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6 de enero de 2017

Necesidad de la máquina de calcular, Aldo Pellegrini



Necesidad de la máquina de calcular

Los búhos de cráneo transparente
todas las mañanas engendran el mismo paisaje en sus ojos
de allí parten las sonámbulas vestidas de frío
para descender las desnudas escalas barométricas
de allí parten galopando las pestañas
para alcanzar la cumbre más alta de la pasión
los búhos de cráneo transparente
confunden el tiempo y la realidad
confunden el hombre y la miseria
confunden la ciencia con el sueño
sólo la máquina de calcular
puede aclarar la inmensa confusión que nos rodea
es necesario calcularlo todo
es necesario estudiar el origen de los precipicios
calcular el número de mujeres de rostro roído por la niebla
calcular la ferocidad de los dientes
calcular los denominadores frenéticos
calcular los ríos que corren por la memoria
calcular las personas que se detienen bruscamente en los puentes
calcular el vértigo de las láminas sumergidas
calcular los escalofríos
los castigos
la buena voluntad que se enfría
y calcular la distancia del hombre implacable
que se incorpora
para vomitar.


Aldo Pellegrini

5 de enero de 2017

Para que las momias se tornen incandescentes, Aldo Pellegrini



Para que las momias se tornen incandescentes

Saltarás de la oscuridad a la luz henchido de clemencia
sin solemnidad, con el tacto con que se persuade o fracasa
cuando el mono busca su estrella dentro de los acontecimientos
brillando desatinadamente en la opulenta ventana hacia la calle
Saltarás sobre el punto en que la garganta cede, huella invisible del desertor
y los idiomas parlamentan en la conjunción de la voz ahogada
y encontrarás palabras llenas de natural encanto
como poeta, catequista, político honrado, visión crepuscular
y te espantará el recrudecimiento de la gripe
en las estaciones abiertas a todos los impulsos
abiertas a medianoche con sus sonrisas de días templados
para llegar jadeando casi a la puerta de la izquierda
donde descubrirás a la mujer que huye, oh tu castigo
roedor, murciélago
vendiendo porcelanas hasta la culminación de agosto
hasta que las ratas abandonen tu próximo viaje, el que no se decide
hasta alcanzar la fecha, la fecha frágil de los encuentros
y perder a los naipes y asomarse a la molesta ventanilla del suicidio
y nada más, oh trenes, descendiendo a tiempo de la fiebre
descendiendo del hambre con prudencia rectangular
Con rectangular prudencia
encenderás la mirada inexpresiva de los peces
186 navegante que recorres el sentido vertical del agua
con cierta elegancia sostén de un declinante prestigio
y con la agonía del último esfuerzo
interpretarás fielmente la locura de los dioses, la confusión de los hombres
Activo, resueltamente sutil, casi al nivel de la aventura
saltarás sobre la teoría de la conversión de los pasos en exquisitos
[instrumentos para torturar la sospecha
saltarás hasta el mismísimo punto de congelación
donde las miradas llenas de resentimiento retardan los amores
y ofrecen su helada mano a la amistad o al desprecio
Desequilibrio
puerto seguro para refugio de una convulsión de milímetros por segundo
y viajeros que multiplican rumores en el gran corazón de tu equipaje
con su prédica descorazonante y su capacidad de viaje ilimitada
bebedor, bebedor de oscuridad y violencia
recorres a grandes saltos la cámara de los errores
persiguiendo sin alcanzarlas
mujeres apasionadas envueltas en su lluvia insinuante
y con la existencia en estado de alerta
recoges el secreto impalpable de las palabras, el encantamiento del séptimo día
He ahí la vigilia que espera imperturbable

La hora exacta en que la vida se produzca.

