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10 de marzo de 2017

Victorcito, el hombre oblicuo, Isidoro Blaisten


Victorcito, el hombre oblicuo, Isidoro Blaisten


De chico yo ya pintaba que iba a ser oblicuo. Mi madre, al ver que en vez de mamadera le chupaba siempre el dedo pulgar, decía:
—Este chico va a ser oblicuo.
Y mi madre tenía razón. El pulgar se le había ido desgastando hasta ser una cosa monda y amorfa, el anillo de casamiento, que en aquel entonces se usaba grueso, se fue haciendo cada vez más fino y desbastado, a causa de mis mordiscones o el golpeteo constante de mis labios.
Cuando ya mi madre se quedó sin anillo, tuvieron que poner a la sirvienta para que me corriera el plato de sopa. Primero le pegaba a mi hermanito con la cuchara. Después, sacaron a mi hermanito y alargaron la mesa. No la embocaba nunca en el plato, y la gran mesa de cedro quedó orlada de muescas oblongas, porque la sirvienta tenía que caminar detrás de mí corriéndome el plato, mientras que un hijo natural de la sirvienta, un muchacho de catorce años llamado Manuel, se encargaba de levantarme con la silla para que yo estuviera paralelo a la sopa. Cuando la sirvienta llegó al límite de la mesa, tuvieron que contratar nuevo personal: un enano con guantes de box paraba mis cucharazos y evitaba que me cayese, y a un señor a quien llamaban “el volvedor”, que era el encargado de volverme al extremo de la mesa.
Suplantaron a la sirvienta por una cinta sinfín que arrastraba el plato de sopa. Pero yo me debilitaba.
Por fin, un ingeniero italiano, de apellido Martelli, a la sazón amigo de mi padre, inventó para mí el plato imantado, y así pude crecer bastante lozano.
Entré a la adolescencia. La edad del dolor. Porque adolescencia viene del latín “adolescere” que quiere decir dolor. Trato, ex profeso, de evitar mi infancia porque mi infancia era más
dolorosa todavía.
Cómo envidiaba a los chicos del arroyo que podían jugar al balero o ir a la calesita. Yo recuerdo que tenía que jugar al balero sin bola. Con el palo únicamente y Manuel a mi lado para dar vuelta la bola, pero con la mano izquierda. La única vez que fui a la calesita, al intentar sacar la sortija, le desprendí un ojo al calesitero. Por suerte, mi padre era amigo del extinto presidente Alvear.
Volviendo a mi adolescencia, mi problema mayúsculo consistía en que escribía en el aire. Un rabino, con esa mentalidad judía propia de la raza, le dijo a mi padre que por más oblicuo que yo fuera, siempre me iba a resultar más fácil aprender a escribir en hebreo o en árabe, que de izquierda a derecha. El ingeniero Martelli estuvo de acuerdo y aducía que “mastro” Leonardo (como decía él, me acuerdo perfectamente) era ambidextro y hacía lo que se ha dado en llamar escritura de espejo.
De manera que yo escribía únicamente en árabe, pero sólo la mitad. Mi madre (eminentemente práctica) hizo un gran donativo y contrató a un hermano terciario para que completase la parte en blanco.
Para esa época los demonios de la carne me perseguían. Yo había adquirido el feo vicio solitario y me encerraba en el baño. Pero siempre terminaba golpeando la puerta y mi madre gritando desde abajo:
—Victorcito, ¿qué te pasa?
Y corría a salvarme porque creía que me había quedado encerrado.
Más tarde, por ser oblicuo, no pude tener ninguna experiencia amorosa. Si quería besar o saludar a una muchacha, siempre, invariablemente, besaba a un viejo que venía atrás, o me golpeaba contra la corteza de los árboles. Mi miembro viril se deshizo contra mil paredes en los lupanares de San Fernando.
Una madama me apodó el “rompeveladores” porque en la animalidad carnal, y al tomar impulso en mi frenético deseo, destruía esos artefactos. Mi padre gastó fortuna en reponerlos.
Pero el sexo me perseguía. Aparte de que en el equipo intercolegial me usaban únicamente para tirar al corner, aparte de que cuando intentaba oprimir el botón de un ascensor, prendía las luces, o tocaba los timbres de los departamentos, yo necesitaba casarme.
Mi madre, mediante los hermanos terciarios, consiguió una mujer oblicua como yo. Pera era oblicua para el otro lado. Mi padre tenía sus dudas.
—No importa —dijo mi madre—, Victorcito tiene que casarse.
Y hete aquí cómo me casé con Amelia. A la sazón yo estaba muy excitado y cuando me pongo nervioso me vuelvo más oblicuo aún, razón por la cual no me podía colocar las medias para trasladarme a la Iglesia. Ya tenía los talones doloridos de tanto golpeármelos contra el suelo, pese a que hacía harto tiempo que mi madre, aconsejada por los hermanos terciarios, había optado por mandar a fabricarme las medias al revés, y que sólo podía calzármelas en el rincón del dormitorio y que de la casa de al lado (la casa colindante a la nuestra) los vecinos hacía tiempo que se venían quejando de los golpes. Prácticamente me había quedado sin codos, pero la noche de mi casamiento ha quedado grabada en mi retina con caracteres
indelebles.
Para ponerme los pantalones del jaquet, rompí el espejo. La camisa fue un drama, puesto que no lograba introducir la mano en la manga y en cambio les daba furibundos golpes a los caireles de la araña. Decidí entonces ubicarme en un ángulo.
Forré las dos paredes con los almohadones del living, y por fin pude vestirme la camisa.
Amelita, pues así llamaba mi madre a mi prometida, habrá tenido también múltiples problemas, según colegí, pero para el otro lado, pues según ya dije, era también oblicua, pero del lado contrario al mío.
Durante la ceremonia religiosa todo fue plausible aun considerando el grado de nuestra emotividad, pero llegado el momento de colocarnos los anillos y de besarle la mano al obispo,
nuestros esponsales pasaron a convertirse en un espectáculo, que todavía se recuerda y se comenta en los anales de la iglesia de Nuestra Señora de la Merced.
Amelita no lograba ensartar la sortija en mi dedo. Se rompió todas las uñas. Las postizas y las otras. Yo le clavaba la yema de mis dedos en el esternón al padrino, como si fuera un moderno
golpe de karate.                 
Todos se levantaron de sus sitios y se arremolinaron alrededor del altar. El organista había cesado de tocar a Bach y bajó a presenciar la escena. Por fin mi madre, práctica como siempre, se acercó ella misma y nos colocó los anillos.
Pero el anillo del obispo no podía ser besado por Amelita. Ella sollozaba y de los nervios le mordía la puntilla de la manga al alto prelado mientras yo, del otro lado, le daba topetazos en el vientre con mi cabeza.
Un monaguillo pelirrojo, con cara de chico del arroyo, le dijo al oído al obispo, y éste ordenó quedarnos quietos y apoyó su anillo en nuestras bocas. Por fin la ceremonia terminó. El obispo se retiró dejando una larga cola de encaje y puntillas que le salían de la manga.
Los saludos en el atrio fueron para mí una cosa acostumbrada.
Siempre le daba la mano a otro. Al que estaba atrás o al costado.
Mucha gente que quedó sin saludar se fue enojada.
Amelita, mientras tanto, con los besos, mordió innumerables cuellos y paspó muchas orejas de señoras. Lo más triste fue que (como ya dejé acotado) Amelita, cuando le venía la desesperación, en vez de besar mordía, le desprendió a una señora un aro florentino del siglo  XVI que jamás fue encontrado.
Durante la recepción, Amelita desparramó tres bandejas, a saber: una al darle la mano a mi tío Arnoldo Esteban que a la sazón le iba a tomar la mano para sacarla a bailar el vals. La segunda, cuando con un gesto delicado quiso hacer un arreglo floral en un bouquet de anémonas dispuesto en un potiche, y la tercera cuando quiso rodearle el talle a su amiga del alma Araceli Amarilis, que dos años después perdió la vida al desbarrancarse su landó.
En lo que a mí atañe, en la recepción mi proceder fue sobrio.
Salvo que la concurrencia comprendió y nadie se ponía detrás de mí, pues a cada brindis, al intentar beber de una copa, indefectiblemente mojaba a alguien. Este hecho decidió a que en
el magín del ingeniero Martelli se gestara la idea de inventar para mí, a posteriori, las botellas con rueditas provistas de un biombo de contención.
Nuestra noche de bodas fue una tragedia. El hecho sexual, en el tálamo nupcial, no se pudo consumar. Poseídos por los demonios de la carne los dos quisimos satisfacer la comunión de
los cuerpos. Fue imposible: la suite de nuestro hotel quedó totalmente destrozada. Vuelvo a consignar aquí que Amelita era oblicua para el otro lado. A la postre resolví atar a Amelita.
Tras múltiples esfuerzos sacamos el colchón, pusimos el elástico vertical y la até a Amelita con las cortinas de voile.
Conociendo mi lado oblicuo, paré el colchón del lado izquierdo al lado del elástico a guisa de elemento amortiguante. Tomé impulso (como siempre lo hago para ver si la velocidad
disminuye mi oblicuidad), pero cuando estaba por llegar, Amelita se corrió por la ley de la inercia para su propio lado oblicuo. Me estrellé contra los listones del elástico. Todavía
conservo la gruesa cadena incrustada en mi frente y de la cual, al mirarla, los hermanos terciarios no dejan de exclamar cada vez que me ven: “Santo. Santo. Santo.”
Ensayamos otras posiciones. Algunas infernales, otras que escapan al pudor. Mas todas resultaron infructuosas. Amelita, desesperada y mordiendo más que nunca, se embarcó a los
seis días para el Congo. Partía como misionera.
Yo me quedé solo y más oblicuo que nunca. Solo, no.
Sería desconsiderado de mi parte dejar de recordar a Pimpín Allende, Evar Ruiz Erkinsons, Canti Palumbo y Alsacio von Scoranzi, todos bizcos, que ya murieron y que me alentaron en
mi desconsuelo. Pero yo estaba más oblicuo que nunca. Un día tomé un colectivo. Lo hice porque me hallaba desasosegado, con la mente obnubilada y víctima del ansia de la autodestrucción.
Fue exactamente nueve días después de mis esponsales.
Y como nada dictado por la desesperación puede llegar a feliz término, y como el colectivo a la sazón estaba lleno, al intentar sacar el boleto me llevaron preso por homosexual. Mi padre tuvo que recurrir al extinto presidente Alvear para evitar el escándalo. Pero no terminaron acá mis detenciones. Una tarde de mil novecientos veintiséis, cuando bajaba a Buenos Aires desde la estancia, subí al tren en la estación Laboulaye, y me lo encuentro al Canti Palumbo que venía de Santa María.
Al intentar saludarlo, me llevaron preso también, esta vez por punguista, pues había introducido la diestra en el bolsillo interior de un pasajero. Lo recuerdo bien. Era un señor de rancho, pamblich y quevedos, medio parecido a Ramón Novarro.
Ya en Buenos Aires, la policía no consiguió colocarme esposas.
Permanentemente le golpeaba la barriga oficial al oficial de los bigotitos, muy flaco y ventrudo él. Mi padre, que esta vez no quiso recurrir a su extinto compinche el extinto presidente Alvear, tuvo que gastar una pequeña fortuna a guisa de donativo para la construcción del entonces en ciernes hospital Churruca.
El soplo de la tragedia aleteaba en mi corazón transido. Sólo me restaba la muerte. Preparé mi carta en árabe y me dispuse a suicidarme disparándome un balazo en la sien. El tiro salió por la ventana y mató a una pobre viejecita del arroyo, que a la sazón transitaba por la vereda de enfrente con su humilde canasta para ir al mercado. Fue un gran escándalo que adquirió
notoriedad pública, pues dada la prominencia social de mi familia, las clases bajas, las gentes del arroyo y los obreros efectuaron manifestaciones frente a mi casa paterna, donde escribieron con alquitrán en el frontispicio: “Basta oligarcas”, “Victorcito Asesino” y “Vengaremos el crimen de la oligarquía”.
Me refugié en la estancia. Manuel, el hijo natural de la sirvienta que ya mencioné al principio, y que había sido llevado por mi padre para la mayordomía, hizo lo imposible con su afecto para borrar mi desazón. Clavaba junto al corral un poste pintado de blanco con una sandía en la punta. Yo trataba de enlazarlo y por la izquierda pialaba un potro.
Pero volví de la estancia cada vez más oblicuo. No podía usar sombrero porque cuando me lo sacaba se lo colocaba otro. Estando sentado no podía ensartar la hebilla de la malla del reloj
(que por aquel entonces empezaron a usarse) porque me desabrochaba la bragueta, razón por la cual tenía que hacerlo únicamente de pie y apoyado contra la puerta de la sala de estar.
Los chuscos del arroyo me hacía pullas cuando me veían por la calle. Me habían hecho una cuarteta y me la cantaban como en las carnestolendas:

