adueñó de su rostro, y se volvió para señalar con un dedo hacia la enorme mansión.
»-Los Allyn -explicó- han vivido en Elmcroft durante cien años. Somos una familia orgullosa. Mire esa mansión. Tiene cincuenta habitaciones. Contemple las columnas y los porches y los balcones. Los techos de los salones y de la sala de baile tienen veintiocho pies de altura. Mi padre es descendiente directo de nobles condecorados.
»-Una vez abordé a uno de ellos en el hotel Duquesne de Pittsburg -dije yo- y ni siquiera se dignó darse por aludido. Tenía su atención repartida entre el whisky de Monongahela y unas herederas, y se quedó tan fresco.
»-Por supuesto -prosiguió ella-, mi padre no permitiría que un viajante de comercio pusiese los pies en Elmcroft. Si supiese que estoy hablando con uno de ellos por la verja me encerraría en mi habitación.
»-¿Y usted me dejaría entrar? -pregunté-. ¿Hablaría conmigo si fuese a visitarla? Porque -proseguí-, si usted dijera que puedo entrar a verla, los nobles ya podrían estar condecorados con bandas o sujetos con tirantes, o atravesados por imperdibles, por lo que a mí se refiere.
»-No debo hablar con usted -dijo-, porque no nos han presentado. No es precisamente lo más correcto. Así que me despido de usted, señor…
»-Diga mi nombre -respondí-. No lo ha olvidado.
»-Pescud -añadió algo molesta.
»-¡El nombre completo! -exigí, lo más fríamente que pude.
»-John -dijo ella.
»-¿John qué? -insistí.
»-John A. -enunció con la cabeza alta-. ¿Ya está satisfecho?
»-Mañana vendré a visitar al noble condecorado -anuncié.
»-Lo arrojará a sus perros de caza -dijo ella riéndose.
»-Si lo hace, mejorarán su carrera -contesté-. Yo también tengo algo de cazador.
»-Ahora tengo que marcharme -me dijo-. No debería haberle dirigido siquiera la palabra. Espero que tenga un agradable viaje de vuelta a Minneapolis, ¿o era Pittsburg? ¡Adiós!
»-Buenas noches -contesté-, y no era Minneapolis. ¿Cuál es su nombre de pila, por favor?
»Dudó unos instantes. Luego arrancó una hoja de un seto y contestó:
»-Me llamo Jessie.
»-Buenas noches, señorita Allyn -dije entonces.
»A la mañana siguiente, a las once en punto, llamé al timbre de la puerta de aquel edificio de Feria Mundial. Como al cabo de tres cuartos de hora, un negro de unos ochenta años apareció y me preguntó qué quería. Le di mi tarjeta de visita, y dije que quería ver al coronel. Me hizo pasar.
»-Has estado alguna vez dentro de un nogal inglés corroído por los gusanos? Pues eso es lo que parecía por dentro aquella casa. No tenía muebles suficientes para llenar un piso de ocho dólares. Algunas viejas chaise-longues de pelo de crin y sillones de tres patas, y unos cuantos antepasados con marco colgados de las paredes era todo cuanto podía verse allí. Pero cuando apareció el coronel Allyn el lugar se iluminó. Casi podía oírse a una banda de música tocar, y ver a unos cuantos antepasados con peluca y medias blancas bailando una cuadrilla. Era gracias al estilo que tenía aquel hombre, aunque llevaba la misma ropa andrajosa que le vi en la estación.
