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19 de marzo de 2018

El que sabia, Jacques Sternberg

                          Fotografía; Luna entre los árboles Traslasierra, Córdoba, Argentina


El que sabia

 
¿Con cuánta insistencia se pregunta el mundo desde hace siglos si existe vida en Marte? ¿Y qué absurda parece esta insistencia ahora que conozco la respuesta?
Absurda solamente a mis ojos, ya que yo soy el único que conoce la respuesta. Los demás están esperando precisamente esta respuesta. Pero yo no se la transmitiré jamás. No podré. Desde donde estoy, me es imposible comunicarme con los hombres. Y jamás volveré a su mundo. Al menos, no vivo. También sé eso. El misterio seguirá siendo impenetrable una vez más. Y no es imposible pensar que hemos querido ir demasiado lejos, y que el secreto de Marte nos está prohibido. Y que aquellos que, como yo, lograrán desvelarlo, no tendrán jamás la ocasión de divulgarlo a los demás.
No podrán hacer nada con este secreto. Salvo llevárselo a la tumba.
Sin embargo, todavía estoy con vida. Pero solo aquí. Puesto que en la Tierra he sido borrado ya de la lista de los vivos. También esto lo sé. Y, una vez más, yo soy el único que lo sabe, sin ningún error posible.
 ¿Olvidarán mi nombre en la Tierra? No estoy seguro. Ni siquiera queda excluido el que erijan una estatua para perpetuar mi memoria. La veo desde aquí. Será imponente, masiva, leonina, pese a que yo soy bajo, delgado, y mi aspecto es más bien el de un gato despellejado. Con un gesto noble, yo, el conquistador del espacio, señalaré el buzón más próximo o el tercer piso de un banco. Con un poco de suerte, tendré mi plaza y mi calle. Y un parterre de geranios alrededor de mi pedestal. Y, por supuesto, una placa de bronce que me servirá de tarjeta de identidad frente a la eternidad: « Claude Drebner, 1940-1976. Voluntario del espacio, fue el primer hombre en alcanzar el planeta Marte, de donde nunca regresó».
El primer suicida interplanetario: este habrá sido mi destino. El primero realmente, ya que los hombres que desembarcaron en la Luna en 1970 regresaron sanos y salvos, y terminaron sus días en el campo chapoteando en la fortuna que les proporcionó la explotación del relato de su viaje. Sin duda aquella expedición estuvo mejor y más cuidadosamente preparada. O bien más simplemente en esta segunda ocasión la suerte hizo una mala elección: he de reconocer que la suerte nunca me ha tomado por blanco en ninguna ocasión de mi pasado. Muy pocas veces he tenido éxito en nada de lo que he emprendido.
Conviene sin embargo anotar que, en el plano científico, la empresa ha sido un completo éxito: abandoné la Tierra, crucé el espacio, sobreviví, he alcanzado el planeta Marte. Y a fin de cuentas aún estoy vivo, pese a estar condenado en breve plazo. Quizá la empresa científica limitó su ambición a la primera parte del programa: enviar un hombre a Marte, sin preocuparse de su regreso. En este caso, la operación ha sido un completo éxito. No puedo hacer más que dirigir todas mis felicitaciones a los responsables, a los directores de esta aventura interplanetaria. También puedo añadirles una petición que seguramente no será oída nunca por nadie: decirles que abandonen sus experiencias, que no envíen a otros hombres a Marte. El planeta no tiene nada de pintoresco, el clima es rudo, el suelo ingrato, el secreto que contiene este mundo es cautivador, ciertamente, pero poco agradable de saber sin preaviso y sin paliativos. Además, saberlo no sirve de nada, ya que nadie puede regresar de este mundo.
Secreto, sí, y qué sorpresa. Los hombres de este siglo de acero y de átomos, de ecuaciones y de teoremas bien experimentados, están muy lejos de imaginar el color exacto de la sorpresa que les aguarda en Marte. Un color que no tiene nada que ver con todo lo que las matemáticas y la ciencia nos han enseñado. Objetivamente, es algo que vale el desplazamiento. Pero ¿estoy todavía en condiciones de ser objetivo, cuando estoy en la víspera de mi muerte? ¿Y quién podía prever que este viaje tuviera un final tan absurdo?
Sin embargo, todo empezó bien. En un clima de una tal lógica, de un tan perfecto rigor. Según un plan previsto desde hacia tanto tiempo que cada gesto parecía un simple reflejo de un gesto ya realizado centenares de veces. Todo ello sin hablar del hecho de que nada pertenecía al campo de los sueños, ni siquiera al de algún desbordamiento de la imaginación, en aquella aventura espacial. El viaje a la Luna había servido de lección y de ejemplo, ya que se había desarrollado sin el menor imprevisto, y la Luna no había reservado ninguna sorpresa a los terrestres.
Entre algunos centenares de candidatos entrenados desde hacía años, me habían elegido a mí, Claude Drebner.
¿Por qué? Simplemente por mis cualidades de resistencia. Gracias a ellas había sido admitido a seguir el entrenamiento de choque reservado a los futuros navegantes del espacio. Lo cual concedía a los felices candidatos el privilegio de ser sometidos a un permanente tercer grado y a un régimen intensivo de tortura cotidiana. Parece ser que antiguamente se compadecía a las cobayas y a los conejos de experimentación. ¡Oh, vamos! La sensibilidad humana había evolucionado considerablemente. Nadie nos compadeció nunca a nosotros. Por el contrario, siempre había un fotógrafo dispuesto a tomar unas placas de nuestros rostros convulsionados, y un periódico ávido de publicar este tipo de documentos, que hacían furor. Es cierto que el hombre ha tenido siempre la lágrima fácil pensando en la suerte de los perros bajo la lluvia, pero la piedad coriácea cuando se trataba de la suerte de los demás seres humanos. Nuestros verdaderos hermanos deben ser los animales, y no los demás hombres.
Dicho esto, el oficio de cobaya humano estaba bien pagado. Puesto que uno se arriesgaba a dejar la piel antes de los treinta y cinco años, se nos testimoniaba en contrapartida alguna generosidad. Además, se recibían condecoraciones y honores según la intensidad de los suplicios soportados. Y además nos alimentaban según todos los principios de la higiene alimenticia: aislados del alcohol, de las mujeres, del tabaco, de los agentes de corrupción corporal. También recibíamos enseñanzas teóricas por la mañana. Pero la Mayor parte de nuestro tiempo lo pasábamos dejándonos comprimir, estirar, martillear, girar, o soportando los ejercicios en la cuerda floja que la ciencia era capaz de idear para poner a nuestra disposición. Un oficio absurdo. Si tuviera que empezar otra vez, me contrataría como contable en la oficina más próxima. Pero ya nada puede empezar otra vez. Ni siquiera el camino de la Tierra al planeta Marte. Y el billete de retorno que me fue concedido gratuitamente no me va a servir de nada. Y no veo a qué oficina de reclamaciones puedo dirigirme. En Marte todavía no existen las oficinas. O más bien sí, hay una especie de oficina. Una sola. De hecho, en un cierto sentido, todo el planeta no es más que una especie de oficina. Una oficina como no tenemos ninguna en la Tierra. Tan enorme, tan desértica. Tan silenciosa. Y tan singular-mete organizada. Superando en tal medida la competencia de nuestros más brillantes cerebros. 
Sin hablar del viaje, que fue aburrido, sin imprevistos y muy monótono, debo señalar que la llegada a Marte no fue menos decepcionante.
Todo ocurrió según lo previsto. Recuerdo sin ninguna emoción aquel momento que sería histórico si lograra consignarlo por escrito o transmitirlo a los cronistas de servicio. Pero vine solo a Marte, y no siento deseos de hacer de ello una epopeya.
La hora H se acercaba. Y el planeta Marte parecía cada vez más ávido de querer tragarme con su masa. Pero todo funcionaba según el plan previsto. Los cohetes de frenado escupían su potencia máxima. Me posé en aquel mundo tan ligeramente como una libélula sobre una hoja. Antes de aquello, tuve tiempo de admirar sin gran sorpresa el hecho de que el planeta estaba realmente acribillado con enormes canales, tal como se había pretendido. Los canales de Marte brillaban al sol, metálicos, como ríos de plata maciza.
Dejando aparte esto, Marte presentaba muy pocas seducciones naturales a primera vista. El lugar donde acababa de desembarcar tenía una ligera forma de valle, despojado de toda vegetación, recubierto de arena gris rojiza. Uno podía creer que estaba al borde de algún océano, en una extensión de dunas desiertas, con la diferencia de que aquí no había ningún océano. Pero estaban los canales, los había visto. Podía considerarlos, a falta de nada mejor, como una curiosidad turística del país, de un interés mediocre, de acuerdo, pero que al menos merecían que se les echara un vistazo.
