SEGUNDA PARTE
EL TONAL Y EL NAGUAL
TENER QUE CREER
De relatos de poder (1975)
Caminé hacia el centro sobre
el Paseo de la Reforma. Estaba cansado; sin duda, la altitud de la ciudad de
México tenía algo que ver en ello. Podría haber tomado un autobús o un taxi
pero, no obstante mi fatiga, deseaba caminar. Transcurría una tarde de domingo.
Aunque el tránsito era mínimo, los escapes de los autobuses y camiones con
motores de diesel daban a las estrechas calles del centro el aspecto de cañadas
de smog.
Llegué al Zócalo y noté que la
Catedral parecía haber aumentado su inclinación desde la última vez que la vi.
Me adentré unas cuantos metros
en los enormes recintos. Una idea cínica atravesó mi mente.
Después me dirigí al mercado
de la Lagunilla. Carecía de propósito definido. Caminé al azar, pero a buen
paso, sin mirar nada en particular. Fui a dar a los puestos de monedas antiguas
y libros de segunda mano.
-¡Vaya, vaya! ¡Miren quién
está aquí! -dijo alguien, tocando levemente mi hombro.
La voz y el contacto me
hicieron saltar. Rápidamente giré hacia la derecha. La sorpresa me hizo abrir
la boca.
La persona que me hablaba era
don Juan.
-¡Don Juan! -exclamé, y un
escalofrío sacudió mi cuerpo de la cabeza a los pies-. ¿Qué hace usted aquí?
-¿Tú qué haces aquí? -replicó
como un eco.
Le dije que me había detenido
unos días en la ciudad antes de adentrarme a buscarlo en las montañas de México
central.
-Bueno, digamos entonces que
yo bajé de las montañas para encontrarte -dijo, sonriente.
Me palmeó el hombro repetidas
veces. Parecía contento de verme. Puso las manos en las caderas, infló el pecho
y preguntó si me agradaba su apariencia. Sólo entonces advertí que don Juan
vestía de traje. El impacto de tal incongruencia me golpeó de lleno. Quedé
atónito.
-¿Te gusta mi tacuche?
-preguntó, regocijado-. Hoy ando de traje -añadió como si tuviera que explicar,
y luego, señalando mi boca abierta-: ¡Ciérrala! ¡Ciérrala!
Reí, distraído. Él notó mi
confusión. Sacudiéndose de risa, dio la vuelta para que yo pudiera verlo desde
todos los ángulos. Su atuendo era increíble. Vestía un traje café claro con
rayas delgadas, zapatos café, camisa blanca. ¡Y corbata! Y eso me hizo
preguntarme: ¿llevaría calcetines, o se habría puesto los zapatos "a
raíz"?
A mi desconcierto se sumaba la
sensación enloquecedora de que, cuando don Juan me tocó el hombro y volví la
cara, lo vi con su pantalón y su camisa de caqui, con sus huaraches y su
sombrero de paja, y luego, cuando llamó mi atención sobre su atuendo y lo
enfoqué en detalle, la unidad completa de su atavío se fijó, como si yo la
creara con mi pensamiento. La boca parecía ser la parte de mi cuerpo más
afectada por el asombro. Se abría involuntariamente. Don Juan me tocó levemente
la barbilla, como ayudándome a cerrarla.
-De veras te está creciendo la
papada -dijo, y rió en explosiones cortas.
Tomé nota, entonces, de que no
llevaba sombrero; su cabello blanco y corto estaba peinado de raya. Se vela
como un viejo caballero mexicano, un habitante urbano impecablemente vestido.
Le dije que Hallarlo allí me
tenía tan estremecido que necesitaba sentarme. Se mostró muy comprensivo y
sugirió ir a un parque cercano.
Anduvimos unas calles en
completo silencio y llegamos a la Plaza Garibaldi, un sitio donde los mariachis
ofrecen sus servicios: especie de centro de empleo para músicos.
