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22 de enero de 2021

El binomio fantástico, Gianni Rodari

4 El binomio fantástico, Gianni Rodari De Gramática de la fantasía (1973)
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El binomio fantástico
 
Hemos visto nacer el tema fantástico -el nacimiento de una historia en base a una sola palabra. Pero no ha sido más que una ilusión óptica. En realidad, no basta un polo eléctrico para provocar una chispa, hacen falta dos. Una palabra sola «reacciona» («Búfalo. Y el nombre reaccionó...», dice Montale) sólo cuando encuentra una segunda que la provoca y la obliga a salir del camino de la monotonía, a descubrirse nuevas capacidades de significado. No hay vida donde no hay lucha.
Esto se produce porque la imaginación no es una facultad cualquiera separada de la mente: es la mente misma, en su conjunto, que aplicada a una actividad o a otra, se sirve siempre de los mismos procedimientos. Y la mente nace en la lucha, no en la quietud. Ha escrito Henry Wallon, en su libro «Los orígenes del Pensamiento en el Niño», que el pensamiento se forma en parejas. La idea de «blando» no se forma primero ni después que la idea de «duro», sino que ambas se forman contemporáneamente, en un encuentro generador:
«El elemento fundamental del pensamiento es esta estructura binaria y no cada uno de los elementos que la componen. La pareja, el par son elementos anteriores al concepto aislado.»
Así tenemos que «en el principio era la oposición». Del mismo parecer se nos muestra Paul Klee cuando escribe, en su «Teoría de la forma y de la figuración», que el concepto es imposible sin su oponente. No existen conceptos aislados, sino que por regla son «binomios de conceptos».
Una historia sólo puede nacer de un «binomio fantástico».
«Caballo-perro» no es un auténtico «binomio fantástico». Es una simple asociación dentro de la misma clase zoológica. La imagen asiste indiferente a la evocación de los dos cuadrúpedos. Es un arreglo de tercera categoría que no promete nada excitante.
Es necesaria una cierta distancia entre las dos palabras, que una sea suficientemente extraña a la otra, y su unión discretamente insólita, para que la imaginación se ponga en movimiento, buscándoles un parentesco, una situación (fantástica) en que los dos elementos extraños puedan convivir. Por este motivo es mejor escoger el «binomio fantástico» con la ayuda de la «casualidad». Las dos palabras deben ser escogidas por dos niños diferentes, ignorante el primero de la elección del segundo; extraídas casualmente, por un dedo que no sabe leer, de dos páginas muy separadas de un mismo libro, o de un diccionario.
Cuando era maestro, mandaba a un niño que escribiera una palabra sobre la cara visible de la pizarra, mientras que otro niño escribía otra sobre la cara invisible. El pequeño rito preparatorio tenía su importancia. Creaba una expectación. Si un niño escribía, a la vista de todos, la palabra «perro», esta palabra era ya una palabra especial, dispuesta para formar parte de una sorpresa, a formar parte de un suceso imprevisible. Aquel «perro» no era un cuadrúpedo cualquiera, era ya un personaje de aventura, disponible, fantástico. Le dábamos la vuelta a la pizarra y encontrábamos, pongamos por caso, la palabra «armario», que era recibida con una carcajada. Las palabras «ornitorrinco» o «tetraedro» no habrían tenido un éxito mayor. Ahora bien, un armario por sí mismo no hace reír ni llorar. Es una presencia inerte, una tontería. Pero ese mismo armario, haciendo pareja con un perro, era algo muy diferente. Era un descubrimiento, una invención, un estímulo excitante. He leído, años después, lo que ha escrito Max Ernst para explicar su concepto de «dislocación sistemática». Se servía justamente de la imagen de un armario, el pintado por De Chirico en medio de un paisaje clásico, entre olivos y templos griegos. Así «dislocado», colocado en un contexto inédito, el armario se convertía en un objeto misterioso. Tal vez estaba lleno de vestidos y tal vez no: pero ciertamente estaba lleno de fascinación.
Viktor Slokovsky describe el efecto de «extrañeza» (en ruso «ostranenije») que Tolstoi obtiene hablando de un simple diván en los términos que emplearía una persona que nunca antes hubiese visto uno, ni tuviera idea alguna sobre sus posibles usos.
En el «binomio fantástico» las palabras no se toman en su significado cotidiano, sino liberadas de las cadenas verbales de que forman parte habitualmente. Las palabras son «extrañadas», «dislocadas», lanzadas una contra otra en un cielo que no habían visto antes. Es entonces que se encuentran en la situación mejor para generar una historia.
Llegados a este punto, tomemos las palabras «perro» y «armario». El procedimiento más simple para relacionarlas es unirlas con una preposición articulada. Obtenemos así diversas figuras:
 
el perro con el armario
el armario del perro
el perro sobre el armario
el perro en el armario
etcétera.
 
