Digo los arroyos
Y ese tenue rumor inadvertido
que llega a mí sobre el silencio blando
del aire montañés con la sorpresa
de son de mar en caracol guardado.
¿Y esa música azul? ¿Y esos cristales
suavemente tañidos y vibrados?
¿Y esa flauta de acentos campesinos
que murmura detrás de los collados?
Son los arroyos de mi tierra, el cielo
que ha preferido descender cantando
por arterias de cerro y de llanura,
líquido cielo musicalizado.
Como el indio yacente que ponía
la oreja en tierra para oír caballos
galopantes y ariscos a lo lejos,
y acertaba su número, y sus pasos,
y su rumbo también, yo me reclino
en la dura colina, sobre el pasto,
para oír los arroyos cuyas voces
hacen vibrar este país serrano.
Es primero El Trapiche, con el agua
verde y azul en su color verano,
donde sauces antiguos se saludan
de una a la otra margen, y los álamos
como arqueros ilusos acribillan
las tardes y las nubes con sus pájaros;
y El Volcán, que serpentea dulcemente,
de arboledas y huertos orillado,
presidido por leves cortaderas
que abanican el aire con penachos,
donde núbiles mozas se desnudan
para vestirse de cristal helado:
y más allá, entre peñas herrumbrosas,
el arroyo que dicen El Durazno,
donde beben las cabras y los berros
tienen sabor a luna y a barranco;
y El Molino, que nace entre los montes,
cuyo señor es el Mogote Bayo,
y refleja los cóndores que pasan
con las alas inmóviles, y el ancho
rumoroso silencio de los molles
sobre laderas de color leonado;
y el arroyo del Tigre, a cuya vera
supo mi infancia duplicar su encanto
en los días de sol, cuando subía
de roca en roca con los pies descalzos
a buscar la piscina transparente
que el torrente cavara en el basalto;
y el Cautana también en la quebrada
con farallones de andesina y cuarzo,
donde helechos y ardientes amapolas
tienden al agua vegetales labios:
y El Uspara, ese arroyo que desciende
por serranías de cristal morado
como un hilo de espuma murmurante,
roto cien veces, pero siempre intacto:
y aquel arroyo de La Sepultura,
tan dramáticamente solitario,
donde un día sonoros arcabuces
vieron caer a portadores de arcos:
y el arroyo que en Bajo de los Véliz
corre por rocas de perfil extraño,
donde amonitas que ya son de piedra
nos evocan la fauna del terciario:
y el arroyo que nutre las palmeras,
lírico arroyo de Los Papagayos,
donde suele buscar aguamarinas
el vagabundo de mudable paso;
y los arroyos que en el Tomolasta
vieron un día arrodillarse incanos
con la oscura codicia sumergida
hasta la arena de secretos áureos;
y el arroyo que nombran Riecito
con palabra feliz los comarcanos,
cuya fuente sonríe en lloraderos
que custodian los Cerros del Rosario;
y El Chorrillo que lame unas taperas
donde narra la voz de los ancianos
tuvo su cuna el payador que un día
con la guitarra venciera al Diablo;
y el arroyo del Águila, que tiene
una cascada con mejor remanso,
cuyo espejo recuerda a las muchachas
cuando se pone corazón de fauno;
y los arroyos de los Cerros Negros;
y los arroyos de los Cerros Largos;
y el arroyo de Quines que se torna
agricultor al descender al llano,
y se vuelve dulzor en la naranja
y en las olivas amargor dorado,
y el arroyo Los Molles que cabalga,
potro de luna, los roquedos bravos
y circunda las quintas del Potrero
para después domesticarse en lago;
y el arroyo Luluara, cuyas voces
guarda mi oído como son de piano
sentido alguna vez en la penumbra
de no sé cual atardecer lejano;
y el Virorco también, que muchas veces
vio a los pumas beber y a los venados,
cuando todo era libre y la provincia;
ignoraba fronteras y alambradas:
y el arroyo Juan Gómez, con su isla
donde alternan el tala y el quebracho,
que le inventan rincones de penumbra
para el silencio de los solitarios;
y el arroyo Los Puquios, que se ha vuelto,
por la virtud de un artificio hidráulico,
un afluente de embalse para goce
de pejerreyes de metal lunado;
y el arroyo Las Águilas, arriba,
junto al cerro Retana, con los saltos,
verticales y locos, que resuenan
por la quebrada como un trueno largo;
y el arroyo Pancanta, que refleja
aquel paisaje mineralizado
donde todo es de piedra y sólo vive
la fría lumbre mineral del cuarzo;
y el arroyo La Carpa en el recodo
que parece un espejo biselado
para el rostro del Cielo y de la Nube,
que en él navega como un cisne blanco;
y el Chutunza, que forma una cañada,
donde es hermoso recorrer el prado
entre piedras con líquenes y musgos
y mariposas de esplendor vibrado;
y aquel otro que dicen Mulas Muertas
y cuyo nombre de sabor dramático
perpetúa el arreo y la creciente
en la batalla que una vez libraron;
y el arroyo Guayaguas, que me viera
una noche dormir sobre el recado,
al amor de su música celeste
mientras llovían sobre mí los astros;
y el Piedra Blanca, cuya voz oía
mi Madre susurrar entre los álamos
en la noche y la luz en que nacía
este que ahora le armoniza cantos.
Y los otros arroyos, los arroyos que yo
recuerdo, pero no he nombrado,
que parecen ensueño de pintores,
sol y belleza para enamorados;
rememoro el sabor de sus corrientes,
liquido fruto, uvas de cielo, glaucos
y celestes racimos que bebía
sitibundo y de pecho sobre el pasto,
con el sol en diciembre y la cigarra
que cantaba mi sed y la del campo.
¡Oh, los arroyos de mi tierra! Sangra
leve y azul de mi terruño amado;
musicales arterias de la roca
donde se escucha al corazón puntano.
¡Arpa de agua. San Luis, guitarra verde
cuyo coraje son arroyos claros!
Antonio Esteban Agüero
De Los “Digo” del Poeta. Un hombre dice su pequeño país
(1972, Edición Post mortem)