Verso y prosa, Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)
El ritmo no solamente es el elemento más antiguo y
permanente del lenguaje, sino que no es difícil que sea anterior al habla
misma. En cierto sentido puede decirse que el lenguaje nace del ritmo; o, al
menos, que todo ritmo implica o prefigura un lenguaje. Así, todas las
expresiones verbales son ritmo, sin excluir las formas más abstractas o
didácticas de la prosa. ¿Cómo distinguir, entonces, prosa y poema? De este
modo: el ritmo se da espontáneamente en toda forma verbal, pero sólo en el
poema se manifiesta plenamente. Sin ritmo, no hay poema; sólo con él, no hay
prosa. El ritmo es condición del poema, en tanto que es inesencial para la
prosa. Por la violencia de la razón las palabras se desprenden del ritmo; esa
violencia racional sostiene en vilo la prosa, impidiéndole caer en la corriente
del habla en donde no rigen las leyes del discurso sino las de atracción y
repulsión. Mas este desarraigo nunca es total, porque ntonces el lenguaje se
extinguiría. Y con él, el pensamiento mismo. El lenguaje, por propia
inclinación, tiende a ser ritmo. Como si obedeciesen a una misteriosa ley de
gravedad, las palabras vuelven a la poesía espontáneamente. En el fondo de toda
prosa circula, más o menos adelgazada por las exigencias del discurso, la
invisible corriente rítmica. Y el pensamiento, en la medida en que es lenguaje,
sufre la misma fascinación. Dejar al pensamiento en libertad, divagar, es
regresar al ritmo; las razones se transforman en correspondencias, los
silogismos en analogías y la marcha intelectual en fluir de imágenes. Pero el
prosista busca la coherencia y la claridad conceptual. Por eso se resiste a la
corriente rítmica que, fatalmente, tiende a manifestarse en imágenes y no en
conceptos.
La prosa es un género tardío, hijo de la desconfianza del
pensamiento ante las tendencias naturales del idioma. La poesía pertenece a
todas las épocas: es la forma natural de expresión de los hombres. No hay
pueblos sin poesía; los hay sin prosa. Por tanto, puede decirse que la prosa no
es una forma de expresión inherente a la sociedad, mientras que es inconcebible
la existencia de una sociedad sin canciones, mitos u otras expresiones
poéticas. La poesía ignora el progreso o la evolución, y sus orígenes y su fin
se confunden con los del lenguaje* La prosa, qué es primordialmente un
instrumento de crítica y análisis, exige una lenta maduración y sólo se produce
tras una larga serie de esfuerzos tendientes a domar al habla. Su avance se
mide por el grado de dominio del pensamiento sobre las palabras. La prosa crece
en batalla permanente contra las inclinaciones naturales del idioma y sus
géneros más perfectos son el discurso y la demostración,en los que el ritmo y
su incesante ir y venir ceden el sitio a la marcha del pensamiento.
Mientras el poema se presenta como un orden cerrado, la
prosa tiende a manifestarse como una construcción abierta y lineal. Valéry ha
comparado la prosa con la marcha y la poesía con la danza. Relato o discurso,
historia o demostración, la prosa es un desfile, una verdadera teoría de ideas
o hechos. La figura geométrica que simboliza la prosa es la línea: recta,
sinuosa, espiral, zigzagueante, mas siempre hacia adelante y con una meta
precisa. De ahí que los arquetipos de la prosa sean el discurso y el relato, la
especulación y la historia. El poema, por el contrario, se ofrece como un
círculo o una esfera: algo que se cierra sobre sí mismo, universo
autosuficiente y en el cual el fin es también un principio que vuelve, se
repite y se recrea. Y esta constante repetición y recreación no es sino ritmo,
marea que va y viene, cae y se levanta. El carácter artificial de la prosa se
comprueba cada vez que el prosista se abandona al fluir del idioma. Apenas
vuelve sobre sus pasos, a la manera del poeta o del músico, y se deja seducir
por las fuerzas de atracción y repulsión del idioma, viola las leyes del
pensamiento racional y penetra en el ámbito de ecos y correspondencias del
poema. Esto es lo que ha ocurrido con buena parte de la novela contemporánea.
Lo mismo se puede afirmar de ciertas novelas orientales, como Los cuentos de
Genji, de la señora Murasaki, o la célebre novela china El sueño del aposento
rojo. La primera recuerda a Proust, es decir, al autor que ha llevado más lejos
la ambigüedad de la novela, oscilante siempre entre la prosa y el ritmo, el concepto
y la imagen; la segunda es una vasta alegoría a la que difícilmente se puede
llamar novela sin que la palabra pierda su significado habitual. En realidad,
las únicas obras orientales que se aproximan a lo que nosotros llamamos novela
son libros que vacilan entre el apólogo, la pornografía y el costumbrismo, como
el Chin P'ing Mei.
Sostener que el ritmo es el núcleo del poema no quiere
decir que éste sea un conjunto de metros. La existencia de una prosa cargada de
poesía, y la de muchas obras correctamente versificadas y absolutamente
prosaicas, revelan la falsedad de esta identificación. Metro y ritmo no son la
misma cosa. Los antiguos retóricos decían que el ritmo es el padre del metro,
Cuando un metro se vacía de contenido y se convierte en forma inerte, mera
cáscara sonora, el ritmo continúa engendrando nuevos metros. El ritmo es
inseparable de la frase; no está hecho de palabras sueltas, ni es sólo medida o
cantidad silábica, acentos y pausas: es imagen y sentido. Ritmo, imagen y
sentido se dan simultáneamente en una unidad indivisible y compacta: la frase
poética, el verso. El metro, en cambio, es medida abstracta e independiente de
la imagen. La única exigencia del metro es que cada verso tenga las sílabas y
acentos requeridos. Todo se puede decir en endecasílabos: una fórmula
matemática, una receta de cocina, el sitio de Troya y una sucesión de palabras
inconexas. Incluso se puede prescindir de la palabra: basta con una hilera de
sílabas o letras. En sí mismo, el metro es medida desnuda de sentido. En
cambio, el ritmo no se da solo nunca; no es medida, sino contenido cualitativo
y concreto. Todo ritmo verbal contiene ya en sí la imagen y constituye, real o
potencialmente, una frase poética completa.
El metro nace del
ritmo y vuelve a él. Al principio las fronteras entre uno y otro son borrosas.
Más tarde el metro cristaliza en formas fijas. Instante de esplendor, pero
también de parálisis. Aislado del flujo y reflujo del lenguaje, el verso se
transforma en medida sonora. Al momento de acuerdo, sucede otro de inmovilidad;
después, sobreviene la discordia y en el seno del poema se entabla una lucha:
la medida oprime la imagen o ésta rompe la cárcel y regresa al habla para
recrearse en nuevos ritmos. El metro es medida que tiende a separarse del lenguaje;
el ritmo jamás se separa del habla porque es el habla misma. El metro es
procedimiento, manera; el ritmo, temporalidad concreta. Un endecasílabo de
Garcilaso no es idéntico a uno de Quevedo o Góngora. La medida es la misma pero
el ritmo es distinto. La razón de esta singularidad se encuentra, en
castellano, en la existencia de períodos rítmicos en el interior de cada metro,
entre la primera sílaba acentuada y antes de la última. El período rítmico
forma el núcleo del verso y no obedece a la regularidad silábica sino al golpe
de los acentos y a la combinación de éstos con las cesuras y las sílabas
débiles. Cada período, a su vez, está compuesto por lo menos de dos cláusulas
rítmicas, formadas también por acentos tónicos y cesuras. «La representación formal
del verso, dice Tomás Navarro en su tratado de Métrica española, «resulta de
sus componentes métricos y gramaticales; la función del período es
esencialmente rítmica; de su composición y dimensiones depende que el
movimiento del verso sea lento o rápido, grave o leve, sereno o turbado». El
ritmo infunde vida al metro y le otorga individualidad (1).
La distinción entre metro y ritmo prohíbe llamar poemas a
un gran número de obras, correctamente versificadas que, por pura inercia,
aparecen como tales en los manuales de literatura» Libros como Los cantos de
Maldoror, Alicia en el país de las maravillas o El jardín de senderos que se
bifurcan son poemas. En ellos la prosa se niega a sí misma; las frases no se
suceden obedeciendo al orden conceptual o al del relato, sino presididas por
las leyes de la imagen y el ritmo. Hay un flujo y reflujo de imágenes, acentos
y pausas, señal inequívoca de la poesía. Lo mismo debe decirse del verso libre
contemporáneo: los elementos cuantitativos del metro han cedido el sitio a la
unidad rítmica. En ocasiones —por ejemplo, en la poesía francesa contemporánea—
el énfasis se ha trasladado de los elementos sonoros a los visuales. Pero el
ritmo permanece: subsisten las pausas, las aliteraciones, las paronomasias, el
choque de sonidos, la marea verbal. El verso libre es una unidad rítmica. D. H.