»Durante unos nueve segundos me dejó desconcertado, y estuve casi a punto de darme por vencido y tratar de venderle vidrio cilindrado. Pero recuperé la sangre fría inmediatamente. Me invitó a sentarme, y se lo conté todo. Le expliqué cómo había seguido a su hija desde Cincinnati y por qué lo había hecho; le hablé de mi salario y mis proyectos y le expliqué mi pequeño código moral para la vida: ser siempre decente y acatar las leyes en la ciudad natal, y cuando uno está de viaje no tomar nunca más de cuatro vasos de cerveza al día ni jugar más de veinticuatro centavos como límite. Al principio creí que iba a arrojarme por la ventana, pero seguí hablando. En seguida tuve oportunidad de contarle la historia esa del congresista del Oeste que ha perdido la cartera y la mujer cuyo marido está ausente, ya sabes a cuál me refiero. Bueno, pues eso le hizo reír a carcajadas, y apuesto que era la primera risa que aquellos antepasados y sofás de crin habían oído en muchos años.
»Estuvimos dos horas hablando. Le conté todo lo que sabía, y luego él empezó a hacerme preguntas y le conté lo que faltaba. Todo lo que le pedía era que me diese una oportunidad. Si no tenía suerte con la damisela, me esfumaría y no volvería a molestarlos jamás. Al fin me dijo:
»-Hubo un sir Courtenay Pescud en la época del rey Carlos I, si mal no recuerdo.
»-Si es que lo hubo -repuse yo-, no podría alegar parentesco con nuestra familia. Siempre hemos vivido en Pittsburg o los alrededores. Tengo un tío en el negocio inmobiliario y otro metido en líos en algún lugar de Kansas. Sobre el resto de nosotros puede usted pedir informes a cualquiera de la vieja Ciudad del Humo, y obtendrá respuestas satisfactorias. ¿Ha oído alguna vez contar la historia del capitán del ballenero que intentó obligar a un marinero a rezar sus oraciones? -pregunté.
»-Resulta que nunca fui tan afortunado -confesó el coronel.
»Así que se la conté. ¡Cómo se reía! Me sorprendí deseando para mis adentros que hubiese sido un cliente. ¡Vaya partida de vidrio le habría logrado vender! Y entonces dijo:
»-La narración de anécdotas y sucedidos humorísticos siempre me ha parecido, señor Pescud, una manera particularmente grata de cultivar y perpetuar una amistad amena. Con su permiso, voy a contarle una historia de una cacería de zorros en la que me vi implicado personalmente, y que tal vez le proporcione cierta diversión.
»Así que me la contó. Tardó cuarenta minutos según mi reloj. ¿Que si me reí? ¡Vaya si lo hice! Cuando logré recomponer mi rostro llamó al viejo Pete, el moreno longevo, y lo envió al hotel a buscar mi maleta. Elmcroft me abría sus puertas mientras me encontrase en la ciudad.
»Dos tardes después tuve la oportunidad de hablar unas palabras a solas con la señorita Jessie en el porche mientras el coronel trataba de acordarse de otra anécdota nueva.
»-Va a ser una agradable velada -auguré.
»-Aquí viene -dijo ella-. Esta vez le va a contar la historia del viejo negro y las sandías. Siempre va después de la de los yanquis y la pelea de gallos. Hubo otra vez más -añadió- que estuvo usted a punto de perderme: fue en Pulaski City.
»-Sí -dije- ya me acuerdo. Resbalé al intentar subir al tren, y casi me caigo y me quedo en tierra.
»-Ya lo sé -asintió-. Y a mí… y a mí me aterrorizó pensar que hubiese podido ser así, John A. Me aterrorizaba pensar que hubiese sucedido tal cosa.
»Y entonces brincó por una de las enormes ventanas y se metió en la casa.

