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24 de noviembre de 2017

El nido de ruiseñores, Théophile Gautier



El nido de ruiseñores, Théophile Gautier

En torno al castillo había un hermoso parque. En el parque había pájaros de todo tipo: ruiseñores, mirlos, curucas; todos los pájaros de la tierra se habían dado cita en el parque. En primavera era tal el tumulto que no permitía entenderse; cada hoja ocultaba un nido, cada árbol una orquesta. Todos los pequeños músicos emplumados se esforzaban a cual mejor. Los unos pipiaban, los otros arrullaban; éstos hacían trinos y cadencias perfectas; aquéllos recortaban sus gorgoritos o bordaban calderones: músicos auténticos no lo habrían hecho mejor.
Pero en el castillo había dos bellas primas que cantaban mejor aún que todos los pájaros del parque, una se llamaba Fleurette y la otra Isabeau. Ambas eran bellas, deseables y hermosas, y los domingos, cuando lucían sus lindos vestidos, si sus blancos hombros no hubieran demostrado que eran auténticas chicas, se les habría tomado por ángeles; sólo les faltaban las plumas. Cuando cantaban, el anciano señor de Maulevrier, su tío, las tomaba a veces de la mano, por miedo a que no tuvieran la fantasía de echarse a volar.
Les dejo imaginar los hermosos lances que se hacían en las fiestas de armas y en los torneos en honor de Fleurette y de Isabeau. Su fama de belleza e inteligencia había dado la vuelta a Europa, pero no por eso eran más orgullosas; vivían retiradas sin ver a más personas que al pajecillo Valentin, un hermoso niño de cabellos rubios, y al señor de Maulevrier, anciano canoso, curtido y muy quebrantado por haber llevado durante sesenta años sus pertrechos de guerra.
Pasaban el tiempo dándole de comer a los pájaros, recitando sus oraciones y, principalmente, estudiando las obras de los maestros y ensayando juntas algún motete, madrigal, villanesca o cualquier otra melodía; tenían también flores que regaban y cuidaban personalmente. Su vida transcurría en dulces y poéticas ocupaciones de jovencitas; se mantenían a la sombra y lejos de las miradas del mundo; sin embargo, el mundo se ocupaba de ellas. El ruiseñor y la rosa no pueden ocultarse: su canto y su perfume los delatan siempre. Nuestras dos primas eran, a la vez, dos ruiseñores y dos rosas.
Duques y príncipes llegaron para pedirlas en matrimonio; el emperador de Trébizonde y el sultán de Egipto enviaron embajadores para proponer su alianza al señor de Maulevrier; pero las dos primas no se cansaban de estar solteras y no querían oír hablar del tema. Tal vez habían sentido, por un secreto instinto, que su misión en este mundo era estar solteras y cantar, y que se rebajarían si hicieran algo distinto.
Habían llegado muy pequeñas a aquella casa solariega. La ventana de su habitación daba al parque y habían sido acunadas por el canto de los pájaros. Apenas se tenían en pie y el viejo Blondeau, músico del señor, les había colocado ya sus manitas sobre las teclas de marfil de la espineta; no habían tenido otro sonajero y habían sabido cantar antes que hablar; cantaban como otros respiran, era algo natural en ellas.
