Ónfala, Théophile Gautier
Historia rococó
Mi tío, el caballero de T***, vivía en una pequeña casa
que daba por un lado a la triste calle de Tournelles y por el otro al triste
boulevard Saint-Antoine. Entre el boulevard y el cuerpo de la vivienda, viejos
arbustos, devorados por los insectos y el musgo, estiraban lamentablemente sus
brazos descarnados al fondo de una especie de cloaca encajada entre negras y
altas murallas. Algunas pobres flores marchitas doblaban lánguidamente la
cabeza como muchachas tísicas, esperando que un rayo de sol fuera a secar sus
hojas medio podridas. Los hierbajos habían irrumpido en los senderos, que se
reconocían con dificultad, pues hacía mucho tiempo que el rastrillo no había
pasado por ellos. Uno o dos peces rojos flotaban más que nadaban en un estanque
cubierto de lentejas de agua y de plantas de pantano.
Mi tío llamaba a eso su jardín.
En el jardín de mi tío, aparte de las bellezas que
acabamos de describir, había un pabellón bastante desapacible, al que, sin duda
por antífrasis, le había dado el nombre de Delicias. Se hallaba en un estado de
completa degradación. Las paredes estaban combadas; grandes placas de argamasa
se habían desprendido y yacían por la tierra entre las ortigas y la avena loca;
un moho pútrido verdeaba las partes inferiores; la madera de los postigos y de
las puertas se había dilatado, y ya no cerraban o lo hacían muy mal. Una
especie de enorme puchero de resplandecientes efluvios formaba la decoración de
la entrada principal; porque en tiempos de Luis XV, época de la construcción de
las Delicias, había siempre, por precaución, dos entradas. Óvolos, hojas
esculpidas y volutas recargaban la cornisa totalmente arrasada por la
infiltración de las aguas pluviales. En resumen, las Delicias de mi tío el
caballero de T*** era una construcción lamentable.
Aquella pobre ruina de antaño, tan deteriorada como si
hubiera tenido mil años, ruina de yeso y no de piedra, arrugada, agrietada,
cubierta de lepra, carcomida de musgo y de salitre, tenía el aspecto de uno de
esos ancianos precoces, consumidos por corrompidos excesos; no inspiraba
respeto alguno, porque no hay nada tan feo y tan miserable en el mundo como un
viejo vestido de gasa y una vieja pared de yeso, cosas que no deben perdurar y
que, sin embargo, perduran.
Pues en aquel pabellón era donde mi tío me había alojado.
El interior no era menos rococó que el exterior, aunque
un poco mejor conservado. La cama era de seda amarilla con grandes flores
blancas. Un reloj de rocalla descansaba sobre una basa incrustada de nácar y
marfil. Una guirnalda de rosas de pitiminí rodeaba coquetamente un espejo de
Venecia; sobre las puertas las cuatro estaciones estaban pintadas con la
técnica del camafeo. Una bella dama, ligeramente empolvada, con un corsé azul
cielo y una escala de cintas del mismo color, un arco en la mano derecha, una
perdiz en la mano izquierda, una media luna en la frente, un galgo a sus pies,
descansaba cómodamente y sonreía del modo más encantador del mundo dentro de un
ancho marco ovalado. Era una de las antiguas amantes de mi tío, que había mandado
pintar como si fuera Diana. El mobiliario, como puede apreciarse, no era de los
más modernos. Nada impedía que uno creyera estar en tiempos de la Regencia, y
el tapiz mitológico colgado en la pared completaba la ilusión hasta más no
poder.
El tapiz representaba a Hércules hilando a los pies de
Ónfala. El dibujo estaba concebido a la manera de Van Loo y en el estilo más
Pompadour que sea posible imaginar. Hércules tenía una rueca rodeada de una
cinta de color rosa; levantaba el dedo con una gracia muy particular, como un
marqués que toma una pizca de rapé, mientras hacía girar, entre el pulgar y el
índice, un blanco pedacito de estopa; su cuello musculoso estaba cargado de
lazos, adornos, collares de perlas y mil perifollos femeninos; una amplia falda
tornasolada, con dos inmensos miriñaques, acababa de dar un aspecto
absolutamente galante al héroe vencedor de monstruos.
