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22 de octubre de 2017

Aniuta, Antón Chéjov



Aniuta, Antón Chéjov

   Por la peor habitación del detestable Hotel Lisboa paseábase infatigablemente el estudiante de tercer año de Medicina Stepan Klochkov. Al par que paseaba, estudiaba en voz alta. Como llevaba largas horas entregado al doble ejercicio, tenía la garganta seca y la frente cubierta de sudor.
   Junto a la ventana, cuyos cristales empañaba la nieve congelada, estaba sentada en una silla, cosiendo una camisa de hombre, Aniuta, morenilla de unos veinticinco años, muy delgada, muy pálida, de dulces ojos grises.
   En el reloj del corredor sonaron, catarrosas, las dos de la tarde; pero la habitación no estaba aún arreglada. La cama hallábase deshecha, y se veían, esparcidos por el aposento, libros y ropas. En un rincón había un lavabo nada limpio, lleno de agua enjabonada.
   -El pulmón se divide en tres partes -recitaba Klochkov-. La parte superior llega hasta cuarta o quinta costilla...
   Para formarse idea de lo que acababa de decir, se palpó el pecho.
   -Las costillas están dispuestas paralelamente unas a otras, como las teclas de un piano -continuó- Para no errar en los cálculos, conviene orientarse sobre un esqueleto o sobre un ser humano vivo... Ven, Aniuta, voy a orientarme un poco...
   Aniuta interrumpió la costura, se quitó el corpiño y se acercó. Klochkov se sentó ante ella, frunció las cejas y empezó a palpar las costillas de la muchacha.
   -La primera costilla -observó- es difícil de tocar. Está detrás de la clavícula... Esta es la segunda, esta es la tercera, esta es la cuarta... Es raro; estás delgada, y, sin embargo, no es fácil orientarse sobre tu tórax... ¿Qué te pasa?
   -¡Tiene usted los dedos tan fríos!...
   -¡Bah! No te morirás... Bueno; esta es la tercera, esta es la cuarta... No, así las confundiré... Voy a dibujarlas...
   Cogió un pedazo de carboncillo y trazó en el pecho de Aniuta unas cuantas líneas paralelas,
correspondientes cada una a una costilla.
   -¡Muy bien! Ahora veo claro. Voy a auscultarte un poco. Levántate.
   La muchacha se levantó y Klochkov empezó a golpearle con el dedo en las costillas. Estaba tan absorto en la operación, que no advertía que los labios, la nariz y las manos de Aniuta se habían puesto azules de frío. Ella, sin embargo, no se movía, temiendo entorpecer el trabajo del estudiante. «Si no me estoy quieta -pensaba- no saldrá bien de los exámenes.»
   -¡Si, ahora todo está claro! -dijo por fin él, cesando de golpear-. Siéntate y no borres los dibujos hasta que yo acabe de aprenderme este maldito capítulo del pulmón. Y comenzó de nuevo a pasearse, estudiando en voz alta. Aniuta, con las rayas negras en el tórax, parecía tatuada. La pobre temblaba de frío y pensaba. Solía hablar muy poco, casi siempre estaba silenciosa, y pensaba, pensaba sin cesar.
   Klochkov era el sexto de los jóvenes con quienes había vivido en los últimos seis o siete años. Todos sus amigos anteriores habían ya acabado sus estudios universitarios, habían ya concluido su carrera, y, naturalmente, la habían olvidado hacía tiempo. Uno de ellas vivía en París, otros dos eran médicos, el cuarto era pintor de fama, el quinto había llegado a catedrático. Klochkov no tardaría en terminar también sus estudios. Le esperaba, sin duda, un bonito porvenir, acaso la celebridad; pero a la sazón se hallaba en la miseria. No tenían ni azúcar, ni té, ni tabaco. Aniuta apresuraba cuanto podía su labor para llevarla al almacén, cobrar los veinticinco copecs y comprar tabaco, té y azúcar.
   -¿Se puede? -preguntaron detrás de la puerta.
   Aniuta se echó a toda prisa un chal sobre los hombros.
   Entró el pintor Fetisov.
   -Vengo a pedirle a usted un favor -le dijo a Klochkov-. ¿Tendría usted la bondad de prestarme, por un par de horas, a su gentil amiga? Estoy pintando un cuadro y necesito una modelo.
   -¡Con mucho gusto! -contestó Klochkov-. ¡Anda, Aniuta!
