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23 de septiembre de 2017

Relatos excéntricos (1909) (Ensayo) Herman Hesse



Relatos excéntricos (1909) (Ensayo) Herman Hesse

 Por «excéntrico» no debe entenderse aquí algo artístico o literario, lo romántico, lo grotesco, lo que depende de la voluntad y la elección del escritor. Fouqué con todas sus historias de hadas y de encantamientos es un amanuense, Tieck con sus increíbles ocurrencias fantásticas es un niño que juega. Excéntrico es Hoffmann, porque en sus obras no mezcló con intención artística evocaciones de lo insólito y sobrenatural, sino que vivió en ambos mundos y durante algún tiempo, al menos, estuvo completamente convencido de la realidad del mundo fantasmagórico o de la irrealidad de lo visible. Escritores como éste son verdaderamente excéntricos, contemplan el mundo desde otro centro y ven las cosas y los valores descentrados. A ellos pertenece sobre todo Poe, el refinado y melancólico americano, que en sus obras muestra casi todas las gamas del excéntrico, desde la asombrosa obra maestra periodística, hasta el testimonio apasionado del hereje. También es un auténtico excéntrico Julio Verne, aunque difícilmente se le pueda llamar un poeta. El deseo de desplazar las fronteras y la búsqueda de nuevos puntos de vista no son menos fuertes en él que en Poe o Hoffmann. A este grupo pertenecen además todos los ocultistas, místicos y espiritistas convencidos, en la medida en que se han expresado como narradores. Más cerca de la frontera de lo habitual están los soñadores políticos, los creadores de utopías, de las que ninguna se puede tomar tampoco en serio como obra literaria, a excepción, claro, del «Gulliver» de Swift, y precisamente en éste la forma excéntrica no es esencial, sino máscara sabiamente elegida.
 Por su carácter los excéntricos se pueden dividir fácilmente en dos grupos: los soñadores y los fanáticos. Uno se puede entregar a la bebida por comodidad y por necesidad de olvidar de una manera agradable, o fanáticamente por descontento y por afán desesperado de autodestrucción. Entre los excéntricos hay naturalezas más infantiles que se encuentran a gusto dentro de su círculo fantástico, y hay terribles desesperados a los que no basta ninguna borrachera y que galopan sin parar por zonas siempre nuevas, porque son incapaces de una felicidad humilde o de una resignación serena. Unos tienden a la autocomplácencia y les gusta ironizar a sus lectores, otros son autodestructores implacables.
 Pero para un estudio literario esta división no es suficiente. Las especies se mezclan y a menudo se sirven de los mismos medios. Es mejor separar a los pensadores de los jugadores, a los filósofos de los irónicos. Nos encontramos entonces con el descubrimiento simple y de momento casi alarmante, de que los excéntricos fanáticos no son otra cosa que idealistas perfectos, que sus obras se basan sin excepción en la idea fundamental, puramente idealista, del velo de Maya, de la infiabilidad de nuestra percepción sensitiva. Únicamente estos excéntricos filosóficos, son, a pesar de todas sus ambigüedades, interiormente consecuentes, y sólo ellos crean a veces imágenes y mitos afines a la esencia de los mitos populares. Los otros, quizás tomándoselo con la misma seriedad, construyen historias interesantes con espuma de jabón. A éstos pertenecen todos los técnicos, todos los Verne y Wells, e incluso cuando producen cosas asombrosas y positivas, no son más que literatos de entretenimiento, aveces muy divertidos. Su ingenuidad y su origen no filosóficos se manifiestan a menudo en optimismos audaces, como en todos los utopistas, como en Wells en su último libro «In the days of the Comet»
 («El año del cometa») donde la perversa humanidad es mejorada y purificada por completo gracias a un cambio de la atmósfera. El mismo optimismo muestran los técnicos como Julio Verne, cuyos inventos sólo son interesantes mientras se quedan en lo puramente técnico. Todos ellos sueñan con transformaciones y mejoras que han de llegar con sus nuevas máquinas, pólvoras y motores. El lector se cansa y piensa: si la técnica puede mejorar el mundo ¿por qué no notamos nada? Un aparato volador y un cohete a la luna son sin duda cosas divertidas y maravillosas, pero no podemos creer a la vista de la historia universal que con ellas se puedan cambiar de manera fundamental los seres humanos y sus relaciones. Todos los escritores de esta especie inofensiva pertenecen a su época y desaparecen con ella, pues se ocupan de cosas temporales y casuales.