Don Juan y yo nos mezclamos
con veintenas de espectadores y turistas y circunvalamos el parque. Tras un
rato se detuvo, se reclinó en una pared y alzó levemente sus pantalones, en las
rodillas; llevaba calcetines café claro. Le pedí decirme el significado de su
misteriosa atavío. Su vaga réplica fue que, sencillamente, debía
andar de traje -ese día por
razones que se me aclararían después.
El hallar trajeado a don Juan
había sido tan extraño que mi agitación resultaba casi incontrolable. Yo
llevaba varios meses sin verlo y más que nada en el mundo quería hablar con él,
pero de algún modo la escena no encajaba y mi atención se perdía en vericuetos.
Notando, sin duda, mi ansiedad, don Juan sugirió que fuéramos a la Alameda, un
parque más calmado, a algunas cuadras de distancia.
No había demasiada gente en el
parque, ni tuvimos dificultad para hallar una banca vacía. Tomamos asiento.
Mi nerviosismo había cedido el
paso a un sentimiento de incomodidad. No me atrevía a mirar a don Juan.
Hubo una larga pausa
enervante; aún sin verlo, dije que finalmente la voz interna me había lanzado
en busca suya, que los tremendos sucesos presenciados en su casa habían
afectado muy hondamente mi vida, y que me era necesario hablar de ellos.
Hizo un ademán de impaciencia
y dijo que su política era no ocuparse nunca de sucesos pasados.
-Lo importante es que has
seguido mi consejo -dijo-. Has tomado tu mundo cotidiano como un desafío, y la prueba
de que has reunido suficiente poder personal es el hecho indiscutible de que me
has encontrado sin ninguna dificultad, en el sitio exacto en que debías.
-Dudo mucho poder aceptar
crédito por eso -dije.
-Yo te estaba esperando y
llegaste -dijo-. Eso es lo único que sé; eso es lo único que a cualquier
guerrero le importaría saber.
-¿Qué va a pasar ahora que lo
he encontrado? -pregunté.
-Por principio de cuentas
-dijo-, no vamos a discutir los dilemas de tu razón; esas experiencias
pertenecen a otro tiempo y a otro ánimo. Son, hablando con propiedad, meros
escalones de una escalera sin fin; darles importancia significaría quitársela a
lo que está ocurriendo ahora. Un guerrero no puede de ningún modo permitirse
eso.
Tuve un deseo casi invencible
de quejarme. No era que resintiese nada que me hubiera ocurrido, pero anhelaba
solaz y simpatía. Don Juan parecía estar al tanto de mi estado y habló como si
yo hubiese dado voz a mis pensamientos.
-Sólo como guerrero puede uno
soportar el camino del conocimiento -dijo-. Un guerrero no puede quejarse ni lamentar
nada. Su vida es un desafío interminable, y no hay modo de que los desafíos
sean buenos o malos.
Los desafíos son simplemente
desafíos.
Su tono era seco y severo; su
sonrisa, cálida y apaciguadora.
-Ahora que estás aquí, lo que
haremos será esperar una señal -dijo.
-¿Qué clase de señal?
-pregunté.
-Necesitamos averiguar si tu
poder puede valerse por sí solo -dijo-. La última vez se apagó en forma miserable;
esta vez las circunstancias de tu vida personal parecen haberte dado, al menos
en la superficie, todo lo necesario para tratar con la explicación de los
brujos.
-¿Hay alguna probabilidad de
que usted me hable de ella? -pregunté.
-Depende de tu poder personal
-dijo-. Como pasa siempre en el hacer y el no-hacer de los guerreros, el poder personal
es lo único que importa. Hasta ahora, yo diría que vas muy bien.
Tras un momento de silencio,
como si quisiera cambiar de tema, se puso en pie y señaló su traje.
-Me puse mi traje para ti
-dijo en tono misterioso-. Este traje es mi desafío. ¡Mira qué bien me queda!
