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12 de septiembre de 2017

Los estanques nocturnos, Vicente Huidobro



Los estanques nocturnos



Estanques nocturnos, aguas negras, aguas dormidas y como reconcentradas en sí mismas, mi corazón os ama y admira vuestro poder evocativo.
Aguas de la noche, todo lo que se refleja en vosotras toma un aire de ensueño, un gesto de leyenda; hasta las casas más humildes al reflejarse en vuestro pálido espejo toman aspecto de castillos señoriales o mansiones encantadas.
¡Oh la maravillosa brujería de los estanques en la noche!
Cuántas mujeres hermosas habrán copiado sus formas en estas aguas como quien se baña en un espejo.
Ellas han dado a estas aguas la atracción alucinante, propia de una encantadora.
¡Ah!, yo quisiera besar la luna de los estanques.
Aguas que ponéis toda vuestra fuerza y vuestro empeño en reflejar, aguas negras ensimismadas en la propia contemplación, ¿qué pensáis?
Acaso en estos momentos recordáis la suavidad de los pies milagrosos de Jesús.
Acaso pensáis que hace ya mucho tiempo, en otros parajes, os surcaban blandamente las barcas de los pescadores y sentís la nostalgia de sus viejas canciones que se dormían sobre vuestras ondas leves.
Y yo sé que estáis así quietecitas y como dormidas porque aguardáis la vara del milagro.
Aguas de los estanques nocturnos, la luna hace en vosotras un camino luminoso semejante a la barba de plata de un anciano.
La luna se ha dormido largamente como una lluvia de flores de almendro sobre las aguas opacas.


“El libro de la noche”. Las pagodas ocultas (1914). Vicente Huidobro: Obras completas.

Tomo I. Santiago, Andrés Bello, 1976. pp. 170 – 171.

11 de septiembre de 2017

Poeta, Baldomero Fernández Moreno

POETA

Un hombre que camina por el campo,
y ve extendido, entre dos troncos verdes,
un hilillo de araña blanquecino
balanceándose un poco al aire leve.
Y levanta el bastón para romperlo,
y ya lo va a romper, y se detiene.

BALDOMERO FERNÁNDEZ MORENO

De "Continuación", Buenos Aires, 1938

10 de septiembre de 2017

Una niña, Baldomero Fernández Moreno

Una niña

Debe de haber en Córdoba la niña más virtuosa,
debe de haber en Córdoba la criatura más bella,
en un jardín cerrado, con una sola rosa,
y una ventana abierta, con una sola estrella.
Yo quiero que me lleven ante esa cordobesa,
disperso brocatel y torre adamantina.
Quiero verla en su sala y sentarme a su mesa

y en torno nuestro, luna, jazmín, tierra argentina.

Baldomero Fernández Moreno

9 de septiembre de 2017

Anales del jardín, Baldomero Fernández Moreno

Anales del jardín


Hoy pasó una mariposa
de un lado a otro el jardín,
ondulante y temblorosa.

El buen jardinero
riega su jardín
y rumia sus versos.

Ábrete. capullo,
niño del jardín,
todo el mundo es tuyo.

Ya te falta poco,
tres hojitas verdes
y apenas un soplo.

Al jardín pequeño
jardinero grande,
por Lope lo digo
poeta y amante.


Baldomero Fernández Moreno

8 de septiembre de 2017

Rosa y piedra, Baldomero Fernandez Moreno


Rosa y piedra

A mi hermano Alberto

...Que mi rosita, es claro, era de España,
humildísima, en cruz y de calleja,
entre zarzales bajo encina vieja,
miel o rocío el corazón le baña.
La piedra era de rio, o su calaña,
pulida por el agua y por su queja,
blanca, azulada, gris, áurea o bermeja,
capaz de derrotar a la montaña.
Así he forjado yo con mi memoria
en un solo joyel, flor y granito.
Calleja y río en una sola historia.
Recuerdo perdurable, casi mito,
aroma suave y larga trayectoria:

pétalo y piedra, Alberto, lo infinito.

Baldomero Fernández Moreno

7 de septiembre de 2017

Clarita, Baldomero Fernández Moreno

CLARITA

Clarita, mi hija, ha hecho conmigo su primera visita importante. Ha caído en plena Tertulia de los Viernes en el momento en que Pedro Henríquez Ureña abre un libro y se dispone al traducir y leer. Algo profundo, original, grave. Está sentada en un sillón, perdida en su amplitud, con sus cinco años enfocados sobre el lector.
Henríquez Ureña lee con el libro en las rodillas, con la mano izquierda encima, como guía, mientras levanta la otra, magistral ante el auditorio.
Lo hace lentamente, atendiendo a las observaciones que brotan de aquí o de allá. Todo el mundo está extrañado de la compostura de la niña, como lo hacen sospechar algunos
guiños expresivos y algunas palabras disimuladas. Cuando la lectura ha terminado, Clarita exclama, iracunda:
-Eso no es un cuento.

Ha estado un cuarto de hora esperando ver surgir, entre los conceptos grises y complicados, las alas pequeñas, y tan inmensas, de la mariposa. Y parece que se hubiera enojado con la dueña de casa, con el lector, conmigo y con toda la filosofía habida y por haber.

Baldomero Fernández Moreno

6 de septiembre de 2017

Sol y aroma de paraísos, Baldomero Fernández Moreno

Sol y aroma de paraísos

Arde al sol a plomo
la ruta polvosa.
El pueblo a lo lejos
se pierde, se borra.
Tal fachada blanca,
tal fachada rosa,
despide de pronto
chispas cegadoras.
La campiña inmensa,
trabajada toda,
duerme panza arriba
pesada modorra.
De los paraísos,
el intenso aroma,
en el aire nada,
en visibles ondas.
Con alzar el brazo
cojo la más próxima.

Baldomero Fernández Moreno

5 de septiembre de 2017

Amarillita, Baldomero Fernández Moreno

 Amarillita

Amarillita en el día lluvioso,
Amarillita dormida, despierta...
¿No has escuchado su carro ruidoso?
El lechero golpea la puerta.
Amarillita en el día lluvioso.
Amarillita dormida, despierta.
Estoy a tu lado todo tembloroso...
Amarillita me pareces muerta.