 Los otros, los excéntricos filosóficos, ofrecen un interés mucho más profundo y son casi siempre personajes trágicos. No porque sean a menudo seres enfermos —la enfermedad no es nada trágico. Sino porque dedican su espíritu y su pasión a algo que en última instancia es imposible. Comprender y crear, ser pensador y artista, son contradicciones que se excluyen. Predicar el idealismo puro, negar la realidad de lo visible y ser al mismo tiempo artista, es decir, tener que contar con la realidad de lo visible, son contradicciones amargas. Para el artista creador, la realidad de lo que perciben los sentidos, el tiempo, el espacio y la causalidad tienen que estar fuera de duda como algo esencial, ya que para él son los únicos medios de expresarse, de convencer. El escritor repite y potencia el mismo proceso, por el que todos percibimos el mundo exterior a nosotros, y el lenguaje es, en la medida en que lo utiliza el escritor, no tanto medio de expresión de conocimientos como de conceptos. ¿Cómo voy a describir y representar a un perrito gris si estoy convencido de que no es un perro, de que sólo es un producto dudoso y engañoso de mi razón debido a un estímulo de la retina? Al hablar de perros, de gris y negro, de cerca y lejos, me muevo ya en medio del reino de las ilusiones y sin todo eso no se puede escribir. El arte es una afirmación de esas ilusiones; cuando las quiere negar se contradice a sí mismo. En este sentido, aquellos escritores son sin excepción personajes trágicos y, sin embargo, sus obras interesan, cautivan y conmueven como el vuelo audaz de Icaro al país de lo imposible.
 La opinión de que escribir y pensar es casi lo mismo y que la misión de la literatura es exponer ideas sobre el mundo no es más que un error. Para el escritor el pensamiento abstracto es un peligro; el más grave, incluso, porque en su consecuencia niega y mata la creación artística. Eso no impide que un poeta tenga su visión del mundo y que en sus pensamientos sea un filósofo idealista. Pero en el instante en que los conocimientos abstractos se convierten para él en lo principal, dejará de ser un artista. Las obras más hermosas y conmovedoras de todos los tiempos son aquéllas en las que la resignación del pensador condujo al creador a la contemplación serena, desapasionada de la vida, y en las que el escritor se sumerge en la contemplación pura prescindiendo de juicios de valor y de cuestiones filosóficas fundamentales.
 Precisamente esto es lo que no consiguen los excéntricos. En ellos el interés por sí mismos, el sufrimiento personal debido a conflictos de ideas es demasiado fuerte para que puedan llegar jamás a una contemplación «objetiva» pura. Semejan a los extáticos fascinados por las visiones, aunque según todos los documentos el último, verdadero encuentro de los místicos con Dios es siempre abstracto. El camino del artista conduce a las imágenes, el del pensador místico a la abstracción, el que intenta recorrer ambos caminos a la vez se enreda forzosamente en una contradicción interna.
 Existen, sin embargo, muchos grados intermedios. Pero todos conducen fuera del círculo del arte, su forma es casual y deficiente. Así las novelas ocultistas son literariamente flojas. Es característico de los ocultistas que no puedan abandonar su reducido terreno sin caer en el mal gusto; del mismo modo las manifestaciones de los espíritus que conjuran los espiritistas son por desgracia casi siempre terriblemente pueriles. Entre los libros y pensamientos conceptuados como «ocultistas», hay muchas cosas maravillosas, y es lamentable que alrededor de este terreno se alce un muro de presunción y fraude.