¡Qué fácil! ¿Eh? ¡Como si no fuera nada¡
En verdad, don Juan se veía
extraordinariamente bien de traje. Todo lo que se me ocurría como rasero de comparación
era el aspecto que mi abuelo solía tener en su pesado traje de franela inglesa.
Siempre me daba la impresión de que se sentía desnaturalizado, fuera de lugar
en un traje. Don Juan, al contrario, estaba a sus anchas.
-¿Piensas que es fácil para mí
verme natural de traje? -preguntó don Juan.
No supe qué decir. Sin
embargo, concluí para mis adentros que, a juzgar por su apariencia y su porte,
era para él lo más fácil del mundo.
-Andar de traje es un desafío
para mí -dijo-. Un desafío tan difícil como andar de huaraches y poncho sería para
ti. Pero tú nunca has tenido la necesidad de tomar eso como desafío. Mi caso es
diferente; soy indio.
Nos miramos. Alzó las cejas en
muda interrogación, como pidiéndome comentarios.
-La diferencia básica entre un
hombre común y un guerrero es que un guerrero toma todo como un desafío -prosiguió-,
mientras un hombre ordinario toma todo como bendición o maldición. El hecho de
que estés hoy aquí indica que has inclinado la balanza en favor del camino del
guerrero.
Su mirada fija me ponía nerviosa.
Traté de levantarme y caminar, pero me hizo volver a mi sitio.
-Vas a estarte aquí sentado y
tranquilo hasta que acabemos -dijo, imperioso-. Estamos esperando una señal; no
podemos proceder sin ella, porque no basta que me hayas encontrado, como no
bastó que encontraras a Genaro aquel día en el desierto. Tu poder debe
acorralarse y dar una indicación.
-No puedo figurarme lo que
usted quiere -dije.
-Vi algo rondando por este parque
-dijo.
-¿Era el aliado? -pregunté.
-No. No lo era. Conque debemos
sentamos aquí y averiguar qué clase de señal está acorralando tu poder.
Luego me pidió razón detallada
de cómo había yo llevado a cabo las recomendaciones que don Genaro y él mismo
hicieron acerca de mi mundo cotidiano y mis relaciones con la gente. Me sentí
un poco apenado. Don Juan me tranquilizó con el argumento de que mis asuntos
personales no eran privados, pues incluían una tarea de brujería que él y don
Genaro estaban cultivando en mí. Observé, en broma, que mi vida se había
arruinado a causa de esa tarea, e hice recuento de las dificultades para
mantener mi mundo de día con día.
Hablé largo rato. Don Juan rió
de mi relato hasta derramar lágrimas en abundancia. Se palmeaba repetidas veces
los muslos; ese gesto, que yo le había visto cientos de veces, estaba
definitivamente fuera de lugar cuando se hacía sobre los pantalones de un
traje. Me llené de una aprensión que me vi compelido a expresar.
-Su traje me asusta más que
todo lo que usted me ha hecho -dije.
-Ya te acostumbrarás -repuso-.
Un guerrero debe ser fluido y debe variar en armonía con el mundo que lo rodea,
ya sea el mundo de la razón o el mundo de la voluntad.
"El aspecto más peligroso
de esa variación surge cada vez que el guerrero descubre que el mundo no es ni
lo uno ni lo otro. A mí me dijeron que el único modo de salir a flote en medio
de esas variaciones era proseguir con nuestras acciones como si uno creyera. En
otras palabras, el secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por
lo visto, un guerrero no puede nada más decir que cree y dejar allí las cosas.
Eso sería demasiado fácil. Creer no más que por creer lo libraría de examinar
su situación. Cuan do un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así
lo escoge, como expresión de su predilección más íntima.. Un guerrero no cree;
un guerrero tiene que creer."
Se me quedó mirando unos
segundos mientras yo escribía en mi cuaderno. Permanecí callado. No podía decir
que comprendía la diferencia, pero tampoco quería discutir ni hacer preguntas.
