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19 de mayo de 2016

Primera Parte, Un testigo de actos de poder, Cita con el conocimiento, Carlos Castaneda



Las condiciones del pájaro solitario son cinco. La primera, que se va a lo más alto; la segunda, que no sufre compañía aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente.
SAN JUAN DE LA CRUZ, Dichos de luz y amor


PRIMERA PARTE
UN TESTIGO DE ACTOS DE PODER
CITA CON EL CONOCIMIENTO

Llevaba yo varios meses sin ver a don Juan. Era el otoño de 1971. Tuve la certeza de que se encontraba en casa de don Genaro, en el México central, y realicé los preparativos necesarios para un viaje de seis o siete días. Al segundo día, obedeciendo a un impulso, me detuve al mediar la tarde en la casa de don Juan en Sonora. Estacioné el coche y caminé una corta distancia hasta la casa misma. Para mi sorpresa, lo encontré allí.
-¡Don Juan! No esperaba hallarlo aquí -dije.
Echó a reír, deleitado por mi asombro. Estaba sentado en un cajón de leche vacío, junto a la puerta delantera.
Al parecer me aguardaba. Había un aire de hazaña cumplida en la desenvoltura con que me saludó.
Quitándose el sombrero, lo agitó cómicamente en florido gesto. Se lo puso de nuevo y me hizo un saludo militar. Se hallaba reclinado en la pared, a horcajadas en el cajón como sobre una silla de montar.
-Siéntate, siéntate -dijo en tono jovial-. Qué gusto me da que estés otra vez por aquí.
-Ya me estaba yendo hasta Oaxaca a buscarlo, don Juan -dije-. Y luego habría tenido que regresar a Los ángeles. El hallarlo aquí me ahorra días y días de manejar.
-De todos modos me habrías encontrado -dijo él en tono misterioso-, pero digamos que me debes los seis días que hubieras tardado en llegar allá, días que deberías emplear en algo más interesante que andar correteando en tu carro.
Había algo cautivante en la sonrisa de don Juan. Su calidez era contagiosa.
-¿Y dónde están los instrumentos? -preguntó, haciendo un gesto de escribir a mano.
Le dije que los había dejado en el coche; él respondió que sin ellos me veía extraño y me hizo ir a traerlos.
-Acabo de escribir un libro -dije.
Fijó en mí una mirada larga y peculiar que me dio comezón en la boca del estómago. Era como si empujase mi parte media con un objeta suave. Sentí que me iba a poner mal, pero entonces don Juan miró para otro lado
y recobré mi primera sensación de bienestar.
Quise hablar de mi libro, pero él indicó con un gesto que no quería oír nada sobre el tema. Sonrió.
Desbordaba ligereza y encanto, e inmediatamente me envolvió en una larga conversación acerca de personas y de sucesos actuales. Al cabo de un buen rato logré por fin desviar la conversación hacia el tópico de mi interés. Empecé mencionando que, al revisar mis antiguas notas, me di cuenta de que él me había estado dando, desde el principio de nuestra asociación, una descripción detallada del mundo de los brujos. A la luz de lo que me dijo en aquellas etapas, comencé a poner en tela de juicio el papel de las plantas alucinógenas.
-¿Por qué me hizo usted tomar tantas veces esas plantas de poder? -pregunté.
Rió y musitó, en voz muy suave:
-Porque eres un idiota.
Lo oí perfectamente, pero quise cerciorarme y fingí no haber entendido.
-¿Cómo dijo? -inquirí.
-Tú sabes lo que dije -replicó, y se puso en pie.
Al pasar junto a mí me golpeó la cabeza con un dedo.
-Eres un poco lento -dijo-. Y no había otra forma de sacudirte.
-¿De modo que nada de eso era absolutamente necesario? -pregunté.
-Lo era, en tu caso. Pero hay otros tipos de gente que no parecen necesitarlas.