Cada una de estas situaciones nos ofrece el esquema de algo fantástico.
 
1.Un perro pasa por la calle con un armario a cuestas. Es su casita, ¿qué se le va a hacer? La lleva siempre consigo, como el caracol lleva su concha. Es aquello de que sarna con gusto no pica.
 
2. El armario del perro me parece más bien una idea para arquitectos, diseñadores o decoradores de lujo. Es un armario especialmente ideado para contener la mantita del perro, los diferentes bozales y correas, las pantuflas antihielo, la capa de borlitas, los huesos de goma, muñecos en forma de gato, la guía de la ciudad (para ir a buscar la leche, el periódico y los cigarrillos a su dueño). No sé si podría contener también una historia.
 
3. El perro en el armario, a ojos cerrados, es una posibilidad más atractiva. El doctor Polifemo regresa a casa, abre el armario para sacar su batín, y se encuentra con un perro. Inmediatamente se nos presenta el desafío de hallar una explicación a esta aparición. Pero la explicación no es tan  urgente. Resulta más interesante, de momento, analizar de cerca la situación. El perro es de una raza difícil de precisar. Tal vez es un perro de trufas, tal vez es un perro de ciclámenes. ¿De rododendros...? Amable con todo el mundo, mueve alegremente la cola y saluda con la patita, como los perros bien educados, pero no quiere saber nada de salir del armario, por más que el doctor Polifemo se lo implore. Más tarde, el doctor Polifemo va a tomar una ducha y se encuentra otro perro en el armarito del baño. Hay otro en el armario de la cocina, donde se guardan las ollas. Uno en el lavavajillas. Uno en el frigorífico, medio congelado. Hay un caniche en el compartimiento de las escobas, y hasta un chihuahua en el escritorio. Llegado a este punto, el doctor Polifemo podría muy bien llamar al portero para que le ayudase a rechazar la invasión canina, pero no es esto lo que le dicta su corazón de cinófilo. Por el contrario, corre a la carnicería para comprar diez kilos de filete para alimentar a sus huéspedes. Cada día, desde entonces, compra diez kilos de carne. Y así comienzan sus problemas. El carnicero comienza a sospechar. La gente habla. Nacen los rumores. Vuelan las calumnias. Aquel doctor Polifemo... ¿no tendrá en casa algunos espías atómicos? ¿No estará haciendo experimentos diabólicos con todos aquellos filetes y bistecs? El pobre doctor pierde la clientela. Llegan soplos a la policía. El comisario ordena una investigación en su casa. Y así se descubre que el doctor Polifemo ha soportado inocente tantos problemas por amor a los perros. Etcétera.
La historia, en este punto, es sólo «materia prima». Trabajarla hasta el producto acabado sería el trabajo de un escritor, y lo que aquí nos interesa es poner un ejemplo de «binomio fantástico». El disparate debe permanecer como tal. Ésta es una técnica que los niños llegan a dominar con facilidad, con no poca diversión, como yo mismo he podido comprobar en tantas escuelas de Italia. El ejercicio bien entendido tiene una gran importancia de la que hablaremos más adelante, pero sin olvidar la alegría que proporciona. En nuestras escuelas, hablando generalmente, se ríe demasiado poco. La idea que la educación de la mente deba ser una cosa tétrica es de las más difíciles de combatir. Alguna cosa sabía Giacomo Leopardi cuando escribía, en su Zibaldone, el 1° de agosto de 1823:
«La más bella y afortunada edad del hombre, que es la niñez, es atormentada de mil modos, con mil angustias, temores, fatigas de la educación y de la instrucción, tanto que el hombre adulto, incluso si se encuentra en la infelicidad..., no aceptaría volverse niño si había de pasar por todo lo que en su niñez ya pasó.»
 