4

-¡Coketown! -dijo el revisor con voz monótona, caminando por el vagón a punto de pararse.
Pescud cogió su sombrero y el equipaje, con la despreocupada prontitud del viajero experto.
-Me casé con ella hace un año -explicó John-. Ya te he dicho que mandé construir una casa en el East End. El noble condecorado, quiero decir el coronel, está también allí con nosotros. Me lo encuentro esperándome ante la puerta cada vez que vuelvo de un viaje, dispuesto a escuchar cualquier historia nueva que haya podido recoger por el camino.
Miré por la ventana. Coketown no era más que una loma accidentada de una colina salpicada de tétricas chabolas negras apoyadas en los tristes montículos de desperdicios y escoria de hulla. Una lluvia torrencial caía sesgada formando arroyos que producían espuma y se iban arrastrando a través del negro cieno hasta las vías del ferrocarril.
-No creo que vayas a vender mucho vidrio aquí, John -le dije-. ¿Por qué te bajas en este confín del mundo?
-Porque -contestó Pescud- el otro día me llevé a Jessie a un viajecito a Filadelfia, y al volver vio en el tiesto de una de esas ventanas de ahí unas petunias exactamente iguales a las que ella solía cultivar en su vieja mansión de Virginia. Así que pensé venir aquí por la noche y tratar de desenterrar unas cuantas raíces o brotes para ella. Ya hemos llegado. Buenas noches, muchacho. Te dejo mis señas. Ven a vernos cuando tengas tiempo.
El tren empezó a andar de nuevo. Una de las señoras de marrón y velo insistió en dejar las ventanas levantadas precisamente cuando la lluvia las azotaba con furia. Apareció el revisor con su varita misteriosa y empezó a encender las luces del vagón.
Miré al suelo y vi el best-seller. Lo recogí y lo coloqué cuidadosamente en un lugar más alejado sobre el piso del vagón, donde la lluvia no pudiese alcanzarlo. Y entonces, de repente, sonreí, y me pareció comprender que la vida no tiene metas ni límites geográficos.
«Buena suerte, Trevelyan -dije para mis adentros- ¡Y que consigas las petunias para tu princesa!»

O. Henry 

15 de enero de 2018

Historia de una Blasfemia, Juan Jacobo Bajarlía

  HISTORIA DE UNA BLASFEMIA



Es posible que esta historia no sea original. No recuerdo si la leí o si acaso la concebí. Sólo puedo asegurar que no tiene semejanza con ese relato anónimo de la History of the Black Door, del siglo XVH, en el cual el protagonista le pide al Innominado el secreto para destruir el mundo. El blasfemo quedó fulminado. El Innominado apenas había esbozado una sonrisa. El indicio de un posible rictus.
En esta historia se invierten groseramente las actuaciones. El Innominado dialoga y hasta se muestra interesado por el protagonista. (Los griegos habrían dicho el agonista). Cuando llega Cun-Tai-Go le sonríe, pero el futuro blasfemo no queda fulminado.
–Sé que eres un hombre sabio –le dice el Innominado–. Pero no puedo quebrantar la ley. Todos nacen con un número determinado de palabras, cuyo guarismo invisible queda impreso en el paladar. Pronunciada la última palabra, el ser queda vaciado de su número vital y perece.
–Tú has impreso –responde Cun-Tai-Go– distintos guarismos. Algunos mueren al primer día de nacidos porque sólo has puesto en su paladar un número insuficiente de palabras. Otros, en plena juventud. Y algunos que no necesitan vivir porque no tienen nada que realizar, prolongan injustamente por años y años su vejez, su inútil permanencia en el mundo. Creo que eres injusto.
–¿Y qué es lo que te preocupa, Cun-Tai-Go, para modificar el número de palabras impreso en tu paladar?
–Sé que me faltan mil palabras y que después moriré.
Por eso vine a pedirte mil más para terminar un libro imperecedero. Las palabras que me das las he de ahorrar para decir lo necesario en mi vida vegetativa mientras me encierro para dar fin a la obra.
El Innominado pensó que se le pedía muy poco (mil palabras, acaso un instante). Y al pensarlo el Innominado, Cun-Tai-Go sintió que su paladar se llenaba de fuego. Sus ojos, de nuevas visiones.
El hombre sabio llegó a su casa. Pero tres días después regresó al recinto del Innominado. Estaba desorbitado, enloquecido. Más desnudo que el primer día. –¿A qué has venido, Cun-Tai-Go? –Mi paladar se está secando. El número de palabras que le has impreso está llegando a su fin y necesito, para terminar mi obra, que se concedan mil y una palabras más.
El Innominado observó esa ruina que declinaba vertiginosamente. Quebrantó la ley por segunda vez, y Cun-Tai-Go sintió que su cuerpo era un signo de sangre que ardía en el espacio. Entonces, con las mil y una palabras puso fin a su obra. Y cuando aquéllas se agotaron, quedó con los ojos rígidos. Nadie le oyó morir. Sólo el espacio. Acaso el aire desleído que bajaba de una zona nocturna bordada absurdamente por la luz de las galaxias.
Cuando Cun-Tai-Go compareció al juicio, el Innominado quiso saber por qué había pedido primero mil palabras y después mil y una.
Cun-Tai-Go, arrodillado, murmuró:
–Escribí un libro sobre tu naturaleza enigmática. Las primeras mil palabras me sirvieron para demostrar tu dimensión imprevisible. Las mil que siguieron, refirmaron tu ceguera y tu arbitrariedad. La última palabra que seguía a la número 1000 sólo contenía una voz: Perdón, porque sé que mi blasfemia necesitaba de tu magnanimidad y que al fin me perdonarías para justificar tu inconsistencia.
Así terminó la historia del blasfemo. Pero en un segundo avatar otro blasfemo sostuvo que Cun-Tai-Go fue el primer ángel de la rebelión, y que enfurecido el Innominado, aquél fue arrojado al infierno en el que después gobernó como Señor de las Tinieblas. Porque Cun-Tai-Go son tres palabras simbólicas que significan:
El-Que-Reina-Después-De-La-Luz-En
La-Luz-En-La-Profundidad-Inquebrantable-Del-Caos.