   -¿Cree usted que es un placer para mí? -murmuró ella.
   -¡Pero mujer! -exclamó Klochkov-. Es por el arte... Bien puedes hacer ese pequeño sacrificio.
   Aniuta comenzó a vestirse.
   -¿Qué cuadro es ése? -preguntó el estudiante.
   -Psiquis. Un hermoso asunto; pero tropiezo con dificultades. Tengo que cambiar todos los días de modelo. Ayer se me presentó una con las piernas azules. «¿Por qué tiene usted las piernas azules?», le pregunté. Y me contestó: «Llevo unas medias que se destiñen...» Usted siempre a vueltas con la Medicina, ¿eh? ¡Qué paciencia! Yo no podría...
   -La Medicina exige un trabajo serio.
   -Es verdad... Perdóneme, Klochkov; pero vive usted... como un cerdo. ¡Que sucio está esto!
   -¿Qué quiere usted que yo le haga? No puedo remediarlo. Mi padre no me manda más que doce rublos al mes, y con ese dinero no se puede vivir muy decorosamente.
   -Tiene usted razón; pero... podría usted vivir con un poco de limpieza. Un hombre de cierta
cultura no debe descuidar la estética, y usted... La cama deshecha, los platos sucios...
   -¡Es verdad! -balbuceó confuso Klochkov-. Aniuta está hoy tan ocupada que no ha tenido tiempo de arreglar la habitación.
   Cuando el pintor y Aniuta se fueron, Klochkov se tendió en el sofá y siguió estudiando; mas no tardó en quedarse dormido y no se despertó hasta una hora después. La siesta le había puesto de mal humor. Recordó las palabras de Fetisov, y, al fijarse en la pobreza y la suciedad del aposento, sintió una especie de repulsión. En un porvenir próximo recibiría a los enfermos en su lujoso gabinete, comería y tomaría el té en un comedor amplio y bien amueblado, en compañía de su mujer, a quien respetaría todo el mundo...; pero, a la sazón..., aquel cuarto sucio, aquellos platos, aquellas colillas esparcidas por el suelo... ¡Qué asco! Aniuta, por su parte, no embellecía mucho el cuadro: iba mal vestida, despeinada...
   Y Klochkov decidió separarse de ella en seguida, a todo trance. ¡Estaba ya hasta la coronilla!
   Cuando la muchacha, de vuelta, estaba quitándose el abrigo, se levantó y le dijo con acento
solemne:
   -Escucha, querida... Siéntate y atiende. Tenemos que separarnos. Yo no puedo ni quiero ya vivir contigo.
   Aniuta venía del estudio de Fetisov fatigada, nerviosa. El estar de pie tanto tiempo había
acentuado la demacración de su rostro. Miró a Klochkov sin decir nada, temblándole los labios.
   -Debes comprender que, tarde o temprano, hemos de separarnos. Es fatal. Tú, que eres una
buena muchacha y no tienes pelo de tonta, te harás cargo.
   Aniuta se puso de nuevo el abrigo en silencio, envolvió su labor en un periódico, cogió las agujas, el hilo...
   -Esto es de usted -dijo, apartando unos cuantos terrones de azúcar.
   Y se volvió de espaldas para que Klochkov no la viese llorar.
   -Pero ¿por qué lloras? -preguntó el estudiante.
   Tras de ir y venir, silencioso, durante un minuto a través de la habitación, añadió con cierto
embarazo:
   -¡Tiene gracia!... Demasiado sabes que, tarde o temprano, nuestra separación es inevitable. No podemos vivir juntos toda la vida.
   Ella estaba ya a punto, y se volvió hacia él, con el envoltorio bajo el brazo, dispuesta a despedirse. A Klochkov le dio lástima...
   «Podría tenerla -pensó- una semana más conmigo. ¡Sí, que se quede! Dentro de una semana le diré que se vaya.»
   Y, enfadado consigo mismo por su debilidad, le gritó con tono severo:
   -Bueno; ¿qué haces ahí como un pasmarote? Una de dos: o te vas, o si no quieres irte te quitas el abrigo y te quedas. ¡Quédate si quieres!
   Aniuta se quitó el abrigo sin decir palabra, se sonó, suspiró, y con tácitos pasos se dirigió a su silla de junto a la ventana.
   Klochkov cogió su libro de medicina y empezó de nuevo a estudiar en voz alta, paseándose por el aposento.
   «El pulmón se divide en tres partes. La parte superior...»
    En el corredor alguien gritaba a voz en cuello:
   -¡Grigory, tráeme el samovar!