Quise pensar en lo que don Juan había dicho, pero mi mente se dispersó al mirar
en torno. En la calle, a nuestras espaldas, había una larga fila de automóviles
y autobuses, tocando sus bocinas. En el extremo del parque, a unos veinte
metros de distancia, directamente en la línea de la banca donde estábamos
sentados, un grupo de unas siete personas, incluyendo tres policías de uniforme
gris claro, estaba congregado junto a un hombre que yacía inmóvil en el
pasto. Parecía estar borracho,
o acaso seriamente enfermo.
Miré a don Juan. También él
había estado observando al hombre.
Le dije que, por algún motivo,
me resultaba imposible esclarecer por mí mismo lo que acababa de decirme.
-Ya no quiero hacer preguntas
-dije-. Pero sino le pido explicaciones, me quedo sin entender. No hacer preguntas
es muy anormal para mí.
-Por favor, sé normal, con
toda confianza -repuso con seriedad fingida.
Dije no comprender la
diferencia entre creer y tener que creer.
-¿Recuerdas la historia que
una vez me contaste de tu amiga y los gatos? -preguntó don Juan con tono casual.
Alzó lo ojos al cielo y se
reclinó en la banca, estirando las piernas. Unió las manos detrás de la cabeza
y contrajo los músculos de todo el cuerpo. Como siempre ocurre, sus huesos
produjeron un fuerte crujido.
Se refería a la historia de
una amiga mía que halló dos gatitos, casi muertos, dentro de una secadora de lavandería
automática. Los revivió y, con excelente nutrición y cuidado, hizo de ellos dos
gatos gigantescos, uno negro y otro rojizo.
Dos años después, vendió su
casa. Como no podía llevar a los gatos consigo, ni les encontraba otro hogar, sólo
le quedó llevarlos a un hospital de animales para que dispusieran de ellos.
Yo la acompañé. Los gatos
nunca habían estado en un coche; ella trataba de calmarlos. La arañaron y la mordieron,
sobre todo el gato rojizo, al que llamaba Max. Cuando finalmente llegamos al
hospital, ella se llevó primero al gato negro; con él entre los brazos, y sin
pronunciar palabra, bajó del coche. El gato jugaba con ella: la tocaba
suavemente con la pata mientras ella abría, empujándola, la puerta de cristal
de la clínica.
Miré a Max; estaba sentado en
la parte trasera. El movimiento de mi cabeza debe haberlo asustado, pues se escurrió
bajo el asiento del conductor. Deslicé el asiento hacia atrás. No quería meter
la mano debajo por miedo de que el gato me mordiera o rasguñara. Max yacía en
una concavidad en el piso del coche. Parecía muy agitado; su aliento se
aceleraba. Me miró; nuestros ojos se encontraron y una sensación avasalladora
me poseyó. Algo se hizo cargo de mi cuerpo: una forma de aprensión,
desesperanza, o acaso vergüenza por ser parte de lo que ocurría.
Sentí la necesidad de explicar
a Max que la decisión era de mi amiga, y que yo sólo la ayudaba. El gato seguía
mirándome, como si entendiera mis palabras.
Miré por ver si ella venía. La
vi a través de la puerta de cristal. Hablaba con la recepcionista. Mi cuerpo
sintió una extraña sacudida, y automáticamente abrí la puerta del coche.
-¡Corre, Max, corre! -dije al
gato.
Bajó de un salto; cruzó
velozmente la calle con el cuerpo cerca de tierra, como un verdadero felino. El
otro lado de la calle estaba vacío; no había coches estacionados y pude ver a
Max correr a lo largo de la cloaca.
Llegó a la esquina de un gran
bulevar y descendió por la compuerta de desagüe.
Mi amiga regresó. Le dije que
Max se había ido. Ella subió al auto y nos fuimos sin decir palabra.