Con un clic y un golpe de palanca, hice surgir la pequeña oruga del cohete que la había transportado en sus entrañas desde la Tierra. Estaba lista para la partida, cargada de víveres, repleta de combustible, ávida de probar en el suelo marciano la eficacia del material terrestre. Fue fácil: el suelo era poco maleable, casi tan liso como el hormigón armado.
Un cuarto de hora más tarde alcanzaba la orilla del primer canal. Un canal desprovisto de agua, he de decirlo. En realidad, se trataba más bien de un gigantesco foso bastante poco profundo, pero de una amplitud de varios centenares de metros. Y en el interior de aquel foso había dispuesta una apretada red de tuberías conectadas las unas a las otras, en un solo haz rectilíneo que parecía ir de uno a otro horizonte. Los tubos parecían estar hechos de metal. Eché una moneda. Sonaban a hueco.
¿Qué hacer, sino ir hasta la fuente de aquellas tuberías? ¿Pero dónde se hallaba esa fuente? ¿A mi izquierda o a mi derecha? Opté por la izquierda, confiando en el azar. Iba a servirme.
Efectivamente, tras una hora llegué a una ramificación. Un foso menos ancho, pero igualmente atestado de tubos, venía a unirse al canal que estaba siguiendo; los tubos se entrecruzaban, se devoraban, se confundían, y seguían avanzando en la dirección que yo había tomado. Bastaba continuar, estaba en el buen camino. Iba directo a mi destino. ¿Y hacia qué destino? Si tan solo hubiera podido adivinar su textura. Me hacía preguntas, forjaba hipótesis. No tenía otra cosa que hacer, ya que la ruta era monótona y el trayecto desprovisto de incidentes. El paisaje apenas cambiaba, ninguna criatura viva aparecía en el horizonte, ninguna construcción, pero aquellas tuberías no podían ser consideradas un capricho forjado por la naturaleza. En pocas palabras, poseían todos los elementos para intrigarme. ¿Se trataba tal vez de un oleoducto gigante que enlazaba algún gigantesco pozo petrolífero con un centro industrial? ¿O simplemente un sistema de correspondencia neumática? Aquellos tubos podían ser desagües, conducciones de gas, cualquier cosa. ¿Qué hay más vulgar en una civilización que una tubería? Muchas veces se ha dicho que el propio hombre no es más que un simple conjunto de tuberías.
Tras haber divisado otras cinco ramificaciones secundarias y pasado un auténtico cruce múltiple que me sugirió que aquel mundo estaba sometido realmente a una civilización tubular, llegué a una enorme meseta donde se erguía una construcción en forma de cubo, gris, lisa y sin ventanas. Tan solo un bloque masivo. Una especie de central eléctrica o de relés. A doscientos metros de aquella construcción las tuberías se hundían en el suelo, tragadas, engullidas. Había llegado a todas luces a la fuente que estaba buscando.
Detuve el motor de la oruga. Verifiqué mi arma, y avancé arrastrándome hacia el bloque.
Todas las caras del cubo eran opacas, cerradas, a excepción de una, casi enteramente abierta. Parecía la entrada de un túnel subterráneo tallado en la misma roca.
Penetré en el interior del bloque de piedra, siguiendo la suave pendiente que avanzaba entre dos paredes grises, desnudas, porosas. El interior estaba bañado por una luz igualmente grisácea, pero artificial. El silencio más absoluto invadía aquel subterráneo. No vi ninguna puerta por ninguna parte. Luego, el corredor de entrada giró en ángulo recto y me encontré bruscamente en un laberinto de galerías desiertas cuyas paredes, bastante altas, estaban repletas de tableros de mando, gráficos, indicadores luminosos que a veces parecían desplazarse, y una inextricable red electrónica de la que no comprendía nada. Una central que difundía algún tipo de energía, pensé de nuevo, aún admitiendo que funcionaba según un principio que se me escapaba por completo.
Quizá me hubiera perdido en aquel dédalo de galerías de paredes fosforescentes si no hubiera oído aquel ruido de pasos.
Las galerías se hacían cada vez más oscuras, como si convergieran de un día gris hacia una noche teñida de verde. En efecto, las paredes difundían una claridad cada vez más verdosa, aunque ninguna luz caía del techo. Y en las paredes, por todas partes, el mismo incomprensible amasijo de signos y de indicadores luminosos, como si se tratara de una gigantesca epopeya concebida en jeroglíficos algebraicos.
Y entonces las vi.
Eran tres. En una galería más grande que las otras, más oscura también, concebida en forma de óvalo.
Tres empleadas, vestidas muy simplemente con una especie de bata de laboratorio. Dos de ellas estaban de pie ante un pequeño cuadrante negro en el que no podía leer nada, y sus gestos se parecían enormemente a los de los empleados que perforan las fichas de un ordenador IBM. La otra manejaba unas clavijas de acero bastante parecidas a las de una central telefónica, y podría creerse que estaba realizando un trabajo de telefonista. Pero con una destreza y una rapidez que no tenían nada de humano. Parecían sin embargo mujeres, aunque muy poco femeninas y desprovistas totalmente de gracia. Me habían visto entrar, pero permanecían impasibles, sin mostrar ninguna reacción, como totalmente absortas en su trabajo. Incluso se parecían entre sí. Las tres tenían los mismos descoloridos cabellos, los mismos rasgos apenas marcados, medio momificados, deshidratados, cicatrizados.
Luego, con una cierta laxitud, una de ellas se giró hacia mí, abandonando por unos momentos su tarea. Me miró sin ninguna expresión particular. Sin sorpresa. Como un conserje, acostumbrado a recibir sin inquina y sin placer a muchos desconocidos.
- Claude Drebner, supongo -me dijo, con una voz parecida a su rostro, a la vez seca y descolorida, privada de entonaciones.
En aquel instante sentí que un gran frío interior me ganaba, se diluía en mi sangre. No dije nada. Tuve simplemente el reflejo de asentir.
- Hace ocho días que te esperamos de un momento a otro.
¿Ocho días? En efecto, hacía ocho días que había partido de la base terrestre. Algo en mí empezaba a comprender. Era por esto que sentía tanto frío. Dentro de algunos segundos comprendería por completo y… A menos que huyera, que me negara a seguir escuchando. Pero permanecía allí, fascinado por lo que me decía aquella empleada de rostro ingrato, de ojos sin mirada.
- Cometiste un error aceptando esta misión -añadió-. No puedo hacer nada por ti.
Lo decía sin una gran amargura y sin satisfacción. Como un hecho inevitable, irremediablemente inevitable. Con un gesto vago, señaló a la empleada que parecía realizar el trabajo de telefonista. Sabía ya lo que me iba a decir.
- Lo siento -dijo-, pero mi hermana ha desconectado ya tu clavija en la Tierra.
Esto era. Lo que ya había comprendido desde hacía unos minutos. Mi clavija. Sin vacilar ni un instante, con gestos de cirujano, la tercera empleada arrancaba las clavijas de un panel móvil que hacía deslizar ante sus ojos. Parecía actuar casi al azar, como si estuviera arrancando malas hierbas. Un azar sabiamente meditado. Un trabajo de telefonista, sí. La apariencia disimulaba una realidad. -En la Tierra -murmuré-. Pero en Marte… La empleada había previsto sin duda este razonamiento. Agitó la cabeza. -No -dijo-. Nadie puede vivir en Marte. Lo siento. Y, juzgando que ya no tenía nada más que decirme, siguió con su trabajo. Me retiré. Yo tampoco tenía nada más que decir. 
Esto ocurrió anteayer.
He pasado dos días en el interior del cohete. Abandonaré hoy este mundo. De todos modos, mis reservas de agua y de víveres no son eternas. Y en Marte nadie puede vivir. Aparte la muerte. Tendríamos que haber pensado en el pasado de la humanidad antes de lanzarnos con tanto aplomo hacia su futuro. Pero los hombres piensan siempre en todo salvo en lo esencial. Somos hijos de lo superfluo.
Abandonaré Marte. Según mis cálculos, debo conseguirlo. Luego… ya nada más. Fatalmente, algo ocurrirá. En cuanto a saber el qué… Pero nunca llegaré a mi destino. Jamás regresaré a la Tierra. Ya no tengo mi clavija conectada allá. He sido borrado del mundo de los terrestres, casi del de los vivos. A menos que alcance otro planeta donde la vida sea posible. ¿Pero cuál? ¿Dónde hallarlo? Y, de todas formas, mi cohete no puede realizar más que un solo viaje: ile Marte a la Tierra.
Me atrevería a decir que ni siquiera es ya un cohete. Es tan solo un ataúd.


