Quiero explicar que todos los post que fueron subidos al blog están disponibles a pesar de que no se muestren o se encuentren en la pagina principal. Para buscarlos pueden hacerlo por intermedio de la sección archivo del blog ahi los encuentran por año y meses respectivamente. también por “etiquetas” o "categorías de textos publicados", o bajando por la pagina hasta llegar al último texto que se ve y a la derecha donde dice ENTRADAS ANTIGUAS (Cargar más entradas) dar click ahí y se cargaran un grupo más de entradas. Repetir la operación sucesivamente hasta llegar al primer archivo subido.

INSTRUCCIONES PARA NAVEGAR EN EL BLOG:

El blog tiene más contenidos de los que muestra en su pantalla inicial al abrir la página. En la pantalla principal usted vera 5 entradas o posteos o publicaciones. Al llegar a la última que se muestra puede clickear donde dice ENTRADAS ANTIGUAS verá las 5 entradas, posteos o publicaciones anteriores. Puede seguir así y llegará hasta la primera publicación del blog. A la izquierda en la barra lateral (Sidebar) Usted verá el menú ETIQUETAS. Ahí están ubicadas las categorías de los textos publicados, si usted quiere ver poemas de un determinado autor, busca su nombre, clickea ahí y se le abrirán los trabajos de ese autor, Si no le mostró todo lo referido a esa categoría al llegar al final encontrará que dice ENTRADAS MAS RECIENTES, PÁGINA PRINCIPAL Y ENTRADAS ANTIGUAS. Debe clickear en ENTRADAS ANTIGUAS y le seguirá mostrando mas entradas o post con respecto al tema que busca. A la derecha , se encuentra un BUSCADOR, usted puede ingresar ahí el nombre del poema, o texto, o un verso, o autor que busque y le mostrará en la página principal el material que tenga el blog referido a su búsqueda. Debajo del Buscador del Blog encontramos el Menú ARCHIVO DEL BLOG en el cual se muestran los Títulos de las entradas o textos publicados del mes en curso, como así también una pestaña con los meses anteriores en la cual si usted clickea en ella verá los títulos de las entradas publicadas en determinado mes, si le da clic verá dicha entrada y asi año por año y mes por mes. Puede dejar comentarios en cada entrada del blog clickeando en COMENTARIOS al final de cada entrada. El blog es actualizado periodicamente, pudiendo encontrar nuevos textos, fotografías, poemas, videos, imágenes etc...

Gracias por visitar este lugar.




