UN CRIMEN PREMEDITADO
En el invierno pasado tuve que visitar a un propietario
rural, el señor Ignacy K., con el fin de resolver algunos asuntos referentes a
propiedades. Al obtener una licencia de unos cuantos días, confié mis asuntos
al juez asesor, y telegrafié: «Martes-6 p.m., por favor enviar caballos.» Llego
a la estación y los caballos no estaban. Hago algunas averiguaciones: mi
telegrama había sido entregado; el destinatario lo había recogido el día
anterior en persona. Volens nolens, tengo que alquilar un primitivo cabriolé y
deposito allí mi maletín y mi neceser. En él guardaba una botellita de agua de
colonia, un frasco de Vegetal y una pastilla de jabón con olor a almendras, una
lima y unas tijeritas para 1as uñas. Deambulo por cuatro horas a través de los
campos, de noche, en silencio, durante el deshielo. Tiemblo bajo mi abrigo
urbano, los dientes me castañetean. Observo la espalda del conductor y pienso:
«Arriesgar la espalda de esta manera... Siempre sentado, frecuentemente en
regiones solitarias, con la espalda vuelta hacia los otros y expuesta a
cualquier capricho de quienes se sientan atrás.»
Al final llegamos frente a una villa de madera.
Oscuridad, salvo en la parte superior, donde se veía una ventana iluminada.
Golpeo en la puerta; está cerrada. Golpeo más fuerte. Nada, puro silencio. Los
perros me atacan y tengo que retirarme al cabriolé. Luego, a su vez, el cochero
trató de golpear la puerta.
«No son muy hospitalarios», pienso.
Finalmente, se abre la puerta y aparece un hombre alto y
delgado, de unos treinta años, con bigote rubio, y una lámpara en la mano.
-¿Qué pasa? -pregunta, como si acabara de despertar,
mientras mueve la lámpara.
-¿No han recibido mi telegrama? Soy H.
-¿H.? ¿Qué H.? -me mira-o ¡Que Dios lo acompañe y guíe en
su camino! -de pronto habla despacio, como si hubiese sido tocado por un
presagio, sus ojos escapan hacia los costados, su mano aprieta con más fuerza
la lámpara-. Adiós, adiós, señor, que Dios lo acompañe -y da un rápido paso
hacia atrás.
Dije más ásperamente:
-Excúseme, señor. Ayer envié un telegrama en el que
anunciaba mi llegada. Soy el juez de instrucción, el juez H. Deseo ver al señor
K. Si no pude llegar antes, fue porque no me enviaron los caballos a la
estación.
Puso la lámpara a un lado.
-¡Oh, sí! -respondió, pensativo, después de un momento y
sin que mi tono pareciera haberle producido ninguna impresión-. Sí, tiene
razón; usted envió un telegrama. Pase, por favor.
¿Qué había sucedido? Sencillamente, como me lo explicó el
joven ya en el salón (era el hijo de mi anfitrión), sencillamente... se habían
olvidado por completo de mi llegada y del telegrama recibido el día anterior
por la mañana. Desconcertado, me disculpé cortésmente por mi invasión, me quité
el abrigo y lo colgué en una percha. Me condujo a una pequeña sala, donde una
joven, al vernos, saltó del sofá con un ligero «ay».
-Mi hermana.
-Encantado.
Y lo estaba verdaderamente, pues el bello sexo, aun
cuando no existan intenciones adicionales, el bello sexo, digo, nunca puede
hacer daño. Pero la mano que me tendió estaba sudorosa. ¿Quién ha oído decir
que sea correcto tender a un hombre una mano sudorosa? Y ese bello sexo, aparte
de una cara bonita, era de esa especie que pudiéramos llamar sudorosa e
indiferente, privada de reacciones, descuidada y no peinada.
Nos sentamos en unas butaquitas rojas, de estilo antiguo,
y dio comienzo a una conversación introductoria; pero incluso aquel primer
cambio de impresiones tropieza con una resistencia indefinible, y, en vez de la
deseable fluidez, es torpe y llena de obstáculos.
Yo: Deben haberse sorprendido al escuchar los golpes en
la puerta, a estas horas.
El1os: ¿Los golpes? ¡Oh, sí! Es cierto.
Yo (cortésmente): Siento haberlos molestado, pero tuve
que recorrer los campos esta noche como don Quijote. ¡Ja, ja!
Ellos (tranquilos, serenos, sin considerar oportuno
otorgar a mi broma por lo menos una sonrisa convencional): ¡Por favor!... Sea
usted bienvenido.
¿Qué ocurría? Todo parecía realmente extraño, como si
ellos se sintieran vejados, como si me tuvieran miedo o les preocupara mi
presencia, como si se sintieran avergonzados frente a mí. Hundidos en sus
butacas, evitaban mi mirada; tampoco se miraban entre sí y soportaban mi
compañía con el más evidente fastidio. Parecía que no les preocupara otra cosa
que no fueran ellos y temblaran ante la idea de que fuese a decirles algo que
los hiriera. Finalmente, comencé a irritarme. ¿De qué tenían miedo? ¿Qué
encontraban de extraño en mí? ¿Qué clase de recibimiento era aquél?
¿Aristocrático, aterrorizado y arrogante? Cuando hice una pregunta sobre la
persona objeto de mi visita, es decir, el señor K., el hermano miró a la
hermana, y la hermana al hermano, como si se concedieran la prioridad. Al fin,
el hermano carraspeó y dijo clara y solemnemente, como si se tratara sólo Dios
sabe de qué:
-Sí, está en casa.
Fue como si dijera: «El rey, mi padre, está en casa.»
La cena transcurrió también extrañamente. Fue servida con
negligencia, no sin desprecio hacia el alimento, así como hacia mí. El apetito
con que, hambriento como me encontraba, engullí aquellos dones del Señor,
pareció chocar hasta a Szczepan, el majestuoso criado, para no hablar de los
hermanos que, silenciosamente, escuchaban los ruidos que yo producía sobre el
plato, y ustedes saben lo difícil que es tragar cuando alguien está escuchando.
A pesar de todos los esfuerzos, cada bocado pasa por la garganta con un penoso
estruendo. El hermano se llamaba Antoni, la hermana Cecylia.
Luego, de pronto, miro -¿y quién está entrando? ¿Una
reina destronada? No, era la madre, la señora K. Se mueve lentamente, me tiende
una mano fría como el hielo, mira en tomo suyo con una especie de estupor y
dignidad y se sienta sin pronunciar una palabra. Era una mujer rolliza y de
baja estatura, casi gorda, perteneciente a ese tipo de matronas rurales que son
inexorables en cuanto a las normas se refiere, especialmente a las normas
sociales.
Me mira con severidad e ilimitada sorpresa, como si
tuviese yo alguna frase obscena escrita en la frente. Cecylia hace entonces un
movimiento con la mano, pretendiendo explicar o justificar algo; pero el
movimiento murió en el aire, mientras la atmósfera se hacía cada vez más densa
y artificial.
-Quizás esté molesto por culpa de este viaje tan
desafortunado -dijo de pronto la señora K.
i Y con qué tono lo dijo! Un tono de agravio, el tono de
una reina que ha fracasado al recibir la tercera de una serie de reverencias, y
como si comer chuletas constituyese un crimen laesae maiestatis.
-Aquí tienen ustedes unas chuletas de cerdo excelentes
-dije rencorosamente, pues a pesar de mis esfuerzos, me sentía vulgar, estúpido
y lleno de una confusión que iba en aumento.
-¡Chuletas...! ¡Chuletas...!
-Antoni no ha dicho nada aún, mamá -fueron las palabras
que salieron entonces de la boca de la tranquila, como un conejo, y tímida
Cecylia.
-¡Cómo! ¿No lo ha dicho? ¿Cómo? ¿No lo has dicho?
¿Todavía no lo has dicho?-¿Para qué, mamá? -murmuró Antoni, palideciendo y
apretando los dientes, como si estuviera instalado en la silla del dentista.
-jAntoni!
-Bueno... ¿Para qué? No importa... No te preocupes...
Siempre habrá tiempo para eso -dijo, y se interrumpió.
-Antoni, ¿cómo puedes...? ¿Qué significa eso de que no me
preocupe? ¿Cómo puedes hablar de este modo?
-De nadie es... Es lo mismo.
-¡Pobre hijo! -murmuró la madre, acariciándole el
cabello, pero él le quitó la mano con ruda energía. Mi esposo -dijo secamente,
dirigiéndose hacia mí- murió anoche.
-¡Qué! ¿Murió? ¿Así que esto era...? -exclamé, dejando de
comer.
Puse el cuchillo y el tenedor a un lado y tragué
rápidamente el bocado que tenía entre
los dientes. ¿Cómo podía ser? La víspera misma había ido a recoger mi telegrama
a la estación. Los miré. Los tres esperaban, modesta y gravemente, esperaban
con rostros duros, severos, impenetrables, y con las bocas apretadas. Esperaban
rígidos. ¿Qué era lo que esperaban? ¡Oh, sí, claro! Debía expresarles mi
condolencia.