Se quedó parado junto a mí, la vista fija en la copa de los matorrales al lado izquierdo de su casa; luego volvió a sentarse y habló de Eligio, su otro aprendiz. Dijo que Eligio había tomado plantas psicotrópicas una sola vez desde el inicio del aprendizaje, pero no obstante se hallaba, quizás, incluso más adelantado que yo.
-Tener sensibilidad es una condición natural de cierta gente -dijo-. Tú no la tienes. Pero tampoco yo. A fin de cuentas, la sensibilidad importa muy poco.
-¿Qué es entonces lo que importa? -pregunté.
Pareció buscar una respuesta adecuada.
-Lo que importa es que un guerrero sea impecable -dijo al fin-. Pero eso es sólo una manera de decir las cosas, un modo de andarse por las ramas. Tú ya has terminado algunas tareas de brujería y creo que ya es hora de mencionar la fuente de todo lo que importa. Así pues, diré que lo importante para un guerrero es llegar a la totalidad de uno mismo.
-¿Qué es la totalidad de uno mismo, don Juan?
-Dije que nada más iba a mencionarla. Todavía quedan en tu vida muchos cabos sueltos que debes atar antes de que podamos hablar de la totalidad de uno mismo.
Con eso puso fin a la conversación. Hizo un ademán para callarme. Al parecer, había algo o alguien en la cercanía. Ladeó la cabeza hacia un lado, como para escuchar. Pude ver el blanco de sus ojos mientras enfocaban los arbustos más allá de la casa, hacia la izquierda. Escuchó atentamente unos momentos y luego se puso en pie, se acercó y me susurró al oído que debíamos dejar la casa y salir a un paseo.
-¿Algo anda mal? -pregunté, también en un susurro.
-No. Nada anda mal -dijo-. Todo anda bastante bien.
Me guió al chaparral desértico. Caminamos cosa de media hora y llegamos a una pequeña área circular libre de vegetación, un sitio de unos cuatro metros de diámetro donde el suelo rojizo estaba apisonado y perfectamente plano. No había, sin embargo, señas de que el espacio hubiera sido desmontado y aplanado con maquinaria. Don Juan se sentó en el centro, mirando al sureste. Señaló un sitio como a metro y medio de distancia y me pidió sentarme allí, dándole la cara.
-¿Qué vamos a hacer aquí? -pregunté.
Tenemos una cita aquí esta noche -respondió.
Escudriñó los alrededores con rápida mirada, girando sobre su eje hasta hallarse de nuevo mirando al sureste.
Sus movimientos me alarmaron. Le pregunté con quién teníamos cita.
-Con el conocimiento -repuso-. Digamos que el conocimiento anda merodeando por aquí.
No me dio oportunidad de pensar en su críptica respuesta. Rápidamente cambió el tema y en tono jovial me instó a portarme con naturalidad, es decir, a tomar notas y hablar como hubiéramos hecho en su casa.
Lo que más presionaba mi mente en esos instantes era la vívida sensación que, seis meses antes, tuve de "hablar" con un coyote. Ese evento significaba que por vez primera fui capaz de visualizar o aprisionar, con mis cinco sentidos y en total sobriedad, la descripción mágica del mundo: una descripción en que la comunicación a través de palabras con los animales era asunto rutinario.
-No vamos a ponernos a revivir ninguna experiencia de tal naturaleza -dijo don Juan al oír mi pregunta-. No es dable que le des tal atención a los hechos pasados. Podemos tocarlos, pero sólo como referencia.
-¿Por qué motivo, don Juan?
-Todavía no tienes suficiente poder personal para buscar la explicación de los brujos.
-¡Entonces hay una explicación de brujos!
-Claro. Los brujos son hombres. Somos criaturas del pensamiento. Buscamos aclaraciones.
-Yo tenía la impresión de que mi gran falla era buscar explicaciones.
-No. Tu falla es buscar explicaciones convenientes, explicaciones que se ajustan a ti y a tu mundo. Lo que no me gusta es que seas tan razonable. Un brujo también explica las cosas en su mundo, pero no es tan terco como tú.