Ónfala tenía sus blancos hombros medio cubiertos por la
piel del león de Nemea; su delicada mano se apoyaba en la nudosa clava de su amante;
sus bellos cabellos rubio ceniza suavemente empolvados le caían lánguidamente
por el cuello esbelto y sinuoso como el cuello de una paloma; sus piececitos,
verdaderos pies de española o de china, que hubieran entrado holgadamente en el
zapato de cristal de Cenicienta, estaban calzados con coturnos antiguos, color
lila claro y cuajados de perlas. ¡Era realmente maravillosa! La cabeza se
echaba hacia atrás en un gesto de adorable coquetería; la boca se plegaba y
formaba un delicioso mohín; tenía las aletas de la nariz ligeramente infladas y
las mejillas un poco encendidas; un lunar, sabiamente situado, realzaba su
esplendor de forma encantadora; sólo le faltaba un pequeño bigote para parecer
un consumado mosquetero.
También había muchos otros personajes en el tapiz, la
inevitable doncella, el pequeño Cupido de rigor; pero no han dejado en mi
recuerdo una silueta lo bastante clara como para que pueda describirlos.
En esa época yo era muy joven, lo que no quiere decir que
sea muy viejo ahora; pero acababa de salir del colegio, y estaba en casa de mi
tío mientras elegía una profesión. Si el buen hombre hubiera podido prever que
me dedicaría a escribir cuentos fantásticos, sin duda me hubiera puesto en la
puerta y desheredado irrevocablemente; porque profesaba por la literatura en
general y los autores en particular el desprecio más aristocrático. Como
verdadero gentilhombre que era, le hubiera gustado mandar a sus empleados que
colgaran o molieran a palos a todos esos escritorzuelos que se atreven a emborronar
papel y a hablar irrespetuosamente de las personas de alcurnia. ¡Dios conceda
la paz a mi pobre tío! pero realmente en el mundo sólo valoraba la epístola a
Belcebú.
Así pues, yo acababa de salir del colegio. Estaba lleno
de sueños y de ilusiones; era ingenuo, tanto y quizá más que una doncella de
Salency. Muy feliz porque ya no tenía castigos que cumplir, me parecía que todo
iba a pedir de boca en el mejor de los mundos posibles. Creía en infinidad de
cosas; creía en la pastora de Florián, en las ovejas peinadas y empolvadas de
blanco; no dudaba un instante del rebaño de Deshoulières. Creía que
efectivamente había nueve musas, como afirmaba el Appendix de Diis et Heroibus
del padre Jouvency. Mis recuerdos de Berquin y de Gessner me evocaban un mundo
donde todo era rosa, azul cielo y verde manzana. ¡Oh santa inocencia! ¡sancta
simplicitas! como dijo Mefistófeles.
Cuando me encontré en aquella preciosa habitación, ahora
toda mía, sentí una dicha inconmensurable. Hice cuidadosamente inventario hasta
del mueble más pequeño; fisgué en todos los rincones, y la exploré en todos
sentidos. Estaba en el séptimo cielo, feliz como un rey o dos. Después de la
cena (porque se cenaba en casa de mi tío), encantadora costumbre que se ha
perdido como tantas otras no menos encantadoras que añoro de todo corazón, cogí
mi palmatoria y me retiré, pues estaba muy impaciente por gozar de mi nueva
morada.
Mientras me desnudaba, me pareció que los ojos de Ónfala
se habían movido; miré más atentamente, no sin un ligero sentimiento de terror,
porque la habitación era grande, y la débil penumbra luminosa que flotaba
alrededor de la vela sólo servía para que las tinieblas fueran más visibles.