Baldomero Fernández Moreno

4 de septiembre de 2017

Walter Kennedy. Pirata Analfabeto, Marcel Schwob


WALTER KENNEDY

Pirata analfabeto

El captián Kennedy era irlandés y no sabia leer ni escribir. Alcanzó el grado de teniente, bajo el gran Roberts, por el talento que tenia para torturar. Dominaba perfectamente el arte de retorcer una mecha alrededor de la frente de un prisionero hasta hacerle saltar los ojos, o de acariciarle el rostro con hojas de palmera encendidas. Su reputación quedó consagrada gracias al Juicio que, a bordo del Corsario, se celebró contra Darby Mullin, sospechoso de traición. Los jueces se sentaron apoyados en la bitácora del timonel, delante de un gran tazón de ponche, con pipas y tabaco; luego comenzó el proceso. Iban a votar la sentencia, cuando uno de los jueces propuso fumar otra pipa antes de deliberar. Entonces Kennedy se puso de pie, se sacó la pipa de la boca, escupió y habló en estos términos:
-¡Señores y caballeros de fortuna, que el diablo me lleve, si no colgamos a Darby Mullin, mi viejo camarada! Darby es un buen muchacho, ¡qué joder! ¡Mierda para el que diga otra cosa, y nosotros somos caballeros, demonio! ¡Juntos la hemos corrido! ¡Y lo quiero de todo corazón, carajo! Señores y caballeros de fortuna, lo conozco bien. Es realmente un bribón. Si vive nunca se arrepentirá. ¡Que el diablo me lleve si se arrepiente! ¿Verdad que no, viejo Darby? ¡Colguémoslo, qué joder! Y con permiso de la honorable compañía, voy a tomar un buen trago a su salud.
Este discurso pareció admirable y digno de las más nobles oraciones militares que hayan recogido los antiguos. Roberts quedó encantado. Desde ese día Kennedy se volvió ambicioso-so. Como Roberts se había extraviado en una chalupa mientras perseguía a una nave portuguesa frente a las Barbados, Kennedy obligó a sus compañeros a que lo eligieran capitán del Corsario, y se hizo a la vela por su cuenta. Hundieron y saquearon muchos bergantines y galeras, cargadas de azúcar y tabaco del Brasil, sin contar el oro en polvo y los sacos llenos de doblones y de piezas de a ocho. Su bandera era de seda negra, con una calavera, un reloj de arena, dos huesos cruzados, y debajo un corazón atravesado por un dardo, del que caían tres gotas de sangre. Equipados de tal manera, un día se encontraron con una pacífica chalupa de Virginia, cuyo capitán era un piadoso cuáquero llamado Knot.
Este hombre de Dios no tenía a bordo ni ron, ni pistola, ni sable, ni machete. Llevaba un largo hábito negro y un sombrero de anchos bordes del mismo color.
-¡Carajo! -,dijo el capitán Kennedy-, éste sí que sabe vivir, y es además alegre. Eso es lo que a mí me gusta. Que nadie le haga daño a mi amigo el señor capitán Knot, que se viste de manera tan divertida.
El señor Knot se inclinó, con silenciosa mojigatería
-Amén -dijo el señor Knot-. Así sea.
Los piratas hicieron regalos al señor Knot. Le ofrecieron treinta mohures, diez rollos de tabaco del Brasil y unas bolsitas de esmeraldas. El señor Knot aceptó complacido los mohures, las piedras preciosas y el tabaco.  .
-Estos son regalos que está permitido aceptar para hacer de ellos un piadoso empleo. ¡Ah, quiera el cielo que nuestros amigos, que surcan el mar, estuviesen todos animados por tales sentimientos! Él Señor acepta todas las restituciones. Son, por así decirlo, los miembros del becerro y las partes del ídolo Dagón, lo que vosotros le ofrecéis, amigos míos, en sacrificio. Dagón todavía reina en estos países profanos, y su oro provoca malas tentaciones.
-¡A la mierda con Dagón! -dijo Kennedy-. ¡Cierra esa boca! ¡Toma lo que te dan y bebe un trago!
Entonces el señor Knot se inclinó sin perder la calma, pero rechazó el cuarto de ron.
-Señores amigos míos... -dijo.
-¡Caballeros de fortuna, carajo! -gritó Kennedy.
-Señores y caballeros amigos míos -prosiguió el señor Knot-, los licores fuertes son, por así decirlo, los aguijones de la tentación que nuestra carne débil no podría soportar. Vosotros, amigos míos... .
-¡Caballeros de fortuna, carajo! -gritó Kennedy.
-Vosotros, amigos míos y caballeros afortunados -continuó el señor Knot-, como estáis endurecidos por largas pruebas contra el Tentador, es posible; probable, diría yo, que no sufráis ningún inconveniente al beberlos. Pero vuestros amigos se sentirían incómodos, Sumamente incómodos...
-¡Incómodos al diablo! -dijo Kennedy-. Este hombre habla admirablemente, pero yo bebo mejor. Nos llevará a Carolina a conocer a sus excelentes amigas, que sin duda poseen otros miembros del becerro ese. ¿No es así, señor capitán Dagón?
-Así sea -dijo el cuáquero-, pero Knot es mí nombre.
Y se inclinó una vez más. Los grandes bordes de su sombrero temblaban con el viento.
El Corsario ancló en una caleta preferida del hombre de Dios. Prometió traer a sus amigos y volvió, en efecto, esa misma noche, con una compañía de soldados enviados por el señor Spot Wood, gobernador de Carolina: El hombre de Dios juró a sus amigos, los caballeros afortunados, que sólo se trataba de impedir que introdujeran en esos países profanos sus tentadores licores. Y cuando los piratas quedaron detenidos: .
-¡Ah, amigos míos! -dijo el señor Knot-, aceptad todas las mortificaciones, así como yo las acepté.
-¡Carajo, mortificación es la palabra! -juró Kennedy.
Los encadenaron a bordo de un transporte para ser juzgados en Londres. El Old Bailey lo recibió. Firmó con una cruz todos los interrogatorios, la misma marca que puso en sus recibos de pillaje. Pronunció su último discurso en el muelle de la Ejecución, donde la brisa del mar balanceaba los cadáveres de viejos caballeros de fortuna, colgados con sus cadenas.
-¡Carajo! Esto sí que es un honor -dijo Kennedy mirando a los ahorcados-. Van a colgarme al lado del capitán Kid. Ya no tiene ojos, pero debe ser él. Era el único que podía llevar una casaca tan lujosa de paño rojo. Kid siempre fue un hombre elegante. ¡Y escribía! ¡Conocía sus letras, carajo! ¡Qué linda mano! Perdón, capitán. (Saludó al cuerpo seco de casaca roja.) Pero también uno ha sido caballero de fortuna.



Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)


Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París, 1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima al simbolismo.


Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias (1896) fueron el punto de partida de su narrativa.

3 de septiembre de 2017

El Mayort Stede Bonnet, Pirata por vocación, Marcel Schwob



EL MAYOR STEDE BONNET

Pirata por vocación

El mayor Stede Bonnet era un caballero retirado del ejército, que vivía en sus plantaciones, en la isla de Barbados, hacia 1715. Sus cañaverales y sus cafetales le producían una buena renta, y fumaba con placer el tabaco que él mismo cultivaba. Había estado casado, pero no fue feliz en su matrimonio, y decían que su mujer lo había trastornado. En efecto, la manía le vino apenas cumplidos los cuarenta, y en un principio sus vecinos y sus criados cedieron inocentemente.
La manía del mayor Stede Bonnet era ésta: aprovechaba cualquier ocasión para despreciar la táctica terrestre y elogiar la táctica marina. Los únicos nombres que venían con frecuencia a sus labios eran los de Avery, Charles Vane, Benjamín Hornigold y Edward Teach. Eran según él audaces navegantes y hombres de empresa. Por aquel entonces surcaban el mar de las Antillas. Si ocurría que alguien los llamara piratas en presencia del mayor, éste exclamaba:
-Loado sea Dios por haber permitido a esos piratas, como usted dice, que dieran el ejemplo de la vida franca y sencilla que llevaban nuestros abuelos. No había entonces poseedores de riquezas, ni guardianes de mujeres, ni esclavos para proveer azúcar, algodón o índigo. Pero un dios generoso dispensaba todas estas cosas y cada uno recibía su parte- Por eso admiro tanto a los hombres libres que comparten los bienes entre ellos y llevan juntos una vida de compañeros de fortuna.
Al recorrer sus plantaciones, el mayor solía golpear los hombros de algún trabajador:
-¡Imbécil! ¿No te convendría más estibar en algún galeón o en algún bergantín los fardos de la miserable planta sobre cuyos retoños dejas caer aquí tu sudor?
Casi todas las noches, el mayor reunía a sus servidores en los cobertizos de grano, donde les leía, a la luz de un candil, mientras moscas de color zumbaban en torno, relatos de las grandes acciones de los piratas de la Hispaniola y de la isla de la Tortuga.
Pues algunos folletos ya advertían de sus rapiñas a las aldeas y a las granjas.
-¡Excelente Vane! -exclamó el mayor-. ¡Bravo Hornigold, verdadero cuerno de la abundancia lleno de oro! ¡Sublime Avery, cargado de joyas del gran Mogol y del rey de Madagascar! ¡Admirable Teach, que supiste gobernar sucesivamente a catorce mujeres y te deshiciste-te de ellas, y que imaginaste entregar todas las noches a la última (sólo tiene dieciséis años) a tus mejores compañeros (por pura generosidad, grandeza de alma y conocimiento del mundo) en tu buena isla de Okerecok! ¡Oh, qué feliz el que siguiese vuestra estela, el que bebiese ron contigo, Barbanegra, patrón de El desquite de la reina!
Los criados del mayor escuchaban estos discursos con sorpresa y en silencio. Y las palabras del mayor sólo eran interrumpidas por el ligero, apagado ruido de las lagartijas, a medida que caían del techo, pues el pánico aflojaba las ventosas de sus patas. Luego el mayor, protegiendo con una mano el candil, trazaba con su bastón entre las hojas de tabaco  todas las maniobras navales de esos grandes capitanes y amenazaba con la Ley de Moisés (así llaman los piratas a una paliza de cuarenta bastonazos) al que no comprendiese la astucia de las evoluciones tácticas propias de los filibusteros.
Finalmente, el mayor Stede Bonnet no pudo resistir más. Compró una vieja chalupa de diez cañones y la equipó con todo cuanto convenía a la piratería, como machetes, arcabuces, escalas, planchas, rezones, hachas, Biblias (para prestar juramento), pipas de ron, linternas, betún para ennegrecer el rostro, pez, mechas para quemar entre los dedos de los ricos comerciantes y muchas banderas negras con calaveras blancas, dos fémures cruzados y el nombre de la nave: El desquite. Luego hizo subir de pronto a setenta de sus criados y se hizo a la mar, de noche, derecho hacia el oeste, rozando San Vicente, para doblar el Yucatán y surcar todas las costas hasta Savanah (a donde nunca llegó).
El mayor Stede Bonnet no tenía ningún conocimiento de las cosas del mar. Comenzó, pues, a perder la cabeza entre la brújula y el astrolabio, confundiendo botavara con botalón, bornear con bordear, cangreja con cangrejo, luces de posición con luces de prohibición, escotilla con escobón, y ordenando rizar en vez de izar. En suma, tanto lo agitó el tumulto de palabras desconocidas y el movimiento inusitado del mar, que pensó en regresar a Barbados si no lo hubiese sostenido en su proyecto el glorioso deseo de izar la bandera negra a la primera nave. Como confiaba en algún saqueo, no había embarcado provisiones. Pero la primera noche no se percibió ninguna luz de ningún galeón. El mayor Stede Bonnet decidió pues que había que atacar una aldea.
Alineó a todos sus hombres en el puente, distribuyó machetes flamantes y los exhortó a la mayor ferocidad. Hizo traer después una cubeta de betún con el que él mismo se untó el rostro y ordenó que lo imitaran, cosa que hicieron no sin alegría.
Por fin, considerando por sus recuerdos que era conveniente estimular a su tripulación con alguna de las bebidas que acostumbraban tomar los piratas, hizo que cada uno de sus hombres tragara una pinta de ron mezclado con pólvora (pues no tenía vino, que en piratería es el ingrediente común), Los criados del mayor obedecieron; pero, contrariamente a las costumbres, su rostro no se encendió de furor. Avanzaron todos casi al mismo tiempo a babor y a estribor, y asomando por la borda sus caras ennegrecidas, ofrecieron esa mixtura al mar perverso. Después, con El desquite casi varado en la costa de San Vicente, des-embarcaron tambaleantes.