¡Sus pasaportes, señores!

 
Primero se lanzó el primer satélite artificial.
Luego se lanzaron otros.
Tras diez años de tentativas abortadas, los Hombres consiguieron por fin alcanzar la Luna. Pero el interés que se extrajo de esta investigación fue bien poco.
Veinte años más tarde, un equipo de primera clase encerrado en un cohete de pruebas llegó a Marte. Mientras el aparato penetraba en la atmósfera de aquel planeta, un primer mensaje proveniente de Marte llegó a los navegantes.
En aquel mensaje, los marcianos señalaban el lugar preciso donde debía posarse la astronave; luego, sin ninguna transición, la voz, atravesando las ondas con una frialdad ejemplar, afirmó:
- Señores, están penetrando ustedes en territorio marciano. Sírvanse preparar sus pasaportes para el control de la aduana.
Estupefactos, los viajeros ni siquiera tuvieron tiempo de comprender que a nadie se le había ocurrido pensar en aquel detalle.
- ¿Están ustedes vacunados? -estaba preguntando ya la voz.
Los hombres, tomados de sorpresa, respondieron que sí. -Perfecto -siguió la voz-. En este caso, tengan preparados también sus certificados de vacunación. Y la astronave se posó en el planeta Marte. 
Desde que se empezó a soñar en este desembarco, se había pintado a Marte con todos los colores del sueño y de la pesadilla, con todas las definiciones. Las más dementes suposiciones habían creado un escenario que había sido difundido a todos los rincones del mundo. Aquello era un testimonio en favor de la imaginación del hombre, pero había que reconocer que la realidad apenas se correspondía con la ficción. Allí estaba, ofrecida a ellos, tan vulgar que parecía más aterradora que cualquier impensable pesadilla: la astronave se había posado en un enorme hangar cuyo gigantesco techo se iba cerrando al ralentí, aprisionando a los viajeros y a su apartado en los límites de un cubo de color grisáceo, perfectamente hermético.
Se abrió una puerta, y aparecieron tres marcianos.
Uno de ellos era un civil, los otros dos llevaban uniforme. Las ropas de los militares recordaban las de los bomberos, mientras que el civil iba enfundado en un deslucido traje de tejido gris que evocaba muy singularmente el atuendo tradicional de todos los empleadillos del mundo. Aparte el hecho de que aquellos marcianos tenían seis brazos, eran parecidos a nosotros como unos hermanos. Aunque su mirada no expresaba este embrutecimiento que los hombres conocemos tan bien. Sus rostros parecían laxos, tristes, incapaces de expresar un sentimiento realmente próximo a la violencia o a la vida. Un bigote de largos pelos hirsutos brotaba bajo la nariz del empleado civil.
- Esta es la aduana de Marte -anunció uno de los militares-. Sus pasaportes, señores.
Así fue como se presentaron, y así fue como acogieron a los terrestres. Su expresión no traducía la menor sorpresa. Ni siquiera echaron una ojeada a la astronave, plantada en medio del hangar.
Los terrestres tuvieron que confesar que ni siquiera habían pensado en proveerse de pasaportes.
- Esto es un problema -declaró uno de los marcianos-. ¿Tienen ustedes al menos tarjetas de identidad?
Algunos de los hombres las llevaban, otros no
Los dos oficiales de la aduana examinaron las tarjetas de identidad con esa negligencia teñida de suspicacia característica de la lenta erosión de la rutina.
- No creo que esto sea suficiente -murmuró el empleado civil-. Me veo en la obligación de decirles, señores, que no están ustedes en regla. ¿Tienen la bondad de seguirnos?
Los marcianos hicieron entrar a los navegantes en una pequeña sala de espera provista de una mesa y algunas sillas. Tras aquella mesa aguardaba un hombre. También él llevaba un hirsuto bigote. Pero tenía tan solo un brazo, que le servía para clasificar unas fichas. Tenía el aspecto de estar ejerciendo una importante función, ese aspecto que tan solo adoptan los bedeles y los ordenanzas.
Tras una hora de espera, los viajeros fueron llamados. El bedel, avisado por un timbre, los condujo a una enorme estancia de hormigón, acero y madera, donde trabajaban algunas decenas de empleados, rodeados de una densa humareda de cigarrillos que se mezclaba con el acre calor del aburrimiento. Uno podía creer hallarse en las interioridades de una gran oficina de correos o en las de cualquier departamento de importación-exportación. Había millones de lugares de aquel tipo en la Tierra. Y ningún detalle insólito daba un aire extraterrestre al conjunto. Las mesas estaban llenas de ceniceros, lápices, legajos, facturas y sellos de goma. Reglamentos, calendarios, avisos, e incluso un gran cartel recomendando la Mayor educación por parte del personal, estaban clavados en las paredes. Del techo pendían lámparas encerradas en globos de mayólica. Los teléfonos dejaban oír sus llamadas. Muchos empleados iban y venían. Algunos de ellos muy atareados; otros mimando esta agitación propia de aquellos que no piensan más que en perder su tiempo haciendo ver que trabajan a sus superiores. Casi todos los empleados tenían seis brazos, y simplemente y con mucha destreza sacaban fichas y redactaban informes con algunos de ellos, mientras que con los demás llevaban la contabilidad. Los jefes de servicio, sin embargo, no tenían más que cuatro brazos, a veces dos. Algunos empleados sencillamente ni siquiera tenían brazos. Debía tratarse sin duda de los pensadores.
Los terrestres fueron recibidos por un oficial de aduanas que les hizo saber que no veía su caso demasiado claro. Aparentemente, había que admitir que no estaban en absoluto en regla.
- Y el hecho de que sean ustedes extranjeros no arregla nada, sino al contrario -afirmó el oficial.
Hasta entonces, abrumados por la estupefacción, los hombres no habían objetado nada. Sin embargo, esta vez, arrancándose a su torpor, uno de los terrestres se puso a gritar que todo aquello era inconcebible, y que realmente aquella forma de acoger a los representantes de otro planeta rozaba casi la grosería.
- Comprendo su reacción -le respondió el oficial de la aduana-, pero gritando no hará más que agravar su caso. Tenemos un reglamento muy estricto, y nos vemos obligados a respetarlo. Por otro lado, estimamos que hemos dado pruebas de muchas benevolencia con respecto a ustedes. Hay un hecho incuestionablemente cierto: no tienen ustedes ni pasaporte ni visado. Algunos de ustedes ni siquiera tienen tarjeta de identidad, me atrevería a decir.
Esforzándose en hablar sin levantar el tono de su voz, uno de los navegantes explicó que naturalmente ellos no habían previsto aquellas absurdas complejidades, y que aquel viaje a Marte representaba para ellos una empresa única en los anales de la Historia y no una simple excursión al extranjero.
- Razón de más para ir provistos de todos los papeles en regla -dedujo el oficial-. ¿Transmitieron ustedes, antes de partir, una solicitud de residencia a nuestro Ministerio, o como mínimo una petición de visado temporal?
- ¿Cómo podíamos saber que tenían ustedes ministerios? Ni siquiera sabíamos que su mundo estuviera habitado.
- Lo comprendo. Pero hubiera sido más prudente, pese a todo, transmitir una demanda a nuestro Ministerio. Nunca se ha visto un viajero extranjero sin visado. Es algo inconcebible.
Uno de los hombres sugirió, con una suavidad impregnada de aplicación, que tal vez, en razón de las circunstancias, podría hacerse una excepción a la regla…
- Nosotros no toleramos las excepciones -fue la respuesta-. Y las circunstancias no me parecen tan extraordinarias como eso. Sería demasiado sencillo, ¿comprenden? Un precedente que nadie sabe dónde iría a terminar. Sin embargo, me gustaría poder hacer algo por ustedes…
El oficial pareció reflexionar, sumergido en un esfuerzo mental que dio un cierto relieve a las venas de su frente. Tras haber vacilado durante largo tiempo, se levantó.
- Sea. Si me conceden algunos minutos, voy a hablar con mis superiores.
Se rogó a los terrestres que volvieran a la sala de espera. Dos horas más tarde, se les hizo entrar en otra oficina más lujosa, donde fueron acogidos por un hombre sin brazos, adornado con una banda que parecía una Legión de Honor. En un rincón, una joven mecanógrafa, bastante hermosa y dotada con cuatro brazos, tecleaba una máquina de escribir de doble teclado.
- Siéntense, señores, por favor -dijo el jefe del servicio-. Me han sometido su caso. Es lamentable, pero a decir verdad, incluso apelando a la mejor voluntad del mundo, no veo muy bien lo que puedo hacer por ustedes.
En aquel instante fue interrumpido por un oficial de la aduana que se acercó al enorme escritorio y deposió en él algunas hojas de un dossier. El oficial murmuró algunas palabras y el jefe del servicio pareció bastante contrariado. Miró severamente a los hombres, y cuando volvió a hablar su voz era más seca.
- Esto es mucho más grave, señores. Acaban de anunciarme que nuestros servicios han procedido al registro;de su astronave. ¿No tienen nada que declarar en la aduana?
Nadie respondió a aquella pregunta.
- Lamento infinitamente comunicarles que han sido sorprendidos ustedes en flagrante delito de fraude y de transferencia ilícita de mercancías no autorizadas. ¿Acaso no saben ustedes que transportan armas, municiones, aparatos electrónicos (tasados por la ley con un impuesto de un 60 % de su valor), ropas, materiales de construcción? ¿Y productos alimenticios en cantidades tales que dejan suponer una intención de actividad comercial? Y, por supuesto, supongo que no poseerán ustedes ninguna licencia de importación.
Uno de los hombres tuvo la fuerza de responder: -No, en efecto: ninguna.
- Todo esto puede costarles muy caro -siguió el jefe del servicio -. La ley nos autoriza a confiscarles la astronave y todo lo que contiene, infligirles una multa de varios millones de francos y, si no están ustedes en situación de pagarla, condenarles a varios años de privación de libertad. Hemos de ser severos con todos los transgresores. Espérenme aquí, por favor.
La secretaria se levantó y, rozando a los terrestres con sus puntiagudos senos y ondeando con evidente premeditación sus caderas, hizo pasar a los viajeros a otra sala de espera.
Ya caída la noche, sin una palabra, un bedel acompañó a los terrestres a un enorme despacho donde varios empleados, actuando con una gran destreza, tomaron sus huellas dactilares, les pesaron, les midieron, y les fotografiaron desde todos los ángulos.
- Les daremos una tarjeta de identidad provisional -afirmó uno de los empleados.
Los terrestres se sintieron aliviados. Pese a todo, las cosas habían terminado arreglándose amistosamente. Respondieron con mucha amabilidad a las preguntas que les hicieron los empleados de aquel mundo. Hubo gran cantidad de preguntas, y el interrogatorio, si bien fue llevado con la Mayor cortesía, fue tremendamente severo. Fueron interrogados sobre sus intenciones, sobre su pasado, sobre sus actividades reales. Tras lo cual les hicieron firmar una gran cantidad de declaraciones a través de las cuales precisaban que no venían a territorio marciano con intenciones hostiles, ni para fundar un comercio, ni para hacer ningún tipo de publicidad, ni para crear una nueva religión, y que en sus intenciones no entraba el asesinar a ningún Jefe de Estado.
Finalmente, al alba, cada terrestre recibió una tarjeta provisional de identidad, con su foto y algunos sellos oficiales.
- Ahora están ustedes en regla -les hizo saber un empleado.
Entonces tan solo fueron llevados los terrestres en presencia de los tres empleados que los habían recibido el día anterior en aquel mundo.
- ¿Tienen ustedes sus papeles, señores? -les preguntó el oficial.
Se los mostraron.
- Perfecto. Como pueden ver, todo termina siempre arreglándose -declaró el oficial-. Los trámites han terminado. Son ustedes libres, señores. Pueden regresar a su casa.
- ¿A nuestra casa? -preguntó uno de los viajeros, incrédulo.
- A la Tierra, supongo. Puesto que, si no vienen de la Tierra, habrán falseado ustedes sus declaraciones, y si han falseado sus declaraciones, habrá que poner todo esto en tela de juicio, y entonces…
Los terrestres juzgaron preferible no insistir. Tras no conocer de Marte más que un interminable dédalo de polvorientos y ahumados despachos, subieron a bordo de su astronave.
Sin embargo, uno de los hombres fue abordado por uno de los aduaneros marcianos, que lo llevó aparte.
- Óigame -murmuró confidencialmente-, si alguna vez vuelven ustedes por aquí, piensen en traer unos quesos de Holanda. Casi nunca hay por aquí, y los nuestros son tan sólo malas imitaciones. No tendrán que pagar ninguna tasa, ¿saben? Los haremos pasar de contrabando, no se preocupen…
Pero los hombres jamás regresaron a Marte.



Jacques Sternberg

18 de marzo de 2018

El primer día, Jacques Sternberg

 El primer día, Dios se creó a sí mismo. Ha de haber un comienzo para todo.
Luego creó el vacío. Encontró que le había quedado muy muy grande, y se sintió impresionado.
El tercer día imaginó las galaxias, los planetas y los soles. No se sintió excesivamente satisfecho, sin saber exactamente por qué.
El cuarto día hizo un poco de jardinería: decoró algunos planetas elegidos con un verdadero sentido artístico, y se sintió feliz al probarse a sí mismo que era un dios con gusto, destilando a través del universo una sutil perfección.
El quinto día, sin embargo, para relajarse de los esfuerzos de la víspera, decidió divertirse un poco: imaginó un mundo que no era más que una flagrante falta de gusto, lo atiborró con horribles colores, y lo pobló de una gran cantidad de repugnantes monstruos. Luego llamó a aquel mundo la Tierra.


