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7 de abril de 2021

Oscar Guiñazú Álvarez El magisterio de un poeta por Gaspar Pío del Corro



OSCAR GUIÑAZÚ ÁLVAREZ El magisterio de un poeta por Gaspar Pío del Corro
Publicado en el Nº 25 de La revista. Sade, Córdoba Junio de 2001
 

 
 
Resplandor de la memoria” es el título de un poemario publicado en 1991. Dice allí, recordando a Candelaria, su pueblo natal: “Una suerte de compromiso autoestablecido para con los seres y los enseres que determinaron la natural vigencia de una infancia a la que regresó para beber felicidad, para contrarrestar así la atmósfera de crisis, de desencuentro en que camina la humanidad”.
Este poeta retorna como una constante a los tiempos de su niñez, pero no por necesidad de lamentar el bien perdido, sino para revivir ese mismo bien, atesorado. No hay, pues, en sus versos, nada elegíaco, nada que lo lleve a solazarse en un dolor, por más real que sea, sino más bien a la búsqueda de la felicidad conocida en los mejores años de la existencia.
Cuando Guiñazú Alvarez mira hacia atrás lo hace con la misma ilusión con que mira hacia adelante. No como un camino de evasión sino en aventura de conocer, con la voluntad de reencontrarse con los valores humanos en el aquilatamiento de la experiencia personal, dentro de sus limitaciones pero trascendiendo.
Camina hacia atrás para traer hacia el futuro un aliento, una luz:
 
Iluminado patio
que aprendí de memoria;
 
Donde aprender algo es alcanzar la realidad que lo desborda: la Realidad, como un gran texto que encierra una multitud inagotable de lecciones de vida:
 
Cómo olvidar el texto de respeto
escrito en el semblante de Mauricio;
transparente sonrisa
detenida en su rostro de muchacho.
(Poema 23)
 
 
 
Si seguimos la lectura de este poema veremos aflorar en sus líneas un mensaje de nitidez, de virtudes, de nobleza y confianza; atributos que no son sólo de él, porque las “gentes” depositaron “en sus manos” todo eso. Las gentes y las cosas cotidianas que les son inherentes: el patio y su ramada como una inherencia inseparable del lugar donde ha de habitar el hombre; la pureza elemental como una inherencia de lo que ha de beber; la plaza del pueblo como natural lugar de convocación de las gentes comarcanas.
 
  Así, pues, nada vale por el pintoresquismo que sugiere sino por su capacidad para motivar la convergencia fraternal de los ánimos, la solidaridad de los hombres en la convivencia profunda, espontánea, primaria. Ninguna cosa evocada se esfuma en la expansión de los sentimientos que suscita; más bien se consolida en las raíces de algo que pertenece a los orígenes y a ello se aferra: la laboriosidad ejemplar, como virtud innata de los padres, los fundadores; la madre, cuya ternura es una forma de la tradición inveterada del Amor; el abuelo, cuyas manos, como cumpliendo un mandato ancestral, fundaron tres naranjos en el siglo pasado, ésos que aun perduran en el recuerdo de un “celoso guardián de los latidos”
No es una añoranza puramente sentimental lo que se lee en las páginas que nos ha legado don Oscar: es una pervivencia lúcida que se abre a un mundo de experiencias vitalizadoras, creadoras del presente: “la evocación mantine su universo” (Poema 12). No es algo que aparece y que pasa o se derrumba por la pendiente de una pena, sino algo que se levanta en una totalidad de sentido cuya dimensión es necesario remontar para llegar a comprenderlo.
Hasta aquí hemos seguido algunas líneas del libro Resplandor de la memoria. Más de dos décadas antes, en 1966, leemos en Orbita 50:
 
Un fichero multiplicado mantiene al día
la memoria de las órbitas
vistas de un mundo desconocido
de tan conocido.
 