19 de abril de 2018

Polaris, H. P. Lovecraft


 Polaris


A través de la ventana norte de mi estancia, la estrella Polar refulge con luz extraordinaria. En las espantosas horas de negrura brilla en ese lugar. Y durante el otoño, cuando los vientos del norte maldicen y gimotean, y los árboles tornados en rojo del pantano se susurran cosas entre sí, en las tempranas horas de madrugada bajo la luna menguante y cornuda, me siento en el alféizar y observo a esa estrella. Justo debajo titila la brillante Casiopea con el pasar de las horas, mientras el Carro se alza con pesadez entre los árboles envueltos en brumas del pantano, que el viento nocturno hace balancear. Justo antes del alba, Arturo parpadea rubicunda sobre el cementerio del altozano y la Cabellera de Berenice reluce furiosa a lo lejos, sobre el misterioso oriente; pero aún la estrella Polar continúa en el mismo sitio de la negra bóveda, parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitir algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir. A veces, cuando está nublado, puedo dormir.
                Recuerdo a la perfección la noche de la gran Aurora, cuando sobre el pantano bailaban los alucinantes reflejos de luz demoníaca. Tras los destellos llegaron las nubes, y entonces pude conciliar el sueño.
                Y fue bajo una luna cornuda y menguante cuando divisé por primera vez la ciudad. Se hallaba silenciosa y somnolienta, en una extraña meseta de un collado entre dos extraños picos. De espantable mármol eran sus muros y torres, sus columnas, cúpulas y pavimentos. En las calles marmóreas se alzaban columnas de mármol con los remates tallados en imágenes de solemnes hombres barbados. La atmósfera resultaba cálida y calmosa. Y arriba, apenas a diez grados del cenit, resplandecía la vigilante estrella Polar. Contemplé durante largo rato la cie-dad, pero el día no llegaba. Cuando el rojizo Aldebarán, que fulguraba a baja altura sin llegar a ponerse jamás, se había arrastrado una cuarta parte del camino en torno al horizonte, atisbé luz y movimiento en las calles y las casas. Gentes de vestiduras extrañas, nobles y familiares a un tiempo, salían a las calles y bajo la luna cornuda y menguante los hombres hablaban con sensatez en una lengua que me resultaba familiar, aun cuando era diferente a cualquier idioma que hubiera conocido antes. Y cuando el rojo Aldebarán se hubo deslizado más de la mitad del camino alrededor del horizonte, retornaron la oscuridad y el silencio.
                Al despertar, ya no fui el mismo. En mi memoria se había grabado la visión de la ciudad y en mi espíritu se alzaba otra reminiscencia, aún más vaga, de cuya naturaleza entonces no me hallaba muy seguro. En adelante, durante las noches nubladas en las que podía dormir, atisbé con frecuencia la ciudad; a veces bajo esa luna cornuda y menguante, y en ocasiones bajo los rayos amarillos de un sol que no se ponía pero que rotaba lentamente alrededor del horizonte. Y en las noches despejadas la estrella Polar acechaba como no lo hiciera nunca antes. De forma gradual, comencé a preguntarme cuál sería mi sitio en esa ciudad de la extraña meseta entre extraños picos. Alegre al principio de contemplar la escena como observador incorpóreo y omnipresente, comencé luego a ansiar el definir mi relación con ella, y medir mis talentos entre los graves personajes que platicaban a diario en la plaza pública. Me decía: «Esto no es un sueño, ¿por qué medio podré probar su superior realidad sobre esta otra de la casa de piedra y ladrillo al sur del siniestro pantano y el cementerio del altozano, donde la estrella Polar escudriña a través de mi ventana norte cada noche?
                Una noche, mientras escuchaba la discusión en la gran plaza de múltiples estatuas, percibí un cambio y noté que tenía al fin forma corpórea. Pero yo no era forastero en las calles de Olathe, que se alza en la meseta de Sarkis, entre los picos Noton y Kadiphonek. Era mi amigo Alos quien hablaba, y su alocución era agradable a mi espíritu, pues se trataba del discurso de un hombre cabal y un patriota. Esa noche habían llegado nuevas sobre la caída de Daiko y sobre el avance de los Inutos; demonios amarillos, achaparrados, infernales, que cinco años atrás llegaran del oeste ignoto para devastar los confines de nuestro reino, y que acabaron sitiando nuestras ciudades. Habiéndose apoderado de las fortalezas al pie de las montañas, ahora gozaban de paso franco a la meseta, a no ser que cada ciudadano pudiera hacerles frente con la fuerza de diez hombres. Ya que las rechonchas criaturas eran duchas en las artes guerreras y carecían del escrupuloso honor que disuadía a nuestros hombres altos y de ojos grises de Lomar de lanzarse a una conquista despiadada.
                Mi amigo Alos era el jefe de todas las fuerzas de la meseta, y en sus manos estaba la última esperanza de nuestra patria. En esta ocasión hablaba de los peligros que habría que afrontar, y
exhortaba a los hombres de Olathoé, los más bravos de entre los lomarios, a mantener las tradiciones de sus antepasados, quienes al verse obligados a emigrar al sur de Zobna ante el avance de los hielos (tal como nuestros descendientes habrán algún día de huir de la tierra de Lomar) arrojaron valerosa y victoriosamente ante sí a los peludos y brazilargos caníbales Gnophekehs que se interponían en su camino. A mí, Alos me había denegado el alistamiento, ya que era enfermizo y propenso a una extraña debilidad ante cualquier tensión y esfuerzo. Pero mis ojos eran los más agudos de la ciudad a pesar de las horas que cada día empleaba en el estudio de los manuscritos Pnakoticos y la sabi¬duría de los Padres Zobnarianos; por lo que mi amigo, no queriendo condenarme a la inacción, me otorgó el empeño que resultaba el penúltimo en importancia. Me envió a la torre de vigilancia de Thapnen, donde serviría con los ojos a nuestro ejército. De intentar los inutos conquistar la ciudadela a través del pico Noton, sorprendiendo así a la guarnición, debía encender el fuego que pondría sobre aviso a los soldados de guardia, salvando así a la ciudad de un inmediato desastre.
                A solas ascendí la torre, ya que hasta el último hombre era necesario en los desfiladeros de abajo. Mi cerebro se veía dolorosamente ofuscado por la excitación y la fatiga, ya que no había dormido en muchos días; aunque mi propósito se mantenía firme, porque amaba a mi tierra natal de Lomar, así como a la ciudad de mármol de Olathoé, ubicada entre los picos Noton y Kadiphonek.
Pero mientras estaba en la estancia superior de la torre, observé a la cornuda luna menguante, roja y siniestra, estremeciéndose entre los vapores que pendían sobre el lejano valle de Banof. Y, a través de una abertura en el techo, resplandecía la pálida estrella Polar, agitándose como si estuviera viva, espiándome como un demonio tentador. Creo que su espíritu me susurraba malvados consejos, arrastrándome a una traidora somnolencia con una promesa condenadamente rítmica que se repetía una y otra vez.