Creí ver que tenía la cabeza vuelta en sentido inverso. El miedo empezó a
atormentarme seriamente; apagué la luz. Me volví del lado de la pared, me puse
la sábana por encima de la cabeza, me calé el gorro hasta la barbilla, y acabé
por dormirme.
Pasé varios días sin atreverme a posar los ojos en el
maldito tapiz.
Quizá no sería inútil, para hacer más verosímil la
inverosímil historia que voy a contar, decir a mis bellas lectoras que en esa
época yo era realmente un muchacho bastante guapo. Tenía los ojos más bonitos
del mundo: lo digo porque me lo dijeron a mí; una tez un poco más lozana que la
que tengo ahora, una verdadera tez de clavel; un pelo castaño y rizado que
tengo todavía, y diecisiete años que ya no tengo. Sólo me faltaba una bella
madrina para llegar a ser un aceptable querubín; desgraciadamente la mía tenía
cincuenta y siete años y tres dientes, lo que era demasiado por un lado y muy
poco por otro.
Una noche, sin embargo, me armé de valor hasta el punto
de echar una ojeada a la bella amante de Hércules; me miraba con el gesto más
triste y más lánguido del mundo. Esta vez me hundí el gorro hasta los hombros y
metí la cabeza debajo de la almohada.
Aquella noche tuve un sueño singular, si realmente fue un
sueño.
Oí cómo las anillas de las cortinas de mi cama se
deslizaban chirriando por la barra, como si se hubieran descorrido
precipitadamente. Me desperté; por lo menos en mi sueño me pareció que me
despertaba. No vi a nadie.
La luna daba en las baldosas y proyectaba en la
habitación su luz azulada y pálida. Grandes sombras, formas extrañas, se
dibujaban en el suelo y en las paredes. El reloj dio un cuarto; la vibración
tardó en extinguirse; era como un suspiro. Las pulsaciones del péndulo, que se
oían perfectamente, se parecían, hasta el punto de confundirse, al corazón de
una persona agitada.
Yo me sentía muy a gusto, aunque no sabía qué pensar.
Una furiosa ráfaga de viento sacudió los postigos y el
cristal de la ventana trepidó. Crujieron las tablas del suelo y el tapiz se
movió. Me arriesgué a mirar a Ónfala, pues sospechaba confusamente que tenía
algo que ver en todo aquello. No me había equivocado.
El tapiz se agitó violentamente. Ónfala se desprendió de
la pared y saltó con ligereza al suelo; vino a mi cama con cuidado de volverse
hacia el lado en el que yo estaba. Creo que no es necesario contar mi
estupefacción. El viejo militar más intrépido no hubiera conservado su
serenidad en semejante circunstancia, y yo no era ni viejo ni militar. Esperé
en silencio el fin de la aventura.
Una vocecita aflautada y suave sonó dulcemente en mi
oído, con ese remilgado y afectado gracejo que empleaban las marquesas y las
demás personas de buen tono en tiempos de la Regencia:
—¿Te doy miedo, muchacho? Verdaderamente no eres más que
un niño; pero no se debe tener miedo de las damas, sobre todo de las que son
jóvenes y no desean sino tu bien; eso no es ni decente ni francés; habrá que
quitarte esos temores. Vamos, pequeño salvaje, no pongas esa cara y no escondas
la cabeza bajo las mantas. Hay mucho que hacer por tu educación, y no estás muy
adelantado, mi apuesto paje; en mis tiempos, los querubines eran más decididos
de lo que tú eres.
—Pero es que…
—Es que te parece extraño verme aquí y no allí —dijo
mordiéndose ligeramente el labio rojo con sus dientes blancos, dirigiendo hacia
la pared su dedo largo y delicado—. Realmente, esto no es muy natural; pero,
aunque te lo explicara, no lo comprenderías: debe bastarte saber que no corres
peligro alguno.
—Temo que sea usted el… el…
—El diablo, ni más ni menos ¿verdad?, eso es lo que
querías decir; reconocerás por lo menos que no soy tan negra como para tomarme
por un diablo, y que, si el infierno estuviera poblado de diablos como yo,
pasaría el tiempo tan agradablemente como en el paraíso.
