Apenas es
casi es
cuando llega
bienvenido sea
así como es
su casi
su apenas
vientito
que ya se va
que ya se fue.
Jorge Luis Carranza
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Jorge Luis Carranza
Camino que sales
del corazón
canto que apenas
se oye
rompimos el mundo
el aire da señales
tus banderas
se mueven
ondean
tus banderas
camino que sales
del corazón
estamos rotos
llevas desierto
dolor llevas
vallecitos tibios
llevas
el oro
de lo pequeño
llevas
no olvides
siempre hay una guerra
siempre
terco
sin rumbo fijo
vas
insistes
vas
canto hermoso
único
que apenas
se oye.
Jorge Luis Carranza
Se ahogó mi risa
Se ahogó mi risa en el espejo.
Largo crujido siniestro lanzó a la noche el cristal de
plata.
Una, dos… calló la hora, metal frío de planeta en la
rigidez del páramo.
Epiléptica de calentura la luna se dio a los balcones.
Y el cadáver de mi risa es una esmeralda blanda
que al deshacerse vuelve en la superficie argollas y
cruces brillantes.
Teresa Wilms Montt
De Anuarí (1919)
Los tres cantos
III
La noche
¡Llora, alma mía, llora!
¡Llora con la noche desolada, llora con sus estrellas que
son rutilantes lágrimas cristalinas de misterio! llora con la negra serenidad
del paisaje y las heladas rocas en el horizonte esfumado; llora con el ave
agorera en el enredo de los cipreses, y con la sierpe desencantada en el hueco
de las montañas!
¡Llora, alma mía, con la angustia de los muertos
olvidados, y con los restos náufragos
donde habitó la vida!
¡Llora con el puente inservible, que sume en el agua la
mitad de su cuerpo, y con la belleza tétrica de las estatuas mutiladas!
¡Llora, alma mía, con el mar bravío, que emociona a1
cielo con su rugir salvaje, y llora
con la cuna vacía!
¡Llora con el éxtasis de los lagos turbios y con la
mirada yerta de la lámpara apagada!
¡Llora con el alud de nieve que purifica el llano y hace
a1 hombre más bueno!
¡Llora con el paria, y con la mujer repudiada en su lecho
de hospital!
¡Llora, alma mía, llora con la madre a quien la
brutalidad del hombre arrancó sus hijos y
la ha dejado sola en medio de la vida!
¡Llora, alma mía, con los que no tienen consuelo, que,
como muertos con alma, no aguardan nada ni a nadie esperan!
¡Llora, que tu destino es el llanto!
¡Noche hermana! Pupila inconsolable que de tanto llorar
has quedado ciega.
¡Oh, noche! Niobe del orbe. En tus brazos encuentro el
sitio propicio para hundir mi cabeza henchida de sollozos. En tus sombras sigo
yo, paso a paso, el destino de mi espíritu errante.
¡Oh, noche! Si de llorar te volviste sombría, las
lágrimas que derramaste, piadosas de tu tristeza, se volvieron estrellas para
iluminarte ; pero las mías, ¡noche!, son como goterones delava que van surcando
mis ojeras y cavandolentamente la tumba de mis ilusiones.
En tu lobreguez despótica de reina inconsolable,
encuentro un sentimiento hermano; y es ahí, en el terciopelo de la vestidura
que arrastras, donde quisiera envolverme como en un cendal y quedarme dormida.
Si, quedarme dormida ¡oh, noche! cantando una canción de cuna, meciendo en mi
alma a las dos criaturas que me arrancó la vida; cantando en mi alma a1 amor
que me arrancó la muerte.
Madre de los vivos y de los muertos, ¡oh, Naturaleza!
Cuida del dormido que sepult6 en tus brazos su alma
joven. Evita que losgusanos perforen sus ojos, que fueron astros de amor, y
cuida de su boca tersa donde sonreía la vida ;que en su rostro, con carnes de
topacio, no se enseñoreé la muerte y lo ponga lívido; cuida ¡oh, Naturaleza!
para que un rayo de sol sea su eterno cirio y, atravesando las entrañas de la
tierra, llegue a acariciarlo como una dicha; cuida que su cuerpo permanezca
bello, que la negrura del misterio no maltrate su morbidez; que sus manos, nidos
de caricias y energías, queden frescas como tus plantas y tus flores; cuida de
que sus pies, que siempre anduvieron de prisa en busca del bien, sean
respetados como dos queridas reliquias, y cuida de su coraz6n, que fue el cofre
donde encerró, la vida la esencia de su belleza.
¡Naturaleza, mi Dios! De rodillas, junto a esta tumba
amada, te imploro como una hija
en agonía a su madre cariñosa. ¡Cuida de el! Cuida del
que me dió la sensación de aurora en el frío ocaso de mi tristeza; cuida y no
lo maltrates; en cambio toma de mi la juventud para alimento de tus roedores
necropófagos, y la sangre de mis arterias, para que se embriaguen como en un
rojo vino de olvido.
¡Naturaleza! Por el ruido de tu mar preferí el rugir de
las pasiones; por la paz de tu llanura y la ondulación de tus montañas, las
tortuosas inquietudes y las alturas de la farsa humana.
Troqué el canto de sus aves por las palabras halagadoras
y engañosas, y por la luz de tu sol, losfuegos fatuos del siglo, que me
hicieron caminar como una sonámbula errante.