Esta educación había influido en su carácter. Su infancia armoniosa las había separado de una infancia turbulenta y charlatana. No habían lanzado jamás un grito agudo ni una queja discordante: lloraban a compás y gemían acordemente. El sentido musical desarrollado en ellas a costa de los demás sentidos, las hacía poco sensibles a lo que no era la música. Flotaban en una nube melodiosa, y no percibían el mundo real sino por los sonidos. Comprendían admirablemente bien el débil sonido del follaje, el murmullo de las aguas, el tic tac del reloj, el suspiro del viento en la chimenea, el susurro del torno de hilar, la gota de lluvia cayendo sobre el cristal estremecido, todas las armonías exteriores o interiores; pero no experimentaban, debo decirlo, gran entusiasmo al contemplar una puesta de sol, y estaban tan poco en situación de apreciar una pintura como si sus hermosos ojos, azules y negros, hubieran estado cubiertos por una densa mancha. Tenían la enfermedad de la música; soñaban con ella, perdían por ella la bebida y la comida; no amaban ninguna otra cosa en el mundo. Sí, amaban otra cosa: a Valentin y sus flores; a Valentin porque se parecía a las rosas y a las rosas porque se parecían a Valentin. Pero este amor estaba por completo en un segundo plano. Es verdad que Valentin no tenía sino trece años. Su máximo placer era cantar por la noche bajo su ventana la música que habían compuesto durante la jornada.
Los maestros más célebres venían desde muy lejos para oírlas y rivalizar con ellas. No habían oído más de un compás cuando rompían ya sus instrumentos y despedazaban sus partituras reconociéndose vencidos. Efectivamente, era una música tan agradable y melodiosa que los querubines del cielo venían a la ventana con los demás músicos y se la aprendían de memoria para cantársela al Buen Dios.
Una tarde de mayo, las dos primas cantaban un motete a dos voces; jamás motivo más logrado había sido más felizmente trabajado y ejecutado. Un ruiseñor del parque, escondido en un rosal, las había escuchado atentamente. Cuando concluyeron, se acercó a la ventana y les dijo en su idioma de ruiseñor: «Me gustaría hacer una competición de canto con vosotras.»
Las dos primas contestaron que estaban de acuerdo y que no tenía más que empezar. El ruiseñor empezó. Era un ruiseñor maestro. Su pequeña garganta se hinchaba, sus alas se agitaban, todo su cuerpo se estremecía; eran trinos sin fin, explosiones, arpegios, escalas cromáticas; subía, bajaba, filaba las notas, ejecutaba las cadencias con una pureza desesperante; habríase dicho que su voz tenía alas como su cuerpo; al final se detuvo convencido de haber ganado.
Las dos primas cantaron a su vez; se superaron. Comparado con el suyo, el canto del ruiseñor parecía el gorjeo de un pajarillo.
El virtuoso alado intentó un último esfuerzo; cantó una romanza de amor, luego ejecutó una marcha militar brillante que coronó con un falsete de notas altas, vibrantes y agudas, fuera del alcance de cualquier voz humana.
Las dos primas, sin dejarse impresionar por aquella prueba de destreza, le dieron la vuelta a la hoja de su libro de música y replicaron al ruiseñor de tal manera que Santa Cecilia, que las escuchaba desde lo alto del cielo, se puso pálida de envidia y dejó caer su contrabajo a la tierra.
El ruiseñor intentó cantar una vez más, pero aquella lucha lo había agotado por completo: le faltaba el aliento, sus plumas estaban erizadas, sus ojos se le cerraban en contra de su voluntad; iba a morir.
-Cantáis mejor que yo -dijo a las dos primas- y el orgullo de querer sobrepasaros me cuesta la vida. Voy a pediros algo: tengo un nido; en ese nido hay tres pequeños; está en el tercer escaramujo en la gran avenida junto al estanque; enviad a alguien que los coja, educadlos y enseñadles a cantar como vosotros, puesto que me voy a morir.