Aquí la memoria de una realidad repetida, habitualizada, cubierta o tapada por los hábitos que se extienden sobre nuestra conciencia como una sombra obnubilante, se abre a una realidad que no es otra sino la misma, pero des-cubier tas, des-vestida de las espesas costumbres que se interponen entre nosotros y el sentido poético de nuestra propia experiencia cotidiana.
A don Oscar, fundador de los celebrados Encuentros de Poetas en Villa Dolores (Córdoba), lo vemos como en un re-encuentro con tantas imá genes de eso conocido que llegamos a des-conocer como consecuencia de los encubrimientos producidos por el divorcio creciente entre la experiencia temporal y la experiencia poética.
Siempre recordamos que Edgar Bayley insistía en la correlación de soledad y solidaridad. En efecto, muchas veces es la soledad la que nos permite percibir la dimensión de la solidaridad humana: cuando estamos solos nos introducimos en ese ámbito que Guifiazú Álvarez llamaba “la honda soledad que inunda mi sed de cantos” (“Momento”, de Cuerdas tensas, 1993). Siempre estuvo don Oscar “aguardando tu voz / en esta soledad de mis papeles,,,” (“Espera”). Su soledad no fue entonces un aislamiento quietista, ese “moho de nostalgia” de que le hablaba Juan Filioy en una carta, sino una fuerza, una luz” que le llega entre papeles desordenados y lo con duce a la esperanza. Y si hay un dolor no es de lo pasa do, sin más, sino de aquello pasado que todavía no es presente: “Asumo hasta el dolor lo que no encuentro”, como habría de decir en Resplandor de la memoria.
En esta dirección se mueve su soledad, que no re conoce ni quiere llegada ni reposo para instalarse en la contemplación, porque es siempre punto de partida para esa forma del hacer que es el poetizar:
 
Me quedan cosas por hacer
me sobran
motivos para asirme como el náufrago
a los leves maderos del poema.
 
Su pulso es “un encordado / vegetal que las brisas estimulan” y que “se deshace en consignas musicales” — tal el hacer como forma de consagración artística. Y más allá todavía, aunque integrado con eso, el hacer poético como compromiso en la lucha junto al hombre concreto. Tal es el sentido que persiste en sus mensajes más hondos: su razón de volver al pasado para dar unidad al curso homogéneo de una vida. En sus regresos no se desata solamente por pura emoción un paquete de recuerdos donde ha de aquietarse el corazón; cada retorno es un avance para desentrañar la lección del tiempo, aquel “texto” que decía, de las experiencias fundantes:
 
Desenvuelvo el ovillo de los años / /
y me propongo recorrer de nuevo /
esquinas, impresiones fundadoras del alba”
(Poema 1, de Resplandor de la memoria).
 
Don Oscar Guiñazú Alvarez fue, por sobre todas las vocaciones, maestro. Maestro de escuela primaria, principalmente. Allí, entre los niños, ante su mirada limpia y sin desvíos, se sintió convocado por la urgente necesidad de abrir caminos. Caminos interminables que él, andariego sin fatigas, recorrió hacia todos los rumbos, invitando a proseguir. Por eso dije alguna vez, con cierta insistencia, que el verdadero monumento a su memoria no ha de ser una busto sobre un pedestal sino una imágen caminante, sobre la tierra.
 
Gaspar Pío del Corro
 
Publicado en el Nº 25 de La revista. Sade, Córdoba Junio de 2001

 

Foto del 1° Encuentro de Poetas  17 de enero 1962Sentados, de derecha a izquierda: Carlos Antonio Garro, Olga Murat de Villagrán (Cruz del eje, Córdoba) Albino Suarez Gómez, Raúl Filgueiras (Berisso, Bs As) Genaro Barcia Garcia (Cosquín, Córdoba). De Pie de Derecha a Izquierda: Horacio Figueroa, Emilio Di Bernardi (Recitador), Pedro Carrera de la Serna, Rafael Horacio López, Mario Pagura, Aldo Cáceres (Recitador), Coco Calvar, Oscar Guiñazú Álvarez, Miguel Ángel Solivellas (Rio IV, Córdoba), Julio Morín (Músico, Berisso, Bs As) Manuel Gregorio Sabas, Regino Barrera. 17 DE ENERO 1962

6 de abril de 2021

Presentación del Nº 25 de La Revista de la Sade, Homenaje a Oscar Guiñazú Alvarez (Video) 9/07/2001

 
Presentación del Nº 25 de La Revista de la Sade, Homenaje a Oscar Guiñazú Alvarez (Video)
 