«Duerme, vigía, hasta que las esferas
Veintiséis mil años
Hayan girado, y yo tornado
Al sitio donde ahora fulguro.
Otras estrellas en su momento se alzarán
 En el eje de los cielos;
Astros que alivien y astros que bendigan
Con dulce olvido:
Tan sólo al final de mi giro
El pasado vendrá a tocar tu puerta. »

                Me debatí en vano contra el sopor, tratando de interconectar esas extrañas palabras con alguna de las tradiciones celestes conocidas en los manuscritos Pnakóticos. La cabeza, pesada y vacilante, se me venció sobre el pecho y, al mirar de nuevo, lo hice entre sueños; con la estrella Polar burlándose de mí a través de una ventana, sobre los árboles horriblemente oscilantes de un onírico pantano. Y aún sueño.
                En mi vergüenza y desesperación a veces grito frenéticamente, implorando a las criaturas de ensueño que me rodean que me despierten, no sea que los inutos se escabullan por el desfiladero al pie del pico Noton y se apoderen por sorpresa de la ciudadela; pero tales criaturas son demonios, ya que se ríen de mí y me dicen que estoy soñando. Se mofan mientras duermo, y los achaparrados enemigos amarillos pueden estar mientras deslizándose en silencio hacia nosotros. He fallado en mi deber y traicionado a la marmórea ciudad de Olathoé; he fallado a Alos, mi amigo y comandante. Pero todavía esas sombras del sueño me escarnecen. Dicen que no existe tierra de Lomar, salvo en mi imaginación, que en aquellas tierras donde la estrella Polar brilla alta y el rojo Aldebarán repta a ras de horizonte no existe sino hielo y nieve desde hace milenios, y que ningún hombre mora allí excepto achaparradas criaturas amarillas consumidas por el frío que se hacen llamar «esquimales».
                Y mientras escribo en mi culpable agonía, frenético por salvar la ciudad cuyo peligro crece a cada momento, tratando de espantar en vano ese antinatural sueño de una casa de piedra y ladrillo al sur de un siniestro pantano y un cementerio en un bajo altozano, la estrella Polar, maligna y monstruosa, me acecha desde la negra bóveda; parpadeando odiosa como un malsano ojo vigilante que pugnara por transmitirme algún extraño mensaje, aunque sin recordar nada excepto que tenía un mensaje que transmitir.




H. P. Lovecraft

18 de abril de 2018

Historia del Necronomicon, H.P.Lovecraft


Historia del Necronomicon
(H.P.Lovecraft)

