I
He oído decir alguna vez que poesía es lo
que hace el poeta. La tarea es partir desde ese lugar y tratar de establecer
qué es poesía para quien ejerce ese "monótono oficio o arte".
En un principio poesía eran para mí los
extraños trozos de pareja tipografía medida y rimada que aparecían en los
libros de lectura, esos versos que hay que aprender de memoria (y no de corazón
como se dice en francés); de donde surgen el caballo blanco que nos va a llevar
de aquí, las loas a los padres de la patria, los versos a la madre que el mejor
alumno declama en el proscenio.
Para empezar entonces, la poesía es lo
distinto al lenguaje convencional, por una parte, y por otra, "lo
bello", lo idealizado como las cuatro estaciones en los cuadros donde se
aprende idioma. Dos son las poesías escolares que aún recuerdo: una me atrajo
por la anécdota: "La canción del pirata" de Espronceda ("La luna
en el mar riela / y en la lona gime el viento), y la otra de García Lorca:
"Naranjita de oro/ de oro y de sol", donde las palabras me sonaban
como un encantamiento análogo al de las rondas entonadas por las vecinas al
atardecer.
No recuerdo haber intentado escribir poema
alguno hasta los doce años de edad. La poesía me parecía algo perteneciente a
otro mundo y prefería leer en prosa. Leía como si me hubiesen dado cuerda, así
como relata Pasternak que veía leer a los moscovitas en los trenes de 1941
ajenos al cañoneo alemán venido de unos pocos kilómetros. Leía de todo, desde
cuentos de hadas y El Peneca hasta Julio Verne, Knut Hamsun y Pannait Istrati
por quien aún vuelan los cardos en el Baragán.
Desde los doce años escribía prosa y
poemas, pero en Victoria, ciudad donde aún suelo vivir, fue donde escribí mi
primer poema verdadero, a eso de los dieciséis años, o sea, el primero que vi,
con incomparable sorpresa, como escrito por otro.
Sobre el pupitre del liceo nacieron buena
parte de los poemas que iban a integrar mi primer libro Para ángeles y
gorriones, aparecido en 1956. Mi mundo poético era el mismo donde también ahora
suelo habitar, y que tal vez un día deba destruir para que se conserve: aquel
atravesado por la locomotora 245, por las nubes que en noviembre hacen llover
en pleno verano y son las sombras de los muertos que nos visitan, según decía
una vieja tía; aquel poblado por espejos que no reflejan nuestra imagen sino la
del desconocido que fuimos y viene desde otra época hasta nuestro encuentro,
aquel donde tocan las campanas de la parroquia y donde aún se narran historias
sobre la fundación del pueblo. Y también aparecían los poetas; el primero de
todos Paul Verlaine, cuyos versos rimaban con las campanas y los pájaros y cuya
poesía fue la primera que aprendí a ver viva sin necesitar otra cosa que el
sonido, y luego Rubén Darío, López Velarde y Luis Carlos López, provincianos
cursis y universales, y también los chilenos: Vicente Huidobro, cuya antología
leía en la Pascua de 1949, y Omar Cáceres que me fue descubierto por Miguel
Serrano en su Ni por mar ni por tierra ("La brújula del alma señala el
sur"), y Pezoa Véliz y Alberto Rojas Giménez y Romeo Murga que hablaba por
nosotros a las muchachas con las que no podíamos hablar. Sin embargo, aclaro
que nunca hubo para mí distinción entre poetas chilenos y poetas extranjeros.
Se es o no es poeta, y allí no caben nacionalidades. Más aún, creo que es un
signo de madurez no preguntarse ya "qué es lo chileno". Las personas
adultas no se preguntan quién son, sino cómo van a actuar. También las
colectividades adultas, me parece.
Nuestra poesía siempre ha tendido a la
universalidad, que fundamentalmente se obtiene por el lenguaje imperecedero de
la imagen. "La muerte que está ante mí como el chubasco que se aleja"
del arpista del Antiguo Egipto es también, "la muerte es grande y somos
los suyos" de Rilke, y la misma nieve recuerda a las damas de antaño de
Villon y es como la soledad en Rilke, y el tiempo es un río en Heráclito y
Jorge Manrique.