A lo largo de los meses, el
incidente se convirtió en un símbolo para mí. Imaginé, o acaso vi, un raro
destello en los ojos de Max cuando me miró al saltar del coche. Y creí que por
un instante ese animal doméstico, castrado, gordo e inútil, se hizo gato.
Expresé a don Juan mi
convicción de que, cuando Max corría calle abajo y se sumergía en el drenaje,
su "espíritu de gato" era impecable, y quizás en, ningún otro momento
de su vida fue tan evidente su "gatunidad".
El incidente me dejó una
impresión imborrable.
Conté la historia a todos mis
amigos; tras repetirla una y otra vez, mi identificación con el gato llegó a
ser muy placentera.
Me pensaba yo mismo como Max:
dejado, domesticado en muchos sentidos, pero no podía pasar por alto, sin embargo,
que siempre había la posibilidad de un momento en que el espíritu del hombre se
posesionara de todo mi ser, igual que el espíritu "gatuno" llenó el
cuerpo hinchado e inútil de Max.
A don Juan le había gustado la
historia; hizo algunos comentarios casuales acerca de ella. Dijo que no era tan
difícil dejar que el espíritu del hombre fluyera a tomar las riendas; sostener
el paso, sin embargo, era algo que sólo un guerrero podía hacer.
-¿Qué pasa con la historia de
los gatos? -pregunté. -Me dijiste que crees estar corriendo el riesgo, como Max
-dijo él.
-Así creo.
-Lo que he estado queriendo
decirte es que, como guerrero, no puedes nada más creer eso y dejar las cosas así.
Con Max, tener que creer significa que aceptas el hecho de que su fuga pudo ser
un arranque inútil. A lo mejor se metió por el desagüe y se murió en el acto. A
lo mejor se ahogó, o se murió de hambre, o se lo comieron las ratas. Un
guerrero toma en consideración todas esas posibilidades y luego elige creer de
acuerdo con su predilección intima.
"Como guerrero, tienes
que creer que a Max le salió todo bien; que no sólo escapó, sino que mantuvo su
poder. Tienes que creerlo. Digamos que sin esa creencia no tienes nada."
La diferencia se hizo muy
clara. Pensé que yo, en realidad, había elegido creer en la supervivencia de
Max, sabiendo que tenía en su contra toda una vida regalada y llena de
engreimientos.
-Creer es lo de menos -siguió
don Juan-. Tener que creer es otra cosa. En este caso, por ejemplo, el poder te
dio una lección espléndida, pero elegiste usarla sólo en parte. Sin embargo, si
tienes que creer, debes usar todo el suceso.
-Ya me voy dando cuenta a qué
se refiere usted -dije.
Mi mente se hallaba en un
estado de lucidez, y parecía aprehender los conceptos sin el menor esfuerzo.
-Temo que todavía no entiendes
-dijo don Juan, casi en un susurro.
Me miró con fijeza. Sostuve su
mirada un momento.
-¿Y el otro gato? -preguntó.
-¿Uh? ¿El otro gato? -repetí
involuntariamente.
Lo había olvidado. Mi símbolo
había girado en torno a Max. El otro gato no tenía importancia para mí.
-¡Por supuesto que la tiene!
-exclamó don Juan cuando di voz a mis pensamientos-. Tener que creer significa que
también tienes que tomar en cuenta al otro gato. Al que jugaba y lamía las
manos que lo llevaban a su fin.
Ese fue el gato que marchó
confiado hacia su muerte, repleto de sus juicios de gato.
"Tú piensas que eres como
Max; por eso te olvidas del otro gato. Ni siquiera sabes su nombre. Tener que creer
significa que debes tomar todo en consideración, y antes de decidir que eres
como Max debes considerar que a lo mejor eres como el otro gato; en vez de
luchar por tu vida y correr el riesgo, a lo mejor te vas feliz a tu muerte,
repleto de tus juicios."
Había en sus palabras una
tristeza inquietante, o acaso, la tristeza era mía. Permanecimos largo rato en silencio.