Breve pero completo, resumen de la historia de este libro, de su autor, de diversas traducciones y ediciones desde su redacción (en el 730) hasta nuestros días.
Edición conmemorativa y limitada a cargo de Wilson H: Shepherd, The Rebel Press, Oakman, Alabama.
El título original era Al-Azif, Azif era el término utilizado por los árabes para designar el ruido nocturno (producido por los insectos) que, se suponía, era el murmullo de los demonios. Escrito pot Abdul al Hazred, un poeta loco huido de Sanaa al Yemen, en la época de los califas Omeyas hacia el año 700. Visita las ruinas de Babilonia y los subterráneos secretos de Menfis, y pasa diez años en la soledad del gran desierto que se extiende al sur de Arabia, el Roba el-Khaliyeh, o "Espacio vital" de los antiguos, y el Dahna, o "Desierto Escarlata" de los árabes modernos. Se dice que este desierto está habitado por espíritus malignos y monstruos tenebrosos. Todos aquellos que aseguran haber penetrado en sus regiones cuentan cosas extrañas y sobrenaturales. Durante los últimos años de su vida, Alhazred vivió en Damasco, donde escribió el Necronomicon (Al-Azif) y por donde circulan terribles y contradictorios rumores sobre su muerte o desaparición en el 738. Su biógrado del siglo XII, Ibn-Khallikan, cuenta que fue asesinado por un monstruo invisible en pleno día y devorado horriblemente en presencia de un gran número de aterrorizados testigos. Se cuentan, además, muchas cosas sobre su locura. Pretendía habier visto la famosa IIrem, la Ciudad de los Pilares, y haber encontrado bajo las ruias de una inencontrable ciudad del desierto los anales sceretos de una raza más antigua que la humanidad. No participaba de la fe musulmana, adoraba a unas desconocidas entidades a las que llamaba Yog-Sothoth y Cthulhu.
En el año 950, el Azif, que había circulado en secreto entre los filósofos de la época, fue traducido ocultamente al griego por Theodorus Philetas de Constantinopla, bajo el título de Necronomicon. Durante un sigo, y debido a su influencia, tuvieron lugar ciertos hechos horribles, por lo que el libro fue prohibido y quemado por el patriarca Michael. Desde entonces no tenemos más que vagas referencias del libro, pero en el 1228, Olaus Wormius encuentra una traducción al latín que fue impresa dos veces, una en el siglo XV, en letras negras (con toda seguridad en Alemania), y otra en el siglo XVII (probablemente en España). Ninguna de las dos ediciones lleva ningún tipo de aclaración, de tal forma que es sólo por su tipografía que por lo que se supone su fecha y lugar de impresión. La obra, tanto en su versión griega como en la latia, fue prohibida por el Papa Gregoprio IX, en el 1232, poco después de que su traducción al latín fuese un poderoso foco de atención. La edición árabe original se perdió en los tiempos de Wormius, tal y como se dijo en el prefacio (hay vagas alusiones sobre la existencia de una copia secreta encontrada en San Francisco a principios de siglo, pero que desapareció en el gran incendio). No hay ningún rastro de la versiónn griega, impresa en Italia, entre el 1500 y el 1550, después del incendio que tuvo lugar en la biblioteca de cierto personaje de Salem, en 1692. Igualmente, existía una traducción del doctor Dee, jamás impresa, basada en el manuscrito original. Los textos latinos que aún subsiten, uno (del siglo XV) está guardado en el Museo Británico, y el otro (del sigo XV) se halla en la Biblioteca Nacional de París. Una edición del siglo XVII se encuntra en la Biblioteca de Wiedener de Harvard y otra en la biblioteca de la Universidad de Miskatonic, en Arkham; mientras que hay una más en la biblioteca de la Universidad de Buenos Aires. Probablemente existían más copias secretas, y se rumoreaba persistentemente que una copia del siglo XV fue a parar a la colección de un célebre millonario americano. Existe otro rumor que asegura que una copia del texto griego del siglo XVI es propiedad de la familia Pickman de Salem; pero es casi seguro que esta copia desapareció, al mismo tiempo que el artista R.U.Pickman, en 1926. La obra está severamente prohibida por las autoridades y por todas las organizaciones legales inglesas. Su lectura puede traer consecuencuas nefastas. Se cree que R.W.Chambers se basó en este libro para su obra El rey en amarillo.

CRONOLOGÍA

1.            Al-Azif es escrito en Damasco en el 730 por Abdul Al-Hazred.
2.            Traducción al greigo con el título de Necronomicon, a cargo de Theodorus Philetas, en el 950
3.            El patriarca Mihael lo prohíbe en el 1050 (el texto griego). El árabe se ha perdido.
4.            En 1228, Olaus traduce el texto griego al latín.
5.            Las ediciones latina y griega son destruidas por Gregorio IX en 1232.
6.            En 14... (?) aparece una edición en létras góticas en Alemania.
7.            En 15... (?) el texto griego es impreso en Italia.
8.            En 16... (?) aparece la traducción al castellano del texto latino.