Victorcito es un torcido
como una teta de vieja
cuando pita un cigarro
se lo enchufa en la oreja.

Recuerdo que, cuando me presentaron al extinto presidente Alvear, éste hizo una chanza al verme: preguntó si para que yo pudiera rascarme la espalda, me daban un violín.
Quizás el arte, me dije entonces para mi coleto. Quizás el arte, me repetí, pueda salvarme. El piano lo descarté. Ya de niño, y mientras estudiaba con los hermanos terciarios, había sufrido
con el piano un tremendo golpe anímico y somático. El hermano Balvastro me enseñaba el concierto para la mano izquierda de Ravel. A los primeros acordes me faltó el piano.
Caí de bruces, y me quedó en la nuca una cicatriz con forma de escapulario. Al verla, los hermanos terciarios exclamaron al unísono: “Santo, santo, santo.”
De tal suerte que decidí dedicarme al estudio de la pintura.
Pinté en todos lados menos en el lienzo. Intenté cambiar los lugares, y me fui trasladando por todos los lugares de mi casa paterna con todos mis petates de pintor. Así fue como enchastré
el living, dejé convertido el porche en un pastiche, pergeñé de grafismos pictóricos la sala de estar, y un día pinté de violeta la cara de Manuel que me estaba mirando. Le había pintado
una cruz. Los hermanos terciarios que vinieron a tomar el té con mi madre, al verlo, exclamaron al unísono: “Santo, santo, santo”.
El ingeniero Martelli, convocado por mi padre, y a fin de que yo pudiera pintar de una vez por todas, inventó para mí lo que
él denominó “El embo plus colori”. Mientras lo construía, lo apodaba cariñosamente “El Vittorio Emanuele”. Pero el aparato resultó inoperante, caro, enorme y más parecía una máquina infernal de “mastro” Leonardo, que un auxiliar de pintor oblicuo.
Se componía de dos émbolos, cinco poleas y un torniquete provisto de un motor de ignición. Me aprisionaba el brazo y me obligaba a mantenerlo en un posición paralela al lienzo.
Pero la oblicuidad se me descargó para arriba y, buscando su nivel, pinté todos los lugares a la altura de las puertas. Una cenefa multicolor orló toda la casa a la altura de un brazo extendido.
“El Vittorio Emanuele” fue descartado. El ingeniero Martelli dijo que persistiría y se encerró en su estudio a dibujar nuevos planos. Todavía los sigue dibujando. Pero la locura repentina de que fue víctima el ingeniero Martelli es otra triste historia, que algún día narraré, cuando mi actual profesión de crítico literario me deje tiempo.
Sigamos. Mi madre entonces llamó al rabino. Éste meditó, me miró, volvió a mirarme y a meditar, le pidió a mi madre un centímetro y me midió el brazo. Entonces ordenó que me fueran a comprar otro caballete idéntico al anterior. Mi madre mandó a Manuel, y una vez que el rabino lo hubo tenido en su poder, lo colocó con un bastidor igual, al lado de otro. De tal
forma que, calculada mi oblicuidad, sólo me restaba dar la pincelada en el caballete de la derecha, para que ésta apareciese en el de la izquierda. El rabino se retiró satisfecho. Pero lo
que el rabino no pudo calcular fue la velocidad de mi oblicuidad.
De manera que pinté botellas con el cuello separado del cuerpo, hombres con la cabeza al costado, mandarinas con las hojitas en el otro extremo del borde y peces con los ojos muy
lejos de la cabeza. Un terror sobrehumano me fue martillando la caja craneana, un frío me pasaba por la médula, la piel se me erizaba con sus mil agujas de angustia, y Satanás reía
arrastrando su muñón sanguinolento. La negra desesperación sumía mi alma en las tinieblas. Acaso el vicio, pensé. Sea, me dije. Mi primera y única experiencia en el hipódromo terminó
en litigio. Los hechos se sucedieron de la siguiente manera: Pimpín Allende, pocos días antes de morir, se presentó en mi casa paterna mientras yo pintaba, y me dijo lo siguiente:
—Victorcito. Debes jugar al caballo número seis. El potrillo lleva por nombre Tangencial.
Llegué tarde al hipódromo. Los nervios no me dejaban afeitarme y en vez del mentón me enjabonaba el hombro. Tuvo que venir Manuel y afeitarme.
Llegado que hube al hipódromo, ya sobre el filo de lo irremediable, me puse en la fila en la ventanilla número seis. Por los altoparlantes, la voz cuajada de alarma del locutor prorrumpía
en voces preventivas.
—Se cierra el sport. Se va a cerrar el sport.
El empleado estaba por bajar la ventanilla cuando reclamé dos talonarios. Me los dieron, sí, pero cuando iba a pagar fui víctima de la oblicuidad, y pagué en la siete, justo cuando el empleado había ya bajado la ventanilla. El de la seis me arrebató los boletos y bajó también su ventanilla.Ganó el seis, “Tangencial”, por varios cuerpos. Amparado por el doctor Aparicio
von Scoranzi, hermano del extinto amigo mío bizco Alsacio von Scoranzi, todavía estoy en litigio con la comisión de carreras del Jockey Club.
Ni el vicio, ni el erotismo, ni el arte, ni el matrimonio. Los designios del Señor me lo estaban negando todo, hasta que un día que yo estaba tratando de abrir un pomo de amarillo de
cadmio para lo cual, y siguiendo las instrucciones del rabino, lo había colocado sobre el dressoir, es decir, a la derecha el tubo de dentífrico y a la izquierda el pomo de amarillo de
cadmio, en ese momento, digo, entra mi tío Arnoldo Esteban y me dice:
—Victorcito. Albricias. He descubierto que tú sirves para crítico literario. Lo tienes todo: sabes el árabe, eres oblicuo, lo tienes todo.
Entré a El Nacional por la puerta grande. Y aún sigo. Mis críticas son asombrosas. Las dicto. He hallado mi camino, pese a que algunos familiares de escritores suicidados dicen que yo no quiero a nadie.