 Una auténtica novela ocultista con acusados tintes teosóficos es «Flita» de Mabel Collins. Este extraño libro sólo es legible para aquellos que al menos conocen los conceptos fundamentales y principales de la doctrina teosófica. En este sentido la lectura es interesante y realmente aleccionadora; claro que no es una novela, o en todo caso, como tal, de muy escaso valor. Los ocultistas no tienen todavía escritores. Mientras sus obras no superen artísticamente el nivel de «Flita» es preferible disfrutar de la extraodrinaria doctrina hindú de la reencarnación y del karma en los auténticos mitos antiguos de los que estos intentos modernos son copias débiles y lamentables. Con todo lo magnífica que es la teoría de la reencarnación (el hermoso recurso mítico ante la incapacidad de comprender el tiempo como no esencial, como una forma del conocimiento) en los antiguos documentos sagrados, y a pesar de que aún hoy puede ser para muchos un puente y un apoyo, los escritores teosóficos no saben comprender su encanto profundo.
 Entre los escritores contemporáneos de la especie excéntrica se podrían citar algunos, incluso muchos intentos y arranques, pero pocos logros y resultados válidos. Los dos talentos más acusados son sin duda Paul Scheerbart y Gustav Meyrinck, aunque poco tienen en común. Si Scheerbart es más poeta, Meyrinck posee la inteligencia más fuerte y es un artista más sereno, más seguro de sus medios. Scheerbart ama los sueños orientales y las fantasías cósmicas, odia el sentimentalismo europeo y se burla de él y tiene más afición a lo grande y desmesurado que casi ningún otro escritor actual. En cambio se desmanda a menudo y siente un amor absolutamente desgraciado por lo grotesco, cuya esencia desconoce y en la que nunca acierta. Sus leones azules que hacen restallar sus rabos, comen enormes cantidades de ensalada de pepino y se ríen a menudo sin medida, y por desgracia también sin razón, son invenciones débiles y molestan en sus mejores libros. Scheerbart no es un humorista grotesco como cree a ratos, sino un humorista serio, y sus capítulos más bonitos son los serios, melancólicos, únicamente amortiguados por extraños drapeados. En «Thod der Barmekiden» («Muerte de los Barmekidas») el pasaje en que el califa cena en la terraza con su víctima y ofrece vino y manjares al que ha de morir una hora después, es grandioso y hermoso. El librito más bonito de Scheerbart que nadie conoce, «Seeschlange» («Serpiente de mar») está lleno de melancolía y desesperación, y contiene una conversación sobre politeísmo que rebosa intuiciones profundas y destellos de verdad.
 Al lado de Scheerbart, Gustav Meyrinck parece frío y moderado. Aunque es sin duda un ocultista y procede de la filosofía india, parece haber descubierto el escollo ante el que naufragan todos los escritores ocultistas, y alude sólo superficialmente a lo esencial mientras coloca en primer plano sus intenciones satíricas. Algunos de sus relatos breves que están trabajados con sumo cuidado y agudeza, tienen esa ligera distorsión de las líneas en la que el lector que piensa puede ver una ironización del mundo visible, es decir, de la fe habitual en su realidad. Pero eso queda oculto, y como núcleo y meta de las novelas cortas se revela una intención irónica, polémica dirigida contra toda nuestra manera de pensar y nuestra cultura científica europea, contra la arrogancia y las ínfulas de ciertas castas, contra la dignidad caciquil militar y académica. Este seguidor inteligente de la doctrina del Veda sabe perfectamente que con «pathos» y ademanes sacerdotales se consigue poco, en lugar de eso afila dardos, implacablemente agudos y dispara magistralmente. Y luego tiene, como Poe, una lógica glacial al fantasear, intenta lo más salvaje y audaz pero nunca sin calcular exactamente los medios, nunca como un sonámbulo o un soñador, sino siempre con concreción y agudeza. Su burla tiene la ferocidad cruel del vengador que apunta oculto y casi nunca falla.
 Entre los escritores excéntricos, como entre los otros, los hay grandes y pequeños, honestos y tramposos, artistas y artesanos. Debemos tener siempre en cuenta a esos pocos que no significan un desbarre sino una conquista y unos horizontes nuevos.