¡Perdón, madre de mi juventud! Ahora, que llego a echarme
en tu tierra, cansada de luchar, con los ojos ciegos por el llanto; ahora, que
mi alma es un pájaro herido y sin alas vengo a implorarte que me recojas en tu
seno.
Ven, muerte luminosa. Con santa piedad cierra mis
párpados quemantes;sella mi boca
para que cese de imprecar; purifícala, como a Isaías el
leño encendido; calma la fatiga de mi cuerpo, y con tu bálsamo de nieve alivia
el dolor de mis pies mutilados.
Ven, muerte, y dame el supremo abrazo que hace majestuosa
a la criatura miserable.
Ven, muerte, a libertar mi cuerpo de su yugo espiritual.
Quiero volver a la tierra, confundirme con el polvo,
fecundar sus entrañas con mi sangre, y sentir sobre mi piel su noble caricia
perfumada.
Quiero que penetre en mis huesos el agua de losríos, para
que a ellos lleguen a refrescarse los gusanos.
He de ser la hierba humilde que embellece los campos, y
la piedra donde reposa su cabeza el exhausto peregrino.
He de ser manantial donde vaya a apagar la sed el rebaño
y donde se miren las nubes blancas, que van de prisa.
Mis brazos se levantarán, como gajos florecidos a
bendecir el azul; mis piernas serán dos sólidas columnas que servirán de apoyo
a las flores trepadoras; y mi cabeza, todavía gloriosa de pensamiento, se
erguirá en forma de laurel que brinde ilusión y dulzura a las almas solitarias.
¡Ven, muerte! Ansío sentir en las llagas del pecado la
santidad de la tierra que me cubra. Que mis ojos cansados de mirar horrores se
diluyan en lágrimas eternas.
¡Ven, muerte, acúname en tus huesudos brazos; dadme el
beso del olvido!
Es con ellos que se siente fuerte, y es a ellos a quienes
se entrega sin recelos, blandamente, como un devoto a su Dios.
Muertos míos ; sublimes amados. Viviré entre vosotros;
seré un dormido caprichoso sin sueño de hielo, pero con su glacial reposo.
Seré la madrecita de todos, que llegue cargados los
brazos de flores, de esas flores que vosotros no podéis coger con vuestros
rígidos dedos.
Seré la novia casta que os dé toda la intensidad de su
virgen dolor entre lápidas y piedras.
Seré vuestro día, vuestro sol, vuestra noche de luna.
¡Oh, muertos míos! Nadie vendrá a disputarme este privilegio ; los vivos tienen
tanto por qué olvidaros en su lucha por los honores.
Ellos no saben que en vuestro país se halla la clave del
enigma.
¡Muertos míos, muertos míos! Las ondas de mi mar interior
se llenan, preñadas de dulzuras a1 borde de vuestros lechos.
Soy buena, soy buena. ¡Benditos vosotros, que habéis
hecho que yo me encontrara!
Bendito tú que me has purificado con tu muerte.
Buscando la luz llegué hasta las tinieblas y allí la
encontré; la encontró entre húmedas
tumbas y sarcófagos, entre maderas podridas y agujereados
plomos.
Me guió en el camino un grimillón de hormigas que en
ordenada fila hacían sus paseos subterráneos, cargadas de hojitas y pétalos,
que caen como migajas de un festín de recuerdo a los pies de los muertos.
Allí encontró la luz, la verdad y el amor.
El cielo se hace más frágil en el país de los
dormidos;tiene tonalidades nacaradas que se ofrecen con humilde suavidad a las
fosas, y en el sol hay menos deseo de irradiación, más pulcritud en su oro que
en los campos, donde vuelve brillante, como llamas avivadas por el viento, a
las espigas maduras.
He escuchado la conversación de los que se fueron, que es
un murmullo caricioso; y tengo envidia. ¡Hay tanta belleza en la sencillez y el
frío!
Cada muerto es un bloque de nieve inmaculada que esparce
su blanca serenidad como una hostia excelsa de perdón y olvido.
Cada muerto es una bondad honda, inmutable.
Cada muerto es un ejemplo de muda abnegación.
Allí, entre los muertos, encuentro mi espíritu, y es con
ellos que locomparten sus graves ternuras.
Teresa Wilms Montt
De Los tres cantos
Los tres cantos
II
El crepúsculo
¡Reza, alma mia, reza!. . .¡Reza con la tarde moribunda,
con la campana del claustro lejano que desparrama por los aires su quejido de
metal!
¡Reza con la oveja descarriada y con los árboles
fervorosos, que inclinan hacia el lago sus copas sombrías!
¡Reza, alma mía, con el pájaro sin nido y con la pupila
ciega del pozo abandonado!
¡Reza; reza con el camello exangue en las arenas del
desierto y con el león herido en las selvas; reza con los campos devastados y
las espigas sin grano!
¡Reza con el duelo del abismo y con la hoja desprendida!
¡Reza con la carreta sin ruedas, abandonada en la mitad
del camino, y con la derruída cabaña que, como alma del paisaje, quedó
aguardando al hombre!
¡Reza; reza, alma mía, con el huérfano y con el viejo
mendigo; reza con las flores que recogen sus pétalos para morir, y con el sol
que llorando orova a esconderse en la montaña!