Jacques Sternberg

Fotografias de Lago Boca del río,  Las Tapias, Traslasierra, Córdoba, Argentina


17 de marzo de 2018

La exacta finalidad de la máquina, Jacques Sternberg






La exacta finalidad de la máquina que hacía seis meses que supervisaban era completamente desconocida para los técnicos.
Conocían tan solo los planos de la máquina, unos planos cuya complejidad hacía suponer una finalidad también compleja. Y sabían también qué gestos debían realizar. Unos gestos muy simples de ejecutar, ya que la máquina se construía a sí misma con una sorprendente destreza, al igual que había construido el gigantesco hangar en el que estaba alojada. Se decía también que ella misma había trazado los planos de su construcción. Algunos llegaban incluso a creer que se había inventado incluso a sí misma, desde el primer al último tornillo.
Al mediodía, a las seis, la máquina alimentaba a los obreros que se afanaban inútilmente en el taller A veces les daba consejos. Un día, sin vacilar, curó a un herido. Remontaba la moral de algunos de los hombres. A menudo componía música. Uno llegaba a admitir que, si tuviera que nacer algún niño por accidente en el taller, la máquina se habría puesto a hacer calceta. Después de todo, quizá su finalidad fuera simplemente convertirse en un espectáculo. O hacer creer a algunos técnicos que trabajaban. Tras lo cual se destruiría, para volver a reconstruirse luego. Era posible. De todos modos, se bastaba a sí misma.
Lo probó terminándose sin el menor error, y concediéndose luego una garantía de diez años y un seguro contra incendios, tras pronunciar en su propio honor un discurso de inauguración. Tenía cien metros de largo y veinte metros de alto.
Entonces los técnicos miraron la máquina y se preguntaron de nuevo en vano, pero esta vez con una cierta inquietud, para qué podría servir. La máquina, sin embargo, les afirmó que todo estaba listo, y que ya podían abandonar el hangar. Cuando se retiraron del lugar, la máquina cerró todas las puertas tras ellos. Quizá esta era precisamente su finalidad.
Sola, la máquina esbozó algunos gestos, pronunció algunas palabras. Pero sin convicción. Tomó algunos libros, se proyectó un poco de cine, se recitó algunos versos. Pero sin convicción.
Luego se inmovilizó.
Estaba empezando a aburrirse.
Esta era precisamente su verdadera finalidad.

Jacques Sternberg

16 de marzo de 2018

Tenía una tal preocupación, Jacques Sternberg


Tenía una tal preocupación por no causarle problemas a nadie, que cerró cuidadosamente la ventana a sus espaldas, tras arrojarse al vacío desde lo alto de un sexto piso.

Jacques Sternberg

15 de marzo de 2018

Cuento breve, Jacques Sternberg

Jacques Sternberg

Jacques Sternberg (Amberes, Bélgica, 17 de abril de 1923 - París, Francia, 11 de octubre de 2006) fue un novelista, cuentista, guionista y periodista belga-francés de origen judío.
Su trabajo en el campo de la ciencia ficción y de la literatura fantástica y la impresionante cantidad de microrrelatos que escribió (alrededor de 1.500), además del guion de la película Je t'aime, je t'aime, dirigida por Alain Resnais, y su participación en el célebre Grupo Pánico, lo hicieron mundialmente reconocido.

Cuento breve

Cuando los stralkes entraron en contacto por primera vez con nuestro mundo, desembarcaron en África, en plena selva, en las cercanías de un poblado zulú. Tomaron notas, dedujeron las correspondientes leyes generales y, un año más tarde, invadieron la Tierra con la idea de sojuzgarla.
Ennegrecieron su piel, llenaron sus cuerpos de pintura, se armaron con hondas, arcos y lanzas.
Pero esta vez desembarcaron en los Estados Unidos, entre Boston y Chicago.

Jacques Sternberg

14 de marzo de 2018

Partir es morir un poco, Jacques Sternberg

Fotografía: Suculentas en mi jardin




Partir es morir un poco, Jacques Sternberg

14 de marzo

No me he movido desde hace un cuarto de hora.
Podría creer que mi carne se ha convertido en una nueva materia y que mi cuerpo se ha soldado al muro que parece chuparme con su mugre y todas sus cicatrices gangrenadas.
Mis ojos no se han movido desde hace un cuarto de hora. Petrificado en una única visión, como fascinado por su absoluta falta de interés, miro la gran mancha de humedad que devora uno de los ángulos de mi celda. En tres semanas de encierro he visto a esta mancha cambiar de forma todos los días. Pero esta mañana no he tratado ni siquiera de saber el fantasma de qué objeto me sugerían sus contornos. La miro simplemente. Sintiendo quizás en forma vaga la armonía secreta que liga mis pensamientos al color turbio de la mancha. ¿Qué decir? ¿Qué pensar? ¿Estoy pensando en realidad? ¿Entonces lo que acabo de saber autoriza a un pensamiento lógico, a una red de pensamientos? ¿Es posible traducir en deducciones lo que a pesar de todo se han negado a traducir en palabras, por otra parte muy simple? ¿Se puede hacer entrar una botella de un litro en un litro de agua?
Hace tres semanas que espero al hombre que entró esta mañana en mi celda.
Pues, desde el momento en que fui condenado a muerte, espero con cierto disgusto al hombre que debe anunciarme que me han acordado el derecho de vivir. Vino esta mañana. Pronunció las palabras que yo preveía.
-Ha sido usted indultado.
-Sabe usted bien que no tengo ganas de vivir -le respondí
-No vivirá -me dijo.
Vaciló un instante antes de explicarme por qué. Parecía un poco ebrio, como sobrepasado por la situación. Tenía por qué, en verdad.
-Usted no será ejecutado, pero no vivirá. La ejecución debía tener lugar el 18 de abril, al alba. Pero en esa fecha no habrá nadie para proceder a una ejecución.
-¿Nadie?
-Así es.
En ese momento, él me reveló los hechos. Ya no más gente, ya no más mundo, además. La tierra está, en efecto, condenada a muerte. Como yo. Más que yo. El 4 de abril a las diez de la mañana, en el lugar del mundo no habrá más nada. Nada más que un vacío como cualquier otro. ¿El infinito puede pasársela sin la tierra? Así parece. Sin duda ni siquiera notará este incidente privado de consecuencias en el absoluto. Un mundo de más o de menos, ¿qué importancia tiene?
-Extraño -agregó el hombre-, usted ha recibido su indulto, pero de cualquier manera morirá. Y quince días antes de la fecha normal de ejecución.
Salió enseguida, ligeramente agobiado, no mucho. Se podría jurar que había visto otros como yo. Que había tenido una jornada agotadora, que se resentía por ello y enfrentaba sin placer el día de mañana. Casi el último. Para él, para mí, para todo el mundo.
-Así es -dijo antes de volver a cerrar la puerta-. Usted morirá de cualquier modo. Pero si eso puede consolarlo, no estará solo. Todos estamos condenados a muerte. Todos, porque hemos cometido el único delito de nacer. Desde ahora, somos miles los que esperamos, encerrados en nuestro cuerpo, como en una celda sin salida, una ejecución capital que debe tener lugar en una fecha exacta, irrevocablemente. Y esta vez la ejecución no sólo es general sino que no contiene ningún elemento de esperanza: nadie será indultado a último momento. Las paredes tienen oídos para escuchar nuestras quejas, el acontecimiento no.
El fin de este mundo que armó tanto escándalo en el universo, ¿será ruidoso?
Morir de cualquier modo…
¿Cómo creerlo? ¿Cómo creer en la muerte un segundo después de haber escapado de la muerte por milagro? ¿Entonces existía otra muerte más allá de la que los hombres me habían reservado? Un cambio, eso era lo que venían a proponerme, un simple cambio.
¿Pero cómo admitir que en este mundo donde el malestar de unos había constituido siempre el bienestar de otros, vayamos a tener todos la misma suerte en el mismo segundo? No es posible. Los hombres fueron concebidos para interpretar papeles de verdugos y víctimas, no para ser todos víctimas de una deflagración abstracta. Sólo los hombres son peligrosos, sólo ellos acostumbran atar a sus víctimas para entregarlas a la muerte con los pies y los puños ligados. La naturaleza tiene que ser menos cruel. Siempre deja una posibilidad. La Tierra es vasta, uno siempre puede huir, ocultarse en alguna parte, salvar el pellejo. Los peores cataclismos nunca dieron cuenta de todos los seres vivientes. Sólo el hombre tiene ese poder. Porque él piensa, porque sabe apuntar y masacrar con la única intención de matar sobre seguro.
Escapé de los hombres. Eso es lo esencial. Han renunciado a darme muerte cuando mi fosa ya estaba abierta. Soy un superviviente. Escaparé a la naturaleza, no puede ser de otro modo. Aún si no hubiera más que un superviviente, yo seré ese superviviente.
Y cuando la Tierra sea sólo cenizas, cuando los hombres sean sólo polvo, cuando la nada haya encontrado al fin su definición práctica y sólo yo vea ese espectáculo, entonces podré sonreír y darme el lujo de morir de un mal resfrío. Pero más tarde, un poco después.
Morir de cualquier manera… Entonces es cierto que, aun después de haber escapado a mi ejecución, aun si escapo a la muerte que nos ha dado cita para el 4 de abril, moriré de cualquier modo.
De uno u otro modo… En ese caso, ¿para qué?

