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2 de diciembre de 2015

A mi mesa, Baldomero Fernández Moreno

A mi mesa



Desnuda como un yunque, mesa mía,
no admites ni una flor para tu adorno,
nada se aquieta en ti ni permanece:
el torrente infantil lo barre todo

Negro tintero, blando cartapacio,
búcaro de cristal o marco de oro
hace mucho que están en las alturas
o yacen de cajones en el fondo.
Cuando me llego a ti ya voy completo:
el pensamiento musical y pronto,
estilográfica en la mano
y una hoja sale de un bolsillo o de otro,
¿Cómo será una mesa aderezada
bajo la fija claridad de un foco,
con una rosa erguida en una copa,
sin una brizna de papel o polvo?
La pluma ha de correr oleosamente
y el período o la estrofa fluir solos.
Mas ¿quién piensa en el orden un instante
bailando alrededor varios demonios
que saltan sobre ti como si fueras
en la campaña fugitivo potro?
Éste abre su libro de lectura,
ése levanta mapas policromos,
aquél corta figuras de revistas
y las pega en cuadernos ampulosos
a pinceladas de indomable engrudo
que, de paso, salpican el contorno.
Tal vez así se escriba con ventaja,
entre gritos, moquetes y sollozos,
y el cerebro agradezca el espolazo
como el fijar el hierro presuroso,
como la tierra el filo de la reja
o como el mar los remos espumosos.
Así te han puesto más de quince años
cual banco de escolares revoltosos,
que elaborando sobre ti se han ido
el verso más o menos primoroso
o la resta pueril, o el mapa alegre,
cosas de niño, de poeta y loco.
Sobre tu desnudez leo y medito
contra la tabla, persistente, el codo,
o me cruzo de brazos resignado
en la actitud cerrada del estoico.

Mesa: estés como estés, así te dejo,
ni te pulo, te lustro, ni repongo,
hemos de continuar como hasta ahora:
ya sabemos los dos que falta poco.

Baldomero Fernández Moreno

1 de diciembre de 2015

Aromas, Baldomero Fernández Moreno

Aromas

Cuando regreso a casa no me lavo las manos
 si es que he estado contigo un instante no más,
 el aroma retengo que tú dejas en ellas
 como una joya vaga o una flor ideal.

Por aquí huelo a rosas y por allá a jazmines,
 alientos de tus ropas, auras de tu beldad,
 aproximo una silla y me siento a la mesa
 y sabe a ti y a trigo el bocado de pan.

Y todo el mundo ignora por qué huelo mis manos
 o las miro a menudo con tanta suavidad,
 o las alzo a la luna bajo las arboledas
 como si fueran dignas de hundirse en tu cristal.

Y así hasta media noche cuando vuelvo rendido
 pegado a las fachadas y me voy a acostar,
 entonces tengo envidia del agua que las lava
 y que, con tu perfume, da un suspiro y se va.



 Baldomero Fernández Moreno

30 de noviembre de 2015

Cántico, Osvaldo Guevara


CÁNTICO

Traslasierra, tu copa de frescura serena
el corazón, chorreando claridades, levanta.
Transitando tus piedras, tus árboles, tu arena,
la sangre en vacaciones desnudamente canta.

Bajo tus verdes no hay sombra para la pena.
Tu aire es un vino fuerte que alumbra la garganta.
Tu azul deja en la piel una euforia morena
y el pecho, lunto al cielo, de tu agua, se abrillanta.

Paisaje que ahondándose gana emoción de altura;
comarca en que la luz como un rezo murmura;
valle en que se iluminan la sed y la ansiedad.

Traslasierra cercana que es. lejanía errante:
cuando una torre suelta su can ambulante
tu silencio, elevándose, gotea eternidad.


Osvaldo Guevara de Niña Carmen Maccio hermanos editores (1983)

29 de noviembre de 2015

Osvaldo Guevara en el Ciclo Literario Cultural 2002 del Grupo Agenda Literaria en la Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento de la ciudad de Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina.




Osvaldo Guevara en el Ciclo Literario Cultural 2002 del Grupo Agenda Literaria en la Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento de la ciudad de Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina.
20 de Noviembre de 2002
Tema El Agua
Coordinado por José Luis Colombini y Walter Pérez
Poeta Invitado Osvaldo Guevara
Muestra de Arte: Mariano Dullivo
Producción ejecutiva y artística: Anna Lauricella

Colaboradores: Marite Cuestas, Vicky Colombini Lauricella, Marisa Perez, Silvia López  y Anna Lauricella.

28 de noviembre de 2015

Poesía Eres Tú, Osvaldo Guevara

Poesía Eres Tú

Esos poetas
que parecieran ser los únicos
en saber
a ciencia cierta
o a ciencia infusa
qué es la poesía

y hablan de ella
parados
en el último eslabón de las gradas
que conducen al templo.

Esos poetas…

Yo no sé lo que es la poesía.

Tal vez
mi poesía sí

y no sepa decírmelo.



Osvaldo Guevara. De Sin pena en la palabra, Edición de Autor (Código Gráfico), Villa Dolores, Córdoba, Argentina, 2007

27 de noviembre de 2015

Desvivir, Osvaldo Guevara

Desvivir

Forcejear con el agua
en noche de tormenta.

Cada relámpago
es sólo la esperanza
de la luz del relámpago que viene
(o acaso de otras claridades)
para seguir andando
entre charcos y sombras.
  
Osvaldo Guevara de Sin pena en la palabra (2007) 

26 de noviembre de 2015

Vagabundo inmóvil, Osvaldo Guevara

Vagabundo inmóvil

                                        A Tomás Barna

Con tu cabeza aguda y pasajera,
con tu perfil de astrónomo extasiado,
como un linyera grave has acampado
por los suburbios de la primavera.

Pero hay una ala, una ola y una espera
bajo tu almohada y en tu pie delgado
se retuerce un camino agazapado
y un mapa azul canta en tu billetera.

Y te irás, y te irás, misterio arriba,
apoyado en un viento a la deriva,
más allá del rumor de tu entrecejo.

Y un día, ya sin horizontes varios,
sabrás qué hacer por fin con esas manos
que una noche robaste de tu espejo.


Osvaldo Guevara
De solo sonetos (1991)
Tomás Barna en la presentación de su Libro; Exploraciones, Embriagueces, Éxtasis. 22 de Octubre de 2009. Salón de Cambridge, Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina

25 de noviembre de 2015

Casi tú, Osvaldo Guevara

 Casi tú

Hoy
encontré
en la calle
entre motores y tenderos
una mujer
igual
que tú.

Navegables
los ojos
descendientes
las manos
del aire
y su abandono
los pies
de saltar pájaros caídos
la cintura
inasible
grito en mitad del mar.

Me le acerqué
azorado
tembloroso
impaciente
y no eras tú.

No oí su voz
pero
presiento que era
menos tibia y mojada
no nacida
anhelante
del fondo
de los besos
ah,
tu voz de agua alegre sobre piedras con sed.