Herman Hesse

22 de septiembre de 2017

Sobre el escritor (1909) (Ensayo) Herman Hesse



Sobre el escritor (1909) (Ensayo) Herman Hesse


 El que por uno de los mil azares de la vida tiene que vivir o puede vivir de un talento literario innato, tendrá que tratar de conformarse con un dudoso «oficio», que no es tal. La actividad del llamado escritor libre es actualmente lo que nunca fue en la historia universal, un «oficio», probablemente porque lo ejercen profesionalmente muchos que no tienen ninguna vocación. En realidad, escribir de vez en cuando y espontáneamente cosas bonitas, que en su conjunto se llaman literatura, no me parece que sea el trabajo de una vida, ni que merezca el nombre de oficio en el sentido habitual. El escritor «libre», en la medida en que es una persona honesta y un artista, no tiene oficio, por el contrario, es un ser ocioso, un particular que sólo produce de vez en cuando y según el humor y la inspiración del momento.
 A cualquier escritor libre le resulta bien difícil aceptar su posición ambigua entre individuo particular y escritor no libre, es decir periodista. Tener un oficio que no lo es, no es siempre divertido. Algunos, por necesidad de actividad continua aumentan su producción más allá de los límites de su talento natural y escriben demasiado. A otros la libertad y el ocio les conducen a la comodidad, porque un hombre sin oficio se echa fácilmente a perder. Y todos ellos, los trabajadores y los vagos, padecen la neurastenia y la hipersensibilidad de las personas insuficientemente ocupadas y demasiado dependientes de ellas mismas.
 Pero no quería hablar de esto, cada cual ha de resolver su caso personalmente. La interpretación que los propios escritores dan a su oficio es cosa suya. Algo completamente distinto a las ideas tan a menudo mezcladas con amarga autoironía que tienen los poetas y literatos de su trabajo, es el concepto de la opinión pública sobre el oficio de escritor.
 La opinión pública, la prensa, el pueblo, las asociaciones, en una palabra, todos los que no son escritores, consideran que el oficio y el círculo de obligaciones de éstos son mucho más sencillos. Y de esta manera el literato, igual que cualquier médico o juez o funcionario, descubre la esencia y el carácter de su oficio a través de las exigencias que se le hacen desde fuera. Cualquier escritor medianamente famoso aprende a diario por el correo lo que quiere y piensa de él el público, los editores, la prensa y los colegas.
 El público y los editores suelen estar completamente de acuerdo y suelen ser muy modestos en sus exigencias. Del autor de una comedia que ha tenido éxito esperan nuevas comedias que tengan éxito, del escritor de una novela rústica, nuevas novelas rústicas, del autor de un libro sobre Goethe, más libros sobre Goethe. A veces el propio autor no piensa ni desea otra cosa, entonces reina para siempre la unanimidad y la satisfacción recíproca. El creador del «Muchacho tirolés» continúa con la «Muchacha tirolesa», el autor de las «escenas de soldados» con las «escenas de cuarteles», y a «Goethe en su cuarto de trabajo» siguen «Goethe en la Corte» y «Goethe en la calle».
 Los autores que escriben así tienen realmente un oficio, ejercen realmente una profesión. Explotan sus recursos y poseen el atributo y el signo secreto del gremio de los verdaderos «escritores»: la «ilustre pluma».
 La «ilustre pluma» es un invento de aquel redactor desgraciadamente anónimo que hace varias décadas descubrió en el llamado «elemento personal» el mal cancerígeno del periodismo. Como es sabido, en lugar de la personalidad colocó el «nombre» y concedió a cada «nombre» una «ilustre pluma», de la que respetando la vanidad del autor sabía obtener después encargos. Esta técnica domina hoy todo el folletón periodístico cuando no rinde tributo al culto de lo impersonal bajo la forma más noble del anonimato absoluto.
 Así sucede, por ejemplo, que al autor de una novela con éxito le sorprenda el siguiente telegrama de un periódico de circulación mundial: «Ruego envíe de su ilustre pluma charla sobre, probable evolución técnica aérea; honorarios máximos garantizados». Para el redactor los autores medianamente conocidos sólo cuentan como nombre y calcula de la siguiente manera: los lectores desean titulares interesantes y actuales, además desean nombres famosos, de modo que combinaremos ambos. Lo que dice luego el artículo encargado es lo de menos: cuando se tiene una «pluma ilustre» se puede iniciar una charla sobre Gerhart Hauptmann con una decorativa frase de introducción sobre Zeppelin. Existen plumas sumamente ilustres que viven cómodamente de este trajín fraudulento.