Juan Jacobo Bajarlía
Historias de monstruos
Prólogo de: Leopoldo Marechal
EDICIONES DE LA FLOR (1969) 

14 de enero de 2018

H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía

  H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural por Juan-Jacobo Bajarlía

Los seres subterráneos
El misterio, los túneles secretos donde yacían o vegetaban antiguos monstruos, los seres subterráneos que lo acosaron desde niño cuando recorría los fenecidos vericuetos de Providence, o escuchaba las historias terroríficas que le contaba el abuelo, marcaron la primera etapa de este genial escritor que fue H. P. Lovecraft o sencillamente el Sumo Sacerdote Ech-Pi-El, como firmada sus cartas convirtiendo a la fonética las iniciales de su nombre.
Influido, entonces, por el abuelo, por los libros que éste tenía en su inmensa biblioteca, y por autores como Lord Dunsany, Edgar Allan Poe, M. P. Shiel, y Bram Stoker, sus primeros relatos y muchos de los últimos están estructurados sobre la base de un sótano o una cripta, un pasadizo y un monstruo que por artes mágicas o sobrenaturales se alimenta de otros seres.

Las voces secretas
No tenía ni 10 años cuando concibió su primer cuento: El noble oyente, que trata de un niño, quien repentinamente extraviado en una cueva, oye los planes de destrucción de seres subterráneos que conspiran contra los humanos.
El abuelo, hombre de vastas lecturas, vio en esas líneas iniciales al futuro escritor. Lo alentó a pesar de los defectos de su prosa. Indudablemente el joven Lovecraft había fundado en ese cuento su inminente narrativa.
Era la época en que tenía frecuentes pesadillas en cuyos sueños lo acechaban seres gomosos y sin rostro. El mismo Lovecraft lo dirá después. Recordará que en esas pesadillas veía una especie monstruosa de entidades que él llamaba alimañas descarnadas:
“Las alimañas descarnadas eran unos seres sin rostro, todos ellos negros y alas de murciélago. Es posible que tales imágenes provinieran de una mezcla de los dibujos de Doré (especialmente los del Paraíso perdido) que me deslumbraban durante la vigilia.”
Las voces secretas están en sus sueños y en su imaginación. Las lleva en el inconsciente, desde donde fluyen a su memoria y a los relatos que van delineando su intransferible perfil.
En 1898, cuando Lovecraft tenía 8 años, intentó otro relato con un túnel: El sótano secreto o la aventura de John Lee. El sótano conduce a un pasadizo secreto en el que John y su hermana, al cavar en él, hallan una caja de la que se apoderan. Pero la excavación da paso a un torrente en el que se ahoga la hermana. John Lee se salva. La caja, que es el botín de esa aventura, contiene un lingote de oro valuado en 10.000 dólares. La muerte de la hermana por muy poco.
Los miedos de la infancia siguieron vigentes y a veces amalgamados con sus aficiones. Le gustaban los gatos, en quienes veía seres astutos y enigmáticos, presencias de un mundo mítico que aun tenía vigencia. Cuando escribe Las ratas en las paredes, su protagonista, De la Poer, vivirá en la casa maldita con 7 criados y 9 gatos. Pero no bastarán estos felinos. Lovecraft le añade al relato otros de sus terrores infantiles: las ratas. Y de esta manera enriquece la obra con la maldición que pesa sobre la mansión en que vive De la Poer, referida a un ejército invisible de ratas que sólo él y los gatos podrán oír. El protagonista, sin embargo, no tendrá posibilidades para eludir la maldición. Un túnel lo conducirá a una caverna llena de jaulas con esqueletos humanos, vestigios de un culto caníbal practicado en otros tiempos. De la Poer terminará enrejado, oyendo el deslizamiento infinito de las ratas.