No eras tú
y hace tanto
que no te veo
tanto
y pudiste ser tú
esa mujer
bellísima
esa mujer
igual
casi tú
sin
tu voz.

Aunque ya no me quieras,
te demando
amor mío
no parecerte a cada mujer mágica que ande
por mis calles confusas
o ser
en lo posible
si a alguna te pareces
en lugar de
ella
extraña
directamente 
tú.


OSVALDO GUEVARA

24 de noviembre de 2015

Evocación de Jorge Diego López (Camaleón) de y por Osvaldo Guevara


Evocación de Jorge Diego López (Camaleón) de y por Osvaldo Guevara

Video del Acto Cultural con motivo del aniversario 161º de nuestra ciudad, Villa Dolores, Capital Nacional de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina, Organizado por el Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento y la Junta Municipal de Historia.
Viernes 25 de abril Salón del Colegio de Escribanos de Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

23 de noviembre de 2015

Sobre los poemas «Besinnung» («Reflexión») y «Stufen» («Etapas»), Hermann Hesse

  
Sobre los poemas «Besinnung»
(«Reflexión») y «Stufen»
(«Etapas»)

 En aquel poema («Besinnung») de diciembre de 1933, traté de esbozar con el mayor rigor posible, en principio para mí mismo, los fundamentos de mí fe. Al parecer, Usted ha tomado el poema menos al pie de la letra de lo que fue mi intención: en el poema califico al espíritu de «paterno», mientras que Usted leyó «materno».
 Supone correctamente que el poema se basa en un cambio, en una «reflexión» incipiente sobre mi origen, que es cristiano. La necesidad de formularla surgió del conflicto actual entre los puntos de vista «biocéntrico» y «logocéntrico», y yo quería declararme expresamente partidario del segundo.
 (Carta, 1935)

 Eche también una mirada al «Demian» y a la última poesía en «Baum des Lebens» («Árbol de la vida») (Insel-Bücherei). De estas dos confesiones que en parte parecen contradictorias, y a las que, por cierto, pertenece también «Siddhartha», puede Usted colegir aproximadamente mi idea sobre la vida. Reducirla a un sistema conceptual y dar a la vida un «sentido» dogmático objetivo, como Usted espera de mí, es algo que me impide mi sentido del arte. Entre los credos que ha formulado la humanidad admiro sobre todo el de los antiguos chinos y el de la Iglesia católica. En éstos el individuo, destinado a la personalidad, no encuentra solamente tranquilidad, pues su «sentido» no es la tranquilidad; su «sentido» requiere que tenga que crearse mucha intranquilidad.
 (Carta, 1934)

 Sobre «Stufen» habría que decir que es un poema que pertenece al «Glasperlenspiel», un libro que entre otras cosas trata de las religiones y filosofías de la India y de la China. Allí predomina la idea de una nueva vida para todos los seres, aunque no en el sentido de un más allá cristiano con paraíso, purgatorio e infierno. La idea me es completamente familiar, y lo es también para el autor imaginado de ese poema, Josef Knecht. En efecto, he pensado en una existencia o un principio después de la muerte, aunque no creo de una manera absoluta y material en la reencarnación. Las religiones y los mitos son como la poesía, el intento de la humanidad de expresar en imágenes esos misterios indescriptibles que vosotros tratáis inútilmente de traducir a un racionalismo plano.
 (Carta, 1957)

Hermann Hesse

22 de noviembre de 2015

«Das Glasperlenspiel» («El juego de abalorios»), Hermann Hesse


«Das Glasperlenspiel»
(«El juego de abalorios»)

 Esta obra pura y audaz, soñadora y al mismo tiempo altamente intelectual, rebosa tradición, fraternidad, recuerdos, intimidad, sin dejar de ser original. Eleva lo entrañable a un nuevo nivel espiritual, incluso revolucionario; no en un sentido directo político o social, sino en un sentido sentimental, poético: de una manera auténtica y fiel es profética y sensible al futuro.
 Thomas Mann

 Sobre la intención del «Glasperlenspiel» no te puedo decir más que lo que ya sabes por el prólogo; quizás añadiría que mi intención es simplemente escribir la historia de un maestro del «juego de abalorios» que se llama Knecht y vive más o menos en el tiempo en que acaba el prólogo. No sé más. La creación de una atmósfera purificada me fue necesaria; ésta vez no me trasladé al pasado o a un mundo intemporal fabuloso, construí la ficción de un futuro con fecha. La cultura material de ese tiempo será la misma que hoy, pero existirá una cultura espiritual en la que merecerá la pena vivir y a la que merecerá la pena servir —esa es la imagen ideal que quisiera pintar. Pero no hablemos más de ello para que no muera la idea germinal. No debería haber dicho nada sobre mi proyecto, pero no me arrepiento porque me interesaba que tuvieras una idea del tipo de vida que hago y de mis actividades y de la productividad latente o como quieras llamarlo. En una palabra: me avergüenzo en el fondo de mi larga improductividad y te quería demostrar que detrás había algo.
 (Carta, 1933)

 Desde que escribí el prólogo le he añadido algunos detalles, como la versión del lema en latín que, naturalmente, es una ficción. Encontré a la persona que me tradujo a un latín elegante y correcto el lema de un autor imaginario inventado por mí; es un compañero del colegio, y en 1890 éramos los dos los mejores latinistas de clase y nuestro latín tenía un nivel considerable. Hoy sólo él lo domina, yo he olvidado nueve décimas partes.
 (Carta, 1933)

 El «Regenmacher» («El fabricante de lluvia») apareció en el «Neue Rundschau» donde se publicará en diciembre otro pequeño fragmento del que, de momento, sólo están escritas dos pequeñas partes. El trabajo avanza esta vez muy despacio, con pausas de medio año y de un año. He realizado algunos estudios para alimentar mi proyecto que me ocupa y preocupa desde que terminé el «Morgenlandfahrt»; precisaba mucha lectura del siglo XVIII del que me gustó sobre todo el pietista suabio Oetinger, también estudios sobre música clásica, en los que me ayudó mi sobrino que es organista y conocedor y coleccionista de música antigua. Estuvo aquí unas semanas y durante ese tiempo tuve un pianito alquilado en casa que aparte de esto es una casa corriente y moliente.
 (Carta, 1934)

 Josef Knecht nace de la idea, no de la contemplación, es en gran parte abstracto, lo que poéticamente es una imposibilidad. Así que he tratado de añadir un poco de sangre a la abstracción. Si lo he logrado, también debería notarse en «Legende» («Leyenda»). En la medida en que la corriente circula entre ambos polos de manera abstracta y simbólica, podría llamarse al conjunto en lugar de abstracto, por ejemplo, paradigmático. Pero eso no es importante.
 (Carta, 1934)
 ¿Por qué no aparecen mujeres en el «Glasperlenspiel»?