Aldo Pellegrini

4 de enero de 2017

La soledad del artista. Aldo Pellegrini



La soledad del artista, Aldo Pellegrini

.
El tema de la soledad del artista no es nuevo, quizás, hasta esté un poco envejecido, y despida cierto tufo a romanticismo, haciendo sonreír imperceptiblemente a aquellas personas que han logrado colocarse más allá de todo. No hay duda de que el romanticismo, al afirmar la existencia del individuo, actualizó el problema y lo popularizó en cierto modo. Pero la soledad del artista es tan vieja como el mundo: ¿No fueron solitarios Dante o Shakespeare?. Habría que decir más bien que la soledad del hombre es tan vieja como el mundo. Pero hoy, en este estupendo mundo en que vivimos, el problema de la soledad ha adquirido proporciones gigantescas. Ya no se trata de literatura: se trata pura y concretamente de soledad, de decantada, cristalina, sólida e impenetrable soledad.
El fenómeno de la soledad parece inherente al hombre desde el momento en que se multiplica, y a mi juicio responde a una ley matemática. A medida que crece el número de hombres que viven en común crece la soledad de cada uno de ellos en particular. Se trata de una relación inversamente proporcional: donde hay diez hombres la soledad es mayor que donde hay tres. Por eso es tan pavorosa la soledad en el mundo moderno.Y podría decirse que esta relación también depende la distancia: a medida que más juntos están los hombres, más crece la soledad de cada uno. Mientras menos apiñados están, las probabilidades de estar solos, son menores. ¿Qué mayor soledad que la que existe en los departamentos modernos? Cientos de personas viven allí codo a codo como extraños. El campesino no es, en general un solitario y sí lo es el hombre de las grandes urbes. Ni siquiera el ermitaño es solitario, es simplemente un hombre aislado. Soledad y aislamiento son dos cosas absolutamente distintas y hasta cierto punto opuestas. Y la razón está en que la soledad es un suplicio de Tántalo: el hombre tiene a los otros hombres próximos, los mira, los ve, oye sus voces, desea acercarse, pero cuando lo intenta cae en la cuenta de que lo separa una sólida e impenetrable muralla de cristal y que las voces que oye sólo son un murmullo, no dicen nada. Y su hambre de acercamiento crece monstruosamente ante aquellos otros seres que están tan próximos, casi al alcance de su mano. Ese es el suplicio de Tántalo de la sociedad moderna y ello explica la diferencia fundamental entre la soledad y el aislamiento.
¿Por qué razones el artista, que parece destinado a concitar interés a su alrededor, sólo provoca malestar y alejamiento? Casi podría decirse que la piedra de toque del verdadero artista estaría dada por la rapidez con que el hombre normal le hace el vacío. Aunque el artista trate de pasar inadvertido suscita inmediatamente la desconfianza de ese hombre normal, desconfianza que rápidamente toma caracteres de la malevolencia y el rencor.
En el panorama general de la incomunicación social, al artista le toca la parte del león. Lo que podría llamarse su convivencia con el ambiente es mala, directamente desastrosa. En ese ambiente creado para el hombre común, todos son indulgentes entre sí, todo se lo perdonan mutuamente, todo se lo justifican, pero lo que no justifican de ningún modo es al artista. Este es una presencia perturbadora: para el hombre normal es el individuo de los excesos. Es cierto, el artista es el hombre de los curiosos excesos, de los exasperantes excesos, porque en él se dan simultáneamente y en toda su demasía los estados opuestos: el exceso de silencio junto con el exceso de expresión, el exceso de generosidad con el exceso de egoísmo, el exceso de altivez con el exceso de humildad, el exceso de seguridad con el exceso de desamparo, el exceso de pasión con el exceso de renunciación, el exceso de amor con el exceso de desamor. Para el hombre normal ese tipo de exceso constituye la marca del desorden, para el artista significa la señal de un vivir humano en plenitud. Sin lugar a dudas el hombre medio no es capaz de ningún tipo de exceso, todo lo vive en muy reducida escala; así vive sumergido en una abyección descolorida ( y por eso mismo doblemente abyecta) sustituye la generosidad