Lawrence dice que la unidad del verso libre la da la imagen y no la medida
externa. Y cita los versículos de Walt Whitman, que son como la sístole y la
diástole de un pecho poderoso. Y así es: el verso libre es una unidad y casi
siempre se pronuncia de una sola vez. Por eso la imagen moderna se rompe en los
metros antiguos: no cabe en la medida tradicional de las catorce u once
sílabas, lo que no ocurría cuando los metros eran la expresión natural del
habla. Casi siempre los versos de Garcilaso, Herrera, fray Luis o cualquier
poeta de los siglos XVI y XVII constituyen unidades por sí mismos: cada verso
es también una imagen o una frase completa. Había una relación, que ha
desaparecido, entre esas formas poéticas y el lenguaje de su tiempo. Lo mismo
ocurre con el verso libre contemporáneo: cada verso es una imagen y no es
necesario cortarse el resuello para decirlos. Por eso, muchas veces, es
innecesaria la puntuación. Sobran las comas y los puntos: el poema es un flujo
y reflujo rítmico de palabras. Sin embargo, el creciente predominio de lo
intelectual y visual sobre la respiración revela que nuestro verso libre
amenaza en convertirse, como el alejandrino y el endecasílabo, en medida
mecánica. Esto es particularmente cierto para la poesía francesa contemporánea
(2).
Los metros son históricos, mientras que el ritmo se
confunde con el lenguaje mismo. No es difícil distinguir en cada metro los
elementos intelectuales y abstractos y los más puramente rítmicos. En las
lenguas modernas los metros están compuestos por un determinado número de
sílabas, duración cortada por acentos tónicos y pausas. Los acentos y las
pausas constituyen la porción más antigua y puramente rítmica del metro; están
cerca aún del golpe del tambor, de la ceremonia ritual y del talón danzante que
hiere la tierra. El acento es danza y rito. Gracias al acento, el metro se pone
en pie y es unidad danzante. La medida silábica implica un principio de
abstracción, una retórica y una reflexión sobre el lenguaje. Duración puramente
lineal, tiende a convertirse en mecánica pura. Los acentos, las pausas, las
aliteraciones, los choques o reuniones inesperadas de un sonido con otro,
constituyen la porción concreta y permanente del metro. Los lenguajes oscilan
entre la prosa y el poema, el ritmo y el discurso. En unos es visible el
predominio rítmico; en otros se observa un crecimiento excesivo de los
elementos analíticos y discursivos a expensas de los rítmicos e imaginativos.
La lucha entre las tendencias naturales del idioma y las exigencias del
pensamiento abstracto se expresa en los idiomas modernos de Occidente a través
de la dualidad de los metros: en un extremo, versificación silábica, medida
fija; en el polo opuesto, el juego libre de los acentos y las pausas. Lenguas
latinas y lenguas germanas. Las nuestras tienden a hacer del ritmo medida fija.
No es extraña esta inclinación, pues son hijas de Roma. La importancia de la
versificación silábica revela el imperialismo del discurso y la gramática. Y
este predominio de la medida explica también que las creaciones poéticas
modernas en nuestras lenguas sean, asimismo, rebeliones contra el sistema de
versificación silábica. En sus formas atenuadas la rebelión conserva el metro,
pero subraya el valor visual de la imagen o introduce elementos que rompen o
alteran la medida: la expresión coloquial, el humor, la frase encabalgada sobre
dos versos, los cambios de acentos y de pausas, etc. En otros casos la revuelta
se presenta como un regreso a las formas populares y espontáneas de la poesía.
Y en sus tentativas más extremas prescinde del metro y escoge como medio de
expresión la prosa o el verso libre. Agotados los poderes de convocación y
evocación de la rima y el metro tradicionales, el poeta remonta la corriente,
en busca del lenguaje original, anterior a la gramática. Y encuentra el núcleo
primitivo: el ritmo.
El entusiasmo con que los poetas franceses acogieron el
romanticismo alemán debe verse como una instintiva rebelión contra la
versificación silábica y lo que ella significa. En el alemán, como en el
inglés, el idioma no es víctima del análisis racional. El predominio de los
valores rítmicos facilitó la aventura del pensamiento romántico. Frente al
racionalismo del siglo de las luces el romanticismo esgrime una filosofía de la
naturaleza y el hombre fundada en el principio de analogía: «todo —dice
Baudelaire en Un Art romantique—, en lo espiritual como en lo natural, es
significativo, recíproco, correspondiente..., todo es jeroglífico... y el poeta
no es sino el traductor, el que descifra...». Versificación rítmica y
pensamiento analógico son las dos caras de una misma medalla. Gracias al ritmo
percibimos esta universal correspondencia; mejor dicho, esa correspondencia no
es sino manifestación del ritmo. Volver al ritmo entraña un cambio de actitud
ante la realidad; y a la inversa: adoptar el principio de analogía, significa
regresar al ritmo. Al afirmar los poderes de la versificación acentual frente a
los artificios del metro fijo, el poeta romántico proclama el triunfo de la
imagen sobre el concepto, y el triunfo de la analogía sobre el pensamiento
lógico.
La evolución de la
poesía moderna en francés y en inglés es un ejemplo de las relaciones entre
ritmo verbal y creación poética. El francés es una lengua sin acentos tónicos,
y los recursos de la pausa y la cesura los reemplazan. En el inglés, lo que
cuenta realmente es el acento. La poesía inglesa tiende a ser puro ritmo:
danza, canción. La francesa: discurso, «meditación poética». En Francia, el
ejercicio de la poesía exige ir contra las tendencias de la lengua. En inglés,
abandonarse a la corriente. El primero es el menos poético de los idiomas
modernos, el menos inesperado; el segundo abunda en expresiones extrañas y
henchidas de sorpresa verbal. De ahí que la revolución poética moderna tenga
sentidos distintos en ambos idiomas.
La riqueza rítmica del inglés da su carácter al teatro
isabelino, a la poesía de los «metafísicos» y a la de los románticos. No
obstante, con cierta regularidad de péndulo, surgen reacciones de signo
contrario, períodos en los que la poesía inglesa busca insertarse de nuevo en
la tradición latina (3). Parece ocioso citar a Milton, Dryden y Pope. Estos
nombres evocan un sistema de versificación opuesto a lo que podría llamarse la
tradición nativa inglesa: el verso blanco de Milton, más latino que inglés, y
el heroic couplet, medio favorito de Pope. Sobre este último, Dryden decía que
it bounds and circumscribes the Fancy. La rima regula a la fantasía, es un
dique contra la marea verbal, una canalización del ritmo. La primera mitad de
nuestro siglo ha sido también una reacción «latina» en dirección contraria al
movimiento del siglo anterior, de Blake al primer Yeats. (Digo «primer» porque
este poeta, como Juan Ramón Jiménez, es varios poetas.) La renovación de la
poesía inglesa moderna se debe principalmente a dos poetas y a un novelista:
Ezra Pound, T. S. Eliot y James Joyce. Aunque sus obras no pueden ser más
distintas, una nota común las une: todas ellas son una reconquista de la
herencia europea. Parece innecesario añadir que se trata, sobre todo, de la
herencia latina: poesía provenzal e italiana en Pound; Dante y Baudelaire en
Eliot. En Joyce es más decisiva aún la presencia grecolatina y medieval: no en
balde fue un hijo rebelde de la Compañía de Jesús. Para los tres, la vuelta a
la tradición europea se inicia, y culmina, con una revolución verbal. La más
radical fue la de Joyce, creador de un lenguaje que, sin cesar de ser inglés,
también es todos los idiomas europeos. Eliot y Pound usaron primero el verso
libre rimado, a la manera de Laforgue; en su segundo momento, regresaron a
metros y estrofas fijos y entonces, según nos cuenta el mismo Pound, el ejemplo
de Gautier fue determinante. Todos estos cambios se fundaron en otro: la
substitución del lenguaje «poético» —o sea del dialecto literario de los poetas
de fin de siglo— por el idioma de todos los días. No el estilizado lenguaje
«popular», a la manera de Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, García Lorca o
Alberti, al fin de cuentas no menos artificial que el idioma de la poesía
«culta», sino el habla de la ciudad. No la canción tradicional: la
conversación, el lenguaje de las grandes urbes de nuestro siglo. En esto la
influencia francesa fue determinante. Pero las razones que movieron a los
poetas ingleses fueron exactamente las contrarias de las que habían inspirado a
sus modelos. La irrupción de expresiones prosaicas en el verso —que se inicia
con Victor Hugo y Baudelaire— y la adopción del verso libre y el poema en
prosa, fueron recursos contra la versificación silábica y contra la poesía
concebida como discurso rimado. Contra el metro, contra el lenguaje analítico:
tentativa por volver al ritmo, llave de la analogía o correspondencia
universal. En lengua inglesa la reforma tuvo una significación opuesta: no
ceder a la seducción rítmica, mantener viva la conciencia crítica aun en los
momentos de mayor abandono (4). En uno y otro idioma los poetas buscaron
sustituir la falsedad de la dicción «poética» por la imagen concreta. Pero en
tanto que los franceses se rebelaron contra la abstracción del verso silábico,
los poetas de lengua inglesa se rebelan contra la vaguedad de la poesía
rítmica.