Fue todo tan imprevisto, que en el primer momento casi
perdí el dominio de mí mismo. Me levanté de la silla y murmuré confusamente
algo tan vago como esto: «Lo siento... mucho... perdónenme.» Me detuve, pero
ellos no reaccionaban; no les parecía suficiente. Con los ojos bajos, las caras
inmóviles, sus vestidos raídos; él, sin afeitar; ellas, desaseadas, con las
uñas negras, permanecían sin decir nada. Me aclaré la garganta, mientras
buscaba desesperadamente un buen principio, una frase apropiada, pero en mi
cabeza, ya ustedes deben conocer esa sensación, se había hecho un vacío
absoluto, un desierto, y, entre tanto, sumergidos en su sufrimiento, ellos
aguardaban. Aguardaban sin mirarme. Antoni tamborileaba con los dedos
ligeramente en la mesa; Cecylia deshilaba el canto de su vestido sucio, y la
madre, inmóvil como si se hubiese vuelto de piedra, con aquella severa,
inexorable, expresión de matrona. Me sentí incómodo, a pesar de que como juez
de instrucción había tenido en mis manos centenares de casos de muertes. Pero
era sólo que..., ¿cómo decirlo?, un feo cadáver asesinado, cubierto con una
sábana, es una cosa, y el respetable difunto que muere por causas naturales y
es colocado en un ataúd, es otra muy distinta. Esa cierta irregularidad (que
acompaña a la primera) es una cosa, pero la muerte honrada, acostumbrada a
favores, a buenos modales, la muerte, para decirlo, en toda su majestuosidad,
es otra. Nunca, repito, nunca me hubiera sentido tan embarazado, de habérmelo
explicado todo, desde el primer momento. Ellos también se sentían incómodos.
También estaban asustados. No sé si solamente porque yo era un intruso, o
porque en aquellas circunstancias experimentaban alguna confusión ante mi
personalidad oficial, ante esa cierta actitud positivista que la larga práctica
había desarrollado en mí. Como quiera que fuese la vergüenza de ellos hizo que
yo mismo me sintiera avergonzado de un modo terrible; para decirlo francamente,
me hizo sentirme abochornado fuera de toda proporción.
Mascullé algo referente al respeto y aprecio que siempre
había sentido por el difunto. Al recordar que no lo había vuelto a ver desde
nuestros tiempos estudiantiles, hecho que ellos seguramente conocerían, añadí:
en nuestros días de escuela. Como aún no respondían, y como debía terminar de
alguna manera mi discurso, resumirlo cortésmente, no encontrando nada más que
decir, pedí que me permitieran ver el cadáver; y la palabra «cadáver» produjo
un efecto desafortunado. Mi confusión evidentemente apaciguó a la viuda. Se
puso a llorar dolorosamente y me tendió una mano que besé con humildad.
-Hoy -dijo casi inconscientemente--, durante la noche...
por la mañana me levanto... voy... llamo... Ignacy, Ignacy. Nada; yace allí. Me
desmayé... Me desmayé... Y desde entonces me tiemblan continuamente las manos.
¡Mire!
-¡Mamá, basta!
-Me tiemblan, me tiemblan sin cesar -repite, levantando
los brazos.
-Mamá... -vuelve a decir Antoni a su lado.
-Me tiemblan, me tiemblan como ramas temblorosas...
-Nadie tiene... nadie... Es todo lo mismo. ¡Una vergüenza!
Antoni pronuncia estas palabras con brutalidad y sale de
repente del comedor.
-¡Antoni! -grita la madre atemorizada-. ¡Cecylia, ve tras
él!
Yo estoy parado y miro las manos temblorosas, sin
ocurrírseme nada, sien tiendo que a cada minuto mi situación era más
embarazosa.
-Usted deseaba... -dijo súbitamente la madre--. Vamos,
allá... Yo lo acompañaré.
Aún ahora, al considerar fríamente todo el asunto, creo
que en ese momento yo tenía derecho a un poco de atención y a mis chuletas de
cerdo. Por eso pude, y aun debí haber contestado: «A sus órdenes, señora; pero
primero terminaré las chuletas, porque desde el mediodía no he probado
alimento.» Tal vez si le hubiera respondido de esa manera, el curso de varios
acontecimientos trágicos hubiese sido distinto. Pero, ¿tuve acaso la culpa de
que ella lograse aterrorizarme y de que mis chuletas, así como mi propia
persona, me parecieran tan poca cosa, tan trivial, vulgar, indignas de pensar
en ellas? Y me sentía tan turbado de súbito, que aún ahora me ruborizo al
recordar tal turbación.
Mientras subíamos al piso superior, donde yacía el
cadáver, ella murmuró para sí:
-Un golpe terrible... Una sacudida, una espantosa
sacudida. Ellos nada dicen. Son orgullosos, difíciles, inescrutables; no dejan
penetrar a nadie en su corazón, prefieren desgarrarse a solas. De mí tienen
todo eso, de mí. ¡Ay! ... Temo que Antoni se haga algún daño. Es duro y
obstinado; ni siquiera permite que me tiemblen las manos. No permitió que
tocaran el cuerpo, y, sin embargo, tuvimos que hacer algo, arreglarlo. No
lloró, no lloró en ningún momento. ¡Oh! ¡Cuánto desearía que alguna vez pudiese
llorar!
Abrió la puerta. Tuve que arrodillarme e inclinar la
cabeza reverentemente sobre el pecho, con el rostro grave, mientras ella
permanecía a mi lado, solemne, inmóvil, como si me estuviera exponiendo al
Santísimo Sacramento.
El muerto estaba en la cama, tal como había fallecido; lo
único que habían hecho era colocarlo boca arriba. Su cara azul e hinchada
indicaba la muerte por asfixia, tan general en los ataques del corazón.
-Muerte por sofocación -murmuré, ya que claramente
advertí que se trataba de un ataque cardíaco.
-El corazón, señor, el corazón... Murió del corazón...
-¡Oh! Algunas veces el corazón es capaz de ahogar, lo
sabe...puede... -dije lúgubremente.
Ella continuaba en pie, esperando. Me persigné, recé una
plegaria y luego {ella seguía en pie} exclamé en voz baja:
-¡Qué nobleza de rasgos!
Le temblaban tanto las manos que tuve que besárselas de
nuevo. Ella no reaccionó, no hizo ningún movimiento, sino que continuó en pie,
como un ciprés, contemplando tristemente la pared. Mientras más tiempo pasaba,
más difícil era negarse a manifestarle por lo menos un poco de compasión. Así
lo exigía la educación más elemental. Era inevitable. Me puse en pie,
innecesariamente quité algunas motas de polvo a mi traje y tosí levemente. Ella
sigue en pie. Rodeada de silencio y olvido; los ojos, perdidos como los de
Niobe; la mirada, cuajada de recuerdos. Estaba despeinada y mal vestida. Una
pequeña gota se deslizó hasta la punta de su nariz y se columpia, se
columpia... como la espada de Damocles, mientras los cirios humeaban. Minutos
después traté de decir algo en voz baja, marcharme silenciosamente; pero ella
saltó como si la hubiese picado algo, dio unos cuantos pasos hacia adelante y
volvió a detenerse. Me arrodillé. ¡Que intolerable situación! ¡Qué problema para
una persona de sensibilidad como la mía y sobre todo con susceptibilidad! No la
acuso, pero nadie podía negar que en su conducta había maldad. ¡Nadie podría
convencerme de ello! No era ella, sino su maldad, la que insolentemente
disfrutaba con mis actos de humildad ante ella y el difunto.
Arrodillado a dos pasos del cadáver, el primer cadáver
que no tenía derecho a tocar, contemplaba infructuosamente la colcha que lo
envolvía hasta las axilas. Sus manos estaban colocadas cuidadosamente sobre la
colcha. Algunas macetas con flores yacían al pie de la cama, y la palidez del
rostro surgía del hueco de la almohada. Miré las flores y luego el rostro del
difunto, pero lo único que se me ocurrió fue el pensamiento inoportuno,
extrañamente persistente, de que me hallaba ante una especie de escena teatral
ya preparada. Todo parecía dirigido, como una obra de teatro: había allí un
cadáver arrogante, distante, mirando indiferentemente al techo, con los ojos
cerrados; a su lado, la adolorida viuda; y, además, yo, un juez de instrucción,
arrodillado, como un perro furioso al que se le ha puesto un bozal. «¿Qué
ocurriría si me acercase, levantase la colcha y echase una mirada, o al menos
tocase el cuerpo con la punta de un dedo?» Eso es lo que pensaba, pero la
gravedad de la muerte me mantuvo en mi sitio, y el sufrimiento y la virtud me
impidieron la profanación. ¡Fuera! ¡Prohibido! ¡No te atrevas! ¡Arrodíllate!
¿Qué pasa? Gradualmente comencé a preguntarme quién habría preparado tal
espectáculo. Yo soy un hombre ordinario y común que no se presta a semejantes
representaciones teatrales... No debería... «¡Al diablo!», me dije
repentinamente, «¡Qué estupidez! ¿Cómo me puede suceder esto? ¿Tal vez me estoy
dando importancia? ¿Dónde he adquirido esta artificialidad, esta afectación?
