EL TRAJE DE TERCIOPELO VERDE
Seis meses después de la muerte de Salomón Bercov, la
señora Talía, la dueña del cuartucho que el hombre ocupara durante veinte años,
en una casa oscura, mugrienta y crujiente de la calle México, resolvió que
había llegado el momento de deshacerse del baúl en el cual depositó las
pertenencias del viejo. Nadie las había reclamado; era obvio que herederos no
había; y el cofre inmemorial, arrinconado en un corredor, obstruía el paso y
complicaba la vida de los huéspedes.
Un domingo de verano, luego de tropezar por vigésima vez,
en la penumbra, con el maldito armatoste, y de golpearse ambas rodillas, la
señora Talía pronunció palabras agraviantes para la presunta madre que pariera
al baúl, y ordenó a su hijo que quitase inmediatamente de allí aquel monstruo.
Ese vocablo, inmediatamente, que reiteró en tres ocasiones sucesivas con
enriquecido vigor, retumbó en la galería y en la casa entera, teniendo por
fondo y acompañamiento musical al bombo, los pitos y las vociferaciones más o
menos rítmicas de una modesta comparsa que bailoteaba y brincaba bajo el sol
cruel, en la calle México, y que se empeñaba en recordarles a los vecinos que
el domingo en cuestión era el domingo de Carnaval. No necesitaban, en realidad,
que se lo recordasen. Demasiado lo sabían, el obstinado reventar de bombitas
llenas de agua, el trajinar de baldes y el culebreo peligroso de una manguera
lo certificaban con plenitud. Porfirio, vástago quinceañero de la señora Talía,
contribuía desde un cuarto de su casa al desigual combate. De allá lo arrancó
la triple clarinada de la señora Talia, la cual miraba al baúl de Salomón
Bercov como el cazador al jabalí tremendo. Inútiles resultaron las protestas
del muchacho, quien adujo contra la tarea que le imponían al sacro carácter del
domingo y el especialísimo del carnaval, además de subrayar que su
participación en el duelo acuático era inseparable del prestigio de esa
residencia, donde "siempre, .siempre, desde que yo era chico, se había
tomado parte en el juego", Al rato, el plañidero Porfirio larguirucho y
dosificado, granujiento y rubión, empujaba y arrastraba por la escalera al
baúl, rumbo al sótano.
Mientras lo hacía, calificaba a la madre de Salomón
Bercov, empleando términos iguales a los que la señora Talía dedicara a la
supuesta engendradora de su baúl.
Los trastos se apretujaban y superponían en la catacumba
donde terminaban los escalones, de suerte que, a la débil luz de una lamparilla
amarillenta, no le fue fácil a Porfirio despejar un sitio adecuado para
emplazar el volumen del cofre. Transpiraba, jadeaba, rabiaba y, al par que
propinaba al maletón puñetazos y puntapiés, movido por el desesperado afán de
enderezarlo y acomodarlo, la lejana musiquita y los berridos de la comparsa lo
perseguían, como si se mofasen. De repente, un encontronazo hizo saltar el
candado del baúl y la tapa se entreabrió.
Ni la señora Talía, ni Porfidio, ni ninguno de sus
huéspedes, había conversado jamás con Salomón Bercov. De mañana, cada cuatro
días, el viejo salía para el mercado. Respondía a los saludos, y si alguno
intentaba iniciar una charla, lo eludía cortésmente. De cualquier modo, nadie
trataba de hacerlo. se ignoraban tanto sus medios de subsistencia como la
ocupación a la cual consagraba su encerrada soledad; eso sí, se lo definía
apocado, un tanto inofensivo y un mucho insignificante. Hasta tarde, de noche,
permanecía encendida la luz de su habitación, y la gente, que al comienzo
tejiera extravagancias vinculadas con su vida, se cansó y lo olvidó. Ya apenas
lo veían, cuando se deslizaba, rozando las paredes, camino de la feria,
escuálido y desvaído, casi esquelético, los ojos incoloros vacilantes bajo el
ala del sombrero informe. Al morir y desaparecer del barrio, fue como si
terminara de esfumarse en la bruma.
Y ahora, por casualidad, el baúl de Salomón Bercov estaba
frente a Porfirio, en el aislado sótano, entre-abierto.
La tentación de levantar la tapa era grande. Y esa
tentación rivalizaba, en el ánimo de Porfirio, con el impulso que lo incitaba a
volver a la ventana para descargar desde su altura las postreras bombitas sobre
los disfrazados y su alborotada pobreza.
Vaciló entre una y otra atracción (¿el baúl?, ¿la
murga?), hasta que la novedosa pudo más y, postergando el placer de empapar a
su vecino, estiró ambas manos y alzó la tapa por completo.