The Waste Land ha sido juzgado como un poema
revolucionario por buena parte de la crítica inglesa y extranjera. No obstante,
sólo a la luz de la tradición del verso inglés puede entenderse cabalmente la
significación de este poema. Su tema no es simplemente la descripción del
helado mundo moderno, sino la nostalgia de un orden universal cuyo modelo es el
orden cristiano de Roma. De ahí que su arquetipo poético sea una obra que es la
culminación y la expresión más plena de este mundo: la Divina Comedia. Al orden
cristiano —que recoge, transmuta y da un sentido de salvación personal a los
viejos ritos de fertilidad de los paganos— Eliot opone la realidad de la
sociedad moderna, tanto en sus brillantes orígenes renacentistas como en su
sórdido y fantasmal desenlace contemporáneo. Así, las citas del poema —sus
fuentes espirituales— pueden dividirse en dos porciones. Al mundo de salud
personal y cósmica aluden las referencias a Dante, Buda, San Agustín, los
Upanishad y los mitos de vegetación. La segunda porción se subdivide, a su vez,
en dos: la primera corresponde al nacimiento de nuestra edad; la segunda, a su
presente situación. Por una parte, fragmentos de Shakespeare, Spenser, Webster,
Marvell, en los que se refleja el luminoso nacimiento del mundo moderno; por la
otra, Baudelaire, Nerval, el folklore urbano, la lengua coloquial de los
arrabales. La vitalidad de los primeros se revela en los últimos como vida
desalmada. La visión de Isabel de Inglaterra y de Lord Robert en una barca
engalanada con velas de seda y gallardetes airosos, como una ilustración de un
cuadro de Tiziano o del Veronés, se resuelve en la imagen de la empleada,
poseída por un petimetre un fin de semana.
A esta dualidad espiritual corresponde otra en el
lenguaje. Eliot se reconoce deudor de dos corrientes: los isabelinos y los
simbolistas (especialmente Laforgue). Ambas le sirven para expresar la
situación del mundo contemporáneo. En efecto, el hombre moderno empieza a
hablar por boca de Harnlet, Próspero y algunos héroes de Marlowe y Webster.
Pero empieza a hablar como un ser sobrehumano y sólo hasta Baudelaire se expresa
como un hombre caído y un alma dividida. Lo que hace a Baudelaire un poeta
moderno no es tanto la ruptura con el orden cristiano, cuanto la conciencia de
esa ruptura. Modernidad es conciencia. Y conciencia ambigua: negación y
nostalgia, prosa y lirismo. El lenguaje de Eliot recoge esta doble herencia:
despojos de palabras, fragmentos de verdades, el esplendor del Renacimiento
inglés aliado a la miseria y aridez de la urbe moderna. Ritmos rotos, mundos de
asfalto y ratas atravesado por relámpagos de belleza caída. En ese reino de
hombres huecos, al ritmo sucede la repetición. Las guerras púnicas son también
la primera Guerra Mundial; confundidos, presente y pasado se deslizan hacia un
agujero que es una boca que tritura: la historia. Más tarde, esos mismos hechos
y esas mismas gentes reaparecen, desgastadas, sin perfiles, flotando a la
deriva sobre un agua gris. Todos son aquél y aquél es ninguno. Este caos
recobra significación apenas se le enfrenta al universo de salud que representa
Dante. La conciencia de la culpa es asimismo nostalgia, conciencia del exilio.
Pero Dante no necesita probar sus afirmaciones y su palabra sostiene sin
fatiga, como el tallo a la fruta, el significado espiritual: no hay ruptura
entre palabra y sentido; Eliot, en cambio, debe acudir a la cita y al collage.
El florentino se apoya en creencias vivas y compartidas; el inglés, como indica
el crítico G. Brooks, tiene por tema «la rehabilitación de Un sistema de
creencias conocido pero desacreditado»(5). Puede ahora comprenderse en qué
sentido el poema de Eliot es asimismo una reforma poética no sin analogías con
las de Milton y Pope. Es una restauración, pero es una restauración de algo
contra lo que Inglaterra, desde el Renacimiento, se ha rebelado: Roma.
Nostalgia de un
orden espiritual, las imágenes y ritmos de The Waste Land niegan el principio
de analogía. Su lugar lo ocupa la asociación de ideas, destructora de la unidad
de la conciencia, tía utilización sistemática de este procedimiento es uno de
los aciertos más grandes de Eliot. Desaparecido el mundo de valores cristianos
—cuyo centro es, justamente, la universal analogía o correspondencia entre
cielo, tierra e infierno— no le queda nada al hombre, excepto la asociación
fortuita y casual de pensamiento e imágenes. El mundo moderno ha perdido
sentido y el testimonio más crudo de esa ausencia de dirección es el
automatismo de la asociación de ideas, que no está regido por ningún ritmo
cósmico o espiritual, sino por el azar. Todo ese caos de fragmentos y ruinas se
presenta como la antítesis de un universo teológico, ordenado conforme a los
valores de la Iglesia romana. El hombre moderno es el personaje de Eliot. Todo
es ajeno a él y él en nada se reconoce. Es la excepción que desmiente todas las
analogías y correspondencias. El hombre no es árbol, ni planta, ni ave. Está
solo en medio de la creación. Y cuando toca un cuerpo humano no roza un cielo,
como quería Novalis, sino que penetra en una galería de ecos. Nada menos
romántico que este poema. Nada menos inglés. La contrapartida de The Waste Land
es la Comedia, y su antecedente inmediato, Las flores del mal. ¿Será necesario
añadir que el título original del libro de Baudelaire era Limbos, y que The
Waste Land representa, dentro del universo de Eliot, según declaración del mismo
autor, no el Infierno sino el Purgatorio?
Pound, il miglior fabbror es el maestro de Eliot y a él
se debe el «simultaneísmo» de The Waste Land, procedimiento del que se usa y
abusa en los Cantos. Ante la crisis moderna, ambos poetas vuelven los ojos
hacia el pasado y actualizan la historia: todas las épocas son esta época. Pero
Eliot desea efectivamente regresar y reinstalar a Cristo; Pound se sirve del
pasado como otra forma del futuro. Perdido el centro de su mundo, se lanza a
todas las aventuras. A diferencia de Eliot, es un reaccionario, no un
conservador. En verdad, Pound nunca ha dejado de ser norteamericano y es el
legítimo descendiente de Whitman, es decir, es un hijo de la Utopía. Por eso
valor y futuro se le vuelven sinónimos: es valioso lo que contiene una garantía
de futuro. Vale todo aquella que acaba de nacer y aún brilla con la luz húmeda
de lo que está más allá del presente. El Che-King y los poemas de Arnault,
justamente por ser tan antiguos, también son nuevos: acaban de ser
desenterrados, son lo desconocido. Para Pound la historia es marcha, no
círculo. Si se embarca con Odiseo, no es para regresar a Itaca, sino por sed de
espacio histórico: para ir hacia allá, siempre más allá, hacia el futuro. La
erudición de Pound es un banquete tras de una expedición de conquista; la de
Eliot, la búsqueda de una pauta que dé sentido a la historia, fijeza al
movimiento. Pound acumula las citas con un aire heroico de saqueador de tumbas;
Eliot las ordena como alguien que recoge reliquias de un naufragio. La obra del
primero es un viaje que acaso no nos lleva a ninguna parte; la de Eliot, una
búsqueda de la casa ancestral.
Pound está
enamorado de las grandes civilizaciones clásicas o, más bien, de ciertos
momentos que, no sin arbitrariedad, considera arquetípicos. Los Cantos son una
actualización en términos modernos —una presentación— de épocas, nombres y
obras ejemplares. Nuestro mundo flota sin dirección; vivimos bajo el imperio de
la violencia, mentira, agio y chabacanería porque hemos sido amputados del pasado.