 Isidoro Blaisten
De Dublín al sur (1980)

9 de marzo de 2017

Adonal, Isidoro Blaisten

Adonal

Adonal iba por el mundo vendiendo las tablas de la ley.
Las llevaba sobre el hombro y pregonaba:
-A dié la tabla de la ley, a dié.
Nunca nadie le compró nada.
Pero cuando murió, un carpintero que también era hebreo, escribió su nombre como escriben los hebreos, de derecha a izquierda. Nunca nadie alcanzó a entender qué quería decir esa palabra escrita sobre la losa con el lápiz de carpintero: IANODA.
Pero eso sí: nadie se animó a borrarla. Ni siquiera la lluvia.

Isidoro Blaisten
De El Mago Editorial del sol (1974)

8 de marzo de 2017

La salvación, Isidoro Blaisten

  La salvación, Isidoro Blaisten

Buenas tardes, señor -dijo el viejo-, ¿qué desea?
-Señor -dijo el hombre que buscaba la salvación-, ¿tiene algo que me salve?.
El viejo dejó el lápiz encima de la boleta, lo corrió justo hasta el borde del talonario, cerró las tapas, apoyó las manos sobre el mostrador, ladeó la cabeza, y se lo quedó mirando por encima de los lentes.
El hombre ya empezaba a ponerse nervioso.
Por fin, el viejo dijo:
-Ajá, ¿conque algo que lo salve?
-Sí. ¿Tiene? -preguntó el hombre esperanzado.
El viejo tiró de la punta que asomaba apenas, extrajo el lápiz y dio unos cuantos golpecitos en el mostrador.
-Conque algo que lo salve -dijo nuevamente.
"Qué despacioso", pensó el hombre, "parece un telegrafista".
El viejo arrugó la cara y miró los estantes de arriba, con un ojo achicado, como si estuviera recordando. Después volvió a observar al hombre, salió de atrás del mostrador, y se alejó hacia el fondo del local, que era muy largo y bastante oscuro. Regresó empujando lentamente una escalera con rueditas, que estaba unida por un riel a los estantes de arriba.
El hombre notó que el viejo renqueaba un poco de la pierna derecha. Creyó que iba a subir, porque ya había apoyado la escalera, muy cerca de él, como a cinco pasos, pero el viejo la sacudió un poco verificando la solidez de los peldaños, se sonrió y dijo:
-Ahora, señor, si usted se diera vuelta...
-¡Eso nunca! -dijo el hombre con el rostro demudado y haciendo un ademán de irse.
- Por favor -dijo el viejo sonriéndose más todavía-.
Por favor -volvió a decir-. No me interprete mal. Tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos.
El hombre se dio vuelta y cerró los ojos.
El viejo tardaba. Por fin oyó que subía, respirando fuerte, como si le costase.
El hombre hizo un amago de girar el cuerpo. Desde lo alto escuchó la voz del viejo.
- Ah, no, así no vale. Ya le dije que tiene que ser sin mirar. Dese vuelta y cierre los ojos. ¡Y no espíe, eh!
El hombre apretó fuertemente los párpados, tanto, que la cara se le distendió en una mueca, como si estuviese riendo con la boca cerrada.
Atrás, arriba, el viejo estaba revolviendo algo, alguna mercadería, que hacía ruido a lata. De pronto el sonido cesó.
El hombre sintió que el corazón le empezaba a latir apresuradamente. Tu vo miedo. El viejito no la podía encontrar.Ya la había vendido toda. Se daría vuelta en la escalera, y le diría:
- Señor mío, lo siento mucho. No queda más. Ya puede mirar. Y bajando despaciosamente los escalones, agregaría:
- Hasta la semana que viene no hay nada que hacer... Usted tendría que darse una vueltita el jueves, o más seguro el viernes.
Entonces él, saturado de cansancio, preguntaría por rutina:
-Y dígame, señor, ¿no sabe dónde se podrá conseguir por acá cerca?
-Pero no le estoy diciendo, señor, que la semana entrante la recibimos seguro -insistiría el viejo ya un poco amoscado y apoyando la pierna renga en el suelo.
-No, no puedo esperar. Gracias -y tendría que irse, y suicidarse con bicloruro de mercurio.
Pero no fue así. El viejo seguía revolviendo cosas. "Probablemente debe de haber cajas de cartón, también", pensó el hombre, porque por momentos el ruido a lata se amortiguaba.
El viejo dijo:
-Ajá, já, por ai cantaba Garay.
Por la forma como le salió la voz, parecía que estaba tironeando de algo. "Como si estuviera sacando una muela", pensó el hombre.
-Ya está -dijo el viejo.
El hombre dio un salto. Una media vuelta como los soldados.
- Ah, no -dijo el viejo desde arriba-, sin darse vuelta.
El hombre volvió a su posición. No había alcanzado a ver más que el saco color gris rata del viejo, un poco del pantalón marrón, de un marrón muy antiguo, porque le trajo un recuerdo impreciso de cuando era chico, y dos rayas anchas y blancas.
La escalera empezó a crujir. El viejo bajaba. Al hombre le pareció que el descenso se le hacía interminable. De frente, escondiendo algo detrás de la espalda, el viejo tarareaba las palabras como los chicos:
-Ya está, ya está, ya está.
Llegó hasta donde estaba el hombre.
- Ahora, sin espiar, se me va a dar vuelta para el otro lado -dijo.
Y le apoyó la mano libre en el hombro, lo ayudó a girar, y verificó que tuviese los ojos bien cerrados.
-¿Ya está? -preguntó el hombre.
-Ya va a estar, ya va a estar -dijo el viejo pasando detrás del mostrador.
Hizo un ruido con la bobina que al hombre le pareció raro, sobre todo al tirar del papel y al cortarlo. Pensó que ya estaba exagerando. "Cuánta parsimonia", se dijo. "Evidentemente, ya está haciendo el paquete. "Y lo que el viejito le estaba por vender debía de ser bastante pesado, porque hizo un ruido contundente al ponerlo sobre el mostrador.
- ¿Ya está? -volvió a preguntar el hombre, impaciente, aunque sabía que no estaba, porque recién, recién el viejito lo había acomodado para envolverlo.
-Ya va a estar, ya va a a estar -y el hombre oyó nítidamente el crujido del primer doblez.
Además, pensó, debía de ser cuadrado, porque el viejito hacía los pliegues con golpes secos, como siguiendo con la palma de la mano unos ángulos rígidos.
Ahora le estaba poniendo el piolín.
El viejo cortó el sobrante del hilo. "Seguro que con un alicate", pensó el hombre. Después el viejo golpeó con el paquete ya hecho sobre el mostrador y dijo, canturreando la a final como dándole la seguridad al hombre de que efectivamente había terminado:
-Ya está.
El hombre primero abrió los ojos, después sacudió la cabeza como un nadador que sale del agua, se dio vuelta y miró el paquete.
El viejo lo sostenía colgado del moñito, con dos dedos, en un gesto casi gracioso. El hombre vio que tenía forma de prisma, y que estaba eficientemente hecho, con papel madera verde.
"La verdad, que da gusto", pensó. Y sonriendo, lo agarró con las dos manos, como si sacara la sortija.
Lo tuvo un momento contra el pecho. Después, como si recapacitara, lo puso debajo de la axila, y metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, preguntó apurado:
-¿Cuánto es?
- Novecientos noventa y cinco pesos -dijo el viejo-. ¿Necesita factura?
-No, no hace falta -dijo el hombre.
El viejo rebuscaba en el cajón del mostrador. El hombre hizo un gesto con la mano rechazando el vuelto.
- Está bien, señor, déjelo.
- Valiente -dijo el viejo dándole una moneda de cinco pesos-.Que lo pase usted bien. Buenas tardes -Y se agachó para recoger el lápiz que se había caído.
El hombre apretó el paquete y salió. Recién entonces se dio cuenta de que al abrirse la puerta, sonaba como un carillón, o una caja de música.
El paquete era más o menos como un ladrillo, no tan grande, como le había parecido al verlo, ni tampoco tan pesado.
El hombre deshizo el nudo con impaciencia, y consiguió desenvolver la primera vuelta del hilo, porque el viejo le había dado dos. Cuando le estaba sacando los parches de dúrex, y mientras pensaba: "Qué curioso, no me había dado cuenta de que le había puesto dúrex. Prolijo, el viejito", lo atropelló el Mercedes de color verde musgo.
Prácticamente le aplastó la cabeza con la rueda izquierda.
Se juntó un montón de gente.
Lo taparon con una bolsa de cal, que un corredor de seguros mandó traer enseguida de la obra en construcción que estaba al lado.
Cuando llegó la ambulancia, todos se corrieron y le dejaron paso. Deportivamente, bajaron el chofer y el practicante; parecían dos jugadores al entrar a la cancha. Trotaron hasta el hombre, se agacharon, lo destaparon y se miraron entre ellos.
El practicante quiso saber qué había en el paquete. El muerto lo sostenía apretado contra el pecho. Trató de abrirle las manos, pero no pudo. Tampoco pudo separarle los dedos. Entonces lo llevaron al hospital Pirovano. Lo bajaron con camilla y todo, y lo dejaron en la guardia, encima de otra camilla verde, con las patas despintadas.
El enfermero fue a llamar a la doctora.
Vino la doctora. La doctora era joven y gorda. Hablaba como un hombre, y decía malas palabras. Cuando lo destapó, hizo un gesto negativo con la cabeza.
Sintió curiosidad por el paquete. Intentó sacárselo. El practicante le dijo que no era tan fácil, que él ya había probado.
La doctora dijo, poniendo cara de inteligente: "Es que los muertos son muy duros". Y el practicante dijo: "Sí, parecen hijos de vascos".
La doctora tironeó de los restos del dúrex, y los desprendió. Sacó el papel nerviosamente, el doble papel, porque el viejo había sido muy minucioso. Entonces su expresión cambió. Su cara tenía ahora un visaje de asombro y desencanto.
La doctora creyó necesario hacer una frase entre el silencio de todos. La ocasión era propicia y a la doctora le gustaban mucho las frases. Miró alternativamente al enfermero, al chofer y al practicante, y dijo:
- Vean a qué cosas se aferran los seres humanos.