 Esta pregunta me la han hecho a menudo en cartas y hasta ahora no he tenido ganas de contestarla. En general los lectores que hacen esta clase de preguntas no respetan la primera regla de juego de la lectura: leer y aceptar lo que está escrito y no medirlo por lo que uno ha pensado o esperado. El que ante un «croco» de la pradera se pregunta por qué no crece allí, en su lugar, una palmera, seguramente no es un gran amigo de las flores.
 Pero para todas las reglas existen casos en los que éstas ya no son válidas. Y así me sucedió que precisamente aquella pregunta entre curiosa y reprochadora acerca de la ausencia de mujeres en el «Glasperlenspiel», fue hecha por una lectora, cuya carta delataba por lo demás un fino olfato intelectual. En todo caso la tomé tan en serio, que me fue imposible eludir la pregunta. Le di una respuesta breve y como la pregunta se ha repetido más de una vez, cito aquí el pasaje de mi carta:
 Su pregunta no tiene casi respuesta. Yo podría naturalmente dar algunas razones, pero serían superficiales. Una obra no es solamente el fruto de la reflexión y de la voluntad, en muchos aspectos es el fruto de razones más profundas que el propio autor no ve, o a lo sumo, intuye. Yo le aconsejaría que lo interpretase así:
 El autor del «Glasperlenspiel» era un hombre maduro y al concluir el trabajo de muchos años, un hombre ya viejo. Cuanto más viejo se hace un autor, mayor es su necesidad de ser exacto y escrupuloso y de hablar solamente de cosas que realmente conoce. Las mujeres son una parte de la vida que se aleja y se vuelve misteriosa para el hombre que está envejeciendo y para el viejo, aunque antes la haya conocido bien, y de la que no pretende ni se atreve a saber nada verdadero. En cambio, los juegos de los hombres, en la medida en que son de tipo espiritual, los conoce perfectamente y le resultan familiares.
 Un lector con fantasía introducirá e imaginará en mi Castalia a todas las mujeres inteligentes y espiritualmente superiores desde Aspasia hasta hoy.
 (Carta, 1945)

 Sin duda ha encontrado Usted en mi libro cosas de las que yo mismo no sé nada. Por otro lado, y de acuerdo con su edad, no ha entendido seguramente otras, por ejemplo, el sacrificio final de Josef Knecht. A pesar de su enfermedad hubiera podido soslayar con inteligencia y astucia el salto al torrente. Sin embargo, da el salto, porque en él hay algo más fuerte que la inteligencia, porque no puede defraudar a ese muchacho tan difícil de conquistar, y deja atrás a Tito para el que la muerte de un hombre tan superior a él será toda la vida una advertencia y una guía y le enseñará más que todos los sermones de los sabios.
 Confío en que con el tiempo Usted también lo entienda.
 Pero, en definitiva, no es tan importante que llegue a entenderlo, quiero decir: comprender y aceptar con la razón la muerte de Knecht. Pues esta muerte ya ha hecho su efecto sobre Usted. Le ha dejado, como a Tito, un aguijón, un aviso que ya no puede olvidar, ha despertado o confirmado en Usted un deseo y una conciencia espiritual que seguirán actuando, aunque llegue el día en que olvide mi libro y su carta. Escuche sólo esa voz que ahora ya no habla desde un libro, sino desde su propio interior; ella le guiará.
 (Carta, 1947)
  La pregunta acerca de la naturaleza del «juego de abalorios», en qué medida existe, ha existido alguna vez o es utopía, en qué medida cree en él el autor, etc.. la encuentra Usted contestada con mucha precisión en el lema que precede al primer volumen.
 Como autor de la biografía de Josef Knecht y como inventor de Albertus Secundus, he contribuido un poco al «paululum appropinquant». Del mismo modo contribuyeron y contribuyen las personas que han penetrado en la esencia de la música y que han creado la ciencia musical de las últimas décadas, o aquellos filólogos que intentan medir las melodías de un estilo en prosa, y otros más. A estos defensores del «non ens», a aquellos que lo acercaron a la «facultas nascendi», perteneció también mi sobrino y amigo Cario Isenberg, el Ferromonte de mi libro. Cario era musicólogo, tocaba el cémbalo y el clavicordio y era organista, dirigía un coro y estudió en el Sur y Sudeste de Europa los restos de la música más antigua. Desapareció al final de la guerra y si vive aún, está prisionero en Rusia.
 Por lo que a mí se refiere, no he vivido en Castalia, soy ermitaño y no he pertenecido nunca a una comunidad, excepto a aquella de los viajeros a Oriente, un grupo de fieles cuya forma de existencia es muy parecida a la de Castalia. Pero desde hace doce años, desde que aquí y allá se conocieron partes de mi libro sobre Josef Knecht, me han alegrado a menudo los saludos, las llamadas y preguntas de personas que trabajan y piensan silenciosamente en alguna parte y para las que lo que yo he llamado «juego de abalorios» existía como para mí. Esas personas lo aceptan con su alma, lo han sabido e intuido mucho antes de que apareciese mi libro, lo han vivido como exigencia intelectual y moral y empiezan a descubrir su fuerza creadora de comunidad. Continúan lo que he esbozado en mi libro ¡paululum appropinquant. Y me parece que Usted también pertenece a ellos y que vive más cerca de Castalia de lo que creía.
 (Carta, 1947)