Era muy temprano, y las caras sorprendidas de los aldeanos no provocaban ninguna cólera. Ni siquiera el mayor sentía ánimo para gritar. Muy orgulloso se encargó de comprar arroz y legumbres secas con cerdo salado, y pagó (a la manera de los piratas y muy noblemente según le pareció) con dos barricas de ron y un cable viejo. Después de mucho esfuerzo los
hombres consiguieron poner a flote la nave. Y el mayor Stede Bonnet, envanecido por su primera conquista, regresó al mar.
Mantuvo las velas izadas todo el día y toda la noche, no sabiendo qué viento lo impulsaba. Hacia el alba del segundo día, estaba adormecido contra la bitácora del timonel, muy incómodo a causa del machete y de la espingarda, cuando lo despertó el grito de:
-¡Ah de la chalupa!
Y distinguió a la distancia de un cable el botalón de una nave que se balanceaba. Un hombre muy barbudo estaba en la proa. Una bandera negra y pequeña flameaba en el mástil.
-¡Iza nuestro pabellón de muerte!-gritó el mayor    Stede Bonnet.
Y recordando que su título pertenecía al ejército de tierra, ahí mismo decidió adoptar otro nombre, siguiendo ilustres ejemplos. Sin demora alguna, pues, respondió:
-Chalupa El desquite, mandada por mí, el capitán Thomas, con mis camaradas de fortuna.
Al oírlo el hombre barbudo se echo a reír.
-Bien elegido, compañero -dijo-. Podremos navegar juntos. Y ven a beber un poco de ron a bordo de El desquite de la reina Ana.
El mayor Stede Bonnet comprendió inmediatamente que había encontrado al capitán Teach, Barbanegra, el más célebre de todos los que admiraba. Pero. su alegría fue menor de lo que podía haber supuesto. Tuvo la impresión de que iba a perder su libertad de pirata. Taciturno, pasó a bordo del barco de Teach, quien lo recibió muy amable, con un vaso en la mano,
-Compañero -dijo Barbanegra-, me gustas muchísimo. Pero navegas con imprudencia. Y si me crees, capitán Thomas, te quedarás en nuestro barco y haré que tu chalupa la dirija ese hombre valiente y lleno de experiencia, .que se llama Richarda. Y en el barco de Barbinegra tendrás todo el tiempo que quieras para gozar de la libertad para vivir como un caballero de fortuna.         
El mayor Stede Bonnet no se atrevió a negarse. Le sacaron su machete y su trabuco. Juró sobre el hacha (pues Barbanegra no podía soportar la vista de una Biblia), y le asignaron su ración de galleta y de ron, junto con su parte de futuros botines. El mayor no había imaginado que la vida de los piratas fuera tan reglamentada. Sufrió los furores de Barbanegra y las angustias de la navegación. Habiendo partido de Barbados como caballero, a fin de hacerse pirata de acuerdo a su fantasía, fue obligado a convertirse en pirata verdadero a bordo de El desquite de la reina Ana.
Durante. tres meses llevó esa vida y secundó a su patrón en trece apresamientos. Luego encontró un medio de volver a pasar a su propia chalupa, El desquite, bajo el mando de Richarda. En lo cual mostró prudencia pues a la noche siguiente, Barbanegra fue atacado a la entrada de su isla de Okerecok por él teniente Maynard, que llegaba de Bathown. Barbanegra murió en el combate, y el teniente ordenó que le cortaran la cabeza. y la ataran al extremo de su bauprés. Y así lo hicieron.
Mientras, el capitán Thomas huyó hacia Carolina del Sur y siguió navegando unas cuantas semanas más. El gobernador de Charlestown, advertido de su paso, delegó al coronel Rher para que lo capturara en la isla de Sullivans. El capitán Thomas no ofreció resistencia. Lo llevaron a Charlestown con gran pompa, pero con el nombre de mayor Stede Bonnet, que asumió de nuevo tan pronto como pudo. Lo encarcelaron hasta el 10 de noviembre de 1718, día en que compareció ante la corte del vicealmirantazgo. El jefe de la justicia, Nicolas Trot, lo condenó a muerte con este discurso tan hermoso que sigue:
-Mayor Stede Bonnet, estáis convicto de dos acusaciones de piratería, pero bien sabéis que habéis saqueado por lo menos trece embarcaciones. De modo que os podríamos acusar de once cargos más; pero con dos nos bastan (dijo Nicolas Trot), ya que son contrarios a la ley divina que ordena: No robarás (Exado, 20, 15), Y el apóstol San Pablo declara expresa-mente que los ladrones no heredarán el Reino de Dios, (1. Cor., 6, 10). Pero también sois culpable de homicidio, y los asesinos (dijo Nicolas Trot) recibirán su parte en la balsa ardiente de fuego y azufre que es la segunda muerte (Apoc., 21, 8L ¿Y quién, pues, (dijo Nicolas Trot) podrá resistir con los ardores eternos? (1saías,33, 14), ¡Ah, mayor Stede Bonnet, temo que los principios de la religión que os inculcaron en vuestra juventud (dijo Nicolas Trotl se hayan corrompido por vuestra mala vida y vuestra excesiva dedicación a la literatura y a la vana filosofía de estos tiempos! Pues si vuestro placer hubiese estribado en la ley del Eterno (dijo Nicolas Trot) y lo hubieseis meditado noche y día (Salmos, 1, 2), habríais comprendido que la palabra de Dios era una lámpara a vuestros pies y una luz en vuestros senderos (Salmos, 119, 105). Pero no lo habéis hecho. Sólo os queda, pues, confiaros al Cordero de Dios (dijo Nicolás Trot) que quita el pecado del mundo (Juan 1, 29), que ha llegado para. salvar lo que perdido estaba (Mateo, 18, 11) Y que ha prometido que no arrojará afuera a aquel que vaya hacia él (Juan, 6, 37). De modo que si queréis volver a él, aunque tarde (dijo Nicolás Trot) como los obreros de la undécima hora en la parábola de los viñadores (Mateo, 20, 6, 9), todavía podrá recibiros. No obstante la corte sentencia (dijo Nicolas Trot) a que seais conducido al lugar de la ejecución, donde seréis colgado por el cuello hasta que sobrevenga la muerte.
El mayor Stede Bonnet, después de haber escuchado compungido el discurso del jefe de la justicia, Nicolas Trot, fue ahorcado el mismo día en Charlestown, por ladrón y pirata.




Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)

2 de septiembre de 2017

Los Señores Burke y Hare, Asesinos, Marcel Schwob

LOS SEÑORES BURKE Y HARE

Asesinos

El señor William Burke ascendió de la condición más baja a una eterna celebridad. Nació en Irlanda y principió como zapatero. Practicó este oficio durante varios años en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien ejerció gran influencia.
En la colaboración de los señores Burke y Rare, no cabe duda que el poder de inventiva y de síntesis perteneció al señor Burke. Pero sus nombres han permanecido inseparables en el arte como los de Beaumont y Fletcher. Vivieron juntos, trabajaron juntos y fueron apresados juntos. El señor Hare no protestó jamás contra la preferencia con que el público distinguió particularmente a la persona del señor Burke. Un desinterés tan completo no obtuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo burke vivirá aún mucho tiempo en los labios de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que cubre injustamente a los trabajadores oscuros.
El señor Burke parece haber aportado a su obra la fantasía mágica de la isla verde donde nació. Su alma debió haberse impregnado de los relatos del folklore. En lo que hizo hay como un lejano relente de las Mil y una noches. Semejante al califa que se paseaba por los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, en su curiosidad por los relatos desconocidos y los forasteros. semejante al alto esclavo negro armado de una pesada cimatarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar el mayor provecho de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, decidme, una vez alcanzado su gozo artístico, de aquellos a los que había cortado la cabeza? Con una barbarie típicamente árabe, los descuartizaba pata conservarlos, salados, en un sótano.
¿Cuál era su beneficio? Ninguno. El señor Burke era infinitamente superior.    
De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinarzada. Al parecer, el poder de invención del señor Burke recibía un estímulo especial con la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió servirse de un desván para alojar sus pomposas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa alta y muy poblada de Edimburgo. Un sofá, un gran arcón y algunos utensilios de tocador sin duda componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, había una botella de whisky con tres vasos. Por lo general, el señor Burke no recibía más de una persona al mismo tiempo al la vez; jamás la misma. Acostumbraba, al caer la noche, a invitar a un transeúnte desconocido. Paseaba por las calles para examinar los rostros que le inspiraban curiosidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que podría haber mostrado Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis pisos hasta llegar al desván del señor Hare. Le cedían el sofá y le ofrecían whisky escocés. El señor Burke le hacía preguntas sobre los hechos más sorprendentes de su existencia. El señor Burke era un oyente insaciable. El señor Hare siempre interrumpía el relato antes que despuntara el día. La forma de interrumpir del señor Hare era invariablemente la misma y era muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor Hare acostumbraba a pasar detrás del sofá y aplicaba sus manos sobre la boca del relator. En el mismo instante, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de éste. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare terminaron muchas historias que el mundo no conocerá.
Cuando el cuento se interrumpía. definitivamente, junto con la respiración del narrador; los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero, leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían a enfriar el cuerpo en el gran arcón del señor Hare. y aquí el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su ingenio.
Era importante que el cadáver se mantuviera fresco, no tibio, a fin de que se pudiera utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.
En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero debido a los principios religiosos; tenían muchas dificultades para procurarse sujetos para disecarlos. El señor Burke, inteligente como era, advirtió esta laguna de la ciencia. No se sabe cómo se relacionó con un venerable y sabio facultativo, el doctor Knox, que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizá el señor Burke hubiera asistido a algunos cursos públicos, aunque su imaginación debió de haberlo inclinado más bien hacia a los gustos artísticos. Pero es seguro que prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su par-te, el doctor Knox se comprometió a pagarle por su trabajo. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de los ancianos. Estos poco interesaban al doctor Knox. Lo mismo pensaba el señor Burke, pues por lo general tenían menos imaginación. El doctor Knox llegó a destacarse entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los seño-res Burke y Rare disfrutaron de la vida como aficionados.
Conviene sin duda ubicar en esta época el período clásico de su existencia. Pues el genio omnipotente del señor Burke pronto lo arrastró fuera de las normas y reglas de una tragedia donde había siempre un narrador y un confidente. El señor Burke evolucionó solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. El decorado del desván del señor Hare no le bastaba e inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los numerosos imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. Pero he aquí la verdadera tradición del maestro.
La fecunda imaginación del señor Burke se había fatigado de los relatos eternamente pare-cidos, de la experiencia humana. Jamás el resultado había respondido a su esperanza. Llegó a no interesarse más que en el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. Ya no le importó la calidad de los actores. Los moldeó al azar. El único acceso-rio del teatro del señor Burke era una máscara de tela rellena de pez. El señor Burke salía en las noches de bruma, llevando esa máscara en la mano. Iba acompañado del señor Hare. El señor Burke esperaba al primer transeúnte, se le adelantaba, luego, volviéndose, le aplicaba sobre la cara la máscara de pez súbita y firmemente. Enseguida los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de las brazos del actor. La máscara de tela rellena de pez ofrecía la síntesis genial de ahogar a la vez los gritos y el aliento. Además, era trágica. La máscara esfumaba los gestos del actor, si bien había algunos que parecían imitar a un borracho. Concluida la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cab y despojaban al personaje. El señor Hare se ocupaba de sus ropas, mientras el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.
Aquí es cuando, discrepando con la mayoría de los biógrafos, dejaré a los señores Burke y Hare en medio de su aureola gloriosa. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan bello llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus flaquezas y sus decepciones? Sólo hay que verlos con su máscara en la mano, vagando en las noches de niebla. 
Porque el final de su vida fue vulgar y semejante a tantas otras. Al parecer ahorcaron a uno de ellos y el doctor Knox tuvo que renunciar a la Facultad de Edimburgo. El señor Burke no dejó otras obras.


Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)

1 de septiembre de 2017

Vidas imaginarias, Marcel Schwob, Jorge Luis Borges

El Maestro Borges escribió los prólogos de los primeros 74 títulos de la colección de cien obras que el mismo seleccionó según sus gustos literarios y consideró fundamentales en cualquier biblioteca que se precie de tal.
Parafraseando al Maestro “Ojalá seas el lector que este libro aguardaba.  J. L. B.”
Marcel Schwob

Vidas Imaginarias

Como aquel español que por la virtud de unos libros llegó a ser "don Quijote", Schwob, antes de ejercer y enriquecer la literatura, fue un maravillado lector. Le tocó en suerte Francia, el más literario de los países. Le tocó en suerte el siglo XIX, que no desmerecía del anterior. De estirpe de rabinos, heredó una tradición oriental que agregó a las occidentales.
Siempre fue suyo el ámbito de las profundas bibliotecas. Estudió el griego y tradujo a Luciano de Samosata. Como tantos franceses, profesó el amor de la literatura de Inglaterra.
Tradujo a Stevenson y a Meredith, obra delicada y difícil. Admiró imparcialmente a Whitman y a Poe. Le interesó el argot medieval, que había manejado Francois Villon.
Descubrió y tradujo la novela Moll Flanders, que bien pudo haberle enseñado el arte de la invención circunstancial.
Sus Vidas imaginarias datan de 1896. Para su escritura inventó un método curioso. Los protagonistas son reales; los hechos pueden ser fabulosos y no pocas veces fantásticos. El sabor peculiar de este volumen está en ese vaivén.
En todas partes del mundo hay devotos de Marcel Schwob que constituyen pequeñas sociedades secretas. No buscó la fama; escribió deliberadamente para los happy few, para los menos. Frecuentó los cenáculos simbolistas; fue amigo de Remy de Gourmont y de Paul Claudel.
Hacia 1935 escribí un libro candoroso que se llamaba Historia universal de la infamia. Una de sus muchas fuentes, no señalada aún por la crítica, fue este libro de Schwob.
Las fechas de 1867 y de 1905 abarcan su vida.


Jorge Luis Borges 
De Biblioteca personal (1988)

31 de agosto de 2017

Erostrato. Incendiario, Marcel Schwob

Marcel Schwob (Chaville, Hauts-de-Seine, 1867 – París, 1905) fue un escritor, crítico literario y traductor judío francés, autor de relatos y de ensayos donde combina erudición y experiencia vital. La brevedad de su vida no le impidió desarrollar una obra singular y personal, muy próxima al simbolismo.
Jorge Luis Borges escribió que sus Vidas imaginarias (1896) fueron el punto de partida de su narrativa.