 Así se caracterizan más o menos las exigencias de la prensa respecto de los escritores libres. Hay que añadir aún las «encuestas», en las que como en una fiesta de máscaras, los profesores hablan de teatro, los actores de política, los poetas de economía, los ginecólogos de la conservación de monumentos. En total, una actividad inocente y divertida que nadie toma en serio y hace poco daño. Peores son las exigencias de la prensa que cuentan con la vanidad y la necesidad de publicidad de los literatos bajo el lema «manus manum lavat». Entre estas cosas tan poco elegantes cuento también los pequeños artículos de publicidad y autobiografías adornados con fotos en muchos periódicos y suplementos dominicales.
 El escritor enfrentado a estas ofertas e invitaciones comprende poco a poco su oficio, y si de momento no tiene nada que hacer, puede ocupar al menos su vida atendiendo a toda esta correspondencia en el fondo inútil. Luego llegarán aún muchas e inesperadas cartas privadas aumentando y variando con los años. No voy a decir nada de las cartas que solicitan favores, todo el mundo las recibe. Pero en una ocasión me sorprendió que un preso recién puesto en libertad con 35 condenas anteriores, me ofreciese la historia de su vida para que la utilizase a mi gusto a cambio de una compensación única de mil marcos. Que cada pequeña biblioteca y algunos estudiantes sin medios supongan que un autor disfruta regalando sus libros por docenas es ya menos divertido. También es extraño que cada año todos los clubs de Alemania y todos los alumnos del último curso de bachillerato quieran para sus aniversarios y para sus fiestas de fin de estudios, colaboraciones literarias de todos los escritores alemanes. Comparado con esto, poco importan los deseos de los coleccionistas de autógrafos, aunque obliguen a contestar enviando el franqueo de vuelta.
 Pero todos los editores, redacciones, estudiantes de bachillerato, adolescentes y clubs del mundo juntos no dan a un escritor tanto trabajo como sus colegas, desde el escolar de dieciséis años que envía para que sean sometidos a examen y a enjuiciamiento rigurosos varios centenares de poemas difícilmente legibles, hasta el viejo literato con rutina, que pide con toda amabilidad una crítica favorable de su último libro y que al mismo tiempo da a entender de manera clara y prudente que tanto en caso positivo como negativo no dejará de devolver el favor. Se puede conservar la tranquilidad y el humor frente a los editores y los periódicos, los pedigüeños y los ingenuos pero, a menudo, el afán comercial y la insistencia egoísta de los plumíferos superfluos no suscitan más que asco y disgusto. El joven superamable que hoy envía sus poemas con una carta enfática llena de adulación y que quiere someterse por completo a mi juicio y consejo, puede contestar pasado mañana a mi carta ponderada, amable pero negativa, con un artículo furibundo lleno de injurias en el semanario local. He conocido personalmente y he sido amigo de un gran número de escritores a los que estimo mucho, y todos han hecho las mismas experiencias y ninguno de nosotros ha seguido nunca ese camino del pedigüeño y del chantajista. Por lo tanto se puede deducir que esos indestructibles colegas de la especie de los aduladores y pedigüeños, son realmente mediocres y seguramente no cometeremos ninguna injusticia contra ningún hombre de honor, ni contra ningún genio, si hacemos caso omiso de esa multitud de impertinencias que se renuevan a diario, arrojándolas al mismo cesto en que terminan las cartas de peticiones no literarias.
 Y al final del ciclo se ve que lo que parece un oficio y un empleo consiste para el escritor en un conjunto de necedades y palabras inútiles, mientras que su verdadero trabajo, a pesar de todas las opiniones opuestas, no puede regularse ni convertirse en oficio. Nuestro oficio es estar callado, abrir los ojos y esperar a que llegue el momento favorable, y entonces, aunque el trabajo exija sudor y noches en vela, es delicioso y deja de ser «trabajo».