Generalmente me comporto de manera diferente. ¿Será que me han contagiado su
estilo? ¿Qué es esto? Desde que llegué todo lo que hago resulta falso y
pretencioso, como la representación de un actor mediocre.
He perdido completamente mi personalidad en esta casa.
¿Por qué me estoy dando importancia?»
-Hmmm... -murmuré nuevamente, no sin cierta pose teatral,
como si una vez lanzado a aquel juego fuese incapaz de volver a mi estado
normal.
«A nadie le aconsejo... A nadie le aconsejo que trate de
hacer un demonio de mí. Soy capaz de aceptar el reto.»
Mientras tanto, la viuda se sonaba la nariz y se
encaminaba hacia la puerta, hablando sola, carraspeando y agitando los brazos.
Cuando, por fin, me hallé en mi habitación, me quité el
cuello; pero, en vez de ponerlo en la mesa, lo arrojé al suelo y comencé a
pisotearlo. Sentía que el rostro me ardía, hacía muecas y mis dedos se me
agarrotaron de una manera para mí completamente inesperada. Ciertamente, me
hallaba furioso. «Me están poniendo en ridículo», me dije. «¡Qué malvada mujer!
¡Qué hábilmente lo han preparado todo! ¡Quieren que se les rinda homenaje! ¡Que
se les bese las manos! ¡Exigen de mí sentimientos! ¡Sentimientos! ¡Quieren que
los acaricie! Pues bien, supongamos que no me guste todo eso, que no tenga sentimientos.
Supongamos que odie tener que besar manos temblorosas y murmurar plegarias,
arrodillarme, fingir murmullos, unos murmullos horriblemente sentimentales...
Pero, sobre todo, detesto las lágrimas, suspiros, gotas en la punta de las
narices; además, amo la claridad y el orden.»
-Hmmm... -hice para aclararme la garganta, después de un
intervalo donde reflexioné con cautela, como si tratase de pronunciar un
discurso-. ¿Quieren que les bese las manos? Tal vez también debería besarles
los pies, pues, después de todo, ¿quién soy yo frente a la majestad de la
muerte y del sufrimiento familiar? Un agente de la policía, vulgar e
insensible, nada más. Mi naturaleza salió a la luz del día. Pero, hmmm... No
sé... ¿No ha sido todo demasiado apresurado? En su situación yo me hubiese
portado más... modestamente, con un poco más de... cuidado. Porque debieron
haber tenido en cuenta mi carácter malévolo, ya que no mi... carácter privado,
entonces... entonces... al menos mi carácter oficial. Esto es lo que han olvidado.
Después de todo, soy un juez de instrucción y aquí hay un cadáver, y la idea de
cadáver parece evocar algunas veces, no siempre inocentemente, la de juez de
instrucción. Y si consideramos el curso de los acontecimientos desde ese punto
de vista... hmmm... el punto de vista de un juez de instrucción -formulé
lentamente-, ¿cuáles serán las consecuencias?
»Pasemos, pues, revista a los hechos: Llega un huésped
que, accidentalmente, resulta ser un juez de instrucción. No le envían
caballos, se resisten a abrirle la puerta. En otras palabras, hacen todo lo
posible para que se sienta incómodo. De aquí se deduce que hay alguien que
tiene interés en que este hombre no penetre en la casa. Después lo reciben con
muestras de molestia, con un desprecio pobremente disimulado, con miedo... Y,
¿quién puede sentirse molesto, quién puede tener miedo en presencia de un juez
de instrucción? Es necesario mantenerle algo oculto. Y por fin resulta que lo
que han ocultado es un cadáver, muerto por ahogo en una habitación del piso
superior. ¡Qué feo! Tan pronto como el cadáver sale a la luz, emplean todos los
medios posibles para forzarme a que me arrodille, a que bese las manos, con el
pretexto de que el finado murió de muerte natural.
Todo el que quiera llamar absurdo a este razonamiento o
aun ridículo (pues, para ser sincero, no se debe engañar de una manera tan
ruda), no debe olvidar que un momento antes había pisoteado mi cuello con
furor. Mi sentido de la responsabilidad había disminuido. Mi conciencia se
hallaba oscurecida por consecuencia del insulto; es claro que no podría ser del
todo responsable de mis acciones.
Mirando siempre hacia adelante, dije con absoluta
serenidad:
-Hay algo irregular en todo esto.
Eché mano de toda mi agudeza y comencé a establecer la
cadena de hechos, a construir silogismos, a seguir los hilos y a buscar
pruebas. Pero, al poco rato, cansado de la infecundidad de mis quehaceres,
conseguí el sueño. Sí, sí, la majestuosidad de la muerte es desde cualquier
punto de vista digna de respeto, y nadie puede acusarme de no haberle rendido
los honores que merece; pero no todas las muertes son igualmente majestuosas.
«Antes de que estas circunstancias hayan sido aclaradas,
no podría, en su situación, estar tan seguro de mí mismo, ya que el caso es
especialmente oscuro, complejo y dudoso, hmmm... como todas las evidencias
parecen señalar.»
A la mañana siguiente estaba tomando el café en la cama,
cuando advertí que el muchacho de servicio encendía la estufa, un muchacho
rechoncho, soñoliento y carilleno, que me miraba de vez en cuando con suaves
muestras de curiosidad. Puede que supiera quién era yo.
-¿De modo que murió tu amo? -dije.
-Así es.
-¿Cuántas personas trabajan aquí?
-Dos: Szczepan y el mayordomo, excluyéndome a mí. Si se
me incluye, somos tres.
-¿El amo murió en la habitación de arriba?
-Arriba, por supuesto -replicó con indiferencia, soplando
el fuego e inflando sus carrillos carnosos.
-¿Tú dónde duermes?
Dejó de soplar y me miró, pero su mirada esta vez era más
aguda.
-Szczepan duerme con el mayordomo en un cuarto junto a la
cocina, y yo duermo en la despensa.
-Es decir, ¿del sitio donde duermen Szczepan y el
mayordomo no hay medio de pasar a las otras habitaciones, excepto a través de
la despensa? -pregunté con indiferencia.
-Así es -respondió, y me miró con atención.
-Y la señora, ¿dónde duerme?
-Hasta hace poco con el señor, pero ahora duerme en el
cuarto de al lado.
-¿Desde su muerte?
-¡Oh, no! Se mudó antes; hace tal vez una semana.
-¿Y sabes por qué abandonó la habitación de su marido?
-No, no lo sé...
-¿Dónde duerme el señorito Antoni? -fue mi última
pregunta.
-En la planta baja, junto al comedor.
Me levanté. Me vestí cuidadosamente. ¡Muy bien! Si no me
equivocaba, había encontrado otro dato significativo, un detalle interesante.
Después de todo, el hecho de que una semana antes de la muerte, la señora
abandonase la alcoba del marido, era asombroso. ¿Habría tenido miedo de
contraer una enfermedad cardíaca? Hubiera sido un miedo superfluo, por decido
así. Sin embargo, no debía apresurarme a extraer conclusiones prematuras, ni
dar un paso en falso. Me encaminé al comedor. La viuda estaba al lado de la
ventana. Con las manos juntas, contemplaba una taza de café. Murmuró algo
monótono, mientras movía acompasadamente la cabeza. Tenía un pañuelo sucio y húmedo
entre las manos. Cuando me acerqué a ella, comenzó repentinamente a caminar
alrededor de la mesa en dirección opuesta a la mía, mientras seguía murmurando
algo y agitando los brazos, como si hubiera perdido el sentido. Pero yo había
recuperado la calma que perdiera el día anterior y, manteniéndome a un lado,
esperé pacientemente a que reparara en mi presencia.
-¡Ah! ¡Adiós! ¡Adiós, señor! -dijo vagamente, advirtiendo
al fin mis repetidas reverencias-. ¿Así que ya se...?
-Lo siento -murmuré-. Yo... yo... no me voy aún. Me
gustaría permanecer un poco más.
-¡Oh, es usted! -exclamó, y luego murmuró algo sobre el
traslado del cadáver, y hasta llegó a honrarme al preguntarme con poca
convicción si me quedaría para asistir al funeral.
-Es un gran honor -le dije-. ¿Quién podría rehusar este
último servicio? ¿Se me podría permitir visitar al cadáver otra vez?
Sin dar ninguna respuesta y sin fijarse en si la seguía,
subió por las crujientes escaleras.
Después de una breve plegaria, me puse en pie y, como si
reflexionara sobre los enigmas de la vida y la muerte, miré a mi derredor.
«Es extraño», me dije, «muy interesante. A juzgar por las
evidencias, este hombre murió seguramente de muerte natural. Aunque su cara
esté hinchada y lívida, como la de las personas estranguladas, no hay señal
alguna de violencia, ni en el cuerpo ni en la habitación.» Realmente parecía
como si hubiera muerto, en efecto, tranquilamente, de un ataque cardíaco. Sin
embargo, me acerqué al lecho y toqué el cuello del cadáver con un dedo.