por el trueque de favores ( y así logra suprimir aparentemente el egoísmo), sustituye la altivez, que es áspera e hiriente, por la vanidad, que es roma y chata; sustituye la pasión por la avidez y la codicia, y como es incapaz de amor, desconoce el desamor, con lo que el lugar que corresponde a ellos queda mondo y vacío para llenarlo con lo que menos le disgusta, desde un vínculo matrimonial, hasta el té de las cinco, desde los “amigos” de café, hasta las cenas de homenaje. Todos estos sentimientos descoloridos están servidos con la más exquisita pulcritud, de modo tal que adquieren todo el aspecto de virtudes, de virtudes también descoloridas; porque hay una sola virtud verdadera: la grandeza de alma, y esta sí la posee el artista auténtico. Pero no hay que ser totalmente injustos con el hombre normal: es capaz de sentimientos intensos, pero sólo en una dirección: es muy propenso al exceso de odio y resentimiento, entiéndase bien que llamo hombre normal no a la gran masa de humildes, oprimidos y descastados, sino a aquellos que tienen una participación activa en la conducción de la sociedad, a aquellos que forman la opinión e imponen normas.
Esta desmesura en los sentimientos coloca al poeta, como al criminal, fuera de la ley. Se lo acusa de locura o estupidez. Es el idiota que no comprende la vida: la vida que para el común de los hombres significa desgarrarse las carnes a dentelladas para conquistar el dinero con miras a obtener el poder, o para conquistar el poder con miras a obtener dinero. El artista pregona una riqueza inútil, la riqueza del espíritu. Busca en la vida un sentido que no es el de la vida práctica. Se convierte a su vez en testigo acusador de la realidad trivial, de la existencia sin sentido. El artista ofrece un mundo de valores distintos, los valores que surgen del vivir con autenticidad. El artista afirma su ser, y al afirmarlo, solo conquista la soledad, en un mundo de hombres que tienden a aniquilar su ser, disolviéndose en la masa, en grupo-masa que responden sólo a rótulos vacíos. El hombre común rehuye el problema de la soledad adoptando la vida vegetativa de las amebas; vive muerto.
En esta actitud de distanciamiento con su medio, el artista llega a una situación tal de desamparo en que se ve obligado a decir como Pessoa: “Nada me une a nada”.
Tal es la posición del artista en el área del hombre común. Pero se dirá: tiene a sus hermanos de sangre, los otros artistas. Nadie podrá describir en forma aproximada la intensidad de sentimientos que abarcan el odio, el resentimiento, la envidia, la indiferencia, abundantemente condimentados por la intriga, la calumnia, la deslealtad, la vileza, el despecho, la degradación, el saqueo, la estafa, que esos llamados “hermanos de sangre” tienen hacia un artista auténtico. En este caso especial suele despertar de un modo prodigioso la “imaginación” de estos “hermanos de sangre”, y entonces realizan una verdadera multiplicación de los pecados capitales, que como milagro no queda a la zaga de la multiplicación de los panes. Por eso el artista está todavía más solo entre los falsos artistas. Estos últimos forman una multitud desesperada en busca del éxito: se patean, se codean, se empujan, pero en definitiva se unen y se apoyan para defenderse del artista auténtico, porque ellos también tienen derecho a la vida. Y por ese derecho a la vida lanzan baratijas para consumo de los idiotas: cantidades innumerables de cuadros, poemas, novelas, teatro, que llegan por montañas, por toneladas, en medio de un alboroto de aplausos, exclamaciones, admiradoras radiantes de felicidad que se levantan las faldas para ofrecer su único don; y el éxito, la fama, los altavoces, los titulares, los afiches; los espectadores y los lectores mueren de un placer exquisito, y resucitan y vuelven a morir; las adolescentes agonizan en brazos de sus madres, ¡oh agonía del goce! Agobiado por tanto placer entran ganas de pedir: ¡Por favor sólo un segundo de respiro! Pero no: la inmersión, la asfixia en un torrente de deleites intelectuales, y nuevas toneladas de libros, de cuadros, hasta ya no poder más. Y entonces llega la industrialización de tan suculentos artículos de “goce”, con su cohorte de