¡Reza, que en el horizonte se ciñae un anuncio de sangre
y las nubes cargadas de odio van a encontrarse con la desgracia; reza y
arrodillate, alma mía, pide para que la paz reine entre los hombres y los
elementos; que todos unidos por un mismo esfuerzo vayan serenos hacia el fin de
las cosas y renazcan con mayor vigor y sabiduría!
¡Reza con los seres anónimos que dan sus energias y
bondades sin pedir retribución ni honores, con el tembloroso anciano que
inclina hacia la tierra su cabeza Ilevando en ella un espíritu primaveral!
¡Reza; reza, alma mía, con la pobre enamorada que para
siempre vió dormirse en sus brazos a1 amado, reza con ella, que tuvo la feroz
realidad de sentir impotente el poder de sus besos y de su amor para volverle
el calor de la vida!
¡Reza con los corazones desgarrados que aullan de dolor a
las sombras y tienen que reir con la luz del sol!
¡Reza; reza, alma mía, toca el polvo con tus sienes
pensativas, conjura los malos augurios, alivia las amarguras y da tu esencia
por las nobles y buenas causas!
¡Reza, que es la hora de los presagios, de las
apariciones tétricas; la hora en que nace el destino de los hombres!
¡Reza contrita, alma mía; que llega el dolor!
Se va el sol, y de alas de mariposas muertas nacen flores
para las tumbas.
Se va el sol. Desconsolada llega la noche, trayendo en su
regazo el cadáver del día, pálido, frio, exangüe. . . Sañuda, la felina loba
acecha a los corderillos, afilándose los dientes en la corteza de los añosos
árboles, martirizando las hojas con sus feroces garras.
Se va el sol, y una música alejada de vientos y de
cascadas lo acompaña hasta la montaña.
Los insectos rumorosos corren de un lado a otro,
escondiédose entre las malezas, evitando el último rayo del astro de oro.
Se va el sol. Las penas rondan el mundo con caras
hambrientas buscando corazones para devorar.
Se va el sol, y la sonrisa del moribundo se está grabando
en la indeleble piedra de la inmortalidad.
Se va el sol y el alma mía tiembla de pavor en las
tinieblas.
¡Naturaleza! El hermoso rostro de él se vuelve mustio y,
como los cirios que se apagan, inclina su lánguida cabeza.
La voz, su alegre voz, se atenúa; ruedan las palabras y
un eco cavernoso responde en el misterio.
Sus ojos, que guardan el encanto, la causa de mi vida, se
entrecierran sin brillo y como luceros tristes me miran hondo, despidiéndose.
¡Naturaleza! ¿Pretendes, acaso, negar tu apoyo a esa
grande alma y dejar que se precipite en el caos como una sombra?
Te cantaré; madre mía, te imploraré; postrada besarié la
tierra en prueba de humildad.
Dejaré que los hombres me miren con desprecio; aceptaré
la mordedura de las viboras y el azote de sus viscosos miembros sobre mis
espaldas.
Recibiré con gusto el castigo de los vientos helados que
me penetrarh hasta la médula y que harán su guarida en mi cerebro.
Pediré a los rayos y a los truenos que sobre mi frente
descarguen su furor.
Con llena voz imploraré a1 mar para que me envuelva en
sus iracundas olas, y me haga libar hasta las heces su amargor.
Dejaré que el sol se ensañe con mi cuerpo y lo carbonice;
seré resignado combustible para las llamas aviesas.
Renunciaré a mi conciencia, y seré bestia. humilde, con
los ojos vueltos hacia la tierra, en espera de horrendos martirios.
Seré un ente, una cosa, una brizna; pero deja
que él viva, que él respire, que reciba la bendición
augusta de todo lo que tú encierras, ¡Naturaleza excelsa!
Teresa Wilms Montt
De Los tres cantos
Noviembre, 1917 Buenos Aires
Mi cama ancha, toda blanca y fría como las avenidas
heladas por la nieve, me hace desear con vehemencia el estrecho y amoroso
ataúd.
He cavado, cavado con la constancia de un sepulturero,
las tie-rras de mi corazón.
Dolor, quien lo sufre y lo busca ha descubierto el fervor
de los iluminados mártires y el secreto de la eternidad.
Teresa Wilms Montt
¿Quién eres?
Una noche de esas noches cálidas de verano, en que todo
el cuerpo se vuelve pulmón para respirar, buscando fresco, con la dificultad
del que busca oro, me dirigí con paso lento a las afueras de la ciudad.
Después de mucho caminar y maldecí la temperatura, di con
un rincón a mi gusto. Era éste una hondonada en medio de un rústico jardín.
Verde abajo, blando musgo, azul arriba, incendio de astros, y como orquesta,
una fuente deslizante entre las piedras.
Libre de inquietudes, suspirando de bienestar, despójeme
de mis atavíos, –ridículos atavíos de moderno peregrino— y tendida de cara a
los espacios, me dispuse a soñar, dormir o espantar los mosquitos, que es la
diversión obligada de todo paseo campestre.
No lejos ranas, sapos, y otros molestos animaluchos,
oficiaban sabatinas en el saxófono de sus gargantas, cobijados bajo la espesura
de las plantas enanas. Pardos murciélagos dibujaban misteriosos círculos en el
aire, y las luciérnagas chisporroteaban en la sombra, zafiros y esmeraldas.
