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23 de mayo de 2016

La vista que no pude soportar, Carlos Castaneda


LA VISTA QUE NO PUDE SOPORTAR

Los Ángeles siempre había sido mi hogar. Mi elección de Los Ángeles no había sido cuestión de mi voluntad. Para mí, el quedarme en Los Ángeles ha sido el equivalente de haber nacido allí, quizás aún algo más profundo. Mi vínculo de afecto siempre ha sido total. Mi cariño por la ciudad de Los Ángeles siempre ha sido tan intenso, a tal grado una parte de mi ser, que nunca he tenido que darle voz. Nunca he tenido que revisarlo o renovarlo, nunca.
Tenía en Los Ángeles mi familia de amigos. Eran para mí parte de mi medio inmediato, es decir, los había aceptado totalmente tal como había aceptado la ciudad misma. Uno de mis amigos hizo la declaración una vez, un poco bromeando, de que todos nos odiábamos cordialmente. Indudablemente podían darse el lujo de tales sentimientos porque tenían otros arreglos emotivos a su disposición, como padres y esposas y maridos. Yo sólo tenía mis amigos en Los Ángeles.
Por la razón que fuera, yo era el confidente de cada uno. Cada uno de ellos me contaba todos sus problemas y vicisitudes. Mis amigos eran de una intimidad tal que nunca reconocí sus problemas o tribulaciones como algo menos que normal. Podía hablar con ellos durante horas de las mismas cosas que me habían horrorizado de las grabaciones y del psiquiatra.
Además, no me daba cuenta de que cada uno de mis amigos era increíblemente parecido al psiquiatra y al profesor de antropología. Nunca me fijé en lo tensos que estaban. Todos fumaban de manera compulsiva tal como el psiquiatra, pero nunca me había sido obvio, porque yo fumaba igual y estaba igual de tenso. La afectación de su habla era otra cosa que nunca había notado, aunque existía. Siempre afectaban el gangueo del oeste de los Estados Unidos, pero estaban muy conscientes de lo que hacían. Ni me había fijado en sus directas insinuaciones acerca de una sensualidad que eran incapaces de sentir, que conocían sólo a nivel intelectual.
La verdadera confrontación conmigo mismo empezó al enfrentarme con el dilema de Pete. Vino a verme, todo golpeado. Tenía la boca hinchada y un ojo rojizo e inflamado que evidentemente había sufrido un golpe y ya se estaban poniendo morado. Antes de que pudiera preguntarle lo que le había pasado, soltó de buenas a primeras que su mujer, Patricia, había ido durante el fin de semana a un encuentro de agentes de bienes raíces relacionado con su empleo, y que algo terrible le había sucedido. Al ver el aspecto de Pete, pensé que Patricia había estado en un acci¬dente, estaba herida o hasta muerta.
 Pero, ¿se encuentra bien?  le pregunté, sincera¬mente afligido.
 Claro que está bien  ladró . Es una puta y una bestia y nada les pasa a las putas bestias más que se las cogen y les gusta.
Pete estaba lleno de rabia. Temblaba casi convulsivamente. Su abundante cabello rizado se le paraba por to¬das partes. Por lo general se lo peinaba con esmero, alisándose los rizos naturales. Ahora tenía un aspecto más loco que un demonio de tasmania.
 Todo estaba normal hasta hoy  continuó mi ami¬go . Entonces, esta mañana, al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me hizo ver que andaba cogiendo con alguien.
Su razonamiento me tenía desconcertado. Lo inte¬rrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.
 Si eres un culo, no te revela nada  dijo con veneno en la voz . Pero yo conozco a Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!
Pete dijo que había ido a la oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron a estacionamiento. Quería romper las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.
 ¿Son los que te golpearon, Pete?  le pregunté.
 No  dijo, abatido . Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese, señor, cálmese! Aún se puede negociar”.
Cuando lo volví a golpear en la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté  continuó Pete , estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.
Empezó a sollozar sin contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta abierta.
La vida parecía continuar como siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer» por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo normal, un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para ponerme a juzgar a los demás?
Me sentí inmensamente culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me abrumaba.
El aforismo de que las desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte. Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía, el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de que le fallarla; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.
 ¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo?  le pregunté una vez, con sincera curiosidad.
 No sé  respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador fundamentalista, dijo : Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca de algo nuevo.
Me resultaba obvio que sus coches, que siempre eran carcachas, ya no tenían la capacidad de viajar a toda velocidad, y que sencillamente les quemaba el motor.
De Salt Lake City, Rodrigo había regresado a Los Ángeles haciendo autostop. Claro que podría haber hecho autostop hasta Nueva York, pero nunca se le ocurrió. Rodrigo parecía padecer de la misma condición que también me afectaba: una pasión inconsciente por Los Ángeles que él quería rechazar a toda costa.
En otra ocasión, su coche estaba en excelente condición mecánica. Podría haber hecho el viaje fácilmente, pero Rodrigo aparentemente no estaba en condiciones de dejar Los Ángeles. Llegó hasta San Bernardino, donde se metió a un cine a ver una película: Los Diez Mandamientos. Esa película, por razones que sólo Rodrigo conocía, le produjo una nostalgia insuperable por Los Ángeles. Regresó y lloró, diciéndome que la pinche ciudad de Los Ángeles le había construido una barrera a su alrededor y no lo dejaba salir. Su esposa estaba feliz de que no se hubiera ido, y su novia, Melissa, estaba aún más contenta, aunque un poco desilusionada porque tuvo que devolverle los diccionarios que él le había regalado.
Su último intento desesperado de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine. Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de nuestras vidas y actividades.
Fuimos a ver una película épica en tecnicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine, ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista, que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la aerolínea.
Regresamos al edificio donde los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas, Rodrigo padre te espera! » Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas económicos.
Abrazándolo, le dijo: «No puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo padre ya se fue”.
Quise desesperadamente sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que me galvanizó.
Busqué ávidamente la compañía de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora. Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.
 No te aloques por nada  me dijo don Juan calmadamente . Ya sabes que una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que muera el rey.
 ¿Qué quiere decir con eso, don Juan?
-Tú eres el rey y tú eres exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro, no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que te vas a dar cuenta de que sí eres así.

 Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

22 de mayo de 2016

El final de una era, Las profundas preocupaciones de la vida cotidiana, Carlos Castaneda