17 de marzo

Moriré como los demás. El 4 de abril. Todo el mundo pasará por ese día, ahora lo sé.
Me han explicado que el acontecimiento del 4 de abril tendrá la fuerza suficiente para aniquilar a un planeta que, sin embargo, dio en el pasado buenas pruebas de su vitalidad. Pero el espacio tiende una emboscada a la Tierra y todas las bombas no bastarían para detener lo que se viene.
¿Cómo, más allá de esos muros que son desde siempre los de alguna antecámara de la muerte, aceptan los hombres su suerte? ¿Quizá se los acusa, uno tras otro, de algún delito ficticio y se los condena de prisa, pero oficialmente, a muerte, con el fin de hacerles creer en una lógica de su destino? ¿Cómo admitirán las estrellas de la pantalla que los fuegos de su gloria van a extinguirse junto con sus agentes de publicidad; los hombres de negocios, que ya no habrá mundo que sostenga sus cheques y sus empresas; los propietarios que el infinito abre ya sus fauces para tragar en un segundo todas las propiedades de este mundo al mismo tiempo que algunos siglos de Historia, una tonelada de gramática, montones de geografía, y otras diversas instituciones? El Hombre que se sentía otro tras el volante de un automóvil o ante una cuenta bancaria ¿va a comprender al fin que no es si siquiera el hijo del polvo y que sólo la muerte es el centro de su verdad?
Durante algunos instantes, el acontecimiento me desvela, no tanto por su horror, bastante evidente, sino por su deslumbrante potencial humorístico. ¿Por qué no imaginar que se trata simplemente de una farsa galáctica? Se permitió que el hombre se divirtiera con sus juguetes durante algunos siglos, se le dio la oportunidad de asombrarse a sí mismo creando sin cesar nuevos juguetes antes de concederse el título de rey del universo; luego, de repente, decidieron quitarle todo, su vida, su decorado y sus juguetes. ¡Broma genial! No podían reservar una jugada más divertida al hombre, que vacilaba a veces de generación en generación antes de desembarazarse de los múltiples horrores adquiridos: y ahora le tiran todo su mundo al cesto de basura sin siquiera pedirle opinión. El hombre, ese propietario de tan blanda sonrisa, iba a comprender al fin que no era más que un inquilino de su mundo. Y que no tenía arriendo ni defensa. Nada. Ni siquiera su vida.

19 de marzo

Realmente pasa algo.
Aunque la vida apenas si se infiltra a través de los muros de esta prisión, se adivinan sin embargo ciertas fluctuaciones que sugieren un acontecimiento histórico.
Por ejemplo, esta mañana, anuncian que todos los detenidos serán liberados en el día de hoy, a excepción de los condenados a muerte o a cadena perpetua. El mundo se derrumba, los principios permanecen, según veo. Incluso, al borde del abismo guardan el sentido de los valores y la jerarquía. Eso sin hablar de la lógica. Porque es evidente que sería pernicioso y poco moral dejar correr a los homicidas en libertad mientras que el mundo entero será asesinado en masa dentro de unos días. Hasta su último suspiro el hombre habrá probado su maravilloso sentido de la seriedad. Imagino además que esta decisión fue tomada con toda solemnidad por un comité de severos ancianos, que ha sido ratificada por decreto después de algunos días y que acaba de aparecer en el Diario Oficial. Ya, era ridículo imaginar al hombre devorado por sus tareas burlescas cuando se mantenía en equilibrio sobre una bola de fuego, ¿pero cómo llegar a imaginar siempre devorado por las mismas tareas cuando esa bola está a punto de desintegrarse? Decididamente el hombre siempre sobrepasará sus propios límites. Se habrá hecho digno de sí mismo, y sobre la tumba del Hombre Desconocido podrán inscribir como epitafio que cumplió con su Deber hasta el fin. Y con qué respeto por sí mismo.
Dicho esto, dado que me condenan a quedar encerrado, me mantienen siempre con la misma puntualidad. Todo el mundo a su trabajo, las jornadas comienzan siempre a las 9 en punto, ésas deben ser las consignas. Los menús, no obstante, son un poco menos copiosos desde que me indultaron. Sin duda, tengo derecho a menos consideraciones, ya que no seré una excepción, sino un cadáver como todos los demás.
También compruebo asombrado que me suprimieron el vino. ¿Qué pensar? ¿Que hacen economías cuando a pesar de todo van a morir dejando tras ellos un mundo enteramente amueblado y sobrecargado de los más diversos productos? Todo esto es muy desconcertante. Sin embargo, es muy tarde para dejarse desconcertar.

20 de marzo

Un acontecimiento se encadena a otro.
Dicen que el mundo entero espera una comunicación de la más alta importancia. En efecto, los sabios del mundo entero están conferenciando desde hace una semana y habrían tomado una decisión que amenaza con trastornar la historia del mundo.
La humanidad espera. Yo también. Pero no tengo suerte: una vez que realmente pasa algo, y no estoy en la onda. Es injusto. Sin embargo, deberían darse cuenta de que a partir de mi nacimiento aún no ha pasado nada en mi vida.
Evidentemente, el hecho de estar excluido me da cierta distancia. Por un único instante, no me siento capaz de participar de la nerviosidad general que debe enfebrecer al mundo, ya sea la nerviosidad del pánico o de la esperanza. Sin embargo es una pena que no me hayan concedido la autorización de vivir de cerca esta notable epopeya, y de participar como ser humano en este drama humano. Me gustaría tanto ver cómo dan vuelta una página de la historia. Sobre todo cuando se trata de una página que amenaza con quedar virgen. Infinitamente virgen. Como el vacío. Como el siempre de lo sin límites y sin fronteras que encierra el vacío.
Duermo mucho actualmente. Me entreno en ser muerto. Es muy fácil. Es lo que la muerte tiene de inquietante: su simplicidad; y hemos pasado tantos años inútiles aprendiendo truquitos sabios, tan tontos, tan tontos.
He pensado también que tengo buena suerte. Millones de personas podrían envidiarme actualmente: sin pena y sin ningún deseo de vivir. Además, hace mucho tiempo que estoy preparado para morir este año. De la misma manera hace mucho que liquidé todo lo que constituyó el decorado y el centro de interés de mi vida. Incluso maté con mis propias manos al único ser al que me sentía unido. Mi suerte es verdaderamente envidiable.
¿Que pasará? ¿Habrán hallado por casualidad el medio de desbaratar las intenciones del acontecimiento previsto en el programa? ¿Qué piensan hacer? ¿Atraparlo al vuelo, con red, con un cometa? ¿Y ocultarlo? ¿Pero dónde? ¿A menos que supongamos que por el contrario van a lanzar la Tierra a lo largo del espacio, lejos de los remolinos del acontecimiento? ¿O quizá las autoridades científicas van a anunciar, más sencillamente, que hubo un error y que no pasará absolutamente nada?
Preguntas que ya no me conciernen. Si el acontecimiento, por una u otra razón, no llega a estallar nunca, sin duda me harán comprender que mi ejecución capital está siempre a mi entera disposición. Si el señor tiene a bien tomarse la molestia de ponerse de pie y vivir su muerte…

21 de marzo

Hacía mucho que la historia no se veía recompensada con una sorpresa tan sensacional. El hombre es un verdadero apasionado del golpe teatral. El peligro le ha dado alas, genio, energía. En efecto, las radios del mundo entero anunciaron ayer a la tarde que, estando la Tierra irremediablemente condenada, los hombres dejarán su planeta para ir a otros lugares. Destino Supervivencia, Operación Milagro, partida fijada para el 2 de abril. La fecha del primero de abril ha sido evitada por escaso margen, con razón.
Desde esta mañana, las fábricas del mundo entero construyen cohetes. Habrá cohetes para todo el mundo. Incluso para los perros y los canarios. Cada persona tendrá derecho a una sobrecarga de 3 kg. de equipaje. Toda actividad comercial, industrial o intelectual se detiene oficialmente en el día de la fecha y la partida general se convierte en la única obsesión de todo el mundo.
Esas revelaciones me sirven de lección. Había subestimado las facultades creativas del cerebro humano. Había olvidado que ese mismo cerebro puede crear los laberintos burocráticos más estrafalarios y las relojerías más complejas. Y del mismo modo que puede resolver los teoremas contenidos en las contribuciones directas, puede también, cuando es necesario, hacer juegos malabares con las ecuaciones de las grandes imposibilidades. Acaba de probarlo. ¿Cómo imaginar que se trata del mismo cerebro? Poco importa, de todas maneras: pensó, ergo vivirá. Sólo me resta desear buen viaje a los habitantes de este planeta. Si son lúcidos, pueden partir sin pena. Este planeta no valía en absoluto la publicidad que le habían hecho. Su color verde era más bien de gusto dudoso, sus paisajes no tenían nada particularmente excepcional, su cielo era feo cuando estaba claro, triste cuando estaba lluvioso, y su clima dejaba mucho que desear. Sin duda encontrarán en otra parte un mundo más satisfactorio. Es cierto que los hombres se las arreglarán para arruinar en poco plazo a los mejores. Pueden huir de su mundo natal, entendámonos, pero nunca abandonarán su verdadera patria: la demencia y el mal gusto. Aun si se van más allá del sol de este mundo.


25 de marzo

Recibí la visita oficial de una delegación de desconocidos cuya dignidad no podía ser puesta en duda. Con voz de abogado, uno de los desconocidos declaró que, como a todo habitante de este mundo, me sería acordado el derecho de partir con los cohetes, el 2 de abril. Los gobiernos habían decidido ofrecer a todos, incluso a los condenados a muerte, la oportunidad de sobrevivir y escapar el acontecimiento que engullirá a la Tierra. No se había previsto ninguna excepción. Los hechos siguieron a las palabras. Con gesto de ujier, un funcionario me entregó con cierto sentido de lo ceremonioso un sobre que contenía mi pasaje de partida y una circular con las instrucciones a seguir.
Un poco asombrado, agradecí a todo el mundo.
Vamos de sorpresa en sorpresa. En pocas días, heme aquí, presenciando más situaciones asombrosas de las que haya tenido durante toda mi vida. ¿De homicidas que eran, los gobiernos se han vuelto humanitarios? El mundo decide cambiar. Falta saber si no es demasiado tarde. Se pone de rodillas, se apiada, hace caridad derramando indulgencias. Al menos si morimos, nadie irá al infierno. La redención dirige al mundo. Y la ascensión, por supuesto.
En cambio, aunque candidato a la partida, no seré puesto en libertad hasta último momento. La víspera de la partida, para ser más exactos.
-Usted comprenderá que teniendo en cuenta su pasado… -me explicaron.
Comprendí fácilmente, por supuesto.
Me hubiera gustado mucho hablarles, no de mi pasado, sino del porvenir de ellos, mas no tuve ocasión de hacerlo. Tenían que visitar a otros condenados.
-Le deseo buena suerte -me dijo uno de los funcionarios.
Le deseé lo mismo. Total, entre hermanos, ¿verdad?
Después de que salieron me asombró no haberles oído entonar un cántico.
Mi boleto de partida es verdoso, marcado con sellos, afiligrano, ilustrado y se parece mucho a un cheque. Siempre esa obsesión por ser bancario, en consecuencia solemne. ¿Hasta qué estación del espacio vamos con este billete? No está indicado. Pero no hay que preguntar demasiado, ya que el viaje es gratuito. Eso también parece casi increíble. ¡Varios millones de kilómetros a costa de la humanidad! Cuando uno piensa lo que costaba el kilómetro la semana pasada. El boleto menciona igualmente a qué zona debo dirigirme el 2 de abril y, por medio de una ingeniosa red de números y letras, da indicaciones precisas sobre el camino a seguir para alcanzar el cohete que me asignaron.
Camino que, por otra parte, no seguiré, ya que nunca tuve la intención de partir. ¿Por qué? ¡Ah! sí, ¿por qué?
Digamos que tengo vértigos o que la altura me descompone y no hablemos más del asunto.
Hay que aclarar que el rechazo a partir ha sido previsto. En semejante caso, dice la circular, es necesario devolver el billete sin demora a las autoridades. Así será. Sin demora, efectivamente. Ni siquiera quiero apostar la cuestión a cara o cruz.
¿Qué hacer ahora que todo está decidido, reglamentado? En verdad ya no me queda nada por ordenar en mi vida. No tengo que enfrentar el menor problema. Todo se reduce a lo esencial, es decir a nada. Sin duda voy a aburrirme en estos últimos días. Aunque estoy acostumbrado. Desde que me encarcelaron, compruebo que no me aburro mucho más que lo que me aburría asumiendo diversos empleos. Al menos aquí puedo adormecerme en mi indolencia sin tener que poner cara de que cumplo con mis obligaciones.