Tras haber dicho esto, el ruiseñor murió. Las dos primas lo lloraron mucho, pues había cantado bien. Llamaron a Valentin, el pajecillo de rubios cabellos, y le dijeron dónde se encontraba el nido. Valentin, que era un travieso bribonzuelo, encontró fácilmente el lugar; puso el nido en su pecho y lo trajo sin problemas. Fleurette e Isabeau, acodadas en el balcón, lo esperaban impacientes. Valentin llegó enseguida, llevando el nido en sus manos. Los tres pequeños polluelos asomaban la cabeza y abrían el pico. Las jóvenes se apiadaron de aquellos tres huérfanos y les dieron su alimento una tras otra. Cuando estuvieron un poco más grandes, comenzaron su educación musical, como le habían prometido al ruiseñor vencido.
Era maravilloso ver qué bien cantaban; iban revoloteando por la habitación, y se posaban unas veces sobre la cabeza de Isabeau, otras sobre el hombro de Fleurette. Se posaban delante del libro de música y podría haberse dicho realmente que sabían descifrar las notas hasta tal extremo miraban las blancas y las negras con expresión inteligente. Habían aprendido todas las melodías de Fleurette y de Isabeau, y comenzaban a improvisar ellos mismos otras muy bonitas.
Las dos primas vivían cada vez más solitarias, y por la noche se oía salir de su habitación sonidos de una melodía sobrenatural. Los ruiseñores, perfectamente instruidos, participaban en el concierto, y cantaban casi tan bien como sus dueñas, que también habían hecho grandes progresos. Sus voces tomaban cada día una intensidad extraordinaria y vibraban de forma metálica y cristalina por encima de los registros de la voz natural. Las jóvenes adelgazaban a ojos vista, sus bellos colores se marchitaban; se habían puesto como ágatas y casi tan transparentes como éstas. El señor de Maulevrier quería impedir que cantaran, pero no pudo lograrlo.
Tan pronto como habían ejecutado unos cuantos compases, una pequeña mancha roja se dibujaba en sus pómulos y se agrandaba hasta que acababan, entonces la mancha desaparecía, pero un sudor frío corría por su piel, y sus labios temblaban como si hubieran tenido fiebre.
Por lo demás, su canto era más bello que nunca; tenía algo que no era de este mundo y al oír aquella voz sonora y poderosa salir de aquellas dos frágiles jovencitas, no era difícil prever lo que ocurriría, que la música rompería el instrumento. También ellas lo comprendieron así y se pusieron a tocar su espineta, que habían abandonado por la vocalización. Pero una noche, la ventana estaba abierta, los pájaros gorjeaban en el parque, la brisa suspiraba armoniosamente; había tanta música en el aire que no pudieron resistir la tentación de ejecutar un dúo que habían compuesto la víspera.
Fue el canto del cisne, un canto maravilloso regado en lágrimas, elevándose hasta las cimas más inaccesibles de la gama, una lluvia ardiente de dardos cromáticos, fuegos artificiales de música imposibles de describir; pero mientras tanto, la pequeña mancha roja se agrandaba y les cubría casi todas las mejillas. Los tres ruiseñores las miraban y las escuchaban con singular ansiedad; batían las alas, iban y venían, y no podían permanecer quietos. Finalmente, llegaron a la última frase del fragmento; su voz adquirió un carácter de sonoridad tan extraño que era fácil comprender que ya no eran personas vivas las que cantaban. Los ruiseñores emprendieron el vuelo. Las dos primas murieron; sus almas se habían ido con la última nota. Los ruiseñores subieron directos al cielo para llevarle aquel canto supremo al Buen Dios, que los conservó en su paraíso para que le interpretaran la música de las dos primas.
Con aquellos tres ruiseñores, el Buen Dios hizo más tarde las almas de Palestrina, Cimarosa y el caballero Gluck.