EL FINAL DE UNA ERA

LAS PROFUNDAS PREOCUPACIONES DE LA VIDA COTIDIANA

Fui a Sonora a ver a don Juan. Tenía que hablar con él acerca de un acontecimiento de enorme gravedad que me acosaba en aquel momento. Necesitaba su consejo. Cuando llegué a su casa, apenas lo saludé. Me senté y comencé a decirle de buenas a primeras lo que me pasaba.
 Cálmate, cálmate  dijo don Juan . Nada puede ser tan grave.
 ¿Qué es lo que me está pasando, don Juan?  le pregunté. Era una pregunta retórica de mi parte.
 Son los efectos del infinito contestó. Algo le pasó a la forma en que percibes, el día que me conociste. Tu sensación de nerviosismo se debe a la realización subliminal de que se te ha acabado el tiempo. Tienes conciencia de ello, pero no estás deliberadamente consciente. Sientes la ausencia de tiempo y es lo que te hace impaciente. Lo sé porque me pasó a mí y a todos los chamanes de mi linaje. En un momento dado, una era entera de mi vida, o de sus vidas, terminó. Ahora te toca a ti. Simplemente se te ha acabado el tiempo.
Exigió entonces un recuento total de todo lo que me había pasado. Me dijo que tenía que ser completo, sin omisión de ningún detalle. No buscaba bosquejos. Quería que le presentara el impacto total de lo que me estaba molestando.
 Vamos a hacer esta conversación, como dicen en tu mundo, al pie de la letra  me dijo . Vamos a entrar en el reino de las conversaciones formales.
Don Juan explicó que los chamanes del México antiguo habían concebido la idea de conversaciones formales versus conversaciones informales, y utilizaban ambas como medios para enseñar y guiar a sus discípulos. Las conversaciones formales consistían para ellos, en resúmenes que hacían de vez en cuando de todo lo que les habían enseñado o dicho a sus discípulos. Las conversaciones informales eran elucidaciones diarias en las cuales las cosas se explicaban con referencia sólo al fenómeno que se examinaba en ese momento.
 Los chamanes no se guardan nada para sí  continuó . El vaciarse de esta manera es una maniobra chamanística. Los conduce a abandonar la fortaleza del yo.
Empecé mi recuento, diciéndole a don Juan que las circunstancias de mi vida jamás me habían permitido ser introspectivo. Cuanto más me remontaba en mi pasado, más recordaba que mi vida cotidiana había estado llena de problemas pragmáticos que exigían una resolución inmediata. Recuerdo que mi tío predilecto me dijo que estaba horrorizado de darse cuenta de que nunca había yo recibido un regalo de Navidad o de cumpleaños. Yo había ido a vivir a casa de la familia de mi padre poco antes de que mi tío me dijera eso. Me habló en tono compasivo de lo injusto de mi situación. Hasta se disculpó, aunque él no tenía nada que ver con el asunto.
 Es horripilante, chico  dijo moviendo la cabeza . Quiero que sepas que te apoyo cien por ciento cuando llegue el momento de las reparaciones.
Insistió una y otra vez que tenía que perdonar a los que me habían hecho esos desagravios. Por lo que él me decía, supuse que quería que me enfrentara a mi padre con el hallazgo, y que lo acusara de indolencia y descuido, y luego, claro, que lo perdonara. Lo que él no había notado era que yo no me sentía para nada agraviado. Lo que él me pedía exigía una naturaleza introspectiva que me hiciera responder a los malestares provenientes del abuso psicológico, una vez que me los hubieran señalado. Le aseguré a mi tío que iba a pensarlo, pero no en ese momento, porque en ese instante mi novia estaba en la sala esperándome y haciéndome señas desesperadas de que me apresurara.
Nunca tuve oportunidad de pensarlo, pero mi tío debe de haber hablado con mi padre, porque recibí un regalo de él, un paquete bien envuelto, con listón y todo, y una tarjetita que decía: «Lo siento”. Con gran curiosidad, rompí ávidamente la envoltura. Había una caja de cartón, y adentro un juguete precioso, un barquecito con una llave de cuerda atada al tubo de vapor. Era un juguete para jugar en la tina a la hora del baño. Mi padre había olvidado por completo que yo ya tenía quince años y que era un hombre hecho y derecho.
Como había llegado a la edad de la madurez todavía incapaz de verdadera introspección, me era novedoso, años después, encontrarme en medio de una agitación emotiva muy extraña que parecía incrementar con el paso del tiempo. Lo dejé a un lado, atribuyéndolo a los procesos naturales de la mente o del cuerpo, que entran en acción de vez en cuando sin ninguna razón aparente, o quizá como resultado de los procesos bioquímicos del cuerpo mismo. No le di importancia. Sin embargo, la agitación seguía creciendo y la presión fue tal que me forzó a creer que había llegado a un momento de mi vida en la que necesitaba un cambio drástico. Había algo en mí que exigía un nuevo arreglo. Esta urgencia de hacer cambios era conocida. La había experimentado antes, pero había estado pasiva durante mucho tiempo.
Estaba comprometido con el estudio de la antropología, y este compromiso era tan fuerte que la idea de no estudiar antropología nunca formó parte de los cambios drásticos que me proponía. Lo primero que me vino a la cabeza era que necesitaba cambiar de universidades, irme lejos de Los Ángeles.
Antes de hacer un cambio de esa magnitud, quería ponerlo a prueba. Me inscribí en un programa de verano de una universidad en otra ciudad. El curso de mayor importancia para mí, era uno de antropología dictado por la máxima autoridad sobre los indios de la región andina. Estaba yo con la idea de que si enfocaba mis estudios sobre un área que me fuera accesible emocionalmente, tendría mejor oportunidad de hacer mi trabajo de campo antropológico al momento debido. Concebí que mi conocimiento de la América del Sur iba a otorgarme mayor acceso a cualquier sociedad indígena de esas regiones.
Al inscribirme, conseguí simultáneamente un trabajo como asistente de investigación con un psiquiatra, el hermano mayor de uno de mis amigos. Él quería hacer un análisis de contenido basado en extractos de algunas grabaciones inocuas con jóvenes, preguntas y respuestas sobre problemas de exceso de estudio, expectativas no logradas, falta de comprensión en el ambiente del hogar, amores frustrados, etc. Las grabaciones tenían más de cinco años y se iban a destruir, pero antes, se les asignaron a cada carrete de cintas cifras al azar, y siguiendo una tabla, el psiquiatra y sus asistentes recogían carretes y examinaban los extractos que podían ser analizados.
Durante el primer día de clase en la nueva universidad, el profesor de antropología habló sobre sus credenciales y preparación académica, y deslumbró a los estudiantes con el ámbito de su conocimiento y sus publicaciones. Era un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años de edad, de furtivos ojos azules. Lo que más me llamó la atención de su apariencia era que sus ojos se veían enormes detrás de los lentes de aumento para el astigmatismo, y que cada uno de sus ojos daba la impresión de ir en dirección opuesta del otro al mover la cabeza y al hablar. Sabía que no podía ser verdad; sin embargo, era una visión bastante desconcertante. Iba muy bien vestido, sobre todo para un antropólogo, que en aquel tiempo eran conocidos por su forma de vestir informal. Los estudiantes describían a los arqueólogos, por ejemplo, como criaturas perdidas en fechado de carbono 14 que nunca se bañaban.
Sin embargo, por razones que ignoraba, lo que en verdad lo hacía diferente no era su apariencia física ni su erudición, sino su modo de hablar. Pronunciaba cada palabra con una claridad sin par, haciendo énfasis en ciertas palabras al alargarlas. Tenía una entonación marcadamente extranjera, pero sabía yo que era una afectación. Pronunciaba ciertas frases como un inglés, y otras como un predicador fundamentalista.
A pesar de su tremenda pomposidad, me fascinó desde un principio. Su importancia personal era tan obvia, que dejaba de ser problema pasados los primeros cinco minutos de clase, las cuales siempre eran muestras rimbombantes de conocimiento, basadas en las aserciones más descaradas de sí mismo. Su dominio sobre el foro era estupendo. Todos los estudiantes con los que hablé le tenían la más grande admiración a este extraordinario hombre. Sinceramente, pensé que todo iba muy bien y que el cambio a otra universidad y a otra ciudad iba ser fácil e inocuo, pero totalmente positivo. Me gustó mi nuevo ambiente.
En el trabajo, me entregué totalmente a escuchar las grabaciones; a tal extremo, que me metía a escondidas en la oficina para escuchar, no los extractos, sino las grabaciones enteras. Lo que al principio me fascinó sin medida, era el hecho de que me oía a mí mismo en cada grabación. Al correr de las semanas y al haber escuchado más grabaciones, mi fascinación se convirtió en horror. Cada oración que se decía, incluso las preguntas del psiquiatra, era mía. Esas personas hablaban desde mis entrañas. La repugnancia que experimentaba era algo nuevo para mí. Nunca había imaginado que yo podía ser repetido interminablemente en cada hombre o mujer que oía hablar en esas grabaciones. El sentido de individualidad que se me había inculcado desde el momento de nacer, se desmoronó sin esperanza alguna bajo el impacto de este descubrimiento colosal.