Isidoro Blaisten 
Nació en 1933 en Concordia, Entre Ríos. Fue periodista, fotógrafo y librero. Publicó catorce libros, entre ellos: Cerrado por melancolía (cuentos), Cuando éramos felices (ensayos), Al acecho (cuentos).Murió en 2004, año en que se editó su única novela: Voces en la sombra. "La salvación" pertenece al libro de cuentos del mismo nombre (1971).(c) Herederos de Isidoro Blaisten. 

7 de marzo de 2017

Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten

Poeta Jubilado se ofrece, Isidoro Blaisten

—¿Y vos, Manuel, no pensás estudiar nada, vos?
Tu hermana ya se recibió en Ciencias del Hombre,
tu hermano es comunicador social.
—Yo quiero ser trabajador de la cultura, papá.
“Diálogos de Manuel con su padre”

El paso de los años cambia la manera de decir las cosas. El tema es ahora la temática; los problemas, la problemática; la vecinita que nos gustaba, el objeto del deseo. Aquella muchacha de los tiempos viejos, por quien en el viejo tango se formaba rueda pa’ verla bailar, hoy es sólo un triste objeto sexual, lo que antes tenía relación con algo hoy tiene que ver con la puesta en marcha de; estar triste es melancolizarse. Antes cualquiera podría haber pensado que un comunicador social era un chismoso de barrio (o del centro); podría haber pensado que toda ciencia es del hombre dado que ni las marmotas ni las musarañas ni los marsupiales se dedican a esas cosas. Pero lo más extraño es descubrir que un novelista, un poeta, un dramaturgo o un ensayista es un trabajador de la cultura.
De ahí que, en los famoso diálogos, Manuel, que ha sido siempre para su padre “ese muchacho difícil que hacía versitos y nunca ganaba un peso”, decía ser, como Homero y Dante, Sófocles y Ovidio, Catulo y Petrarca, un trabajador de la cultura.
Es sensato imaginar la zozobra y la perplejidad del padre de Manuel. Pero más sensato aún es imaginar la zozobra y la perplejidad de Antonin Artaud, Paul Verlaine, Jean Genet, Oscar Wilde o Macedonio Fernández si se hubieran enterado de que ellos eran trabajadores de la cultura. Más perplejo aún, Christopher Marlowe habría titubeado al darse cuenta de que había sido un trabajador de la cultura, antes de caer atravesado a puñaladas en una taberna de un suburbio de Londres, cuando trabajaba de espía. Pero sin duda el más perplejo de todos habría sido François Villon, vago y mal entretenido, haragán contumaz, prostibulario y ocioso, asesino y ladrón, dos veces condenado a la horca, y uno de los más grandes poetas de Francia.
  Ahora bien, es sabido que todo trabajador tiene su sindicato, que todo trabajador se jubila y que, llegado el caso, hace uso del derecho de huelga. Entonces, el candidato justo para secretario general del sindicato de los trabajadores de la cultura sería Hesíodo (Los trabajos y los días). Serían inevitables las luchas por el poder, los desentendimientos, las posiciones encontradas, los internismos salvajes. Cervantes (Los trabajos de Persiles y Sigismunda) se creería con méritos suficientes para ocupar el cargo al igual que Ramón Pérez de Ayala (Los trabajos de Urbano y Simona). Shakespeare (Trabajo de amor perdidos) sería tildado de mariscal de la derrota) y Víctor Hugo (los trabajadores del mar) sería un infiltrado de otro sindicato, el marítimo, y Emilio Zola (Trabajo) sería, tal vez, acusado de tibieza.
Después vendría la jubilación. ¿Cómo será la vida de un trabajador de la cultura jubilado? ¿Saldrá a la puerta de su casa con una sillita baja, con pijama azul con alamares, en chancletas? ¿Llevará la pava y el mate y, mientras chupa la bombilla, mirará los invencibles ocasos y recordará sus años mozos, cuando escribía el soneto a Laura o el Ulises? Podemos imaginar la cena de despedida, el pergamino firmado por todos los amigos, la plaqueta recordatoria. Podemos imaginarlo, un mes después y ya con boina, jugando a las bochas una tarde amarilla de tabaco.
Y como siempre habría injusticias sociales, y Goethe, Bernard Shaw, Thomas Carlyle, Borges, que siguieron escribiendo después de los ochenta años, serían jubilados en contravención, y no ha de faltar algún truhán, algún felón, que los explotaría pagándoles en negro la mitad de sus haberes.
¿Cómo lo mirarían los demás trabajadores de la cultura a Rulfo, que escribió nada más que dos libros (bastante cortos) en su vida? Y a Rimbaud, que dejó de escribir a los diecinueve años ¿Sería tan cínico como para pedir el retiro voluntario? Bien mirados, jubilados con el máximo beneficio que otorga la caja de jubilados y pensionados, serían Paul Fort y Michael Drayton. Cuarenta volúmenes de baladas, el primero; quince mil dodecasílabos del Polyolbion, el segundo.
Consideremos las huelgas. Consideremos un “quite de colaboración” de Rubén Darío, o el “cese de actividades” de Bécquer, o el “trabajo a reglamento” de Homero Manzi. Un paro sorpresivo sería terrible, nos sumiría en la total orfandad, en el último desconcierto: “La princesa está. . . “ “Volverán las oscuras...” , “Malena canta el...”
No pocos trabajadores de la cultura serían tildados de reaccionarios, pequeño-burgueses, corruptos, cuando no de incurrir en “profundos bajones ideológicos”: Conrado Nalé Roxlo (“Música porque sí, música vana”); Guy de Maupassant (“Bola de sebo”); Pablo Neruda (“Estatuto del vino”); Raúl González Tuñón (“Toca la gaita, Domingo Ferreiro”); Oscar Wilde (“Todo arte es inútil”); Herbert Read (“Al diablo con la cultura”); Cesare Pavese (“Trabajar cansa”).
Creo que ocasionará un grave problema esta nueva denominación de “trabajadores de la cultura”. Porque, ¿cuándo trabaja un escritor? ¿Cuáles son sus lugares de trabajo, sus horarios, sus formas, sus maneras? Por lo general, escribe en noches interminables, en mañanas luminosas, en pensiones mal olientes, en salones perfumados, en la inconsciencia de la felicidad, en la lucidez de la desdicha, en la gloria de la salud, en los apremios de la agonía. Escribe en campos de concentración entre los renglones de un libro, en formularios de telegramas robados del correo, en servilletas de papel, en papeles de hilo, entre sábanas de hilo de Holanda, entre el barro y la muerte y el aire envenenado de las trincheras, en libros de contabilidad.
Si es cierto lo que aseguró Roberto Arlt que Dios o el diablo estaban junto a él dictándole inefables palabras, ni la proximidad de Dios ni la intromisión del diablo son mensurables en términos de salario ni pueden computarse en registros de asistencia.
Otra cosa a tener en cuenta son las palabras de Picasso: “Nadie le pide al pájaro que explique por qué canta”. Nadie, salvo la muerte, le exige a un poeta que se jubile.