Jamás se me había ocurrido que yo podía ser como el otro gato. La idea me
conturbaba grandemente.
Una leve conmoción y el sonido
de voces apagadas me sacaron bruscamente de mis deliberaciones. Unos policías
dispersaban a la gente reunida en torno al hombre tirado en el pasto. Alguien
había colocado, bajo la cabeza del yacente, un saco enrollado a manera de
almohada. El hombre yacía paralelo a la calle. Miraba al este. Desde mi sitio,
casi podía saber que tenía los ojos abiertos.
Don Juan suspiró.
-Qué tarde más espléndida
-dijo, mirando el cielo.
-No me gusta la ciudad de
México -dije.
-¿Por qué?
-Odio el smog.
Meneó rítmicamente la cabeza,
como asintiendo a mis palabras.
-Preferiría estar con usted en
el desierto, o en las montañas -dije.
-Si yo fuera tú, nunca diría
eso -replicó. -No quise decir nada malo, don Juan.
-Eso ya lo sabemos. Pero eso
no es lo que importa. Un guerrero, o cualquier hombre si a ésas vamos, no puede
de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive
del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encontrar su muerte.
"Mira a ese hombre ahí al
lado, tirado en el pasto: ¿Qué crees que le pasa?"
-Está borracho o enfermo
-dije.
-¡Se está muriendo! -dijo don
Juan con definitiva convicción-. Cuando nos sentamos aquí, vislumbré a su muerte
haciéndole la rueda. Por eso te dije que no te levantaras; llueva o truene, no
puedes pararte de esta banca hasta el final. Ésta es la indicación que
esperábamos. Atardece. En estos momentos, el sol se va a poner. Es tu hora de
poder. ¡Mira! La escena con ese hombre es sólo para nosotros.
Señaló que, desde donde nos
hallábamos, teníamos campo abierto para ver al hombre. Un grupo de curiosos formaba
semicírculo a su otro costado, frente a nosotros.
La presencia del hombre tirado
en la grama me inquietaba cada vez más. Era delgado y moreno, todavía joven. Su
cabello negro era corto y rizado. Tenía la camisa desabotonada y el pecho al
descubierto. Llevaba un suéter anaranjado, de punto, con hoyos en los codos, y
astrosos pantalones grises. Sus zapatos, de algún color borrado, indefinible,
estaban desatados. Se veta rígido. Yo no podía decir si respiraba o no. Me
pregunté si estaba muriendo, como decía don Juan. ¿O quizá don Juan usaba
simplemente el evento para recalcar algo? Mis anteriores experiencias con él me
daban la certeza de que, en alguna forma, estaba haciendo todo encajar en algún
misterioso plan propio.
Tras un largo silencio me
volví hacia él. Tenía los ojos cerrados. Empezó a hablar sin abrirlos.
-Ese hombre está a punto de
morir -dijo-. Pero tú no lo crees, ¿verdad? Abrió los ojos y me miró un
segundo. La mirada, de tan penetrante, me aturdió.
-No, no lo creo -dije.
Sentía en realidad que todo el
asunto era demasiado sencillo. Vinimos a sentarnos en el parque y allí mismo, como
si todo fuera una representación teatral, había un moribundo.
"El mundo se ajusta a sí
mismo -dijo don Juan después de escuchar mis dudas-. Esto no es una farsa. Esto
es un augurio, un acto de poder.
"El mundo sostenido por
razón hace de todo esto un asunto que podemos observar por un momento en camino
hacia otras cosas más importantes. Todo lo que podemos decir de esto es que un
hombre está tirado
en el pasto, en el parque, a
lo mejor borracho.
"El mundo sostenido por
voluntad lo hace un acto de poder, un acto que podemos ver. Podemos ver que la muerte
está girando velozmente sobre el hombre, que le hunde las garras más y más en
sus fibras luminosas.
Podemos ver que las cuerdas
luminosas pierden tensión y se desvanecen una a una.