Empecé entonces el proceso odioso de tratar de restaurarme a mí mismo. Inconscientemente, hice un torpe intento de introspección; traté de salir de mi estado hablando a solas interminablemente. Repasé mentalmente todas las racionalizaciones posibles que apoyaran mi sentimiento de unicidad, y luego me hablé en voz alta acerca de ellas. Hasta experimenté algo bastante revolucionario; me despertaba a mí mismo hablando en voz alta en mis sueños, discutiendo mi valor y mi unicidad. Luego, un día horripilante, sufrí otro golpe mortal. Durante la madrugada, me despertó un insistente golpe en la puerta. No era un toque tímido, gentil, sino lo que mis amigos llamaban un «golpe Gestapo». La puerta estaba por caerse. Salté de la cama y espié por la ranura. La persona que tocaba era mi jefe, el psiquiatra. Como yo era amigo de su hermano menor, se había creado una vía de comunicación con él. Se había vuelto mi amigo sin más ni más, y allí estaba, en mi umbral. Encendí las luces y abrí la puerta.
 Por favor, pase  dije . ¿Qué pasó?
Eran las tres de la mañana y, por su aspecto lívido y sus ojos hundidos, sabía que algo andaba mal. Entró y se sentó. Su orgullo y deleite, la cabellera de largo pelo negro, le caía sobre la cara. No hizo ningún esfuerzo por peinarse, como siempre lo hacía. Me gustaba mucho porque era la versión mayor de mi amigo en Los Ángeles, con sus cejas negras y gruesas, sus ojos penetrantes color castaño, su mandíbula cuadrada y sus labios gruesos. Su labio superior parecía tener un pliegue doble por dentro y a veces, cuando sonreía, parecía tener un doble labio superior. Siempre hablaba de la forma de su nariz, que describía como nariz impertinente y agresiva. Yo lo veía como alguien que tenía muchísima confianza en sí mismo. Según él, esas cualidades eran lo importante en su profesión.
 ¡Qué pasó!  repitió en tono de burla, el doble labio superior temblándole incontrolablemente . Cualquiera puede ver que esta noche me pasó todo.
Se sentó en una silla. Parecía estar mareado, desorientado, buscando palabras. Se levantó y se fue al sofá, casi cayendo sobre él.
 No sólo me cargo la responsabilidad de mis pacientes  siguió , la de mi beca de investigación, la de mi mujer y mis hijos, sino que ahora se me viene encima otro maldito problema, y lo que me jode es que es por mi propia culpa, por mi estupidez en poner mi confianza en una puta de mierda.
»Escúchame bien, Carlos  continuó , no hay nada más horrendo, repugnante, asqueroso, carajo, que la insensibilidad de las mujeres. ¡Yo no odio a las mujeres, tú bien lo sabes! Pero en este momento, me parece que todos los coños son eso, simplemente coños. Hipócritas y viles.
No sabía qué decir. Lo que me estaba diciendo no se podía ni afirmar ni contradecir. De cualquier manera, no me hubiera atrevido a contradecirlo. No tenía las armas. Estaba muy cansado. Quería volverme a dormir, pero él seguía hablando como si de ello le dependiera la vida.
 Conoces a Teresa Manning, ¿no?  me preguntó de una manera agresiva y acusatoria.
Por un instante, creí que me acusaba de andar en líos con su hermosa y joven estudiante secretaria. Sin darme tiempo para responder, siguió hablando.
 Teresa Manning es un culo. ¡Es una babosa! Una idiota desconsiderada que no tiene otra meta en la vida que cogerse a alguien que tenga un poco de fama o notoriedad. Yo la creía inteligente y sensible. Yo creía que tenía algo, alguna comprensión, alguna empatía, algo que uno quisiera compartir o mantener como algo precioso sólo para sí. No sé, pero ésa es la imagen que ella creó para mí, cuando en realidad es obscena y degenerada, y hasta pudiera añadir, irremediablemente grosera.
Mientras continuaba hablando, una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de sufrir una mala experiencia con su secretaria.
 Desde el día que vino a trabajar conmigo  siguió , sabía que tenía una fuerte atracción sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.
Se enredó en un recuento elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.
 Tenía yo tal confianza en que este asunto iba a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable  dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el tono de alguien que está relatando algo íntimo . Hasta le di la llave del apartamento  siguió y se le quebró la voz.
»Muy sumisamente, llegó a las once y media  continuó . Entró sola, con su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que la tenía presa.
»Pero al momento que entré en la alcoba  continuó, la voz tensa y contraída como si estuviera mortalmente ofendido , Teresa saltó sobre mí como un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado la botella y las dos copas que llevaba.
Tuve suficiente cordura de dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras. Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo dijo como para calmarme.
Moviendo la cabeza con rabia contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha hecho cientos de veces.
 El resultado de toda esta mierda  dijo  fue que mi sensualidad huyó horrorizada. Me castró emotivamente. Mi cuerpo aborreció a esa puta mujer instantáneamente. Sin embargo, mi lujuria impidió que la echara a la calle.
Dijo que entonces decidió que en vez de perder la partida a causa de su impotencia miserablemente, como sabía que le iba a pasar, tendría sexo oral con ella y la haría tener un orgasmo, estaría a su merced; pero su cuerpo había rechazado a esa vieja tan completamente que no pudo hacerlo.
 Esa mujer para mí ya no tiene nada de hermosa  dijo , es más bien fea. Cuando está vestida, la ropa le esconde la gordura de las caderas. Hasta se ve bien. Pero cuando está desnuda es un costal de carne fláccida blanca. Lo esbelto que presenta cuando está vestida es una mentira. No existe.
El veneno le salía al psiquiatra de formas que nunca me hubiera imaginado. Temblaba de rabia. Quería desesperadamente aparentar que tenía dominio sobre sí, pero fumaba un cigarrillo tras otro.
Dijo que el sexo oral fue aún más horrendo y repugnante, y que estaba a punto de vomitar, cuando la puta mujer le dio una patada en la panza, lo echó de su propia cama, y luego lo llamó puto impotente.
A estas alturas de la narración, los ojos del psiquiatra ardían de odio. Le temblaba la boca. Estaba pálido.
 Tengo que usar tu baño  dijo . Quiero bañarme. Estoy pestífero. Créeme, traigo sabor a puta.
Estaba hecho un mar de llanto y yo hubiera dado todo por no estar allí. Quizás por mi fatiga, o por el tono mesmérico de su voz, o por la insensatez de la situación, pero todo creaba la ilusión de que lo que escuchaba no era la voz del psiquiatra, sino la de uno de los machos suplicantes de sus grabaciones, quejándose de problemas menores que se vuelven asuntos gigantescos al hablar obsesivamente de ellos. Mi martirio terminó como a las nueve de la mañana. Era hora de que me fuera a mi clase y hora para que él se fuera a ver a su propio psiquiatra.
Me fui a clase lleno de una ardiente ansiedad y una enorme sensación de inutilidad e incomodidad. Allí, me dieron el golpe final, el golpe que causó el desmoronamiento de mi intento de llevar a cabo un cambio drástico. Ninguna parte de mi volición tuvo que ver con el desmoronamiento, que ocurrió no sólo como si hubiera sido proyectado, sino como si su progresión hubiera sido acelerada por una mano desconocida.
El profesor de antropología empezó su discurso sobre un grupo de indios de la altiplanicie del Perú y de Bolivia, los aymará. Los llamaba los «ey MEH ra», alargando el nombre como si su pronunciación fuera la única acertada que existiera. Dijo que la elaboración de la chicha, que él pronunciaba «CHAI cha», una bebida alcohólica elaborada de maíz fermentado, ocurría en el reino de una secta de sacerdotisas que eran consideradas semidiosas por los aymará. Dijo en tono de revelación, que aquellas mujeres tenían a su cargo el transformar el maíz cocinado en una pasta lista para la fermentación masticando y escupiéndolo, añadiendo de esta manera una enzima que se encuentra en la saliva humana. La clase entera gritó de horror contenido al oír la referencia a la saliva humana.
El profesor parecía estar encantado. Daba risitas de alegría. Era la risa de un niño malicioso. Continuó di-siendo que las mujeres eran masticadoras expertas y se refirió a ellas como las «masticadoras de chai cha». Miró a la primera fila del aula donde se encontraba la mayoría de las jóvenes, y dio su golpe de gracia.
 Tuve el pr r r r privilegio  dijo con esa entonación extraña, casi extranjera  de que me invitaran a dormir con una de las masticadoras de chai cha. El arte de masticar la pasta de chai cha les desarrolla los músculos de la garganta y de las mejillas a tal extremo que pueden hacer maravillas.
Miró al asombrado foro, haciendo una larga pausa, con interjecciones de risitas.
 Estoy seguro de que comprenden a lo que me refiero  dijo , y se puso histérico de risa.
La clase se enloqueció con las insinuaciones del profesor. La charla fue interrumpida por no menos de cinco minutos de risa y un bombardeo de preguntas que el profesor se negó a contestar, causando más risas.
Me sentí tan comprimido por la presión de las grabaciones, el relato del psiquiatra y las masticadoras de chai cha del profesor, que de un solo arrebato dejé mi trabajo, dejé la universidad y me regresé a Los Ángeles.
 Lo que me pasó con el psiquiatra y con el profesor de antropología  le dije a don Juan , me ha hundido en un estado emotivo desconocido. Lo único que se me ocurre es llamarlo introspección. Me he estado hablando a mí mismo sin parar.
 Tu enfermedad es de algo muy sencillo  dijo don Juan sacudiéndose de risa.
Aparentemente, mi situación le encantaba. Era un gusto que yo no compartía, porque no le veía la gracia.
 Tu mundo se termina  dijo . Es el final de una era para ti. ¿Crees que el mundo que has conocido toda tu vida te va a dejar, pacíficamente, sin más? ¡No! Va a estar revolcándose debajo de ti y dándote de golpazos con la cola.


Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

21 de mayo de 2016

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (3 parte), Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

Emprendiendo el viaje definitivo, El salto al abismo (3 parte), Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)


La tercera persona con quien don Juan pensaba que estaba yo endeudado más alla de mi vida y mi muerte era mi abuela por parte de mi madre. En mi afecto ciego por mi abuelo, el macho, me había olvidado de que la verdadera fuente de fuerza en esa casa era mi muy excéntrica abuela.
Muchos años antes de que yo llegara a su casa, ella había salvado de ser linchado a un indio del lugar. Lo habían acusado de ser brujo. Unos jóvenes coléricos ya lo tenían colgado de un árbol del terreno de mi abuela. Ella los vio y los paró. Todos los linchadores, al parecer, eran sus ahijados y no se hubieran atrevido a desafiarla. Bajó al hombre y lo llevó a casa a curarle las heridas. La soga ya le había dejado una profunda herida en el cuello.
Se sanó de sus heridas pero nunca dejó a mi abuela. Sostenía que su vida terminó el día del linchamiento y que cualquier nueva vida que tenía ya no era de él; le pertenecía a ella. Como hombre de palabra, dedicó su vida a servir a mi abuela. Era su camarero, su mayordomo, su consejero. Mis tías decían que él le había aconsejado a mi abuela que recogiera como suyo a un huérfano recién nacido y a criarlo como su propio hijo, algo que resentían amargamente.
Cuando llegué a la casa de mis abuelos, el hijo adoptivo de mi abuela ya lindaba en los finales de los treinta. Lo había mandado a estudiar a Francia. Una tarde, inesperadamente, un hombre recio, sumamente elegante, se bajó de un taxi delante de la casa. El chófer llevó sus maletas de piel al patio. El hombre recio le dio una buena propina. Me fijé de inmediato que las facciones del hombre recio eran de gran atractivo. Tenía pelo rizado y largo, las pestañas rizadas. Era muy guapo sin ser físicamente bello. Su mejor característica, sin embargo, era su radiante sonrisa abierta con que se dirigió a mí.
¿Puedo saber su nombre, joven? me dijo con la voz de actor de teatro más bella que jamás había escuchado.
El hecho de que me dijera «joven» le ganó mi simpatía de inmediato.
Me llamo Carlos Aranha, señor le dije . ¿Y me permite saber a quién tengo el gusto de saludar?
Hizo un gesto de disimulada sorpresa. Abrió los ojos y saltó hacia atrás como si alguien lo hubiera atacado. Entonces se echó una enorme carcajada. Al oír la carcajada, mi abuela salió al patio. Cuando vio al recio hombre, gritó como una niña y lo abrazó con enorme afecto. Él la levantó como si no pesara nada y le dio de vueltas. Entonces me di cuenta de que era muy alto. Su peso escondía su altura. Tenía el físico de un peleador profesional. Se dio cuenta de que lo estaba mirando. Dobló los bíceps.
Conozco algo de boxeo, señor dijo plenamente consciente de lo que yo pensaba.
Mi abuela me lo presentó. Dijo que era su hijo, Antoine, su bebé, la luz de sus ojos; dijo que era dramaturgo, director de teatro, escritor, poeta.
El hecho de ser buen atleta era lo que me importaba. No comprendí al principio que era hijo adoptivo. Me di cuenta, sin embargo, de que no se parecía a los demás familiares. Mientras que los otros de la familia eran cadáveres ambulantes, él estaba vivo con una vitalidad que venía desde adentro. Nos llevamos muy bien. Me gustaba que entrenara todos los días, dándole de puñetazos a un saco de arena. Me gustaba inmensamente que no sólo le daba puñetazos sino también patadas, una mezcla asombrosa de boxeo y patada. Tenía el cuerpo duro como una roca.
Un día Antoine me confesó que su único ferviente deseo en la vida era ser un escritor notable.
Lo tengo todo dijo . La vida ha sido sumamente generosa conmigo. Lo único que no tengo es lo único que deseo: genio. Las musas no me quieren. Tengo aprecio por lo que leo, pero no puedo crear nada que me guste leer. Ése es mi tormento; me falta la disciplina o la simpatía para atraer a las musas, así es que mi vida está tan vacía que no se lo puede uno imaginar.
Antoine continuó diciéndome que la única realidad que tenía era su madre. Dijo que mi abuela era su apoyo, su baluarte, su alma gemela. Terminó diciéndome algo muy perturbador:
Si no tuviera a mi madre dijo no podría vivir.
Me di cuenta entonces de cuán profundamente estaba atado a mi abuela. Todas las horrendas historias que me habían contado mis tías acerca del mimado Antoine se hicieron verdaderas. Mi abuela en verdad lo había mimado más allá de la salvación. A la vez, parecían estar muy contentos juntos. Los veía sentados durante horas; él, su cabeza en el regazo de ella como si fuera todavía niño. Nunca había escuchado a mi abuela conversar con nadie durante tan largas horas.
De repente, un día, Antoine empezó a producir mucha obra escrita. Empezó a dirigir una obra dramática en el teatro local, una obra que él mismo había escrito. Cuando se estrenó, fue un éxito instantáneo. Sus poemas se publicaron en el periódico local. Parecía haber entrado en un estado creativo. Pero pocos meses después todo terminó. El director del periódico del pueblo abiertamente denunció a Antoine; lo acusó de plagio y publicó en el periódico la prueba de su culpa.
Mi abuela, desde luego, no quiso oír nada acerca del comportamiento de su hijo. Explicó que se trataba de una gran envidia. Cada una de esas personas del pueblo estaba envidiosa de la elegancia, del estilo de su hijo. Estaban envidiosos de su personalidad, de su gracia. Ciertamente, era la personificación de la elegancia y del savoir faire. Pero era un plagiador; no cabía la menor duda.
Antoine nunca defendió su comportamiento ante nadie. Me gustaba demasiado para preguntarle del asunto. Además, no me importaba. Sus razones eran sus razones en lo que a mí me concernía. Pero algo se rompió; desde aquel momento, nuestras vidas iban de salto en salto, por así decir. Las cosas cambiaban tan dramáticamente en la casa de un día para el otro que me acostumbré a que pudiera pasar cualquier cosa, lo mejor y lo peor. Una noche, mi abuela entró de la forma más dramática a la habitación de Antoine. Tenía una dureza en los ojos que nunca le había visto. Le temblaban los labios al hablar.
Algo terrible ha sucedido, Antoine empezó.
Antoine la interrumpió. Le rogó que le dejara explicarle todo.
Lo calló abruptamente.
No, Antoine, no dijo con firmeza . Esto no tiene nada que ver contigo. Tiene que ver conmigo. En este momento tan difícil para ti, algo de mayor importancia ha sucedido. Antoine, hijo de mis entrañas, se me ha acabado el tiempo.
»Quiero que comprendas que esto es inevitable siguió . Tengo que irme, pero tú debes quedarte. Tú eres la suma total de todo lo que he hecho en mi vida. Por bien o por mal, Antoine, eres todo lo que soy. Dale una oportunidad a la vida. Al final, estaremos juntos de nuevo de todas maneras. Entretanto, debes hacer, Antoine, debes hacer. Lo que sea no importa, con tal de que hagas.
Vi el cuerpo de Antoine estremecerse de angustia. Vi cómo contrajo su ser total, todos sus músculos, toda su fuerza. Era como si cambiara de velocidades, desde su problema que era como un río, al mismo océano.
¡Prométeme que no te vas a morir hasta que mueras! le gritó.
Antoine asintió.
Al día siguiente, siguiendo el consejo de su consejero brujo, mi abuela vendió todas sus pertenencias, que eran bastantes, y le dio todo el dinero a su hijo, Antoine. Y al día siguiente, muy temprano, se llevó a cabo la escena más extraña que jamás habían presenciado mis ojos de diez años; el momento en que Antoine se despidió de su madre. Fue una escena tan irreal como la de un set de filmación; irreal en el sentido que parecía haber sido inventada, escrita en alguna parte, creada por una serie de ajustes que el escritor hace y que el director lleva a cabo.
El patio de la casa de mis abuelos era el decorado. El protagonista era Antoine, su madre la primera actriz. Antoine viajaba ese día. Iba al puerto. Iba a abordar un crucero italiano y cruzar el Atlántico a Europa, un viaje de placer. Estaba tan elegantemente vestido como siempre. Lo esperaba fuera de la casa, un taxista, sonando la bocina imperiosamente.
Yo había sido testigo de la última febril noche de Antoine, queriendo desesperadamente escribirle un poema a su madre.
Es pura mierda me dijo . Todo lo que escribo es una mierda. Soy un don nadie.