editores, productores, marchands, críticos, vendedores, promotores, sus investigadores de mercado, y la publicidad, la enorme, seductora y alucinante publicidad, que lleva de la mano al hipnotizado consumidor hasta esas quintaesencias del placer. Y entre los mercaderes del éxito y especuladores de la falsificación, el artista está solo; no, no está solo: lo empujan, lo patean, lo sacuden, lo chocan, lo derriban, en su desesperada carrera, aquellos que acuden sofocados a la distribución de premios, medallas, honores, pañuelos de seda, todo en un escenario sembrado de ramos de flores delicadamente envueltas en celofán, que rápidamente se vuelven malolientes, y de vaginas que aspiran a compartir la fama (el delicioso gusto amargo de la fama); y algo más allá la madre grita: “¡Oh, tengo un hijo genial!”, y el padre es tan dichoso que sólo le queda la salida del suicidio, y naturalmente se suicida, porque no hay nada como la procreación para crear un desmesurado sentimiento de culpa. Después de esa gran aventura sólo quedan pequeños plagios y algunos jirones de retórica. ¿Y acaso no basta? ¿No queda también después del amor, del más grande amor, un poco de ceniza?
Pero volviendo a un terreno menos agitado, nos encontramos con el solitario que ha sido escupido, vejado y derribado, y su cabeza minuciosamente pisoteada, porque hay que decir la verdad, lo han reconocido y lo han apartado de modo harto eficiente. De todo este acontecimiento, el solitario sólo conserva una gran fatiga y un sueño, un inmenso sueño. ¿Qué ha pasado? El solitario no comprende nada. ¿Acaso su vida difiere de los otros? ¿No come, bebe, se emborracha, fornica, fuma, juega a los naipes, sufre de gripe y de cólicos, cruza calles, se fractura, se baña en sudor, se baña en agua, toma vitaminas, purgantes etc? La misma jornada de todos. Pero su tiempo es otro; su tiempo de minutos infinitos, distintos, densos o fugaces, dilatados o sobrios, hórridos o resplandecientes, o hirientes, espinosos, cálidos. En todos esos minutos hay una partícula de un ingrediente secreto: una partícula de eternidad.
Es la gratuidad del arte, su absoluta inutilidad lo que constituye una afrenta para la mente común. Pero en esa inutilidad reside precisamente su importancia. Es tan inútil como el amor. Y el argumento de que no sirve para los fines prácticos de la vida, no queda sino rebatirlo con la aclaración de que no sirve para vivir, justamente porque es la vida misma. Arte y vida son términos ligados. El arte es un modo de manifestarse la vida, sin el cual queda mutilada. Pero ni lerdo ni perezoso, el hombre común ha sabido convertir el arte en mercadería, en valor cotizable en el mercado; le dio un precio a la inutilidad. Y al mismo tiempo que le daba un precio lo pervertía. Los mercaderes de obras de arte, los productores de libros: ¿en qué medida promueven la labor del artista? ¿En qué sutil medida, acaso, no van carcomiendo el espíritu del artista, no lo despojan de su autenticidad?Hay otro motivo para la soledad. El artista penetra en las comarcas inexploradas, en esa selva virgen del espíritu donde habitan los más terribles engendros del terror y de la angustia. Es la zona de todos los riesgos. Allí nadie lo acompaña. Está solo con su delirante empeño de penetrar en lo más profundo, en lo más denso, en alcanzar lo más distante, lo inalcanzable. Así penetra en la comarca del amor hasta su último límite para descubrir su apasionante misterio., allí donde el placer físico y la unción religiosa se encuentran, allí donde se produce la metamorfosis de la carne en espíritu, allí donde el amor aparece como principio y fundamento de todas las cosas, y la ley única que preside a todos los movimientos posibles.
Esta exploración por territorios nunca transitados es la que rehuye el hombre común. El artista es un exiliado más allá de las fronteras de una vida social. Ya no se trata de ser pisoteado, se trata de algo más grave: nadie lo acompaña. Pero el artista no tiene vocación de soledad, todo lo contrario: tiene la vocación del amor, y ese amor se vuelca hacia el universo entero, y en primer término hacia los otros hombres, hacia todos los hombres. No ve en ellos maldad, sino simplemente desamparo. Los ve más terriblemente solitarios que él mismo, en medio de su bullicio y de su simulada alegría, y los ve más solitarios porque ignoran serlo, con lo que su soledad no tiene salida, creando esa angustia y ese malestar que desemboca en la agresividad y en el odio. Ama a los hombres, y para ellos es su mensaje, no para sí mismo, nunca para sí mismo; pero los hombres lo rechazan, porque quieren ignorarlo todo, porque tienen miedo al pánico de una revelación que los dejara tocando la nada con dedos que tiemblan.
