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26 de octubre de 2017

Cuento Policial, Marco Denevi



Cuento Policial - Marco Denevi (1972)

"Rumbo a la tienda donde trabajaba como vendedor, un joven pasaba todos los días por delante de una casa en cuyo balcón una mujer bellísima leía un libro. La mujer jamás le dedicó una mirada. Cierta vez el joven oyó en la tienda a dos clientes que hablaban de aquella mujer. Decían que vivía sola, que era muy rica y que guardaba grandes sumas de dinero en su casa, aparte de las joyas y de la platería. Una noche el joven, armado de ganzúa y de una linterna sorda, se introdujo sigilosamente en la casa de la mujer. La mujer despertó, empezó a gritar y el joven se vio en la penosa necesidad de matarla. Huyó si haber podido robar ni un alfiler, pero con el consuelo de que la policía no descubriría al autor del crimen. A la mañana siguiente, al entrar en la tienda, la policía lo detuvo. Azorado por la increíble sagacidad policial, confesó todo. Después se enteraría de que la mujer llevaba un diario íntimo en el que había escrito que el joven vendedor de la tienda de la esquina, buen mozo y de ojos verdes, era su amante y que esa noche la visitaría."

Marco Denevi

25 de octubre de 2017

Rosaura a las diez (Película), Marco Denevi



Marcos Héctor Denevi, conocido como Marco Denevi (Sáenz Peña, Buenos Aires, 12 de mayo de 1922 - Buenos Aires, 12 de diciembre de 1998​ fue un escritor y dramaturgo argentino.

Su primera novela, Rosaura a las diez, obtuvo el Premio Kraft en 1955. En ella Marco Denevi retrató personajes sórdidos, como el protagonista, Camilo Canegato, y describió el fracaso con sutileza y eficacia. Se trata de una trama policiaca en la que cada protagonista narra la misma historia desde su punto de vista, y que fue llevada al cine por Mario Soffici.

Rosaura a las diez es una película argentina en blanco y negro dirigida por Mario Soffici que está basada en la novela homónima de Marco Denevi y fue estrenada el 6 de marzo de 1958.

Rosaura a la diez, publicada en 1955, fue la primera novela de Marco Denevi y un gran éxito de críticas y ventas. Mario Soffici se vio interesado en trasladarla al cine desde el momento en que la leyó. Sin embargo, sus intenciones eran las de crear un film diferente al texto literario, y de continuar con los elementos creativos que había incorporado en Barrio gris. Para esto trabajó en conjunto con Denevi para desarrollar el guion, pero éste no quedó contento con el resultado.

Este película esta dividida por episodios, cada uno narrado por distintos protgonistas. Salvo en el episodio narrado por la propietaria, narra el señor Camilo (flashback de por medio) y esto despierta curiosidad.



    Declaración de la Señora Milagros, propietaria de la hospedería La Madrileña

    Declaración de David Reguel

    Declaración de Camilo Canegato

    Declaración de la señora Eufrasia

    Episodio de la carta



El argumento esta construído alrededor de los personajes que viven en la pensión La Madrileña, situada en la ciudad de Buenos Aires. La Sra. Milagros es la dueña de la pensión donde viven sus tres hijas, Camilo Canegato (un tímido pintor), David Réguel (un estudiante de abogacía) y la señora Eufrasia, entre otros personajes.

Durante seis meses, Camilo recibe misteriosas cartas de amor de una chica que firma como Rosaura. La historia entre ellos sigue avanzando pero todo se vuelve oscuro cuando aparece  muerta y cada uno de los personajes tendrá que dar su versión de la historia.