9 DE JULIO DE 2001
Salón de actos del Colegio de Escribanos Presentación de la Nº 25 de La Revista de la Sade, Homenaje a Oscar Guiñazú Alvarez publicada en el mes de Junio de 2001
5° Aniversario de su desaparición fisica
Presentación del acto a cargo de Cristina Duje
Palabras de aperturan y bienvenida a cargo de Florentino Bustos Molina
Oradores
Rafael Horacio López, Cristina Duje, Felipe Angellotti, Osvaldo Guevara, Miguel Martínez Márquez, Susana Lobo
Actuación Grupo Copacanto 9 de julio 2001
Lugar: Colegio de Escribanos de la ciudad de Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina

5 de abril de 2021

Polonia en Argentina, Witold Gombrowicz

 

Polonia en Argentina, Witold Gombrowicz
 
 
¿Queréis, amigos, que charle con vosotros sobre los polacos en Argentina? Pero, ¿en qué forma? ¿Qué es lo que os interesa? ¿La situación de la colonia polaca actual en Argentina? ¿Cantidad? ¿Ubicación? ¿Organización? ¿Actividades culturales y económicas?
¡Al diablo con este cuestionario, mortalmente aburrido para vosotros y para mí! ¿Verdad que todo eso no os importa en absoluto? Sin embargo —supongo—, os podría interesar otra cuestión, a saber, cómo nos ve a nosotros, los polacos, un argentino; sí, reconoced que eso es para vosotros más apasionante…, incluso cada vez más apasionante a medida que se prolonga vuestro vergonzoso aislamiento y la paradoja de la historia os condena al papel de un villorrio de Europa situado en su mismo centro.
En cambio, Argentina es todo lo contrario. Argentina, aunque geográficamente hablando está perdida en la más extrema periferia, ahogada entre océanos, en realidad es un lugar abierto al mundo, un país internacional, marinero, intercontinental. ¿Y cuál es la imagen que tienen de nosotros en esta Argentina?
Es un tema imposible de agotar en tres palabras. Comencemos por lo que más salta a la vista: el cuerpo, y ya veremos adonde llegamos.
El aspecto físico del polaco resulta aquí… ¿cómo decirlo?…, poco claro, confuso… En Argentina, rebosante de extranjeros, se hace evidente que la estructura corporal del polaco es mucho menos definida que la de los típicos escandinavos o ingleses, e incluso que la de los alemanes, italianos, españoles, rusos o franceses. Los polacos presentan una enorme riqueza de combinaciones físicas, una cantidad ingente de tipos diferentes, una gran abundancia de rostros diversos; es más, a menudo un solo polaco parece tener la nariz de uno, las orejas de otro, el trasero de un tercero; todo esto adornado con una expresión imposible de prever y moviéndose en una dirección gualmente imprevisible, si no en varias direcciones a la vez. Y toda esta torre de Babel de la forma va acompañada de una considerable intensidad de expresión: ¡cuántos santos o asesinos, caudillos o dignatarios, cretinos o brutos no habrá entre nosotros!, ¡con cuánta fuerza se expresan en nosotros el pathos, la capacidad de embaucar, la virtud o la picardía…! El argentino, naturalmente, no percibe todos estos matices, él sólo sabe que a un polaco es difícil reconocerlo por su aspecto; nuestro tipo nacional es para él como esos idiomas extranjeros oídos en el tranvía o en el metro, que le fascinan porque no comprende nada de ellos y ni siquiera es capaz de adivinar grosso modo a qué grupo lingüístico pertenecen; generalmente resulta que se trata del húngaro.
Así pues, la impresión que causa el cuerpo polaco en Argentina podemos definirla con una palabra: diversidad. Diversidad y puede que hasta desorden. Y también: extremismo… Sin hablar, por supuesto, de una serie de rasgos evidentes como que el polaco tendrá la piel más clara, generalmente será rubio, más imponente, más grande y de mayor peso. Pero nada de eso, según mi opinión, es tan importante como esa especie de desorden en el cuerpo, que nos distingue aquí de los demás. Añadamos que los argentinos, tanto hombres como mujeres, son de buen ver y que se caracterizan, al contrario que nosotros, por la armonía y el orden de la forma y por el carácter discreto de su expresión. Precisamente esta discreción hace que la superioridad física nunca constituya aquí un motivo de orgullo, y —como ya he constatado en otra ocasión—, toda superioridad en América del Sur está desprovista de agresividad. Y sobre este fondo armonioso y discreto, nuestro desorden resalta con más fuerza. Sin embargo, este desorden y esta diversidad que nos caracterizan no se limitan sólo a nuestro cuerpo. Los descubrimos asimismo en nuestra manera de ser, y es algo que en Argentina se percibe de una forma incomparablemente más clara que en Polonia. A veces voy en compañía de argentinos a fiestas polacas. Pues bien, un baile argentino es tranquilo, correcto, mediocre y monótono, no puede pasar nada escandaloso, todos tienen un aspecto correcto y visten correctamente, no verás nunca nada que te deje estupefacto… Mientras que una fiesta polaca es como una selva virgen, además forrada de abismos; en ella, junto a lo distinguido reina lo vulgar; cuando alguien abre la boca, nunca se sabe si se va a oír una refinada expresión intelectual o bien una tontería de palurdo; la mundología del emigrante