17 de abril de 2018

La bestia de la cueva, H. P. Lovecraft


LA BESTIA EN LA CUEVA

                La horrible conclusión que había ido gradualmente imponiéndose en mi mente confundida y reacia resultaba ahora de una espantosa certeza. Estaba perdido, completa y descorazonadoramente perdido en las vastas y laberínticas profundidades de la cueva Mammoth. Hacia donde me volviese, por más que forzase la vista no lograba distinguir nada que pudiera servirme de pista para encontrar el camino de salida. Mi intelecto ya no albergaba dudas sobre que nunca más llegaría a contemplar la bendita luz del día, ni a deambular por las amables colinas y valles del hermoso mundo exterior. La esperanza se había esfumado. Pero, condicionado como estaba por una vida de estudios filosóficos, obtuve no poca satisfacción de mi desapasionada postura; ya que aunque había leído suficiente acerca del salvaje frenesí que acomete a las víctimas de sucesos similares, yo no experimenté nada parecido, sino que mantuve la calma apenas descubrí que me había perdido.
                Tampoco el pensamiento de haber errado más allá del alcance de una búsqueda normal me hizo ni por un momento perder la calma. Si había de morir, reflexionaba, entonces esta caverna terrible pero majestuosa me resultaría un sepulcro tan grato como el que pudiera brindarme un camposanto; una idea que me provocaba tranquilidad antes que desesperación.
                La muerte por inanición sería mi destino; de eso estaba convencido. Yo sabía que algunos habían enloquecido en similares circunstancias, pero sentía que tal no sería mi fin. Mi desgracia no era fruto sino de mi propia voluntad, ya que, a escondidas del guía, me había despegado voluntariamente del grupo visitante y, deambulando cerca de una hora a través de las prohibidas galerías de la cueva, me había encontrado luego incapaz de desandar los intrincados vericuetos recorridos tras abandonar a mis compañeros.
                Mi antorcha comenzaba ya a flaquear y pronto me hallaría sumido en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras permanecía al resplandor de la menguante y temblorosa luz, especulé ocioso sobre las circunstancias exactas en que se produciría mi cercano fin. Recordé las historias sobre la colonia de tuberculosos que, habiéndose instalado en esta gigantesca gruta buscando la salud en su temperatura uniforme y suave, su aire puro y su pacífica tranquilidad, habían, sin embargo, muerto en circunstancias extrañas y terribles. Yo había mirado los tristes restos de sus chozas destartaladas al pasar con el grupo, preguntándome qué antinatural efecto podría lograr una larga estancia en esta caverna inmensa y silenciosa sobre alguien como yo, saludable y vigoroso. Ahora, me dije tétrica-mente, había llegado la ocasión de comprobar tal respecto, a no ser que la falta de comida acelerase mi tránsito.
                Según se esfumaban en la oscuridad los últimos e intermitentes resplandores de mi antorcha, resolví no dejar piedra sobre piedra, ni desdeñar cualquier posible medio de escapar; así que prorrumpí en una sucesión de gritos tremendos, a pleno pulmón, con la vana esperanza de llamar la atención del guía. Sin embargo, mientras vociferaba, tuve la sensación de que mis gritos resultaban un despropósito, y que mi voz, aumentando y reverberando por las innumerables paredes del negro laberinto circundante, no llegaba a otros oídos que los míos. Sin embargo, a una, mi atención se volvió sobresaltada hacia un sonido de suaves pasos que imaginé escuchar acercándoseme sobre el suelo rocoso de la cueva. ¿Era inminente mí salvación? ¿No habían sido entonces todos mis horribles temores otra cosa que naderías, y el guía, habiéndose percatado de mi inexplicable ausencia, había seguido mi rastro, buscándome a través de este laberinto calcáreo. Mientras aquellas preguntas felices brotaban en mi interior, estuve a punto de reanudar mis gritos para acelerar mi descubrimiento; pero en un instante mi alegría se trocó en horror al volver a escuchar, ya que mis siempre agudos oídos, ahora afinados aún más por el completo silencio de la cueva, dieron a mi entumecido entendimiento la inesperada y espantosa certeza de que aquellas pisadas no sonaban como las de un ser humano. En la quietud ultraterrena de esa subterránea región, la aparición del guía con su calzado hubiera resultado como una serie de golpes claros e incisivos. Aquellos sonidos eran blandos y sigilosos, como los que podrían producir las zarpas almohadilladas de un felino. Además, a veces, escuchando cuidadosamente, me parecía distinguir el paso no de dos, sino de cuatro pies.