Para demostrar que no estaba mintiendo, Ónfala echó hacia
atrás la piel de león y me enseñó unos hombros y un seno perfectamente formados
y de una blancura deslumbrante.
—¡Bueno! ¿Qué dices a esto? —dijo en tono de coquetería
satisfecha.
—Digo que, aunque usted fuera el diablo en persona, ya no
tendría miedo, señora Ónfala.
—Así se habla; pero no vuelvas a llamarme señora ni
Ónfala. No quiero ser una señora para ti, y soy tan poco Ónfala como diablo.
—Entonces, ¿quién es usted?
—Soy la marquesa de T***. Algún tiempo después de mi
boda, el marqués mandó hacer este tapiz para mi dormitorio, e hizo que me
representaran vestida de Ónfala; él también aparece como Hércules. Tuvo una
ocurrencia muy singular; porque, Dios lo sabe, nadie en el mundo se parecía
menos a Hércules que el pobre marqués. Hacía mucho que esta habitación no se
habitaba. Yo, que amo la compañía, me aburría espantosamente, y tenía terribles
jaquecas. Estar con mi marido es estar sola. Viniste tú y eso me alegró; este
cuarto, que estaba muerto, se reanimó, ya tenía a alguien de quien ocuparme. Te
veía ir y venir, te sentía dormir y soñar; seguía tus lecturas. Me caías bien,
tu aspecto era muy agradable, tenías algo que me gustaba: acabé por amarte.
Intenté hacértelo comprender; lanzaba suspiros que tú tomabas por ráfagas de
viento; te hacía señas, te dirigía lánguidas miradas, pero sólo conseguía
producirte un profundo terror. Como último recurso, me decidí a dar este paso,
y a decirte francamente lo que no podías oír con medias palabras. Ahora que
sabes que te amo, espero que…
La conversación estaba en ese punto, cuando se oyó el
ruido de una llave en la cerradura.
Ónfala se estremeció y se ruborizó hasta lo blanco de los
ojos.
—¡Adiós! —dijo—, hasta mañana.
Y volvió a la pared andando hacia atrás, por temor sin
duda a enseñarme su espalda.
Era Baptiste que venía a buscar mis trajes para
cepillarlos.
—No debería, señor —me dijo—, dormir con las cortinas
abiertas. Podría acatarrarse. ¡Esta habitación es tan fría!
Efectivamente, las cortinas estaban abiertas; yo que
creía no haber tenido sino un sueño, me quedé muy sorprendido, porque estaba
seguro de que por la noche las había cerrado.
En cuanto Baptiste se hubo ido, corrí al tapiz. Lo palpé
en todos sentidos; era realmente un verdadero tapiz de lana, áspero al tacto
como todos los tapices. Ónfala se parecía al encantador fantasma de la noche
como un muerto se parece a un vivo. Levanté la tela; la pared era maciza; no
había ni trampa oculta ni puerta secreta. Solamente advertí que varios hilos
estaban rotos en el lugar donde se posaban los pies de Ónfala. Eso me dio que
pensar.
Pasé todo el día completamente distraído; esperaba la
noche con inquietud e impaciencia al mismo tiempo. Me retiré temprano, decidido
a ver cómo acabaría todo aquello. Me acosté; la marquesa no se hizo esperar;
saltó del entrepaño y fue a caer directamente a mi cama; se sentó a la cabecera
y empezó la conversación. Como la víspera, le hice preguntas, le pedí
explicaciones. Eludía las unas, respondía a las otras con evasivas, pero con
tanto ingenio que al cabo de una hora no tenía la menor reserva acerca de mi
relación con ella.
Mientras hablaba, me acariciaba el pelo con sus dedos, me
daba cachetitos en las mejillas y suaves besos en la frente.
Hablaba y hablaba de forma burlona y un tanto melindrosa,
en un estilo a la vez elegante y familiar, como una gran señora, cosa que desde
entonces no he vuelto a encontrar en nadie.