 
Gianni Rodari
De Gramática de la fantasía (1973)



 

21 de enero de 2021

La palabra «adiós», Gianni Rodari


 

3 La palabra «adiós», Gianni Rodari. De Gramática de la fantasía (1973)

 
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La palabra «adiós»
 
En las escuelas de Reggio Emilia nació, hace algunos años, el «juego del canta-historias». Los niños, por turno, suben a una tarima parecida a una tribuna y explican a sus compañeros, sentados en el suelo, una historia que van inventando. La maestra la transcribe, y el niño vigila que lo haga sin olvidar ni cambiar nada. Después el niño ilustra su propia historia con una gran pintura. Más adelante analizaré una de estas historias espontáneas. Ahora el «juego del cantahistorias» me sirve de premisa para lo que sigue.
Después que yo hablase del modo de inventar una historia partiendo de una palabra dada, la enseñante Giulia Notari, del colegio Diana, preguntó si algún niño se sentía capaz de inventar una historia con este nuevo sistema y sugirió la palabra «adiós». Un niño de cinco años nos explicó esta historia:
«Un niño había perdido todas las palabras buenas y le quedaban sólo las sucias: mierda, caca, cagarro, etcétera.
Entonces su mamá lo llevó a un médico, que tenía los bigotes largos así, y le dice: -Abre la boca, fuera la lengua, mira arriba, mira adentro, hincha los mofletes.
El doctor dice que debe ir por todas partes para buscar una palabra buena. Primero encuentra una palabra así (el niño indica una longitud de cerca de veinte centímetros) que era “buf”, que es mala. Después encuentra una así de larga (cerca de cincuenta centímetros) que era “arréglatelas”, que es mala. Después encuentra una palabrita rosa, que era “adiós”, se la mete en el bolsillo, se la lleva a casa y aprende a decir las palabras amables y se vuelve bueno.» Durante la narración, en dos ocasiones los oyentes interrumpieron para recoger y desarrollar puntos que aparecían en la historia:
Primero, sobre el tema de las palabras «sucias», improvisaron alegremente una letanía de las llamadas «palabrotas», recitando toda la serie de las que conocían y que les había evocado la primera. Lo hacían, obviamente, como un desafío, en un juego liberador, de comicidad escrementicia, que conoce bien quien tenga que ver con los niños. Técnicamente, el juego de las asociaciones se desarrollaba en el plano que los lingüistas llaman «tablero de selección»
(Jakobson), como una búsqueda de palabras similares en una cadena de significados. Pero estas nuevas palabras no representaban una distracción o abandono del tema central de la historia, por el contrario aclaraban y determinaban su desarrollo. En el trabajo del poeta, dice Jakobson, el «tablero de selección» se proyecta sobre el «tablero de combinación»: puede ser un sonido (una rima) el que evoque un significado, una analogía verbal la que suscite la metáfora.
Cuando un niño inventa una historia sucede lo mismo. Se trata de una operación creativa que tiene también un aspecto estético: aquí nos interesa la creatividad, no el arte. En una segunda ocasión, los oyentes interrumpían al narrador para desarrollar el «juego médico», buscando variaciones al tradicional «saca la lengua». Aquí la diversión tenía un doble significado:
psicológico, en cuanto servía para desdramatizar, dotándola de comicidad, la figura siempre un poco temida del médico; y de competición, para ver quien encontraba la variación más sorprendente e inesperada («mira adentro»). Un juego así es el principio del teatro, constituye la unidad mínima de la dramatización.
Pero volvamos a la estructura de la historia. En realidad ésta no se basaba exclusivamente en la palabra «adiós», ni en su significado ni en su sonido. El niño que explicó la historia había tomado como tema «la palabra adiós», en su conjunto. De aquí que en su imaginación no prevaleció -aunque se produjo en algún otro momento- la búsqueda de palabras aproximadas o similares, ni la de situaciones en que la palabra fuera usada de uno o tal modo: incluso el uso más habitual de la palabra «adiós» fue sustancialmente rechazado. En cambio la expresión «la palabra adiós» dio lugar inmediatamente, sobre el «tablero de selección», a la construcción de dos clases de palabras: las «palabras buenas» y las «palabras sucias», y sucesivamente, por medio del gesto, a otras dos clases, la de las «palabras cortas» y la de las «palabras largas».
Este último gesto no constituía una improvisación sino una apropiación. Con toda seguridad, el niño había visto un anuncio de la televisión en que dos manos aparecen aplaudiendo para separarse mientras entre las dos surge alargándose el nombre de una marca de caramelos. El niño repescó este gesto en su memoria, para utilizarlo de forma original y personal. Curiosamente rechazó el mensaje publicitario para recoger el implícito, aunque no pretendido ni programado por el anunciante: el gesto que mide la longitud de las palabras. Lo cierto es que nunca podemos estar seguros de lo que los niños aprenden viendo la televisión; ni debemos menospreciar su capacidad de reacción creativa ante aquello que ven.
En la historia intervenía, en el momento justo, la censura ejercitada por el modelo cultural. El niño definía como «sucias» las palabras que en casa le han enseñado a considerar como inconvenientes. Aquellas palabras que los padres le han enseñado que no debe decir. Pero él se encontraba en un ambiente educativo adecuado para superar ciertos condicionamientos; una escuela no represiva donde nadie le riñe ni le grita si usa «aquellas palabras». Desde este punto de vista el resultado más extraordinario de la historia fue el abandono final de las dos clases de palabras establecidas en un principio.
Las palabras «sucias» que el niño de la historia encontraba en su búsqueda -«buf», «arréglatelas»- no son sucias o feas en relación a un modelo represivo: son, en cambio, las palabras que alejan, que ofenden a los otros, que no ayudan a hacer amigos, a estar juntos, a jugar juntos. Así no son simplemente lo opuesto a las palabras «buenas», sino a las palabras «justas y gentiles».
Aquí vemos el nacimiento de un tipo de palabras nuevas, que revelan los valores que el niño aprende en la escuela. Su mente llega a este resultado por medio de las imágenes absorbidas por el niño que gobiernan el proceso de sus asociaciones, poniendo en acción toda su pequeña personalidad.
Queda claro por qué «adiós» debe ser una «palabrita rosa»: el rosa es un color delicado, amable, en ningún modo agresivo. El color es una indicación de valor. Es una lástima no haber preguntado al niño: «¿por qué rosa?» Su respuesta nos habría dicho algo que ahora no sabemos y que ya no podemos reconstruir.
 