Isidoro Blaisten

6 de marzo de 2017

El sediento, Octavio Paz

EL SEDIENTO

Por buscarme, poesía,
en ti me busqué:
deshecha estrella de agua
se anegó mi ser.
Por buscarte, poesía,
en mí naufragué.

Después sólo te buscaba
por huir de mí:
¡espesura de reflejos
en que me perdí!
Mas luego de tanta vuelta
otra vez me vi:

el mismo rostro anegado
en la misma desnudez;
las mismas aguas de espejo
en las que no he de beber;
y en el borde de esas aguas
el mismo muerto de sed.


Octavio Paz

5 de marzo de 2017

Aquí, Octavio Paz


Aquí 

Mis pasos en esta calle
Resuenan
              En la otra calle
Donde
              Oigo mis pasos
Pasar en esta calle
Donde
Solo es real la niebla.


Octavio Paz

4 de marzo de 2017

Dama Huasteca, Octavio Paz

Dama Huasteca

Ronda por las orillas, desnuda, saludable, recién salida del baño, recién nacida de la noche. En su pecho arden joyas arrancadas al verano. Cubre su sexo la yerba lacia, la yerba azul, casi negra, que crece en los bordes del volcán. En su vientre un águila despliega sus alas, dos banderas enemigas se enlazan, reposa el agua. Viene de lejos, del país húmedo. Pocos la han visto. Diré su secreto: de día, es una piedra al lado del camino; de noche, un río que fluye al costado del hombre.


Octavio Paz

3 de marzo de 2017

A través, Octavio Paz

A TRAVÉS

Doblo la página del día,
escribo lo que me dicta
el movimiento de tus pestañas.

Mis manos
abren las cortinas de tu ser
te visten con otra desnudez
descubren los cuerpos de tu cuerpo

Mis manos
inventan otro cuerpo a tu cuerpo.
Entro en ti,
veracidad de la tiniebla.
Quiero las evidencias de lo oscuro,
beber el vino negro:
toma mis ojos y reviéntalos.

Una gota de noche
sobre la punta de tus senos:
enigmas del clavel.

Al cerrar los ojos
los abro dentro de tus ojos.
En su lecho granate
siempre está despierta
y húmeda tu lengua.

Hay fuentes
en el jardín de tus arterias.

Con una máscara de sangre
atravieso tu pensamiento en blanco:
desmemoria me guía
hacia el reverso de la vida.


Octavio Paz

2 de marzo de 2017

La tradición del haikú, Octavio Paz

 La Tradición de Haikú, conferencia de Octavio Paz dictada el 22 de marzo de 1970 en Cambridge
 EN 1955 un amigo japonés, Eikichi Hayashiya, ante mi admiración por algunos de los poetas de su lengua, me propuso que, a pesar de mi ignorancia del idioma, emprendiésemos juntos la traducción de Oku no Hosomichi.
A principios de 1956 entregamos nuestra versión a la sección editorial de la Universidad Nacional de México y en abril del año siguiente apareció nuestro pequeño libro. Fue recibido con la acostumbrada indiferencia, a despecho de que, para avivar un poco la curiosidad de los críticos, habíamos subrayado en la Advertencia que nuestra traducción del famoso diario era la primera que se hacía a una lengua de Occidente. Ahora, trece años después, repetimos el gesto: la apuesta; no para ganar comentarios, Basho no los necesita, sino lectores. Aclaro: son los lectores, somos nosotros —atareados, excitados,
descoyuntados— los que ganamos con su lectura; su poesía es un verdadero calmante, aunque la suya sea una calma que no se parece ni al letargo de la droga ni a la modorra de la digestión. Calma alerta y que nos aligera: Oku no Hosomichi es un diario de viaje que es asi mismo una lección de desprendimiento. El proverbio europeo es falso; viajar no es “morir un poco” sino ejercitarse en el arte de despedirse para así, ya ligeros, aprender a recibir. Desprendimientos: aprendizajes.
Entre 1957 y 1970 han aparecido muchas traducciones de la obrita de Basho. Cuatro han llegado a mis ojos, tres en inglés y una en francés. Por cierto, cada una de ellas ofrece una versión diferente del título: The narrow road to the deep North;1 Back roads to far towns;2 La sente étroite du bout-du-monde;3 y The narrow road through the provinces.4 Tal diversidad de versiones me pone en la obligación de justificar la nuestra: Sendas de Oku. En tres de las traducciones que he citado aparece el adjetivo: estrecho; nosotros lo suprimimos por antipatía a la redundancia: todos los senderos son estrechos. Las versiones al inglés dan una idea más bien realista del viaje de Basho y de su punto de destino: norte remoto, pueblos lejanos, provincias; la traducción francesa, aunque más literal, se inclina hacia lo simbólico: fin de mundo. Nosotros preferimos la vía intermedia y pensamos que la palabra Oku, por ser extraña para el lector de nuestra lengua, podría quizá reflejar un poco la indeterminación del original. Oku quiere decir fondo o interior; en este caso designa a la distante región del norte, en el fondo del Japón, llamada Oou y escrita con dos caracteres, el primero de los cuales se lee Oku. El título evoca no sólo excursión a los confines del país, por caminos difíciles y poco frecuentados, sino también una peregrinación espiritual. Desde las primeras líneas Basho se presenta como un poeta anacoreta y medio monje; tanto él como su compañero de viaje, Sora, recorren los caminos vestidos con los hábitos de los peregrinos budistas;
su viaje es casi una iniciación y Sora, antes de ponerse en marcha, se afeita el cráneo como los bonzos. Peregrinación religiosa y viaje a los lugares célebres —paisajes,
templos, castillos, ruinas, curiosidades históricas y naturales— la expedición de Basho y de Sora es asimismo un ejercicio poético: cada uno de ellos escribe un diario sembrado de poemas y, en muchos de los lugares que visitan, los poetas locales los reciben y componen con ellos esos poemas colectivos llamados haikai no renga.
El número de traducciones de Oku no Hosomichi es un ejemplo más de la afición de los occidentales por el Oriente. En la historia de las pasiones de Occidente por las otras civilizaciones, hay dos momentos de fascinación ante el Japón, si olvidamos el “engouement” de los jesuitas en el siglo XVII y el de los filósofos en el XVIII: uno se inicia en Francia hacia fines del siglo pasado y, después de fecundar a varios pintores extraordinarios, culmina con el “imagism” de los poetas angloamericanos; otro comienza en los Estados Unidos unos años después de la segunda guerra mundial y aún no termina.
 El primer periodo fue ante todo estético; el encuentro entre la sensibilidad occidental y el arte japonés produjo varios obras notables, lo mismo en la esfera de la pintura —el ejemplo mayor es el impresionismo— que en la del lenguaje: Yeats, Pound, Claudel, Eluard. En el segundo periodo la tonalidad ha sido menos estética y más espiritual o moral; quiero decir: no sólo nos apasionan las formas artísticas japonesas sino las corrientes religiosas, filosóficas o intelectuales de que son expresión, en especial el budismo. La estética japonesa —mejor dicho: el abanico de visiones y estilos que nos ofrece esa tradición artística y poética— no ha cesado de intrigarnos y seducirnos pero nuestra perspectiva es distinta a la de las generaciones anteriores. Aunque todas las artes, de la poesía a la música y de la pintura a la arquitectura, se han beneficiado con esta nueva manera de acercarse a la cultura japonesa, creo que lo que todos buscamos en ellas es otro estilo de vida, otra visión del mundo y, también, del trasmundo.
La diversidad y aun oposición entre el punto de vista contemporáneo y el del primer cuarto de siglo no impide que un puente una a estos dos momentos: ni antes ni ahora el Japón ha sido para nosotros una escuela de doctrinas, sistemas o filosofías sino una sensibilidad. Lo contrario de la India: no nos ha enseñado a pensar sino a sentir. Cierto, en este caso no debemos reducir la palabra sentir al sentimiento o a la sensación; tampoco la segunda acepción del vocablo (dictamen, parecer) conviene enteramente a lo que quiero expresar. Es algo que está entre el pensamiento y la sensación, el sentimiento y la idea. Los japoneses usan la palabra kokoro: corazón. Pero ya en su tiempo José Juan Tablada5 advertía que era una traducción engañosa: “kokoro es más, es el corazón y la mente, la sensación y el pensamiento y las mismas entrañas, como si a los Japoneses no les bastase sentir con solo el corazón”. Las vacilaciones que experimentamos al intentar traducir ese término, la forma en que los dos sentidos, el afectivo y el intelectual, se funden en él sin fundirse completamente, como si estuviese en perpetuo vaivén entre uno y otro, constituye precisamente el sentido (los sentidos) de sentir.
 En un ensayo reciente Donald Keene señala que esta indeterminación es un rasgo constante del arte japonés e ilustra su afirmación con el conocido haikú de Basho:

La rama seca
Un cuervo
Otoño-anochecer.