Este insignificante movimiento produjo en la viuda el
efecto de un rayo. Saltó.
-¿Qué es esto? -gritó-. ¿Qué es esto? ¿Qué es esto?
-Por favor, no se agite, mi querida señora -repliqué y,
sin más explicaciones, comencé a examinar el cuello del cadáver, así como toda
la habitación, escrupulosamente.
¡Las ceremonias son buenas hasta un cierto momento! Pues
no podríamos sacar nada en limpio, si el ceremonial nos impidiera realizar una
inspección minuciosa cuando la necesidad lo impone. ¡Vaya! Literalmente no
había trazas de nada. Nada en el cuerpo, nada en el tocador, ni dentro del
guardarropa ni en la alfombrilla cercana a la cama. Lo único que destacaba del
conjunto era una enorme cucaracha muerta. Sin embargo, ciertos indicios
aparecieron en la cara de la viuda, aunque continuó inmóvil, observando mis
movimientos con una expresión de intenso terror.
Esto me impulsó a preguntarle lo más cautamente que pude:
-¿Por qué se mudó a la habitación de su hija hace
aproximadamente una semana?
-¿Yo? ¿Por qué...? ¿Qué por qué me cambié? ¿De dónde...?
Mi hijo me lo recomendó... Para dejarle más aire. Mi esposo se había estado
asfixiando durante toda una noche. Pero, ¿cómo puede...? Después de todo, ¿qué
asunto...? ¿Qué...?
-Discúlpeme, por favor. Lo siento, pero...
Y un significativo silencio sustituyó el resto de la
frase.
Manifestó indicios de comprender, pareció advertir la
personalidad oficial del hombre a quien se dirigía.
-Pero, después de todo... ¿cómo puede ser? Diga... ¿Es
que ha advertido usted algo?
Una nota de miedo no del todo disimulado se revelaba en
la pregunta. Me aclaré la garganta y respondí:
-De cualquier manera -le dije secamente-, debo pedirle
que... Me han dicho que van a transportar el cuerpo... Bien, debo pedirle que
el cuerpo permanezca aquí hasta mañana.
-¡Ignacy! -exclamó.
-Así es -fue mi respuesta.
-¡Ignacy! ¿Cómo puede ser eso? ¡Increíble! ¡Imposible!
-dijo, mirando el cuerpo con una expresión de dureza-.
¡Mi pequeño Ignacy!
Y lo que me resultó más interesante es que se detuvo en
medio de una palabra, se irguió y me desafío con la mirada; después de esto,
profundamente ofendida, abandonó la habitación. Les pregunto, ¿por qué debía
sentirse ofendida? ¿Acaso una muerte que no es natural constituye un insulto a
la esposa que no ha tenido parte en ello? ¿Qué hay de insultante en la muerte
no natural? Puede resultar con seguridad insultante para el asesino, mas no
ciertamente para el cadáver ni para sus parientes. Pero en aquella ocasión
tenía cosas más urgentes que hacer en vez de formularme preguntas retóricas.
Apenas me quedé solo con el cadáver, comencé un minucioso registro, y mientras
más avanzaba en él, mayor era mi estupor. «Nada, nada por ningún lado»,
murmuré; <cucaracha
aplastada junto al tocador. Hasta podría llegar a suponer
que no hay bases para una acción ulterior.»
¡Bien! ¡Allí era donde residía el problema! El mismo
cadáver probaba claramente al ojo de cualquier experto que había muerto,
normalmente, de asfixia cardíaca. Todas las apariencias: los caballos, el
disgusto, el miedo, las reticencias hacían suponer algo turbio; pero el
cadáver, contemplando el techo, proclamaba: «¡Morí de un ataque cardíaco!» Era
una certidumbre física y médica, un hecho; nadie lo había asesinado, por la
sencilla razón de que él no había sido asesinado. Tenía que admitir que la
mayoría de mis colegas hubieran suspendido la investigación allí mismo. ¡Yo no!
Me sentía demasiado ridículo, demasiado vengativo, y había ido ya demasiado
lejos. Levanté mi dedo, fruncí el ceño: «El asesinato no nace de nada, señores.
El asesinato es algo que se produce intelectualmente; tiene, pues, que ser
concebido por alguien. Los palomos asados no vuelan por el aire.»
«Cuando las apariencias testimonian en contra del
asesinato», me dije sabiamente, «debemos ser astutos, debemos desconfiar de las
apariencias. Si, por otra parte, la lógica, el sentido común y las pruebas se
convierten finalmente en los abogados del criminal, y las apariencias hablan en
su contra, no debemos confiar en la lógica ni en el sentido común ni en las
pruebas. Muy bien... Pero con las apariencias, ¿cómo podríamos (ya lo dice
Dostoievski) preparar un asado de liebre sin tener la liebre?»
Miré el cadáver, y éste miraba el techo, proclamando con
el cuello inmaculada inocencia. ¡Allí residía la dificultad! ¡Allí yacía el
obstáculo! Pero lo que no puede ser removido, puede ser saltado: hic Rhodus,
hic salta. ¿Le era posible a aquel objeto muerto con rasgos humanos (si
quisiera yo lo podría tomar con mis manos), a aquel rostro helado, oponer una
resistencia contra mi rápida y cambiante fisonomía, capaz de encontrar la
expresión adecuada para cada diversa situación? Y en tanto que el rostro del
cadáver seguía siendo el mismo -sereno, aunque un poco hinchado-, mi rostro
expresaba una solemne astucia, un tonto desprecio hacia los demás y la
seguridad en mí mismo, tal como si dijera: «Soy un pájaro demasiado viejo para
que me cacen con trampas.»
«Sí», me dije gravemente, «a este hombre lo han asfixiado
Los abogados astutos tratarían de probar que el corazón
lo ha asfixiado a él. Hmmm... hmm... ¡Que no nos engañen los abogados! El
corazón tiene muchos sentidos, hasta el simbólico. A. quién le gustaría, cuando
fuera conmovido por la noticia de un crimen, escuchar una respuesta
apaciguante: «No es nada; es el corazón que lo ha asfixiado.» Perdónenme, ¿qué
corazón? Ya lo sabemos bien. La palabra es tan confusa, tan multisignificativa.
Se parece a un saco donde se pueden meter muchas cosas: el corazón frío de un
homicida, el corazón enfriado de un libertino, el corazón fiel de una amante;
corazón ardiente, corazón ingrato, corazón envidioso, corazón malévolo.
»En cuanto a la cucaracha
aplastada, este crimen parece tener poco en común con ella. Por ahora,
es posible fijar sólo un detalle: el difunto fue ahogado, y la causa de ese
ahogamiento es el corazón. Se puede también decir que la naturaleza de ese
ahogamiento es del tipo «interior». Esa es toda la verdad: interior y cardíaca.
Prematuras conclusiones, no. Y ahora, bueno, vamos a pasear un poco por la
casa.»
Regresé abajo. Cuando entré en el comedor, escuché los
pasos ligeros y rápidos de una persona que huía. ¿Tal vez era Cecylia? «No está
bien, niña. No huyas. La verdad siempre te alcanzará.» Después de cruzar el
comedor (la servidumbre me miraba a escondidas), penetré poco a poco en otras
habitaciones. Fugazmente, a lo lejos, apareció la espalda del señorito Antoni.
«En cuanto se habla de la muerte cardíaca», seguí pensando, «se debe decir que
esta casa vieja le sirve a ella mejor que cualquier otra. Para ser exactos, no
hay nada que pueda acusar a alguien. Pero -ya venteaba con mi nariz-, pero, sí
hay pánico aquí; y en toda la atmósfera de la casa hay una especie de olor que
cada uno puede soportar si es el suyo. Un olor semejante al del sudor. Podría
llamado un olor a cariño familiar.»
Continué venteando, apunté varios detalles que, aunque
pequeños, no parecían sin importancia: Pues, cortinas descoloridas, ya
amarillentas; almohadas bordadas a mano; fotografías y retratos sin marcos;
respaldos de sillas con huellas de espaldas de generaciones y, además: una
carta no terminada, escrita en papel blanco y rayado; un pedazo de mantequilla
que encontré en el marco de la ventana del salón; un vaso de medicina en la
cómoda; una cinta azul detrás de la estufa; telarañas; muchos armarios; olores
antiguos, todo eso constituía una atmósfera peculiar, de gran cariño. Así, en
todas partes, el corazón tiene con qué alimentarse. Gozando de mantequilla
vieja, de cintas, de olores (de verdad, el pan tiene su atractivo). También
tuve que reconocer que la casa tenía su «interioridad» excepcional. Y esa
interioridad daba la apariencia de un algodón que se mete por las ventanas, de
un platillo estropeado, de un tóxico contra las moscas.