 En el «Glasperlenspiel» he descrito el mundo del espíritu humanista que respeta las religiones pero que vive fuera de ellas. Del mismo modo describí hace treinta años en «Siddhartha» al hijo del brahmán que busca, fuera de la tradición de su casta y religión, su propia forma de piedad o sabiduría.
 (Carta, 1949)
Su pregunta estética sobre Josef Knecht tendría que ponerme en un aprieto, pues no soy tan afortunado como Usted de dedicarme a estudios tan bonitos y castálicos. Desde su publicación hace siete años no he vuelto a leer el «Glasperlenspiel» porque cada día me trae más trabajo inmediato del que puedo realizar.
 No obstante le debo una contestación, porque entre las preguntas de mis lectores sobre Castalia y Knecht, que siempre se repiten y a menudo son de un nivel espantosamente bajo, la suya destaca por su agudeza y su bella precisión, tanto que por un momento se convirtió también para mí en una pregunta.
 A la hora de contestar tengo que fiarme de mi memoria, pero con la ayuda de mi mujer he estudiado los pasajes a los que alude y que en cierto modo cuestiona. Su opinión es que el biógrafo de Josef Knecht habría tratado de «dar a los lectores su descripción de la vida desde la perspectiva de Knecht, es decir, de narrar sólo aquello que tiene su origen en la esfera vivencial y perceptiva de Knecht». Y esa perspectiva Usted la encuentra rota en los pasajes que cita porque éstos aluden a hechos, palabras o pensamientos de otros, que Knecht no podía conocer.
 Es posible, desde luego que mi libro, escrito a lo largo de once años (¡y qué años!) tenga a pesar de toda la concentración y todo el esmero, semejantes errores de construcción. Pero la «perspectiva» según la que Usted considera escrito el libro no fue la mía. Más bien mi perspectiva cambió ligeramente varias veces durante los tres primeros años. En un principio me interesaba casi exclusivamente describir Castalia, el Estado de sabios, el convento ideal profano, una idea, o como piensan los críticos, una utopía, que existió y actuó, al menos desde la época de la academia platónica, uno de esos ideales que estuvieron presentes como modelos eficaces a lo largo de toda nuestra historia espiritual. Entonces comprendí que la realidad interna de Castalia sólo podía mostrarse de manera convincente a través de una persona dominante, de un personaje heroico y paciente, y así es como Knecht pasó a ocupar el centro del relato; ejemplar único y no tanto como castalio ideal y perfecto, pues de éstos existen algunos, sino porque a la larga Knecht no se contenta con Castalia y su perfección ajena al mundo.
 El biógrafo que imaginé era un alumno avanzado o auxiliar de Wladzell, que por amor a la figura del gran renegado se dispuso a escribir la novela de su vida para un círculo de amigos y admiradores de Knecht. El biógrafo dispone de todo lo que posee Castalia, la tradición oral y escrita, los archivos y naturalmente también la propia capacidad imaginativa e intuitiva. De estas fuentes bebe, y creo que no escribió nada que fuese imposible dentro de ese marco. La última parte de su biografía, cuyo entorno y cuyos detalles no son controlables desde Castalia, la titula expresamente la «leyenda» del desaparecido magister ludi, como pervive entre sus discípulos y en la tradición de Waldzell.
 Algunos personajes del libro han recibido su rostro individual de personajes reales, algunos fueron reconocidos por lectores atentos, otros constituyen mi secreto. Sobre todo fue reconocido el personaje del pater Jakobus, que es un homenaje a mi querido Jakob Burckhardt. Me permití incluso poner una frase suya en la boca del pater. El pertenece con su realismo resignado a los antagonistas del espíritu castálico.
 (Carta, 1949/1950)

 Me invita Usted a que imite a Josef Knecht y pase de Castalia al gran mundo. Me quiere cazar con mi propio lazo. Pero olvida por completo que Josef Knecht no sale al mundo a mejorarlo y reformarlo, sino a aprender y a educar, al principio incluso a educar a un solo discípulo, a un discípulo valioso y amenazado. Hace lo que yo he intentado hacer también mientras he podido ejercer mi oficio; pone su talento, su personalidad, su energía, al servicio del individuo —al contrario que su amigo Designori, que como político, se ha dedicado a los programas y a influir sobre las masas y que en esa empresa pierde la confianza de su único hijo.
 (Carta, 1950)

 En Josef Knecht no veo, como Usted sugiere, un hermano de Cristo. En Cristo veo una manifestación de Dios, una teofanía, como las que hubo y sigue habiendo. En Knecht veo más bien a un hermano de los Santos. También de éstos hay muchos, infinitamente más que teofanías, ellos son la élite de las culturas y de la historia universal, y se diferencian de los seres humanos «vulgares» porque no se entregan a lo suprapersonal por una falta de personalidad y originalidad, sino por una sobreabundancia de individualidad.
 (Carta, 1955)


 Un pasaje extenso de una carta que habla de las relaciones políticas que influyeron sobre la concepción del «Glasperlenspiel», se encuentra en el volumen lo, «Politische Betrachtungen» («Reflexiones políticas») páginas 578-580.


Hermann Hesse

21 de noviembre de 2015

Conferencia literaria (1912), Hermann Hesse

Conferencia literaria (1912)