28 de marzo

Ya no pasa nada.
Pero veré de cerca el fin del mundo. Me han anticipado, en efecto, que aun si no deseo disfrutar de mi billete de partida, me liberarán, a pesar de todo, la víspera del éxodo general. El primero de abril, por lo tanto. Estoy feliz de saber que este importante incidente cae un primero de abril.

1º de abril

Aquí estoy, libre,
En regla, con plena conciencia. Es extraño pensar que cumplí con mi deuda ante la sociedad: un mes de detención por haber cometido un asesinato. No es caro.
O sea que me quedan cuatro días de vida. Y dentro de dos días tendré todo un mundo por compartir con los pocos habitantes que, como yo, se nieguen a irse. Parece que no habrá muchos. Incluso los ancianos quieren irse, huir, escapar. Los arruinados, los impotentes y los paralíticos también. Vivir. No se piensa más que en eso. Nunca conoció la fe en la vida un auge tal. Todas las miradas giran al mismo tiempo hacia el cielo. Detalle desalentador: está nublado desde hace una semana. La religión ha forjado nuevas consignas y, embanderada en su eterna liturgia, receta. Las iglesias rechazan el mundo y el agua bendita corre a borbotones. El Papa habla al mundo todos los días, sus delegados todas las horas, y cada hombre siente tal temor del silencio que se pega día y noche a los innumerables hilos eléctricos de la radio o la televisión. Por más vivos que se encuentren, me parece que hacen en verdad demasiado ruido. Esto sin contar el estruendo de acero de los innumerables camiones que pasan por las calles de la ciudad, transportando todo un mundo de piezas sueltas hacia los cohetes erguidos, hieráticos, en la campiña de los alrededores.
He ido a verlos por curiosidad. Había centenares, clavados al suelo como gigantescas estacas metálicas, apuntando al cielo, amenazantes, mudos, recreando un decorado similar a un singular huerto de catedral. Su número, su altura, su densidad, todo impresiona y fija literalmente la mirada en el fondo de las pupilas. Hay que felicitar a los técnicos. Celeridad de ejecución, perfección de la empresa, terminación del trabajo, armonía de las líneas; pusieron todos los triunfos en su juego. No sé dónde encallarán estos cohetes, no sé incluso si los seres vivientes soportarán este viaje, pero al ver este material uno confía y está dispuesto a creer que llegará lejos.
De todos modos estas máquinas decoran agradablemente la campiña particularmente desagradable de esta región y se podría lamentar incluso que Dios no haya creído necesario utilizar el cohete como elemento de una naturaleza que, como suele decirse, deja bastante que desear.
He vuelto favorablemente impresionado. Haber llegado a transformar en pocos días un sueño de muchos siglos en una realidad es una proeza que marcaría una fecha en la Historia de la Tierra si no fuese justamente que la Historia se detiene en esa fecha. A pique. ¿Sobre qué vacío? ¿Tendrá la Historia ocasión de decirlo?
No menos impresionante es el rigor concentracionario con que se lleva a cabo la evacuación de la capital. Pues los habitantes dejan la ciudad esta tarde para encerrarse en los cohetes antes de medianoche. La partida se hará mañana, al amanecer. Siempre se parte al amanecer, para el cadalso, para el infinito. En las rutas barridas por hordas de vehículos que parecen moverse como enormes aspiradoras, ningún pánico, ningún desorden. Los altoparlantes instalados por todas partes aúllan himnos marciales entrecortados por órdenes lacónicas. Ahogando sus temores secretos, atiborrados de esperanza, inflados de estrépito, los habitantes se dejan llevar hacia los centros de partida donde serán separados, desinfectados, envasados e introducidos en los cohetes como fardos de algodón.
¿Qué decirles?
Esto no es más que un hasta la vista, hermanos míos.

2 de abril

Son las dos y media de la mañana.
La ciudad, siempre desierta a esta hora, no ha cambiado de aspecto. Se podría creer que no ha pasado nada y que, dentro de algunas horas, vendrán a retirar los cestos de basura. Las calles siguen iluminadas. Es la primera vez que los hombres salen de viaje olvidándose de cerrar el agua, el gas y la electricidad detrás de ellos.
He tomado un café negro en un bistrot donde fui servido por el patrón mismo.
-¿Usted no parte? -le pregunté.
-No -me dijo-. Los viajes me aburren. Ni siquiera conozco las afueras. Falta de curiosidad sin duda.
Luego subí a un coche abandonado y rodé hacia los suburbios de la ciudad. Después alcancé la campiña. Quiero ver todo. La partida para empezar, el fin del mundo a continuación. Y mañana iré incluso a ver una última película si es que llego a poner en marcha el aparato de proyección.
Hasta el momento el espectáculo de la partida no ofrece gran interés. De los cohetes no se divisa más que una multitud de puntos verdes y rojos. En alguna parte, una vasta torre de vidrio, probablemente la torre desde donde controlarán la partida. Acercándose más el conjunto evoca un aeropuerto. Nada extraordinario.
Ningún ruido en ninguna parte. Los pasajeros están todos encerrados en el interior de los cohetes. Un silencio de tal densidad que es casi increíble pensar que toda la vida de una ciudad se encuentra comprimida en esas máquinas muertas.
Son las cuatro de la mañana. La partida se llevará a cabo de un momento a otro.
Aguardo la apertura de los infiernos, una tormenta a ras de tierra, un ciclón de llamas y rugidos, el desencadenamiento de todas las furias atómicas del siglo XX. Pero aguardo en vano. Sólo el silencio responde a las tinieblas, como un reflejo helado. De pronto percibo algo; un silbido difuso, insinuante, pero apagado por toneladas de blindaje.
Debe ser el preludio. Va a explotar el suelo y los cohetes desfondarán el cielo. Pero nada llega, nada se mueve, nada tiembla. Nada más que el silbido, más discreto que nunca, contenido insidioso. Después, a las 4 y 10, nada más. El silbido ha cesado.
El silencio.
No pasó nada. No despegó ningún cohete. Debe haber algo podrido en el mundo del átomo. Pero aguardo. Nunca se sabe. Un simple desperfecto, quizás. O un mal contacto. O un simple error de maniobra. ¿Y si los cohetes en vez de despegar entraran en las entrañas de la tierra?
Pasa un cuarto de hora y es entonces cuando veo dos hombres saliendo de la torre de control. Se dirigen hacia la ruta. Me uno a ellos. Tienen el aspecto de los obreros que han hecho horas extra y vuelven al hogar fatigados y un poco aturdidos.
-¿Se perdió la partida? -me pregunta uno de los dos hombres al verme.
-Había venido a ver, simplemente. Pero me decepcionó. No ha pasado gran cosa, ¿verdad?
-¿Usted cree? Sin embargo todo marchó bien.
Los enfrento. Veo que uno de los dos sonríe. Y comprendo todo en ese instante. Comprendo que, en efecto, todo se ha desarrollado normalmente, según el plan previsto. Partir, hay distintos modos de partir. Con y sin esperanza.
-Pero los cohetes están siempre allí -digo, sabiendo perfectamente lo que van a responderme.

-Sí, siempre están allí. Nunca fueron concebidos para ser lanzados al espacio. Aparentemente, uno diría que son cohetes, pero en realidad son cámaras de gas.