Desnuda, la noche abanicábase en la corona de los
árboles, lanzando a los cielos su respiración agitada. A sus pies, las rosas
exhalaban el perfume de la tierra fecunda.
¡Qué beatitud seráfica dentro de mi ser! ¡Ah! ¡si llegué
a creer que había muerto!
Adoro la noche que nos hace sentir la placidez del alma
naturaleza; la santidad de tanto ser que vive más allá del pensamiento; y, como
os decía, tal era mi paz interior, que imaginé había muerto.
Profundo fue mi letargo. No supe darme cuenta de si
aquella voz que hablara a mi oído, era voz humana o voz de presentimiento.
Comenzó así:
—Vengo desde muy lejos a reposarme y encuentro que has
usurpado mi sitio. Pero no importa, quédate; desahogaré contigo, criatura
mortal, el secreto amargo que traigo de mis andanzas por esos mundos de seres
intangibles.
Presta atención —susurró la extraña voz.— Los hombres del
siglo pasado me llamaron genio; si te acercas a mi fosa, verás sobre ella, la
insignia del búho sapiente. No desdeñaron elogios; también leerás en las
preliminares páginas de mis obras la palabra inmortal. —Sentí que la voz se
hacía irónica, despedazada.— Engreído en mis saberes todo penetré: ciencia,
liturgia, magia, química, física, poesía, filosofía. ¡Oh loco delirio de
soberbia! creí que en mi cabeza la verdad encendía su tea. Me proclamaron apóstol,
quemando ante mí ¡humano Icono! los inciensos y mirras destinados a los dioses
paganos. Bajo el sayal de humildad, rebelde a la modestia, pavoneábase erguido
mi espíritu fatuo. Infeliz de mí. Hueca estaba mi mente como espiga sin grano.
En el apogeo de este nefasto esplendor, llegó la
inevitable. Irritada sin duda de tanta falsedad, de un solo tirón, despójame de
la mísera vestidura que ahora pudre entre laureles, allá en el rincón del campo
santo.
Separado bruscamente del mundo de los hombres, contémpleme
desnudo ante los implacables ojos de mi conciencia. En un instante, la muerte
habiame transformado en juez de mi propia causa. Tuve horror de ver tanta
bajeza reunida; enrojecí, vergüenza sentí de mezclarme con las otras almas
errantes del espacio, y hui del fulgor de los astros hasta perderme en la
nebulosa.
Interesadas mis compañeras en el fallo de mi conciencia,
único arbitro de ambos mundos, siguieren mi vuelo. Yo me esforzaba por
aventajarlas. Una de ellas, la más frágil de todas, comprendiendo la tristeza
que me embargaba, me siguió llena de solicitud.
Al oír junto a mí el ruido de sus alas, apresuré la fuga,
y de un solo envión me hundí en las frías sombras.
“Detente hermana, gritaba mi perseguidora, detente, alma
temeraria. Esa región del Saos donde te lleva tu fatal vuelo, está inexplorada.
Grave peligro te amenaza. Por Dios, retrocede, Te lo suplico”.
Como hacía poco había perdido mi humana envoltura, aun
perduraba en mi los instintos, y movido de curiosidad le interrogué.
Afable, plena de gracia, respondiome:
“Vas hacia lo ignoto, hermana. Desde hace muchos siglos
nadie ha penetrado el paraje donde diriges el vuelo. Hay en él algo
inexplicable, en vano yo y mis compañeras hemos tratado de indagarlo; tal vez
ocultó allí el creador el arcano que rige los mundos; tal vez sea la nada… No
sé, no sé, pero no intentes penetrar la nebulosa …”
Yo escuchaba y en mi espíritu nacía una esperanza. Quizá
encontraría en aquel sitio la expiación de mis pasadas flaquezas, ¡qué grande
alivio! Sin pensarlo más, seguí avanzando en las tinieblas.
¿Cuánto tiempo estuve allí?, lo ignoro. El silencio me
envolvía en fajas de hielo, iba petrificándome como pedazo desprendido de
planeta muerto.
Desesperadamente trataba de luchar contra el sopor que
embargaba mis alas, creí sucumbir. Jamás olvidaré aunque atraviese los siglos,
jamás, la dulce sensación que experimenté cuando una mano de mujer, mano blanda
cual las blandas manos de las madres humanas, tomándome como un pajarillo entre
sus dedos cobijome en el tibio hueco de las palmas.
Luego, con una voz que no escuché tan armoniosa en los
tiempos de mi juventud, me habló de esta manera:
“Paz, hijo mío, paz. Muy osado debiste ser en el mundo,
cuando en esta región para ti desconocida te aventuras a tan arriesgadas
empresas. ¿Qué te ha traído hasta mi solitario albergue? Después de Cristo no
ha venido alma alguna a golpear mi puerta. Habla hijo mío, acaso seas el
mensajero del mundo que ha tanto tiempo aguardo”.
Nada respondí, inmenso dolor hizo inclinar mi frente.
“Ven apóyate en mi corazón, hijo de la tierra amada, yo
calmaré la angustia que leo en tus ojos, te daré serenidad”.
—Oh mortal, si tuvieses la inefable dicha de escuchar la
delicia de esa voz, pasarías los tiempos de rodillas, sumido en éxtasis. Pero
esa voz se escucha más allá de la muerte, y es sólo para aquellos que saben
encontrarla.