    Juan Verdaguer ... Camilo Canegato

    Susana Campos ... Rosaura / Marta Córrega / María Correa

    María Luisa Robledo ... Doña Milagros Ramoneda - viuda de Perales

    Alberto Dalbes ... David Réguel

    Amalia Bernabé ... Srta. Eufrasia Morales

    Héctor Calcaño

    María Concepción César ... Matilde

    Nina Brian

    Lili Gacel

    Beto Gianola

    Miguel Ligero

    Enrique Kossi

    Nelly Beltrán

    Julián Bourges

    Rodolfo Crespi ... Lustrabotas

    Carlos Escobares

    Maruja Lopetegui ... Madre de Rosaura

    Onofre Lovero

    Milo Quesada

    Sarita Rudoy

    Rafael Salvatore

    Mario Savino

    Mario Soffici

    Carlos Cotto

24 de octubre de 2017

Descenso a los infiernos de la imaginación, Marco Denevi

 Descenso a los infiernos de la imaginación, Marco Denevi



Usted se comprometió a escribir un cuento, un cuento de amor, de diez carillas, y a entregarlo, listo para su publi­cación en Quimeras, el lunes próximo. Hoy es el viernes anterior a ese lunes y usted, del cuento, todavía no ha escrito una línea. No se le ocurre nada, ningún argumento, ni siquiera un personaje suelto. Está desesperado, con la mente en blanco.
Oiga. ¿Por qué no se decide, por fin, a convertir en un cuento aquel episodio, sí, aquello que les sucedió, a usted y a Verena, en Bélgica, arriba del tren que los llevaba a Bru­selas? No sé por qué usted siempre se negó a aprovecharlo. De acuerdo, el episodio por sí mismo no vale gran cosa, es apenas una anécdota de esas que uno saca a relucir, de regreso, delante de los amigos, junto con las fotografías y los ceniceros que se robó en los hoteles. Pero ¿para qué está la imaginación?
Chejov no necesitaría más. Claro que entre Chejov y usted hay alguna diferencia. Usted podría añadirle algunos antecedentes, un poco de psicología, mucho diálogo, no, diálogo no, la historia no permite diálogos, más bien mucha introspección, mucho monólogo interior. Y un remate. Porque el episodio real no tiene remate.
Empecemos por recapitular los hechos, tales y como ocurrieron. Usted y Verena tomaron el tren en Ostende. Venían de Londres y se dirigían a Bruselas, donde los espe­raban unos amigos. Ocuparon uno de esos compartimien­tos en los trenes europeos que parecen una diligencia del Far West metida dentro de un vagón de ferrocarril: dos largos asientos corridos, uno frente al otro, y una puerta que da a un pasillo. Verena se ubicó junto a la ventanilla; usted a su lado. En el cuchitril no había otros pasajeros.
El tren se detuvo varios minutos en una ciudad interme­dia, ya olvidó cuál, pongamos que era Gante. Poco después que reanudó la marcha, un joven entró en el compartimiento y se sentó frente a ustedes pero del lado del pasillo. No traía equipaje. Se sentó y miró a Verena. Nada de raro: no hay hombre que no mire a Verena. Pero el joven la miró durante toda la media hora de reloj que el tren tardó en lle­gar a Bruselas.
Ahí está lo insólito, lo pintoresco, casi diría lo increíble del episodio: que a lo largo de media hora el joven mantuvo los ojos fijos en Verena. Fuera de eso no hacía nada, ningún gesto, ningún movimiento. Se había sentado en una postura como provisoria, como para permanecer sentado unos segundos y en seguida levantarse e irse. Pero se quedó sen­tado sin cambiar de posición y sin apartar los ojos de Verena. A usted lo ignoró por completo. Miraba a Verena, la miraba casi sin pestañear, como en estado de hipnosis. Para una mi­rada así, media hora de reloj es la eternidad.
Mientras tanto ustedes dos ¿qué hacían? Verena simu­laba contemplar el paisaje a través de la ventanilla. Cuando el joven entró ¿no le echó ni una ojeada? Usted no lo sabe, porque en ese momento lo distrajo la aparición del tercer pasajero. De lo que está seguro es de que Verena, hasta que llegaron a la estación de Bruselas, no apartó la vista de la ventanilla ni cambió con usted una sola palabra. Com­prendo. Se habría dado cuenta de la actitud del joven y se sentiría incómoda, molesta, un poco asustada.
En cuanto a usted, se dedicó a vigilar a ese extraño indi­viduo. Primero pensó que era un ratero (aunque vestía ropa deportiva a la última moda). Después, que era un loco o que estaba drogado. Por ahí usted le tomó una mano a Verena para tranquilizarla, para protegerla y, de paso, hacerle saber al tipo ese que ustedes dos viajaban juntos, que Verena era su mujer o su amante y que usted no iba a permitir que ni él ni nadie se propasara. Pero tampoco usted abrió la boca. Vigilaba al tipo, nada más, dispuesto a saltarle encima apenas el otro hiciera un movimiento raro. Sólo que el otro no lo hizo.
