Del «Epílogo a mis amigos»
Sin embargo, el problema del hombre que
envejece, la célebre tragicomedia del hombre de cincuenta años, no es en
absoluto el único tema de estos versos. No sólo se trata de la reaparición de
sus impulsos vitales, sino más bien de una de esas etapas de la vida, en las
que el espíritu se cansa de sí mismo, se autodestrona y cede el sitio a la
naturaleza, al caos, a lo animal. En mi vida han alternado siempre períodos de
sublimación febril, de ascetismo dirigido hacia una espiritualización, con
tiempos en que me entregaba a una sensualidad ingenua, infantil, insensata, o a
la locura y al peligro... Yo entendía lo espiritual, en el sentido más amplio,
mejor que lo sensual; a la hora de pensar o escribir podía competir con un
cierto número de contemporáneos prestigiosos, en cambio bailando el «shimmy» y
en las artes del vividor era un bárbaro, aunque sabía que estas artes también
son valiosas y forman parte de la cultura.
Con los años, y ahora que en realidad ya no me
hace ilusión escribir cosas bonitas, y que sólo me impulsa a escribir un cierto
amor apasionado y tardío por el conocimiento de mi propio yo y por la
sinceridad, había que sacar a la luz de la conciencia y de la forma esta mitad
de la vida oculta hasta ahora. No me fue fácil... Muchos de mis amigos me
dijeron con toda claridad que mis últimos intentos en la vida y en la poesía
eran desvarios irresponsables... Pero no se trata aquí de opiniones y
actitudes; ¡para mí se trata de necesidades!
El lobo
Nunca había hecho un invierno tan frío y tan
largo en las montañas francesas. Desde hacía semanas el aire era claro, áspero
y frío. Durante el día las amplias laderas nevadas se extendían interminables
con su blancura mate bajo el deslumbrante cielo azul, de noche la luna pasaba
por encima, clara y pequeña, una luna terrible, de helada, de brillo amarillo,
cuya fuerte luz se volvía azul y sombría sobre la nieve y parecía la helada
misma. Las gentes evitaban todos los caminos y especialmente las alturas;
apáticas y malhumoradas permanecían en las cabanas del pueblo, cuyas ventanas
rojas parecían por la noche turbias de humo a la luz azul de la luna y se
apagaban pronto.
Fue aquél un tiempo difícil para los animales de
la región. Los más pequeños se helaron en gran número, también los pájaros
sucumbieron a las heladas, y los consumidos cadáveres fueron el botín de
halcones y lobos. Pero éstos también sufrieron terriblemente con la helada y el
hambre. Vivían allí sólo algunas familias de lobos, y la necesidad les empujó a
formar grupos más unidos. De día salían solos. Aquí y allá vagaba alguno por la
nieve, delgado, hambriento y alerta, silencioso y huidizo como un fantasma. Su
delgada sombra se deslizaba junto a él sobre la superficie nevada. Husmeando
volvía el morro afilado al viento y emitía de vez en cuando un aullido seco,
atormentado. Por la noche salían todos y se agrupaban con aullidos roncos
alrededor de los pueblos. Allí el ganado y las aves estaban bien guardados y
detrás de sólidas contraventanas esperaban las escopetas. Sólo de vez en cuando
caía una presa pequeña, quizás un perro, y dos de la jauría ya habían muerto a
tiros.
Las heladas continuaron. A menudo los lobos
permanecían tumbados en silencio, pensativos, calentándose los unos a los
otros, escuchando angustiados la mortal soledad, hasta que uno, atormentado por
los crueles sufrimientos del hambre, se levantaba de pronto con un bramido
espantoso. Entonces los demás volvían su morro hacia él y temblando prorrumpían
en aullidos terribles, amenazadores y lastimeros.