El original no dice si sobre la rama se ha posado un cuervo o varios; por otra parte, la palabra anochecer puede referirse al fin de un día de otoño o a un anochecer a fines del otoño. Al lector le toca escoger entre las diversas posibilidades que le ofrece el texto pero, y esto es esencial, su decisión no puede ser arbitraria. La Capilla Sixtina, dice Keene, se presenta como algo acabado y perfecto: al reclamar nuestra admiración, nos mantiene a distancia; el jardín de Ryoanji, hecho a piedras irregulares sobre un espacio monocromo, nos invita a rehacerlo y nos abre las puertas de la participación. Poemas, cuadros: objetos verbales o visuales que simultáneamente se ofrecen a la contemplación y a la acción imaginativa del lector o del espectador. Se ha dicho que en el arte japonés hay una suerte de exageración de los valores estéticos que, con frecuencia, degenera en esa enfermedad de la imaginación y de los sentidos llamada “buen gusto”, un implacable gusto que colinda en un extremo con un rigor monótono y en el otro con un alambicamiento no menos aburrido. Lo contrario también es cierto y los poetas y pintores japoneses podrían decir con Yves Bonnefoy: la imperfección es la cima. Esa imperfección, como se ha visto, no es realmente imperfecta: es voluntario
inacabamiento. Su verdadero nombre es conciencia de la fragilidad y precariedad de la existencia, conciencia de aquel que se sabe suspendido entre un abismo y otro. El arte japonés, en sus momentos más tensos y transparentes, nos revela esos instantes —porque son sólo un instante— de equilibrio entre la vida y la muerte. Vivacidad: mortalidad.
El poema clásico japonés (tanka o waka) está compuesto de cinco versos divididos en dos estrofas, una de tres líneas y otra de dos: 3/2. La estructura dual del tanka dio origen al renga, sucesión de tankas escrita generalmente no por un poeta sino por varios: 3/2/3/2/3/2/3/2... A su vez el renga adoptó, a partir del siglo XVI, una modalidad ingeniosa, satírica y coloquial. Este género se llamó haikai no renga. El primer poema de la secuencia se llamaba hokku y cuando el renga haikai se dividió en unidades sueltas —siguiendo así la ley de separación, reunión y separación que parece regir a la poesía japonesa— la nueva unidad poética se llamó haikú, compuesto de haikai y de hoku. El cambio del renga tradicional, regido por una estética severa y aristocrática, al renga haikai, popular y humorístico, se debe ante todo a los poetas Arakida Moritake (1473-1549) y Yamazaki Sokán (1465-1553). 
 Un ejemplo del estilo rápido y hecho de contrastes de Moritake:
                                                                                                     
Noche de estío:
el sol alto despierto,
cierro los párpados.

Otro ejemplo de la vivacidad ingeniosa pero no exenta de afectación del nuevo estilo es este poemita de Sokán: Luna de estío: si le pones un mango,¡un abanico! A una japonesa le dijo Sokán:
El haikai de Sokán y Moritake opuso a la tradición cortesana y exquisita del renga un saludable horror a lo sublime y una peligrosa inclinación por la imagen ingeniosa y el retruécano. Además y sobre todo significó la aparición en la poesía japonesa de un elemento nuevo: el lenguaje de la ciudad. No el llamado “lenguaje popular” —vaga expresión con la que se pretende designar al lenguaje del campo, arcaico y tradicional— sino sencillamente el habla de la calle: el lenguaje de la burguesía urbana. Una revolución poética semejante, en este sentido, a las ocurridas en Occidente, primero en el periodo romántico y después en nuestros días. El habla del siglo, diría yo, para distinguirla de las hablas sin tiempo del campesino, el clérigo y el aristócrata. Irrupción del elemento histórico y, por tanto: crítico, en el lenguaje poético.
Matsunaga Teitoku (1571-1653) es otro eslabón de la cadena que lleva a Basho. Teitoku intentó regresar al lenguaje más convencionalmente poético y atemporal del antiguo renga pero sin abandonar la inclinación de sus antecesores por lo brillante. Más bien la exageró hasta una insolencia briosa:

Año del tigre:
niebla de primavera
¡también rayada!
con la luna blanca
te abanicarás,
con la luna blanca
a orillas del mar.

A pesar de que una de sus virtudes era la reticencia, en este caso Machado no resistió a la muy hispánica e hispanoamericana tendencia a la explicación y la reiteración. En su paráfrasis hades aparecido la sugestión, esa parte no dicha del poema y en la que está realmente la poesía.
Esta manera crispada puede producir poemas menos ingeniosos y más verdaderos, como éste de Nishiyama Soin (1605-1682), fundador de la escuela Danrin:

Lluvia de mayo:
es hoja de papel
el mundo entero.

Sin duda Basho tenía en la mente este poema cuando dijo: ”si no hubiese sido por Soin todavía estaríamos lamiéndole los pies al viejo Teitoku”. A Baslio le tocó convertir estos ejercicios de estética ingeniosa en experiencias espirituales. Al leer a Teitoku, sonreímos ante la sorprendente invención verbal; al leer a Basho, nuestra sonrisa es de comprensión y, no hay que tenerle miedo a la palabra, piedad. No la piedad cristiana sino ese sentimiento de universal simpatía con todo lo que existe, esa fraternidad en la impermanencia con hombres, animales y plantas, que es lo mejor que nos ha dado el budismo.
 Para Basho la poesía es un camino hacia una suerte de beatitud instantánea y que no excluye la ironía ni significa cerrar los ojos ante el mundo y sus horrores. En su manera indirecta y casi oblicua, Basho nos enfrenta a visiones terribles; muchas veces la existencia, la humana y la animal, se revela simultáneamente como una pena y una terca voluntad de perseverar en esa pena:

Carranca acerba:
su gaznate hidrópico
la rata engaña.

Al expresionismo de este cuadro de la rata con la garganta reseca bebiendo el agua helada del albañal, suceden otras visiones —no contradictorias sino en oposición complementaria— en las que la contemplación estética se resuelve en visión de la unidad de los contrarios.
Una experiencia que es percepción simultánea de la identidad de la pluralidad y de su final vacuidad:

Narciso y biombo:
uno al otro ilumina,
blanco en lo blanco.

El poeta traza en tres líneas la figura de la iluminación y, como si fuese un copo de algodón, sopla sobre ella y la disipa. La verdadera iluminación, parece decirnos, es la no-iluminación.
Una réplica en negro, tanto en el sentido físico de la palabra como en el moral, del poema de Basho es éste de Oshima Ryata (1718-1787):

Noche anochecida,
oigo al carbón cayendo,
polvo, en el carbón.

Recursos de Ryata: contra lo negro, lo verde; contra la cólera, el árbol: Vuelvo irritado
—mas luego, en el jardín: el joven sauce. Rivaliza con el poema que acabo de citar un haikú de Enamoto Kikaku (1661-1707), uno de los mejores y más personales discípulos de Basho. En el poema de Kikaku hay una valiente y casi gozosa afirmación de la pobreza como una forma de comunión con el mundo natural:

¡Ah, el mendigo!
El verano lo viste
de tierra y cielo.

En un haikú de otro discípulo de Basho, también excelente poeta: Hattori Ransetsu (1654-1707), hasta la sombra adquiere una diafanidad cristalina:

Contra la noche
la luna azules pinos
pinta de luna.        

La noche y la luna, luz y sombra que se interpenetran, victoria cíclica de lo oscuro seguida por el triunfo del día:

El Año Nuevo:
clarea y los gorriones
cuentan sus cuentos.

(La otra madrugada me despertaron, más temprano que de costumbre, el alba y los pájaros. Cogí un lápiz y sobre un pedazo de papel escribí lo siguiente:


Clarea: cuentan
sus cuentos los gorriones
¿es Año Nuevo?)

Entre los sucesores de Basho hay uno, Kobayashi Issa (1763-1827), que rompe la reticencia japonesa pero no para caer en la confesión a la occidental sino para descubrir y subrayar una relación punzante, dolorosa, entre la existencia humana y la suerte de animales y plantas.
Hermandad cósmica en la pena, comunidad en la condena universal, seamos hombres o insectos:

Para el mosquito
también la noche es larga,
larga y sola.

El regreso al pueblo natal, como siempre, es una nueva herida:

Mi pueblo: todo
lo que me sale al paso
se vuelve zarza.
 ¿Quién no ha recordado, ante ciertas caras, al animal inmundo? Pero pocos con la intensidad y naturalidad de Issa:

En esa cara
hay algo, hay algo... ¿qué?
Ah, sí, la víbora.

Si el horror forma parte del sentimiento del mundo de Issa, en su visión hay también humor, simpatía y una suerte de resignación jubilosa:

Al Fuji subes
despacio —pero subes,
caracolito.
Miro en tus ojos,
caballito del diablo,
montes lejanos.
Maravilloso:
ver entre las rendijas
la Vía Láctea.