a menudo va del brazo con el sempiterno espíritu retrógrado, el traje de su mujer puede ser tan elegante y modesto como hortera y provinciano, un movimiento discreto de la mano alzada en un gesto de sublime delicadeza puede acabar en un escándalo con bofetadas. No hace mucho, en uno de esos bailes, un elegante ex oficial de caballería, gigante y forzudo, apretó en broma la mano de su pareja, la apretó con tanto sentimiento… que se la rompió… ¡Por puro entusiasmo! Semejantes historias producen en los argentinos admiración, si bien algo confusa. Y esa misma naturaleza impenetrable eslavo-polaca la descubrimos en cualquier otra ocasión…, por ejemplo, en las cartas a la redacción publicadas por los periódicos polacos en Argentina. Es muy instructivo compararlas con las cartas de los lectores en la prensa argentina. El argentino, cuya literatura no tiene punto de comparación con la polaca, y que apenas comienza a probar sus fuerzas en este campo, sabrá, sin embargo, escribir a la redacción una carta clara y llena de sentido común, bastante culta, correcta e impecable por lo que se refiere al estilo y lenguaje. Por lo contrario, la carta del lector polaco puede ser —digo «puede ser», porque no lo es siempre… pero es una amenaza permanente que pesa sobre nosotros— «puede ser», pues, a menudo torpe, desmañada e inmadura.
En el sentido psicológico, la cuestión es más compleja de lo que pueda parecer.
¿A qué atribuir esta seguridad de la forma que caracteriza a la raza latina? Recuerdo mi estupefacción cuando por primera vez hojeé un periódico editado por un grupo de jóvenes poetas locales, todos ellos veinteañeros. ¿Por qué a la edad en que el muchacho polaco aún es tan torpe, ellos, esos adolescentes argentinos de sangre española o italiana, llegan a una madurez precoz que se expresa con facilidad o incluso con elegancia? ¿De dónde nos viene a nosotros, los polacos, esta dolorosa incapacidad de saber estar? Pero, ¿lo verán los argentinos con la misma claridad con que lo veo yo, un polaco, que observa a los polacos en un escenario extranjero? Hay que reconocer que hasta aquí no he dicho nada especialmente nuevo en estas lucubraciones —ya que al fin y al cabo esa «desigualdad» eslava nos preocupa desde hace tiempo—, pero ahora tengo la sensación de entrar en un terreno menos explorado e incluso diría que bastante sorprendente. Escuchad: a raíz de muchas conversaciones con argentinos y de mucho observar, he sacado la conclusión de que para ellos esos defectos de la forma polaca no son en absoluto algo que les disguste, sino que, hasta cierto punto, incluso les impresionan. Cuántas veces me han sorprendido sus reacciones: por ejemplo, esa docilidad con que toleraban las excentricidades y gracias de nuestros bromistas, esos chistosos con una buena melopea encima, esos chicos «con imaginación». —¡Ah, qué ingenioso que es! ¡Qué divertido! —decían mientras yo me ruborizaba de vergüenza. ¿Cómo comprenderlo? ¿Acaso el argentino se deja aterrorizar por el polaco? ¿Acaso nuestro temperamento, más fuerte, vence sobre el suyo? ¿O quizás todas esas planchas y torpezas resultan para ellos exóticas y por lo mismo nada dolorosas ni irritantes? Seguramente, en muchos casos la explicación es ésta, pero tratemos de buscar también una interpretación un poco más profunda. Creo que los argentinos se sienten tan paralizados, y quizás cansados o incluso aburridos por su propia forma, que su reacción a la falta de forma es mucho más benévola de lo que se pudiese esperar. En el polaco, que a mí me horroriza con su incapacidad de saber estar, el argentino descubrirá ante todo a un salvador capaz de conducirlo a la esfera de lo Imprevisible. Quién sabe, a lo mejor lo que más aprecia en el polaco sea el que no se avergüence de ser como es… ¡qué error!… ya que es precisamente la vergüenza la que nos obliga constantemente a excedernos. Probablemente os resulte extraña esta comparación…, pero yo este mundo argentino, aunque tan burgués, lo compararía al mundo de los militares, y el mundo polaco, aunque tan heroico y caballeresco, al mundo de los actores. Ya que los argentinos están gobernados por el «General Forma» que les impone una disciplina de hierro, mientras que entre nosotros reina la bohemia, el alboroto, la pose, los efectos baratos de una farándula que cada noche da un nuevo espectáculo sin saber nunca con cuál va a estallar. La gran verdad que se nos revela sobre nosotros mismos en el extranjero es que somos artificiosos. ¡Pero no os preocupéis! Este artificio puede ser un buen camino hacia unos logros maravillosos, inaccesibles por medio de una sencillez campechana. Este artificio hace que con todos sus defectos los polacos pasen aquí por gente interesante, más interesante y más rica no sólo de los mortalmente aburridos ingleses, holandeses, belgas, suizos, daneses, suecos, noruegos, sino también de muchas otras nacionalidades con auténtico atractivo. El encanto polaco tampoco es únicamente un mito. —¡Sois maravillosamente enervantes! —constató una dama argentina al abandonar una fiesta en mi casa, donde la estuvimos chinchando durante tres horas.
 