Por fin la parte más pequeña de la manada
decidió emigrar. A primeras horas de la mañana abandonaron sus guaridas, se
reunieron y olfatearon excitados y asustados el aire helado. Luego echaron a
andar deprisa y ordenadamente. Los que se quedaron atrás los miraron con
grandes ojos vidriosos, caminaron unos cuantos pasos tras ellos, se detuvieron
indecisos y perplejos y volvieron despacio a sus cuevas vacías.
Los emigrantes se separaron a mediodía. Tres
de ellos se dirigieron hacia el Este, hacia el Jura Suizo, los otros siguieron
hacia el Sur. Los tres eran animales hermosos, fuertes, pero terriblemente
demacrados. El vientre claro, hundido, era delgado como una correa, en el pecho
destacaban penosamente las costillas, las fauces estaban secas y los ojos
abiertos y desesperados. Los tres juntos penetraron profundamente en el Jura,
capturaron al segundo día un carnero, al tercero un perro y un potro y por
todas partes fueron perseguidos por el campesinado furioso. En la región, rica
en pueblos y pequeñas ciudades, cundió el miedo y la alarma ante los
desacostumbrados intrusos. Los trineos del correo fueron armados, nadie iba de
un pueblo a otro sin escopeta. En aquella región desconocida, los tres animales
se sentían, después de haber hecho tan buenas presas, temerosos y a gusto; se
volvieron más audaces de lo que habían sido en sus territorios e irrumpieron de
día en el establo de una granja. Mugidos de vacas, crepitar de vallas de madera
que se astillan, ruido de cascos y un aliento caliente, ávido, llenaron el
estrecho y cálido espacio. Pero esta vez se interpusieron los hombres. Se había
puesto precio a los lobos, eso multiplicó el valor de los campesinos. Y mataron
a dos lobos; a uno le pasó un tiro de escopeta.por el cuello, al otro le dieron
muerte con un hacha. El tercero escapó y corrió hasta que cayó medio muerto en
la nieve. Era el más joven y hermoso, un animal soberbio de enorme fuerza y
formas ágiles. Largo tiempo permaneció tendido jadeando. Delante de sus ojos
giraban círculos rojos de sangre y a ratos lanzaba un gemido silbante y
dolorido. Un hachazo le había dado en el lomo. Pero se recuperó y pudo
levantarse de nuevo. Entonces vio cuánto había corrido. Por ninguna parte se
veían personas o casas. Cerca se erguía una gran montaña nevada. Era el
Chasseral. Decidió rodearlo. Como le atormentaba la sed, comió pequeños trozos
de la costra helada de la nieve.
Al otro lado de la montaña se encontró en
seguida con un pueblo. Estaba anocheciendo. Esperó en un bosque espeso de
abetos. Luego caminó sigiloso alrededor de las vallas de los jardines siguiendo
el olor de los establos calientes. No había nadie en la calle. Temeroso y
ansioso miró entre las casas. Entonces sonó un disparo. Levantó la cabeza e
intentó correr cuando sonó el segundo. Estaba herido. Su bajo vientre
blanquecino estaba manchado en un lado de sangre que caía espesa en gruesas
gotas. A pesar de todo logró escapar con grandes zancadas y alcanzar el bosque
lejano. Allí esperó escuchando un momento y oyó voces y pasos que venían de dos
lados. Lleno de miedo contempló la montaña. Era pendiente, con bosque, difícil
de subir. Pero no tenía otra salida. Con respiración jadeante trepó por la
ladera pendiente, mientras abajo se extendía un tumulto de blasfemias, órdenes
y luces de linternas. Temblando, el lobo herido fue trepando por el bosque
semioscuro de abetos, mientras la sangre caía lentamente de su costado.
El frío había disminuido. El cielo del oeste
estaba cubierto de neblina y parecía prometer una nevada.