Al principio estaba sentada en la butaca que había al
lado de la cama; luego me pasó uno de sus brazos alrededor del cuello y sentí
que su corazón latía con fuerza contra mi pecho. Era una bella y encantadora
mujer real, una verdadera marquesa, la que se encontraba a mi lado. ¡Pobre
colegial de diecisiete años! Había motivos para perder la cabeza y yo la perdí.
No sabía muy bien lo que iba a pasar, pero presentía vagamente que aquello no
podía gustar al marqués.
—Y el señor marqués, ¿qué va a decir allí en la pared?
La piel de león había caído al suelo, y los coturnos
color lila claro con adornos de plata yacían al lado de mis zapatillas.
—No dirá nada —repuso la marquesa riendo a carcajadas—.
¿Acaso ve algo? Además, aunque lo viera, es el marido más prudente y más
inofensivo del mundo; está acostumbrado. ¿Me amas, muchacho?
—Sí, mucho, mucho…
Se hizo de día; mi amante se esfumó.
La jornada me pareció espantosamente larga. Por fin llegó
la noche. Todo sucedió como la víspera, y la segunda noche no tuvo nada que
envidiar a la primera. La marquesa estaba cada vez más adorable. La aventura se
repitió durante mucho tiempo. Como no dormía por la noche, tenía todo el día
una especie de somnolencia que a mi tío no le pareció de buen augurio. Algo sospechó;
probablemente escuchó tras la puerta y lo oyó todo, porque una mañana entró en
mi habitación tan bruscamente, que Antoinette apenas tuvo tiempo de volver a su
sitio.
Iba seguido por un tapicero con tenazas y una escalera.
Me miró con ojos arrogantes y severos que me hicieron
comprender que lo sabía todo.
—La marquesa de T*** está realmente loca. ¿Dónde diablos
tenía la cabeza cuando se enamoró de un mocoso como éste? —murmuró mi tío entre
dientes—; ¡y había prometido ser juiciosa! Jean, descuelgue este tapiz,
enróllelo y llévelo al desván.
Cada palabra de mi tío era una puñalada.
Jean enrolló a mi amante Ónfala, o la marquesa de T*** y
a Hércules, o el marqués de T***, y se los llevó al desván. No pude contener
las lágrimas.
Al día siguiente, mi tío me devolvió en la diligencia de
B*** a casa de mis respetables padres, a los que, como puede imaginarse, no
dije una palabra de mi aventura.
Mi tío murió; vendieron su casa y los muebles; el tapiz
probablemente fue vendido con el resto.
Lo cierto es que hace tiempo, fisgoneando en la tienda de
un baratillero por si encontraba alguna ganga, tropecé con un grueso rollo
polvoriento y cubierto de telarañas.
—¿Qué es esto? —pregunté al tendero.
—Es un tapiz rococó que representa los amores de Ónfala y
Hércules; es de Beauvais, todo de seda y perfectamente conservado. Cómpremelo
para su despacho; no se lo venderé caro, por ser usted.
Al oír el nombre de Ónfala, el corazón me empezó a latir
con fuerza.
—Extienda el tapiz —dije al comerciante en un tono seco y
entrecortado como si tuviera fiebre.
Naturalmente era ella. Me pareció que su boca me sonreía
dulcemente y que su mirada se iluminaba al encontrar la mía.
—¿Cuánto quiere por él?
—No puedo dárselo por menos de cuatrocientos francos
justos.
—No los llevo encima. Voy a buscarlos; antes de una hora
estoy aquí.
Volví con el dinero; el tapiz ya no estaba. Un inglés lo
había comprado durante mi ausencia. Había dado seiscientos francos por él y se
lo había llevado.
En el fondo, quizá fue mejor así y conservar intacto el
delicioso recuerdo. Dicen que no se debe volver a los primeros amores ni ir a
ver la rosa que se ha admirado la víspera.
Y además ya no soy ni tan joven ni tan guapo como para
que los tapices desciendan de la pared en mi honor.
Théophile Gautier