 Herman Hesse

21 de septiembre de 2017

Leer y poseer libros (1908) (Ensayo) Herman Hesse



Leer y poseer libros (1908) (Ensayo) Herman Hesse



Es muy habitual entre nosotros considerar cada trozo de papel impreso como un valor, y que todo lo impreso es fruto de un trabajo intelectual y merece respeto. De vez en cuando se puede encontrar uno junto al mar o en las montañas a alguna persona aislada cuya vida no ha sido alcanzada todavía por la marea de papel y para la que un calendario, un folleto o incluso un periódico son bienes valiosos y dignos de ser conservados. Estamos acostumbrados a recibir en casa gratuitamente grandes cantidades de papel, y el chino que piensa que todo papel escrito o impreso es sagrado nos hace sonreír.
 A pesar de todo se ha conservado el respeto al libro. Aunque últimamente se distribuyen gratuitamente y empiezan a convertirse aquí y allá en material de saldo. Por lo demás, parece que precisamente en Alemania, está creciendo el afán de poseer libros.
 Claro que todavía no se sabe lo que significa realmente poseer libros. Muchos se niegan a gastar en libros ni la décima parte de lo que dedican a cerveza y otras banalidades. Para otros, más anticuados, el libro es algo sagrado que acumula polvo en la sala de estar sobre un mantelito de terciopelo.
 En el fondo, todo lector auténtico es también amigo de los libros. Porque el que sabe acoger y amar un libro con el corazón, quiere que sea suyo a ser posible, quiere volverlo a leer, poseerlo y saber que siempre está cerca y a su alcance. Tomar un libro prestado, leerlo y devolverlo, es una cosa sencilla; en general lo que se ha leído así se olvida tan pronto como el libro desaparece de casa. Hay lectores, especialmente las mujeres desocupadas, que son capaces de devorar un libro cada día, y para éstos la biblioteca pública es al fin la fuente adecuada, ya que de todos modos no quieren coleccionar tesoros, hacer amigos y enriquecer su vida, sino satisfacer un capricho. A esa especie de lectores, que Gottfried Keller supo retratar tan bien en una ocasión, hay que dejarla con su vicio.
 Para el buen lector, leer un libro significa aprender a conocer la manera de ser y pensar de una persona extraña, tratar de comprenderla y quizás ganarla como amigo. Cuando leemos a los poetas, no conocemos solamente un pequeño círculo de personas y hechos, sino sobre todo al escritor, su manera de vivir y ver, su temperamento, su aspecto interior, finalmente su caligrafía, sus recursos artísticos, el ritmo de sus pensamientos y de su lenguaje. El que quedó cautivado un día por un libro, el que empieza a conocer y entender al autor, el que logró establecer una relación con él, para ése empieza a surtir verdaderamente efecto el libro. Por eso no se desprenderá de él, no lo olvidará, sino que lo conservará, es decir, lo comprará, para leer y vivir en sus páginas cuando lo desee. El que compra así, el que siempre adquiere únicamente aquellos libros que le han llegado al corazón por su tono y por su espíritu, dejará pronto de devorar lectura a ciegas, y con el tiempo, reunirá a su alrededor un círculo de obras queridas, valiosas en el que hallará alegría y sabiduría, y que siempre será más valioso que una lectura desordenada, casual, de todo lo que cae en sus manos.
 No existen los mil o cien «mejores libros»; para cada individuo existe una selección especial de los que le son afines y comprensibles, queridos y valiosos. Por eso no se puede crear una biblioteca por encargo, cada uno tiene que seguir sus necesidades y su amor y adquirir lentamente una colección de libros como adquiere a sus amigos. Entonces una pequeña colección puede significar un mundo para él. Los mejores lectores han sido siempre precisamente los que limitaban sus necesidades a muy pocos libros, y más de una campesina que solamente posee y conoce la Biblia ha sacado de ella más sabiduría, consuelo y alegría que los que logre extraer jamás cualquier rico mimado de su valiosa biblioteca.
 El efecto de los libros es algo misterioso. Todos los padres y educadores han hecho la experiencia de creer que daban a un niño o a un adolescente un libro excelente y escogido en el momento adecuado y luego han visto que había sido un error. Cada cual, joven o viejo, tiene que encontrar su propio camino hacia el mundo de los libros, aunque el consejo y la amable tutela de los amigos puede ayudar mucho. Algunos se sienten pronto a gusto entre los escritores y otros necesitan largos años hasta comprender lo dulce y maravilloso que es leer. Se puede comenzar con Homero y acabar con Dostoievski o al revés; se puede ir creciendo con los poetas y pasar al final a los filósofos o al revés; hay cien caminos. Pero sólo existe una ley y un camino para cultivarse y crecer intelectualmente con los libros, y es el respeto a lo que se está leyendo, la paciencia de querer comprender, la humildad de tolerar, escuchar. El que solamente lee como pasatiempo, por mucho y bueno que sea lo que lea, leerá y olvidará y luego será tan pobre como antes. Pero al que lee como se escucha a los amigos, los libros le revelarán sus riquezas y serán suyos. Lo que lea no resbalará, ni se perderá, sino que se quedará con él y le pertenecerá y consolará, como sólo los amigos son capaces de hacerlo.