Siempre hablo del arte en función de su contenido poético, y este contenido es el que impulsa al artista hasta el último límite. Lo poético es esa mano que no tiembla y atraviesa el plomo. La poesía desintegra lo compacto, tiene el ácido irresistible que corroe las convenciones, que pone en evidencia la fragilidad de lo falso. La poesía es la máquina infernal que hace explosión en medio del letargo de un mundo sin sentido. Porque la poesía no tiene por objeto la búsqueda de una belleza serena y estática, sólo tiene por objeto la creación de esa máquina explosiva, la máquina que pretende arrancar al hombre de su letargo. Un verdadero poema debe transformar al lector que lo comprenda. Después de entrar en contacto con el poema, ese lector ya no será el mismo hombre.
El artista no se representa a sí mismo en su obra, sino al hombre en sí, a todo hombre. El pronombre que usa no es yo, sino nosotros. Representa al hombre cabal que hay en el interior de cada uno de nosotros, aunque lo neguemos; representa la rebelión de ese hombre sumergido en un mundo de mentiras, en el que se predica la libertad para ofrecer la esclavitud, en el que se predica el amor para ofrecer el odio.
Por eso la poesía tiene que ser extraña, difícil e hiriente. Pero por sobre todo tiene que ser inmaculada. ¡Qué ninguna mano sucia se pose sobre ella! Ninguna mano sucia, entiéndase bien. Puede soportar la risa, la sorna, el más estúpido gesto de incomprensión, pero ni el más mínimo contacto con una mano sucia. Y es una misión fundamental en el poeta mantener alejada su obra de esa mano, llámese el que la lleve crítico, poeta, amigo o transeúnte.
Sobre el mundo de la simetría y el orden el artista construye el magnífico imperio del desorden. Y hay desorden hasta en la obra de Mondrian, pues, ¿qué otra cosa sino desorden puede provocar una obra que aparta al hombre de la rutina cotidiana para lanzarlo a un universo de claridad y pureza indescriptibles? Ese imperio del desorden es un imperio de libertad, por eso todos los buscadores de un “nuevo orden” son promotores de esclavitud. En realidad, el artista va a la conquista de ese estado superior del hombre en el que las palabras orden y desorden no tiene sentido. Pero la conquista de ese estado humano más alto no se logra sin dolor. En ese sentido, el arte es una experiencia de vida de una intensidad sin precedentes para el hombre medio, es la vida colocada a un grado de alta tensión. No se puede compartir ese estado, y el artista sufre el aislamiento con que se prescribe a los enfermos contagiosos.
El problema de la soledad es el problema esencial del hombre, y está ligado al problema de la incomunicación, que se ha constituido en el gran tema de nuestro tiempo: toda la literatura y el arte moderno están cargados de él. En cuanto al hombre común, decide ignorarlo y se aferra a los medios de información masiva que en gran escala ha lanzado la técnica moderna y que constituyen en realidad falsos medios de comunicación. El resultado es una soledad cada vez mayor del hombre, adherido a los periódicos, la radiotelefonía, o la televisión, como un apéndice vacío de humanidad. Pero la gran humorada, el terrible sarcasmo, es que aquellos falsos artistas, que por razones de insensibilidad no sienten ni pueden sentir la angustia de la soledad, la pregonan con gran altisonancia en sus versos, en sus prosas o en sus cuadros, que son todos productos de la cocina bastarda con la que se desfigura un problema que el artista siente y expone como arquetipo del hombre auténtico. Y el asunto ha llegado a un grado tal de mistificación que es el momento oportuno para decir: ¡Basta ya de soledad!

Aldo Pellegrini

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