Pero vuelvo a 1953... cuando como todo
provinciano debí hacer el viaje bautismal de hollín de trenes de entonces a
Santiago, atravesando la noche como en un vientre materno hasta asomarse a la
lívida madrugada de boca amarga de la Estación Central. Por esos años el héroe
poético de mi generación era Pablo Neruda, que perseguido por el Traidor se
dejaba crecer barba y atravesaba a caballo la Cordillera y desde México
lamentaba que los jóvenes leyeron Residencia en la tierra y llamaba a cantar
con palabras sencillas al hombre sencillo y en nombre del realismo socialista
convocaba a los poetas a construir el socialismo. Hijo de comunista,
descendiente de agricultores medianos o pobres y de artesanos, yo
sentimentalmente sabía que la poesía debía ser un instrumento de lucha y
liberación y mis primeros amigos poetas fueron los que en ese entonces seguían
el ejemplo de Neruda y luchaban por la Paz y escribían poesía social.
Pero yo era incapaz de escribirla, y eso me
creaba un sentimiento de culpa que aún ahora suele perseguirse. Fácilmente
podía ser entonces tratado de poeta decadente, pero a mí me parece que la
poesía ser entonces tratado de poeta decadente, pero a mí me parece que la
poesía no puede estar subordinada a ideología alguna, aun cuando el poeta como
hombre y ciudadano (no quiero decir ciudadano elector, por supuesto) tiene
derecho a elegir la lucha a la torre de marfil o de madera o cemento. Ninguna
poesía ha calmado el hambre o remediado una injusticia social, pero su belleza
puede ayudar a sobrevivir contra todas las miserias. Yo escribía lo que me
dictaba mi verdadero yo, el que trato de alcanzar en esta lucha entre mí mismo
y mi poesía, reflejada también en mi vida. Porque no importa ser buen o mal
poeta, escribir buenos malos versos, sino transformarse en poeta, superar la
avería de lo cotidiano, luchar contra el universo que se deshace, no aceptar
los valores que no sean poéticos, seguir escuchando el ruiseñor de Keats, que
da alegría para siempre. De qué le vale escribir versos a tanto personaje
resentido y sin puerta de escape que vemos deambular por el mundo literario.
II
A su debido tiempo, me parece que todo
poeta en esta sociedad se suele considerar un sobreviviente de una perdida
edad, un ente arcaico. La poesía es una enferma grave, a la que se le toleran
algunos caprichos en espera de su futura muerte, y también la Cenicienta (para
editores) de los géneros literarios aun cuando la novela sea "la poesía de
los tontos" según dice mi amigo el poeta Molina Ventura.
La burguesía ha tratado de matar a la
poesía, para luego coleccionarla como objeto de lujo. Me parece un signo de
estos tiempos ver cómo medio mundo reúne cosas que nunca se usarán: volantines
que jamás se enredarán en un árbol, botellas que nunca recibirán vino, redes de
pescadores que no sirven para atrapar un pez, llaves mohosas para ninguna
puerta, "posters" con efigies de muertos que de algún modo se
contribuyó a matar. El poeta es un ser marginal, pero de esta marginalidad y de
este desplazamiento puede nacer su fuerza: la de transformar la poesía en
experiencia vital, y acceder a otro mundo, más allá del mundo asqueante donde
se vive. El poeta tiende a alcanzar su antigua "conexión con el dínamo de
las estrellas", en su inconsciente está su recuerdo de la "edad de
oro" a la cual acude con la inocencia de la poesía. Si soy extraño en este
mundo no soy extraño en mi propio mundo, reflexiona el creador, y a la larga,
en poesía, "lo que no es práctico resulta ser lo práctico" como
escribía Gunnar Ekelof. Pienso en dos poetas chilenos ya fallecidos que pagaron
con su vida su calidad de poetas: Teófilo Cid y Carlos de Rokha, ambos
"amateurs de la lepra", en nuestro medio. Sí, la poesía considerada
como la lepra en este mundo en donde está muriendo la imaginación, en donde la
inspiración está relegada al desván de los muebles viejos. Astronautas
antisépticos y en esterilizados vehículos llegarán a la luna a plantar sus
pequeñas banderas, y a transmitir mensajes sin sentido, serán artistas de circo
en la "caja de los idiotas" de la TV. Al contrario, pienso en los
verdaderos conquistadores como Cristóbal Colón que parte sin mapas junto con un
equipo de locos y presidiarios hasta que aparece el Nuevo Mundo que surge
gracias a su visión; en Ponce de León muriendo en pos de la Fuente de la
Juventud; Gonzalo Pizarro yendo hacia El Dorado; el Padre Meléndez en estrechas
chalupas bogando por los canales hacia la Ciudad de los Césares. Qué puede ver
el ciudadano del siglo XX en la Luna sino un pequeño satélite cuya probable
utilidad será la de depósitos de perfeccionados proyectiles nucleares, allí
donde las jóvenes irlandesas veían al rostro de su futuro amado, los puritanos
de Boston a un duende maléfico, los nativos de Samoa una anciana hilando nubes,
los niños de hace treinta años a la Sagrada Familia rumbo a Egipto. El poeta es
el guardián del mito y de la imagen hasta que lleguen tiempos mejores.