 Cuando hacia mediodía llegué a la pequeña ciudad de Querburg me recibió en la estación un hombre de anchas patillas grises.
 «Mi nombre es Schievelbein», dijo, «soy el presidente del club.»
 «Encantado», dije yo. «Es estupendo que aquí en la pequeña Querburg exista un club que organiza conferencias literarias.»
 «Bueno, aquí hacemos muchas cosas», asintió el señor Schievelbein. «En octubre, por ejemplo, hubo un concierto y en carnaval esto se anima mucho. ¿De modo que usted nos va a recrear esta noche con una lectura?» «Sí, leeré algunas de mis cosas, breves escritos en prosa y poesía.» «Espléndido, espléndido. ¿Cogemos un coche?»
 «Como usted diga. No conozco esta ciudad; quizás me pueda indicar un hotel donde alojarme.»
 El presidente del club examinó entonces la maleta que traía detrás de mí el mozo de equipaje. Luego su mirada recorrió detenidamente mi cara, mi abrigo, mis zapatos, mis manos, una mirada tranquila y escrutadora, como se mira quizás a un viajero con el que se va a pasar una noche en el tren.
 Su examen estaba empezando a llamarme la atención y a resultarme molesto, cuando la simpatía y la amabilidad volvieron a iluminar sus rasgos. «¿Quiere hospedarse en mi casa?» preguntó sonriente. «Estará igual de bien que en el hotel y se ahorrará los gastos de alojamiento.»
 Aquel hombre me empezaba a interesar; su aire de patrón y su dignidad acomodada eran cómicos y simpáticos, y detrás del carácter un poco dominante parecía ocultarse mucha bondad. De modo que acepté la invitación; nos sentamos en un coche abierto y entonces pude ver junto a quién iba sentado, porque en las calles de Querburg no había casi nadie que no saludase a mi anfitrión con respeto. Constantemente tenía que llevarme la mano al sombrero y comprendí cómo deben sentirse algunos monarcas cuando tienen que pasar saludando entre su pueblo.
 Para iniciar una conversación pregunté: «¿Cuántas localidades tendrá la sala en la que voy a hablar?»
 Schievelbein me miró casi con reproche: «Lo ignoro por completo, querido señor; yo no tengo nada que ver con esos asuntos.»
 «Pensaba que como usted era el presidente...»
 «Claro; pero es sólo un cargo honorífico, sabe usted. De la parte administrativa se encarga nuestro secretario.»
 «Supongo que ese es el señor Giesebrecht, con el que he mantenido correspondencia.»
 «Sí, el mismo. Mire ahí tiene el monumento a los caídos en la guerra y allí a la izquierda el nuevo edificio de correos. Maravillosos ¿verdad?» «Por lo que veo en esta región no tienen una sola piedra», dije yo, «lo hacen todo con ladrillo.»
 El señor Schievelbein me miró con los ojos muy abiertos, luego irrumpió en carcajadas y me dio una fuerte palmada en la rodilla.
 «Pero hombre, es que esa es nuestra piedra. ¿No ha oído hablar nunca del ladrillo de Querburg? Es famoso. De él vivimos todos.»
 Llegamos a su casa. Por lo menos era tan bonita como el edificio de correos. Bajamos y encima de nosotros se abrió una ventana y una voz de mujer dijo: «De modo que te has traído por fin al señor. Está bien. Entrad, que comemos en seguida.»
 Poco después apareció la señora en la puerta de entrada; un ser redondo, alegre, lleno de hoyuelos, con pequeños dedos infantiles y gordos como salchichas. Si todavía abrigaba alguna duda sobre el señor Schievelbein, aquella mujer la disipaba, pues respiraba la más dichosa inocencia. Encantado estreché su mano cálida y mullida.
 Me examinó como a un animal de fábula y luego dijo medio riendo: «¡De modo que usted es el señor Hesse! Bien, bien. Pero no me imaginaba que llevase gafas.»
 «Soy un poco miope, señora.»
 A pesar de todo, parecía encontrar muy cómicas mis gafas, lo que no comprendí bien. Pero por lo demás la señora me gustó mucho. Aquí había una burguesía sólida; sin duda habría una comida excelente. Por el momento me condujeron al salón donde había una palmera solitaria entre falsos muebles de roble. Toda la decoración presentaba consecuentemente ese estilo mediocre burgués de nuestros padres y de nuestras hermanas mayores que se encuentra ya raramente en tal estado de pureza. Mi vista quedó fijada en un objeto brillante que pronto reconocí como una silla pintada de arriba abajo con pintura dorada.
 «¿Es usted siempre tan serio?» me preguntó la señora después de una pausa un poco lánguida.
 «¡Oh, no!», exclamé rápidamente, «pero perdone; ¿por qué ha dejado usted dorar esa silla?»
 «¿No lo había visto nunca? Estuvo muy de moda durante algún tiempo, naturalmente sólo como mueble decorativo, no para sentarse. Yo lo encuentro muy bonito.»
 El señor Schievelbein tosió: «En todo caso más bonito que las locuras modernas que se pueden ver ahora en las casas de los recién casados. ¿Pero no podemos comer todavía?»
 La anfitriona se levantó e inmediatamente entró la criada a anunciar que la comida estaba servida. Ofrecí mi brazo a la señora de la casa y pasamos por otra habitación de aspecto pomposo hasta el comedor, un pequeño paraíso de paz, silencio y cosas maravillosas que me siento incapaz de describir.
 Comprendí pronto que allí no existía la costumbre de molestarse en conversar durante la comida y mi temor a posibles conversaciones literarias se vio agradablemente defraudado. Es una ingratitud por mi parte, pero no me gusta que los anfitriones me estropeen una buena comida preguntándome si he leído ya a Jörn Uhl, y si encuentro mejor a Tolstoi o a Ganghofer. Aquí reinaban paz y seguridad. Comimos concienzudamente y bien, muy bien, y además tengo que elogiar el vino; entre livianas conversaciones en torno a los vinos, las aves y las sopas transcurrió felizmente el tiempo. Fue maravilloso y sólo una vez hubo una interrupción. Me habían preguntado por mi opinión sobre el relleno del ganso que estábamos comiendo y dije algo así como que eso eran terrenos de la ciencia de los que nosotros los escritores solíamos ocuparnos demasiado poco.
 Entonces la señora Schievelbein dejó caer el tenedor y se quedó mirándome con grandes y redondos ojos infantiles:
 «¿Pero es que también es usted escritor?»
 «Naturalmente», dije, asombrado. «Es mi oficio. ¿Qué creía usted?»
 «Oh, pensaba que viajaba por el mundo dando conferencias. Una vez vino uno, —Emil ¿cómo se llamaba? Sabes aquel que cantaba las canciones bávaras.»
 «Ah, aquel de los «Schnadahüpferln»... Pero tampoco él se acordaba del nombre. Y también me miró asombrado y en cierto modo con algo más de respeto y entonces se dominó, cumplió su obligación social y preguntó prudentemente: «¿Y qué escribe en realidad? ¿Quizás para el teatro?» No, dije yo, nunca había probado ese género. Sólo poemas, novelas y cosas parecidas.
 «Ah, bueno», suspiró aliviado. El señor Schievelbein todavía abrigaba alguna duda.
 «Pero», volvió a empezar titubeante, «no escribirá libros enteros ¿verdad?»
 «Sí», tuve que reconocer, «también he escrito libros enteros». Eso le puso muy pensativo. Durante un rato estuvo comiendo en silencio, luego elevó su copa y exclamó con una animación un poco forzada. «Bueno, a su salud.»
 Hacia el final del almuerzo los dos se fueron quedando visiblemente callados y abotargados; varias veces suspiraron profunda y gravemente. El señor Schievelbein acababa de cruzar las manos sobre su chaleco y se disponía a echar un sueño cuando su mujer le avisó: «Primero vamos a tomar el café». Pero a ella también se le estaban cerrando los ojos.