Hasta que llegaron a Bruselas. Ustedes dos se pusieron de pie (el joven permaneció inmóvil, pero alzó la vista para poder seguir mirando a Verena), usted cargó los maletines, Verena los bolsos de mano, pasaron por delante del joven y salieron del compartimiento. En el andén los amigos les brindaron una ruidosa bienvenida. Verena daba la espalda al tren. En cambio usted, por encima de la cabeza de los demás, vio que el joven se había asomado a la ventanilla, tenía medio cuerpo afuera y seguía mirando ¿ahora a quién? A usted. Ahora lo miraba a usted, pero. Dios mío, con los ojos llenos de lágrimas. En seguida ustedes y los amigos se alejaron, abandonaron la estación.
Esto es todo lo que sucedió, todo lo que usted recuerda. Bien. Someta esos pocos (y pobres) materiales al fuego lento de la imaginación y tendrá un cuento como Dios manda. ¿Le han pedido que el cuento sea de amor y, ade­más, romántico? ¿Qué le parece si la acción transcurre en Rusia y en la época del último zar? Una imitación de Chejov, por qué no. La historia parece ideada por Chejov. Nieve, mujeres pálidas y hermosas envueltas en abrigos de zorro, nobles de la corte del zar que son propietarios de vastas tierras y de centenares de mujiks, poetas nihilistas, grandes pasiones que arden bajo el hielo, etcétera, etcé­tera. ¿Le gusta? A las lectoras dé Quimeras les gustará todavía más.
Verena, en la ficción, podría llamarse Fedora Fedorovna. Usted, Nicolás Nicolaievich. Hace cinco años que están casados, como usted y Verena cuando viajaron a Europa. También para las respectivas figuras y las respectivas eda­des inspírese en la realidad, así no hace trabajar la cabeza. Quiero decir que Fedora Fedorovna tendrá el físico y los treinta y dos años de Verena, será un doble de Verena, pero rusa. Y Nicolás Nicolaievich le copiará a usted los cincuenta Y cinco años, la corpulencia, el bigote caído, los párpados encapotados. Está bien, está bien: en todo lo demás diferirán.
Fedora Fedorovna, por ejemplo, es una mujer soñadora (fruto de las represiones sociales y familiares que pesan sobre su temperamento apasionado), sumisa, callada reservada. Sensible y hermosa hasta más no poder. Eso chejoviana. Una síntesis de los personajes femeninos de Chejov más delicados, más introvertidos. Nada que ver con Verena. Respecto de Nicolás Nicolaievich, descríbalo melan­cólico. Usted no es melancólico, es serio. Y hágalo celoso (usted no es celoso). Pero no un celoso violento, a lo Otelo. Nicolás Nicolaievich mira la realidad de frente. Sabe que su mujer no lo ama, no lo amó nunca. Que se casó con él obli­gada por los padres, ávidos de casarla con un hombre rico. Nicolás Nicolaievich, en cambio, está loco por Fedora Fedorovna. Y al mismo tiempo comprende, admite que su amor no puede ser sino unilateral.
Bueno, todo esto de la tortuosa psicología del marido lo dejaremos para más adelante. Ahora vayamos a los hechos. Lo único que le aconsejo es que ponga bien en claro, a los lectores, que Nicolás Nicolaievich tiene miedo de que su mujer, en cualquier momento, lo abandone, se vaya con otro que sea más joven que él, con algún muchacho apuesto y seductor. Él no hará nada para impedirlo. Ni siquiera vigila a Fedora Fedorovna, no le controla las salidas ni la correspondencia, no le hace escenas. Mientras tanto sus consuelos son el juego y el alcohol. Pero, si ella lo abando­nase, se suicidaría. Ya lo tiene decidido. Alguna vez, borra­cho, se lo dio a entender. De modo que los lectores de Quimeras adivinarán que Fedora Fedorovna, pobrecita, está entrampada entre un matrimonio sin amor (para ella, sin amor) y la extorsión moral a que la somete el marido: si me abandonas me mato.
Los hechos. Pedora Fedorovna y Nicolás Nicolaievich vuelven, en tren, de un viaje por Polonia. Han subido en Varsovia y se dirigen a San Petersburgo, donde él posee un tremendo palacio gélido y sombrío, qué se cree, ¿Si había una línea de ferrocarril entre Varsovia y San Petersburgo en aquellas épocas? Yo qué sé. Pero los lectores tampoco ni les interesa. Nadie se fija en esos detalles. Usted  escribe  que el tren atravesaba llanuras cubiertas de nieve bajo un cielo plomizo.
A mitad de camino entra en el compartimiento un joven. Para este joven usted tome como modelo al muchacho belga: muy rubio, muy pálido, con facciones puras, casi de adolescente. Edad: la misma del belga, alrededor de veinte años. No sabemos la profesión del maniático que miraba a Verena. Estudiante, quizá. El ruso es poeta. Poeta idea­lista, nihilista, mejor, o místico. Sí, poeta místico, pero sen­sual. Usted combine varios ingredientes de manera que el joven esté hecho a la medida para seducir a una mujer como Federa Fedorovna. ¿Me comprende? Juventud, apostura, sensibilidad exacerbada, arrebatos religiosos, fantasías, sueños, crisis de llanto y mucho sexo (recuerde la fama que tienen los rusos, inspírese en Rasputín, pero en un Rasputín muy joven y muy guapo).
Como el belga, el muchacho ruso se sienta y mira fijo a Fedora Fedorovna. Nicolás Nicolaievich, que es celoso (usted no), empieza a cavilar. Y lo primero que se le ocurre es que Fedora Fedorovna y el muchacho ya se conocían.