III
Creo que todos mis libros forman un solo
libro, publicado en forma fragmentaria, a excepción de Crónica del Forastero.
Me parece que difícilmente uno tiene más de un poema que escribir en su vida.
Hay varias tendencias en mis libros que van de Para ángeles y gorriones (1956)
hasta Poemas del País de Nunca Jamás (1963); una descriptiva del paisaje visto
como un signo que esconde otra realidad (como en los poemas "El
Aromo" o "Molino de Madera"), otra como la historia de un
personaje contada con un marco de referencia que es siempre la aldea (así en
"Historia de Hijos Pródigos"), otra como el afrontar el problema del
paso del tiempo, de la muerte que subyace en nosotros revelada como el fuego
revela la tinta invisible por medio de la palabra (los poemas "Domingo a
domingo" u "Otoño secreto"). En este sentido quiero hacer
destacar que para mí la poesía es la lucha contra nuestro enemigo el tiempo, y
un intento de integrarse a la muerte, de la cual tuve conciencia desde muy
niño, a cuyo reino pertenezco desde muy niño, cuando sentía sus pasos subiendo
la escalera que me llevaba a la torre de la casa donde me encerraba a leer. Sé
que la mayoría de las personas que conozco y conocemos están muertas, que creo
que la muerte no existe o existe sólo para los demás. Por eso en mis poemas
está presente la infancia, porque –para mí– el tiempo más cercano a la muerte y
en donde verdaderamente se entiende lo que significa. Por otra parte, yo no
canto a una infancia boba, en donde está ausente el mal, a una infancia idealizada;
yo sé muy bien que la infancia es in estado que debemos alcanzar, una
recreación de los sentidos para recibir limpiamente la "admiración ante
las maravillas del mundo". Nostalgia sí, pero del futuro, de lo que no nos
ha pasado, pero que debiera pasarnos.
Siguiendo con mis libros, Los trenes de la
noche es un solo poema escrito también de un solo golpe, en un viaje de
Santiago a Lautaro, mirando por la ventanilla del tren nocturno, escribiendo
unos versos en un cuaderno de croquis tras salir a respirar a la pisadera del
carro, tras bajarme rápidamente en las estaciones de donde parten los ramales,
a tomar un vaso de vino. El paso del tren representa el tiempo que las
locomotoras van dividiendo en forma implacable en el pueblo natal que
atraviesan por la mitad. Alguna vez correrá un último tren, pensaba yo, cuál
será ese último tren, así como tantas veces pienso quién pronunciará por última
vez mi nombre, quién leerá por última vez un poema mío.