Le aseguré, aunque yo tampoco era nadie para asegurárselo, que lo que escribiera sería maravilloso. En un momento dado me sobrevino el entusiasmo, y crucé ciertos parámetros que nunca debería haber cruzado.
¡Créemelo, Antoine! le grité . Yo soy un peor don nadie que tú. Tú tienes mamá. Yo no tengo a nadie. Lo que escribas, sea lo que sea, va a estar muy bien.
Muy cortésmente, pidió que me fuera de su habitación. Había logrado que se sintiera un idiota al tener que tomar consejos de un nene que era un don nadie. Amargamente, sentí mi arrebato. Hubiera querido que siguiera siendo mi amigo.
Antoine tenía su abrigo perfectamente doblado y lo llevaba sobre su hombro derecho. Llevaba un traje de un verde precioso, de cachemir inglés.
Se oyó la voz de mi abuela:
Tenemos que apresurarnos, amor -dijo El tiempo apremia. Tienes que irte. Si no te vas, esta gente te va a matar por el dinero.
Se refería a sus hijas y a sus maridos, que estaban fúricos cuando se enteraron de que su madre muy calladamente las había desheredado, y que el horrendo Antoine, su archi enemigo, se iba a ir con todo lo que tenía que haber sido de ellas. Siento tener que hacerte pasar por todo esto dijo mi abuela en tono de disculpa-. Pero como bien sabes, el tiempo marcha a otro compás que el de nuestros deseos.
Antoine se dirigió a ella con su grave voz, preciosamente modulada. Parecía, más que nunca, un actor de teatro.
Sólo te pido un minuto, madre dijo . Quisiera leerte algo que escribí para ti.
Era un poema de agradecimiento. Cuando terminó la lectura, hizo una pausa. Había una riqueza de sentimientos en el aire, una vibración.
Que hermosura, Antoine dijo mi abuela con un suspiro . El poema expresa todo lo que me querías decir. Todo lo que yo quería oír de ti. Hizo una pausa por un instante. Entonces sus labios se abrieron en una sonrisa exquisita.
¿Plagiado, Antoine? le preguntó.
La sonrisa de Antoine era igualmente radiante:
Por supuesto, madre dijo , por supuesto.
Se abrazaron, hechos un mar de lágrimas. La bocina del taxi sonó con mayor impaciencia. La mirada de Antoine cayó sobre mí, escondido debajo de la escalera. Asintió como para decir: «Adiós. Cuídate”. Entonces dio la vuelta y sin mirar de nuevo a su madre, corrió hacia la puerta. Tenía treinta y siete años pero aparentaba sesenta; parecía llevar una carga tan gigantesca sobre sus hombros. Se detuvo antes de llegar a la puerta al oír la voz de su madre advirtiéndole por última vez:
No mires hacia atrás, Antoine dijo . Nunca mires hacia atrás. Sé feliz y hazlo. ¡Hazlo! Allí está el truco. ¡Hazlo!
La escena me llenó de una extraña tristeza que perdura hasta hoy día: una melancolía inexplicable que don Juan dijo tenía que ver con mi primer conocimiento de que sí se nos acaba el tiempo.
Al día siguiente, mi abuela se fue con su consejero/camarero/criado a emprender un viaje a un lugar mítico llamado Rondonia, donde su ayudante brujo iba a buscarle una curación. Mi abuela estaba enferma de muerte, aunque yo no lo sabía. Nunca regresó, y don Juan me explicó que la venta de sus pertenencias y el dárselas a Antoine fue una maniobra maravillosa de brujería que su consejero llevó a cabo para desligarla del cuidado de su familia. Estaban tan fúricos con mamá por su acción que no les importaba si regresaba o no. Yo tenía la idea de que ni se dieron cuenta de que se había ido.
Encima de esa plana meseta, recordé todos esos sucesos como si hubieran pasado hacía un instante. Cuando les expresé mi agradecimiento, logré que regresaran a esa cima. Al terminar mis gritos, mi soledad era algo inexpresable. Estaba llorando desconsoladamente.
Don Juan me explicó con gran paciencia que la soledad es inadmisible para un guerrero. Dijo que los guerreros viajeros pueden contar con un ser sobre el cual pueden enfocar todo su afecto, todo su cariño: esta tierra maravillosa, la madre, la matriz, el epicentro de todo lo que somos y de todo lo que hacemos; el mismo ser al cual todos regresamos; el mismo ser que permite a los guerreros viajeros emprender su viaje definitivo.
Entonces don Genaro ejecutó un acto de intento mágico para mi beneficio. Acostado sobre el estómago, hizo una serie de movimientos deslumbrantes. Se convirtió en un globo de luminosidad que parecía estar nadando como si la tierra fuera una alberca. Don Juan dijo que era la manera en que Genaro abrazaba la inmensa tierra y a pesar de la diferencia de tamaño, la tierra reconocía ese gesto de Genaro. La visión de los movimientos de Genaro y la explicación de don Juan transformaron mi soledad en una felicidad sublime.
No soporto la idea de que se vaya, don Juan me oí decir . El sonido de mi voz y lo que había dicho me avergonzó. Cuando empecé a sollozar involuntariamente, debido a mi autocompasión, me sentí aún peor. ¿Qué me pasa don Juan? murmuré . No soy así de costumbre.
Lo que te pasa es que tu conciencia está de nuevo al nivel de tus talones me replicó, riéndose.
Entonces perdí el último ápice de dominio y me entregué por completo a mis sentimientos de decaimiento y desesperanza.
Me voy a quedar solo dije en una voz chillante . ¿Qué va a pasar conmigo?
Veámoslo de esta manera dijo don Juan tranquilamente . Para que yo deje esta tierra y me enfrente a lo desconocido, necesito de toda mi fuerza, de todo mi dominio, de toda mi suerte; pero sobre todo, necesito cada ápice de los cojones de acero de un guerrero viajero. Para quedarte aquí y batallar como un guerrero viajero necesitas todo lo que yo mismo necesito. Aventurarse allí afuera adonde vamos nosotros no es broma, pero tampoco lo es quedarse aquí.
Tuve un arranque de emoción y le besé la mano.
¡So, so, so! me dijo . ¡No más falta les vas a hacer un altar a mis guaraches!
La angustia que me sobrevino cambió mi estado de autocompasión a un sentimiento de pérdida sin igual.
¡Se va usted! murmuré . ¡Se va para siempre!
En aquel momento don Juan me hizo algo que me había hecho repetidas veces desde el día en que lo conocí. Se le infló la cara como si el profundo suspiro que tomaba lo hubiera inflado. Me dio un toque fuerte en la espalda, con la palma de su mano izquierda y dijo:
¡Levántate de tus talones! ¡Levántate!
Al instante, estaba yo de nuevo coherente, completo, con total dominio. Sabía lo que me esperaba. Ya no había vacilación por mi parte, ni preocupación por mí mismo. No me importaba lo que me iba a pasar cuando se fuera don Juan. Sabía que su partida era inminente. Me miró, y en esa mirada me lo dijo todo.
Nunca más estaremos juntos me dijo calladamente . Ya no necesitas mi ayuda; y no te la ofrezco, porque si vales como guerrero viajero, me escupirás en la cara por ofrecértela. Más allá de ciertos parámetros, la única felicidad de un guerrero viajero es su estado solitario. No quisiera que tú trataras de ayudarme tampoco. Una vez que me vaya, estaré ido. No pienses más en mí porque yo no voy a pensar más en ti. Si eres un guerrero viajero que vale lo que pesa, ¡sé impecable! Cuida tu mundo. Hónralo; vigílalo con tu vida.
Se alejó de mí. El momento estaba más allá de la autocompasión o de las lágrimas o de la felicidad. Movió la cabeza como para despedirse o como si reconociera lo que yo sentía.
Olvídate del Yo y no temerás nada, no importa el nivel de conciencia en que te encuentres me dijo.
Tuvo un arranque de levedad. Me hizo una última broma sobre esta tierra.
¡Ojalá encuentres amor! me dijo.
Levantó su palma hacia mí y estiró los dedos como un niño, contrayéndolos luego contra la palma.
Ciao dijo.
Sabía que era inútil sentir tristeza o lamentarme y que era tan difícil quedarme como para don Juan irse. Los dos estábamos dentro de una maniobra energética irreversible que ninguno de los dos podía detener. Sin embargo, quería unirme con don Juan, seguirlo a donde fuera. Se me ocurrió la idea de que si me moría él me llevaría con él.
Entonces vi cómo don Juan Matus, el nagual, conducía a sus quince compañeros videntes, sus protegidos, sus deleites, a desaparecer uno por uno en la bruma de aquella meseta hacia el norte. Vi cómo cada uno de ellos se convertía en un globo luminoso y juntos ascendían y flotaban encima de la cima de la montaña como luces fantasmas en el cielo. Dieron una vuelta sobre la cima de la montaña tal como había dicho don Juan que lo harían; su última vista, la que es sólo para sus ojos; su última vista de esta tierra maravillosa. Y luego se desvanecieron.
Supe lo que tenía que hacer. Se me había acabado el tiempo. Eché a correr a toda velocidad hacia el precipicio y salté al abismo. Sentí el viento en mi cara por un momento, y luego, la negrura más piadosa me tragó como un pacífico río subterráneo.


Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

20 de mayo de 2016

El Tonal y el Nagual, Tener que creer, Carlos Castaneda

 SEGUNDA PARTE
EL TONAL Y EL NAGUAL
TENER QUE CREER
De relatos de poder (1975)


Caminé hacia el centro sobre el Paseo de la Reforma. Estaba cansado; sin duda, la altitud de la ciudad de México tenía algo que ver en ello. Podría haber tomado un autobús o un taxi pero, no obstante mi fatiga, deseaba caminar. Transcurría una tarde de domingo. Aunque el tránsito era mínimo, los escapes de los autobuses y camiones con motores de diesel daban a las estrechas calles del centro el aspecto de cañadas de smog.
Llegué al Zócalo y noté que la Catedral parecía haber aumentado su inclinación desde la última vez que la vi.
Me adentré unas cuantos metros en los enormes recintos. Una idea cínica atravesó mi mente.
Después me dirigí al mercado de la Lagunilla. Carecía de propósito definido. Caminé al azar, pero a buen paso, sin mirar nada en particular. Fui a dar a los puestos de monedas antiguas y libros de segunda mano.
-¡Vaya, vaya! ¡Miren quién está aquí! -dijo alguien, tocando levemente mi hombro.
La voz y el contacto me hicieron saltar. Rápidamente giré hacia la derecha. La sorpresa me hizo abrir la boca.
La persona que me hablaba era don Juan.
-¡Don Juan! -exclamé, y un escalofrío sacudió mi cuerpo de la cabeza a los pies-. ¿Qué hace usted aquí?
-¿Tú qué haces aquí? -replicó como un eco.
Le dije que me había detenido unos días en la ciudad antes de adentrarme a buscarlo en las montañas de México central.
-Bueno, digamos entonces que yo bajé de las montañas para encontrarte -dijo, sonriente.
Me palmeó el hombro repetidas veces. Parecía contento de verme. Puso las manos en las caderas, infló el pecho y preguntó si me agradaba su apariencia. Sólo entonces advertí que don Juan vestía de traje. El impacto de tal incongruencia me golpeó de lleno. Quedé atónito.
-¿Te gusta mi tacuche? -preguntó, regocijado-. Hoy ando de traje -añadió como si tuviera que explicar, y luego, señalando mi boca abierta-: ¡Ciérrala! ¡Ciérrala!
Reí, distraído. Él notó mi confusión. Sacudiéndose de risa, dio la vuelta para que yo pudiera verlo desde todos los ángulos. Su atuendo era increíble. Vestía un traje café claro con rayas delgadas, zapatos café, camisa blanca. ¡Y corbata! Y eso me hizo preguntarme: ¿llevaría calcetines, o se habría puesto los zapatos "a raíz"?
A mi desconcierto se sumaba la sensación enloquecedora de que, cuando don Juan me tocó el hombro y volví la cara, lo vi con su pantalón y su camisa de caqui, con sus huaraches y su sombrero de paja, y luego, cuando llamó mi atención sobre su atuendo y lo enfoqué en detalle, la unidad completa de su atavío se fijó, como si yo la creara con mi pensamiento. La boca parecía ser la parte de mi cuerpo más afectada por el asombro. Se abría involuntariamente. Don Juan me tocó levemente la barbilla, como ayudándome a cerrarla.
-De veras te está creciendo la papada -dijo, y rió en explosiones cortas.
Tomé nota, entonces, de que no llevaba sombrero; su cabello blanco y corto estaba peinado de raya. Se vela como un viejo caballero mexicano, un habitante urbano impecablemente vestido.
Le dije que Hallarlo allí me tenía tan estremecido que necesitaba sentarme. Se mostró muy comprensivo y sugirió ir a un parque cercano.
Anduvimos unas calles en completo silencio y llegamos a la Plaza Garibaldi, un sitio donde los mariachis ofrecen sus servicios: especie de centro de empleo para músicos.
Don Juan y yo nos mezclamos con veintenas de espectadores y turistas y circunvalamos el parque. Tras un rato se detuvo, se reclinó en una pared y alzó levemente sus pantalones, en las rodillas; llevaba calcetines café claro. Le pedí decirme el significado de su misteriosa atavío. Su vaga réplica fue que, sencillamente, debía
andar de traje -ese día por razones que se me aclararían después.
El hallar trajeado a don Juan había sido tan extraño que mi agitación resultaba casi incontrolable. Yo llevaba varios meses sin verlo y más que nada en el mundo quería hablar con él, pero de algún modo la escena no encajaba y mi atención se perdía en vericuetos. Notando, sin duda, mi ansiedad, don Juan sugirió que fuéramos a la Alameda, un parque más calmado, a algunas cuadras de distancia.
No había demasiada gente en el parque, ni tuvimos dificultad para hallar una banca vacía. Tomamos asiento.
Mi nerviosismo había cedido el paso a un sentimiento de incomodidad. No me atrevía a mirar a don Juan.
Hubo una larga pausa enervante; aún sin verlo, dije que finalmente la voz interna me había lanzado en busca suya, que los tremendos sucesos presenciados en su casa habían afectado muy hondamente mi vida, y que me era necesario hablar de ellos.
Hizo un ademán de impaciencia y dijo que su política era no ocuparse nunca de sucesos pasados.
-Lo importante es que has seguido mi consejo -dijo-. Has tomado tu mundo cotidiano como un desafío, y la prueba de que has reunido suficiente poder personal es el hecho indiscutible de que me has encontrado sin ninguna dificultad, en el sitio exacto en que debías.
-Dudo mucho poder aceptar crédito por eso -dije.
-Yo te estaba esperando y llegaste -dijo-. Eso es lo único que sé; eso es lo único que a cualquier guerrero le importaría saber.
-¿Qué va a pasar ahora que lo he encontrado? -pregunté.
-Por principio de cuentas -dijo-, no vamos a discutir los dilemas de tu razón; esas experiencias pertenecen a otro tiempo y a otro ánimo. Son, hablando con propiedad, meros escalones de una escalera sin fin; darles importancia significaría quitársela a lo que está ocurriendo ahora. Un guerrero no puede de ningún modo permitirse eso.
Tuve un deseo casi invencible de quejarme. No era que resintiese nada que me hubiera ocurrido, pero anhelaba solaz y simpatía. Don Juan parecía estar al tanto de mi estado y habló como si yo hubiese dado voz a mis pensamientos.
-Sólo como guerrero puede uno soportar el camino del conocimiento -dijo-. Un guerrero no puede quejarse ni lamentar nada. Su vida es un desafío interminable, y no hay modo de que los desafíos sean buenos o malos.
Los desafíos son simplemente desafíos.
Su tono era seco y severo; su sonrisa, cálida y apaciguadora.
-Ahora que estás aquí, lo que haremos será esperar una señal -dijo.
-¿Qué clase de señal? -pregunté.
-Necesitamos averiguar si tu poder puede valerse por sí solo -dijo-. La última vez se apagó en forma miserable; esta vez las circunstancias de tu vida personal parecen haberte dado, al menos en la superficie, todo lo necesario para tratar con la explicación de los brujos.
-¿Hay alguna probabilidad de que usted me hable de ella? -pregunté.
-Depende de tu poder personal -dijo-. Como pasa siempre en el hacer y el no-hacer de los guerreros, el poder personal es lo único que importa. Hasta ahora, yo diría que vas muy bien.
Tras un momento de silencio, como si quisiera cambiar de tema, se puso en pie y señaló su traje.
-Me puse mi traje para ti -dijo en tono misterioso-. Este traje es mi desafío. ¡Mira qué bien me queda! ¡Qué fácil! ¿Eh? ¡Como si no fuera nada¡
En verdad, don Juan se veía extraordinariamente bien de traje. Todo lo que se me ocurría como rasero de comparación era el aspecto que mi abuelo solía tener en su pesado traje de franela inglesa. Siempre me daba la impresión de que se sentía desnaturalizado, fuera de lugar en un traje. Don Juan, al contrario, estaba a sus anchas.
-¿Piensas que es fácil para mí verme natural de traje? -preguntó don Juan.
No supe qué decir. Sin embargo, concluí para mis adentros que, a juzgar por su apariencia y su porte, era para él lo más fácil del mundo.
-Andar de traje es un desafío para mí -dijo-. Un desafío tan difícil como andar de huaraches y poncho sería para ti. Pero tú nunca has tenido la necesidad de tomar eso como desafío. Mi caso es diferente; soy indio.
Nos miramos. Alzó las cejas en muda interrogación, como pidiéndome comentarios.
-La diferencia básica entre un hombre común y un guerrero es que un guerrero toma todo como un desafío -prosiguió-, mientras un hombre ordinario toma todo como bendición o maldición. El hecho de que estés hoy aquí indica que has inclinado la balanza en favor del camino del guerrero.
Su mirada fija me ponía nerviosa. Traté de levantarme y caminar, pero me hizo volver a mi sitio.
-Vas a estarte aquí sentado y tranquilo hasta que acabemos -dijo, imperioso-. Estamos esperando una señal; no podemos proceder sin ella, porque no basta que me hayas encontrado, como no bastó que encontraras a Genaro aquel día en el desierto. Tu poder debe acorralarse y dar una indicación.
-No puedo figurarme lo que usted quiere -dije.
-Vi algo rondando por este parque -dijo.
-¿Era el aliado? -pregunté.
-No. No lo era. Conque debemos sentamos aquí y averiguar qué clase de señal está acorralando tu poder.
Luego me pidió razón detallada de cómo había yo llevado a cabo las recomendaciones que don Genaro y él mismo hicieron acerca de mi mundo cotidiano y mis relaciones con la gente. Me sentí un poco apenado. Don Juan me tranquilizó con el argumento de que mis asuntos personales no eran privados, pues incluían una tarea de brujería que él y don Genaro estaban cultivando en mí. Observé, en broma, que mi vida se había arruinado a causa de esa tarea, e hice recuento de las dificultades para mantener mi mundo de día con día.
Hablé largo rato. Don Juan rió de mi relato hasta derramar lágrimas en abundancia. Se palmeaba repetidas veces los muslos; ese gesto, que yo le había visto cientos de veces, estaba definitivamente fuera de lugar cuando se hacía sobre los pantalones de un traje. Me llené de una aprensión que me vi compelido a expresar.
-Su traje me asusta más que todo lo que usted me ha hecho -dije.
-Ya te acostumbrarás -repuso-. Un guerrero debe ser fluido y debe variar en armonía con el mundo que lo rodea, ya sea el mundo de la razón o el mundo de la voluntad.
"El aspecto más peligroso de esa variación surge cada vez que el guerrero descubre que el mundo no es ni lo uno ni lo otro. A mí me dijeron que el único modo de salir a flote en medio de esas variaciones era proseguir con nuestras acciones como si uno creyera. En otras palabras, el secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por lo visto, un guerrero no puede nada más decir que cree y dejar allí las cosas. Eso sería demasiado fácil. Creer no más que por creer lo libraría de examinar su situación. Cuan do un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así lo escoge, como expresión de su predilección más íntima.. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer."
Se me quedó mirando unos segundos mientras yo escribía en mi cuaderno. Permanecí callado. No podía decir que comprendía la diferencia, pero tampoco quería discutir ni hacer preguntas. Quise pensar en lo que don Juan había dicho, pero mi mente se dispersó al mirar en torno. En la calle, a nuestras espaldas, había una larga fila de automóviles y autobuses, tocando sus bocinas. En el extremo del parque, a unos veinte metros de distancia, directamente en la línea de la banca donde estábamos sentados, un grupo de unas siete personas, incluyendo tres policías de uniforme gris claro, estaba congregado junto a un hombre que yacía inmóvil en el
pasto. Parecía estar borracho, o acaso seriamente enfermo.
Miré a don Juan. También él había estado observando al hombre.
Le dije que, por algún motivo, me resultaba imposible esclarecer por mí mismo lo que acababa de decirme.
-Ya no quiero hacer preguntas -dije-. Pero sino le pido explicaciones, me quedo sin entender. No hacer preguntas es muy anormal para mí.