¿Qué es lo que le da esa pista? El hecho de que el joven haya aparecido en la puerta del compartimiento con el semblante inconfundible de quien ha estado buscando a alguien de vagón en vagón, de camarote en camarote, y cuando lo encuentra cambia de cara, el gesto de ansiedad desaparece y toma su lugar la típica expresión de quien ha encontrado lo que buscaba. ¿El muchacho belga también le dio esa sensación, a usted? Usted nunca lo había pensado. Lo pienso ahora. ¿Por qué ahora? Vamos, no sea fanta­sioso. ¿O se le contagió de golpe la suspicacia de Nicolás Nicolaievich?
Más vale que se dedique a imaginar dónde y cuándo se conocieron Fedora Fedorovna y el joven. En Varsovia. En Varsovia Nicolás Nicolaievich había pasado largos ratos en el Casino de Nobles, jugando. Y mientras tanto ¿qué hacía ella? Permanecía en el hotel o tomaba el té en casa de amis­tades y de parientes. A lo menos eso es lo que se supone que hacía, porque Nicolás Nicolaievich jamás la sometió a ningún interrogatorio. Dígame, cuando usted volvía al hotel en Londres luego de mantener largas reuniones con el editor y con el traductor, o de ir a la BBC, Verena lo esperaba en la habitación, ya vestida para salir a comer en un restaurante o para presenciar una fundón de ópera o de teatro. ¿Qué le decía que había hecho durante el día? Pasear, visitar el British Museum, recorrer Carnaby Street. Usted le creía. ¿Ahora empieza a dudar? ¿A sospechar que durante algunos de sus paseos conoció al muchacho belga? ¿Y por qué belga? ¿No podría ser inglés? Usted qué sabe,
Nicolás Nicolaievich no sospecha, como usted. Está seguro. Seguro de que Fedora Fedorovna y el joven se conocieron en Varsovia, se enamoraron, quizá se acostaron juntos, mientras él jugaba en el Casino. Que usted, que no es celoso, haya dejado sola a Verena tantas horas, vaya y pase. Pero ¿cómo se explica una imprudencia así en Nico­lás Nicolaievich? Muy fácil. Ese hombre torturado por los celos, acosado por el terror de que su mujer lo abandone, no resiste más la incertidumbre y prefiere forzar adrede las oportunidades de que ella, en efecto, lo engañe. No se trata de masoquismo sino de un deseo desesperado de hacer estallar la realidad temida, la realidad presentida. Ya se lo dije: la psicología rusa es compleja.
Cavilando, cavilando, Nicolás Nicolaievich da por cierto un dato que usted no pensó: que el joven no subió al tren en una ciudad intermedia, digamos Grodno (en su caso sería Lieja), sino en Varsovia. La prueba: el guarda no ha venido a revisarle el billete del pasaje. Al muchacho belga (o inglés) tampoco. Señal de que el joven estuvo aguar­dando en otro vagón, en otro compartimiento desde que partieron de Varsovia (de Ostende). Sólo después que dejaron atrás la dudad de Grodno (de Lieja), vino en busca de Fedora Fedorovna. Conducta, si usted la analiza como la analizó Nicolás Nicolaievich, muy lógica: Fedora Fedo­rovna y el muchacho habían convenido que ella, durante el trayecto entre Varsovia y Grodno (entre Ostende y Lieja), le diría a su marido la verdad, le revelaría poco a poco la historia de sus amores con el muchacho. Luego des­cendería en la estación de Grodno (de Lieja) donde también el joven se apearía para irse juntos a disfrutar de una nueva vida.
Al ver que Fedora Fedorovna no había descendido en la estación de Grodno, el muchacho volvió a trepar al tren, la buscó, la encontró en el compartimiento junto a Nicolás Nicolaievich, entró, se sentó y se puso a mirarla con aque­llos ojos hipnóticos. Era una manera de pedirle cuentas, de conminarla a que se decidiese, una forma de recordarle el pacto que habían hecho y de exigirle que lo cumpliese. ¿Ve? Por fin hemos dado con una explicación razonable para el proceder del joven belga (o inglés). No insinuó que Verena y el joven hubiesen proyectado descender en Lieja, ni que Verena se arrepintió y que por eso él vino al cama­rote para rescatarla y llevársela con él. Pero usted no me negará que, en plan de hallar algún motivo del extraño comportamiento del muchacho, hemos encontrado una hipótesis lógica.
Ahora continuemos con las cavilaciones de Nicolás Nicolaievich. Repasa la conducta de Fedora Fedorovna en el tren, antes de la aparición del joven. ¿Usted recuerda que Verena estaba nerviosa y como malhumorada? Contra su costumbre, se quejaba de todo y por todo: que en el tren no había calefacción, que el paisaje la deprimía, que Bél­gica era gris (como si no lo fuese Londres, donde se había sentido tan a gusto). No miró por la ventanilla ni una sola vez. ¿Me equivoco, o a cada rato echaba furtivas miradas al Pasillo, como si temiese que alguien se introdujera en el compartimiento? No, no me equivoco. Usted le dijo: “¿Tenés miedo de que vengan otros pasajeros y nos arrui­nen el viaje en tren?". Ella no contestó. Todos estos detalles, en la mente de Nicolás Nicolaievich, significan que Fedora Fedorovna había estado luchando entre renunciar a su marido o renunciar al amor.