 Sirvieron el café en la habitación contigua; nos sentamos en sillones azules entre numerosas fotografías de familia que nos miraban en silencio. Nunca había visto una decoración que se ajustase tanto al carácter de los moradores y lo expresase tan perfectamente. En medio de la habitación había una enorme jaula de pájaros y dentro estaba sin moverse un gran papagayo.
 «¿Sabe hablar?» pregunté yo.
 La señora Schievelbein disimuló un bostezo y asintió con la cabeza.
 «Quizás le oiga enseguida. Después de comer es cuando suele estar más animado.»
 Me hubiese gustado saber cómo estaba en otras ocasiones pues nunca había visto un animal menos ani mado. Tenía los párpados medio caídos sobre los ojos y parecía de porcelana.
 Pero después de un rato cuando el señor de la casa se quedó dormido y la señora también daba cabezadas sospechosas en su sillón, el papagayo de piedra abrió realmente su pico y dijo en un tono de bostezo, con una voz lánguida y muy parecida a la humana, las palabras que sabía: «Ay Dios, ay Dios, ay Dios, ay Dios...»
 La señora de Schievelbein se despertó sobresaltada; creía que había sido su marido y yo aproveché para decirle que deseaba retirarme a mi cuarto. «Quizás pueda darme algo para leer», añadí.
 Ella se levantó y volvió con un periódico. Pero le di las gracias y dije: «¿No tendrá algún libro? No importa el que sea».
 Entonces subió entre suspiros conmigo la escalera hasta la habitación de los invitados, me enseñó mi cuarto y abrió con gran esfuerzo un pequeño armario del pasillo. «Por favor sírvase usted mismo», dijo y se retiró. Yo creí que se estaba refiriendo a un licor, pero delante de mí se encontraba la biblioteca de la casa, una pequeña fila de libros polvorientos. Me lancé sobre ellos; a menudo se encuentran en estas casas tesoros insospechados. Pero sólo había dos libros de misa, tres viejos tomos de «Über Land und Meer», un catálogo de la exposición mundial de Bruselas de no sé qué año y un diccionario de bolsillo francés.
 Estaba lavándome después de una corta siesta, cuando llamaron a la puerta y la criada hizo pasar a un señor. Era el secretario del club que quería hablar conmigo. Se quejó de que la venta anticipada de entradas era muy mala, que apenas cubrían el alquiler de la sala. Que si me contentaba con unos honorarios más bajos. Sin embargo, no quiso saber nada de mi propuesta de suspender la conferencia. Suspiró preocupado y luego opinó: «¿Quiere que organice un poco de decoración?»
 «¿Decoración? No, no es necesario.»
 «Hay dos banderas», trató de seducirme sumiso. Por fin se fue y mis ánimos volvieron a elevarse tomando el té con mis anfitriones que ya habían despertado. Tomamos pastas hechas con mantequilla, ron y licor benedictino.
 Por la tarde fuimos los tres al «Ancla de oro». El público acudía en masa al local y yo estaba asombrado; pero todo el mundo desaparecía detrás de las puertas batientes de una sala de la planta baja, nosotros en cambio, subimos al segundo piso donde reinaba mucha más tranquilidad.
 «¿Qué es lo que sucede ahí abajo?» pregunté al secretario.
 «Ah, la banda de música como todos los sábados.»
 Antes de que los Schievelbein me abandonasen para ir a la sala, la buena señora tomó mi mano en un súbito impulso, la apretó entusiasmada y dijo en voz baja: «Cuantas ganas tenía de que llegase este momento».
 «Pero, ¿por qué?» fue lo único que pude decir, pues mi estado de ánimo era completamente distinto.
 «Bueno», exclamó cordialmente, «no hay nada más bonito que reírse de vez en cuando a gusto.»
 Con esas palabras se alejó contenta como un niño en su día de cumpleaños.
 Sí que empezaba bien la cosa.
 Me precipité sobre el secretario. «¿Qué es lo que espera la gente de mi conferencia?» exclamé alarmado. «Me temo que esperan algo completamente distinto a una conferencia de autor.»
 En fin, balbuceó inseguro ¡cómo iba a saberlo! La gente suponía que contaría cosas divertidas, que quizás cantaría, lo demás era asunto mío— y de todos modos, con aquella pésima entrada...
 Le eché fuera y me quedé esperando apesadumbrado en un cuartucho frío hasta que el secretario me vino a buscar y me condujo a la sala. Había allí unas veinte filas de sillas, de las que estaban ocupadas tres o cuatro. Detrás del pequeño estrado había una bandera del club clavada a la pared. Todo era horrible. Pero yo estaba allí, la bandera lucía triunfal, la luz de gas brillaba en mi botella de agua, las pocas personas estaban sentadas y esperaban, delante del todo, el señor y la señora Schievelbein. No había nada que hacer, tenía que comenzar.
 Entonces, resignándome a mi suerte, me puse a leer una poesía ya que no me quedaba otro remedio. Todos escuchaban atentamente —pero cuando llegué felizmente al segundo verso estalló bajo mis pies la gran música de la cervecería con bombo y platillo. Me puse tan furioso que derribé mi vaso de agua. El público celebró con risas la broma.
 Cuando terminé de leer tres poesías eché una mirada a la sala. Una fila de rostros sonrientes, perplejos, decepcionados, furiosos me miraba, unas seis personas se levantaron turbadas y abandonaron aquel penoso acto. De buena gana me hubiese ido con ellas. Pero sólo hice una pausa y dije, en la medida en que pude imponerme a la música, que al parecer existía un desafortunado malentendido, que yo no era un recitador humorístico, sino un literato, una especie de tipo raro, un poeta, y que ahora quería leerles una novela corta, ya que estaban allí.
 De nuevo se levantaron algunas personas y abandonaron la sala.
 Los que se habían quedado se acercaron ahora al podio desde las filas diezmadas; aún había unas dos docenas de personas y yo seguí leyendo y cumplí con mi deber, sólo que acorté mi relato generosamente, de manera que después de media hora había terminado y nos pudimos ir a casa. La señora Schievelbein empezó a aplaudir vehementemente con sus manos rechonchas, pero así, en solitario, no sonaba bien y se interrumpió avergonzada.
 La primera conferencia literaria de Querburg había terminado. Aún tuve con el secretario una breve y seria entrevista; el hombre tenía lágrimas en los ojos. Eché una mirada a la sala vacía donde brillaba solitario el oro de la bandera, luego me fui a casa con mis anfitriones. Estaban callados y solemnes como si viniesen de un entierro, y de repente, cuando íbamos caminando juntos, tan atontados y silenciosos, me puse a reír a carcajadas y después de un rato la señora de Schievelbein también se puso a reír. En casa nos esperaba una pequeña cena selecta, y después de una hora los tres estábamos del mejor humor. La señora me dijo incluso que mis poemas eran muy emotivos y que hiciese el favor de copiarle alguno.
 No lo hice, sin embargo, y antes de irme a dormir, me fui sigilosamente a la habitación contigua, encendí la luz y me puse delante de la gran jaula. Quería oír una vez más al viejo papagayo, cuya voz y tono parecían expresar de manera simpática toda aquella amable casa burguesa. Porque lo que está escondido quiere mostrarse; los profetas tienen visiones, los poetas hacen versos y aquella casa se había hecho sonido y se manifestaba en la voz de aquel pájaro, al que Dios dio voz para que celebrase la creación.
 El pájaro se asustó cuando encendí la luz y con ojos somnolientos me dirigió una mirada fija y vidriosa. Luego se recobró, estiró el ala con un extraordinario ademán de sueño y con una voz fabulosamente humana bostezó: «Ay Dios, ay Dios, ay Dios, ay Dios...»