Por fin el agotado animal alcanzó la cima. Se
encontraba sobre un gran campo de nieve, ligeramente inclinado, cerca de Mont
Crosin, encima del pueblo del que había escapado. No sentía hambre, pero sí un
dolor turbio y atenazador procedente de la herida. Un aullido débil, enfermo,
salió de su boca abierta, su corazón dolorido latía pesadamente y sentía la
mano de la muerte como una carga inmensamente pesada. Un abeto solitario de
anchas ramas lo atrajo, allí se sentó y se quedó mirando con ojos tristes la
noche gris de nieve. Transcurrió media hora. Ahora caía una tenue luz roja
sobre la nieve, 'extraña y suave. El lobo se levantó con un gemido y dirigió su
hermosa cabeza hacia la luz. Era la luna que salía por el sudeste, gigantesca y
roja como la sangre, elevándose lentamente en el cielo turbio. Hacía muchas
semanas que no había sido tan roja y tan grande. Con tristeza el animal
moribundo contempló el disco lunar, y de nuevo un gemido débil salió a la
noche, doloroso y apagado.
Se acercaron luces y pasos. Campesinos con
gruesos abrigos, cazadores y muchachos jóvenes con gorras de piel y toscas
polainas avanzaban por la nieve. Sonaron gritos de júbilo. Habían descubierto
el lobo moribundo, hicieron dos disparos y ambos fallaron. Vieron que ya estaba
muñéndose y se lanzaron sobre él con palos y estacas. Ya no sintió nada.
Con los miembros rotos lo bajaron hasta St.
Immer. Reían, alardeaban, esperaban gozosos el aguardiente y el café, cantaban,
blasfemaban. Ninguno vio la belleza del bosque nevado, ni el brillo de la
altiplanicie, ni la luna roja sobre el Chasseral cuya luz débil se quebraba en
los cañones de sus escopetas, en la nieve, y en los ojos vidriosos del lobo
muerto.
En la colección «Traumfáhrte», vol. 6, página
445 de la edición alemana de Obras Completas existe una variante narrativa
interesante.
El contenido y el objetivo del «Steppenwolf»
no son la crítica del tiempo, ni nerviosismos personales, sino Mozart y los
inmortales. Pensaba acercárselos a los lectores, poniéndome yo completamente al
descubierto —la respuesta ha sido el desprecio y el sarcasmo—. Los mismos
lectores que tomaron a risa o atacaron al «Steppenwolf» estaban luego
entusiasmados con «Goldmund», porque no transcurre hoy, no exige nada de ellos,
y no les confronta con la cochambre de su propia vida y de su manera de pensar.
Esa es, en mi opinión, la diferencia entre ambos libros; existe en el lector,
no en mí.
La misión del «Steppenwolf» era mostrar la
falta de espiritualidad de las tendencias de nuestro tiempo y su efecto
destructivo sobre el espíritu y el carácter superior, salvando algunos de los
postulados «eternos» para mí. .Prescindí de las mascaradas y me puse al
descubierto para poder ofrecer el escenario del libro en su totalidad y con autenticidad
implacable: el alma de un ser con un talento y una cultura superiores al
promedio, que sufre bajo su época pero que cree en valores intemporales. El
lector alemán se ha divertido con el sufrimiento de Harry y le ha dado
golpecitos en el hombro; ese ha sido todo el éxito del esfuerzo.
(Carta, 1931 ó 1932)
Usted ha descubierto en «Klingsor» la poesía
que echa de menos en «Steppenwolf». Pero lo que sucede es que no ha sabido
encontrarla allí. El «Steppenwolf» está construido con tanto rigor como un
canon o una fuga, y le he dado forma hasta donde me ha sido posible. Juega e
incluso baila. Pero la alegría con la que lo hace tiene sus fuentes de energía
en un grado de frialdad y desesperación que Usted no conoce. No hay forma sin
fe, y no hay fe sin desesperación previa, sin conocer antes (y también después)
el caos.