Witold Gombrowicz

 
De Peregrinaciones Argentinas El texto de «Peregrinaciones argentinas» fue hallado en 1976 por Rita Gombrowicz, la esposa de Witold, entre los papeles póstumos del autor. Son los primeros textos escritos por Witold Gombrowicz para la sección polaca de Radio Free Europe desde comienzos de 1959 hasta octubre del mismo año. Se trata de veintiséis crónicas, de cuatro páginas dactilografiadas cada una.


4 de abril de 2021

Prefacio de Ferdydurke de Witold Gombrowicz escrito por Ernesto Sábato

Jose Luis Colombini y Ernesto Sabato
 

Prefacio de Ferdydurke de Witold Gombrowicz escrito por Ernesto Sábato
               
 
                Creo que fue en 1939 cuando por primera vez leí algo de Gombrowicz. Yo vivía aún en La Plata, donde habíamos inventado con mi amigo el astrónomo Miguel Itsigzohn un tipo de humor paranoico que denominamos margotinismo. Con los años aprendí que tales invenciones en rigor son siempre descubrimientos, y que aquella reacción un poco demencial contra un universo deshumanizado era casi inevitable. Fue por entonces cuando me llegó la revista Papeles de Buenos Aires, que dirigía Adolfo de Obieta. Con estupor leí el cuento titulado Filifor forrado de niño, de un desconocido de nombre polaco: Witold Gombrowicz. Corrí a buscar a Miguel, con la revista en la mano. Nos pareció de pronto milagroso que algo tan aparentemente descabellado como el margotinismo (y, por lo tanto, producto de la pura casualidad) pudiera surgir en otro remoto lugar de la tierra, con características tan similares.
                No recuerdo ahora cómo nos encontramos, más tarde, con el propio autor de aquel relato. Era un individuo flaco, muy nervioso, que chupaba ávidamente su cigarrillo, que desdeñosamente emitía juicios arrogantes e inesperados. Parecía helado y cerebral. Era difícil adivinar debajo de esa coraza el cálido fondo humano que latía en aquel exilado vagamente conde, pero auténticamente aristócrata.
                Supe entonces que Filifor formaba parte de una novela llamada Ferdydurke, que ardía por leer. Pero su autor no estaba en condiciones de hacerla traducir ni editar. Pobre, desanimado, trabajando en una oficina bancaria, caminando por las calles del Bajo, jugando partidas de ajedrez en cafés llenos de humo, nadie o casi nadie adivinaba en aquel sujeto a un formidable artista; más bien la gente se inclinaba a considerarlo como a un mistificador o a un mitómano. Hasta que una mujer (significativa paradoja para aquel irónico enemigo del género femenino), Cecilia Debenedetti, decidió e hizo posible la edición castellana del libro, que empezó a ser traducido por un grupo de creyentes. Cuando en 1947 apareció con el sello de Argos, el escritor cubano Virgilio Piñera, que por aquel tiempo vivía en Buenos Aires, escribió en la solapa: "Resulta difícil prever la suerte de este mensaje, sobre todo cuando no nos llega de París. Creo, sin embargo, que con estas breves líneas no hago otra cosa que disparar el primer tiro en la batalla que tarde o temprano van a librar los ferdydurkistas de Hispanoamérica". Hoy, cuando W. G. tiene fama mundial, es justicia rendir homenaje a aquel pequeño grupo de fervorosos que aquí advirtieron y saludaron su talento.
                Las palabras de Piñera fueron lamentablemente proféticas. Es muy improbable que en la Argentina la gente se atreva a considerar genial a un escritor que no venga patentado desde París.
                Por otra parte, es cierto que la obra no era de fácil acceso, sobre todo en 1946. Especie de grotesco sueño de un clown, con páginas de irresistible comicidad, con una fuerza de pronto rabelesiana, el reinado al parecer del puro absurdo, ¿cómo adivinar que en el fondo era algo así como una payasada metafísica, en que delirantemente estaban en juego los más graves dilemas de la existencia del hombre?