Gianni Rodari
De Gramática de la fantasía (1973)

20 de enero de 2021

El canto en el estanque, Gianni Rodari

2 El canto en el estanque, Gianni Rodari. De Gramática de la fantasía (1973)

 
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El canto en el estanque
 
Si tiramos una piedra, un guijarro, un «canto», en un estanque, produciremos una serie de ondas concéntricas en su superficie que, alargándose, irán afectando los diferentes obstáculos que se encuentren a su paso: una hierba que flota, un barquito de papel, la boya del sedal de un pescador... Objetos que existían, cada uno por su lado, que estaban tranquilos y aislados, pero que ahora se ven unidos por un efecto de oscilación que afecta a todos ellos. Un efecto que, de alguna manera, los ha puesto en contacto, los ha emparentado.
Otros movimientos invisibles se propagan hacia la profundidad, en todas direcciones, mientras que el canto o guijarro continúa descendiendo, apartando algas, asustando peces, siempre causando nuevas agitaciones moleculares. Cuando finalmente toca fondo, remueve el limo, golpea objetos caídos anteriormente y que reposaban olvidados, altera la arenilla tapando alguno de esos objetos y descubriendo otro. Innumerables eventos o micro eventos se suceden en un brevísimo espacio de tiempo. Incluso si tuviéramos suficiente voluntad y tiempo, es posible que no fuéramos capaces de registrarlos todos.
De forma no muy diferente, una palabra dicha impensadamente, lanzada en la mente de quien nos escucha, produce ondas de superficie y de profundidad, provoca una serie infinita de reacciones en cadena, involucrando en su caída sonidos e imágenes, analogías y recuerdos, significados y sueños, en un movimiento que afecta a la experiencia y a la memoria, a la fantasía y al inconsciente, y que se complica por el hecho que la misma mente no asiste impasiva a la representación. Por el contrario interviene continuamente, para aceptar o rechazar, emparejar o censurar, construir o destruir.
Tomo por ejemplo la palabra «canto», porque sugiere un objeto arrojadizo... Cayendo en la mente, arrastra, golpea, evita, en suma:   Se pone en contacto —con todas las palabras que empiezan con «C», aunque no continúen con la «a», como «ceniza», «cien», «conejo»; con todas las palabras que comienzan con «ca», como «casa», «cabeza», «cabina», «calle», «catedral», «camino»; con todas las palabras que riman con «anto», como «santo»,«manto», «cuanto», «tanto», «otranto»; con todas las palabras que ideológicamente se les aproximan, por vía de su significado: «piedra», «guijarro», «roca», «peña», «peñasco», «adoquín», «mojón», «ladrillo»; etc.
Éstas son las asociaciones más fáciles. Una palabra golpea a otra por inercia. Es difícil que esto baste para provocar la «chispa» (pero nunca se sabe).
Pero la palabra continúa cayendo en otras direcciones, profundiza en el mundo del pasado, pone a flote presencias sumergidas. «Canto», en este caso, es para mi «Santa Caterina del Sasso» (Santa Catalina de la Peña), un santuario emplazado sobre un gran peñasco, a la orilla del lago Mayor... Íbamos en bicicleta, íbamos juntos, Amedeo y yo. Nos sentábamos bajo un fresco pórtico, a beber vino blanco y a hablar de Kant. A veces coincidíamos en el tren, ambos éramos estudiantes de música. Amedeo llevaba un gran abrigo azul. Algunos días, bajo el abrigo, se adivinaba el bulto del estuche de su violín. El asa de mi estuche estaba rota y tenía que llevarlo bajo el brazo...
Amedeo se alistó en los Alpinos y murió en Rusia.
En otra ocasión, la figura de Amedeo me vino a la mente por una «evolución» de la palabra «ladrillo», que me recordó ciertos hornos o ladrillares, en la llanura lombarda, y largas caminatas en la niebla, o en los bosques... A menudo, Amedeo y yo pasábamos tardes enteras, en esos bosques, hablando de Kant, de Dostoyevski, de Montale, de Alfonso Gatto. Las amistades de los dieciséis años son las que dejan las señales más profundas. Pero esto, aquí no interesa. Lo que interesa es la forma en que una palabra, escogida al azar, funciona como una «palabra mágica» para desenterrar campos de la memoria que yacían sepultados