-Por favor, sé normal, con toda confianza -repuso con seriedad fingida.
Dije no comprender la diferencia entre creer y tener que creer.
-¿Recuerdas la historia que una vez me contaste de tu amiga y los gatos? -preguntó don Juan con tono casual.
Alzó lo ojos al cielo y se reclinó en la banca, estirando las piernas. Unió las manos detrás de la cabeza y contrajo los músculos de todo el cuerpo. Como siempre ocurre, sus huesos produjeron un fuerte crujido.
Se refería a la historia de una amiga mía que halló dos gatitos, casi muertos, dentro de una secadora de lavandería automática. Los revivió y, con excelente nutrición y cuidado, hizo de ellos dos gatos gigantescos, uno negro y otro rojizo.
Dos años después, vendió su casa. Como no podía llevar a los gatos consigo, ni les encontraba otro hogar, sólo le quedó llevarlos a un hospital de animales para que dispusieran de ellos.
Yo la acompañé. Los gatos nunca habían estado en un coche; ella trataba de calmarlos. La arañaron y la mordieron, sobre todo el gato rojizo, al que llamaba Max. Cuando finalmente llegamos al hospital, ella se llevó primero al gato negro; con él entre los brazos, y sin pronunciar palabra, bajó del coche. El gato jugaba con ella: la tocaba suavemente con la pata mientras ella abría, empujándola, la puerta de cristal de la clínica.
Miré a Max; estaba sentado en la parte trasera. El movimiento de mi cabeza debe haberlo asustado, pues se escurrió bajo el asiento del conductor. Deslicé el asiento hacia atrás. No quería meter la mano debajo por miedo de que el gato me mordiera o rasguñara. Max yacía en una concavidad en el piso del coche. Parecía muy agitado; su aliento se aceleraba. Me miró; nuestros ojos se encontraron y una sensación avasalladora me poseyó. Algo se hizo cargo de mi cuerpo: una forma de aprensión, desesperanza, o acaso vergüenza por ser parte de lo que ocurría.
Sentí la necesidad de explicar a Max que la decisión era de mi amiga, y que yo sólo la ayudaba. El gato seguía mirándome, como si entendiera mis palabras.
Miré por ver si ella venía. La vi a través de la puerta de cristal. Hablaba con la recepcionista. Mi cuerpo sintió una extraña sacudida, y automáticamente abrí la puerta del coche.
-¡Corre, Max, corre! -dije al gato.
Bajó de un salto; cruzó velozmente la calle con el cuerpo cerca de tierra, como un verdadero felino. El otro lado de la calle estaba vacío; no había coches estacionados y pude ver a Max correr a lo largo de la cloaca.
Llegó a la esquina de un gran bulevar y descendió por la compuerta de desagüe.
Mi amiga regresó. Le dije que Max se había ido. Ella subió al auto y nos fuimos sin decir palabra.
A lo largo de los meses, el incidente se convirtió en un símbolo para mí. Imaginé, o acaso vi, un raro destello en los ojos de Max cuando me miró al saltar del coche. Y creí que por un instante ese animal doméstico, castrado, gordo e inútil, se hizo gato.
Expresé a don Juan mi convicción de que, cuando Max corría calle abajo y se sumergía en el drenaje, su "espíritu de gato" era impecable, y quizás en, ningún otro momento de su vida fue tan evidente su "gatunidad".
El incidente me dejó una impresión imborrable.
Conté la historia a todos mis amigos; tras repetirla una y otra vez, mi identificación con el gato llegó a ser muy placentera.
Me pensaba yo mismo como Max: dejado, domesticado en muchos sentidos, pero no podía pasar por alto, sin embargo, que siempre había la posibilidad de un momento en que el espíritu del hombre se posesionara de todo mi ser, igual que el espíritu "gatuno" llenó el cuerpo hinchado e inútil de Max.
A don Juan le había gustado la historia; hizo algunos comentarios casuales acerca de ella. Dijo que no era tan difícil dejar que el espíritu del hombre fluyera a tomar las riendas; sostener el paso, sin embargo, era algo que sólo un guerrero podía hacer.
-¿Qué pasa con la historia de los gatos? -pregunté. -Me dijiste que crees estar corriendo el riesgo, como Max
-dijo él.
-Así creo.
-Lo que he estado queriendo decirte es que, como guerrero, no puedes nada más creer eso y dejar las cosas así. Con Max, tener que creer significa que aceptas el hecho de que su fuga pudo ser un arranque inútil. A lo mejor se metió por el desagüe y se murió en el acto. A lo mejor se ahogó, o se murió de hambre, o se lo comieron las ratas. Un guerrero toma en consideración todas esas posibilidades y luego elige creer de acuerdo con su predilección intima.
"Como guerrero, tienes que creer que a Max le salió todo bien; que no sólo escapó, sino que mantuvo su poder. Tienes que creerlo. Digamos que sin esa creencia no tienes nada."
La diferencia se hizo muy clara. Pensé que yo, en realidad, había elegido creer en la supervivencia de Max, sabiendo que tenía en su contra toda una vida regalada y llena de engreimientos.
-Creer es lo de menos -siguió don Juan-. Tener que creer es otra cosa. En este caso, por ejemplo, el poder te dio una lección espléndida, pero elegiste usarla sólo en parte. Sin embargo, si tienes que creer, debes usar todo el suceso.
-Ya me voy dando cuenta a qué se refiere usted -dije.
Mi mente se hallaba en un estado de lucidez, y parecía aprehender los conceptos sin el menor esfuerzo.
-Temo que todavía no entiendes -dijo don Juan, casi en un susurro.
Me miró con fijeza. Sostuve su mirada un momento.
-¿Y el otro gato? -preguntó.
-¿Uh? ¿El otro gato? -repetí involuntariamente.
Lo había olvidado. Mi símbolo había girado en torno a Max. El otro gato no tenía importancia para mí.
-¡Por supuesto que la tiene! -exclamó don Juan cuando di voz a mis pensamientos-. Tener que creer significa que también tienes que tomar en cuenta al otro gato. Al que jugaba y lamía las manos que lo llevaban a su fin.
Ese fue el gato que marchó confiado hacia su muerte, repleto de sus juicios de gato.
"Tú piensas que eres como Max; por eso te olvidas del otro gato. Ni siquiera sabes su nombre. Tener que creer significa que debes tomar todo en consideración, y antes de decidir que eres como Max debes considerar que a lo mejor eres como el otro gato; en vez de luchar por tu vida y correr el riesgo, a lo mejor te vas feliz a tu muerte, repleto de tus juicios."
Había en sus palabras una tristeza inquietante, o acaso, la tristeza era mía. Permanecimos largo rato en silencio. Jamás se me había ocurrido que yo podía ser como el otro gato. La idea me conturbaba grandemente.
Una leve conmoción y el sonido de voces apagadas me sacaron bruscamente de mis deliberaciones. Unos policías dispersaban a la gente reunida en torno al hombre tirado en el pasto. Alguien había colocado, bajo la cabeza del yacente, un saco enrollado a manera de almohada. El hombre yacía paralelo a la calle. Miraba al este. Desde mi sitio, casi podía saber que tenía los ojos abiertos.
Don Juan suspiró.
-Qué tarde más espléndida -dijo, mirando el cielo.
-No me gusta la ciudad de México -dije.
-¿Por qué?
-Odio el smog.
Meneó rítmicamente la cabeza, como asintiendo a mis palabras.
-Preferiría estar con usted en el desierto, o en las montañas -dije.
-Si yo fuera tú, nunca diría eso -replicó. -No quise decir nada malo, don Juan.
-Eso ya lo sabemos. Pero eso no es lo que importa. Un guerrero, o cualquier hombre si a ésas vamos, no puede de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encontrar su muerte.
"Mira a ese hombre ahí al lado, tirado en el pasto: ¿Qué crees que le pasa?"
-Está borracho o enfermo -dije.
-¡Se está muriendo! -dijo don Juan con definitiva convicción-. Cuando nos sentamos aquí, vislumbré a su muerte haciéndole la rueda. Por eso te dije que no te levantaras; llueva o truene, no puedes pararte de esta banca hasta el final. Ésta es la indicación que esperábamos. Atardece. En estos momentos, el sol se va a poner. Es tu hora de poder. ¡Mira! La escena con ese hombre es sólo para nosotros.
Señaló que, desde donde nos hallábamos, teníamos campo abierto para ver al hombre. Un grupo de curiosos formaba semicírculo a su otro costado, frente a nosotros.
La presencia del hombre tirado en la grama me inquietaba cada vez más. Era delgado y moreno, todavía joven. Su cabello negro era corto y rizado. Tenía la camisa desabotonada y el pecho al descubierto. Llevaba un suéter anaranjado, de punto, con hoyos en los codos, y astrosos pantalones grises. Sus zapatos, de algún color borrado, indefinible, estaban desatados. Se veta rígido. Yo no podía decir si respiraba o no. Me pregunté si estaba muriendo, como decía don Juan. ¿O quizá don Juan usaba simplemente el evento para recalcar algo? Mis anteriores experiencias con él me daban la certeza de que, en alguna forma, estaba haciendo todo encajar en algún misterioso plan propio.
Tras un largo silencio me volví hacia él. Tenía los ojos cerrados. Empezó a hablar sin abrirlos.
-Ese hombre está a punto de morir -dijo-. Pero tú no lo crees, ¿verdad? Abrió los ojos y me miró un segundo. La mirada, de tan penetrante, me aturdió.
-No, no lo creo -dije.
Sentía en realidad que todo el asunto era demasiado sencillo. Vinimos a sentarnos en el parque y allí mismo, como si todo fuera una representación teatral, había un moribundo.
"El mundo se ajusta a sí mismo -dijo don Juan después de escuchar mis dudas-. Esto no es una farsa. Esto es un augurio, un acto de poder.
"El mundo sostenido por razón hace de todo esto un asunto que podemos observar por un momento en camino hacia otras cosas más importantes. Todo lo que podemos decir de esto es que un hombre está tirado
en el pasto, en el parque, a lo mejor borracho.
"El mundo sostenido por voluntad lo hace un acto de poder, un acto que podemos ver. Podemos ver que la muerte está girando velozmente sobre el hombre, que le hunde las garras más y más en sus fibras luminosas.
Podemos ver que las cuerdas luminosas pierden tensión y se desvanecen una a una.
"Ésas son las dos posibilidades que se abren a nosotros, los seres luminosos. Tú andas por ahí en el medio; todavía quieres tenerlo todo bajo la firma de la razón. Y sin embargo, ¿cómo puedes descartar el hecho de que tu poder personal te trajo esta señal? Vinimos a este parque, después de que me encontraste donde yo te esperaba -me encontraste así de sopetón, sin pensar, ni planear, ni usar deliberadamente tu razón-, y después de que nos sentamos aquí a esperar una señal, nos dimos cuenta de ese hombre; cada uno de nosotros lo
notó a su manera: tú con tu razón, yo con mi voluntad.
"Ese moribundo es uno de los centímetros cúbicos de suerte que el poder pone siempre a disposición del guerrero. El arte del guerrero es ser perennemente fluido para poderlo coger de un tirón. Yo lo he cogido de un tirón, y ¿tú?"
No pude responder. Tomé conciencia de un abismo inmenso dentro de mí, y por un momento tuve, en alguna forma, conocimiento de los dos mundos a los cuales se refería.
-¡Qué señal más exquisita es ésta! -prosiguió-. Y todo esto para ti. El poder te enseña que la muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta a la muerte, todo es ordinario, trivial.
Sólo porque la muerte nos anda al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin. El poder te ha mostrado reunir así los detalles, también yo te he mostrado que todo cuanto te he dicho hoy es lo que yo mismo tengo que creer, porque esa es la predilección de mi espíritu.
Nos miramos a los ojos un momento.
-Esto me recuerda la poesía esa que me leías -dijo, haciendo a un lado la mirada-. Acerca de ese hombre que juró morir en París. ¿Te acuerdas cómo era?
El poema era "Piedra negra sobre una piedra blanca", de César Vallejo. A petición de don Juan, yo le había leído y recitado incontables veces las dos primeras estrofas.