                El autor previó y temió la incomprensión. Por lo cual juzgó conveniente un prólogo en que intentaba explicar al lector las ideas básicas de su visión del mundo. No creo, sin embargo, que el prólogo ayudara mucho. Pues si es verdad que debajo de la obra de un gran escritor hay siempre una Weltanschauung, no siempre esa concepción del universo puede expresarse en ideas claras y distintas; o, en todo caso, la natural forma de expresarla es, en el poeta, su mágica creación, lo que es algo menos pero también algo más que una filosofía, algo menos y algo más que un conjunto de conceptos: es una visión total de la realidad, en parte conceptual y en parte intuitiva, parcialmente intelectual y en sumo grado emocional y mágica. Motivo por el cual, aunque los críticos puedan ofrecernos una interpretación de las ideas de Kafka, la sola lectura de un cuento suyo nos da una vivencia de su mundo (incluso de su mundo ideológico) que ninguna exposición conceptual es capaz de revelarnos, por extensa e inteligente que sea.
                Y es precisamente esta causa la que diferencia a este escritor existencialista (que escribía su obra en 1936, cuando no tenía la menor noticia de esa doctrina) de un filósofo como Heidegger. Pues éste, en tanto que pensador, no puede sino operar con razones, siendo a la postre una especie de racionalista, inevitablemente; lo que equivale a decir que en definitiva resulta, paradójicamente, un tipo de antiexistencialista. Mientras que un escritor como W. G. simplemente es existencialista, por su sola presencia integral, por su manera de ver y sentir la realidad.
                No se trata, pues, de incapacidad para las ideas: su Journal demuestra la extraordinaria inteligencia y la cantidad de ideas de este poeta. Se trata de la radical incapacidad del ensayo para reemplazar a la ficción y a la poesía, manifestaciones del espíritu que no pueden ser reducidas a los términos del pensamiento puro.
                En estas condiciones, sería inconsecuente con la propia tesis que acabo de exponer todo intento de reemplazar la lectura de Ferdydurke con una serie de explicaciones. Pero, y del mismo modo que, aun sin poder sustituir la visión personal de París con palabras ajenas, se le puede decir al viajero que se fije con cuidado en tal o cual monumento o calle o mercado o rincón del Sena (perturbado y un poco atontado como está el recién venido por el tumulto, la novedad y la contingencia), se le puede advertir al lector de este libro de choque que trate de ver, en esta novela en apariencia tan descabellada, las ideas básicas que son las típicas del existencialismo: la angustia, la nada, la libertad, la autenticidad, el absurdo. Y, sobre todo, o debajo de todo, el problema típico de Gombrowicz, la categoría que es esencial en su concepción del mundo: la Inmadurez; categoría íntimamente vinculada a otra que le es obsesiva: la de la Forma.
                Pues para Gombrowicz el combate capital del hombre se libra entre dos tendencias fundamentales: la que busca la Forma y la que la rechaza. La realidad no se deja encerrar totalmente en la Forma, el hombre es de tal modo caótico que necesita continuamente definirse en una forma, pero esa forma es siempre excedida por su caos. No hay pensamiento ni forma que pueda abarcar la existencia entera (y de ahí, como yo decía antes, la imposibilidad de sustituir la expresión poética o mágica de la existencia mediante el puro pensamiento abstracto). Y esta lucha entre esas dos tendencias opuestas no se realiza en un hombre solitario sino entre los hombres, pues el hombre vive en comunidad, y vivir es convivir; siendo las formas que adopta la consecuencia de esa ineluctable convivencia. (De paso, y como me hace notar mi mujer, esa tenaz y cálida necesidad que Gombrowicz siente por la comunicación lo aleja del existencialismo negativo de un Sartre, para acercarlo, curiosa e inesperadamente, al pensamiento de un escritor como Saint-Exupéry.)