por el polvo del tiempo. De manera no muy diferente actuaba el sabor de las magdalenas en la memoria Proust. Y, después de él, todos los «escritores de la memoria» han aprendido, y hasta han abusado, de los ecos escondidos en las palabras, los olores, los sonidos. Pero nosotros queremos escribir historias para niños y no narraciones que nos ayuden a recuperar el tiempo perdido. Si acaso, de cuando en cuando, será útil y hasta divertido jugar con los niños al juego de la memoria. Cualquier palabra podrá ayudarlos a recordar «aquella vez que...», a identificarse con el tiempo que pasa, a medir la distancia entre ayer y hoy, aunque sus «ayeres» sean todavía, por suerte, pocos y no muy complicados.
El «tema fantástico», en este tipo de evoluciones a partir de una sola palabra, nace cuando se crean «aproximaciones extrañas», cuando en el complejo movimiento de las imágenes y sus interferencias caprichosas, surgen parentescos imprevisibles entre palabras que pertenecen a cadenas diferentes. «Ladrillo» trae consigo (en una sucesión de imágenes y rimas): «piedra», «mojón», «canto», «canción»...
Ladrillo y canción se me presentan como una pareja interesante, aunque no tan «bella como el fortuito encuentro entre una sombrilla y una máquina de coser sobre una mesa anatómica» (Lautréamont, Los cantos de Maldoror). En el confuso conjunto de las palabras hasta aquí evocadas, «ladrillo» es a «canción», lo que «canto» o «guijarro» (por su rima) es a «guitarro». Aquí, el violín de Amedeo añade probablemente el elemento afectivo y favorece el nacimiento de una imagen musical.
He aquí una casa musical. Construida con ladrillos musicales, con piedras musicales. Sus paredes, tocadas con unos palillos, nos brindan todas las notas posibles. Sé que hay un do sostenido encima del sofá, el fa más agudo está debajo de la ventana, el pavimento suena en si bemol mayor, una tonalidad excitante. Hay una estupenda puerta atonal, serial, electrónica: basta insinuar un ligero toque con los dedos para obtener una escala a la Nono-Berio-Maderna, que haría delirar a Stockhausen (alguien que entra en esta historia con más derecho que nadie por el «haus», «casa», de su apellido). Pero no se trata sólo de una casa. Hay todo un pueblo musical con una casa-piano, una casa-harpa, una casa-flauta... Es un pueblo-orquesta. Al caer la tarde, sus habitantes, tocando sus casas, ofrecen un maravilloso concierto antes de ir a dormir...
De noche, mientras todos duermen, un prisionero toca las barras de su celda... etc. La narración, a partir de aquí, vuela con sus propias alas.
Creo que el prisionero ha hecho su entrada en el cuento gracias a la rima entre «canción» y «prisión», que en un principio me había pasado por alto, y ha acabado por manifestarse por sí misma. Las barras aparecen como una consecuencia lógica. Pero, pensándolo mejor, podría ser que me las haya sugerido el título de una vieja película, que de improviso me ha venido a la mente: Prisión sin barrotes.
La imaginación puede tomar ahora otro camino:
Desaparecen las barras de todas las prisiones del mundo.
Escapan todos. ¿También los ladrones? Sí, también los ladrones. Es la prisión la que produce los ladrones. Desaparecida la prisión, acabados los ladrones...
Y aquí noto cómo en el proceso aparentemente mecánico de la creación de la historia, mi ideología va haciendo su aparición, va tomando forma como si se ajustase a un molde, al tiempo que lo modifica. Siento el eco de lecturas antiguas y recientes. Desde sus distintos mundos, los silenciados piden ser nombrados: los orfanatos, los reformatorios, los asilos de ancianos, los manicomios, las aulas docentes. La realidad irrumpe en el ejercicio surrealístico. Al final, si este pueblo-musical llega a convertirse en una historia, puede ser que no se trate tan sólo de una fantasía, sino de un sistema de redescubrir y representar con formas nuevas la realidad.
Pero la exploración de la palabra «canto» no ha acabado. Aún me queda rechazarla en su significado y en su sonido. Tengo que descomponerla en sus letras. Debo descubrir las palabras que he rechazado sucesivamente para llegar a su pronunciación:
 