Apenas el joven belga (o inglés, decididamente tenía fecha de inglés) entró en el camarote, Verena no habló más, no se movió más, se decidió a mirar por la ventanilla ese paisaje del que un rato antes había dicho que la deprimía. Sí, ya hemos convenido en que se sentiría incómoda, furiosa o asustada. No era para menos. En cambio Nicolás Nicolaievich tiene otra versión. Fedora Fedorovna se rehusa a mirar al joven porque le bastaría mirarlo para sucumbir y arrojarse en sus brazos. Y entonces ocurriría una tragedia:
Nicolás Nicolaievich, extrayendo el revólver que oculta bajo el abrigo de pieles, se suicidaría ahí mismo o los mata­ría a los dos. Por eso Fedora Fedorovna no está inmóvil sino rígida, crispada. Simula contemplar el paisaje con el rostro violentamente vuelto hacia la ventanilla, pero lo que quiere es hacerle ver al muchacho que ella se ha arrepen­tido, que no lo seguirá. Nicolás Nicolaievich descifra el mudo mensaje: Vete —le grita Pedorovna al joven—, no nos veremos más. Y los ojos del muchacho le responden, también a los gritos: ¿"Por qué, por qué? ¿Prefieres seguir viviendo al lado de ese viejo?".
El resto del cuento se ajusta a la realidad: la llegada a San Petersburgo (a Bruselas), la breve escena en el andén con Verena de espaldas a las ventanillas del convoy (Nico­laievich piensa que Fedora Fedorovna adrede se ha puesto de espaldas) y el joven, asomado, llorando y mirando al marido. Y ahora el remate. El cuento necesita un remate. Digamos, que Nicolás Nicolaievich no soporta más y de regreso en su palacete se suicida. ¿Demasiado melodramá­tico? No crea. Sería melodramático en otro país, pero no en Rusia.
¿Y ahora qué le ocurre, a usted? ¿Por qué no comienza de una vez por todas a redactar el cuento? ¿Qué espera? Vaya, se le ha dado por cavilar como Nicolás Nicolaievich. A la luz de los pensamientos de su personaje, usted descu­bre ciertos indicios que entonces había pasado por alto y que ahora le parece que encastran unos con otros. Por ejemplo, aquel acceso de llanto que acometió a Verena en el hotel de Bruselas, un segundo después de haber llegado desde la estación de ferrocarril. Usted se alarmó. Pero ella dijo que era porque estaba cansada, porque extrañaba Bunos Aires, porque Bélgica era terriblemente triste. ¿Fedora Fedorovna no lloraría, también ella, en el gélido palacio de su marido, recordando al muchacho del que se acababa de separar para siempre?
Claro que pronto Verena recuperó la serenidad. ¿No estaba demasiado calma, casi una estatua? Como vacía por dentro. Pero hay algo en IcPque, si usted tiene alguna sos­pecha, yo le daré la razón. Fíjese que nunca, ni en Bruselas, ni en París, ni de regreso en Buenos Aires, hizo el menor comentario respecto del episodio en el tren. ¿O me va a decir que no se percató de cómo el muchacho la miraba? ¿No se percató y sin embargo se negó a apartar los ojos de la ventanilla? Usted tampoco le comentó nada. Por discre­ción. Para no revivir una escena que la había irritado. ¿De veras, por discreción? ¿No sería que en el fondo usted tenía miedo de tocar el tema, de someterlo a cualquier cotejo? ¿No prefirió, acaso de un modo inconsciente, silenciarlo, olvidarlo? Porque resulta curioso que usted y Verena hayan contado todo lo que les sucedió en Europa. Todo, menos la historia del muchacho que miró a Verena durante media hora de reloj.
¿Qué dice? ¿Que Verena sería incapaz? ¿Incapaz de qué? ¿De abandonarlo? No me haga reír. Incapaz en el extranjero y con un desconocido. Aquí, en su propio país, y con alguien a quien conozca bien, no esté tan seguro. Por favor, no me venga con su teoría de que las mujeres inteli­gentes como Verena sólo se sienten atraídas por hombres como usted. Llega la hora fatal en que, hartas de abdóme­nes hinchados y de musculaturas nacidas, se van detrás de un cuerpo duro y elástico que las llama desde la irresistible tentación del sexo. El episodio del tren en Bélgica es un aviso. Más tarde o más temprano, Verena descenderá en una estción intermedia y usted continuará el viaje solo. Salvo que la extorsione como Nicolás Nicolaievich a Fdora Fedorovna: con la amenaza del suicidio. De todos modos Nicolás Nicolaievich se suicidó.
¿Así que, finalmente, no escribirá el cuento? Hace bien. Verna lo leería. ¿Y cuál cree que sería su reacción? ¿Enfadarse porque usted convirtió una anécdota inocente en una historia que la deja malparada? ¿Tomarlo a broma? ¿No darse por aludida y fingir que ha olvidado aquel episodio, que no advierte, en el cuento, su soporte real? Confiéselo: cualquiera que fuese la actitud de Verena frente al cuento, usted sospecharía que se la dicta la mala conciencia. De modo que hace bien: no escriba el cuento. Pero ¿quién lo salvará, de ahora en adelante, de sufrir los celos que marti­rizaron al infeliz Nicolás Nicolaievich?