                No creo demasiado arbitrario aducir que ese combate es el que eternamente se ha librado entre el espíritu dionisíaco y el espíritu apolíneo, siendo la existencia del ser humano un como equilibrio (inestable) entre ambos, en virtud de esa ley psicológica, ya entrevista por Heráclito, de la enantiodromia, reguladora de los contrastes. Tampoco creo arriesgado suponer que lo que Gombrowicz llama la Inmadurez no es otra cosa que el espíritu dionisíaco, la potencia oscura, que desde abajo, como fuerza inferior (en el sentido psíquico y hasta teológico del vocablo, no en el sentido ético) presiona y a menudo rompe la máscara, es decir la persona, la Forma que la convivencia y la sociedad nos obliga a adoptar (una y otra vez, porque nos es imposible sobrevivir sino mediante máscaras o formas). Y así como la Inmadurez es la vida (y por lo tanto la adolescencia, el circo, el absurdo, el romanticismo, la desmesura y lo barroco), la Forma es la Madurez, pero también la fosilización, la retórica y en definitiva la muerte; una muerte (curiosa dialéctica de la existencia) que nos es imprescindible para vivir y entendernos. Hasta el punto que el mismo dionisíaco Gombrowicz debe acceder a ello, intentando finalmente expresar su caos y su ambigüedad mediante una obra de arte; que, como toda obra de arte, en última instancia es un orden, una Forma. Forma que al mismo tiempo que expresa a Gombrowicz, como a todo artista, también lo traiciona e intenta agotarlo; motivo por el cual el poeta o novelista necesita lanzarse a la creación de otra obra, y luego de otra y así ad infinitum; resultando de ese modo que el creador es superior a su obra misma, al menos hasta el momento de su muerte física.
                Esta angustiosa lucha entre extremos opuestos, esta esencial antagonía del espíritu humano, se trasluce en Ferdydurke. Y el lector percibirá cómo encaja en este cuadro una escena al parecer tan descabellada como la frenéticamente cómica parte en que el Flaco pugna por explicar a sus alumnos la grandeza del poeta Slawoski, tratando de arrancarles la admiración oficial que hay en las historias del arte y en los museos por los caparazones fosilizados. De ahí también el temor al Envejecimiento de este creador a la vez viejo de mil años y conmovedoramente infantil (como todo creador, ya que la magia es atributo de la infancia y de la Inmadurez). De ahí el combate que en todas sus obras lleva contra las falsificaciones de la cultura libresca, contra la deshumanización del hombre contemporáneo, contra el esteticismo estéril del Profesor y la Academia; y no, es bueno advertirlo, como un mero problema estético sino como problema existencial y metafísico.
                Hay, en fin, un aspecto en las ideas de Gombrowicz que lo hace particularmente útil para nosotros los argentinos. No hay casualidades en el reino del espíritu, ni tampoco causalidades. En buena medida el hombre es libre para construir su destino, y no creo que por puro azar este polaco haya permanecido veinticuatro años entre nosotros; ya que si pudiera admitirse como acto gratuito y contingente que Gombrowicz se embarcara en el viaje inaugural de un transatlántico polaco hacia Buenos Aires, invitado a visitar esta región del mundo, y si el hecho luego de producirse la guerra mundial no es, claro, un hecho que la voluntad de Gombrowicz pudiera haber evitado, en cambio su permanencia aquí es si un acto que en buena medida es producto de su voluntad.
