Los mártires
Lisa
Kudrinsky, una señora joven y muy cortejada, se ha puesto de pronto tan
enferma, que su marido se ha quedado en casa en vez de irse a la oficina, y le
ha telegrafiado a su madre.
He aquí cómo
cuenta la señora Lisa la historia de su enfermedad:
Después de
pasar una semana en la quinta de mi tía me fui a casa de mi prima Varia. Aunque
su marido es un déspota -¡yo le mataría!- hemos pasado unos días deliciosos. La
otra noche dimos una función de aficionados, en la que tomé yo parte. Representamos
Un escándalo en el gran mundo. Frustalev estuvo muy bien. En un entreacto bebí
un poco de limón helado con coñac. Es una mezcla que sabe a champagne. Al
parecer no me sentó mal. Al día siguiente hicimos una excursión a caballo. La
mañana era un poco húmeda y me resfrié. Hoy he venido a ver a mi pobre maridito
y a llevarme el traje de seda. No había hecho más que llegar, cuando he sentido
unos espasmos en el estómago y unos dolores... Creí que me moría. Varia,
¡claro!, se ha asustado mucho; ha empezado a tirarse de los pelos, ha mandado
por el médico. ¡Han sido unos momentos terribles!
Tal es el
relato que la pobre enferma les hace a todos sus visitantes.
Después de la
visita del médico se duerme con el sosegado sueño de los justos, y no se
despierta en seis horas.
En el reloj
acaban de dar las dos de la mañana. La luz de una lámpara con pantalla azul
alumbra débilmente la estancia. Lisa, envuelta en un blanco peinador de seda y
tocada con un coquetón gorro de encaje, entreabre los ojos y suspira. A los
pies de la cama está sentado su marido, Visili Stepanovich. Al pobre le colma
de felicidad la presencia de su mujer, casi siempre ausente de casa; pero, al
mismo tiempo, su enfermedad le desasosiega en extremo.
-¿Qué tal,
querida? ¿Estás mejor? -le pregunta muy quedo.
-¡Un poco
mejor! -gime ella-. ¡Ya no tengo espasmos; pero no puedo dormir!...
-¿Quieres que
te cambie la compresa, ángel mío?
Lisa se
incorpora con lentitud, pintado un intenso sufrimiento en la faz, e inclina la
cabeza hacia su marido, que, sin tocar apenas su cuerpo, como si fuese algo
sagrado, le cambia la compresa. El agua fría la estremece ligeramente y le
arranca risitas nerviosas.
-¿Y tú,
pobrecito, no has dormido? -gime, tendiéndose de nuevo.
-¿Acaso podría
yo dormir estando enferma mi mujercita?
-Esto no es
nada, Vasia. Son los nervios. ¡Soy una mujer tan nerviosa...! El doctor lo
achaca al estómago; pero estoy segura de que se engaña. No ha comprendido mi
enfermedad. Son los nervios y no el estómago, ¡te lo juro! Lo único que temo es
que sobrevenga alguna complicación...
-¡No, mujer!
Mañana se te habrá pasado ya todo.
-No lo
espero... No me importa morirme; pero cuando pienso que tú te quedarías solo...
¡Dios mío!... ¡Ya te veo viudo!...
Aunque el
amante esposo está solo casi siempre y ve muy poco a su mujer, se amilana y se
aflige al oírla hablar así.
-¡Vamos,
mujer! ¿Cómo se te ocurren pensamientos tan tristes? Te aseguro que mañana
estarás completamente bien...
-No lo
espero... Además, aunque yo me muera, la pena no te matará. Llorarás un poco y
te casarás luego con otra...
El marido no
encuentra palabras para protestar contra semejantes suposiciones, y se defiende
con gestos y ademanes de desesperación.
-¡Bueno,
bueno, me callo! -le dice su mujer-. Pero debes estar preparado...
Y piensa,
cerrando los ojos: «Si efectivamente me muriera...»
El cuadro de
su propia muerte se le representa con todo lujo de detalles. En torno del lecho
mortuorio lloran Vasia, su madre, su prima Varia y su marido, sus amigos, su
adoradores. Está pálida y bella. La amortajan con un vestido color de rosa, que
le sienta a las mil maravillas, y la colocan sobre un verdadero tapiz de
flores, en un ataúd magnífico, con aplicaciones doradas. Huele a incienso;
arden las velas funerarias. Su marido la mira a través de las lágrimas. Sus
adoradores la contemplan con admiración. «Se diría -murmuran- que está viva.
¡Hasta en el ataúd está bella!» Toda la ciudad se conduele de su fin
prematuro... El ataúd es transportado a la iglesia por sus adoradores, entre
los que va el estudiante de ojos negros que le aconsejó que bebiese la limonada
con coñac... Es lástima que no acompañe a la procesión fúnebre una banda de
música... Después de la misa, todos rodean el ataúd y se oyen los adioses
supremos. Llantos, sollozos, escenas dramáticas... Luego, el cementerio.
Cierran el ataúd...
Lisa se estremece
y abre los ojos.
-¿Estás ahí,
Vasia? -pregunta-. ¡No hago más que pensar cosas tristes, no puedo dormir!...
¡Ten piedad de mí, Vasia, y cuéntame algo interesante!
-¿Qué quieres
que te cuente, querida?
-Una historia
de amor -contesta con voz moribunda la enferma-, una anécdota....
Vasili
Stepanovich hasta bailaría de coronilla con tal de ahuyentar los pensamientos
tristes de su mujer.
-Bueno; voy a
imitar a un relojero judío.
El amante
esposo pone una cara muy graciosa de judío viejo, y se acerca a la enferma.