                Ahora ya estaba convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia salvaje, quizás un puma extraviado por accidente en el interior de la cueva. Quizás, reflexioné, el Todopoderoso me había designado una muerte más rápida y misericordiosa que el hambre. Aunque el instinto de conservación, nunca apagado por completo, se conmovió en mi ser y, a pesar de que evitar el peligro que se acercaba podía depararme un final más largo e inclemente, me dispuse, sin embargo, a vender la vida lo más cara posible. Por extraño que pueda parecer, mi mente no concebía otra intención en el visitante que la de una clara hostilidad. En consecuencia, permanecí inmóvil, esperando que la bestia desconocida, a falta de un sonido que la guiase, perdiese mi dirección y pasase de largo. Pero esa esperanza iba a revelarse infundada, ya que aquellas extrañas pisadas avanzaban implacables; sin duda, el animal me olfateaba y, en una atmósfera tan absolutamente limpia de cualquier influencia contaminante como resulta la de una cueva, podía sin duda seguirme hasta gran distancia.
                Por consiguiente, viendo que debía armarme para defenderme de un extraño e invisible ataque en la oscuridad, tanteé en busca de los mayores de entre los fragmentos de roca dispersos por doquier en el suelo de la caverna circundante y, empuñando uno en cada mano, listos para ser usados, esperé resignado los inevitables sucesos. Mientras, el odioso paso de garras se acercaba. La conducta de esa criatura era realmente extraña. Casi todo el tiempo, los movimientos parecían propios de un cuadrúpedo, moviéndose con una curiosa descoordinación entre miembros delanteros y traseros; y, sin embargo, durante algunos pocos y cortos intervalos, me pareció que caminaba sobre dos patas tan sólo. Me pregunté qué clase de animal tenía delante; debía tratarse, suponía, de alguna infortunada bestia que había pagado la curiosidad de indagar a las puertas de la temible gruta con una reclusión de por vida en esas interminables profundidades. Sin duda, se alimentaba de peces ciegos, murciélagos y ratas de la cueva, así como de los peces comunes que nadan en los manantiales del río Verde, el cual comunica por vías ocultas con las aguas de la caverna. Llené mi terrible espera haciendo grotescas conjeturas sobre los efectos que una vida cavernaria pudieran haber causado sobre la estructura física de la bestia, recordando las espantosas apariencias que la tradición local achacaba a los tuberculosos muertos tras una larga residencia en la cueva. Entonces, con un sobresalto, recordé que, aun en el caso de lograr matar a mi antagonista, nunca llegaría a contemplar su apariencia, dado que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y no tenía encima ni una cerilla. La tensión mental se volvía ahora espantosa. Mi imaginación desbocada conjuraba formas odiosas y temibles en la siniestra oscuridad circundante, que parecían ya casi presionarme. Las espantosas pisadas se acercaban, cerca, más cerca. Creo que debí lanzar un grito, aunque de haber sido en verdad tan timorato como para hacerlo, mi voz apenas debió responderme. Estaba petrificado, clavado al sitio. Dudaba de que mi brazo derecho me respondiera lo bastante como para disparar sobre el ser llegado el momento crucial. El inexorable, pat, pat, de pisada está al alcance de la mano, ya muy cerca. Podía oír el trabajoso resuello del animal, y, aterrorizado como estaba, aún llegué a comprender que venía de muy lejos y estaba por tanto fatigado. Repentinamente se rompió el maleficio. Mi brazo derecho, guiado por mi siempre fiable oído, lanzó con todas sus fuerzas el pedazo de caliza, de bordes agudos, que sostenía, impulsándolo hacia el lugar de la oscuridad de donde provenían resuello y pisadas; y, por increíble que parezca, estuvo a punto de alcanzar su objetivo, ya que escuché brincar al ser, yendo a cierta distancia y pareciendo detenerse allí.
                Reajustando el tiro, lancé el segundo proyectil, esta vez con mejores resultados, ya que lleno de alegría oí cómo la criatura caía de una forma que sonaba a desplome, quedando sin lugar a dudas tendida e inmóvil. Casi desbordado por el tremendo alivio consiguiente, me recosté tambaleándome contra la pared. El resuello proseguía, pesado, boqueando inhalaciones y exhalaciones; así que comprendí que no había hecho otra cosa que herir a la criatura. Y cualquier deseo de examinar al ser se esfumó. Por fin, algo semejante al miedo ultraterreno y supersticioso se alojó en mi cerebro y no me aproximé al cuerpo, ni seguí cogiendo hiedras para rematarlo. En vez de eso, eché a correr tan rápido como pude y, tanto como me lo permitía mi frenético estado, por donde había llegado. Bruscamente escuché un sonido o, mejor, una sucesión regular de sonidos. AI instante siguiente se habían convertido en un golpeteo claro y metálico. Ahora no había duda. Era el guía. Y entonces grité, chillé, vociferé, incluso aullé de alegría contemplando en los techos abovedados la luminosidad débil y resplandeciente que yo sabía era el reflejo del brillo de una antorcha aproximándose. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de comprender del todo lo que hacía, estaba a los pies del guía, abrazándole las botas, balbuceando a pesar de mi reserva ostentosa de una forma que resultaba de lo más insensata y estúpida, barbotando mi terrible historia y, a la vez, aturullando a mi oyente con mis demostraciones de gratitud. El guía había notado mi ausencia cuando el grupo volvió a la entrada de la cueva y, llevado por su intuitivo sentido de la orientación, había procedido a realizar una exploración exhaustiva de los pasadizos frente a los que me viera por última vez, localizando mi paradero tras una búsqueda de unas cuatro horas.
                Cuando me lo hubo contado, yo, envalentonado por la luz de su antorcha y por su compañía, comencé a pensar en la extraña bestia a la que había herido unos metros más atrás, en la oscuridad, y sugerí que fuéramos a ver, con ayuda del hacha, qué clase de criatura había yo abatido. Así que me volví sobre mis pasos, esta vez con un valor que nacía del estar acompañado, hasta el escenario de mi terrible experiencia. Pronto descubrimos un cuerpo blanco en el suelo, más blanco aún que la propia caliza resplandeciente. Avanzando con precaución, prorrumpimos en simultáneas exclamaciones de asombro, ya que de todos los monstruos antinaturales que pudiéramos haber contemplado en nuestra vida, éste resultaba con mucho el más extraño. Parecía ser un mono antropoide de grandes dimensiones, escapado quizás de algún circo ambulante. Su pelaje era blanco como la nieve, debido sin duda a la acción decolorante de una larga existencia en los recintos negros como la tinta de la cueva, pero asimismo aquel pelo era sorprendentemente ralo, faltando por doquier, excepto en la cabeza, donde era tan largo y abundante que caía sobre sus hombros en profusión considerable. El rostro permanecía oculto, ya que la criatura estaba boca abajo. El ángulo de los miembros era también muy singular, explicando empero la alteración de uso que yo antes notara y por la cual la bestia empleaba unas veces cuatro zarpas para desplazarse y otras sólo dos. Las manos o pies no eran prensiles, algo que atribuí a su larga estancia en la cueva que, como antes dije, parecía probada por aquella blancura completa y casi ultraterrena tan característica de toda su anatomía. No parecía dotada de cola.
                La respiración se había vuelto ahora sumamente débil, y el guía había empuñado su pistola con la evidente intención de rematar a la criatura, cuando un inesperado sonido lanzado por esta última le hizo abatir el arma sin usarla. Aquel sonido era de naturaleza difícil de explicar. No era como los tonos normales que emiten las especies de simios conocidas, y me pregunté si aquella cualidad antinatural no sería el fruto de una larga estancia en silencio total, roto al fin por la sensación provocada por la llegada de luz, algo que la bestia no había visto desde su llegada a la cueva. El sonido, que de lejos puede definirse como una especie de profundo charloteo, proseguía débilmente. De repente, un fugaz espasmo de energía pareció estremecer el cuerpo de la bestia. Las zarpas se movieron convulsivamente y los miembros se contrajeron. Con un espasmo, el cuerpo blanco rodó hasta que el rostro giró en nuestra dirección. Por un instante me vi tan abrumado por lo que mostraban aquellos ojos, que no vi nada más. Eran negros, esos ojos; profundos, tremendamente negros, contrastando espantosamente con la nívea blancura de cabello y carnes. Como en otros moradores de
cavernas, estaba profundamente hundidos en las órbitas y carecían completamente de iris. Mirando más detenidamente, vi que se encontraban en un rostro que era menos prognato que el de cualquier mono normal e infinitamente más peludo. La nariz era bastante distinta.
                Mientras observábamos la extraña visión que teníamos ante los ojos, los gruesos labios se abrieron y brotaron algunos sonidos, tras lo cual el ser se relajó y murió.
                El guía se aferró a la manga de la chaqueta, temblando con tanta violencia que la luz se estremeció espasmódicamente, proyectando sombras extrañas y móviles sobre los muros de alrededor.
                Yo no hice gesto, sino que permanecí envaradamente quieto, los ojos espantados fijos sobre el suelo de delante.
                Y entonces se disipó el miedo, suplantado por asombro, espanto, comprensión y reverencia, ya que los sonidos lanzados por la figura herida que yacía sobre el suelo calcáreo nos habían susurrado la terrible verdad. La criatura que yo había matado, la extraña bestia de la inexplorada caverna, era o había sido en tiempos, ¡¡¡un HOMBRE!!!