-¿Cómo puedo llegar a la explicación de los brujos?
-Acumulando poder personal. El poder personal te hará deslizarte con gran facilidad y entrar en la explicación de los brujos. La explicación no es lo que, tú llamarías una explicación; sin embargo, aunque no aclara el mundo ni sus misterios, los hace menos pavorosos. Ésa debería ser la esencia de una explicación, pero no es eso lo que tú buscas. Tú andas detrás del reflejo de ti y tus ideas.
Perdí el impulso de hacer preguntas. Pero su sonrisa me invitaba a seguir hablando. Otro asunto de gran importancia para mí era su amigo don Genaro y el extraordinario efecto que sus acciones habían surtido en mí.
Cada vez que entraba en contacto con él, experimentaba distorsiones sensoriales de lo más, extrañas.
Don Juan rió cuando planteé mi pregunta.
-Genaro es estupendo -dijo-. Pero no tiene sentido por ahora hablar de él ni de lo que te hace. Tampoco tienes suficiente poder personal para desenvolver ese tema. Espera a tenerlo, y entonces hablaremos.
-¿Y si nunca lo tengo?
-Si nunca lo tienes, nunca hablaremos.
-Al paso que voy, ¿tendré alguna vez el suficiente? -pregunté.
-De ti depende -respondió-. Yo te he dado toda la información necesaria. Ahora es responsabilidad tuya ganar suficiente poder personal para inclinar la balanza.
-Habla usted en metáforas -dije-. Hábleme claro. Dígame exactamente qué debo hacer. Si ya me lo dijo, digamos que lo olvidé.
Don Juan chasqueó la lengua y se acostó, con los brazos detrás de la cabeza.
-Tú sabes exactamente lo que necesitas -dijo.
Respondí que a veces creía saberlo, pero que la mayor parte del tiempo carecía de confianza en mi mismo.
-Me temo que confundes las cosas -dijo-. La confianza de un guerrero no es la confianza del hombre común.
El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común está enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza implica saber algo con certeza; la humildad implica ser impecable en los propias actos y sentimientos.
-He tratado de vivir de acuerdo con sus consejos -dije-. Tal vez no sea yo lo mejor, pero soy lo mejor de mí mismo. ¿Es eso impecabilidad?
-No. Debes ser aún mejor. Debes empujarte siempre más allá de tus límites.
-Pero eso sería una locura, don Juan. Nadie puede hacer eso.
-Muchas cosas que haces ahora te habrían parecido una locura hace diez años. Las cosas esas nunca cambiaron, pero sí cambió tu idea de ti mismo; lo que antes era imposible es ahora perfectamente posible, y a lo mejor el que logres cambiarte por completo es sólo cuestión de tiempo. En este asunto, el único camino posible para un guerrero es actuar directamente y sin reservas. Ya conoces el camino del guerrero lo suficiente para desenvolverte bastante bien; pero te salen al encuentro tus malas costumbres.
Comprendí a qué se refería.
-¿Cree usted que escribir es una de esas malas costumbres que debo cambiar? -pregunté-. ¿Debo destruir mi nuevo manuscrito?
No contestó. Se puso en pie y se volvió a mirar el borde del matorral.
Le conté que había recibido una cantidad de cartas en las que diversas personas me señalaban el error de escribir acerca de mi aprendizaje. Citaban como precedente el hecho de qué los maestros de las doctrinas esotéricas orientales exigían discreción absoluta con respecto a sus enseñanzas.
-Capaz si esos maestros tienen el vicio de ser maestros -dijo don Juan sin mirarme-. Yo no soy maestro. Yo soy solamente un guerrero. No sé en realidad qué es lo que uno siente como maestro.
-Pero quizás estoy revelando cosas que no debería, don Juan.
-No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda -dijo-. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que se nos diga podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.
Luego bajó la voz como si me estuviera revelando un asunto confidencial.