Sin embargo: para que no piensen que me dediqué a
observar cuestiones subjetivas, mientras omitía otras posibilidades, comencé mi
tarea. Verifiqué si verdaderamente se podía pasar de las habitaciones de la
servidumbre a las habitaciones de la casa sólo a través de la despensa. No era
posible. Hasta salí afuera; simulé dar un paseo y le di la vuelta a la casa
mientras pisaba la nieve mojada. Era imposible, para cualquiera, penetrar por
las puertas y las ventanas; éstas tenían pesadas contraventanas. Si se había
cometido un crimen por la noche, a nadie se podía acusar, salvo al lacayo
Stefan, quien había dormido en la despensa. «De veras», me decía, «estoy
seguro: nadie, salvo Stefan. Por otra parte, tiene ojos de maldad.»
Y mientras yo me hablaba así, comencé a prestar atención,
porque a través de un tragaluz entreabierto había escuchado una voz. Una voz
que hacía poco era tan deliciosa, llena de tantas promesas, la voz de una reina
dolorida; pero ahora se agitaba por el miedo y el espanto, tenía el lloriqueo
débil de una voz de mujer.
-Cecylia, Cecylia, ¿ya se fue él o no? No te asomes a la
ventana, no te asomes. Puede verte. Quizás entre y siga fisgando. Has sacado la
ropa blanca. ¿Qué es lo que busca él? ¿Qué ha visto? Ignacy. ¡Mi Dios! ¿Para
qué miró la estufa? ¿Para qué quería la cómoda? ¡Qué pena! Ha registrado toda
la casa. En cuanto a mí: que haga lo que quiera. ¡Pero Antoni, Antoni no lo
soportará! A él le parece un sacrilegio. Padeció enormemente cuando se lo conté
todo. Tengo miedo de que le falten las fuerzas.
«No obstante, si el crimen (ya lo damos por seguro en
nuestra investigación) es interior», seguí pensando, «es mi obligación
reconocer que el asesinato cometido por el lacayo, probablemente motivado por
robo, de ninguna manera se puede tener por un crimen de tipo interior. Un
suicidio sí, ¡cómo no! Es otra cosa. Uno se mata a sí mismo, y todo actúa
dentro de uno. O cuando se mata a su padre. Después de todo, es la propia
sangre la que comete el crimen. En cuanto a la cucaracha el asesino debe de
haberla aplastado mientras se apuraba.»
Mientras hilaba tales reflexiones, me senté en el estudio
a fumar un cigarro, y entonces se presentó Antoni. Al verme, me saludó, pero
con mayor modestia que la primera vez; hasta me pareció que se sentía nervioso.
-Tienen ustedes un bello hogar -le dije-. Encuentro aquí
una gran serenidad y una cordialidad poco habituales. Un verdadero hogarcito,
un hogar cálido. Lo hace a uno suspirar por la niñez, pensar en la madre, la
madre con su bata de dormir, las uñas mordidas, un pañuelo que falta.
-¿El hogar?... ¡El hogar, sí, claro!... Hay ratones. Pero
yo no me refiero a esto. Mi madre me ha dicho que... usted parece pensar... eso
es...
-Conozco un excelente remedio contra los ratones: el
Ratopex.
-¡Oh, sí! Debo ocuparme más, mucho más... de ellos. Dicen
que esta mañana estuvo usted en el cuarto de mi....padre... Es que... mejor
dicho... de mi... cadáver...
-Sí.
-jAh! ¿Y...?
-¿Y...? ¿Y qué?
-Dicen que encontró usted algo...
-Sí, he encontrado una cucaracha muerta.
-Aquí abundan las cucarachas muertas, es decir, las
cucarachas... Quiero decir que son numerosas las cucarachas que no están muertas. .
-¿Quería usted mucho a su padre? -pregunté, tomando de la
mesa un álbum de fotografías de Cracovia.
Esta pregunta, indudablemente, lo sorprendió. No, no
estaba preparado para ella. Inclinó la cabeza, miró a los lados, tragó saliva y
dijo con voz entrecortada, con indecible pesar, casi con aversión...
-Bastante...
-¿Bastante? Eso no es gran cosa. ¡Bastante! ¿Solamente?
Y después dice con reticencia:
-¿Por qué me lo pregunta? -inquirió con voz ahogada.
-¿Por qué se porta con tan poca naturalidad? –pregunté yo
a mi vez, con un tono de simpatía, acercándome a él de manera casi paternal,
mientras sostenía el álbum de fotos en la mano.
-¿Yo? ¿Poca naturalidad? ¿Cómo puede...?
-¿Por qué en este momento se ha puesto lívido?
-¿Yo? ¿Lívido?
-¡Oh, oh! Mira usted furtivamente... No termina sus
frases... Habla de ratones, de cucarachas... Su voz es demasiado alta, luego
demasiado apagada, ahogada, áspera, y de nuevo rompe en una especie de chillido
que le destroza a uno los tímpanos -le dije muy seriamente-. Sus ademanes son
nerviosos. Además, todos ustedes están nerviosos y poco naturales. ¿A qué se
debe eso, joven? ¿No es mejor condolerse de una manera sencilla? Hmm... ¡Usted
lo quería bastante! ¿Y por qué persuadió a su madre, hace una semana, para que
abandonara la habitación de su padre?
Completamente paralizado por mis palabras, sin atreverse
a mover un brazo o una pierna, sólo logró murmurar:
-¿Yo...? ¿Qué quiere decir? Mi padre... mi padre...
necesitaba más aire fresco.
-¿ La noche de su muerte durmió usted en su habitación,
en la planta baja?
-¿Yo? En mi habitación, por supuesto... en la planta
baja.
Me aclaré la garganta y regresé a mi habitación después
de dejarlo en una silla, con las manos cruzadas sobre las rodillas, la boca
ligeramente abierta y las piernas estrechamente unidas. «¡Anja! Se trata
posiblemente de un temperamento nervioso. Un temperamento, una naturaleza
exaltada... Excesivas emociones, cordialidad exagerada...» Pero me contuve,
pues no quería aún asustar a nadie. Mientras me lavaba las manos en mi
habitación y me preparaba para la comida, el mismo criado de la mañana entró
para preguntarme si necesitaba alguna cosa. Tenía otro aspecto: los ojos
apuntaban hacia todas direcciones, sus modales revelaban un servilismo astuto,
y todas sus fuerzas espirituales estaban en el más alto grado de actividad. Le
pregunté:
-Bien, ¿qué novedades hay?
-Señor juez -dijo él-, usted me preguntó si había dormido
en la despensa anteanoche. Quería decirle que esa noche, al oscurecer, el joven
amo cerró con llave la puerta de la despensa, por el lado del comedor.
-¿El joven nunca había cerrado esa puerta?
-Nunca. Jamás. Solamente en esa ocasión. Pensó que yo
estaba dormido, porque era ya muy tarde; pero yo no dormía todavía, y oí cuando
cerró. No sé cuándo volvió a abrir, porque estaba durmiendo cuando él mismo me
despertó por la mañana para decirme que el viejo amo había muerto; y entonces
la puerta estaba ya bien abierta.
¡Entonces, por alguna razón inexplicable, el hijo del
difunto había cerrado la puerta de la despensa durante la noche! ¿Cerrar la
puerta de la despensa? ¿Qué podía significar eso?
-Sólo 1e ruego al señor, señor juez, que no diga que yo
se lo confesé.
No había sido desatinada mi calificación sobre aquella
muerte de posible delito doméstico. La puerta estaba cerrada, así que ningún
extraño había tenido acceso a la casa. La red se espesaba a cada minuto, la
soga tendida alrededor del cuello del asesino se ceñía cada vez más. ¿Por qué,
entonces, en vez de manifestar triunfo, me limitaba a sonreír estúpidamente?
Porque, y esto tengo que admitirlo, ¡vaya!, faltaba algo que era al menos tan
importante como la soga alrededor del cuello del asesino, a saber: la soga en
torno al cuello de la víctima. Aunque soslayara este problema, había echado un
ingenuo vistazo al cuello, que resplandecía con inmaculada blancura, y uno no
podía permanecer eternamente en un ciego estado de pasión. Muy bien; estoy de
acuerdo: me hallaba furioso. Por una razón o por otra, el odio, el disgusto,
los insultos me habían obcecado, manteniéndome tercamente en un absurdo
evidente. Eso es humano, y todos lo podrán entender. Pero llegaría el momento
en que recobraría la calma. Como dice la Biblia: «Llegará el día del Juicio.» Y
entonces... hmm... yo diría: «Aquí está el asesino»; y el cadáver diría: «Morí
de asfixia cardíaca.» Y entonces, ¿qué? ¿Cuál sería la sentencia?
Supongamos que en el juicio preguntaran: «¿Usted sostiene
que este hombre fue asesinado? ¿En qué se basa?»
Yo respondería: «Me baso, Excelencia, en que su familia,
su mujer y sus hijos, particularmente su hijo, se comportan extrañamente, se
comportan como si lo hubieran asesinado; no cabe duda.»
«Pero, ¿por qué medio pudo ser asesinado, cuando no está
asesinado, cuando la autopsia demuestra claramente que murió de un ataque al
corazón?»