Jacques Sternberg

13 de marzo de 2018

El mundo ha cambiado, Jacques Sternberg



 El mundo ha cambiado



Cuando, en el año 43 después de Jesús II, se lanzó al mercado la máquina de finalidad negativa, una nueva era se abrió.
Los inicios de la máquina de finalidad negativa fueron modestos, pero sus posibilidades secretas eran evidentes y dejaban prever fácilmente una revolución. Sus posibilidades, y el éxito que conoció apenas unas semanas después de su lanzamiento.
El aspirador-escupidor de polvo fue en efecto el primer objeto de finalidad negativa que se comercializó, y millones de amas de casa desocupadas se lanzaron sobre esta sorprendente máquina electrodoméstica que realizaba un trabajo en un tiempo mínimo para sabotearlo inmediatamente al mismo ritmo y poder comenzarlo de nuevo con una destreza inagotable.
Cuando las administraciones municipales decidieron, para dar trabajo a los millones de parados, lanzar a través de las calles de las grandes ciudades coches engrasadores de la vía pública, se comprendió sin ninguna posibilidad de error que la palabra «negativo» iba a convertirse en sinónimo de eficiencia, que la gratuidad absoluta entraba en las costumbres, y que, con pleno conocimiento de causa, iba a edificarse un mundo nuevo sobre los corolarios de lo absurdo, de los cuales el siglo XX -el de los grandes precursores- había esbozado ya las primeras ecuaciones.
Luego transcurrió un año.
Y el mundo ha evolucionado un poco.
El mundo entero ya no piensa más que en la finalidad negativa, el asunto que no reporta ni puede reportar nada, las realizaciones basadas en el vacío y enfrentadas al vacío, muy a menudo monstruosas, erizadas de complejidades inútiles, estrictamente desprovistas de sentido, transparentes y terroríficas, como el esqueleto de la palabra «Nada».
¿Cómo podía imaginar el industrial o el hombre de negocios de 1986 que sus descendientes directos, sus hijos para ser concretos, llegarían un día a vender con éxito cristal opaco para escaparates, tazas sin fondo, cuchillos de mango más cortante que la hoja, o incluso, como hizo recientemente una célebre firma, coches equipados con un dispositivo que pincha un neumático cada diez kilómetros? ¿Cómo podía imaginar un publicista de finales del siglo XX que cincuenta años más tarde una pluma estilográfica sería lanzada con éxito al mercado bajo el slogan de que era la única pluma estilográfica con la cual era rigurosamente imposible escribir sin mancharse los dedos?
Y sin embargo, así es.
El mundo ha llegado hasta este extremo, aunque no haya cambiado de lugar en el universo.
Dicho esto, la vida no es más divertida por esas razones. No hay que creer que el sentido del humor haya reemplazado al sentido de la seriedad que formaba la base de todas las empresas de antes. De ningún modo. El hecho de haber admitido sin segundas intenciones las más dementes prolongaciones de lo absurdo no implica en absoluto la irrupción del humor en nuestras existencias. Por el contrario, el hombre nunca ha estado más almidonado en esa seriedad que le sirve de visado y de tarjeta de identidad. Simplemente, con la misma aplicación de funcionario funcionando a semana completa, cultiva ahora el amor a lo gratuito del mismo modo que antes cultivaba el amor a lo práctico. Se entrega a sus empresas inútiles con el mismo ardor con que antes se entregaba a sus trabajos utilitarios. Nada ha cambiado. O, si algo ha cambiado, no es ciertamente la mentalidad del hombre. Haría falta mucho más que esto para cambiar al hombre, tenazmente aferrado a su certeza de hallarse en el mundo para cumplir una misión sagrada, asumir una función esencial a la gravitación terrestre y servir a un ideal estrechamente ligado al movimiento de los planetas. Digamos simplemente que el ideal ha cambiado de color. O más bien que se ha decolorado. ¿Pero se ha dado cuenta el hombre de ello? Cabría dudarlo. Está convencido más que nunca de su utilidad, de su mitología, de su importancia universal. Es más fanático y está mucho más cebado de fe que antes, de ningún modo desengañado, siempre atareado, presa entre el pasivo y el activo de sus realizaciones, meticuloso, tanteador irreductible atado a los detalles microscópicos, y a fin de cuentas su consciencia profesional ha permanecido intacta.
Tampoco el trabajo ha cambiado apenas. Evidentemente se ha complicado, y los horarios obligatorios han sido ampliados. Lo cual era de prever: trabajar sin ninguna finalidad y para nada exige una atención mucho Mayor, y por supuesto, mucho más tiempo.
Por otra parte, ya no le queda a nadie el recurso de permanecer en paro. Hay trabajo inútil para todo el mundo, puesto que puede hacerse no importa el qué en no importa qué sentido bajo no importa cuál pretexto. Parado ya no es más que un término arcaico, inscrito aún en el diccionario del siglo XXI tan solo como referencia.
¿Qué citar como ejemplos flagrantes de esta nueva forma de asumir la vida, sus responsabilidades y su futuro?
La elección es tremendamente difícil.
¿El gigantesco inmueble que la ciudad inauguró la semana pasada? No es tan solo impresionante, con sus quince plantas de cristal, sino que concretiza realmente de forma simbólica toda una mentalidad. Este inmueble representa en realidad un banco modelo, con oficinas instaladas según los criterios más progresistas del arte burocrático, bóvedas blindadas, y salas de recepción que forman entre ellas un verdadero laberinto de lo funcional. Pero nadie entrará jamás en este banco. Una placa de mármol señala con letras de oro que este inmueble ha sido erigido como homenaje a la Inutilidad de Toda Empresa, y que tanto la entrada en él como su utilización están estrictamente prohibidas. Lo cual no ha eliminado en absoluto los discursos de inauguración que cabía esperar. Incluso es de suponer que las bóvedas y los cajones de este banco estén repletos de fajos de billetes y lingotes de oro. ¿Y por qué no? ¿Acaso un gran periódico no ha anunciado recientemente a toda página que una firma proponía como saldo, a precios que desafiaban toda competencia, falsos billetes de banco ligeramente tarados? Y ocurre a menudo que los empleados de una firma sean pagados con billetes de los cuales el contable ha arrancado cuidadosamente todos los nmeros. Pro estas sutilidades no han alterado en absoluto la eterna avaricia del hombre ni su pasión por el dinero. Simplemente, los medios de ganarlo han evolucionado. Como los medios de perderlo, por otro lado. El dinero no tiene ya el mismo valor, aunque siga conservando el mismo olor.
Al igual que el trabajo.
El mismo olor dulzón a enmohecido, diluido en el color del aburrimiento, que sigue siendo el gris.
¿Qué es lo que ha cambiado? Todo, sin lugar a dudas. ¿Qué es lo que es diferente? Nada, sin lugar a dudas.
¿Qué podría haber que fuera distinto? Antes, los contables trabajaban para establecer balances exactos, y eran despedidos sin piedad si se equivocaban en sus cuentas;;ahora, los contables trabajan para establecer balances imaginarios, y son despedidos sin piedad si entregan a la dirección una cuentas matemáticamente exactas. Antes, los empleados ponían direcciones en los sobres para enviarlos a millones de desconocidos a quienes no debían nada; ahora, los envían a direcciones que no corresponden a ninguna realidad, a personas imaginarias a quienes tampoco deben nada.
La finalidad ha sido desviada, es cierto. Pero nada más. Los gestos siguen siendo los mismos que eran antes. La monotonía del trabajo no ha sufrido ninguna variación, ni tampoco por otro lado las monocordes exigencias de los responsables y las quejas igualmente monocordes de los subordinados.
Una vez admitido el principio, ¿cómo puede considerarse insólito? Es fácil habituarse a él. A fin de cuentas no es ni más extraño, ni menos absurdo, que los principios que regían los millones de empresas de finalidad reducida que tanto abundaban en los siglos pasados.
En el siglo XX las fábricas construían en cadena, en serie, miles de modelos distintos de objetos heteróclitos. ¿Imagina alguien por ejemplo cuantas miles de clases de cintas bordadas o de botones podía hallar en el comercio? Ahora, las fábricas construyen miles de variantes de la gratuidad. Tuercas que nunca se adaptan a los pasos de rosca hechos por la misma fábrica, elásticos tan rígidos como trozos de madera, papel secante para escribir, grifos que arrojan tinta en las bañeras, televisores perfeccionados que tan solo transmiten el sonido, armarios cuyas puertas no pueden abrirse nunca. Y tantas otras pequeñas naderías. Jamás la industria ha sido tan floreciente, jamás el comercio ha conocido una tal apoteosis. Es la prueba perfecta de que lo absolutamente inútil contiene tanta sana lógica y tantas vitaminas como lo utilitario.
¿Dónde se detendrá esto? En ninguna parte, por supuesto. Hemos superado hace mucho tiempo los tristes límites de la justa medida. Pero hemos descubierto sin estupor y sin rencor que más allá de la justa medida yacen otras convenciones tan tristes como ella. ¿Hay que admitir realmente que no hay nada en la Tierra que pueda ser maravilloso, un delirio vital y una razón válida de hallarse con vida? De todos modos, ya nada puede sorprender al hombre de hoy, ya nada puede impresionarle. Recorre el absurdo, reconocido y vendido en estado bruto o sabiamente destilado, del mismo modo que en el pasado recorría las bellas artes, los grandes almacenes o las retrospectivas folklóricas. Este pasado tan superado ya. Todo entusiasmo o admiración han muerto en el ser humano. Todo odio y todo disgusto también, al mismo tiempo. Todo reflejo de defensa o de ataque. Acepta, aprueba, admite. No importa el qué, presentado en no importa qué modo. Todo puede llegar hasta él, todo le conviene, está siempre disponible. La única empresa condenada al fracaso sería aquella que intentara arrancar al hombre de la aprobación tácita que se ha apoderado de él.
El hombre del siglo XXI sabe que nada esencial puede llegarle ya. Nada trágico, nada crucial, puesto que todo lo que es sinónimo de una finalidad cualquiera, de un objetivo definido, ha desaparecido de este mundo. Han desaparecido las guerras, que estaban basadas en una explosión de finalidades opuestas. Han muerto las pasiones, que expresaban la voluntad y la rabia de alcanzar un blanco preciso. Se han extinguido los conflictos, que eran choques de pasiones o la colisión de algún ideal contra su mortal enemigo.
La última guerra data del año pasado. Estalló sin ninguna causa, como era de prever. Y, privada de causas, no ha tenido ninguna consecuencia. No ha ocasionado ni una sola víctima. Por otro lado, se ha desarrollado sin ninguna batalla, sin armas y sin ejércitos. Se trataba realmente de una guerra abstracta, conducida al margen del tiempo y del espacio, sin odio y sin enemigos definidos. Hubo de todos modos algunas movilizaciones generales, pero fueron decretadas principalmente para tener el placer de desmovilizar algunas horas más tarde a unos cuantos millones de hombres, siempre felices de dejarse arrastrar en un dédalo de imprecisas órdenes y contraórdenes.