Pound nos propone una tradición: Confucio, Malatesta, Adams, Odiseo... La
verdad es que nos ofrece tantas y tan diversas porque él mismo no tiene
ninguna. Por eso va de la poesía provenzal a la china, de Sófocles a Frobenius.
Toda su obra es una dramática búsqueda de esa tradición que él y su país han
perdido. Pero esa tradición no estaba en el pasado; la verdadera tradición de
los Estados Unidos, según se manifiesta en Whitman, era el futuro: la libre
sociedad de los camaradas, la nueva Jerusalén democrática. Los Estados Unidos
no han perdido ningún pasado; han perdido su futuro. El gran proyecto histórico
de los fundadores de esa nación fue malogrado por los monopolios financieros,
el imperialismo, el culto a la acción por la acción, el odio a las ideas. Pound
se vuelve hacia la historia e interroga a los libros y a las piedras de las
grandes civilizaciones. Si se extravía en esos inmensos cementerios es porque
le hace falta un guía: una tradición central. La herencia puritana, como lo vio
muy bien Eliot, no podía ser un puente: ella misma es ruptura, disidencia de
Occidente.
Ante la desmesura de su patria, Pound busca una medida
—sin darse cuenta que él también es desmesurado. El héroe dé los Cantos no es
el ingenioso Ulises, siempre dueño de sí, ni el maestro Kung, que conoce el
secreto de la moderación, sino un ser exaltado, tempestuoso y sarcástico, a un
tiempo esteta, profeta y clown: Pound, el poeta enmascarado, encarnación del
antiguo héroe de la tradición romántica. Es lo contrario de una casualidad que
la obra anterior a los Cantos se ampare bajo el título de Personae: la máscara
latina. En ese libro, que contiene algunos de los poemas más hermosos del
siglo, Pound es Bertrán de Born, Propercio, Li Po —sin dejar nunca de ser Ezra
Pound. El mismo personaje, cubierto el rostro por una sucesión no menos
prodigiosa de antifaces, atraviesa las páginas confusas y brillantes, lirismo
transparente y galimatías, de los Cantos. Esta obra, como visión del mundo y de
la historia, carece de centro de gravedad; pero su personaje es una figura
grave y central. Es real aunque se mueva en un escenario irreal. El tema de los
Cantos no es la ciudad ni la salud colectiva sino la antigua historia de la
pasión, condenación y transfiguración del poeta solitario. Es el último gran
poema romántico de la lengua inglesa y, tal vez, de Occidente. La poesía de
Pound no está en la línea de Hornero, Virgilio, Dante y Goethe; tal vez tampoco
en la de Propercio, Quevedo y Baudelaire. Es poesía extraña, discordante y
entrañable a un tiempo, como la de los grandes nombres de la tradición inglesa
y yanqui. Para nosotros, latinos, leer a Pound es tan sorprendente y
estimulante como habrá sido para él leer a Lope de Vega o a Ronsard.
Los sajones son los disidentes de Occidente y sus creaciones
más significativas son excéntricas con respecto a la tradición central de
nuestra civilización, que es latino—germánica. A diferencia de Pound y de Eliot
—disidentes de la disidencia, heterodoxos en busca de una imposible ortodoxia
mediterránea— Yeats nunca se rebeló contra su tradición. La influencia de
pensamientos y poéticas extrañas e inusitadas no contradice sino subraya, su
esencial romanticismo. Mitología irlandesa, ocultismo hindú y simbolismo
francés son influencias de tonalidades e intenciones semejantes. Todas estas
corrientes afirman la identidad última entre el hombre y la naturaleza; todas
ellas se reclaman herederas de una tradición y un saber perdidos, anteriores a
Cristo y a Roma; en todas ellas, en fin, se refleja un mismo ciclo poblado de
signos que sólo el poeta puede leer. La analogía es el lenguaje del poeta.
Analogía es ritmo. Yeats continúa la línea de Blake. Eliot marca el otro tiempo
del compás. En el primero triunfan los valores rítmicos; en el segundo, los
conceptuales. Uno inventa o resucita mitos, el poeta en el sentido original de
la palabra. El otro se sirve de los antiguos mitos para revelar la condición
del hombre moderno.
Concluyo: la reforma poética de Pound, Eliot, Wallace
Stevens, cummings (6) y Marienne Moore puede verse como una re-latinización de
la poesía de lengua inglesa. Es revelador que todos estos poetas fuesen
oriundos de los Estados Unidos. El mismo fenómeno se produjo, un poco antes, en
América Latina: a semejanza de los poetas yanquis, que le recordaron a la
poesía inglesa su origen europeo, los «modernistas» hispanoamericanos
reanudaron la tradición europea de la poesía de lengua española, que había sido
rota u olvidada en España. La mayoría de los poetas angloamericanos intentó
trascender la oposición entre versificación acentual y regularidad métrica,
ritmo y discurso, analogía y análisis, sea por la creación de un lenguaje
poético cosmopolita (Pound, Eliot, Stevens) o por la americanización de la
vanguardia europea (cummings y William Carlos Williams). Los primeros buscaron
en la tradición europea un clasicismo; los segundos, una antitradición. William
Carlos Williams se propuso reconquistar el American idiom, ese mito que desde
la época de Whitman reaparece una y otra vez en la literatura angloamericana.
Si la poesía de Williams es, en cierto modo, una vuelta a Whitman, hay que
agregar que se trata de un Whitman visto con los ojos de la vanguardia europea.
Lo mismo debe decirse de los poetas que, en los últimos quince o veinte años,
han seguido el camino de Williams. Este episodio paradójico es ejemplar: los
poetas europeos, en especial los franceses, vieron en Whitman —en su verso
libre tanto como en su exaltación del cuerpo— un profeta y un modelo de su
rebelión contra el verso silábico regular; hoy, los jóvenes poetas ingleses y
angloamericanos buscan en la vanguardia francesa (surrealismo y Dada) y en
menor grado en otras tendencias —en el expresionismo alemán, el futurismo ruso
y en algunos poetas de América Latina y España— aquello mismo que los europeos
buscaron en Whitman. En el otro extremo de la poesía contemporánea
angloamericana, W. H. Auden, John Berryman y Robert Lowell también miran hacia
Europa pero lo que buscan en ella, ya que no una imposible reconciliación, es
un origen. El origen de una norma que, según ellos, la misma Europa ha perdido.
Después de lo
dicho apenas si es necesario extenderse en la evolución de la poesía francesa
moderna. Bastará con mencionar algunos episodios característicos. En primer
término, la presencia del romanticismo alemán, más como una levadura que como
influencia textual» Aunque muchas de las ideas de Baudelaire y de los
simbolistas se encuentra en Novalis y en otros poetas y filósofos alemanes, no
se trata de un préstamo sino de un estímulo. Alemania fue una atmósfera
espiritual. En algunos casos, sin embargo, hubo trasplante. Nerval no sólo
tradujo e imitó a Goethe ya varios románticos menores; una de las Quimeras
(Deifica) está inspirada directamente en Mignon: Kennst du das Land, wo die
Zitronen blühn... La canción lírica de Goethe se transforma en un soneto
hermético que es un verdadero templo (en el sentido de Nerval: sitio de
iniciación y consagración). La contribución inglesa también fue esencial. Los
alemanes ofrecieron a Francia una visión del mundo y una filosofía simbólica;
los ingleses, un mito: la figura del poeta como un desterrado, en lucha contra
los hombres y los astros. Más tarde Baudelaire descubriría a Poe. Un
descubrimiento que fue una recreación. La desdicha funda una estética en la que
la excepción, la belleza irregular, es la verdadera regla. El extraño poeta
Baudelaire—Poe mina así las bases éticas y metafísicas del clasicismo. En
cambio, excepto como ruinas ilustres o paisajes pintorescos, Italia y España
desaparecen. La influencia de España, determinante en los siglos XVI y XVII, es
inexistente en el XIX: Lautréamont cita de paso, en Poésies, a Zorrilla (¿lo
leyó?) y Hugo proclama su amor por nuestro Romancero. No deja de ser notable
esta indiferencia, si se piensa que la literatura española —especialmente
Calderón— impresionó profundamente a los románticos alemanes e ingleses.
Sospecho que la razón de estas actitudes divergentes es la siguiente: mientras
alemanes e ingleses ven en los barrocos españoles una justificación de su propia
singularidad, los poetas franceses buscan algo que no podía darles España sino
Alemania: un principio poético contrario a su tradición.