Marco Denevi


23 de octubre de 2017

Un drama, Anton Chejov





 Un drama, Anton Chejov

-Una señora pregunta por usted, Pavel Vasilich! -dijo el criado-. Hace una hora que espera.
Pavel Vasilich acababa de almorzar. Hizo una mueca de desagrado, y contestó:
-¡Al diablo! ¡Dile a esa señora que estoy ocupado!
-Esta es la quinta vez que viene. Asegura que es para un asunto de gran importancia. Está casi llorando.
-Bueno. ¿Qué vamos a hacerle? Que pase al gabinete.
Se puso, sin apresurarse, la levita, y, llevando en una mano un libro y en la otra un portaplumas, para dar a entender que se hallaba muy ocupado, se encaminó al gabinete. Allí lo esperaba la señora anunciada. Era alta, gruesa, colorada, con antiparras, de un aspecto muy respetable, y vestía elegantemente.
Al ver entrar a Pavel Vasilich alzó los ojos al cielo y juntó las manos, como quien se dispone a rezar ante un icono.
-Naturalmente, ¿no, se acuerda usted de mí? -comenzó con acento en extremo turbado-. Tuve el gusto de conocerlo en casa de Trutzky. Soy la señora Murachkin.
-¡Ah, sí!… Haga el favor de sentarse. ¿En qué puedo serle útil?
-Mire usted, yo… , yo -balbuceó la dama, sentándose, y más turbada aún -. Usted no se acuerda de mí… Soy, la señora Murachkin… Soy gran admiradora de su talento y leo siempre con sumo placer sus artículos. No tengo la menor intención de adularle, ¡líbreme Dios! Hablo con entera sinceridad. Sí, leo sus artículos con mucho placer… Hasta cierto punto, no soy extraña a la literatura. Claro es que no me atrevo a llamarme escritora, pero… no he dejado de contribuir algo…, he publicado tres novelitas para niños… Naturalmente, usted no las habrá leído… He trabajado también en traducciones… Mi hermano escribía en una revista importante de Petrogrado.
-Sí, sí… ¿Y en qué puedo serle útil a usted?
-Verá usted… – y bajó los ojos, poniéndose aún más colorada -. Conozco su talento y sus opiniones. Y quisiera saber lo que piensa… o, más bien, quisiera que me aconsejase… En fin, he escrito un drama, y antes de enviarlo a la censura quisiera que usted me dijese…
Con mano trémula sacó un voluminoso cuaderno.
Pavel Vasilich no gustaba sino de sus propios artículos; los ajenos, cuando se veía obligado a escucharlos, le producían la impresión de un cañón a cuyos disparos sirviera él de blanco. A la vista del gran cuaderno se llenó de terror y dijo:
-Bueno…, déjeme el drama, y lo leeré.
-Pavel Vasilich! -suplicó la señora, con voz suspirante y juntando las manos-. Ya sé que está usted muy ocupado y no puede perder ni un minuto. Tampoco se me oculta que en este momento está usted enviándome a todos los diablos, pero…, tenga usted la bondad de permitirme que le lea mi drama ahora, y le quedaré obligadísima.
-Tendría un gran placer, señora, en complacer a usted; pero… no tengo tiempo. Iba a salir.
-Pavel Vasilich -rogó la visitante, con lágrimas en los ojos-. Le pido a usted un sacrificio. Sé que soy osada, impertinente, pero ¡sea usted generoso! Mañana me voy a Kazan, y no quisiera irme sin saber su opinión. ¡Sacrifíqueme usted media hora… sólo media hora!
Pavel Vasilich no era hombre de gran voluntad y no sabía negarse. Cuando vio a la señora disponerse a llorar y a prosternarse ante él, balbuceó:
-Bueno, acepto… Si no es más que media hora…
La señora Murachkin lanzó un grito de triunfo, se quitó el sombrero, se sentó, y empezó a leer.
Leyó primeramente cómo el criado y la criada hablaban largo y tendido de la señorita Ana Sergeyevna, que ha hecho edificar en la aldea una escuela y un hospital. Después del diálogo con el criado la criada recita un monólogo conmovedor sobre la utilidad de la instrucción; luego vuelve el criado y refiere que su señor, el general, mira con malos ojos la actividad de su hija Ana Sergeyevna; quiere casarla un oficial, y considera un lujo inútil la instrucción del pueblo. Después el criado y la criada se marchan y entra Ana Sergeyevna en persona. Hace saber al público que se ha pasado en claro la noche pensando en Valentín Ivanovich, hijo de un pobre preceptor y mozo de nobles sentimientos, que mantiene a su padre enfermo. Valentín es un hombre instruidísimo, pero en extremo pesimista. No cree ni en el amor ni en la amistad, encuentra estúpida la vida y quiere morir. Ana Sergeyevna está decidida a salvarlo.