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

El poema resumía para mí una melancolía indescriptible.
Don Juan susurró que él tenía que creer que el moribundo había tenido bastante poder personal para permitirle escoger las calles de la ciudad de México como el sitio de su muerte.
-Volvemos otra vez a la historia de los dos gatos -dijo-. Tenemos que creer que Max se dio cuenta de lo que le andaba al acecho y, cómo ese hombre que está ahí, tuvo al menos poder suficiente para escoger el sitio de su fin. Pero hubo el otro gato, como hay otros hombres cuya muerte los envolverá mientras están solos, desprevenidos, mirando las paredes y el techo de un cuarto desolado y feo.
"En cambio, aquel hombre se está muriendo donde siempre ha vivido: en las calles. Tres policías son sus guardias de honor. Y, a medida que se desvanece, se acentuarán en sus ojos los últimos resplandores de las luces de los aparadores de las tiendas que están enfrente; de los coches, de los árboles, de las oleadas de gente que se arremolina en la calle; y sus oídos se inundarán por última vez con los sonidos del tránsito y las voces de los hombres y las mujeres que pasan.
"Así que, si no fuera porque nos damos cuenta de la presencia de nuestra muerte no hubiera poder, ni misterio."
Miré largo rato al hombre. Estaba inmóvil. Acaso había muerto. Pero mi incredulidad ya no importaba. Don Juan estaba en lo cierto. Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable era la expresión de la predilección intima de un guerrero. Sin ella, el guerrero no tenía nada.

Carlos Castaneda
De Relatos de poder (1975)

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