El contagio alemán, con su énfasis en la correspondencia
entre sueño y realidad y su insistencia en ver a la naturaleza como un libro de
símbolos, no podía circunscribirse a la esfera de las ideas. Si el verbo es el
doble del cosmos, el campo de la experiencia espiritual es el lenguaje. Hugo es
el primero que ataca a la prosodia. Al hacer más flexible el alejandrino, prepara
la llegada del verso libre. Sin embargo, debido a la naturaleza de la lengua,
la reforma poética no podía consistir en un cambio del sistema de
versificación. Ese cambio, por lo demás, era y es imposible. Se pueden
multiplicar las cesuras en el interior del verso y practicar el enjambement:
siempre faltarán los apoyos rítmicos de la versificación acentual. El verso
libre francés se distingue del de los otros idiomas en ser combinación de
distintas medidas silábicas y no de unidades rítmicas diferentes. Por eso
Claudel acude a la asonancia y Saint John Perse a la rima interior y a la
aliteración. De ahí que la reforma haya consistido en la intercomunicación
entre prosa y verso. La poesía francesa moderna nace con la prosa romántica y
sus precursores son Rousseau y Chateaubriand. La prosa deja de ser la servidora
de la razón y se vuelve el confidente de la sensibilidad. Su ritmo obedece a
las efusiones del corazón y a los saltos de la fantasía. Pronto se convierte en
poema. La analogía rige el universo de Aurelia; y los ensayos de Aloysius
Bertrand y de Baudelaire desembocan en la vertiginosa sucesión de visiones de
Las iluminaciones. La imagen hace saltar a la prosa como descripción o relato.
Lautréamont consuma la ruina del discurso y la demostración. Nunca ha sido tan
completa la venganza de la poesía. El camino quedaba abierto para libros como
Nadja, Le Paysan de Paris y Un Certain Plume... El verso se beneficia de otra
manera. El primero que acepta elementos prosaicos es Hugo; después, con mayor
lucidez y sentido, Baudelaire. No se trataba de una reforma rítmica sino de la
inserción de un cuerpo extraño —humor, ironía, pausa reflexiva— destinado a
interrumpir el trote de las sílabas. La aparición del prosaísmo es un alto, una
cesura mental; suspensión del ánimo, su función es provocar una irregularidad.
Estética de la pasión, filosofía de la excepción. El paso siguiente fue la
poesía popular y, sobre todo, el verso libre. Sólo que, por lo dicho más
arriba, las posibilidades del verso libre eran limitadas; Eliot observa que en
manos de Laforgue no era sino una contracción o distorsión del alejandrino
tradicional. Por un momento pareció que no se podía ir más allá del poema en
prosa y del verso libre. El proceso había llegado a su término. Pero en 1897,
un año antes de su muerte, Mallarmé publica en una revista Un Coup de des
jamáis n'abolirá le hasard.
Lo primero que sorprende es la disposición tipográfica
del poema. Impresas en caracteres de diversos tamaños y espesores —versales,
negrillas, bastardillas— las palabras se reúnen o dispersan de una manera que
dista de ser arbitraria pero que no es la habitual ni de la prosa ni de la
poesía. Sensación de encontrarse ante un cartel o aviso de propaganda. Mallarmé
compara esta distribución a una partitura; la différence de caracteres
d'imprimerie... dicte son importance a Vemission órale. Al mismo tiempo,
advierte que no se tratapropiamente de versos —traits sonores réguliers— sino
de subdivisions prísmatiques de Vldée. Música para el entendimiento y no para
la oreja; pero un entendimiento que oye y ve con los sentidos interiores. La
Idea no es un objeto de la razón sino una realidad que el poema nos revela en
una serie de formas fugaces, es decir, en un orden temporal. La Idea, igual a
sí misma siempre, no puede ser contemplada en su totalidad porque el hombre es
tiempo, perpetuo movimiento: lo que vernos y oímos son las «subdivisiones» de
la Idea a través del prisma del poema. Nuestra aprehensión es parcial y
sucesiva. Además, es simultánea: visual(imágenes suscitadas por el texto),
sonora (tipografía: recitación mental) y espiritual (significados
intuitivos,conceptuales y emotivos). Más adelante, en la misma nota que precede
al poema, el poeta nos confía que no fue extranjera a su inspiración la música
escuchada en el concierto. Y para hacer más completa su afirmación, agrega que
su texto inaugura un género que será al antiguo verso lo que la sinfonía es a
la música vocal. La nueva forma, insinúa, podrá servir para los temas de
imaginación pura y para los del intelecto, mientras que el verso tradicional
seguirá siendo el dominio de la pasión y de la fantasía. Por último, nos
entrega una observación capital: su poema es una tentativa de reunión de
poursmtes particuliéres et chéres anotre temps, le vers libre et le poéme en
prose.
Aunque la
influencia de Mallarmé ha sido central en la historia de la poesía moderna,
dentro y fuera de Francia, no creo que hayan sido exploradas enteramente todas
las vías que abre a la poesía este texto. Tal vez en esta segunda mitad del siglo,
gracias a la invención de instrumentos cada vez más perfectos de reproducción
sonora de la palabra, la forma poética iniciada por Mallarmé se desplegará en
toda su riqueza. La poesía occidental nació aliada a la música; después, las
dos artes se separaron y cada vez que se ha intentado reunirías el resultado ha
sido la querella o la absorción de la palabra por el sonido. Así, no pienso en
una alianza entre ambas. La poesía tiene su propia música: la palabra. Y esta
música, según lo muestra Mallarmé, es más vasta que la del verso y la prosa
tradicionales. De una manera un poco sumaría, pero que es testimonio de su
lucidez, Apollinaire afirma que los días del libro están contados: la
typographie termine brillamment la carriére, a ¡'aurore des moyens noveaux de
reproduction que sont le cinema et le pbonograpbe. No creo en el fin de la
escritura; creo que cada vez más el poema tenderá a ser una partitura. La
poesía volverá a ser palabra dicha.
Un Coup de des cierra un período, el de la poesía
propiamente simbolista, y abre otro: el de la poesía contemporánea. Dos vías
parten de Un Coup de des: una va de Apollinaire a los surrealistas; otra de
Claudel a Saint John Perse. El ciclo aún no se cierra y de una manera u otra la
poesía de Rene Char, Francis Ponge e Yves Bonnefoy se alimenta de la tensión,
unión y separación, entre prosa y verso, reflexión y canto. A pesar de su
pobreza rítmica, gracias a Mallarmé la lengua francesa ha desplegado en este
medio siglo las posibilidades que contenía virtualmente el romanticismo alemán.
Al mismo tiempo, por camino distinto al de la poesía inglesa, pero con
intensidad semejante, es palabra que reflexiona sobre sí misma, conciencia de
su canto. En fin, la poesía francesa ha destruido la ilusoria arquitectura de
la prosa y nos ha mostrado que la sintaxis se apoya en un abismo. Devastación
de lo que tradicionalmente se llama «espíritu francés»: análisis discurso,
meditación moral, ironía, psicología y todo lo demás. La rebelión poética más
profunda del siglo se operó ahí donde el espíritu discursivo se había apoderado
casi totalmente de la lengua, al grado que parecía desprovista de poderes
rítmicos. En el centro de un pueblo razonador brotó un bosque de imágenes, una
nueva orden de caballería, armada de punta en blanco con armas envenenadas. A
cien años de distancia del romanticismo alemán, la poesía volvió a combatir en
las mismas fronteras. Y esa rebelión fue primordialmente rebelión contra el
verso francés: contra la versificación silábica y el discurso poético.
El verso español combina de una manera más completa que
el francés y el inglés la versificación acentual y la silábica. Se muestra así
equidistante de los extremos de estos idiomas. Pedro Henríquez Ureña divide al
verso español en dos grandes corrientes: la versificación regular —fundada en
esquemas métricos y estróficos fijos, en los que cada verso está compuesto por
un número determinado de sílabas— y la versificación irregular, en la que no
importa tanto la medida como el golpe rítmico de los acentos. Ahorabien, los acentos
tónicos son decisivos aun en el caso de la más pura versificación silábica y
sin ellos no hay verso en español. La libertad rítmica se ensancha en virtud de
que los metros españoles en realidad no exigen acentuación fija; incluso el más
estricto, el endecasílabo, consiente una gran variedad de golpes rítmicos: en
las sílabas cuarta y octava; en la sexta; en la cuarta y la séptima; en la
cuarta; en la quinta. Agréguese el valor silábico variable de esdrújulos y
agudos, la disolución de los diptongos, las sinalefas y demás recursos que
permiten modificar la cuenta de las sílabas. En verdad, no se trata propiamente
de dos sistemas independientes, sino de una sola corriente en la que se
combaten y separan, se alternan y funden, las versificaciones silábica y
acentual.