-Voy a decirte algo que a lo mejor es la mayor sabiduría a la que uno puede dar voz -dijo-. A ver qué haces can ella.
"¿Sabes que en este mismo instante estás rodeado por la eternidad? ¿Y sabes que puedes usar esa eternidad, si así lo deseas?"
Tras una larga pausa, durante la cual un sutil movimiento de sus ojos me instaba a rendir alguna formulación, dije no entender de qué hablaba.
-¡Allí! ¡La eternidad está allí! -dijo, señalando el horizonte.
Luego apuntó hacia el cenit.
-O allí, o quizá podamos decir que la eternidad es así.
Extendió los brazos para señalar al este y al oeste.
Nos miramos. Sus ojos contenían una pregunta.
-¿Y qué me dices de esto? -inquirió, animándome a meditar sus palabras.
No supe qué responder.
-¿Sabes que puedes extenderte hasta el infinito en cualquiera de las direcciones que he señalado?
-prosiguió-. ¿Sabes que un momento puede ser la eternidad? Esto no es una adivinanza; es un hecho, pero sólo si te montas en ese momento y lo usas para llevar la totalidad de ti mismo hasta el infinito, en cualquier dirección.
Se me quedó mirando.
-Antes no tenías este conocimiento -dijo, sonriendo-. Ahora es tuyo. Te lo he dado, y sin embargo no importa nada, porque no tienes suficiente poder personal para utilizar mi revelación. Pero si lo tuvieras, sólo mis palabras serían el medio para que acorralaras toda tu totalidad, y sacaras la parte que manda, de estos límites que la contienen.
Vino a mi lado y me tocó el pecho con los dedos; fue un golpe muy ligero.
-Estos son los límites de los que hablo -dije Uno puede salir de ellos. Somos un sentimiento, un darse cuenta encajonado aquí.
Me palmeó los hombros con las manos. Mi cuaderno y mi lápiz cayeron por tierra. Don Juan puso el pie sobre el cuaderno y me miró con fijeza; luego rió.
Le pregunté si lo molestaba tomando notas. Dijo que no, en tono confortante, y apartó el pie.
-Somos seres luminosos -dijo, meneando rítmicamente la cabeza-. Y para un ser luminoso lo único que importa es el poder personal. Pero si me preguntas qué cosa es el poder personal, debo decirte que mi explicación no lo explicará.
Don Juan miró el horizonte occidental y dijo que todavía quedaban unas horas de luz diurna.
-Tenemos que estarnos aquí mucho rato -explicó-. Así pues; o nos sentarnos en silencio o hablamos. Para ti no es natural estar callado, de modo que sigamos hablando. Este lugar es un sitio de poder y debe acostumbrarse a nosotros antes de que caiga la noche. Debes quedarte sentado, lo más natural que puedas, sin miedo y sin impaciencia. Parece que es más fácil para ti estar tranquilo cuando escribes, así que escribe cuanto se te dé la gana.
"Y ahora, a ver si me cuentas de tu soñar."
La súbita transición me tomó desprevenido. Don Juan repitió su petición. Había mucho que decir al respecto.
 "Soñar" implicaba el cultivo de un poder peculiar sobre los propios sueños, hasta el punto en que las experiencias habidas en ellos y las vividas en las horas de vigilia adquirían la misma valencia pragmática. Los brujos alegaban que, bajo el impacto del "soñar", los criterios ordinarios para diferenciar entre sueño y realidad se hacían inoperantes.
La praxis del "solar" era, para don Juan, un ejercicio que consistía en hallar las propias manos durante un sueño. En otras palabras, uno debía soñar deliberadamente que buscaba y hallaba sus manos en un sueño que consistía en soñar que uno alzaba las manos al nivel de los ojos.
Después de años de intentos infructuosos, yo había logrado finalmente la tarea. Considerando retrospectivamente, se me evidenció que sólo pude alcanzar el éxito tras haber obtenido cierto grado de dominio sobre el mundo de mi vida cotidiana.