 Théophile Gautier



23 de noviembre de 2017

Paisaje, Théophile Gautier



Paisaje, Théophile Gautier

No se mueve ni una hoja,
no hay ni un pájaro que cante,
sobre el rojizo horizonte
de vez en cuando un relámpago;
a un lado algunos espinos,
surcos a medio anegar,
lienzos grises de murallas,
sauces nudosos plegados;
al otro un campo limita
una zanja llena de agua,
y hay una vieja cargada
con un fardo muy pesado;
luego el camino se pierde
entre colinas azules,
y lo mismo que una cinta
se alarga en pliegues sinuosos.

Théophile Gautier
Traducción y notas de Carlos Pujol

22 de noviembre de 2017

Ónfala, Théophile Gautier





Ónfala, Théophile Gautier



Historia rococó



Mi tío, el caballero de T***, vivía en una pequeña casa que daba por un lado a la triste calle de Tournelles y por el otro al triste boulevard Saint-Antoine. Entre el boulevard y el cuerpo de la vivienda, viejos arbustos, devorados por los insectos y el musgo, estiraban lamentablemente sus brazos descarnados al fondo de una especie de cloaca encajada entre negras y altas murallas. Algunas pobres flores marchitas doblaban lánguidamente la cabeza como muchachas tísicas, esperando que un rayo de sol fuera a secar sus hojas medio podridas. Los hierbajos habían irrumpido en los senderos, que se reconocían con dificultad, pues hacía mucho tiempo que el rastrillo no había pasado por ellos. Uno o dos peces rojos flotaban más que nadaban en un estanque cubierto de lentejas de agua y de plantas de pantano.

Mi tío llamaba a eso su jardín.

En el jardín de mi tío, aparte de las bellezas que acabamos de describir, había un pabellón bastante desapacible, al que, sin duda por antífrasis, le había dado el nombre de Delicias. Se hallaba en un estado de completa degradación. Las paredes estaban combadas; grandes placas de argamasa se habían desprendido y yacían por la tierra entre las ortigas y la avena loca; un moho pútrido verdeaba las partes inferiores; la madera de los postigos y de las puertas se había dilatado, y ya no cerraban o lo hacían muy mal. Una especie de enorme puchero de resplandecientes efluvios formaba la decoración de la entrada principal; porque en tiempos de Luis XV, época de la construcción de las Delicias, había siempre, por precaución, dos entradas. Óvolos, hojas esculpidas y volutas recargaban la cornisa totalmente arrasada por la infiltración de las aguas pluviales. En resumen, las Delicias de mi tío el caballero de T*** era una construcción lamentable.

Aquella pobre ruina de antaño, tan deteriorada como si hubiera tenido mil años, ruina de yeso y no de piedra, arrugada, agrietada, cubierta de lepra, carcomida de musgo y de salitre, tenía el aspecto de uno de esos ancianos precoces, consumidos por corrompidos excesos; no inspiraba respeto alguno, porque no hay nada tan feo y tan miserable en el mundo como un viejo vestido de gasa y una vieja pared de yeso, cosas que no deben perdurar y que, sin embargo, perduran.

Pues en aquel pabellón era donde mi tío me había alojado.

El interior no era menos rococó que el exterior, aunque un poco mejor conservado. La cama era de seda amarilla con grandes flores blancas. Un reloj de rocalla descansaba sobre una basa incrustada de nácar y marfil. Una guirnalda de rosas de pitiminí rodeaba coquetamente un espejo de Venecia; sobre las puertas las cuatro estaciones estaban pintadas con la técnica del camafeo. Una bella dama, ligeramente empolvada, con un corsé azul cielo y una escala de cintas del mismo color, un arco en la mano derecha, una perdiz en la mano izquierda, una media luna en la frente, un galgo a sus pies, descansaba cómodamente y sonreía del modo más encantador del mundo dentro de un ancho marco ovalado. Era una de las antiguas amantes de mi tío, que había mandado pintar como si fuera Diana. El mobiliario, como puede apreciarse, no era de los más modernos. Nada impedía que uno creyera estar en tiempos de la Regencia, y el tapiz mitológico colgado en la pared completaba la ilusión hasta más no poder.

El tapiz representaba a Hércules hilando a los pies de Ónfala. El dibujo estaba concebido a la manera de Van Loo y en el estilo más Pompadour que sea posible imaginar. Hércules tenía una rueca rodeada de una cinta de color rosa; levantaba el dedo con una gracia muy particular, como un marqués que toma una pizca de rapé, mientras hacía girar, entre el pulgar y el índice, un blanco pedacito de estopa; su cuello musculoso estaba cargado de lazos, adornos, collares de perlas y mil perifollos femeninos; una amplia falda tornasolada, con dos inmensos miriñaques, acababa de dar un aspecto absolutamente galante al héroe vencedor de monstruos.