Sí, el hombre se ha convertido realmente en un funcionario. Y funciona bien, sin choques y sin averías. Está bien aceitado, y su cortesía tiene algo de sorprendente. Nada puede contrariarlo ni empujarlo a una reacción violenta. Es incapaz de rechazo o de pasión. Es la sumisión total. Está hecho a la vida que le es impuesta.
Cuando va al cine, sabe que deberá soportar durante horas un documental único acerca de una simple hoja de papel, o ensayos experimentales sobre la línea recta, o como máximo variaciones imperceptibles de color diluyéndose las unas en las otras. Si va al teatro, lo más a menudo es para ver obras que representan a empleados trabajando sin pronunciar una sola palabra, o retrospectivas del trabajo efectuado en correos o en el interior de una aduana. Cuando se queda en casa, por la noche o el domingo, sabe que deberá recibir a los delegados encargados por anónimas firmas de hacer una enorme cantidad de preguntas anodinas y vanas o a representantes que colocan con éxito muestras de no importa qué sin pedir nunca nada a cambio. Cuando anda por la calle, hay miles de vendedores ambulantes que le proponen la venta al detall de nada cortada en rodajas, y si consigue escapar de ellos es para encontrarse con almacenes que venden las mismas inutilidades al por Mayor, bajo el nombre de una sociedad.
Ninguna obligación acecha nunca al cliente ni al vendedor. Hace ya mucho tiempo que las leyes y los reglamentos han sido suprimidos. Ya no sirven para nada. El hombre no se niega jamás a nada. Acepta, escucha, tiene tiempo que perder, compra incluso, ya que en general esto no le cuesta nada.
Pero no sonríe nunca. Ni siquiera cuando el absurdo supera sus propios límites y sus definiciones clásicas. Nadie ha acogido con ironía a esa empresa cuya única finalidad era encender los fósforos para ver si funcionaban correctamente. Por el contrario, los fósforos calcinados se venden a un ritmo impresionante, y nadie se ha quejado nunca.
¿Para qué quejarse? ¿Para qué sorprenderse o inquietarse? Es bien sabido que todo se vende: el silencio de los discos tanto como los parásitos extraídos de las ondas, el aire enlatado tanto como la caridad en vasijas de cristal, el agua luminosa tanto como el gas doméstico propuesto en caja fuerte con refrigerador incorporado. Siempre hay un hombre para efectuar un hallazgo, un equipo para ponerlo en práctica, una firma para explotarlo comercialmente, y un cliente para interesarse por él. Y al igual que el hombre está dispuesto a comprar no importa el qué, está dispuesto también a hacer no importa el qué a no importa cuales condiciones.
Ya nada le choca, se doblega a las exigencias más implacables, y toda revuelta ha muerto desde hace tiempo en él. Es decir que las innumerables administraciones oficiales, privadas y ocultas, han hecho de cada individuo una presa fácil, buena para ser devorada lentamente sin acabar jamás de devorarla del todo. Y no solamente el hombre se deja acaparar con una desconcertante sumisión, sino que encuentra placer en ir por delante de esta solapada deglución. El mismo alienta una pasión mórbida hacia las encuestas y solicitudes, los cuestionarios y las gestiones interminables que figuran en el programa de una gran cantidad de reglamentos administrativos. ¿Que hay que decir de estas gestiones?
En realidad, cada empleado, incluso si trabaja en una administración oficial, se ocupa de los casos de los demás durante el día y arregla los suyos durante la noche. Interroga a los demás en su oficina, responde a domicilio a las preguntas de los demás. Siempre hay cosas en que ocuparse: con una regularidad electrónica, cada buzón se llena constantemente de formularios y de boletines que hay que devolver cumplimentados con la máxima urgencia. La Mayor parte de las veces es difícil saber dónde hay que enviar estos papeles, ya que no tienen por qué llevar forzosamente un remite. Pero este detalle no desconcierta jamás a nadie. Son numerosos los habitantes que cambian cada día de tarjeta de identidad, o que piden pasaportes sin tener la menor intención de salir al extranjero. Y más numerosos aún son los particulares que rellenan formularios de cambio de domicilio sin el menor motivo, o compran las montañas de abstracciones propuestas por los catálogos que les envían masivamente las casas de venta por correspondencia. Ya que la venta por correspondencia, tal como era de esperar, ha adquirido una extensión considerable. Los servicios postales entregan por camiones toneladas de prospectos que las firmas arrojan como una lluvia a través de las ciudades. Algunos de estos prospectos no son más que simples hojas en blanco. O repletos de palabras incomprensibles. Y venden. Como antes. Con la diferencia de que, ahora, no se sabe exactamente qué es lo que venden.
La venta puerta a puerta ha adquirido también una gran importancia. Puedo hablar de ello con fundamento de causa, ya que esta es la profesión que ejerzo desde hace algunas semanas. Una profesión que no es menos inútil que cualquier otra, pero que sin embargo es mucho más agotadora. Además, su complejidad es enorme. Todo ello de acuerdo con las leyes de un código que puede parecer extraño, pero que en realidad es bastante trivial.
Así, los representantes de nuestra firma no visitan más que a particulares, y prácticamente de puerta en puerta. Presentamos un único modelo de artículo, un juego de cubos variados, cubos de madera pintada cuyos colores están limitados al verde, al amarillo, al rojo y al violeta. Los cubos verdes reportan a los representantes un diez por ciento de comisión, los rojos un veinte por ciento, los amarillos un quince por ciento. Los violetas no pueden ser vendidos, y sirven únicamente como muestras. Los cubos rojos no pueden ser presentados en casas que tengan más de cuatro plantas. Los verdes deben ser vendidos en las casas construidas con ladrillo rojo. Las casas que forman esquina están prohibidas a los representantes. Los días pares tan solo se pueden presentar los cubos verdes a los particulares de las plantas bajas, y los amarillos a los habitantes de los pisos superiores. Las aceras de la derecha están prohibidas los días pares, pero están autorizadas si llueve. Existen un centenar de reglas de este tipo, todas ellas consignadas en un fascísculo que el representante debe consultar constantemente, ya que el reglamento es de una tal complejidad que desanima a cualquiera que quiera aprenderlo de memoria. Dicho esto, el oficio tiene sus ventajas e incluso su encanto. Los cubos encargados son entregados al día siguiente, meticulosamente embalados. Los clientes no desembalan nunca estos paquetes, cuyo contenido conocen perfectamente. ¿Qué van a hacer con estos cubos? Así que se contentan con pagar los gastos de envío y van a correos para reexpedir el paquete, sin abrir, a la firma responsable de la venta, y la firma hace una cuestión de honor del devolver sin discusión los gastos de envío asumidos por la clientela.
Los representantes reciben sus comisiones al finalizar cada día, pero al día siguiente estas comisiones son fatalmente anuladas. Lo cual hace que en realidad nunca cobren nada, al igual que el cliente nunca pierde nada, al igual que la firma nunca gana nada. Sin embargo, esto es lo que llamamos hoy en día el comercio.
¿Qué hacer, sino aceptar?
Además, todos los empleos son iguales, sin la menor duda. Antes yo trabajaba como encuestador para una sociedad muy conocida, y si bien el reglamento interior era infinitamente más simple, el trabajo exigido no era en absoluto menos cansado. En efecto, debíamos recorrer la ciudad y hacer una eterna encuesta sobre un tema aparentemente simple pero profundamente problemático: hallar, mediante hábiles preguntas y circunloquios, cuál podía ser la finalidad de la firma para la cual trabajábamos. Es inútil decir que nadie respondió nunca a esta pregunta.
¿Qué hacer, sino aceptar también?
La elección es algo que ya no tiene razón de ser, puesto que las cosas se equilibran idealmente entre ellas, químicamente dosificadas con la misma cantidad de gratuidad.
He tenido multitud de empleos, muy distintos los unos de los otros, pero pese a ello tengo la sensación de haber pasado toda mi vida ejerciendo un único trabajo indefinido y monótono, algo extremadamente confuso que no exigía más que un único gesto de medusa, como si hubiera sido una larva condenada a salivar desde hace miles de años una enorme necesidad sin contornos y sin formas, tan viscosa, llena de agujeros y de resplandores lívidos, de preguntas grises y de respuestas imposibles.
¿Qué hacer? Como decían antes, es la vida. Sin duda siempre han dicho lo mismo. Esta es la mejor excusa que se puede encontrar. ¿Y luego qué? Puesto que el hombre ha aceptado siempre vivir para nada, con la única demente y grotesca finalidad de alcanzar un día el umbral de su muerte, ¿por qué no aceptar el vivir incesantemente, cotidianamente, metódicamente, una serie de pequeñas muertes transformadas en trabajos prácticos con una conclusión negativa al final del programa?
¿Acaso era realmente distinto el mundo bajo el agostado sol del pasado? ¿Ha cambiado realmente tanto, cuando uno piensa en ello?
¿Era realmente menos absurdo? ¿Más lógicamente organizado? Eso es lo que se pretende. Pero no lo creo.
¿Qué fue la vida de mi padre, por ejemplo, es decir la de un individuo medio, incluso mediocre, del siglo XX? Durante veinte años, con la obstinación de un castor amaestrado, llevó las cuentas de una opulenta casa de transportes, que estaba muy evidentemente dotada de una divisa tan precisa como una ecuación, de un ideal comercial, de una finalidad de acero que había que alcanzar de buen grado o por la fuerza. Pero mi padre, o los centenares de empleados que trabajaban para esa casa, no tenían ninguna posibilidad de percibir cuáles eran las características de esta finalidad. Todos ellos estaban relegados demasiado profundamente bajo las cifras y las facturas, las órdenes y los imperativos, las exigencias y la fatiga del aburrimiento. En pocas palabras, era como si no hubiera habido ninguna finalidad.
¿Y qué ocurrió? Simplemente esto: un día, a fuerza de añadir cifras fabulosas, mi padre terminó por obtener un resultado inferior al cero absoluto. Así ocurrió, por absurdo que pueda parecemos, a nosotros que sin embargo somos los estibadores del absurdo. La casa quebró, como si toda aquella pirámide de beneficios y de cuentas hubiera sido edificada sobre arenas movedizas. Mi padre fue despedido, como todo el mundo, y apenas tuvo el tiempo justo de preguntarse, antes de morir, cómo iba a poder pagar la factura de los enterradores que ya le estaban esperando afuera, con la pala en la mano.
La suya fue lo que en el siglo pasado se llamó una vida realizada, una vida bien vivida de persona honrada.
Mi padre, los demás, todos los demás, aquellos que reventaban en las fosas comunes y aquellos que se hacían embalsamar en gigantescos mausoleos, ¿llegaban realmente a comprender por qué y para qué habían vivido, trabajado y pensado?
Sí, ¿por qué? ¿para qué?
Nosotros hemos renunciado a hacernos estas preguntas. Sabemos que no sabemos nada. Simplemente aceptamos.
¿Por qué? ¿Para qué?
¿Por qué el hombre no se hizo nunca estas preguntas antes de venir al mundo, antes de salir de su larva para representar su papel en este planeta?


Jacques Sternberg

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