Don Juan quiso saber los puntos salientes. Empecé a contarle que la dificultad de estructurar la orden de mirarme las manos parecía ser, muy a menudo, insuperable. Él me había advertido que la primera etapa de la faceta preparatoria, lo que él llamaba "armar los sueños", consistía en un juego mortal que la mente jugaba consigo misma, y que cierta parte de mi ser iba a hacer todo lo posible por impedir el cumplimiento de mi tarea.
Eso podía incluir, dijo don Juan, el arrojarme a una pérdida de significado, a la melancolía, o incluso a una depresión suicida. Sin embargo, no llegué tan lejos. Mi experiencia se quedó más bien en el lado ligero, cómico; no obstante, la frustración era igual. Cada vez que, en un sueño, estaba a punto de mirarme las manos, algo extraordinario sucedía; echaba yo a volar, o el sueño se volvía pesadilla, o simplemente se transformaba en una placentera experiencia de excitación corporal; todo lo contenido en el sueño se extendía mucho más allá de lo "normal" en lo referente a vividez y, por ello, resultaba absorbente en extremo. La intención original de observar mis manos siempre se olvidaba a la luz de la nueva situación.
Una noche, inesperadamente, hallé mis manos en sueños. Soñaba recorrer una calle desconocida en una ciudad extranjera y de pronto alcé las manos y las puse frente a mi rostro. Fue como si algo en mí cediera para permitirme observar el dorso de mis manos.
Las instrucciones de don Juan estipulaban que, apenas la percepción de mis manos empezara a disolverse o transformarse, yo debía trasladar la mirada a cualquier otro elemento en el ámbito del sueño. En aquella ocasión particular, la trasladé a un edificio en el extremo de la calle. Cuando la apariencia del edificio empezó a disiparse, presté atención a otros elementos ambientales. El resultado final fue la imagen increíblemente clara, de una calle desierta en alguna ciudad extranjera.
Don Juan me hizo contar otras experiencias en el "soñar". Hablamos largo rato.
Al acabar mi reporte, él se levantó y fue al matorral. Me incorporé también. Estaba nervioso. Era una sensación injustificada, pues nada había que invocara miedo o cuidado. Don Juan no tardó en volver. Advirtió mi agitación.
-Sosiégate -dijo, mientras asía con suavidad mi brazo.
Me hizo tomar asiento y me puso el cuaderno en el regazo. Me animó a escribir. Argumentaba que yo no debía inquietar el sitio de poder con innecesarios sentimientos de miedo o vacilación.
-¿Por qué me pongo tan nervioso? -pregunté.
-Es natural -dijo-. Algo en ti se ve amenazado por tus quehaceres en el soñar. Mientras no pensabas en ellos, anduviste bien. Pero ahora que me revelaste tus acciones estás a punto de desmayarte:
"Cada guerrero tiene su propio modo de soñar. Todos son distintos. Lo único que tenemos en común es que algo en nosotros tiende trampas para obligarnos a abandonar la empresa. El remedio es persistir a pesar de todas las barreras y desilusiones."
Luego me preguntó si era yo capaz de elegir temas para "soñar". Dije no tener la menor idea de cómo hacerlo.
-La explicación de los brujos acerca de cómo escoger un tema para soñar -dijo él- es que el guerrero escoge el tema manteniendo a fuerza una imagen en la mente mientras para su diálogo interior. En otras palabras, si es capaz de no hablar consigo mismo por un momento, y luego evoca la imagen o el pensamiento de lo que quiere soñar, aunque sólo sea por un instante, lo deseado vendrá a él. Estoy seguro de que esto es lo que has hecho, aunque sin darte cuenta.
Hubo una larga pausa y después don Juan empezó a husmear el aire. Parecía limpiarse la nariz; exhaló por ella tres o cuatro veces, con gran fuerza. Los músculos de su abdomen se contraían en espasmos que él controlaba aspirando breves bocanadas de aire.
