XXIII
Para qué me preguntas. Todos moriremos.
Eso no me ayuda.
No, realmente no.
Gunnard Ekelof
Lo que importa
es estar vivo
y entrar a la casa
en el desolado mediodía de la vida.
El río pasa recogiendo la calle polvorienta.
Los satélites artificiales pueden rodear la Tierra,
pero nada saben de ellos los bueyes enyugados a las
carretas.
Es el mismo de otro siglo el gesto del campesino al
descargar un saco de trigo,
el polvillo de la molienda danza en el sol sin memoria,
escuchamos el trote de los ratones entre los sacos
dormidos en la bodega,
y el oculto resplandor de las cosas
tiene un secreto revelado por los aromos.
Escucho el pitazo del tren
cortando en dos al pueblo.
El pueblo donde pedí tres deseos al comer las primeras
cerezas,
donde me regalaron una lámpara humilde que no he vuelto a
hallar,
el pueblo que tenía unos pocos miles de habitantes cuando
nací,
y fue fundado como un Fuerte
para defenderse de los mapuches
(todo eso era nuestro Far West).
El pueblo donde aún humean mantas junto a cocinas a leña,
y el invierno es la travesía de un tempestuoso océano.
Si me pidieran recordar
algo más allá de las calles donde di los primeros pasos
no sabría mucho que decir.
Creo que he estado en otros países.
He visto día a día en las ciudades vehículos iluminados
como trasatlánticos
llevar rostros fatigados de un matadero a otro.
«La vida es un pretexto para escribir dos o tres versos
cantantes y luminosos» , escribió Alexander Block,
pero tal vez yo no sea de verdad un poeta.
Me amo a mí mismo tanto como a mi prójimo,
pero estoy dispuesto a desaparecer junto a todo mi
prójimo.
Puedo rezar sin creer en Dios.
A las noticias del día
suelo preferir leer memorias de oscuros personajes de
otras épocas
o contemplar los gorriones picoteando maravillas.
De nuevo alguien ve derrochar
los yuyos su oro al viento.
Alguien va a temer cada mañana que el sol no regrese,
alguien aprenderá a leer en diarios que anuncian
nuevas guerras,
alguien en la noche
va a tomar un carbón encendido para trazar círculos de
fuego
que lo protejan de todo mal.
Quedaré solo en un bosque de pinos.
De pronto veré alzarse los muros al canto de los gallos.
Podré pronunciar mi verdadero nombre.
Las puertas del bosque se abrirán,
mi espacio será el mismo que el de las aves inmortales
que entran y salen de él,
y los hermanos desconocidos sabrán que ya pueden
reemplazarme.
Debo enfrentar de nuevo al río.
Busco una moneda.
El río ha cambiado de color.
Veo sin temor
la canoa negra esperando en la orilla.
(Septiembre 1963 -febrero 1964, Lautaro-Santiago)
De "Crónica del forastero" 1968
Jorge Teillier
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