(Carta, 1932)
Tome Usted del «Steppenwolf» lo que no es sólo
crítica y problemática del tiempo: la fe en el sentido, en la inmortalidad. En
«Morgenlandfahrt»
(«Viaje a Oriente») son los amantes y
sirvientes. Es lo mismo. Cuanto menos creo en nuestro tiempo y más veo que la
humanidad se estropea y se reseca, menos opongo a esta decadencia la
revolución, y más creo en la magia del amor. Guardar silencio sobre lo que está
en boca de todos, ya es algo. Sonreír sin hostilidad sobre personas e
instituciones, luchar contra la falta de amor en el mundo con un poco más de
amor en lo pequeño y privado: con mayor lealtad en el trabajo, con más
paciencia, renunciando a ciertas venganzas baratas de la burla y la crítica:
éstos son los pequeños caminos que se pueden seguir. Me alegro de haberlo
escrito ya en el «Steppenwolf»: el mundo no ha sido nunca un paraíso, no es que
antes fuera bueno y hoy sea un infierno, siempre, en todas las épocas, ha sido
imperfecto y sucio y necesita para ser soportable y valioso, el amor y la fe.
(Carta, 1933)
En su última carta ha olvidado Usted por
completo lo que le movió a escribirme y a lo que reaccioné en mis dos primeras
contestaciones. Usted preguntaba si en el «Steppenwolf» yo tomaba algo en serio
o si proponía simplemente un adormecimiento agradable en borracheras de opio.
El hecho de que con mis libros y mi vida no haya conseguido que la gente
comprenda que me tomo las cosas en serio, constituye para mí no sólo una
desilusión personal, sino también una fundamental desilusión. Por su última
carta veo, además, que también conoce «Siddhartha». Así que cuando estaba
leyendo el «Steppenwolf» pensó quizás: quien ha escrito «Siddhartha», dice
ahora al parecer todo lo contrario... El «Steppenwolf» no es materia adecuada
para nuestra discusión, porque tiene un tema que Usted no conoce: la crisis
vital del hombre que ronda los cincuenta años. De ahí vienen seguramente los
malentendidos.
(Carta, 1933)
He seguido el dudoso camino de la confesión,
hasta «Mongernlandfahrt»; en casi todos mis libros he dado testimonio más de
mis debilidades y dificultades que de la fe que a pesar de aquéllas ha hecho
posible y fortalecido mi vida.
Si Usted pudiese emanciparse de sí mismo por
una hora comprendería por ejemplo, que el «Steppenwolf» no trata únicamente de
Haller, sino en la misma medida de Mozart y de los Inmortables. Y descubriría
en mis relatos anteriores, en el «Knulp», en «Siddhartha», etc., una fe no formulada
dogmáticamente, pero de todos modos una fe. He intentado formularla por primera
vez poéticamente en «Morgenlandfahrt» y, de manera directa, en la poesía que
figura al final de mi librito de poesías de la editorial Insel . Desde hace
casi cuatro años estoy meditando un plan que me ha de conducir más lejos y que
constituirá un testimonio más claro.
(Carta, 1935)
Lo siento, pero no le puedo
explicar el «Steppenwolf». En el epílogo que publiqué hace algunos años en la
edición de la «Büchergilde» ya esbocé lo que pretendía. Sin embargo, el
problema que tiene que vencer Harry Haller no podrá nunca ser entendido en toda
su complejidad por los lectores muy jóvenes. Tampoco es necesario. Usted ha
podido comprobar por sí mismo que uno puede querer un libro y compenetrarse con
él, aunque no pueda analizarlo exactamente. Usted ya ha encontrado el acceso al
«Steppenwolf» y a todos mis libros, la comprensión se irá formando ella sola.
Sin ánimo de darle lecciones, me permito un
consejo: si otros rechazan un libro o una obra de arte que Usted ama, es inútil
oponerse o querer defenderlos. Hay que dar la cara por su amor y no renegar de
él, desde luego, pero no hay que discutir sobre el objeto de ese amor. No
conduce a nada. Los libros de los poetas no necesitan explicaciones, ni
defensa, son muy pacientes y pueden esperar, y si valen algo, pueden vivir más
que todos los que discuten sobre ellos.
(Carta, 1951)
Hermann Hesse