-Ya no vamos a hablar más de soñar -dijo-. Podrías obsesionarte. Para lograr éxito en cualquier empresa se debe ir muy despacio, con mucho esfuerzo pero sin tensión ni obsesiones.
Se puso en pie y caminó hasta el borde del matorral. Agachándose, escrutó el follaje. Parecía examinar algo en las hojas, sin acercarse a ellas demasiado.
-¿Qué hace usted? -pregunté, incapaz de contener la curiosidad.
Me encaró, sonriendo y alzando las cejas.
-Los matorrales están llenos de cosas extrañas -dijo al sentarse de nuevo.
De tan casual, su tono me asustó más que si hubiera lanzado un alarido súbito. Lápiz y cuaderno cayeron de mis manos. Me remedó entre risas y dijo que mis reacciones exageradas eran uno de los cabos sueltos que aún existían en mi vida.
Quise hacer una observación, pero no me dejó hablar.
-Todavía queda un poco de luz del día -dijo-. Hay otras cosas que deberíamos tocar antes de que caiga el crepúsculo.
Añadió entonces que, juzgando por los resultados de mi "soñar" yo debía de haber aprendido a interrumpir voluntariamente mi diálogo interno. Le dije que así era.
En el principio de nuestra relación, don Juan había delineado otro procedimiento: caminar largos trechos sin enfocar los ojos en nada. Su recomendación había sido no mirar nada directamente sino, cruzando levemente los ojos, mantener una visión periférica de cuanto se presentaba a la vista. Recalcó, aunque entonces no entendí, que conservando los ojos sin enfocar en un punto justamente arriba del horizonte, era posible percibir, en forma simultánea, cada elemento en el panorama total de casi 180 grados frente a los ojos. Me aseguró que ese ejercicio era la única manera de suspender el diálogo interno. Solía pedir reportes sobre mi progreso, pero luego dejó de preguntar por él.
Dije a don Juan que practiqué la técnica años enteros sin advertir cambio alguno, pero de todos modos no lo esperaba. Cierto día, sin embargo, me di cuenta, súbitamente, de que acababa de caminar durante unos diez minutos sin haberme dicho una sola palabra.
Mencioné también que en esa ocasión cobré conciencia de que suspender el diálogo interno implicaba algo más que sólo reprimir las palabras que me decía a mí mismo. Todos mis procesos intelectuales se detuvieron, y me sentí como suspendido, flotando. Una sensación de pánico surgió de esa vivencia, y tuve que reanudar mi diálogo interno como antídoto.
-Te he dicho que el diálogo interno es lo que nos hace arrastrar -dijo don Juan-. El mundo es así como es sólo porque hablamos con nosotros mismos acerca de que es así como es.
Don Juan explicó que el pasaje al mundo de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender el diálogo interno.
-Cambiar nuestra idea del mundo es la clave de la brujería -dijo-. Y la única manera de lograrlo es parar el diálogo interno. Lo demás sólo es arreglo. Ahora estás en la posición de saber que nada de lo que has visto o hecho, con la excepción de parar el diálogo interno, habría podido de por sí cambiar nada en ti, o en tu idea del mundo. El asunto, por supuesto, es que ese cambio no sea un trastorno. Ahora entenderás por qué un maestro no presiona a su aprendiz. Eso nada más fomentaría obsesión y morbidez.
Pidió detalles de otras experiencias que yo hubiera tenido al suspender el diálogo interno. Hice un recuento de cuanto pude recordar.
Hablamos hasta que oscureció y ya no pude tomar notas cómodamente; debía atender a la escritura y eso alteraba mi concentración. Don Juan se dio cuenta y se echó a reír. Señaló que yo había propiamente logrado otra tarea de brujo: escribir sin concentrarme. Apenas lo dijo, advertí que yo, en verdad, no prestaba atención al acto de tomar notas. Parecía ser una actividad separada con la cual yo no tenía que ver.. Me sentí raro. Don Juan me, pidió sentarme junto a él en el centro del círculo. Dijo que había demasiada oscuridad y que ya no me hallaba -seguro sentado tan al filo del matorral. Un escalofrío ascendió por mi espalda; salté a su lado.