No continuaré hablándote de esa noble mujer ella es
modesta, las alabanzas hieren su oído.
Confiada, llena de fervor pasé entre sus manos los
umbrales de una mansión incomparable. No creas que en ella había fastuosidad,
tono aperlado velaba las cosas, que eran pocas. Había allí flores, las más
humildes que nacen en la praderas, pájaros de todos los climas; libros, todas
las obras modestas que en el mundo desdeñamos, y sobre una piedra de granito,
abiertos los viejos brazos, un volumen donde resaltaba profundamente grabado en
letras de oro este nombre. Salomón.
Observando ella que fijaba mi atención en esa páginas
cuya escritura y lenguaje no conocía, díjoe:
“Este libro y todos los que ves en esta estancia, son de
mi hermana menor que alberga conmigo”.
—Ya puedes imaginar tú que me oyes; mi extrañeza al
encontrar tan lejos de la tierra a esa criatura rodeada de cosas familiares,
extrañeza que aumentaba al darme cuenta del interés no disimulado, que sentía
por los habitantes del pequeño planeta.
Me interrogó sobre los asilos de menesterosos, de
huérfanos, de idiotas; preguntome por las ambiciones y afanes del siglo; pero,
llegó al coludo mi estupor, cuando la vi entristecerse y dejar caer sobre su
pecho la cabeza orlada de albos cabellos.
“Tengo muchos enemigos en tu planeta –díjome, suspirando.
A los hombres les debo mis cabellos nevados.
—¿Cómo, interrumpí yo; cómo tu que vives tan lejos del
mundo, puedes ser maltratada allí?
“Así es, —dijo ella, inclinando la frente.— No puedo
explicarte, hijo mío; es demasiado doloroso, pero es así”.
—Dime, te lo suplico ¿quién eres, misteriosa señora, que
tan afable acogida me has hecho? ¿Por qué vives tan sola y retirada con tu
hermana?
“Ella y yo estamos desterrados desde hace veinte siglos.
Cuando se consumó la tragedia del Gólgota, escarnecidas por los hombres, huimos
de esa inhospitalaria tierra”.
“Pero —agregó, reprimiéndose,— no seas curioso, hijo mío.
Harto has penado purgando tus vanidades, no quiero que sufras por las miserias
de los que aún vagan engañados en el mundo”.
—Gentil señora; dulce amiga, te estoy agradecido. Quiero
saber a quién debo la paz.
“Sea como gustes, díjome severamente triste. Y plegando
los labios en una sonrisa que dibujó un tenue refleja de ironía, me susurró
quedamente: Mi hermana es la Sabiduría y yo soy la Bondad”.
Terminando su relato, sollozó la extraña voz de la
aparición, y sin decirme adiós, se alejó pausadamente de mi oído.
Me levanté de un salto; esas revelaciones hundiéronse
perforando agudamente mi cerebro.
Cogí con precipitación mis atavíos de moderno peregrino,
y, sin mirar, salí al camino.
Interrogué a la noche en un afán incontenible de
persuadirme que había soñado: ¿Es cierto que la bondad no existe?
Y llegó hasta mi la silenciosa respuesta, en la palidez
de las estrellas, en el llorar infantil de la fuente, en el chillar siniestro
de las aves nocturnas.
Cuál reina empuñando su cetro, apareció tras la montaña,
la luna, torvo el ceño, roja de ira, castigando al mundo en un azote de sangre.
Teresa Wilms Montt
Londres, Septiembre 191…
A un costado de mi cama, en la pared, hay tres manchas de
tinta.
La primera repartida en puntitos parece una estrella
doble, la segunda se abre más abajo; en minúscula mano de ébano, la última
perfectamente recortada tomó la forma de un as de piqué.
Resbalo sobre ellas mis dedos, con sensibilidad de nervio
visual, y siento que esas tres manchas están de relieve dentro de mi cerebro
como obstáculo para el fácil rodar de las ideas.
Hay tres, digo, tratando de sí atraerse; tres, digo
mirando el techo: el amor, el dolor y la muerte.
Sin saber por qué paréceme que he pronunciado algo grave,
algo que recogió en su bolsa sin fondo la fatalidad.
Aunque borre las manchas de la pared, esos tres puntos
negros quedarán estampados dentro de mi cerebro.
En la efervescencia de la sangre que bulle, cuando la
sorba la Absurda, harán remolino vertiginosamente las tres, en la copa pulida
del cráneo.
Un temblor nervioso tira hacia abajo la comisura de mis
labios.
Cada vez más espesa la pintura de la noche embadurna los
cuadros de la ventana. (p. 19-20).
En algunas ocasiones, esas observaciones llegan a ser
obsesivas, pero acentuadas por una mirada vanguardista, escudriñadora de los
matices de su ser:
Liverpool, Hotel Adelphi, Octubre 16, 1919, 3 y media
madrugada.
No he podido dormir. A la una de la madrugada cuando iba
a entregarme al sueño, me dí cuenta que estaba rodeada de espejos.
Encendí la lámpara y los conté. Son nueve.
Recogida, haciéndome pequeña contra el lado de la pared,
traté de desaparecer en la enorme cama.
Llueve afuera y por la chimenea caen gruesas gotas,
negras de tizne. ¿Es que se deshace la noche?