                Es que nuestro país, como Polonia, forma parte de lo que en su lenguaje podríamos llamar Territorio de la Inmadurez. Y esto lo vinculo a una vieja teoría que tengo sobre lo que llamo la periferia del Renacimiento. Países como Polonia, Rusia, Noruega, Dinamarca, Suecia y España no sufrieron de modo estricto el proceso renacentista, fenómeno burgués, caracterizado por el maquinismo y la razón que tuvo su epicentro en Italia y Francia. Aquellos países mantuvieron rasgos semifeudales casi hasta este siglo, no debiendo extrañarnos que un personaje como el Quijote pocas veces haya sido bien interpretado en Francia, siendo en cambio entrañablemente sentido en Rusia. En ambos extremos de Europa, la desmesura y la sinrazón eran los restos de una mentalidad preburguesa. Y el parentesco se acentuó en la vieja Argentina de las grandes llanuras pastoriles; hasta el punto de que una novela como Ana Karenina, con sus criadores de toros de raza y sus gobernantas francesas, con sus estancieros y burócratas, podía entenderse cabalmente aquí. Y si al célebre personaje de Gontcharoff se le colocara un mate en la mano en lugar de su eterno vaso de té ¿quién dudaría en encontrarle casi todas las características de un argentino viejo? La desorganización, un sentido del tiempo medieval, no cuantificado por el interés, la vida patriarcal de las antiguas familias, una educación afrancesada, el desdén y al propio tiempo la arrogancia por lo nacional; todo ello explica por qué un estudiante argentino entendía mejor las Memorias desde el Subterráneo (por lo menos hasta la segunda guerra mundial) que un profesor de la Sorbona, al que los personajes de Dostoievsky le resultaban nouveaux riches de la conscience, individuos poco menos que demenciales, incapaces de apreciar las ideas claras y distintas, tan disparatados como para afirmar (contra todas las tradiciones de cartesianos y ahorristas franceses) que dos más dos puede ser igual a cinco. Lo curioso, pero psicológicamente explicable, es que aquellos bárbaros moscovitas, como nuestros bárbaros aborígenes, admiraban la refinada cultura occidental, sus toros escoceses, sus novelas (¡Dostoievsky aspiraba a escribir como George Sand!), la filosofía alemana, los establecimientos de Baden-Baden y sus casinos. Y así, por los mismos motivos que nosotros, se hicieron "europeístas", rasgo tan típicamente eslavo o rioplatense como el vodka o el mate; al revés de lo que aquí sostienen algunos superficiales pensadores, que lo consideran un rasgo de enajenamiento. Los europeos no son europeístas: son simplemente europeos.
                Leyendo ese Journal que debería traducirse cuanto antes, observo que mi teoría es correcta y que vale para la intelliguentsia polaca las mismas reflexiones que podemos hacer para la argentina. Allá como aquí es palpitante el problema de la inmadurez intelectual; allá como aquí se prefiere lamentarse de la situación inferior con respecto a Europa, en lugar de aceptarlo como un fecundo y poderoso punto de partida de algo original. Nosotros, como ellos, tenemos las ventajas de los países "bárbaros", por haber resguardado una vitalidad y un candor que la civilización renacentista no alcanzó a desecar. Es un hecho significativo que la formidable reacción existencial contra esa civilización se levantara precisamente en esa periferia bárbara, y bastarían los nombres de Dostoievsky, Kierkegaard, Nietzsche y Unamuno para probarlo. Polacos y argentinos estamos, sin embargo, llegando a valorar en medio de la gran crisis de nuestro tiempo (y se ve también por esto cómo "crisis" significa "enjuiciamiento") lo que cabalmente somos y lo que podemos representar en el mundo, superando al mismo tiempo dos actitudes simultáneas e igualmente equivocadas: nuestro sentimiento de inferioridad y nuestra loca arrogancia con relación a Europa. Con toda la razón, Gombrowicz les dice a sus compatriotas en su Diario que no traten de rivalizar con Occidente y sus formas, sino que traten de tomar conciencia de la fuerza que implica su propia y no acabada forma, su propia y no acabada inmadurez; con todo lo que ello supone de fresca y franca libertad en un mundo de formas fosilizadas. En suma, recomienda y practica él mismo la barbarie dionisíaca, haciendo de su juventud e inmadurez una potencia renovadora. Buena lección para nosotros.
 
 
ERNESTO SABATO
 
 
Santos Lugares, julio de 1964.
 
 
 

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