La lucha que entablan en la entraña del español la
versificación regular y la rítmica no se expresa como oposición entre la imagen
y el concepto. Entre nosotros la dualidad se muestra como tendencia a la
historia e inclinación por el canto. El verso español, cualquiera que sea su
longitud, consiste en una combinación de acentos —pasos de danza— y medida
silábica. Es una unidad en la que se abrazan dos contrarios: uno que es danza y
otro que es relato lineal, marcha en el sentido militar de la palabra. Nuestro
verso tradicional, el octosílabo, es un verso a caballo, hecho para trotar y
pelear, pero también para bailar. La misma dualidad se observa en los metros
mayores, endecasílabos y alejandrinos, que han servido a Berceo y Ercilla para
narrar ya San Juan y Darío para cantar. Nuestros metros oscilan entre la danza
y el galope y nuestra poesía se mueve entre dos polos: el Romancero y el
Cántico espiritual. El verso español posee una natural facilidad para contar
sucesos heroicos y cotidianos, con objetividad, precisión y sobriedad. Cuando
se dice que ^ rasgo que distingue a nuestra poesía épica es el realismo, ¿se
advierte que este realismo ingenuo y, por tanto, de naturaleza muy diversa al
moderno, —siempre intelectual e ideológico, coincide con el carácter del ritmo
español? Versos viriles, octosílabos y alejandrinos, muestran una irresistible
vocación por la crónica y el relato. El romance nos lleva siempre a relatar. En
pleno apogeo de la llamada «poesía pura», arrastrado por el ritmo del octosílabo,
García Lorca vuelve a la anécdota y no teme incurrir en el pormenor
descriptivo. Esos episodios y esas imágenes perderían su valor en combinaciones
métricas más irregulares. Alfonso Reyes, al traducir la Ilíada, no tiene más
remedio que regresar al alejandrino. En cambio, nuestros poetas fracasan cuando
intentan el relato en versos libres, según se ve en los largos y
desencuadernados pasajes del Canto general, de Pablo Neruda. (En otros casos
acierta plenamente, como en Alturas de Machu Picchu; mas ese poema no es
descripción ni relato, sino canto.) Darío fracasó también cuando quiso crear
una suerte de hexámetro para sus tentativas épicas. No deja de ser extraña esta
modalidad si se piensa que nuestra poesía épica medieval es irregular y que la
versficación silábica se inicia en la lírica, en el siglo XV. Sea como sea,los
acentos tónicos expresan nuestro amor por el garbo, el donaire y, más
profundamente, por el furor danzante. Los acentos españoles nos llevan a
concebir al hombre como un ser extremoso y, al mismo tiempo,como el sitio de
encuentro de los mundos inferiores y superiores. Agudos, graves, esdrújulos,
sobresdrújulos —golpes sobre el cuero del tambor, palmas, ayes, clarines: la
poesía de lengua española es jarana y danza fúnebre, baile erótico y vuelo
místico. Casi todos nuestros poemas, sin excluir a los místicos, se pueden
cantar y bailar, como dicen que bailaban los suyos los filósofos presocráticos.
Esta dualidad
explica la antítesis y contrastes en que abunda nuestra poesía. Si el barroquismo
es juego dinámico, claroscuro, oposición violenta entre esto y aquello,
nosotros somos barrocos por fatalidad del idioma. En la lengua misma ya están,
en germen, todos nuestros contrastes, el realismo de los místicos y el
misticismo de los picaros. Pero ya es cansancio aludir a esas dos venas,
gemelas y contrarias, de nuestra tradición. ¿Y qué decir de Góngora? Poeta
visual, no hay nada más plástico que sus imágenes; y, simultáneamente, nada
menos hecho para los ojos: hay luces que ciegan. Esta doble tendencia combate
sin cesar en cada poema e impulsa al poeta a jugarse el todo por el todo del
poema en una imagen cerrada como un puño. De ahí la tensión, el carácter
rotundo, la valentía de nuestros clásicos. De ahí, también, las caídas en lo
prolijo, el efectismo, la tiesura y ese constante perderse en los corredores
del castillo de sal si puedes de lo ingenioso. Pero a veces la lucha cesa y
brotan versos transparentes en que todo pacta y se acompasa:
Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas...
milagrosa combinación de acentos y claras consonantes y
vocales. El idioma se viste «de hermosura y luz no usada». Todo se transfigura,
todo se desliza, danza o vuela, movido por unos cuantos acentos. El verso español
lleva espuelas en los viejos zapatos, pero también alas. Y es tal el poder
expresivo del ritmo que a veces basta con los puros elementos sonoros para que
la iluminación poética se produzca, como en el obsesionante y tan citado:
un no sé qué que quedan balbuciendo
de San Juan de la Cruz. El éxtasis no se manifiesta como
imagen, ni como idea o concepto. Es, verdaderamente, lo inefable expresándose
inefablemente. El idioma ha llegado, sin esfuerzo, a su extrema tensión. El
verso dice lo indecible. Es un tartamudeo que lo dice todo sin decir nada,
ardiente repetición de un pobre sonido: ritmo puro. Compárese este verso con
uno de Eliot, en The Waste Land y que pretende expresar el mismo arrobo, a un
tiempo henchido y vacío de palabras: el poeta inglés acude a una cita en lengua
sánscrita. Lo sagrado —o, al menos, una cierta familiaridad con lo divino,
entrañable y fulminante al mismo tiempo— parece encarnar en nuestra lengua con
mayor naturalidad que en otras. Y del mismo modo: Augurios de inocencia, de Blake,
dice cosas que jamás se han dicho en español y que, acaso, jamás se dirán.
La prosa sufre más que el verso de esta continua tensión.
Y es comprensible: la lucha se resuelve» en el poema, con el triunfo cíe la
imagen, que abraza los contrarios sin aniquilarlos. El concepto en cambio,
tiene que forcejear entre dos fuerzas enemigas, Por eso la prosa española
triunfa en él relato y prefiere la descripción al razonamiento. La frase se nos
alarga entre comas y paréntesis; si la cortamos con puntos, el párrafo se
convierte en una sucesión de disparos, un jadeo de afirmaciones entrecortadas y
los trozos de la serpiente saltan en todas direcciones. En ocasiones, para que
la marcha no resulte monótona, recurrimos a las imágenes. Entonces el discurso
vacila y las palabras se echan a bailar. Rozamos las fronteras de lo poético
o,con más frecuencia, de la oratoria. Sólo la vuelta a lo concreto, a lo
palpable con los ojos del cuerpo y del alma, devuelve su equilibrio a la prosa.
Novelistas, cronistas, teólogos o místicos, todos los grandes prosistas
españoles relatan, cuentan, describen, abandonan las ideas por las imágenes,
esculpen los conceptos. Inclusive un filósofo como Ortega y Gasset ha creado
una prosa que no se rehúsa a la plasticidad de la imagen. Prosa solar, las
ideas desfilan bajo una luz de mediodía, cuerpos hermosos en un aire
transparente y resonante, aire de alta meseta hecha para los ojos y la
escultura. Nunca las ideas se habían movido con mayor donaire: «hay estilos de
pensar que son estilos de danzar». La naturaleza del idioma favorece el
nacimiento de talentos extremados, solitarios y excéntricos. Al revés de lo que
pasa en Francia, entre nosotros la mayoría escribe mal y canta bien. Aun entre
los grandes escritores, las fronteras entre prosa y poesía son indecisas. En
español hay una prosa en el sentido artístico del vocablo, es decir, en el
sentido en que el prosista Valle Inclán es un gran poeta, pero no la hay en el
sentido recto de la palabra: discurso, teoría intelectual.
Cada vez que surge
un gran prosista, nace de nuevo el lenguaje. Con él empieza una nueva
tradición. Así, laprosa tiende a confundirse con la poesía, a ser ella misma
poesía. El poema, por el contrario, no puede apoyarse en la prosa española.
Situación única en la época moderna. La poesía europea contemporánea es
inconcebible sin los estudios críticos que la preceden, acompañan y prolongan.
Una excepción sería la de Antonio Machado. Pero hay una ruptura entre su
poética —al menos entre lo que considero el centro de su pensamiento— y su
poesía. Ante el simbolismo de los poetas «modernistas» y ante las imágenes de
la vanguardia, Machado mostró la misma reticencia; y frente a las experiencias
de este último movimiento sus juicios fueron severos e incomprensivos. Su
oposición a estas tendencias lo hizo regresar a las formas de la canción
tradicional. En cambio, sus reflexiones sobre la poesía son plenamente modernas
y aun se adelantan a su tiempo. Al prosista, no al poeta, debemos esta
intuición capital: la poesía, si es algo, es revelación de la «esencial
heterogeneidad del ser», erotismo, «otredad». Sería vano buscar en sus poemas
la revelación de esa «otredad» o la visión de nuestra extrañeza. Su
descubrimiento aparece en su obra poética como idea, no como realidad, quiero
decir: no se tradujo en la creación de un lenguaje que encarnase nuestra
«otredad».Así, no tuvo consecuencias en su poesía.