Ónfala tenía sus blancos hombros medio cubiertos por la piel del león de Nemea; su delicada mano se apoyaba en la nudosa clava de su amante; sus bellos cabellos rubio ceniza suavemente empolvados le caían lánguidamente por el cuello esbelto y sinuoso como el cuello de una paloma; sus piececitos, verdaderos pies de española o de china, que hubieran entrado holgadamente en el zapato de cristal de Cenicienta, estaban calzados con coturnos antiguos, color lila claro y cuajados de perlas. ¡Era realmente maravillosa! La cabeza se echaba hacia atrás en un gesto de adorable coquetería; la boca se plegaba y formaba un delicioso mohín; tenía las aletas de la nariz ligeramente infladas y las mejillas un poco encendidas; un lunar, sabiamente situado, realzaba su esplendor de forma encantadora; sólo le faltaba un pequeño bigote para parecer un consumado mosquetero.

También había muchos otros personajes en el tapiz, la inevitable doncella, el pequeño Cupido de rigor; pero no han dejado en mi recuerdo una silueta lo bastante clara como para que pueda describirlos.

En esa época yo era muy joven, lo que no quiere decir que sea muy viejo ahora; pero acababa de salir del colegio, y estaba en casa de mi tío mientras elegía una profesión. Si el buen hombre hubiera podido prever que me dedicaría a escribir cuentos fantásticos, sin duda me hubiera puesto en la puerta y desheredado irrevocablemente; porque profesaba por la literatura en general y los autores en particular el desprecio más aristocrático. Como verdadero gentilhombre que era, le hubiera gustado mandar a sus empleados que colgaran o molieran a palos a todos esos escritorzuelos que se atreven a emborronar papel y a hablar irrespetuosamente de las personas de alcurnia. ¡Dios conceda la paz a mi pobre tío! pero realmente en el mundo sólo valoraba la epístola a Belcebú.

Así pues, yo acababa de salir del colegio. Estaba lleno de sueños y de ilusiones; era ingenuo, tanto y quizá más que una doncella de Salency. Muy feliz porque ya no tenía castigos que cumplir, me parecía que todo iba a pedir de boca en el mejor de los mundos posibles. Creía en infinidad de cosas; creía en la pastora de Florián, en las ovejas peinadas y empolvadas de blanco; no dudaba un instante del rebaño de Deshoulières. Creía que efectivamente había nueve musas, como afirmaba el Appendix de Diis et Heroibus del padre Jouvency. Mis recuerdos de Berquin y de Gessner me evocaban un mundo donde todo era rosa, azul cielo y verde manzana. ¡Oh santa inocencia! ¡sancta simplicitas! como dijo Mefistófeles.

Cuando me encontré en aquella preciosa habitación, ahora toda mía, sentí una dicha inconmensurable. Hice cuidadosamente inventario hasta del mueble más pequeño; fisgué en todos los rincones, y la exploré en todos sentidos. Estaba en el séptimo cielo, feliz como un rey o dos. Después de la cena (porque se cenaba en casa de mi tío), encantadora costumbre que se ha perdido como tantas otras no menos encantadoras que añoro de todo corazón, cogí mi palmatoria y me retiré, pues estaba muy impaciente por gozar de mi nueva morada.

Mientras me desnudaba, me pareció que los ojos de Ónfala se habían movido; miré más atentamente, no sin un ligero sentimiento de terror, porque la habitación era grande, y la débil penumbra luminosa que flotaba alrededor de la vela sólo servía para que las tinieblas fueran más visibles. Creí ver que tenía la cabeza vuelta en sentido inverso. El miedo empezó a atormentarme seriamente; apagué la luz. Me volví del lado de la pared, me puse la sábana por encima de la cabeza, me calé el gorro hasta la barbilla, y acabé por dormirme.