Y entonces el defensor, ese chivo pagado, se levantaría
y, en un largo discurso, moviendo las mangas de la toga, comenzaría a probar
que hubo un equívoco originado por mi torpe manera de razonar; que yo había
confundido el crimen con el dolor, y que lo que consideraba la manifestación de
una conciencia culpable no era sino la expresión de una extremada sensibilidad,
que tiende a replegarse frente al frío contacto de una persona ajena. Y otra vez
más, el insoportable, cansado estribillo: «¿Por qué milagro ha sido asesinado,
si no está asesinado de ninguna manera, si no hay la menor huella en el cuerpo
que pueda demostrarlo?»
Esta objeción me preocupaba tanto, que a la hora de la
comida, fin de desvanecer mis
preocupaciones y dar un descanso a mis penetrantes dudas, y sin ninguna segunda
intención, comencé a opinar que, en su esencia real, el crimen par excellence
no era un hecho físico, sino sicológico. Si no me engaño, nadie habló, excepto
yo. Antoni no pronunció una palabra, no sé si debido a que me consideraba
indigno de ella, como había sucedido la noche anterior, o por miedo a que su
voz resultara demasiado estridente. La madre-viuda, sentada pontificalmente en
su silla, continuaba, me imagino, sintiéndose mortalmente vejada, mientras sus
manos temblorosas pretendían asegurarse la impunidad. Cecylia sorbía
silenciosamente líquidos demasiado calientes. En cuanto a mí, como resultado de
los motivos previamente mencionados y sin pensar que podía estar cometiendo una
falta de tacto, ni reparar en la tensión que imperaba en la mesa, discurrí
larga y volublemente:
-Creánme ustedes: la forma física de un hecho, el cuerpo
torturado, el desorden en la habitación, las así llamadas huellas, no constituyen
sino detalles secundarios, hablando estrictamente; nada, apenas un apéndice del
crimen real, una formalidad médica y judicial, una deferencia del criminal para
con las autoridades; y nada más. El crimen real es cometido siempre en el alma.
¡Los detalles externos!... ¡Santo Dios! Voy a citarles un caso: el sobrino,
repentinamente y sin ninguna explicación, clavó un largo alfiler de sombrero,
ya pasado de moda, en la espalda de su tío y benefactor, de quien había
recibido protección durante treinta años. Ahí lo tienen. La magnitud del crimen
sicológico ante la pequeñez, casi invisibilidad de los efectos físicos, un
pequeño agujero en la espalda, hecho por un alfiler. El sobrino explicó
posteriormente que, por distracción, había confundido la espalda de su tío con
el sombrero de su prima. ¿Quién iba a creerlo?
»¡Oh, sí! Para hablar en términos físicos, el crimen es
una bagatela; lo difícil estriba en localizar los conceptos espirituales. Por
culpa de la extraordinaria fragilidad del organismo humano, uno puede cometer
un asesinato por accidente o, como ese sobrino, por distracción, y de la nada
surge entonces, repentinamente, ¡tras!, un cadáver.
»Cierta mujer, la mujer más bondadosa del mundo,
locamente enamorada de su marido, descubrió cierto día, durante la luna de
miel, un repelente gusano en las frambuesas que estaba comiendo su esposo. Debo
decides que el marido detestaba esos gusanos más que cualquier otra cosa. En
vez de prevenirlo, se le quedó mirando con una burlona sonrisa, y luego le
dijo: «Te has comido un gusano.» «¡No!», gritó el marido aterrorizado. «Claro
que te lo has comido», le respondió la mujer, y comenzó a describírselo. «Era
de tal y tal manera, gordo y blancuzco.» Hubo muchas risas y bromas. El marido
pretendía estar disgustado y levantaba los brazos al cielo, lamentándose de la
maldad de su mujer. Todo el asunto quedó olvidado. Pasada una semana o dos, la
mujer estaba terriblemente asombrada al ver que su marido perdía peso, se
desmejoraba, devolvía los alimentos. Él se sentía asqueado de sus propios
brazos y piernas, y (perdónenme la expresión) no cesaba de vomitar. Su
repugnancia de sí mismo aumentó, hasta convertirse en una terrible enfermedad.
Y de pronto, un día... terribles lágrimas, espantosos lamentos, porque se
murió. Se vomitó a sí mismo. Le quedó solamente cabeza y garganta. El resto lo
tiró al cubo. La viuda estaba desesperada. Al fin, comenzó a examinarse
severamente; y descubrió, en los más oscuros rincones de su conciencia, que
sentía una atracción anti-natural por un bulldog al que su marido había
golpeado poco antes de comer las frambuesas.
»Otro caso más: En una familia aristocrática, un joven
asesinó a su madre, mientras le repetía insistentemente la palabra irritante:
"¡Toma asiento!" En la corte afirmó hasta el final ser inocente. ¡Oh!
El crimen es algo tan fácil, que se asombrarían ustedes de saber cuánta gente
muere de muerte natural..., especialmente cuando se trata del corazón; ese
misterioso lazo entre los hombres, ese intricado corredor secreto entre tú y
yo, esa bomba de succión y de fuerza que puede succionar excelentemente y
esforzarse tan maravillosamente. Después se compone una atmósfera de luto, unas
caras de cementerio, una dignidad doliente, la majestad de la muerte, ¡ja, ja,
ja!, únicamente con el fin de provocar el "respeto" del dolor, para
que nadie se asome al interior de ese corazón que secretamente cometió un cruel
asesinato.
Estaban sentados como ratones de iglesia, sin atreverse a
interrumpirme. ¿Dónde estaba el orgullo de ayer? De pronto, la viuda, pálida
como la muerte, arroja su servilleta, y con las manos más temblorosas que de
costumbre, se levanta de la mesa. Yo me froto las manos.
-Perdónenme, no fue mi intención herir a nadie. Hablaba
en términos generales sobre el corazón y de la bolsa del corazón, que tan
fácilmente puede esconder un cadáver.
-¡Malvado! -exclama la viuda, con la respiración
entrecortada.
El hijo y la hija se levantan de la mesa.
-¡La puerta!... -les grito-. Muy bien, seré un malvado;
pero, ¿puede explicarme alguien por qué anteanoche estuvo cerrada la puerta?
Una pausa. Imprevistamente, Cecylia prorrumpió en un
lamento nervioso, y entre gimoteos logró decir:
-La puerta... no fue mi madre. Yo la cerré. Yo fui quien
lo hizo.
-Eso no es cierto, hija. Yo ordené que cerraran la puerta.
¿Por qué te rebajas ante este hombre?
-Tú diste la orden, mamá; pero yo quise... yo quise... yo
también quise cerrar la puerta y la cerré.
-Excúsenme la interrupción -les dije-. ¿Cómo es eso? (Yo
sabía que Antoni había cerrado la puerta de la despensa). ¿De qué puerta están
hablando?
-La puerta... la puerta de la habitación de mi padre. Yo
la cerré.
-Fui yo quien la cerró. Te prohíbo que digas esas
estupideces, ¿me oyes? ¡Yo lo he ordenado!
¿Qué era aquello? ¿Así que también ellas habían andado
cerrando puertas? La noche en que el padre iba a morir, el hijo cierra la
puerta de la despensa, y también la madre y la hija cierran la puerta de su
habitación.
-¿Y por qué, señoras, cerraron esa puerta -les pregunté
impetuosamente-, excepcional y particularmente esa noche? ¿Con qué objeto?
¡Consternación! ¡Silencio! ¡No lo saben! Bajan la cabeza.
Una escena teatral. Entonces resonó la voz agitada de
Antoni:
-¿No les da vergüenza dar explicaciones? ¿Y a quién?
¡Cállense! ¡Vámonos de aquí!
-En ese caso, tal vez usted pueda explicarme por qué
cerró la puerta de la despensa esa noche, dejando así incomunicadas las
habitaciones de los sirvientes.
-¿Yo? ¿Yo cerré la puerta?
-¿No? ¿Usted no lo hizo? Hay testigos. Es algo que puede
probarse.
¡Nuevamente el silencio! ¡Otra vez la consternación! Las
mujeres giraban, aterrorizadas por el espanto. El hijo, finalmente, como si
recordara algo muy remoto, declaró con voz dura:
-Yo la cerré.
-Pero, ¿por qué? ¿Por qué cerró la puerta? ¿Tal vez para
impedir las corrientes de aire?
-No puedo decírselo -replica con una soberbia difícil de
explicar, y abandona el comedor.
Pasé el resto del día en mi habitación. Sin encender la
vela, me paseé de un lado al otro, de pared a pared, durante largo rato. Fuera
comenzaba a oscurecer; las manchas de nieve refulgían con creciente vivacidad
en las sombras que derramaba la tarde, y los intrincados esqueletos de los
árboles rodeaban la casa por todas partes.