Durante muchos años el prestigio de la preceptiva
neoclásica impidió una justa apreciación de nuestra poesía medieval. La
versificación irregular parecía titubeo e incertidumbre de aprendices. La
presencia de metros de distintas longitudes en nuestros cantares épicos era
fruto de la torpeza del poeta, aunque los entendidos advertían cierta tendencia
a la regularidad métrica. Sospecho que esa tendencia «a la regularidad» es una
invención moderna. Ni el poeta ni los oyentes oían las «irregularidades»
métricas y sí eran muy sensibles a su profunda unidad rítmica e imaginativa. No
creo, además, que sepamos cómo se decían esos versos. Se olvida con frecuencia
que no solamente pensamos y vivimos de una manera distinta a la de nuestros
antepasados, sino que también oímos y vemos de otro modo. Hacia el fin del
medievo se inicia el apogeo de la versificación regular. Pero la adopción de
los metros regulares no hizo desaparecer la versificación acentual porque, como
ya se ha dicho, no se trata de sistemas distintos sino de dos tendencias en el
seno de una misma corriente. Desde el triunfo de la versificación italiana, en
el siglo XVI, solamente en dos períodos la balanza se ha inclinado hacia la
versificación amétrica: en el romántico y en el moderno. En el primero, con
timidez; en el segundo, abiertamente. El período moderno se divide en dos
momentos: el «modernista», apogeo de las influencias parnasianas y simbolistas
de Francia, y el contemporáneo. En ambos, los poetas hispanoamericanos fueron
los iniciadores de la reforma; y en las dos ocasiones la crítica peninsular
denunció el «galicismo mental» de los hispanoamericanos —para más tarde
reconocer que esas importaciones e innovaciones eran también, y sobre todo, un
redescubrimiento de los poderes verbales del castellano.
El movimiento «modernista» se inicia hacia 1885 y se
extingue, en América, en los años de la primera Guerra Mundial. En España
principia y termina más tarde. La influencia francesa fue predominante.
Influyeron también, en menor grado, dos poetas norteamericanos (Poe y Whitman)
y un portugués (Eugenio de Castro). Hugo y Verlaine, especialmente el segundo,
fueron los dioses mayores de Rubén Darío. Tuvo otros. En su libro Los raros
(1896) ofrece una serie de retratos y estudios de los poetas que admiraba o le
interesaban: Baudelaire, Leconte de Lisie, Moréas, Villiers de l'Isle, Adam,
Castro, Poe y el cubano José Martí, como único escritor de lengua castellana...
Darío habla de Rimbaud, Mallarmé y, novedad mayor, de Lautréamont. El estudio
sobre Ducasse fue tal vez el primero que haya aparecido fuera de Francia; y
allá mismo sólo fue precedido, si no recuerdo mal, por los artículos de Léon
Bloy y Rémy de Gourmont. La poética del modernismo, despojada de la hojarasca
de la época, oscila entre el ideal escultórico de Gautier y la música
simbolista: «Yo persigo una forma que no encuentra mi estilo —dice Darío— y no
hallo sino la palabra que huye... y el cuello del gran cisne blanco que me
interroga». La «celeste unidad» del universo está en el ritmo. En el caracol
marino el poeta oye «un profundo oleaje y un misterioso viento: el caracol la
forma tiene de un corazón». El método de asociación poética de los
«modernistas», a veces verdadera manía, es la sinestesia. Correspondencias
entre música y colores, ritmo e ideas, mundo de sensaciones que riman con
realidades invisibles. En el centro, la mujer «la rosa sexual (que) al
entreabrirse conmueve todo lo que existe». Oír el ritmo de la creación —pero
asimismo verlo y palparlo— para construir un puente entre el mundo, los
sentidos y el alma: misión del poeta.
Nada más natural que el centro de sus preocupaciones
fuese la música del verso. La teoría acompañó a la práctica. Aparte de las
numerosas declaraciones de Darío, Díaz Mirón, Valencia y los demás corifeos del
movimiento, dos poetas dedicaron libros enteros al tema: el peruano Manuel
González Prada y el boliviano Ricardo Jaimes Freyre. Los dos sostienen que el
núcleo del verso es la unidad rítmica y no la medida silábica. Sus estudios
amplían y confirman la doctrina del venezolano Andrés Bello, que ya desde 1835
había señalado la función básica del acento tónico en la formación de las
cláusulas (o pies) que componen los períodos rítmicos. Los «modernistas»
inventaron metros, algunos hasta de veinte sílabas, adoptaron otros del
francés, el inglés y el alemán; y resucitaron muchos que habían sido olvidados
en España. Con ellos aparece en castellano el verso semilibre y el Ubre. La
influencia francesa en los ensayos de versificación amétrica fue menor; más
decisivo, a mi parecer, fue el ejemplo de Poe, Whitman y Castro. A principios
de siglo los poetas españoles acogieron estas novedades. La mayoría fue sensible
a la retórica «modernista» pero pocos advirtieron la verdadera significación
del movimiento. Y dos grandes poetas mostraron su reserva: Unamuno con cierta
impaciencia. Antonio Machado con amistosa lejanía. Ambos, sin embargo, usaron
muchas de las innovaciones métricas. Juan Ramón Jiménez, en un primer momento»
adoptó la manera más externa de la escuela; después, a semejanza del Rubén
Darío de Cantos de vida y esperanza aunque con un instinto más seguro de la
palabra interior, despojó al poema dé atavíos inútiles e intentó una poesía que
se ha llamado «desnuda» y que yo prefiero llamar esencial.
Jiménez no niega
al «modernismo»: asume su conciencia profunda. En su segundo y tercer períodos
se sirve de metros cortos tradicionales y del verso libre y semilibre de los
«modernistas». Su evolución poética se parece a la de Yeats. Ambos sufrieron la
influencia de los simbolistas franceses y de sus epígonos (ingleses e
hispanoamericanos); ambos aprovecharon la lección de sus seguidores (Yeats, más
generoso, confesó su deuda con Pound; Jiménez denigró a Guillen, García Lorca y
Cernuda); ambos parten de una poesía recargada que lentamente se aligera y
torna transparente; ambos llegan a la vejez para escribir sus mejores poemas.
Su carrera hacia la muerte fue carrera hacia la juventud poética. En todos sus
cambios Jiménez fue fiel a sí mismo. No hubo evolución sino maduración,
crecimiento. Su coherencia escomo la del árbol que cambia pero no se desplaza.
No fue un poeta simbolista: es el simbolismo en lengua española. Al decir esto
no descubro nada; él mismo lo dijo muchas veces. La crítica se empeña en ver en
el segundo y tercer Jiménez a un negador del «modernismo»: ¿cómo podría serlo
si lo lleva a sus consecuencias más extremas y, añadiré, naturales: la
expresión simbólica del mundo? Unos años antes de morir escribe Espacio, largo
poema que es una recapitulación y una crítica de su vida poética. Está frente
al paisaje tropical de Florida (y frente a todos los paisajes que ha visto o
presentido): ¿habla solo o conversa con los árboles? Jiménez percibe por
primera vez, y quizá por última, el silencio in-significante de la naturaleza.
¿O son las palabras humanas las que únicamente son aire y ruido? La misión del
poeta, nos dice, no es salvar al hombre sino salvar al mundo: nombrarlo.
Espacio uno de los monumentos de la conciencia poética moderna y con ese texto
capital culmina y termina la interrogación que el gran cisne hizo a Darío en su
juventud.
El «modernismo» también abre la vía de la
interpenetración entre prosa y verso. El lenguaje hablado, y asimismo, el
vocablo técnico y el de la ciencia, la expresión en francés o en inglés y, en
fin, todo lo que constituye el habla urbana. Aparecen el humor, el monólogo, la
conversación, el collage verbal Como siempre, Darío es el primero. El verdadero
maestro, sin embargo, es Leopoldo Lugones, uno de los más grandes poetas de
nuestra lengua (o quizá habría que decir: uno de nuestros más grandes
escritores). En 1909 publica Lunario sentimental. Es Lafargüe pero un La forgue
desmesurado, con menos corazón y más ojos y en el que la ironía ha crecido
hasta volverse visión descomunal y grotesca. El mundo visto por un telescopio
desde una ventanuca de Buenos Aires. El lote baldío es una cuenca lunar. La
inmensa llanura sudamericana entra por la azotea y se tiende en la mesa del
poeta como un mantel arrugado. El mexicano López Velarde recoge y transforma la
estética inhumana de Lugones. Es el primero que de verdad oye hablar a la gente
y que percibe en ese murmullo confuso el oleaje del ritmo, la música del
tiempo. El monólogo de López Velarde es inquietante porque está hecho de dos
voces: el «otro», nuestro doble y nuestro desconocido, aparece al fin en el
poema. Hacia los mismos años Jiménez y Machado proclaman la vuelta al «lenguaje
popular*. La diferencia con los hispanoamericanos es decisiva. El «habla del
pueblo», vaga noción que viene de Herder, no es lo mismo que el lenguaje
efectivamente hablado en las ciudades de nuestro siglo. El primero es una
nostalgia del pasado; es una herencia literaria y su modelo es la canción
tradicional; el segundo es una realidad viva y presente: aparece en el poema
precisamente como ruptura de la canción. La canción es tiempo medido; el
lenguaje hablado es discontinuidad, revelación del tiempo real. En España sólo
hacia 1930 un poeta menor, José Moreno Villa, descubrirá los poderes poéticos
de la frase coloquial.