No tengo miedo, hace mucho tiempo que no experimento esa
sensación.
Me impone el viento que hace piruetas silbando, colgado
de las ventanas.
No podría explicarlo, pero aquí, en este momento, hay
alguien que no veo y que respira en mi propio pecho.
Bajo, muy bajo, me digo aquello que hiela pero que no
debo estampar en estas páginas.
La sombra tiene un oído con un tubo largo, que lleva
mensajes a través de la eternidad y ese oído me ausculta ahí, tras el noveno
espejo.
Teresa Wilms Montt
María Teresa de las Mercedes Wilms Montt, conocida como
Thèrése Wilms Montt nació en Viña del Mar el 8 de septiembre de 1893 y murió en
París el 24 de diciembre de 1921), fue una escritora chilena considerada una
precursora del feminismo, tuvo una vida novelesca.
Rebelde a los valores burgueses de su sociedad, fue
internada a la fuerza en un convento por Gustavo Balmaceda, su esposo que era
funcionario de la Hacienda chilena ocho años mayor que ella debido a una
infidelidad con su primo carnal. Antes de la llegada del invierno, aún con 22
años, Wilms Montt intentó suicidarse. La dosis de morfina que consumió no logró
acabar con su vida.
En junio, el poeta Vicente Huidobro la ayudó a escapar
del convento. La vistió de negro y, como si acompañara a una viuda, viajó con
ella hasta Buenos Aires.
En Buenos Aires, la escritora, de tendencias anarquistas,
entró en contacto con el feminismo. Y con un joven poeta chileno que, frustrado
ante la falta de correspondencia sentimental de la escritora, se quitó la vida
frente a ella. A Horacio Ramos Mejías le dedicó el poemario Anuarí, del que
Ramón del Valle-Inclán, su prologuista, escribió: “Estos poemas, como
versículos de un libro sagrado, hacen sonar la cadena de los siglos y tienen la
misteriosa resonancia de las voces elementales”. La crítica celebró a la poeta
a los dos lados del Atlántico.
Intentó ser enfermera en Estados Unidos durante la
Primera Guerra Mundial, pero fue confundida y apresada como espía alemana.
En Europa, París fue su parada final. Allí la chilena
logró ver de nuevo a sus hijas. El trabajo de su exsuegro las había destinado,
al menos durante un año, al corazón de Francia. Cada semana, la escritora
conseguía pasar con ellas un puñado de horas. La tristeza que le arrancó la
separación definitiva la condujo a la depresión. En la Nochebuena de 1921, tras
un par de días bajo observación en el hospital Laennec, Teresa Wilms Montt
falleció. Había ingerido una dosis letal de veronal, un derivado del ácido
barbitúrico ahora ilegalizado que se empleaba entonces como somnífero.
Fue amiga de los escritores Gómez de la Serna, Enrique
Gómez Carrillo, Joaquín Edwards Bello, Víctor Domingo Silva y Ramón María del
Valle-Inclán.
VI
Traigo del fondo del silencio tu mirada; evoco tus ojos…
y me estremezco. Aun apagados por la muerte, me producen el efecto del rayo. No
ha perecido en ellos el poder fascinador.
Son dos faros azules, que me muestran las irradiaciones
magníficas del Infinito; son dos estrellas de primera magnitud, que miran hondo
sobre mis penas, perforándolas y agrandando la huella, hasta abrir una brecha
infinita como un mundo.
Tus ojos adorados, que fueron reflejos de esa bellísima
alma tuya, viven ahora en mi mente nutridos de mi propia vida, adquiriendo
brillo en la fuente inagotable de mis lágrimas.
Anuarí. Así como tus ojos me encadenaron a tu vida, ahora
me arrastran en tu fosa, invitándome con tentaciones de delirio. Tus ojos son
dos imanes ante un abismo. Yo siento la
atracción feroz…
Teresa Wilms Montt
De En la quietud del mármol, Casa Ed. Blanco, Madrid,
1918.
Osvaldo Guevara recita su soneto Esta manos.
Martes 12 de marzo de 2024, Café Literario "De
Tardes..." ciclo 2024. Cuyo tema convocante fue la Memoria.
El evento, es organizado por el Grupo Literario Tardes de
la Biblioteca Sarmiento, se realiza cada martes a partir de las 19:30hs, en
NUESTRA TRINCHERA CULTURAL, la Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento.
Ramón J. Cárcano 150, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra,
Córdoba, Argentina.
Café Literario de Tardes desde 2001 todas las semanas.
Osvaldo Guevara lee sus poemas El caballo de espuma, Racimos y Poema sin evasión
Videopoético del Café Literario del martes 2 de mayo de 2023, Ciclo Literario 2023. Cuyo tema fue Los Oficios. Lecturas en Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento, Ramón J. Cárcano 150, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Café Literario de Tardes desde 2001 todas las semanas.CANTICO
Traslasierra, tu copa de frescura serena
el corazón, chorreando claridades, levanta.
Transitando tus piedras, tus árboles, tu arena,
la sangre en vacaciones desnudamente canta.
Bajo tus verdes no hay sombra para la pena.
Tu aire es un vino fuerte que alumbra la garganta.
Tu azul deja en la piel una euforia morena
y el pecho, lunto al cielo, de tu agua, se abrillanta.