«¡Qué casa más especial!», pensé, «una casa de asesinos,
una casa monstruosa, donde se ha perpetrado un asesinato a sangre fría, bien
oculto y premeditado. ¡Una casa de estranguladores! ¿El corazón?» De antemano
sabía lo que puede esperarse de un corazón bien alimentado y qué clase de
corazón tenía aquel parricida: un corazón henchido de grasa, nutrido con
mantequilla y calor familiar. Lo sabía, pero no quería aventurar nada
prematuramente. ¡Y ellos, tan orgullosos! ¡Exigían tales homenajes! ¿El
sentimiento? Mejor sería que explicaran por qué habían cerrado las puertas.
¿Por qué, pues, en el momento en que tenía todos los
hilos en la mano y podía señalar con el dedo al asesino, por qué perdía mi
tiempo en vez de actuar? Aquel obstáculo, el único obstáculo: aquel cuello
blanco e intacto que, como la nieve del exterior, se tornaba más blanco en la negrura
de la noche. El cadáver debe haber sido objeto de reflexiones por parte de
aquella banda de asesinos. Hice aún un nuevo esfuerzo y me aproximé al cadáver
en un ataque frontal, con la visera levantada, llamando al pan pan y señalando
claramente al criminal. Pero era como luchar con una silla. Por más exacerbadas
que estuviesen mi imaginación y mi lógica, el cuello seguía siendo el cuello, y
la blancura la blancura, con la muda obstinación de los objetos inanimados. Por
consiguiente, sólo debía proseguir hasta el final, insistir en aquella falacia
y en aquel absurdo de venganza y esperar, esperar, contando ingenuamente con la
posibilidad de que, si el cadáver no quiere, tal vez la verdad pudiera
encontrar el camino hasta la superficie por su propio modo, como el petróleo.
¿Estaba perdiendo el tiempo? Sí, pero mis pasos resonaban en la casa, y todos
podían escuchar que caminaba incesantemente. Era probable que ellos, abajo, no
estuvieran tan tranquilos.
Pasó la hora de la cena. Eran cerca de las once, pero yo
continuaba sin moverme de la habitación y sin cesar de tildarlos de
sinvergüenzas y asesinos. Triunfando, y a la vez confiando en mí pues la
situación permite perdón por medio de tantos esfuerzos, de tantas muecas, de
tanta pasión; y, al final, ella no se podría resistir, porque tensa, llevada al
límite, se debe resolver en alguna forma, engendrar algo no del mundo de la
ficción, sino algo real. Porque no podíamos seguir así indefinidamente: yo
arriba, ellos abajo. Alguien tenía que decir: «Paso»; todo dependía de quién
fuese el primero. En la casa reinaban la calma y el silencio. Pasé al salón,
pero no percibí ningún ruido en la planta baja. ¿A qué podrían estar dedicados?
¿Estarían, por fin, haciendo lo que se esperaba de ellos? Como yo había
triunfado gracias a todas aquellas puertas cerradas, ¿estarían ellos lo
suficientemente asustados, estarían deliberada y adecuadamente aguzando los
oídos para captar el sonido de mis pasos, o estarían sus espíritus demasiado
fatigados para continuar trabajando?
-¡Ah! -exclamé con alivio, cuando a eso de la medianoche
oí al fin pasos en el salón, y luego alguien tocó a mi puerta.
-¡Adelante! -exclamé.
-Perdóneme -dijo Antoni, sentándose en la silla que le
señalé.
Parecía enfermo, estaba pálido y ceniciento. Yo sabía que
el discurso coherente no era su virtud más descollante.
-Su conducta... -encadenó-, y luego sus palabras... Para
decido de una vez: ¿qué es lo que todo esto significa? O se va inmediatamente
de mi casa... o me habla con claridad. ¡Esto es un chantaje! -estalló.
-Bueno, ¿al fin me lo pregunta? -exclamé-. ¡Bastante
tarde! Y aún ahora habla en términos muy generales. ¿Que qué puedo decirle?
Pues bien, su padre ha sido...
-¿Qué? ¿Que ha sido...?
-Estrangulado.
-Estrangulado. Muy bien, estrangulado... -repitió,
estremeciéndose con una especie de extraño placer.
-¿Se alegra?
-Me alegro.
-¿Quiere hacer otras preguntas? -le dije después de una
pausa.
-¡Pero si nadie oyó gritos, ni ningún ruido! -exclamó.
-Ante todo, sólo su madre y su hermana dormían cerca, y
esa noche habían cerrado la puerta. En segundo lugar, el asesino debe haber
atacado inmediatamente a su víctima y...
-Muy bien, muy bien -murmuró-, muy bien. Un momento. Otra
pregunta. ¿Quién, a su juicio... quién...?
-¿De quién sospecho, quiere decir? ¿Qué cree? ¿Podría
afirmar que durante la noche alguien del exterior hubiese podido penetrar en la
casa con tal sigilo que no lo advirtieran el guarda ni los perros? ¿Podría
creer en la posibilidad de que se hubiesen dormido, tanto el guarda como los
perros, y que la puerta de la finca, por algún descuido, hubiese quedado
abierta? ¿Es así? ¿Es así? ¡Que coincidencia tan desafortunada!
-Nadie pudo haber entrado -replicó orgullosamente.
Estaba sentado, muy derecho, y pude advertir en su
inmovilidad que me despreciaba con todo el corazón.
-Nadie -confirmé enseguida, disfrutando alegremente de su
orgullo-. ¡Absolutamente nadie! Entonces sólo quedan ustedes tres, y los tres
sirvientes. Pero el paso de los sirvientes fue interceptado por usted. Sólo
Dios sabe por qué cerró la puerta de la despensa. ¿O es que ahora va a negar
que la cerró?
-La cerré.
-Pero, ¿por qué? ¿Con qué intención?
Saltó de la silla.
-No adopte esos aires -le advertí, y mi breve comentario
lo hizo volver a sentarse, mientras su cólera se desvanecía.
-La cerré sin saber por qué, maquinalmente -dijo con
dificultad y murmuró por dos veces-: Estrangulado, estrangulado...
Era el suyo un temperamento nervioso. Todos ellos poseían
un temperamento nervioso.
-Y como su madre y su hermana también cerraron... maquinalmente,
su puerta, sólo queda... Bueno, usted sabe muy bien quién queda. Usted fue el
único que esa noche tuvo libre acceso a la habitación de su padre: «Un mes ha
pasado, los perros duermen y detrás del bosque alguien palmotea...»
-Supone entonces -exclamó- que yo... que yo... ¡ja, ja,
ja!
-¿Quizás usted trata con esa risa de expresar que no fue
usted? -dije secamente, y su risa, después de unos cuantos intentos, sucumbió
en una nota falsa-. ¿No fue usted? En ese caso, joven -añadí más suavemente-,
¿quiere explicarme por qué no derramó una sola lágrima?
-¿Una lágrima?
-Sí, ni una lágrima. Su madre me lo confesó en un
murmullo, ¡oh, sí!, al principio, ayer mismo, en la escalera. Es habitual que
las madres pierdan y traicionen a sus hijos. Y hace un momento usted se reía, y
declaró que se sentía feliz por la muerte de su padre -dije triunfal,
rotundamente, repitiendo sus palabras hasta que, una vez que la fuerza lo
abandonó, me miró como a un ciego instrumento de tortura.
Sin embargo, al sentir la creciente gravedad de la
situación, echó mano de todas sus fuerzas y trató de dar una explicación en
forma de un avis au lecteur, un aparte, digamos, que surgía directamente de su
garganta.
-Era sólo sarcasmo... ¿comprende?... Al revés... De
intento.
-¿Se permite el sarcasmo sobre la muerte de su padre?
Hubo otro silencio, y luego murmuré confidencialmente,
casi a su oído:
-¿Por qué está tan turbado? Después de todo, se trata de
la muerte de un padre... No hay nada perturbador en ello.
Cuando recuerdo ese momento, me felicito por haber salido
de él con paso seguro; Antoni ni siquiera se movía.
-¿Será que está turbado porque lo quería? ¿Quizás lo
quería realmente?
Balbuceó con dificultad, con disgusto, con desesperación:
-¡Muy bien! Si usted insiste... sí... entonces, sí, muy
bien...
Así era; lo quería -dijo, arrojando algo sobre la mesa, y
después exclamó-: ¡Mire, es su cabello!
Era en verdad un rizo.
-Perfectamente -le dije-, quítelo de ahí.
-¡No, no quiero! Puede cogerlo, se lo regalo.
-¿A qué se deben todos estos estallidos? Está bien, usted
lo quería, eso es lo natural. Sólo quiero hacerle una pregunta más; porque,
como se dará usted cuenta, no entiendo mucho estos amores de ustedes. Admito
que casi ha logrado usted convencerme con ese rizo; pero, ¿sabe?, hay una cosa
fundamental que no logro aún resolver -aquí nuevamente bajé la voz y murmuré a
su oído-: Usted lo quería, eso está muy bien; pero, ¿por qué hay tanta
confusión, tanto desdén en ese amor? -se volvió a poner lívido y no respondió
nada-. ¿Por qué hay en él tanta crueldad y repulsión? ¿Por qué oculta su amor
de la misma manera que un criminal oculta su crimen? ¿No me responde? ¿No lo
sabe? Tal vez yo pueda decírselo. Usted lo amaba. Sí, pero cuando su padre
enfermó... le habló a su madre sobre la necesidad de que tuviera aire fresco.
