LA VISTA QUE NO PUDE SOPORTAR
Los Ángeles siempre había sido
mi hogar. Mi elección de Los Ángeles no había sido cuestión de mi voluntad.
Para mí, el quedarme en Los Ángeles ha sido el equivalente de haber nacido
allí, quizás aún algo más profundo. Mi vínculo de afecto siempre ha sido total.
Mi cariño por la ciudad de Los Ángeles siempre ha sido tan intenso, a tal grado
una parte de mi ser, que nunca he tenido que darle voz. Nunca he tenido que
revisarlo o renovarlo, nunca.
Tenía en Los Ángeles mi
familia de amigos. Eran para mí parte de mi medio inmediato, es decir, los
había aceptado totalmente tal como había aceptado la ciudad misma. Uno de mis
amigos hizo la declaración una vez, un poco bromeando, de que todos nos odiábamos
cordialmente. Indudablemente podían darse el lujo de tales sentimientos porque
tenían otros arreglos emotivos a su disposición, como padres y esposas y
maridos. Yo sólo tenía mis amigos en Los Ángeles.
Por la razón que fuera, yo era
el confidente de cada uno. Cada uno de ellos me contaba todos sus problemas y
vicisitudes. Mis amigos eran de una intimidad tal que nunca reconocí sus
problemas o tribulaciones como algo menos que normal. Podía hablar con ellos
durante horas de las mismas cosas que me habían horrorizado de las grabaciones
y del psiquiatra.
Además, no me daba cuenta de
que cada uno de mis amigos era increíblemente parecido al psiquiatra y al
profesor de antropología. Nunca me fijé en lo tensos que estaban. Todos fumaban
de manera compulsiva tal como el psiquiatra, pero nunca me había sido obvio,
porque yo fumaba igual y estaba igual de tenso. La afectación de su habla era
otra cosa que nunca había notado, aunque existía. Siempre afectaban el gangueo
del oeste de los Estados Unidos, pero estaban muy conscientes de lo que hacían.
Ni me había fijado en sus directas insinuaciones acerca de una sensualidad que
eran incapaces de sentir, que conocían sólo a nivel intelectual.
La verdadera confrontación
conmigo mismo empezó al enfrentarme con el dilema de Pete. Vino a verme, todo
golpeado. Tenía la boca hinchada y un ojo rojizo e inflamado que evidentemente
había sufrido un golpe y ya se estaban poniendo morado. Antes de que pudiera
preguntarle lo que le había pasado, soltó de buenas a primeras que su mujer,
Patricia, había ido durante el fin de semana a un encuentro de agentes de
bienes raíces relacionado con su empleo, y que algo terrible le había sucedido.
Al ver el aspecto de Pete, pensé que Patricia había estado en un acci¬dente,
estaba herida o hasta muerta.
Pero, ¿se encuentra bien? le pregunté, sincera¬mente afligido.
Claro que está bien ladró . Es una puta y una bestia y nada les
pasa a las putas bestias más que se las cogen y les gusta.
Pete estaba lleno de rabia.
Temblaba casi convulsivamente. Su abundante cabello rizado se le paraba por
to¬das partes. Por lo general se lo peinaba con esmero, alisándose los rizos
naturales. Ahora tenía un aspecto más loco que un demonio de tasmania.
Todo estaba normal hasta hoy continuó mi ami¬go . Entonces, esta mañana,
al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me
hizo ver que andaba cogiendo con alguien.
Su razonamiento me tenía
desconcertado. Lo inte¬rrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de
chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.
Si eres un culo, no te revela nada dijo con veneno en la voz . Pero yo conozco a
Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía
chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante
todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado
cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que
me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!
Pete dijo que había ido a la
oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien
protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron a estacionamiento. Quería romper
las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo
hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.
¿Son los que te golpearon, Pete? le pregunté.
No
dijo, abatido . Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de
una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a
hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese,
señor, cálmese! Aún se puede negociar”.
Cuando lo volví a golpear en
la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y
me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté
continuó Pete , estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba
una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.
Empezó a sollozar sin
contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de
diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le
juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran
imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran
nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde
luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma
del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya
que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta
abierta.
La vida parecía continuar como
siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos
como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a
chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer»
por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo normal,
un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto
que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy
intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que
había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para
ponerme a juzgar a los demás?
Me sentí inmensamente
culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero
lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus
problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran
mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones
cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de
identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me
abrumaba.
El aforismo de que las
desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento
de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo
Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría
para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte.
Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus
amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces
atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía,
el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de
que le fallarla; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría
de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.
¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo? le pregunté una vez, con sincera curiosidad.
No sé
respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz
igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador
fundamentalista, dijo : Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el
coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las
ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca
de algo nuevo.
Me resultaba obvio que sus
coches, que siempre eran carcachas, ya no tenían la capacidad de viajar a toda
velocidad, y que sencillamente les quemaba el motor.
De Salt Lake City, Rodrigo
había regresado a Los Ángeles haciendo autostop. Claro que podría haber hecho
autostop hasta Nueva York, pero nunca se le ocurrió. Rodrigo parecía padecer de
la misma condición que también me afectaba: una pasión inconsciente por Los
Ángeles que él quería rechazar a toda costa.
En otra ocasión, su coche
estaba en excelente condición mecánica. Podría haber hecho el viaje fácilmente,
pero Rodrigo aparentemente no estaba en condiciones de dejar Los Ángeles. Llegó
hasta San Bernardino, donde se metió a un cine a ver una película: Los Diez
Mandamientos. Esa película, por razones que sólo Rodrigo conocía, le produjo
una nostalgia insuperable por Los Ángeles. Regresó y lloró, diciéndome que la
pinche ciudad de Los Ángeles le había construido una barrera a su alrededor y
no lo dejaba salir. Su esposa estaba feliz de que no se hubiera ido, y su
novia, Melissa, estaba aún más contenta, aunque un poco desilusionada porque
tuvo que devolverle los diccionarios que él le había regalado.
Su último intento desesperado
de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le
prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la
menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no
regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el
aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era
temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine.
Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de
nuestras vidas y actividades.
Fuimos a ver una película
épica en tecnicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y
largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine,
ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un
tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista,
que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al
aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y
presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le
dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas
desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la
aerolínea.
Regresamos al edificio donde
los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la
vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una
vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo
llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había
gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que
yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada
situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas,
Rodrigo padre te espera! » Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo
para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más
triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas
económicos.
Abrazándolo, le dijo: «No
puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo
padre ya se fue”.
Quise desesperadamente
sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no
pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que
me galvanizó.
Busqué ávidamente la compañía
de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora.
Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de
remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.
No te aloques por nada me dijo don Juan calmadamente . Ya sabes que
una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que
muera el rey.
¿Qué quiere decir con eso, don Juan?
-Tú eres el rey y tú eres
exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus
pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro,
no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y
repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que
te vas a dar cuenta de que sí eres así.
Carlos Castaneda del Libro El
Lado activo del infinito (1998)