No me referiré a la influencia de la poesía japonesa en las de lengua inglesa y francesa: es una historia muy sabida y ha sido contada varias veces. La historia de esa influencia en la poesía de nuestro idioma, lo mismo en América que en España, es muchísimo menos conocida y todavía no existe un buen estudio sobre el tema. Una deficiencia, otra más, de nuestra crítica. Aquí me limitaré a recordar que entre los primeros en ocuparse de arte y literatura japoneses se encuentran, a principios de siglo, dos poetas mexicanos: Efrén Rebolledo y José Juan Tablada. Ambos vivieron en el Japón, el primero varios años y el segundo, en 1910, unos cuantos meses. Su afición nació sin duda por contagio francés: el libro que Tablada consagró a Hiroshigué —quizá el primer estudio en nuestra lengua sobre ese pintor— está dedicado a la “venerada memoria de Edmundo de Goncourt”. A pesar de que Rebolledo conoció más íntimamente el Japón que Tablada, su poesía nunca fue más allá de la retórica “modernista”; entre la cultura japonesa y su mirada se interpuso siempre la imagen estereotipada de los poetas franceses de fin de siglo y su Japón fue un exotismo parisino más que un descubrimiento hispanoamericano. Tablada empezó como Rebolledo pero pronto descubrió en la poesía japonesa ciertos elementos —economía verbal, humor, lenguaje coloquial, amor por la imagen exacta e insólita— que lo impulsaron a abandonar el modernismo y a buscar una nueva manera.
 En 1918 Tablada publicó Al sol y bajo la luna, un libro de poemas con un prólogo en verso por Leopoldo Lugones. En aquellos años el escritor argentino era considerado, con razón, como el único poeta de la lengua comparable a Darío; su poesía (ahora lo sabemos) anunciaba y preparaba a la vanguardia. El libro del mexicano era todavía modernista y su relativa novedad residía en la aparición de esos elementos irónicos y coloquiales que los historiadores de nuestra literatura han visto como constitutivos de esa tendencia que llaman, con notoria inexactitud, postmodernismo. Esa tendencia es una invención de los manuales: el postmodernismo no es sino la crítica que, dentro del modernismo y sin rebasar su horizonte estético, hacen al modernismo algunos poetas modernistas. Es la descendencia, vía Lugones, del simbolista antisimbolista Laforgue. Además de esta nota crítica, había otro elemento en el libro de Tablada que anunciaba su futuro, inminente cambio: el crecido número de poemas con asunto japonés, entre ellos uno, muy celebrado en su tiempo, dedicado a Hokusai. Al año siguiente, en 1919, Tablada publicó en Caracas un delgado libro: Un día... Era casi un cuaderno y estaba compuesto exclusivamente por haikú, los primeros que se hayan escrito en nuestra lengua. Un año después aparece Li-po, un volumen de poemas ideográficos en los que Tablada sigue de cerca al Apollinaire de Calligrammes (aunque también figuran en esa colección poemas más personales, entre ellos el inolvidable y perfecto Nocturno alterno). En 1922, en Nueva York: El jarro de flores, otro volumen de haikú. En esos años Vicente Huidobro publica Ecuatorial, Poemas Árticos y otros muchos textos poéticos, en español y en francés, que inician el gran cambio que experimentaría unos pocos años después la poesía de lengua castellana. En la misma dirección de exploración y descubrimiento se sitúa la poesía de Tablada. El mexicano fue lo que se llama un “poeta menor”, sobre todo si se le compara con Huidobro, pero su obra, en su estricta y querida limitación, fue una de las que extendieron las fronteras de nuestra poesía. Y la extendieron en dos sentidos: en el espacio, hacia otros mundos y civilizaciones; en el tiempo, hacia el futuro: la vanguardia. Doble injusticia: el nombre de Tablada no figura en casi ninguno de los estudios sobre la vanguardia hispanoamericana ni su obra aparece en las antologías hispanoamericanas. Es lamentable. Sus pequeñas y concentradas composiciones poéticas, además de ser el primer trasplante al español del haikú, fueron realmente algo nuevo en su tiempo. Lo fueron a tal punto y con tal intensidad que, todavía hoy, muchas entre ellas conservan intactos sus poderes de sorpresa y su frescura.
¿De cuántas obras más presuntuosas puede decirse lo mismo?
Tablada llamó siempre a sus poemas haikai y no, como es ahora costumbre, haikú. En el fondo, según se verá, no le faltaba razón. Sus breves composiciones, aunque dispuestas generalmente en secuencias temáticas, pueden considerarse como poemas sueltos y en este sentido son haikú; al mismo tiempo, por su construcción ingeniosa, su ironía y su amor por la imagen brillante, son haikai:

Pavo real, largo fulgor:
por el gallinero demócrata
pasas como una procesión.

Tablada casi siempre está más cerca de Teitoku que de Basho:

Insomnio:
en su pizarra negra
suma cifras de fósforo.
Por nada los gansos
tocan alarma
en sus trompetas de barro.

El poeta mexicano conserva la estructura tripartita del haikú aunque poquísimas veces se ajusta a su esquema métrico (17 sílabas: 5/7/5.) Pero hay un ejemplo de perfecta adaptación métrica y de real poesía:

Trozos de barro:
por la senda en penumbra
saltan los sapos.

Una objetividad casi fotográfica que, por su precisión misma, libera ese sentimiento indefinible que nos produce el recordar una caminata al atardecer por un sendero mojado. En sus momentos más afortunados la objetividad de Tablada confiere a todo lo que sus ojos descubren un carácter religioso de aparición:

Tierno saúz:
casi oro, casi ámbar,
casi luz.

A la imagen visual yuxtapone con exquisita maestría la fricción de las sílabas y los fonemas:

Peces voladores:
al golpe del oro solar
estalla en astillas el vidrio del mar.

Tablada concibe al hiaikú como la unión de dos realidades en unas cuantas palabras, poética tan cerca de Reverdy como de sus maestros japoneses. Citaré ahora dos poemas que son dos visiones absolutamente modernas, el primero por la alianza de lo cotidiano y lo insólito, el segundo por el humor y las asociaciones verbales y visuales entre la luna y los gatos:

Juntos en la tarde tranquila
vuelan notas de Angelus,
murciélagos y golondrinas.
Bajo mi ventana la luna en los tejados
y las sombras chinescas
y la música china de los gatos.

Casi nunca sentimental ni decorativo, el poeta mexicano alcanza en unos cuantos de sus haikú una difícil simplicidad que tal vez habría merecido la aprobación de Basho. En ellos el humor se vuelve complicidad, comunidad de destino con el mundo animal, es decir, con el mundo:

Hormigas sobre un
grillo inerte. Recuerdo
de Gulliver en Liliput.
Mientras lo cargan
sueña el burrito amosquilado
en paraísos de esmeralda.
El pequeño mono me mira
¡quisiera decirme
algo que se le olvida!