Pavel Vasilich escuchaba y pensaba en su diván, en el que tenía la costumbre de descansar un poco después del almuerzo. De vez en cuando lanzaba a la señora Murachkin una mirada llena de odio.
-¡Que el diablo te lleve! -pensaba-. ¿Qué culpa tengo yo de que hayas escrito un drama estúpido? ¡Qué cuaderno, Dios mío! ¡No se acaba nunca!
Miró el retrato de su mujer, colgado en la pared, y recordó que aquélla le había encargado que comprase y llevara a la casa de campo cinco metros de cinta, una libra de queso y unos polvos para los dientes.
-¿Dónde he puesto yo la muestra de la cinta? -pensaba-. Creo que está en el bolsillo de la chaqueta… Con tal que no se pierda… Las malditas moscas han manchado el retrato. Le tendré que decir a Olga que lo limpie… Esta endemoniada está leyendo ya la escena octava; el primer acto está, probablemente, tocando a su fin… Pobre señora, está muy gruesa para tener inspiración. Qué idea más graciosa la de meterse a escribir dramas! Mas valía que hiciera medias o que cuidase a las gallinas…
-¿No le parece a usted este monólogo demasiado largo? -preguntó de pronto la señora Murachkin, levantando los ojos del cuaderno.
Él no había oído palabra de dicho monólogo, y ante la pregunta inesperada manifestó gran confusión.
-¡Nada de eso! Al contrario, me gusta mucho.
La señora Murachkin puso una cara gozosísima, radiante de dicha, y continuó leyendo:
«Ana. Te entregas con exceso al análisis psicológico. Olvidas demasiado el corazón y atribuyes a la razón excesiva importancia. Valentín. ¿Y qué es el corazón? Es un concepto anatómico, un término convencional, sin sentido alguno para mí. Ana (Turbada.) ¿Y el amor? ¿Dirás también acaso que no es sino el producto de la asociación de ideas?… Valentín (Con amargura.) ¡No abramos las viejas heridas! (Una pausa.) ¿En qué piensas?. Ana. Sospecho que no eres feliz.»
Durante la lectura de la escena diez y seis, Pavel Vasilich bostezó de un modo en absoluto inesperado, y él mismo se asustó de su poca galantería. Para disimularla se apresuró a dar a su rostro la expresión de un hombre que escucha con gran interés.
-La escena diez y siete -se dijo- y el primer acto aun no se ha acabado. ¡Dios mío! Si esto se prolonga diez minutos más, no sé qué voy a hacer… ¡Es insoportable!
Al fin la dramaturga leyó con voz triunfante:
«¡Telón!»
Pavel Vasilich lanzó un suspiro de alivio y se dispuso a levantarse; pero la señora Murachkin volvió la página y, sin haberle dado tiempo para respirar, continuó leyendo:
«Acto segundo. La escena representa una calle de la aldea. A la derecha, la escuela; a la izquierda, el hospital. En la escalinata del hospital están sentadas unas campesinas.»
-¡Perdóneme! -interrumpió Pavel Vasilich-. ¿Cuántos actos son?
-¡Cinco! -respondió rápida la señora Murachkin; y, como si temiera que echase a correr, continuó a toda prisa:
«En la ventana de la escuela se encuentra Valentín. En el fondo se ve a los campesinos salir y entrar en la taberna.»
Como un condenado a muerte que hubiera perdido toda esperanza de ser indultado, Pavel Vasilich no se hizo ya ilusiones, y se resignó. Sólo se preocupó de tener los ojos abiertos y de conservar en el rostro una expresión atenta. El momento dichoso de su porvenir en que aquella señora acabase la lectura del drama y se fuera le parecía muy lejano.
-Rim, run, run… run, run, run -zumbaba sin tregua en su oído la voz de la señora Murachkin.