-¿Necesita
usted, por casualidad, componer su reloj, hermosa señora? -pregunta con una
pronunciación cómicamente hebrea.
-¡Sí, sí!
-contesta Lisa, riendo y alargándole a su marido su relojito de oro, que ha
dejado, como de costumbre, en la mesa de noche-. ¡Compóngalo, compóngalo!
Vasili
Stepanovich coge el reloj, le abre, le examina detenidamente, encorvado y
haciendo muecas, y dice:
-No tiene
compostura; la máquina está hecha una lástima.
Lisa se ríe a
carcajadas y aplaude.
-¡Muy bien!
¡Magnífico! -exclama-. ¡Eres un excelente artista! Haces mal en no tomar parte
en nuestras funciones de aficionados. Tienes talento. Más que Sisunov. Sisunov
es un joven con una vis cónica admirable. Sólo el verle la cara es morirse de
risa. Figúrate una nariz apatatada, roja como una zanahoria, unos ojillos
verdes... Pues ¿y el modo de andar?... Anda de un modo graciosísimo, igual que
una cigüeña. Así, mira...
La enferma
salta de la cama y empieza a andar descalza a través de la habitación.
-¡Salud,
señoras y señores! -dice con voz de bajo, remedando al señor Sisunov-. ¿Qué hay
de bueno por el mundo?
Su propia
toninada la hace reír.
-¡Ja, ja, ja!
-¡Ja, ja, ja!
-ríe su marido.
Y ambos,
olvidada la enfermedad de ella, se ponen a jugar, a hacer niñerías, a
perseguirse. El marido logra sujetar a la mujer por los encajes de la camisa y
la cubre de ardientes besos.
De pronto ella
se acuerda de que está gravemente enferma.
Se vuelve a
acostar, la sonrisa huye de su rostro...
-¡Es
imperdonable! -se lamenta-. ¡No consideras que estoy enferma!
-¿Me perdonas?
-Si me pongo
peor, tú tendrás la culpa. ¡Qué malo eres!
Lisa cierra
los ojos y enmudece. Se pinta de nuevo en su faz el sufrimiento. Se escapan de
su pecho dolorosos gemidos. Vasia se cambia la compresa y se sienta a su
cabecera, de donde no se mueve en toda la noche.
A las diez de
la mañana vuelve el doctor.
-Bueno; ¿cómo
van esas fuerzas? -le pregunta a la enferma, tomándole el pulso-. ¿Ha dormido
usted?
-¡Se siente
mal, muy mal! -susurra el marido.
Ella abre los
ojos y dice con voz débil:
-Doctor,
¿podría tomar un poco de café?
-No hay
inconveniente.
-¿Y me permite
usted levantarme?
-Sí; pero
sería mejor que guardase usted cama hoy.
-Los malditos
nervios... -susurra el marido en un aparte con el médico-. La atormentan
pensamientos tristes... Estoy con el alma en un hilo.
El doctor se
sienta ante una mesa, se frota la frente y le receta a Lisa bromuro. Luego se
despide hasta la noche.
Al mediodía se
presentan los adoradores de la enferma, con cara de angustia todos ellos. Le
traen flores y novelas francesas. Lisa, interesantísima con su peinador blanco
y su gorro de encaje, les dirige una mirada lánguida en que se lee su
escepticismo respecto a una curación próxima. La mayoría de sus adoradores no
han visto nunca a su marido, a quien tratan con cierta indulgencia. Soportan su
presencia armados de cristiana resignación: su común desventura les ha reunido
con él junto a la cabecera de la enferma adorable.
A las seis de
la tarde, Lisa torna a dormirse para no despertar hasta las dos de la mañana.
Vasia, como la noche anterior, vela junto a su cabecera, le cambia la compresa,
le cuenta anécdotas regocijadas.
-Pero ¿adónde
vas, querida? -le pregunta Vasia, a la mañana siguiente, a su mujer, que está
poniéndose el sombrero ante el espejo-. ¿Adónde vas?
Y le dirige
miradas suplicantes.
-¿Cómo que
adónde voy? -contesta ella, asombrada-. ¿No te he dicho que hoy se repite la
función de teatro en casa de María Lvovna?
Un cuarto de
hora después toma el tole.
El marido
suspira, coge la cartera y se va a la oficina. Las dos noches de vigilia le han
producido un fuerte dolor de cabeza y un gran desmadejamiento.
-¿Qué le pasa
a usted? -le pregunta su jefe.
Vasia hace un
gesto de desesperación y ocupa su sitio habitual.
-¡Si supiera
vuestra excelencia -contesta- lo que he sufrido estos dos días!... ¡Mi Lisa
está enferma!
-¡Dios mío!
-exclama el jefe-. ¿Lisaveta Pavlovna? ¿Y qué tiene?
El otro alza
los ojos y las manos al cielo, como diciendo:
-¡Dios lo
quiere!
-¿Es grave,
pues, la cosa?
-¡Creo que sí!
-¡Amigo mío,
yo sé lo que es eso! -suspira el alto funcionario, cerrando los ojos-. He
perdido a mi esposa... ¡Es una pérdida terrible!... Pero estará mejor la
señora, ¿verdad? ¿Qué médico la asiste?
-Von Sterk.
-¿Von Sterk?
Yo que usted, amigo mío, llamaría a Magnus o a Semandritsky... Está usted muy
pálido. Se diría que está usted enfermo también...
-Sí,
excelencia... Llevo dos noches sin dormir, y he sufrido tanto...
-Pero ¿para
qué ha venido usted? ¡Váyase a casa y cuídese! No hay que olvidar el proverbio
latino: Mens sana in corpore sano...
Vasia se deja
convencer, coge la cartera, despide del jefe y se va a su casa a dormir.
Anton Chejov