Hermann Hesse

20 de noviembre de 2015

Romanticismo y neorromanticismo (1900), Hermann Hesse

 Romanticismo y neorromanticismo (1900)

 Nadie sabe en realidad lo que significa la palabra «romántico». Nuestro lenguaje corriente la aplica a muchas cosas, a libros, a música, a cuadros, vestidos, paisajes, a amistades y relaciones amorosas, y la entiende ya como reproche, ya como elogio o como ironía. Un paisaje romántico es un paisaje con barrancos y despeñaderos y ruinas, cuya contemplación provoca al mismo tiempo placer y ansiedad. Música romántica es una composición en la que hay más sentimientos que claridad, más suavidad que tectónica firme, en la que hay algo contenido, velado, una música con muchas disonancias semidisueltas y compases tímidos, borrosos que deben tocarse rubato. Algo parecido se piensa, por fin, cuando se habla de un amor romántico, de una vida romántica —al mismo tiempo se alude a algo insensato y cautivador, a algo extravagante y aventurero, con una tendencia a la improvisación, algo que entusiasma a las colegialas y suscita la desaprobación de las personas sensatas, pero que en todo caso es especial e interesante. En la vida se llama romántico a todo lo que aparece sin forma y sin ley, que no descansa sobre un fundamento reconocible y que tiene contornos fugaces como las nubes.
 A nosotros el término sólo nos interesa a partir del momento en que se convierte en el nombre de aquella escuela alemana de escritores cuyo rápido auge y lenta decadencia ocupan más de un tercio del siglo 19 y cuya historia se repite curiosamente en todas las literaturas europeas importantes. Como esta escuela no recibió su nombre ni de contemporáneos ni de historiadores de literatura, sino que fue ella misma la que lo inscribió con orgullo en su bandera, es interesante preguntarse qué significa el término «romántico» para los primeros románticos.
 La respuesta es: algo distinto para August Wilhelm o para Friedrich Schlegel, para Novalis o para Tieck. Mientras Schiller, al definir como «tragedia romántica» su «Jungfrau von Orleans» («Doncella de Orleans») trataba de hacer solamente justicia a los elementos místicos que en ella concurrían, en los títulos de las obras de Schlegel y Tieck la palabra significa exactamente lo mismo que para una obra actual el calificativo «moderno». Novalis emplea la palabra raramente con intención y nunca como una fórmula clara, envuelve en ella como en una capa mágica sus ideas más profundamente personales; a Tieck, el niño alegre, le gusta jugar con ella y se nota que le divierte la oscura y sonora palabra. Desde el día en que el «Athenáum» fundó una doctrina romántica, puso la nueva etiqueta a casi todas sus novedades. Los hermanos Schlegel eran más conscientes y congruentes en su manera de ver las cosas, de tal modo que el mayor calificaba de «románticos» los valores formales y Friedrich en cambio los valores filosóficos. Sin embargo, tanto ellos como Novalis tenían en mente sobre todo el concepto de novela («Román»), desde luego con un recuerdo evocador de «romántico» («novelesco»).
 «La novela» era el «Wilhelm Meister» de Goethe cuya primera parte, la más importante, acababa de publicarse. Era la primera novela alemana en el sentido moderno y el gran acontecimiento de aquellos años. Ningún otro libro alemán ha influido tanto sobre la literatura de su tiempo como éste. Con «W. Meister» apareció la novela como expresión de una serie de cosas hasta entonces indecibles. Lo nuevo, maravilloso, profundo y audaz, fue para los Schlegel, especialmente para Friedrich, en el fondo su aspecto «romántico». F. Schlegel y Tieck aplicaron entonces el término a sus propios libros como subtítulo y de este modo dejó pronto de expresar algo concreto. En lugar de «romántico» podían haber dicho también «a la manera de Wilhelm-Meister», y de hecho, todas las obras en prosa importantes de aquellos años, el «Titán» tanto como «Sternbald» y «Lucinde» son imitaciones directas y conscientes de aquel gran modelo.
 Esto no quiere decir que el término «romántico» no signifícase ya entonces tanto como no-clásico, e incluso anticlásico, porque Goethe aún no estaba rodeado de la fría aureola del clásico. Lo que en la historia de la pintura es el interés exclusivo por la luz y el aire, en la historia de la literatura es paso consciente de la estilización a lo irregular, del verso a la prosa rítmica, del ensayo acabado, al «fragmento». No se buscaba ya forma y perfil, sino aroma y ambiente. No se tendía a pasar de lo universal a lo individual artísticamente delimitado, sino que se intentaba volver a la fuente, a la unidad primigenia de las cosas y las artes. Se acompañaba a Schleiermacher en su contemplación del universo.
 Vamos a estudiar ahora el contenido en lugar de la palabra. Inmediatamente salta a la vista que existen dos clases de romanticismo —una profunda y una superficial, una auténtica y una que solamente es máscara. En el gusto del público triunfó en su día la última, la falsa. Novalis cayó pronto en el olvido, mientras que el novelero Fouqué alcanzaba éxito tras éxito. Así es como el primer romanticismo pereció internamente y luego también de una manera manifiesta, desapareciendo de la escena entre pitos y silbidos. En realidad ya estaba muerto cuando Fouqué escribió sus primeras cosas. Floreció y murió con Novalis. Es cierto que el postromanticismo mostró en Eichendorff un plácido talento lírico y en Hoffmann un profundo talento demoníaco, pero éstas son manifestaciones que sólo guardan con el antiguo principio romántico una relación suelta. El auténtico romanticismo debe buscarse únicamente en Novalis, pues los Schlegel, a pesar de sus profundos conocimientos y sublimes percepciones, eran impotentes como poetas.
 Novalis murió a los 28 años. En el recuerdo de sus amigos pervive admirado en irresistible belleza juvenil: el amado insustituible, sobre cuya obra inacabada flota un perfume único de encanto secreto. De los oropeles y disfraces que necesitaron sus seguidores no encontramos ni rastro en él, a no ser aquella apología juvenil del catolicismo que figura en un extraño ensayo, y que suena en boca de aquel pensador profundamente protestante como una paradoja desafortunada. Pero se me puede objetar que su obra principal se desarrolla en la Edad Media, en aquella célebre Edad Media del romanticismo. No puedo aceptarlo. El «Ofterdingen» es intemporal, se desarrolla hoy, nunca y siempre, es la historia no de un alma, sino del alma en general. Como obra literaria es muy discutible. A excepción de la magnífica primera parte es incompleta y la continuación esbozada discurre por perspectivas imposibles. Como idea, como proyecto, como acierto creativo, el «Ofterdingen» tiene un valor incalculable —no es la obra de un adolescente, sino una reflexión soñadora del alma humana, la elevación desde la miseria y la oscuridad hacia las alturas de la idea, de la eternidad, de la liberación.
 De manera más palpable que a través de aquel sueño poético, se nos revela la idea romántica fundamental, a través de los ensayos y aforismos de Novalis que significan mucho más que paráfrasis sobre la filosofía de Fichte. Su lema y su resultado es proñindización por interiorización. Que más allá de los límites del tiempo y espacio rigen leyes eternas; que el espíritu de estas leyes eternas dormita en cada alma; que toda la formación y la profundización del hombre se basa en conocer ese espíritu en su propio microcosmos, en adquirir conciencia de sí mismo y en extraer de sí la medida para todo nuevo conocimiento; esa es en breves palabras la doctrina de Novalis. No es nada raro que esta idea fundamental se fuese perdiendo más y más en el romanticismo posterior hasta extinguirse. No servía a los escritores de moda, ni a los virtuosos de la forma, era en principio una doctrina sin relación literaria. No es la culpa del romanticismo que la literatura de aquellas décadas permaneciese ajena a la vida, que viviese en un desdichado aislamiento. Esto que ya afectó a la creación de los grandes de Weimar, estaba fundamentado en el espíritu del tiempo. Se comprende que Novalis fuese un fenómeno excepcional. Pero la pregunta era: ¿qué actitud adoptará la literatura de una época nueva, distinta, ante su doctrina?