Pasé varios días sin atreverme a posar los ojos en el maldito tapiz.

Quizá no sería inútil, para hacer más verosímil la inverosímil historia que voy a contar, decir a mis bellas lectoras que en esa época yo era realmente un muchacho bastante guapo. Tenía los ojos más bonitos del mundo: lo digo porque me lo dijeron a mí; una tez un poco más lozana que la que tengo ahora, una verdadera tez de clavel; un pelo castaño y rizado que tengo todavía, y diecisiete años que ya no tengo. Sólo me faltaba una bella madrina para llegar a ser un aceptable querubín; desgraciadamente la mía tenía cincuenta y siete años y tres dientes, lo que era demasiado por un lado y muy poco por otro.

Una noche, sin embargo, me armé de valor hasta el punto de echar una ojeada a la bella amante de Hércules; me miraba con el gesto más triste y más lánguido del mundo. Esta vez me hundí el gorro hasta los hombros y metí la cabeza debajo de la almohada.

Aquella noche tuve un sueño singular, si realmente fue un sueño.

Oí cómo las anillas de las cortinas de mi cama se deslizaban chirriando por la barra, como si se hubieran descorrido precipitadamente. Me desperté; por lo menos en mi sueño me pareció que me despertaba. No vi a nadie.

La luna daba en las baldosas y proyectaba en la habitación su luz azulada y pálida. Grandes sombras, formas extrañas, se dibujaban en el suelo y en las paredes. El reloj dio un cuarto; la vibración tardó en extinguirse; era como un suspiro. Las pulsaciones del péndulo, que se oían perfectamente, se parecían, hasta el punto de confundirse, al corazón de una persona agitada.

Yo me sentía muy a gusto, aunque no sabía qué pensar.

Una furiosa ráfaga de viento sacudió los postigos y el cristal de la ventana trepidó. Crujieron las tablas del suelo y el tapiz se movió. Me arriesgué a mirar a Ónfala, pues sospechaba confusamente que tenía algo que ver en todo aquello. No me había equivocado.

El tapiz se agitó violentamente. Ónfala se desprendió de la pared y saltó con ligereza al suelo; vino a mi cama con cuidado de volverse hacia el lado en el que yo estaba. Creo que no es necesario contar mi estupefacción. El viejo militar más intrépido no hubiera conservado su serenidad en semejante circunstancia, y yo no era ni viejo ni militar. Esperé en silencio el fin de la aventura.

Una vocecita aflautada y suave sonó dulcemente en mi oído, con ese remilgado y afectado gracejo que empleaban las marquesas y las demás personas de buen tono en tiempos de la Regencia:

—¿Te doy miedo, muchacho? Verdaderamente no eres más que un niño; pero no se debe tener miedo de las damas, sobre todo de las que son jóvenes y no desean sino tu bien; eso no es ni decente ni francés; habrá que quitarte esos temores. Vamos, pequeño salvaje, no pongas esa cara y no escondas la cabeza bajo las mantas. Hay mucho que hacer por tu educación, y no estás muy adelantado, mi apuesto paje; en mis tiempos, los querubines eran más decididos de lo que tú eres.

—Pero es que…

—Es que te parece extraño verme aquí y no allí —dijo mordiéndose ligeramente el labio rojo con sus dientes blancos, dirigiendo hacia la pared su dedo largo y delicado—. Realmente, esto no es muy natural; pero, aunque te lo explicara, no lo comprenderías: debe bastarte saber que no corres peligro alguno.

—Temo que sea usted el… el…

—El diablo, ni más ni menos ¿verdad?, eso es lo que querías decir; reconocerás por lo menos que no soy tan negra como para tomarme por un diablo, y que, si el infierno estuviera poblado de diablos como yo, pasaría el tiempo tan agradablemente como en el paraíso.