La obra de Tablada es breve y desigual. Vivió del periodismo y el periodismo acabó por devorarlo. Murió en 1945 y todavía no ha sido posible que en México se publique un volumen con sus poemas y aquellos pocos textos en prosa (crónicas y crítica de arte) que valga la pena rescatar.7 Su último libro de poemas, La Feria, apareció en 1928. Debe haber poemas no recogidos en el volumen.
 A mí me tocó descubrir uno, en francés: La croix de Sud: es la segunda parte de Offrandes, una cantata que compuso Edgard Varésse en 1922; para la primera parte Varésse se sirvió de un poema de Huidobro, también en francés. Hasta hace poco, a más de juzgar su poesía insignificante, se tenía a Tablada por un semiletrado ingenuo y víctima de un orientalismo descabellado. La acostumbrada, inapelable condenación en nombre de la cultura clásica y del humanismo greco-romano y cristiano. Una cultura en descomposición y un humanismo que ignora que el hombre es los hombres y la cultura las culturas. Cierto, las ideas filosóficas y religiosas de Tablada eran una curiosa mixtura de budismo real y de ocultismo irreal pero ¿qué decir entonces de Yeats y de Pessoa? No es posible dudar de su familiaridad con la cultura japonesa aunque, claro, la suya no haya sido la familiaridad del erudito o del scholar. Su conocimiento de la escritura japonesa debe haber sido rudimentario pero sus libros y artículos revelan un trato directo con la gente, el arte, las costumbres, las ideas y las tradiciones de ese país. Si es excepcional haber escrito, en 1914 y en México, un libro sobre Hiroshigué, más lo es que en ese libro Tablada hablase también, con discreción y gusto, del teatro Nô y de Basho, de Chicamatsu y de Takizawa Bakin. Otro dato de interés: gran aficionado a las artes plásticas, logró reunir en su casa de Coyoacán más de mil estampas de artistas japoneses, una colección que dispersó al abandonar el país, hacia 1915. Dicho todo esto, repito: Tablada no es memorable por su erudición sino por su poesía.
¿Cuáles fueron los modelos que inspiraron su adaptación del haikú al español? Si hemos de creerle, su tentativa fue independiente de las que por esos años se hacían en Francia y en lengua inglesa. Como su testimonio puede ser tachado de parcial, vale más atenerse a los datos de la cronología: los experimentos franceses fueron anteriores a los de los “imaginistas” angloamericanos y a los de Tablada; así pues es posible que Tablada haya seguido el ejemplo de Francia aunque, hay que decirlo, los haikú del mexicano me parecen más frescos y originales que los de los poetas franceses. O sea: hubo estímulo, no influencia ni imitación. Por lo que toca al “imagism” de Pound, Hulme y sus amigos ingleses y norteamericanos: Tablada conocía bien el inglés pero no creo que en esos años le interesase mucho la poesía inglesa. En cambio, por su correspondencia con López Velarde sabemos que seguía muy de cerca lo que ocurría en París. Fue uno de los primeros hispanoamericanos que habló de Apollinaire y sus caligramas lo entusiasmaron; nada más natural: veía en ellos lo que él mismo se proponía hacer, la unión de la vanguardia con la poesía y la caligrafía del Oriente. En suma, Tablada recoge y expresa las tendencias de la época pero sería falso hablar de imitación y aun de influencia. Las fuentes de su haikú no fueron los escritos, por poetas franceses y angloamericanos sino los mismos textos japoneses. En primer término, las traducciones al inglés y al francés; en seguida, la lectura más o menos directa de los originales con la ayuda de amigos y consejeros japoneses. La influencia de Tablada fue instantánea y se extendió a toda la lengua. Se le imitó muchísimo y, como siempre ocurre, la mayoría de esas imitaciones han ido a parar a los inmensos basureros de la literatura no leída. Pero hubo algo más y mejor que las imitaciones descoloridas y las exageraciones caricaturescas: los poetas jóvenes descubrieron en el haikú de Tablada el humor y la imagen, dos elementos centrales de la poesía moderna. Descubrieron asimismo algo que habían olvidado los poetas de nuestro idioma: la economía verbal y la objetividad, la correspondencia entre lo que dicen las palabras y lo que miran los ojos. La práctica del haikú fue (es) una escuela de concentración. En la obra juvenil de muchos poetas hispanoamericanos de esa época, entre 1920 y 1925, es visible el ejemplo de Tablada. En México la lección fue recogida por los mejores: Pellicer, Villaurrutia, Gorostiza. Años después el poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade redescubrió por su cuenta el haikú y publicó un precioso librito: Microgramas (Tokio, 1940). En España el fenómeno es un poco más tardío que en América: hay, un momento japonés en Juan Ramón Jiménez y otro en Antonio Machado; ambos han sido poco estudiados. Lo mismo sucede con la poesía juvenil de García Lorca. En los tres poetas hay una curiosa alianza de dos elementos dispares: el haikú y la copla popular.
 Dispares por el espíritu, no por la métrica: tanto la seguidilla como el tanka y el haikú están compuestos por versos de cinco y siete sílabas. La diferencia es que el tanka es un poema de cinco líneas, el haikú de tres y la seguidilla de cuatro (7/5/7/5). No obstante, en la segunda estrofa de una combinación menos frecuente, la seguidilla compuesta, aparece una duplicación del haikú: 7/5/7/5: :5/7/5. La analogía métrica no hace, por lo demás, sino subrayar las diferencias profundas entre estas dos formas: en la seguidilla la poesía se alía a la danza, es anto y baile, en tanto que en el haikú la palabra se resuelve en silenciosa contemplación, sea pictórica como en Buson o espiritual como en Basho. Ninguno de los tres poetas españoles —Jiménez, Machado y García Lorca— se inspiraron en el haikú por su parecido métrico con la seguidilla, aunque esta semejanza sin duda debe haberles impresionado, sino porque vieron en esa forma japonesa un modelo de concentración verbal, una construcción de extraordinaria simplicidad hecha de unas cuantas líneas y una pluralidad de reflejos y alusiones.
¿Habían leído los poemas de Tablada? Parece imposible que los ignorasen. Un indicio: Enrique Díez- Canedo, el primero en señalar la influencia del haikú en las Nuevas Canciones de Antonio Machado, conocía y admiraba a la poesía de Tablada. Es revelador, por otra parte, que el haikú haya sido para Tablada, a la inversa de los poetas españoles, una ruptura de la tradición y no una ocasión para regresar a ella. Actitudes contradictorias (complementarias) de la poesía española y de la hispanoamericana.
Después de la segunda guerra mundial los hispanoamericanos vuelven a interesarse en la literatura japonesa. Citaré, entre otros muchos ejemplos, nuestra traducción de Oku no Hosomichi, el número consagrado por la revista Sur a las letras modernas del Japón y, sobre todo, las traducciones de un traductor solitario pero que vale por cien: Kazuya Sakai. Ya señalé que la actitud contemporánea difiere de la de hace cincuenta años: no sólo es menos estética sino que también es menos etnocéntrica.
El Japón ha dejado de ser una curiosidad artística y cultural: es (¿fue?) otra visión del mundo, distinta a la nuestra pero no mejor ni peor; no un espejo sino una ventana que nos muestra otra imagen del hombre, otra posibilidad de ser. Dentro de esta perspectiva lo realmente significativo no es quizá la traducción de textos clásicos y modernos sino la reunión, en abril de 1969, en París, de cuatro poetas con el objeto de componer un renga, el primero en Occidente. Los cuatro poetas fueron el italiano Edoardo Sanguineti, el francés Jacques Roubaud, el inglés Charles Tomlinson y el mexicano Octavio Paz. Un poema colectivo escrito en cuatro lenguas pero fundado en una tradición poética común. Nuestra tentativa fue, a su manera, una verdadera traducción: no de un texto sino de un método para componer textos. No son difíciles de adivinar las razones que nos movieron a emprender esa experiencia: la práctica del renga coincide con las preocupaciones mayores de muchos poetas contemporáneos, tales como la aspiración hacia una poesía colectiva, la decadencia de la noción de autor y la correlativa preeminencia del lenguaje frente al escritor (las lenguas son más inteligentes que los hombres que las hablan), la introducción deliberada del azar concebido como un homólogo de la antigua inspiración, la indistinción entre traducción y obra original...
El haikú fue una crítica de la explicación y la reiteración, esas enfermedades de la poesía; el renga es una crítica del autor y la propiedad privada intelectual, esas enfermedades de la sociedad.
Sendas de Oku aparece ahora en una versión revisada. Comparamos nuestra traducción con las otras al inglés y al francés pero además Eikichi Hayashiya tuvo oportunidad de consultar las nuevas ediciones críticas de Oku no Hosomichi publicadas en Japón durante los últimos años. Al corregir las versiones de los poemas he procurado ajustarme a la métrica de los originales. En todos los casos prescindo de la rima: la poesía japonesa no la usa, a pesar de que abunda en paranomasias, aliteraciones y otros juegos verbales. También son nuevas las versiones de los poemas que cito en La poesia de Basho. Por último: hemos añadido muchas notas a las 70 de Eikichi Hayashiya que contenía la primera edición.
En verdad, esta edición es otro libro... Después de estas aclaraciones debería cortar este prólogo sinuoso y prolijo, pero me parecería traicionar a Basho si no añado algo más: su sencillez es engañosa, leerlo es una operación que consiste en ver al través de sus palabras. El poeta Mukai Kyorai (¿1651?-1704), uno de sus discípulos, explica mejor que yo el significado de la transparencia verbal de Basho. Un día Kyorai le mostró este haikú a su maestro:

Cima de la peña:
allí también hay otro
huésped de la luna.

¿En qué pensaba cuando lo escribió?, le preguntó Basho. Contestó Kyorai: Una noche, mientras caminaba en la colina bajo la luna de verano, tratando de componer un poema, descubrí en lo alto de una roca a otro poeta, probablemente también pensando en un poema. Basho movió la cabeza: Hubiera sido mucho más interesante si las líneas: “allí también hay otro/huésped de la luna” se refiriesen no a otro sino a usted mismo. El tema de ese poema debería ser usted, lector.
 
 Cambridge, 22 de marzo de 1970
Octavio Paz de Los signos en rotación y otros ensayos, Alianza, Madrid 1971.
 1 Introducción, traducción y notas de Nobuyuki Yuasa. Contiene
traducciones de otros cuatro relatos cle viaje de Basho. Londres, 1966.
2 Traducción y notas de Cid Corman y Kamaike Susum, Nueva
York, 1968.
3 Traducción y notas de René Sieffert, número 6 de L’Emphémére,
París, 1968.
4 Introducción, traducción y notas de Earl Miner. Es parte del libro
Japanese Poetic Diaries, California University Press, 1966.
5 José Juan Tablada: Hiroshigué, México, 1914.
6 Antonio Machado glosó este poema en Nuevas Canciones (1925):
7 Véase, en este mismo libro: Alcance: Poesías Completas de José Juan Tablada, págs. 186-189.

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