Escribo las letras una debajo de la otra:
 
-C
-A
-N
-T
-O

 
Ahora junto a cada letra puedo escribir la primera palabra que se me ocurra, obteniendo una nueva serie (por ejemplo: «casa-abogadonariz- tonto-oso»). O puedo —y será más divertido— escribir junto a las cinco letras cinco palabras que formen una frase completa, así:
 
C - Cada
A - año
N - nacen
T - treinta
O – ovejas
 
No sabría qué hacer, en este momento, con treinta ovejas anuales, excepto usarlas para construir un «disparate en verso»:
 
Treinta ovejas anuales
son mis rentas actuales... etc.

 
No hay por qué esperar un resultado positivo a la primera. Hago un nuevo intento, con la misma serie de letras:
 
C - Coloco
A - a
N - nuestros
T - trescientos
O – oboes
 
«Trescientos» es una prolongación automática de la palabra «treinta» de la serie anterior. Los «oboes» se relacionan directamente con la historia musical antes narrada. Y, de cualquier manera, una agencia musical que disponga de trescientos oboes y sea capaz de colocarlos, es una imagen que por su optimismo vale la pena.
Personalmente he inventado muchas historias partiendo de una palabra escogida al azar. Una vez, por ejemplo, partiendo de la palabra «cuchara», obtuve la siguiente cadena: «cuchara-Cocchiara» (pido perdón, ante todo, por el uso arbitrario, aunque no malintencionado, de un nombre ilustre, que lo es también en el campo de la fábula...) - «clara / clara de huevo / oval / órbita / huevo en órbita». Aquí me detuve y escribí una historia titulada: El mundo en un huevo, que está a medio camino entre la ciencia-ficción y la tomadura de pelo.
Podemos dejar ahora la palabra «canto» a su suerte. A pesar de no haber agotado todas sus posibilidades. Paul Valéry ha dicho: «Ninguna palabra resulta comprensible si se la estudia a fondo». Y Wittgenstein: «Las palabras son como la película superficial de las aguas profundas.» Las historias se consiguen, justamente, nadando bajo el agua.
Por lo que se refiere a la palabra «ladrillo», recordaré el test americano de creatividad de que habla Marta Fattori en su libro Creatividad y educación. Con este test, se invita a los niños a dar una lista de todos los usos posibles de un «ladrillo». Tal vez, la palabra «ladrillo» se ha fijado tan insistentemente en mi imaginación por haber leído recientemente sobre este test, en el libro de la Fattori. De cualquier modo, tests como éste no tienen como finalidad el estimular la creatividad infantil, sino el medirla para «seleccionar los niños con más imaginación», como otros tests se realizan para seleccionar a «los mejores en matemáticas». Tendrán su utilidad, no cabe duda, pues sus fines pasan por encima de los intereses de los mismos niños.
El ejemplo del «canto en el estanque», que acabo de ilustrar, se mueve, en cambio, en sentido contrario: debe servir a los niños, no servirse de ellos.
 



Gianni Rodari

De Gramática de la fantasía (1973)


 

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