Paisaje que ahondándose gana emoción de altura;
comarca en que la luz como un rezo murmura;
valle en que se iluminan la sed y la ansiedad.
Traslasierra cercana que es. lejanía errante:
cuando una torre suelta su can ambulante
tu silencio, elevándose, gotea eternidad.
Osvaldo Guevara de Niña Carmen, Maccio hermanos editores
(1983)
Tu risa de y por Osvaldo Guevara
Martes 5 de marzo de 2024, Café Literario "De
Tardes..." ciclo 2024. Cuyo tema convocante fue la Poesía Femenina.
El evento, es organizado por el Grupo Literario Tardes de
la Biblioteca Sarmiento, se realiza cada martes a partir de las 19:30hs, en
NUESTRA TRINCHERA CULTURAL, la Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento.
Ramón J. Cárcano 150, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra,
Córdoba, Argentina.
Café Literario de Tardes desde 2001 todas las semanas.
Tu risa
Tu risa de espumosa gargantilla
riega en mis huesos mieles y metales
y como un claro jugo de vocales
en el racimo de tus dientes brilla.
Cascanueces fosfórico que astilla
uvas de sol y piedras musicales
y como un crespo asedio de rosales
prende pequeñas bocas en mi arcilla.
Risa audaz, risa infiel, risa menuda
en que tu carne eréctil se desnuda
caracoleando tornasoles de agua.
Sonido que mi lengua gusta y huele
y que contra mi voz golpea y duele
como el temblor llovido de tu enagua.
Osvaldo Guevara
De La sangre en armas
Casa de ejercicios (Cura Brochero) de y por Osvaldo Guevara
Martes 5 de marzo de 2024, Café Literario "De
Tardes..." ciclo 2024. Cuyo tema convocante fue la Poesía Femenina.
El evento, es organizado por el Grupo Literario Tardes de
la Biblioteca Sarmiento, se realiza cada martes a partir de las 19:30hs, en
NUESTRA TRINCHERA CULTURAL, la Biblioteca Municipal Domingo Faustino Sarmiento.
Ramón J. Cárcano 150, Villa Dolores, Capital de la Poesía, Traslasierra,
Córdoba, Argentina.
Café Literario de Tardes desde 2001 todas las semanas.
CURA BROCHERO
Carmen sabe si un pájaro grita herido en la noche
y se estremece
como una mariposa con la salpicadura de una lágrima
cuando escucha el clamor de la vida con sed.
En la Casa de Ejercicios, en Villa Cura Brochero,
Carmen salió al patio con flores,
miró las flores,
miró el azuL
Y miraron con ella y rezaron con ella
las plantas,
las lajas calladas y sonoras,
los adobes ingenuamente encalados de la capilla,
los cuartos de retiro, rumorosos de oraciones y
penumbras,
los insectos
mareados
por el zumo zumbante de la luz.
La tarde, como una paloma, vino a dormirse en su hombro.
Yo, que hace mucho que no me hablo con Dios
y hasta cambié de calle cuando pude encontrarlo,
cuando la toco a Carmen
siento que toco al Dios que de ella fluye,
que en ella se demora
como las madrugadas en los árboles de flores azules.
Sé que hay odios, rugidos, humaredas, cenizas,
maldiciones.
Pero para salvarme de mis uñas de antaño
tiznadas de palpar corazones sombríos
o de rodear los pocillos del café de la pena y el miedo
me bastan sus ojos con claroscuros de pesebre,
sus palabras más dulces que el rozar de un arroyo en la
memoria,
sus besos con aroma a patio con sol,
a fruta cortada por un niño,
a jazmines tiernamente colocados en los cabellos de la
lluvia,
su manera de hablar con el paisaje de montaña y tañidos
haciendo que las piedras se emocionen con ella.
En Villa Cura Brochero, pueblito dé Córdoba
cuyo nombre evoca a un sacerdóte con poncho,
resero de almas chúcaras,
gaucho con un afilado crucifijo a la cintura,
Carmen me convirtió -o me devolvió- al azul con su
gracia,
me inició en las fiestas de un cielo con Dios
entre los pastizales dorados de la altura.
Olvidé todo lo que sabía, todo lo que ignoraba,
para aprender tan sólo que nombrarla es como rezar,
que llamarla es desatar un viento piadoso entre los
pétalos
y que aun callándolo
su nombre
suena a pisada descalza por un país de lumbres y
asombros,
a alegría de agua que lava los pecados del mundo.
Yo desterré palabras, gestos, ademanes,
comparaciones torpes como máscaras bailoteantes
en la tarde de Cura Brochero
en que ella salió al patio con plantas de la Casa de
Ejercicios
y logró que el azul se viniera a mi pecho
bajado por sus ojos.
Y me quedé con el silencio de Carmen para siempre,
con el resplandor de plegaria que le ronda los labios.
Y cuando es muy furiosa la hoguera de la sangre
o cuando todo está tan negro
que pienso que mi mano
no va a encontrar ya nunca
la llave de la luz,
grito
o digo
o murmuro
o simplemente callo:
Carmen.
Y los humos del odio y miedo se azulan
y una frescura de música me enjuga la frente
y la sombra se va de mi garganta y de mis uñas
y descubro en las calles rostros como campanas
y la vida, cantando, viene a dormirse en mi hombro
y no soy más que un nombre
su nombre
en el fragor del mundo
una palabra nueva pronunciada por Dios.