EROSTRATO Incendiario, Marcel Schwob

La ciudad de Éfeso, donde nació Eróstrato, se extendía por la desembocadura del Caistro, con sus dos puertos fluviales, hasta los muelles del Panorma, desde donde se distinguía la línea brumosa de Samos sobre un mar de un color intenso. Éfeso rebosaba de oro y telas, de lanas y rosas, desde que los magnesios con sus perros de guerra y sus esclavos expertos en lanzar venablos, fueron vencidos a orillas del Meandro después de que los persas arruinaron a la espléndida Mileto. Era una ciudad voluptuosa, donde se festejaba a las cortesanas en el templo de Afrodita Hetaira. Los efesios llevaban túnicas amórginas, transparentes, ropajes de lino hilado a la rueca de color violeta púrpura y azafrán, sarápides amarillo manzana. blancos y rosados, telas de Egipto color jacinto, con destellos de fuego y móviles matices marinos, y calasiris de Persia, de apretado tejido, liviano, con un fondo escarlata de granos de oro labrados como copelas.
Entre la montaña de Prion y un acantilado alto y abrupto, se veía, a orillas del Caistro, el gran templo de Artemisa. Se tardó ciento veinte años en construirlo. Rígidas pinturas decoraban sus salas internas, cuyo techo era ébano y ciprés. Las pesadas columnas que lo sostenían, estaban embadurnadas de minio. La sala de la diosa era pequeña y ovalada. En el medio, se alzaba una prodigiosa piedra negra, cónica y brillante, marcada de dorados lunares, que no era otra que Artemisa. El altar triangular esta-ba también tallado en una losa oscura. Había otras mesas, hechas de piedra negra, con agujeros que servían para que corriera la sangre de las víctimas. De los muros colgaban anchas hojas de acero, con puño de oro, destinadas para el degüello, y abundaban las cintas ensangrentadas en suelo pulido. La gran piedra oscura tenía dos senos duros y puntiagudos. Así era la Artemisa de Éfeso. Su divinidad se perdía en la noche de las tumbas egipcias, y había que adorarla de acuerdo a los mitos persas. Poseía un tesoro encerrado en una especie de colmena pintada de verde, cuya puerta piramidal estaba erizada de clavos de estaño. Allí, entre los anillos, las grandes monedas y los rubíes, se encontraba el manuscrito de Heráclito, que había proclamado el reino del fuego. El propio filósofo lo había depositado en la base de la pirámide, mientras la construían.   
La madre de Eróstrato era violenta y orgullosa. Nadie supo quién fue su padre. Eróstrato declaró más tarde que era hijo del fuego. Bajo la tetilla izquierda llevaba una marca en forma de medialuna que, cuando lo torturaron, pareció encenderse. Aquellos que asistieron a su nacimiento predijeron que estaba sometido a Artemisa. Era colérico y permaneció virgen. Su rostro estaba corroído por líneas oscuras y el color de su piel era negruzco. Ya le gustaba, desde la infancia, acercarse al pie del alto acantilado, cerca del Artemision. Contemplaba desde allí las procesiones de ofrendas. Debido a que se desconocía el origen de su raza, no pudo convertirse en sacerdote de la diosa a la cual se creía destinado. El colegio sacerdotal tuvo que prohibirle varias veces la entrada a la nave del templo, donde Eróstrato esperaba descorrer el precioso y pesado velo que ocultaba a Artemisa. Llegó a sentir odio y juró violar el secreto.
El nombre de Eróstrato no le parecía comparable con ningún otro así como creía que su propia persona era superior a toda la humanidad. Deseaba la gloria. Primero siguió a los filósofos que enseñaban la doctrina de Heráclito, pero éstos ignoraban la parte secreta de ella, puesto que estaba encerrada en la celdilla piramidal del tesoro de Artemisa. Eróstrato sólo pudo conjeturar la doctrina del maestro. Lo endureció el desprecio por las riquezas que lo rodeaban. Su repugnancia por el amor de las cortesanas era extremada. Se creyó que reservaba su virginidad a la diosa. Pero Artemisa no se apiadó de él. El colegio de la Gerubia, que custodiaba el templo, lo considero peligroso. El sátrapa ordenó que lo exilaran a los suburbios, Vivió al pie del Koressos en una gruta excavada por los antiguos. Desde allí acechaba, de noche, las lámparas sagradas del Artemision. Hay quienes suponen que algunos persas iniciados fueron hasta allí para conversar con él. Pero es más probable que su destino se le revelara súbitamente.
En efecto, cuando lo torturaron, confesó que, de pronto, había comprendido el sentido de la palabra de Heráclito: el camino de lo alto, y por qué el filósofo había enseñado que el alma mejor es la más seca y la más ardiente. Declaró que, en ese sentido, su alma era la más perfecta, y que había querido proclamarlo. No dio otro motivo para su acción que la pasión por la gloria y la alegría de oír mencionar su nombre. Dijo que sólo su reino hubiera sido absoluto, puesto que no se le conocía padre alguno, Y que Eróstrato hubiera sido coronado por Eróstrato, que él era hijo de su obra y que su obra era la esencia del mundo: que habría si-do, a un mismo tiempo, rey, filósofo y dios, único entre los hombres.
 El año 356, en la noche del 21 de julio, la luna no se mostraba en el cielo y el deseo de Eróstrato había adquirido una fuerza inusitada: resolvió violar la cámara secreta de Artemisa. Se deslizó, pues, por una quebrada hasta la orilla del Caistro y subió las gradas del templo. Los sacerdotes de guardia dormían junto a las lámparas sagradas. Eróstrato agarró una y entró en la nave.
El olor de aceite de nardo era intenso. Las negras aristas del techo de ébano brillaban. El óvalo de la cámara estaba dividido por la cortina tejida con hilo de oro y púrpura que ocul-taba a la diosa. Eróstrato, jadeante de voluptuosidad, lo arrancó. Su lámpara iluminó el terrible cono de senos erectos. Eróstrato los agarró con las dos manos y besó ávidamente la piedra divina. Después dio la vuelta a la estatua y vio la pirámide verde donde estaba oculto el tesoro. Asió los clavos de bronce de la puertita y la arrancó. Hundió sus dedos entre las joyas vírgenes. Pero sólo se apoderó del rollo de papiro donde Heráclito había inscrito sus versos. A la luz de la lámpara sagrada los leyó y se enteró de todo.
Enseguida exclamó: "¡El fuego, el fuego!" Tomó la cortina de Artemisa y acercó al paño inferior la mecha encendida. La tela ardió primero lentamente; luego, debido a los vapores de aceite perfumado que la impregnaban, la llama subió, azulada hacia el techo de ébano. El terrible cono reflejó el incendio.       
El fuego se enroscó a los capiteles de las columnas y repto a lo largo de las bóvedas. Una tras otra, las placas de oro consagradas a la poderosa diosa Artemisa cayeron desde sus suspensorios hasta las baldosas, con un estruendo metálico. Luego el haz fulgurante estalló sobre el techo e iluminó el acantilado. Las tejas de bronce cayeron. Eróstrato se irguió en medio del resplandor clamando su nombre en la noche.
Todo el Artemision no fue más que un montón rojo en medio de las tinieblas. Los guardias detuvieron al criminal. Lo amordazaron para que dejara de gritar su nombre. Lo ataron y lo encerraron en los sótanos, durante el incendio.
Artajerjes ordenó que lo torturaran. Eróstrato no quiso confesar más que lo que se ha dicho. Las doce ciudades de Jonia prohibieron, bajo pena de muerte, que se revelara el nombre de Eróstrato a las edades futuras. Pero el rumor lo ha traído hasta nosotros. La noche en que Eróstrato incendió el templo de Efeso vino al mundo Alejandro, rey de Macedonia.     




Marcel Schwob
Vidas Imaginarias, Marcel Schwob, traducción de Eduardo Paz Leston

CENTRO EDITOR DE AMERICA LATINA (1973)