Para demostrar que no estaba mintiendo, Ónfala echó hacia atrás la piel de león y me enseñó unos hombros y un seno perfectamente formados y de una blancura deslumbrante.

—¡Bueno! ¿Qué dices a esto? —dijo en tono de coquetería satisfecha.

—Digo que, aunque usted fuera el diablo en persona, ya no tendría miedo, señora Ónfala.

—Así se habla; pero no vuelvas a llamarme señora ni Ónfala. No quiero ser una señora para ti, y soy tan poco Ónfala como diablo.

—Entonces, ¿quién es usted?

—Soy la marquesa de T***. Algún tiempo después de mi boda, el marqués mandó hacer este tapiz para mi dormitorio, e hizo que me representaran vestida de Ónfala; él también aparece como Hércules. Tuvo una ocurrencia muy singular; porque, Dios lo sabe, nadie en el mundo se parecía menos a Hércules que el pobre marqués. Hacía mucho que esta habitación no se habitaba. Yo, que amo la compañía, me aburría espantosamente, y tenía terribles jaquecas. Estar con mi marido es estar sola. Viniste tú y eso me alegró; este cuarto, que estaba muerto, se reanimó, ya tenía a alguien de quien ocuparme. Te veía ir y venir, te sentía dormir y soñar; seguía tus lecturas. Me caías bien, tu aspecto era muy agradable, tenías algo que me gustaba: acabé por amarte. Intenté hacértelo comprender; lanzaba suspiros que tú tomabas por ráfagas de viento; te hacía señas, te dirigía lánguidas miradas, pero sólo conseguía producirte un profundo terror. Como último recurso, me decidí a dar este paso, y a decirte francamente lo que no podías oír con medias palabras. Ahora que sabes que te amo, espero que…

La conversación estaba en ese punto, cuando se oyó el ruido de una llave en la cerradura.

Ónfala se estremeció y se ruborizó hasta lo blanco de los ojos.

—¡Adiós! —dijo—, hasta mañana.

Y volvió a la pared andando hacia atrás, por temor sin duda a enseñarme su espalda.

Era Baptiste que venía a buscar mis trajes para cepillarlos.

—No debería, señor —me dijo—, dormir con las cortinas abiertas. Podría acatarrarse. ¡Esta habitación es tan fría!

Efectivamente, las cortinas estaban abiertas; yo que creía no haber tenido sino un sueño, me quedé muy sorprendido, porque estaba seguro de que por la noche las había cerrado.

En cuanto Baptiste se hubo ido, corrí al tapiz. Lo palpé en todos sentidos; era realmente un verdadero tapiz de lana, áspero al tacto como todos los tapices. Ónfala se parecía al encantador fantasma de la noche como un muerto se parece a un vivo. Levanté la tela; la pared era maciza; no había ni trampa oculta ni puerta secreta. Solamente advertí que varios hilos estaban rotos en el lugar donde se posaban los pies de Ónfala. Eso me dio que pensar.

Pasé todo el día completamente distraído; esperaba la noche con inquietud e impaciencia al mismo tiempo. Me retiré temprano, decidido a ver cómo acabaría todo aquello. Me acosté; la marquesa no se hizo esperar; saltó del entrepaño y fue a caer directamente a mi cama; se sentó a la cabecera y empezó la conversación. Como la víspera, le hice preguntas, le pedí explicaciones. Eludía las unas, respondía a las otras con evasivas, pero con tanto ingenio que al cabo de una hora no tenía la menor reserva acerca de mi relación con ella.

Mientras hablaba, me acariciaba el pelo con sus dedos, me daba cachetitos en las mejillas y suaves besos en la frente.

Hablaba y hablaba de forma burlona y un tanto melindrosa, en un estilo a la vez elegante y familiar, como una gran señora, cosa que desde entonces no he vuelto a encontrar en nadie.