-Se me había olvidado tomar bicarbonato -pensaba-. Tengo que cuidarme el estómago… Antes de marcharme iré a ver a Smírrov… ¡Calla, un pajarito se ha parado en la ventana! Debe de ser un gorrión.
Sus párpados parecían de plomo, y hacía esfuerzos sobrehumanos para no dormirse. Bostezó y miró a la señora, que tomó ante sus ojos soñolientos formas fantásticas; comenzó a oscilar, y se convirtió en un ser tricéfalo, que llegaba al techo. La señora leía:
«Valentín. No, permíteme que me vaya. Ana Asustada ¿Por qué? Valentín (Aparte.) ¡Se ha puesto pálida! (A ella.) No, no me obligues a que te diga las verdaderas razones. ¡Prefiero morir a decírtelas! Ana (Tras una corta pausa.) ¡No, no puedes partir!… »
La señora Murachkin empezó a inflarse, a inflarse. No tardó en parecerle a Pavel Vasilich una enorme montaña que llenaba toda la estancia; luego, súbitamente, se hizo muy pequeñita cómo una botella, y desapareció después con la mesa que había ante ella. Pero siguió leyendo:
«Valentín (Sosteniendo en sus brazos a Ana.) ¡Tú me has resucitado! ¡Tú me has enseñado el sentido de la vida! ¡Has sido para mi alma seca como una lluvia bienhechora! Pero, ¡ay!, es demasiado tarde. Soy una víctima de una enfermedad incurable.»
Pavel Vasilich se estremeció y fijó una mirada vaga, estúpida, en la señora Murachkin. Durante un minuto la miró así, sin comprender nada, perdido en absoluto el sentido de la realidad.
«Escena undécima. Los mismos; después, el barón y el oficial de policía. Valentín. ¡Deténganme! Ana ¡Y a mí también, le pertenezco! La amo más que a mi vida. El barón Ana Sergeyevna, olvidas el daño que tu conducta causará a tu noble padre… »
La señora Murachkin empezó nuevamente a inflarse, se hizo grande como una montaña, llenó toda la estancia. Entonces Pavel Vasilich, dirigiendo en torno suyo miradas salvajes, lanzó un alarido de terror, tomó de la mesa un pesado pisapapeles, y con todas sus fuerzas lo descargó sobre la cabeza de la señora Murachkin.
-¡Deténganme, la he matado! -dijo momentos después, cuando acudió la servidumbre.
El jurado dictó un veredicto de inculpabilidad.

Antón Chéjov

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