El adiós, Olga Orozco
La sentencia era como esos calcos en que el
relieve del amor
deja un vacío semejante a sus culpas.
Me arrojaron al mundo en mi ataúd de hielo.
Una tierra sin nombre todavía corrió sobre
este rostro
con que habito en la desconocida:
era la tierra del castigo.
Era la hora en que comienzo a despertar
entre los muertos
con la evidencia de un anillo roto,
un vestido de momia desprendido de las
vendas del cielo
y un espejo de sal donde puede leerse mi
destino.
El porvenir no es nada más que mirar hacia
atrás.
Debajo de esas nubes desgarradas
hay una casa en llamas
en donde los amantes trasmutaban en oro de
eternidad el resplandor de un día,
o tomaban las apariencias de ladrones de
pájaros
aprisionando entre los hilos del ocio las
metamorfosis de sus propias imágenes.
Hay una luz dorada que hiere hasta las
lágrimas;
hay un lecho también
como una barca invadida por el follaje del
deseo
-unas hojas carnosas que exhalan el perfume
de los más largos viajes-.
Y había siempre y nunca
como ahora vueltos de pronto boca abajo.
Corazón repudiado,
animal aterido en uno de los dos costados
de tu sangre,
ignorabas entonces que tendrías la forma de
un retablo de la creación hecho pedazos,
que alguna vez la noche del adiós te
nombraría en voz muy baja
como nombra la soledad a sus testigos,
o como llaman aquellos que se van a los que
nunca vuelven.
Ahora, de espaldas contra el muro que
custodia el guardián de todo nacimiento,
sólo te quedan las apariciones,
el fantasma de un tiempo que gritará
contigo en el estanque muerto de algún sueño,
cuando él duerme, tan lejos en su adiós.
Un soborno de plumas para una ley de fuego.
Olga Orozco
Cantata sombría, Olga Orozco
Me encojo en mi guarida; me atrinchero en
mis precarios
bienes.
Yo, que aspiraba a ser arrebatada en plena
juventud por un
huracán de fuego
antes de convertirme en un bostezo en la
boca del tiempo,
me resisto a morir.
Sé que ya no podré ser nunca la heroína de
un rapto
fulminante,
la bella protagonista de una fábula inmóvil
en torno de la
columna milenaria
labrada en un instante y hecha polvo por el
azote del relámpago,
la víctima invencible —Ifigenia, Julieta o
Margarita—,
la que no deja rastros para las embestidas
de las capitulaciones
y el fracaso,
sino el recuerdo de una piel tirante como
ráfaga y un perfume
de persistente despedida.
Se acabaron también los años que se medían
por la rotación
de los encantamientos,
esos que se acuñaban con la imagen del
futuro esplendor
y en los que contemplábamos la muerte desde
afuera, igual
que a una invasora
—próxima pero ajena, familiar pero extraña,
puntual pero
increíble—,
la niebla que fluía de otro reino
borrándonos los ojos, las
manos y los labios.
Se agotó tu prestigio junto con el error de
la distancia.
Se gastaron tus lujosos atuendos bajo la
mordedura de los años.
Ahora soy tu sede.
Estás entronizada en alta silla entre mis
propios huesos,
más desnuda que mi alma, que cualquier
intemperie,
y oficias el misterio separando las fibras
de la perduración y
de la carne,
como si me impartieran una mitad de
ausencia por apremiante
sacramento
en nombre del larguísimo reencuentro del
final.
¿Y no habrá nada en este costado que me
fuerce a quedarme?
¿Nadie que se adelante a reclamar por mí en
nombre de otra
historia inacabada?
No digamos los pájaros, esos sobrevivientes
que agraviarán hasta las últimas migajas de
mi silencio con su
escándalo;
no digamos el viento, que ser precipitará
jadeando en los
lugares que abandono
como aspirado por la profanación, si no por
la nostalgia;
pero al menos que me retenga el hombre a
quien le faltará la
mitad de su abrazo,
ese que habrá de interrogar a oscuras al
sol que no me alumbre
tropezando con los reticentes rincones a
punto de mirarlo.
Que proteste con él la hierba desvelada,
que se rajen las piedras.
¿O nada cambiará como si nunca hubiera
estado?
¿Las mismas ecuaciones sin resolver detrás
de los colores,
el mismo ardor helado en las estrellas,
iguales frases de Babel
y de arena?
¿Y ni siquiera un claro entre la
muchedumbre,
ni una sombra de mi espesor por un
instante, ni mi larga
caricia sobre el polvo?
Y bien, aunque no deje rastros, ni
agujeros, ni pruebas,
aun menos que un centavo de luna arrojado
hasta el fondo
de las aguas
me resisto a morir.
Me refugio en mis reducidas posesiones, me
retraigo desde mis
uñas y mi piel.
Tú escarbas mientras tanto en mis entrañas
tu cueva de raposa,
me desplazas y ocupas mi lugar en este
vertiginoso laberinto
en que habito
—por cada deslizamiento tuyo un retroceso y
por cada zarpazo
algún soborno—,
como si cada reducto hubiera sido levantado
en tu honor,
como si yo no fuera más que un desvarío de
los más bajos
cielos
o un dócil instrumento de la desobediencia
que al final
se castiga.
¿Y habrá estatuas de sal del otro lado?
Olga Orozco