Antón Chéjov

21 de octubre de 2017

La tristeza, Antón Chéjov



La tristeza, Antón Chéjov

    La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
   El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo,
encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.
   Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
   Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
   Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
   -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
   Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
   -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
   Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
   -¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
   -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
   Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeunte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
   -¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
   Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
   El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
   -¿Qué hay?
   Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
   -Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
   -¿De veras?... ¿Y de qué murió?
   Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
   -No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
   -¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
   -¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
   Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
   Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escuchale.
   Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
   Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
   Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
   -¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
   Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante,
acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
   Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos,
discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
   -¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
   -¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
   -¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
    -Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.
   Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
   -¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
   -¡Palabra de honor!
   -¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
   Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.
   -¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
   -¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
   Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
   -Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
   -¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es
insoportable! Prefiero ir a pie.
   -Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
   -¿Oyes, viejo estafermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
   Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
   -¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
   -Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
   -¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
   Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el
chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
   -¡Por fin, hemos llegado!
   Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
   Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su
fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
   Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
   Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él
conversación.
   -¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
   -Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
   Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha
convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
   Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
   -No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
   El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
   Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde,
acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Suenan ronquidos.
   Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
   En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
   -¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
   -Sí.
   -Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
   Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
   Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su
desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
   Yona decide ir a ver a su caballo.
   Se viste y sale a la cuadra.
   El caballo, inmóvil, come heno.
   -¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
   Tras una corta pausa, Yona continúa:
    -Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...
Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
   El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
   Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.


Antón Chéjov

20 de octubre de 2017

La víspera del juicio, Anton Chejov



La víspera del juicio, Anton Chejov



Memorias de un reo



-Disgusto tendremos, señorito -me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; me hallaba transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque lo dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

-Hombre, qué mal huele aquí -le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

-Huele… como de costumbre -respondió sin dejar de rascarse-. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto se fue sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.

Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Me quité la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer -los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas- me contemplaba y se reía. Me quedé inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! -pensé-. Habrá sido testigo de mis saltos… ¡Qué tonto soy!…»

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

-¡Abominable! -exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer-; estos malditos bichos me van a comer viva.

Me acordé de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

-¡Esto es terrible!

-Señora -le dije, empleando la voz más suave que pude haber-, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea…

-Hágame el favor.

-En seguida -repliqué con alegría-. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

-No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

-Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; no soy un cafre.

-¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…

-Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

-¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

-¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

-Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.

Me sentí avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

-Es usted muy amable -me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo-. Muchas gracias. ¿El vendaval lo cogió a usted también en el camino?

-Sí, señor.

-Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz… Permíteme que te lo quite.

-Te lo permito -dijo riendo Zinita-. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

-¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

-¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué…

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y los oí murmurar:

-¡Es extraordinario! Estos animales no le temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison…

-Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

-No tengas reparo, interrógalo. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

-Interrógalo tú -murmuró Zinita.

-¡Doctor! -gritó Teodorito dirigiéndose a mí-. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho… ¿De qué proviene esto?

-Difícil es definirlo. La explicación sería larga…

-¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico que tenga la amabilidad. Mientras usted la examina, yo iré a decirle al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Me dirigí detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote con un cuello de encaje.

-A ver, muéstreme la lengua -dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.



Me enseñó la lengua y se echó a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato me hallaba sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar.Me veía obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:

Rp.

Sic transit.0,05

Gloria mundi1

Aquae destilatae0,1

Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.



Dr. Zaizef



A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublo.

-Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Se incorporó lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

-Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? -interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?



Anton Chejov

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