30 de agosto de 2017

Empédocles, Supuesto dios, Marcel Schwob

EMPÉDOCLES

Supuesto dios

Nadie conoce su origen ni cómo llegó a la tierra. Apareció junto a las orillas doradas del río Acragas, en la hermosa ciudad de Agrigento, poco después de que Jerjes hiciera azotar al mar con cadenas. La tradición sólo cuenta que su abuelo se llamaba Empédocles: nadie lo conoció, De eso se desprende, evidentemente, que era hijo de sí mismo, tal como corresponde a un Dios. Pero sus discípulos aseguran que antes de que recorriera gloriosamente la campiña de Sicilia había vivido cuatro veces en el mundo, y que había sido planta, pez, pájaro y doncella. Llevaba un manto púrpura sobre el cual caían sus largos cabellos, una franja de oro le ceñía la cabeza, calzaba sandalias de bronce y jugaba con guirnaldas trenzadas de lana y de laurel.
Por el contacto de sus manos curaba a los enfermos y recitaba versos al modo homérico, con pomposo acento, subido a un carro y mirando al cielo. La muchedumbre lo seguía y se prosternaba delante de él para escuchar sus poemas.
Bajo el cielo puro que ilumina los trigales, de todas partes venían los hombres para ver a Empédocles, con los brazos cargados de ofrendas. Empédocles los dejaba boquiabiertos al cantarles la bóveda divina, hecha de cristal, la masa de fuego que llamamos sol, y el amor que todo lo contiene, parecido a una vasta esfera.
Todos los seres, decía, no son más que trozos desprendidos de esa esfera de amor donde el odio se insinúa. Y lo que llamamos amor es deseo de unirnos y fundirnos y confundirnos, como lo estábamos antes, en el seno del dios globular que la discordia ha roto. Invocaba el día en que la esfera divina habría de hincharse, después que las almas hubiesen pasado por todas las transformaciones. Pues el mundo que conocemos es obra del odio, y su disolución será obra del amor. Así cantaba a través de las ciudades y los campos, mientras sus sandalias de bronce llegadas de Laconia resonaban a sus pies, y ante él sonaban címbalos. Mientras tanto, de la boca del Etna surgía una columna de humo negro que echaba su sombra sopre Sicilia.
Semejante a un rey del cielo, Empédocles andaba envuelto en púrpura y ceñido en oro, mientras los pitagóricos llevaban delgadas túnicas de lino y zapatos hechos de papiro. Decían que sabía hacer desaparecer las legañas, disolver los tumores y aplacar los dolores de las extremidades. Le suplicaban qué acabara con las lluvias o los huracanes. Conjuró las tempestades en un círculo de colinas; en Selinonte expulsó la fiebre desviando dos ríos en el lecho de un tercero, y los habitantes de Selinonte lo adoraron y le levantaron un templo y acuñaron medallas en las que su efigie se confrontaba con la efigie de Apolo.
Otros pretenden que fue adivino, instruido por los magos de Persia, y que dominaba la nigromancia y la ciencia de las hierbas que hacen enloquecer. Un día en que cenaba en casa de Anquitos, un hombre furioso se precipitó en la sala, blandiendo una espada. Empédocles se irguió, extendió un brazo y cantó los versos de Hornero sobre la nepenta que provoca insensibilidad. En seguida la fuerza de la nepenta dominó al furioso, que quedó inmóvil, con la espada alzada como si hubiese bebido el dulce veneno mezclado en el vino espumoso de una crátera.
Los enfermos dejaban las ciudades para buscarlo, y lo rodeaba una multitud de miserables, a los cuales se sumaron mujeres, que le besaban los bordes de su precioso manto. Una de ellas se llamaba Panthera, hija de un noble de Agrigento. Estaba destinada a Artemisa, pero huyó lejos de la fría estatua de la diosa y consagró su virginidad a Empédocles. Nadie vio signos de amor, pues Empédocles preservaba una insensibilidad divina. Profería sus palabras en metro épico y en dialecto jonio, si bien el pueblo y sus fieles sólo se valían del dorio. Todos sus gestos eran sagrados. Cuando se acercaba a los hombres era para bendecirlos o para curarlos. Casi siempre permanecía en silencio. Ninguno de aquellos que lo seguían llegó a sorprenderlo dormido. Se lo vio siempre majestuoso.
Panthea se vestía de lana fina y oro. Arreglaba sus cabellos según el estilo magnífico de Agrigento, donde la vida transcurría ociosamente. Una almilla roja le sostenía los senos, Y la suela de sus sandalias era perfumada. Por lo demás, era hermosa y muy alta, y de color muy deseable. Resulta imposible afirmar que Empédocles la amara, pero tuvo piedad de ella. En efecto, el viento de Asia engendró la peste en los campos sicilianos. Muchos hombres fueron alcanzados por los negros dedos de la peste. Hasta los cadáveres de las bestias cubrían los lindes de las praderas, y se veían ovejas desolladas, muertas con el hocico abierto hacia el cielo y las costillas al aire. Y Panthea languideció a causa de esta enfermedad. Cayó a los pies de Empédocles y dejó de respirar. Aquellos que la rodeaban sostuvieron su cuerpo rígido y lo bañaron en vino y aromas. Desataron la almilla roja que apretaba sus pechos jóvenes y la envolvieron con vendas. y le sujetaron la boca entreabierta con una cuerda, y sus ojos hundidos ya no veían la luz.
Empédocles la miró, se desató la banda de oro que le ceñía la frente y se la impuso. Sobre los senos le colocó la guirnalda de laurel profético, cantó versos desconocidos sobre la migración de las almas y tres veces le ordenó levantarse y caminar. La muchedumbre estaba aterrorizada. Al tercer llamado Panthea salió del reino de las sombras, y su cuerpo se animó y se irguió sobre sus pies, envuelto en las vendas funerarias. Y el pueblo comprobó que Empédocles sabía invocar a. los muertos.
Pisiánates, padre de Panthea, vino a adorar al nuevo dios. Se tendieron mesas bajo los árboles de su predio a fin de ofrecerle libaciones. A ambos lados de Empédocles unos esclavos sostenían grandes antorchas.
Al igual que en los misterios, los heraldos proclamaron el silencio solemne. súbitamente, en la tercera vigilia, las antorchas se apagaron y la noche envolvió a los adoradores. Se oyó una voz fuerte que exclamó:”¡Empédocles!". y cuando se hizo la luz, Empédocles había desaparecido. Los hombres no volvieron a verlo.
Un esclavo contó lleno de espanto que había visto un dardo rojo surcando las tinieblas hacia la cima del Etna. Los fieles ascendieron la falda estéril de la montaña a la triste luz del amanecer. El cráter del volcán vomitaba un haz de llamas. Sobre el brocal poroso de lava que circunda el abismo ardiente se encontró una sandalia de bronce retorcida por el fuego.



Marcel Schwob de Vidas imaginarias (1896)

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