López Velarde nos
conduce a las puertas de la poesía contemporánea. No será él quien las abra
sino Vicente Huidobro. Con Huidobro, el «pájaro de lujo», llegan Apollinaire y
Reverdy. La imagen recobra las alas. La influencia del poeta chileno fue muy
grande en América y España; grande y polémica. Esto último ha dañado la
apreciación de su obra; su leyenda oscurece su poesía. Nada más injusto: Altazor
es un poema, un gran poema en el que la aviación poética se transforma en caída
hacia «los adentros de sí mismo», inmersión vertiginosa en el vacío. Vicente
Huidobro, el «ciudadano del olvido»: contempla de tan alto que todo se hace
aire. Está en todas partes y en ninguna: es el oxígeno invisible de nuestra
poesía. Frente al aviador, el minero: César Vaílejo. La palabra, difícilmente
arrancada al insomnio, ennegrece y enrojece, es piedra y es ascua, carbón y
ceniza: a fuerza de calor, tiene frío. El lenguaje se vuelve sobre sí mismo. No
el de los libros, el de la calle; no el de la calle, el del cuarto del hotel
sin nadie. Fusión de la palabra y la fisiología: Ya va a venir el día, ponte el
saco. Ya va a venir el día; ten fuerte en la mano a tu intestino grande... Ya
va a venir el día, ponte el alma... has soñado esta noche que vivías de nada y
morías de todo. No la poesía de la ciudad: el poeta en la ciudad. El hambre no
como tema de disertación sino hablando directamente, con voz desfalleciente y
delirante. Voz más poderosa que la del sueño, Y ésa hambre se vuelve una
infinita gana de dar y repararse: «su cadáver estaba lleno de mundo».
Como en la época del «modernismo», los dos centros de la
vanguardia fueron Buenos Aires (Borges, Girondo, Molinari) y México (Pellicer,
Villaurrutia, Gorostiza). En Cuba aparece la poesía mulata: para cantar, bailar
y maldecir (Nicolás Guillen, Emilio Ballagas); en Ecuador, Jorge Carrera
Andrade inicia un «registro del mundo», inventario de imágenes americanas...
Pero el poeta que encarna mejor este período es Pablo Neruda. Cierto, es el más
abundante y desigual y esto perjudica su comprensión; también es cieno que casi
siempre es el más rico y denso de nuestros poetas. La vanguardia tiene dos
tiempos: el inicial de Huidobro, hacia 1920, volatilización de la palabra y la
imagen; y el segundo de Neruda, diez años después, ensimismada penetración
hacia la entraña de las cosas. No el regreso a la tierra: la inmersión es un
océano de aguas pesadas y lentas. La historia del «modernismo» se repite. Los
dos poetas chilenos influyeron en todo el ámbito de la lengua y fueron
reconocidos en España como Darío en su hora. Y podría agregarse que la pareja
Huidobro—Neruda es como un desdoblamiento de un mítico Darío vanguardista, que
correspondería a las dos épocas del Darío real: Prosas profanas, Huidobro;
Cantos de vida y esperanza, Neruda. En España la ruptura con la poesía anterior
es menos violenta. El primero que realiza la fusión entre lenguaje hablado e
imagen no es un poeta en verso sino en prosa: el gran Ramón Gómez de la Serna.
En 1930 aparece la antología de Gerardo Diego, que da a conocer al grupo de
poetas más rico y singular que haya tenido España desde el siglo XVII: Jorge
Guillen, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda, Aleixandre... Me
detengo. No escribo un panorama literario. Y el capítulo que sigue me toca
demasiado de cerca. La poesía moderna de nuestra lengua es un ejemplo más de
las relaciones entre prosa y verso, ritmo y metro. La descripción podría extenderse
al italiano, que posee una estructura semejante al castellano, o al alemán,
mina de ritmos. Por lo que toca al español, vale la pena repetir que el apogeo
de la versificación rítmica, consecuencia de la reforma llevada a cabo por los
poetas hispanoamericanos, en realidad es una vuelta al verso español
tradicional. Pero este regreso no hubiera sido posible sin la influencia de
corrientes poéticas extrañas, la francesa en particular, que nos mostraron la
correspondencia entre ritmo e imagen poética. Una vez más: ritmo e imagen son
inseparables. Esta larga digresión nos lleva al punto de partida: sólo la
imagen podrá decirnos cómo el verso, que es frase rítmica, es también frase
dueña de sentido.
Notas
(1) En Linguistits and Poetics, Jakobson dice que
«farfrom being an abstract, theoretical scheme, meter —or in more explicit
terms, verse design— underlies the structure of mí any single Une— or in
logical terminology, any single verse instance... The verse design determines
the invariant features of the verse mstances and sets up the limit of
varia—tions». En seguida cita el ejemplo de los campesinos servios que
improvisan poemas con metros fijos y los recitan sin equivocarse nunca de
medida. Es posible que, en efecto, los metros sean medidas inconscientes, al
menos en ciertos casos (el octosílabo español sería uno de ellos). No obstante,
la observación de Jakobson no anula la diferencia entre metro y verso concreto.
La realidad del primero es ideal, es una pauta y, por tanto, es una medida, una
abstracción. El verso concreto es único: «Resuelta en polvo ya, mas siempre
hermosa» (Lope de Vega) es un endecasílabo acentuado en la sexta sílaba, como Y
en uno de mis ojos te llagaste (San Juan de la Cruz) y como De ponderosa vana
pesadumbre» (Góngora). Imposible confundirlos: cada uno tiene un ritmo
distinto. En suma, habría que considerar tres realidades: el ritmo del idioma
en este o aquel lugar y en determinado momento histórico; los metros derivados
del ritmo del idioma o adaptados de otros sistemas de versificación; y el ritmo
de cada poeta. Este último es el elemento distintivo y lo que separa a la
literatura versificada de la poesía propiamente dicha. (Nota de 1964.)
(2) Sobre ritmos verbales y fisiológicos, véase el
Apéndice II, pág. 284.
(3) No es extraño: la historia de Inglaterra y la de los
Estados Unidos puede verse como una continua oscilación —nostalgia y repulsión—
que alternativamente los acerca y los aleja de Europa o, más exactamente, del
mundo latino. Mientras los germanos, inclusive en sus épocas de mayor extravío,
no han cesado de sentirse europeos, en los ingleses es manifiesta la voluntad
de ruptura, desde la Guerra de los Cien Años. Germania sigue hechizada, para
bien y para mal, por el espectro del Sacro Imperio Romano Germánico, que, más o
menos abiertamente, ha inspirado sus ambiciones de hegemonía europea. Gran
Bretaña jamás ha pretendido hacer de Europa un Imperio y se ha opuesto a todas
las tentativas, vengan de la izquierda o de la derecha, invoquen el nombre de
César o el de Marx, por crear un orden político que no sea el del inestable
«equilibrio de poderes». La historia de la cultura germánica, con mayor énfasis
aún que su historia política, es una apasionada tentativa por consumar la
fusión entre le germano y lo latino. No es necesario citar a Goethe; la misma
pasión anima a espíritus tan violentamente germánicos como Novalis y Nietzsche
o a pensadores en apariencia tan alejados de esta clase de preocupaciones como
Marx.
(4) Esto explica la escasa influencia del surrealismo en
Inglaterra y los Estados Unidos durante ese período. En cambio, esa influencia
es decisiva en la poesía contemporánea y se incia, más o menos, hacia 1955.
(5) Véase el libro T. S. Eliot, A Stndy of his Wrüings by
Several Hands, Londres, 1948.
(6) Se adopta la grafía e.e.cummings, respetando el deseo
del poeta estadounidense que llegó a legalizar así el registro de su
patronímico. (Nota del editor)
Verso y prosa,
Octavio Paz de El Arco y La Lira (1956)