 Criptas y túneles
El terror al vacío y el miedo a la soledad, manifestados por Lovecraft por la enfermedad y muerte prematura de sus padres, fueron, en parte, los determinantes de las criptas y los pasajes secretos de sus argumentos. También influyó en él M. P. Shield, quien ya en The purple cloud (1901), nos hablaba de un ser de infinidad de ojos que moraba en el centro de la Tierra. O de aquellos esqueletos de peces con rostro humano de Xelucha (1904), invadidos por gusanos que devoraban la úvula para continuar caprichosamente por sus adyacencias.
No sería extraño que Lovecraft lo hubiera seguido no sólo en las obras citadas, sino también en La Ciudad Sin Nombre (1923) y en Prisionero de los faraones (1924). En la primera nos describe un descenso en una cripta, de donde seres con alas de murciélago llevan en sus grupas a otros seres. En Prisionero de los faraones el protagonista es secuestrado por una banda y bajado a un túnel cerca de la Esfinge de Gizah, en la que se practican “execrables” rituales eróticos.
Hay algo más que ya se observa en ese ser repulsivo que en Beast in the cave, escrito a los 13 años, pugna por estallar desde el sótano en que está metido. Es esa axiomática de la transgresión de que hablaba Maurice Levy en su Lovecraft ou du fantastique (1972). Una axiomática en la que se corta el aflujo de la realidad por otra instancia en que privarán los seres gomosos o las criaturas fantasmales del mundo onírico.
Eso no impedirá un tratamiento racional del argumento. Estos monstruos, en efecto, actúan inmersos en un mundo material en el que se distinguen de los demás sólo por sus formas fantasmales. Coexisten con los humanos en extraños contubernios que únicamente son posibles en los sueños.
A veces se invierten los hechos y son los humanos los que invaden el mundo de los sueños, como acaece en la saga de Randolph Carter, en uno de cuyos volúmenes, En busca de la Ciudad del Sol Poniente, el protagonista desciende audazmente “los 300 peldaños que conducen al Pórtico del Sueño Profundo”.
Los seres oníricos, los silenciosos zoogs, le dirán a Carter qué debe hacer para estar en contacto con los Grandes Dioses. La inversión de los hechos no excluye, sin embargo, el tratamiento material de los protagonistas. O en otros términos: es el realismo dentro del sueño.
Hay un instante en el que Carter pierde la llave de la puerta que conduce al mundo onírico (como se ve en La llave de plata). Pero angustiado entre distintos objetos, hallará una vieja llave de plata con la que llega a un escondite de su infancia. Es el acceso al misterio. Allí se transfigura en el niño que fue y vuelve a la región de los sueños.
La llave de plata que halló Carter, es el símbolo de la propia vida de Lovecraft. Este también la buscó, y cuando la halló en su escritura, sólo pudo regresar a un mundo que siempre deseó, pero poblado de seres intangibles dictados por su memoria prodigiosa.

 De H. P. Lovecraft, El horror sobrenatural, Juan-Jacobo Bajarlía

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