Al principio estaba sentada en la butaca que había al lado de la cama; luego me pasó uno de sus brazos alrededor del cuello y sentí que su corazón latía con fuerza contra mi pecho. Era una bella y encantadora mujer real, una verdadera marquesa, la que se encontraba a mi lado. ¡Pobre colegial de diecisiete años! Había motivos para perder la cabeza y yo la perdí. No sabía muy bien lo que iba a pasar, pero presentía vagamente que aquello no podía gustar al marqués.

—Y el señor marqués, ¿qué va a decir allí en la pared?

La piel de león había caído al suelo, y los coturnos color lila claro con adornos de plata yacían al lado de mis zapatillas.

—No dirá nada —repuso la marquesa riendo a carcajadas—. ¿Acaso ve algo? Además, aunque lo viera, es el marido más prudente y más inofensivo del mundo; está acostumbrado. ¿Me amas, muchacho?

—Sí, mucho, mucho…

Se hizo de día; mi amante se esfumó.

La jornada me pareció espantosamente larga. Por fin llegó la noche. Todo sucedió como la víspera, y la segunda noche no tuvo nada que envidiar a la primera. La marquesa estaba cada vez más adorable. La aventura se repitió durante mucho tiempo. Como no dormía por la noche, tenía todo el día una especie de somnolencia que a mi tío no le pareció de buen augurio. Algo sospechó; probablemente escuchó tras la puerta y lo oyó todo, porque una mañana entró en mi habitación tan bruscamente, que Antoinette apenas tuvo tiempo de volver a su sitio.

Iba seguido por un tapicero con tenazas y una escalera.

Me miró con ojos arrogantes y severos que me hicieron comprender que lo sabía todo.

—La marquesa de T*** está realmente loca. ¿Dónde diablos tenía la cabeza cuando se enamoró de un mocoso como éste? —murmuró mi tío entre dientes—; ¡y había prometido ser juiciosa! Jean, descuelgue este tapiz, enróllelo y llévelo al desván.

Cada palabra de mi tío era una puñalada.

Jean enrolló a mi amante Ónfala, o la marquesa de T*** y a Hércules, o el marqués de T***, y se los llevó al desván. No pude contener las lágrimas.

Al día siguiente, mi tío me devolvió en la diligencia de B*** a casa de mis respetables padres, a los que, como puede imaginarse, no dije una palabra de mi aventura.

Mi tío murió; vendieron su casa y los muebles; el tapiz probablemente fue vendido con el resto.

Lo cierto es que hace tiempo, fisgoneando en la tienda de un baratillero por si encontraba alguna ganga, tropecé con un grueso rollo polvoriento y cubierto de telarañas.

—¿Qué es esto? —pregunté al tendero.

—Es un tapiz rococó que representa los amores de Ónfala y Hércules; es de Beauvais, todo de seda y perfectamente conservado. Cómpremelo para su despacho; no se lo venderé caro, por ser usted.

Al oír el nombre de Ónfala, el corazón me empezó a latir con fuerza.

—Extienda el tapiz —dije al comerciante en un tono seco y entrecortado como si tuviera fiebre.

Naturalmente era ella. Me pareció que su boca me sonreía dulcemente y que su mirada se iluminaba al encontrar la mía.

—¿Cuánto quiere por él?

—No puedo dárselo por menos de cuatrocientos francos justos.

—No los llevo encima. Voy a buscarlos; antes de una hora estoy aquí.

Volví con el dinero; el tapiz ya no estaba. Un inglés lo había comprado durante mi ausencia. Había dado seiscientos francos por él y se lo había llevado.

En el fondo, quizá fue mejor así y conservar intacto el delicioso recuerdo. Dicen que no se debe volver a los primeros amores ni ir a ver la rosa que se ha admirado la víspera.

Y además ya no soy ni tan joven ni tan guapo como para que los tapices desciendan de la pared en mi honor.



Théophile Gautier

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