H. P. Lovecraft


Etiquetas

Videos (227) Osvaldo Guevara (111) Jose Luis Colombini (106) Café Literario Traslasierra (90) Rafael Horacio López (86) Aldo Luis Novelli (75) Antonio Esteban Agüero (65) Claudio Suarez (65) Alejandro Nicotra (64) Roberto Jorge Santoro (64) Juan L. Ortiz (59) Baldomero Fernández Moreno (50) Oscar Guiñazú Alvarez (50) Gianni Siccardi (49) Vicente Huidobro (49) Olga Orozco (48) Aldo Pellegrini (47) Elvio Romero (47) Enrique Lihn (47) Jorge Teillier (46) Gloria Fuertes (45) Felipe Angellotti (44) Circe Maia (41) Hermann Hesse (41) Fernando Pessoa (36) Rodolfo Alonso (35) Vicente Aleixandre (35) Horacio Castillo (34) Gonzalo Rojas (33) Alejandra Pizarnik (32) Miguel Ortiz (32) Edgar Bayley (31) César Vallejo (29) Raúl Gustavo Aguirre (29) Rodolfo Godino (29) Alberto Luis Ponzo (28) Anton Chejov (28) Daniel Conn (28) Marco Denevi (27) Octavio Paz (27) Gabriela Bayarri (26) Jorge Ariel Madrazo (26) Théophile Gautier (26) Alberto Girri (25) Carlos Garro Aguilar (25) Jacques Sternberg (25) Jaime Saenz (25) Leónidas Lamborghini (25) Orfila Bardesio (24) Leopoldo Marechal (23) H. P. Lovecraft (22) Poetas Chinos (22) William Carlos Williams (22) Carlos Castaneda (21) Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento (21) Horacio Preler (21) Leandro Calle (21) Leopoldo "Teuco" Castilla (21) O. Henry (21) Sandro Penna (21) Sandro Tedeschi (21) Witold Gombrowicz (21) Julio Bepré (20) Mario Torres (20) Nicanor Parra (20) Cesar Moro (19) Francisco Madariaga (19) María Meleck Vivanco (19) Vicente Luy (19) Omar Yubiaceca (Jorge Omar Altamirano) (17) Jorge Luis Carranza (16) Teresa Gómez Atala (16) Ariel Canzani (15) Manuel Mujica Laínez (15) Marcelo Dughetti (15) Ana Cristina Cesar (14) Carlos Drummond de Andrade (14) Isidoro Blaisten (14) Karen Alkalay-Gut (14) Manuel López Ares (14) Mircea Eliade (14) Nestor Perlongher (14) Raymond Carver (14) Richard Aldington (14) Spencer Holst (14) Alaide Foppa (13) Anne Waldman (13) Antonin Artaud (13) Charles Baudelaire (13) José B. Adolph (13) Lawrence Ferlinghetti (13) Marcel Schwob (13) Miguel Angel Bustos (13) Ricardo Rubio (13) Sam Shepard (13) Teresa Wilms Montt (13) Cecilia Meireles (12) Ernesto Cardenal (12) Jose Emilio Pacheco (12) Rainer María Rilke (12) Laura López Morales (11) Música (11) Rodolfo Edwards (10) Carlos Bousoño (9) Victor Saturni (9) Adrian Salagre (8) Eugenio Mandrini (8) Federico Garcia Lorca (8) Horacio Goslino (8) Inés Arredondo (8) José María Castellano (8) Juan Jacobo Bajarlia (8) Julio Requena (8) Roque Dalton (8) Allen Ginsberg (7) Andres Utello (7) Antonio Porchia (7) Basho (7) Carlos Oquendo de Amat (7) Charles Simic (7) Conde de Lautréamont (7) Francisco Rodríguez Criado (7) Gaspar Pio del Corro (7) Gerardo Coria (7) Gianni Rodari (7) Hans Magnus Enzensberger (7) Leonard Cohen (7) Li Bai (7) Li Po (7) Litai Po (7) Lope de Vega (7) Norah Lange (7) Oliverio Girondo (7) Pedro Serazzi Ahumada (7) Robert Frost (7) Eduardo Galeano (6) Gregory Corso (6) John Forbes (6) Revista El Gato del Espejo (6) Torquato Tasso (6) Victoria Colombini Lauricella (6) William Shand (6) Círculo de Narradores de Traslasierra “ Paso del Leon” (5) Hugo Mujica (5) Jorge Luis Borges (4) Leopoldo Lugones (4) Eduardo "Lalo" Argüello (3) Encuentro Internacional de Poetas "Oscar Guiñazù Alvarez (3) Roberto Bolaño (3) Tomas Barna (3) Pablo Anadón (2) Pablo Neruda (2) Ricardo Di Mario (2) Roberto Juarroz (2) Rubén Darío (2) Susana Miranda (2) Walter Ruleman Perez (2) Antonio Machado (1) Beatriz Tombeur (1) Eduardo Fracchia (1) Enrique Banchs (1) Enrique Molina (1) Ernesto Sábato (1) Jose Caribaux (1) Juan Gelman (1) Julio Cortázar (1) Mario Pacho O Donnell (1) Ricardo Piglia (1) Victoria Ocampo (1)