 Comienza así la historia de un «neorromanticismo». La época nueva, distinta ha llegado. La literatura fue derribada del trono del que no era digna hacía tiempo, —junto con la filosofía cuyo destino había compartido fielmente durante medio siglo. Y al igual que ésta, se volvió revolucionaria, democrática y mordaz. El movimiento «junges Deutschland», cuyo único gran talento fue Heine, enterró con bombo y platillo a la vieja generación y su literatura. Exceptuando un par de hermosos versos y algunos chistes buenos de Heine, aquella «joven Alemania» no nos dejó muchas cosas positivas. Por eso no es extraño que el romanticismo recién dado por muerto volviese a resucitar —claro que no el auténtico—, sino aquella máscara funesta a lo Fouqué. En una época en la que en Alemania todo lo que tenía que ver con romanticismo estaba desprestigiado, se producía y vendía continuamente bajo toda clase de etiquetas el romanticismo más barato. Hasta el propio Heine debía muchos admiradores al viejo manto con que se arropaba de vez en cuando. Pero no todo se debía al manto. Precisamente él, el profanador del templo, el irónico genial, conocía bien y añoraba secretamente la «Flor Azul», y lo mejor que escribió como poeta tiene resonancias del «Ofterdingen».
 Pero primero tuvo que desaparecer el romanticismo de Heine. No tuvo seguidores dignos de mención. El siguiente gran movimiento literario barrió todas las huellas del pasado. El naturalismo ejerció un dominio severo e introdujo de repente escuela y disciplina en una literatura a la deriva. No necesitamos detenernos en él —todos saben la infuencia tan radicalmente educativa que ejerció sobre el lenguaje y la poética. Y ahora que ha hecho su obra, no necesitamos, los jóvenes, matarlo, ni despreciarlo. Como a un maestro severo que se ha hecho viejo, le vemos acercarse a su fin, sin lágrimas, pero llenos de agradecimiento y dispuestos a guardar de él un buen recuerdo. Como herencia nos deja una manera de observar, una sicología y un lenguaje refinados y bien desarrollados. Nos deja muy pocas obras extraordinarias y asombrosas por su grandeza, pero en cambio enormes cantidades de estudios, intentos y trabajos preliminares valiosos. ¿Qué actitud ha adoptado frente a él el elemento romántico de la generación más joven surgida de su escuela?
 No me gusta elegir ejemplos de la literatura alemana actual. Pero tampoco es necesario, pues como exponentes típicos de la evolución seguida por la literatura neorromántica tenemos a dos grandes autores extranjeros sobre los que puede hablarse con más objetividad que sobre coetáneos. Uno murió prematuramente y ya por su trágico destino suscita nuestra simpatía. Es el danés Jacobsen. En él encontramos el ejemplo más temprano y noble de un escritor que conjugó con una enorme fantasía y una sensibilidad suave y soñadora todo el refinamiento del realismo más desarrollado. Encuentra palabras llenas de plasticidad concisa para cada fenómeno de la naturaleza, para cada tallo de hierba que crece junto al camino, para cada belleza visible. Y trata de trasladar en un oscuro impulso esa poderosa capacidad descriptiva, esa técnica refinadísima de la expresión a la vida espiritual. No como sicólogo realista, sino como soñador y descubridor en el mar sin caminos del inconsciente. Con un afán conmovedor se sumerge en todas las profundidades del alma femenina (Marie Grubbe). Y en Niels Lyhne emprende a tientas y con sensibilidad, el descubrimiento del alma infantil. Keller ya lo había hecho en su inmortal «Grüner Heinrich». Pero Jacobsen posee una técnica nueva: renuncia consciente o inconscientemente a toda síntesis y estilización, y construye lenta y penosamente su relato con minúsculos detalles. Y es el primero que logra ser siempre poeta, que elige en lo que es aparentemente más insignificante siempre lo importante, característico y que da a su trabajo de filigrana la solidez y el estilo de una obra planteada con unidad y armonía. Sus dos obras más importantes son auténticamente románticas. En ambas un alma individual, débil, es el centro de toda la acción y portadora de todas las soluciones. Y en los dos casos no describe con análisis riguroso una vida individual, sino que conquista un terreno neutral sobre el que resuena poderosamente todo lo humano. Pronto se comprendió que no eran estudios de un investigador; el misterioso velo de la poesía auténtica flotaba sobre ellos como un aroma inexplicable pero poderoso. En Jacobsen, el realista se había convertido en poeta sin renunciar a las conquistas de su escuela. Su ejemplo tuvo una influencia extraordinaria sobre el surgimiento de un neorromanticismo alemán.
 Estudiemos por último a un romántico de hoy, todavía joven que creció ya al margen del credo naturalista y en la actualidad puede ser considerado un típico neorromántico. Me refiero a M. Maeterlinck. En él no encontramos ya aparentemente ningún vestigio de naturalismo. Estiliza, compone, adorna sus obras aparentemente con la libertad de un Brentano o un Hoffmann. Pero sólo aparentemente. También él ha aprendido a ver y describir de manera realista, pero no se nota inmediatamente porque habla casi exclusivamente de cosas invisibles. Con la euforia del innovador inició su camino como soñador y ermitaño apartado del mundo. Pero luego irrumpió en el tiempo y la vida. Maeterlinck es el primero en seguir impertérrito la doctrina de Novalis. Para él todos los acontecimientos importantes se desarrollan en el interior, él descubrió la «tragedia de lo cotidiano». Ve que el alma vive escondida y asustada en cada ser humano, y la invita a salir con palabras delicadas y comprensivas, le da ánimos y trata de devolverle el poder perdido.
 No es necesario estudiar aquí en detalle sus obras. Desde hace años Alemania lo conoce tanto como su país natal. Aludiré solamente a uno de sus libros, el más singular. Demuestra que tanto Maeterlinck como Jacobsen rinden culto a la naturaleza y la simple verdad. Se trata de su «Vie des abeilles». Una descripción cuidadosa científicamente impecable de la vida de las abejas, objetiva, sencilla y rigurosa como un manual, y sin embargo, en cada frase la obra de un poeta. Aquí, y no en el disfraz de sus cuentos, es donde hay que buscar el verdadero neorromanticismo. Ignoro si a Novalis le hubiera gustado la «Princesse Maleine», pero estoy seguro que le hubiese entusiasmado la «Vie des abeilles». Tratar un trozo de la naturaleza, pequeño y limitado con el amor del investigador y descubrir con asombro jubiloso dentro de este círculo estrecho el universo, eso es religiosidad romántica. Descubrir en una colmena las leyes profundas de la vida y el espejo de la eternidad, ese es el espíritu de Novalis.
 He aquí el misterio y el sentido profundo del nuevo espíritu romántico. No se trata de escribir unos cuantos poemas bonitos, sino de buscar una profundización de la vida y del conocimiento en todos los terrenos. El hecho de que un libro como «Vie des abeilles» haya sido posible constituye un avance, no sólo en la obra de Maeterlinck. Es de esperar que la gran masa de lectores comprenda también poco a poco que un libro no puede ser nunca «romántico» por su tema y su lenguaje, sino únicamente por ese espíritu. Los autores de novelas de la Edad Media, de dramas fabulosos y de lírica juglaresca no están ni un paso más cerca del espíritu del romanticismo que Zola o Dostoievski. Pero que sea bienvenido todo poeta que tenga algo del alma del «Ofterdingen».

Hermann Hesse

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