 Herman Hesse

20 de septiembre de 2017

El trato con los libros (1907) (ensayo) Herman Hesse



El trato con los libros (1907) Herman Hesse

 No hay ninguna lista de libros que sea imprescindible leer y sin la cual no existan salvación y cultura. Pero para cada uno hay un número considerable de libros en los que puede hallar satisfacción y placer. Encontrar esos libros poco a poco, establecer con ellos una relación duradera, asimilarlos gradualmente, si es posible como una propiedad externa e interna, constituye para el individuo un esfuerzo propio, personal, que no puede descuidar sin reducir de manera fundamental el círculo de su cultura y de sus placeres, y con ello, el valor de su existencia.
 Igual que no se llegan a conocer a través de un libro de botánica el árbol o la flor que se ama especialmente, no se conocerán ni encontrarán los libros favoritos propios en una historia de la literatura o en un estudio teórico. El que se ha acostumbrado a ser consciente del verdadero sentido de cada acto de la vida cotidiana (y ésa es la base de toda formación), aprenderá muy pronto a aplicar también a la lectura las leyes y las diferenciaciones esenciales, aunque en un principio sólo lea revistas y periódicos.
 El valor que puede tener para mí un libro, no depende de su fama y popularidad. Los libros no están para ser leídos durante algún tiempo por todo el mundo y constituir un tema fácil de conversación y ser olvidados después como la última noticia deportiva o el último asesinato: quieren ser disfrutados y amados en silencio y con seriedad. Sólo entonces revelan su belleza y su fuerza más profundas.
 Sorprendentemente el efecto de muchos libros aumenta cuando son leídos en voz alta. Pero eso sólo es válido para poesías, relatos breves, ensayos cortos de forma depurada y obras parecidas. Leyendo bien en voz alta se puede aprender mucho, sobre todo se agudiza el sentido del ritmo secreto de la prosa, base de todo estilo personal.
 El libro que ha sido leído una vez con placer, debe comprarse sin falta aunque no sea barato.
 El que disponga de escasos recursos hará bien en comprar únicamente aquellas obras que le hayan recomendado encarecidamente sus amigos más íntimos, o las que ya conozca y aprecie, y que sepa que volverá a leer alguna vez.
 El que tenga con algún libro una relación íntima, el que pueda leerlo una y otra vez y encuentre siempre nueva alegría y satisfacción, debe confiar tranquilamente en su intuición y no dejar que ninguna crítica estropee su placer. Hay quien prefiere más que nada leer libros de cuentos y quien aleja a sus hijos de esa clase de lectura. La razón la tiene el que no sigue una norma ni un esquema fijos sino su sensibilidad y las necesidades de su corazón.
 Sobre los grandes (como Shakespeare, Goethe, Schiller) debe leerse poco o nada, al menos hasta conocerlos a través de sus propias obras. Cuando se leen demasiadas monografías y descripciones de la vida, es fácil estropearse el maravilloso placer de descubrir la personalidad de un autor a través de sus obras, de crear uno mismo su imagen. Y junto a las obras no debe perderse uno las cartas, los diarios, las conversaciones, por ejemplo las de Goethe. Cuando las fuentes están tan cerca y son tan fácilmente accesibles no hay que contentarse con regalos de segunda mano. En todo caso deberían leerse solamente las mejores biografías; el número de los mediocres es legión.

Herman Hesse

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