"Ésas son las dos
posibilidades que se abren a nosotros, los seres luminosos. Tú andas por ahí en
el medio; todavía quieres tenerlo todo bajo la firma de la razón. Y sin
embargo, ¿cómo puedes descartar el hecho de que tu poder personal te trajo esta
señal? Vinimos a este parque, después de que me encontraste donde yo te esperaba
-me encontraste así de sopetón, sin pensar, ni planear, ni usar deliberadamente
tu razón-, y después de que nos sentamos aquí a esperar una señal, nos dimos
cuenta de ese hombre; cada uno de nosotros lo
notó a su manera: tú con tu
razón, yo con mi voluntad.
"Ese moribundo es uno de
los centímetros cúbicos de suerte que el poder pone siempre a disposición del guerrero.
El arte del guerrero es ser perennemente fluido para poderlo coger de un tirón.
Yo lo he cogido de un tirón, y ¿tú?"
No pude responder. Tomé
conciencia de un abismo inmenso dentro de mí, y por un momento tuve, en alguna forma,
conocimiento de los dos mundos a los cuales se refería.
-¡Qué señal más exquisita es
ésta! -prosiguió-. Y todo esto para ti. El poder te enseña que la muerte es el ingrediente
indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta a la muerte, todo
es ordinario, trivial.
Sólo porque la muerte nos anda
al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin. El poder te ha mostrado
reunir así los detalles, también yo te he mostrado que todo cuanto te he dicho
hoy es lo que yo mismo tengo que creer, porque esa es la predilección de mi
espíritu.
Nos miramos a los ojos un
momento.
-Esto me recuerda la poesía
esa que me leías -dijo, haciendo a un lado la mirada-. Acerca de ese hombre que
juró morir en París. ¿Te acuerdas cómo era?
El poema era "Piedra
negra sobre una piedra blanca", de César Vallejo. A petición de don Juan,
yo le había leído y recitado incontables veces las dos primeras estrofas.
Me moriré en París con
aguacero,
un día del cual tengo ya el
recuerdo.
Me moriré en París -y no me
corro-
tal vez un jueves, como es
hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy,
jueves, que proso
estos versos, los húmeros me
he puesto
a la mala y, jamás como hoy,
me he vuelto,
con todo mi camino, a verme
solo.
El poema resumía para mí una
melancolía indescriptible.
Don Juan susurró que él tenía
que creer que el moribundo había tenido bastante poder personal para permitirle
escoger las calles de la ciudad de México como el sitio de su muerte.
-Volvemos otra vez a la
historia de los dos gatos -dijo-. Tenemos que creer que Max se dio cuenta de lo
que le andaba al acecho y, cómo ese hombre que está ahí, tuvo al menos poder
suficiente para escoger el sitio de su fin. Pero hubo el otro gato, como hay
otros hombres cuya muerte los envolverá mientras están solos, desprevenidos,
mirando las paredes y el techo de un cuarto desolado y feo.
"En cambio, aquel hombre
se está muriendo donde siempre ha vivido: en las calles. Tres policías son sus guardias
de honor. Y, a medida que se desvanece, se acentuarán en sus ojos los últimos
resplandores de las luces de los aparadores de las tiendas que están enfrente;
de los coches, de los árboles, de las oleadas de gente que se arremolina en la
calle; y sus oídos se inundarán por última vez con los sonidos del tránsito y
las voces de los hombres y las mujeres que pasan.
"Así que, si no fuera
porque nos damos cuenta de la presencia de nuestra muerte no hubiera poder, ni misterio."
Miré largo rato al hombre.
Estaba inmóvil. Acaso había muerto. Pero mi incredulidad ya no importaba. Don Juan
estaba en lo cierto. Tener que creer que el mundo es misterioso e insondable
era la expresión de la predilección intima de un guerrero. Sin ella, el
guerrero no tenía nada.
Carlos Castaneda
De Relatos de poder (1975)