Su madre, quien, dicho sea de paso, también lo amaba, escuchó y asintió. Es
cierto, muy cierto, un poco de aire fresco a nadie puede hacer daño; entonces
se cambió para la habitación de su hija, pensando: «Estaré cerca de él, pendiente
de cualquier llamada suya.» ¿No es así? Puede corregirme.
-Así fue.
-¡Exactamente! Soy un viejo lobo, lo ve. Pasa una semana.
Una noche, la madre y la hija se encierran en su habitación. ¿Por qué? Sólo
Dios lo sabe. Es necesario reflexionar sobre cada una de las vueltas de llave
en una cerradura. ¿Una, dos, tres? La hicieron girar, maquinalmente, y se
metieron en la cama. Sí, mientras usted, al mismo tiempo, cerraba abajo la
puerta de la despensa. ¿Por qué? ¿Acaso cada pequeña acción de este tipo se
puede fundamentar? De la misma forma se podría exigir fundamentación de por qué
usted en este momento está sentado y no parado.
Saltó de golpe, pero se volvió a sentar y dijo:
-Sí, así fue, exactamente como usted dice.
-Y entonces se le ocurrió que su padre podría necesitar
algo. Tal vez pensaba: «Mi madre y mi hermana se han dormido, y mi padre puede
necesitar algo.» Por tanto, silenciosamente, pues para qué despertar a los que
duermen, va hacia la habitación de su padre por las crujientes escaleras. Y cuando
se encontró en la habitación -creo que la continuación no necesita
comentarios-, entonces, maquinalmente, ¡vamos hasta el final!
Escuchaba sin creer a sus oídos. Repentinamente pareció
despertar y exclamó con un aullido que se podría calificar como de desesperada
franqueza, la cual sólo podía ser inspirada por su gran miedo:
-¡Pero si yo no estuve allí! ¡Pasé la noche entera abajo,
en mi habitación! No sólo cerré la puerta de la despensa, sino que también me
encerré en mi cuarto. Yo también dormí encerrado... Debe tratarse de algún
error.
-¿Qué? -exclamé-o ¿También se encerró? Según parece, todo
el mundo se encerró. ¿Quien fue entonces?
-No lo sé, no lo sé... -respondió con estupor, secándose
la frente-. Sólo ahora comienzo a comprender que nosotros debimos de haber
estado esperando que ocurriera algo; debimos de haber tenido un presentimiento,
y por miedo y por vergüenza -exclamó violentamente-, nos encerramos todos con
llave... porque todos queríamos que mi padre, que mi padre... resolviera por su
cuenta sus asuntos.
-¡Ah! Ya veo... Sintiendo que la muerte se aproximaba, se
encerraron antes de que llegara a producirse. ¿Entonces, ustedes esperaban ese
crimen?
-¿Lo esperábamos?
-Muy bien; pero, entonces, ¿quién lo asesinó? Porque él
fue asesinado, mientras ustedes esperaban; y recuerde que ningún extraño tuvo
la posibilidad de hacerlo.
Calló.
-Le digo que yo estaba realmente en mi habitación,
encerrado -murmuró al fin, oprimido por el peso de una lógica irrefutable-.
Debe tratarse de un error.
-En ese caso, ¿quién lo asesinó? -seguí repitiendo
incesantemente-. ¿Quién lo asesinó?
Reflexionó, como si hiciera un profundo examen de
conciencia y revisara sus intenciones más recónditas. Estaba pálido. Su mirada,
bajo las pestañas caídas, parecía dirigirse hacia su interior. ¿Descubrió algo
allí, en lo más profundo? ¿Qué descubrió? Tal vez se vio a sí mismo saliendo de
la cama, caminando sigilosamente por las traidoras escaleras, dispuestas las
manos para la acción.
Tal vez, en un único instante, lo sobresaltó el incierto
pensamiento de que, después de todo, quién podía saberlo. Era algo que no podía
excluirse del todo. Tal vez fue en ese preciso instante cuando el odio apareció
como un complemento del amor; quién sabe (ésta es sólo una suposición mía) si
en una fracción de ese instante llegó a penetrar en la terrible dualidad de de
los sentimientos. Esta idea cegadora pudo haber sido una revelación (al menos
tal es mi interpretación), y debe haber hecho estragos en todo lo que existía
en su interior, de tal manera que, envuelto en su compasión, llegó a resultar
intolerable hasta para sí mismo. Y aunque esto duró sólo un segundo, fue
suficiente. Después de todo, se había visto forzado a luchar contra mis
sospechas durante doce horas; durante doce horas había sentido una persecución
despiadada y obstinada tras él, y debe de haber digerido todos los absurdos de
que el pensamiento es capaz más de un millar de veces. Como un hombre roto,
dejó caer la cabeza y me dijo claramente, mirándome a la cara:
-Yo lo... Yo fui... Yo.
-¿Qué quiere decir con eso de «fui»?
-Yo fui, como usted ha dicho; maquinalmente vamos hasta
el final.
-¿Qué? ¡Es verdad! ¿Lo reconoce? ¿Fue usted? ¿Real y
verdaderamente?
-Sí, yo fui.
-¡Anja! Así es. Y todo el asunto no le llevó más de un
minuto.
-No más... Un minuto cuando mucho. No debemos
sobreestimar el tiempo. Un minuto. Luego regresé a mi cuarto, me acosté y me
dormí. Antes de dormirme, bostecé y pensé, esto lo recuerdo muy bien ahora,
que, ¡oh, oh!, que al día siguiente tenía que levantarme muy temprano.
Me quedé atónito. Su confesión era tan clara, tal vez
demasiado clara (aunque su voz se volvió áspera), y a la vez feroz, llena de un
gozo extraordinario. ¡No había duda de ello! ¡No se podía negar! Muy bien, pero
el cuello, ¿qué se podía hacer con aquel cuello que obtusamente mantenía sus
propios derechos en la alcoba? Mi pensamiento trabajaba febrilmente; pero, ¿qué
puede un cerebro contra la testarudez de un muerto?
Deprimido, contemplé al asesino, que parecía aguardar. Y
-es difícil de explicar-, en ese momento advertí que no me quedaba nada que
hacer sino admitir franca y totalmente los hechos. Golpearme la cabeza contra
el muro, es decir, contra el cuello, era infructuoso. Cualquier posible
resistencia o estratagema serían inútiles. Tan pronto como advertí esto, sentí
una gran confianza hacia él. Advertí que lo había empujado hasta muy al fondo,
que había llevado a cabo una maniobra demasiado artera, y, en mi confusión,
exhausto y sin aliento después de tantos esfuerzos y efectos faciales, me convertí
repentinamente en un niño, un niño pequeño y desamparado que desea confesar sus
errores y travesuras a su hermano mayor. Me pareció que él entendería y no me
negaría sus consejos. «Sí», pensé, «es lo único que me resta por hacer: una
confesión franca. Él entenderá, me ayudará; encontrará una solución.» Pero, por
si acaso, me levanté y me empecé a acercar a la puerta.
-Usted ve -dije, y mis labios temblaban ligeramente-; hay
una dificultad... cierto obstáculo, una formalidad; para ser sinceros, nada
importante. La cosa es que -toqué el picaporte-, a decir verdad, el cuerpo no
revela huella alguna de estrangulamiento. Para expresarlo en términos
fisiológicos, no fue estrangulado, sino que murió normalmente de un ataque
cardíaco. ¡El cuello, sabe, el cuello! ¡El cuello no ha sido tocado!
Dicho esto, me deslicé por la puerta entreabierta y crucé
el salón con toda la rapidez que me era posible. Irrumpí en el cuarto donde
yacía el cadáver y me escondí en el guardarropa. Con gran esperanza, aunque con
miedo, aguardé. El lugar era oscuro, sofocante, y los pantalones del muerto me
rozaban el cuello. Esperé largo rato, y comencé a dudar; pensé que nada iba a
ocurrir, que habían estado burlándose de mí, que me habían llevado durante todo
el tiempo a hacer el ridículo. La puerta se abrió suavemente y alguien se
deslizó en el interior con cautela. Después escuché un ruido espantoso. La cama
crujía horriblemente en el silencio absoluto; todas las formalidades se estaban
cumpliendo ex post facto. Luego los pasos se retiraron tal como habían llegado.
Cuando después de una larga hora, tembloroso, bañado en sudor, salí de mi
escondite, la violencia y la fuerza prevalecían entre las sábanas revueltas de
la cama. El cadáver estaba colocado diagonalmente a la almohada, y en el cuello
aparecían, nítidas, las impresiones de diez dedos. Aunque los peritos médicos
no estuvieron completamente satisfechos con aquellas huellas dactilares
(alegaban que había algo que no era del todo normal), fueron al fin
consideradas, junto con la terminante confesión del asesino, como base legal
suficiente.
Witold
Gombrowicz
Traducción: Sergio Pitol