Crónica del Forastero es un libro con menos
revelación, menos visión lírica, un intento fallido tal vez de cambiar mi
expresión habitual por el relato, a costa unas veces del relato, otras de la
tensión lírica. Pero uno muchas veces no es responsable de lo que hace. Mi
intento era el de revivir a través de un personaje lírico la historia o mejor
dicho la intrahistoria de la Frontera, nuestro Far West, donde nace en el Siglo
XVI la poesía chilena con Pedro de Oña y Ercilla; esa zona tan singular nacida
de la fusión de tres razas; revivir a los (y mis) antepasados, proyectar una
historia mítica en un presente que debe cambiarse. Yo debía transformarme en
una especie de médium para que a través de mí llegara una historia, y una voz
de la tierra que es la mía, y que se opone a la de esta civilización cuyo
sentido rechazo y cuyo símbolo es la ciudad en donde vivo desterrado, sólo para
ganarme la vida, sin integrarme a ella, en el repudio hacia ella. Es posible
que esta "Crónica" sea un primer intento que alguna vez retomaré, un
primer paso hacia un poema épico para el cual todavía no estoy preparado. Mi
trabajo actual está orientado en otro sentido, que no creo del caso hablar
ahora, para utilizar figuras manidas, la primavera trabaja mudamente las raíces
del trigo que va a aparecer. Tal vez sí apunte a una contradicción de mí mismo,
una contradicción dolorosa, porque yo no soy poeta de la aventura, sino del
orden, aun cuando admire a los innovadores auténticos, por supuesto. Pero sí,
quiero establecer que para mí lo importante en poesía no es el lado puramente
estético, sino la poesía como creación del mito, y de un espacio y tiempo que
trasciendan lo cotidiano, utilizando muchas veces lo cotidiano. La poesía es
para mí una manera de ser y actuar, aun cuando tampoco puedo desarticularla del
fenómeno que le es propio: el utilizar para su fin el lenguaje justo para este
objeto. Mi instrumento contra el mundo es otra visión del mundo, que debo
expresar a través de la palabra justa, tan difícil de hallar. Porque el poema
no debe (como dice Archibald McLeish) "significar sino ser". Tal vez
lo que importa no es dar en el blanco, sino lanzar la flecha. Y de nada vale
escribir poemas si somos personajes antipoéticos, si la poesía no sirve para
comenzar a transformarnos nosotros mismos, si vivimos sometidos a los valores
convencionales. Ante el "no universal" del oscuro resentido, el poeta
responde con su afirmación universal.
IV
Nunca he pensado escribir una poesía
original, ni me tengo por un ser sin antepasados poéticos. Cada poeta tiene una
línea que va siguiendo. Es la mía la de Francis Jammes, Milocz en alguna de sus
etapas, René Guy Cadou —un poeta con cuya visión del mundo creo tener
afinidad—, Antonio Machado, para citar a los poetas principales, y en las
lenguas que puedo leer en versiones originales, lo que me parece fundamental.
En prosa, la línea de Robert Louis Stevenson, Alain Fournier, Selma Lagerlof,
cierto Knut Hamsum, Edgar Allan Poe (Arturo Gordon Pym). En Chile, alguna vez
me adscribí a un cierto sentido de la poesía que yo mismo llamé
"lárica" (ver Boletín de la Universidad de Chile, número 56, 1965, mi
trabajo "Los poetas de los lares"), y en donde están, entre otros,
Efraín Barquero y Rolando Cárdenas, para citar sólo a mis coetáneos. A través
de la poesía de los lares yo sostenía una postulación por un "tiempo de
arraigo", en contraposición a la moda imperante e impuesta por ese tiempo,
por un grupo ya superado, el de la llamada Generación del 50, compuesto por
algunos escritores más o menos talentosos, por lo menos en el sentido de la
ubicación burocrática, el conseguir privilegios políticos, el iniciar empresas
comerciales, representantes de una pequeña burguesía o burguesía venida a
menos. Ellos postulaban el éxodo y el cosmopolitismo llevados por su
desarraigo, su falta de sentido histórico, su egoísmo pequeño burgués. De allí
ha nacido una literatura que tuvo su momento de auge por la propaganda y autopropaganda,
pero que por frívola y falta de contacto con la tierra, por pertenecer al
oscuro mundo de la desesperanza ha caducado en pocos años. La pretendida crisis
de la novela chilena no es, tal vez, sino crisis de la inautenticidad, de
renuncia a las raíces, incluso a las de nuestra tradición literaria, por pobre
que sea. En cambio, la mayor parte de nuestros poetas se mantienen fieles a la
tierra, o vuelven a ella, como es el caso desde Neruda y Pablo de Rokha a
Teófilo Cid y Braulio Arenas, ex surrealistas; o como en los más destacados
poetas de la última generación, la poesía es expresión de una auténtica lucha
por esclarecerse a sí misma, o por poner en claro la vida que la rodea. Pero
mejor que yo lo dice Rilke: "Para nuestros abuelos una torre familiar, una
morada, una fuente, hasta su propia vestimenta, su manto, eran aún
infinitamente más familiares; cada cosa era un arca en la cual hallaban lo
humano y agregaban su ahorro de humano. He aquí que hacia nosotros se
precipitan llegadas de EE.UU cosas vacías, indiferentes, apariencias de cosas,
trampas de vida... Una morada en la acepción americana, una manzana americana,
o una viña americana nada tienen de común con la morada, el fruto, el racimo en
los cuales había penetrado la esperanza y la meditación de nuestros abuelos...