Una confusión de chirimbolos, cubetas y frascos de dudoso
matiz, rancios libros miserables, piltrafas, andrajos y restos imposibles de
clasificar, todo ello salpicado de polvos malolientes, salidos, sin duda, de
varias botellitas rotas, colmaba hasta el tope el desagradable depósito. Era
evidente que la señora Talía había hurgado en el revoltijo de los bienes de
Salomón Bercov, cooperando en su desbarajuste, y que, al no hallar nada digno
de su interés, tornó a cerrarlo.
Porfirio repitió los ademanes maternos, y procedió a
vaciar el cofre. Rápidamente, gozosamente, volcó en el suelo aquellos pingajos
y fruslerías. Algunos libros, al abrirse y caer de bruces, dejaron escapar,
como si los desventaran, extrañas láminas con orla de polilla, figuras de
serpientes y de dragones, de seres mitad hombre y mitad mujer, de paisajes y
plantas que no existen.
Un mazo de naipes,
manoseados y sucios, totalmente distintos de los que Porfirio utilizaba para
jugar al truco con sus compañeros, se echó a volar huido de la caja por torpeza
del muchacho, y sembró el piso, encima de la acumulación de ropas y de cosas,
con una nueva serie de pintarrajeadas imágenes fantásticas esqueletos,
demonios, sirenas, bufones, personajes de burla o de miedo. Y sobre todo, como
una niebla azulosa, nacida de la entraña del baúl, flotaba el polvillo repugnante.
Ya se aprestaba Porfirio. desilusionado como su
progenitora, a abandonar esos despojos y a recuperar la atalaya bombardera del
primer piso, cuando advirtíó que en el fondo mismo del baúl, confundido con su
base tenebrosa, todavía quedaba algo. Hundió las manos en la cavidad y rescató
dos prendas arrugadas: un traje, un traje entero; sin solapas la cerrada
chaqueta, y estrechos los pantalones: anticuado, estrafalario, lívido de
pringues y de chorreaduras; un traje de opaco terciopelo verde.
El hallazgo lo desconcertó, pero al momento vinculó la
idea de ese excéntrico atavío con la del carnaval que, afuera, en la
superficie, a pocos metros, batía parches, .soplaba hirientes cornetas y
reiteraba estribillos de indecencia candorosa Así que, sin vacilar, en
segundos, Porfirio se despojó de la escasa ropa que de su osamenta colgaba. Su
flaca desnudez brilló brevemente, en la clausura del sótano y, por cierto sin
que el muchacho se percatara, gratificó a esa soledad y a esas tristes paredes
con una emoción (casi habría que decir con un temblor) resultante de aquella
presencia de improviso más vital, muy desvestida y muy joven, aunque es justo
consignar que el mozo nada tenía que ver con los básicos cánones de la belleza.
Púsose a continuación el traje de terciopelo verde,
feliz, porque convino con exactitud a su altura y proporciones. Arriba, en la
pieza que compartía con su madre, aguardaba una careta de Drácula, que días
antes había comprado, y calculó que
gracias al tapado rostro y a esas ropas absurdas nadie lo reconocería, y que en
consecuencia multiplicaría el desconcierto, no sólo entre los de la agresiva
comparsa, sino también entre sus amigos del barrio. Encantado al imaginar el
éxito de la broma, comenzó a subir la escalera, sacudiendo los hombros, ya que
de pronto lo sorprendió la impresión de que la roñosa chaqueta se los oprimía
demasiado. Un metro más arriba, se acentuó ese ajuste, y a él se sumó el del
pecho y la cintura, increíblemente ceñidos. Cuando lo mismo sucedió con los
pantalones, que le trabaron en rigurosa ligadura las largas y magras piernas,
el terror de Porfirio le hizo prorrumpir en gritos agudos. Pero la señora
Talía, que ahora ocupaba su sitio en la ventana, y de tanto en tanto apuntaba y
tiraba una bombita a la calle, no podía oírlo, en medio del estruendo de -la
murga que la invadía de insultos alegres. Tampoco podía su congestionado hijo
aflojar los botones, contra los cuales lucharon sus dedos de quebradas uñas.
Por fin cayó, atravesado en la escalera. Saltábansele los ojos de las órbitas,
y su lengua de ahorcado, de ahogado, asomaba entre los labios finos.
La señora Talía lo descubrió media hora más tarde, en
posición tan irregular. Pensó que el adolescente no lograría la instalación del
baúl en el sótano, y resolvió descender y darle una mano. Para sorprenderlo, se
sujetó la careta de Drácula y bajó alternando las risas con las exclamaciones
exageradamente broncas, que juzgaba propias de un vampiro de televisión. Reía
aún, en el momento en que lo encontró, en un recodo de los mal iluminados
escalones. La necesidad de amortajarlo obligó a cortar con una navaja el traje
de terciopelo verde de Salomón Bercov.
Manuel Mujica Lainez
Publicado en Diario La Nación, 17/XII/1978