La cosas dotadas de vida, las cosas vividas, las cosas admitidas en nuestra
confianza, están en su declinación y ya no pueden ser reemplazadas. Somos tal
vez los últimos que conocieron tales cosas. Sobre nosotros descansa la responsabilidad
de conservar no solamente su recuerdo (lo que sería poco y de no fiar), sino su
valor humano y lárico". Hasta aquí Rilke (1929). Y no se debe añadir nada
más. Dentro del mismo Estados Unidos los movimientos de los beatniks y los
hippies recuperan también este mundo del "lar".
V
Lo he dicho entre líneas, pero ahora quiero
hacerlo explícito: el personaje que escribe no soy necesariamente yo mismo, en
un punto estoy como un ser consciente, en otro la creación que nace del choque
mío contra mi doble, ese personaje que es quien yo quisiera ser tal vez. Por
eso el poeta es quizás uno de los menos indicados para decir cómo crea. Cuando
el poeta quiere encontrar algo se echa a dormir, me parece que lo dice León
Felipe. Habitualmente el poema nace en mí como un vago ruido que debe organizarse
alrededor de la palabra o la frase clave o una imagen visual que ese mismo
ruido o ritmo mejor dicho, concita. No puedo concebir luego el poema en la
memoria, sino que debo escribir la palabra o frase clave en un papel, y ver
cómo se van organizando alrededor de ella las demás. Nunca corrijo, sino que
escribo varias versiones, para elegir una, en la cual trabajo. A veces queda
limpia de toda intervención posterior, otras veces empiezo a podar y corregir
en exceso, quitando espontaneidad. Creo que algo de eso me ocurrió en la
Crónica del Forastero. Pero en realidad, nunca sé en verdad lo que voy a decir
hasta que no lo he dicho.
VI
Releo este trabajo, como de costumbre me
siento disconforme de él, pero hemos llegado a un fin y eso no carece de
importancia.
Me molesta el tono impostado y dogmático
que he solido adoptar, así como el de querer decir verdades últimas. De veras,
muchas veces no sé si soy poeta o no, no sé si sobrevivirá de lo que he escrito
por lo menos "algunas palabras verdaderas" como pedía Antonio
Machado. Pero "nuestra duda es nuestra pasión y nuestra pasión es nuestra
tarea". No soy humilde, al estilo de los que dicen, como decía la violeta,
"a humilde a mí no me la gana nadie", pero tampoco seguro de si lo que
escribo vale ante los demás y ante mí mismo. Tal vez alguna vez ya no escriba
más poesía, tal vez siga en esta tarea que nadie sino yo mismo me he impuesto,
no para vender nada, sino para salvar mi alma, en el sentido figurado y
literal.
Bien, si difícilmente he podido comunicar
algo pido disculpas afirmando como lo hace Humpty Dumpty en Alicia a través del
espejo que las palabras no significan sino lo que nosotros queremos que
signifiquen. De todos modos, para terminar diré que "el vino y la poesía
con su oscuro silencio" dan respuesta a cuanta pregunta se le formule y
que si mi amigo el poeta Nicanor Parra escribe "Total cero" en un
"artefacto" de epitafio a Pablo de Rokha yo prefiero decir con Paul
Eluard que "toda caricia, toda confianza sobrevivirá", y con René
Char: "A cada derrumbe de las pruebas el poeta responde con una salva por
el porvenir".