Me hizo mirar al sureste y me pidió que interrumpiera mi diálogo interno y estuviera callado y sin pensamientos. Al principio fui incapaz y tuve un momento de impaciencia. Don Juan me dio la espalda y dijo que me apoyara en su hombro, y que una vez que aquietara mis pensamientos, debía mantener los ojos abiertos, mirando el matorral al sureste. En tono misterioso, agregó que me estaba planteando un problema, y que, de resolverlo, me hallaría preparado para otra faceta del mundo de los brujos.
Planteé una débil pregunta acerca de la naturaleza del problema. Él rió suavemente. Esperé su respuesta, y de pronto algo en mí se desconectó. Me sentí suspendido. Como si mis orejas se hubieran destapado, miríadas de ruidos en el chaparral se hicieron audibles. Había tantos que no me era posible distinguirlos individualmente.
Sentí que me quedaba dormido y entonces, de pronto, algo captó mi atención. No era algo que involucrara mis procesos mentales; no era una visión, ni un aspecto del ámbito, pero de algún modo mi percepción participaba.
Estaba completamente despierto. Tenía los ojos enfocados en un sitio al borde del matorral, pero no miraba, ni pensaba, ni hablaba conmigo mismo. Mis sentimientos eran claras sensaciones corpóreas; no requerían palabras.
Sentía que me precipitaba hacia algo indefinido. Acaso se precipitaba lo que de ordinario habrían sido mis pensamientos; fuera como fuese, tuve la sensación de haber sido atrapado en un derrumbe y de que algo se desplomaba en avalancha, conmigo en la cima. Sentía la caída en el estómago. Algo me jalaba al chaparral.
Discernía la masa oscura de las matas frente a mí. No era, sin embargo, una tiniebla indiferenciada como lo sería ordinariamente. Veía cada arbusto individual como si los mirara en un crepúsculo oscuro. Parecían moverse; la masa de su follaje semejaba faldas negras ondeando en mi dirección como si las agitara el viento, pero no había viento. Quedé absorto en sus hipnóticos movimientos; era un escarceo pulsante que parecía acercármelas más y más. Y entonces noté una silueta más clara, como superpuesta en las formas oscuras de las matas. Enfoqué los ojos en un sitio al lado de la silueta y pude percibir en ella un resplandor verdoso pálido. Luego la miré sin enfocar y tuve la certeza de que se trataba de un hombre oculto entre las matas. Me hallaba, en ese momento, en un estado muy peculiar de conciencia. Tenía conocimiento del entorno y de los procesos mentales que el entorno engendraba en mí, pero no pensaba como pienso de ordinario. Por ejemplo, al darme cuenta de que la silueta superpuesta en las matas era un hombre, rememora otra ocasión en el desierto; en aquel entonces, mientras don Genaro y yo caminábamos, de noche, por el chaparral, noté que
un hombre se ocultaba entre los arbustos, detrás de nosotros, pero lo perdí de vista apenas traté de explicar racionalmente el fenómeno. Esta vez, sin embargo, sentí llevar la ventaja y me rehusé a explicar o pensar en absoluto. Durante un momento tuve la impresión de que podía retener al hombre y forzarlo a permanecer donde se hallaba. Entonces experimenté un extraño dolor en la boca del estómago. Algo pareció desgarrarse dentro de mí y ya no pude conservar en tensión los músculos de mi abdomen. En el preciso instante en que cedí, la forma oscura de un enorme pájaro, o alguna clase de animal volador, brotó del matorral y se me echó encima. Fue como si la figura del hombre se hubiese transformado, en la de un ave. Tuve la clara percepción consciente del miedo. Di una boqueada, y luego un fuerte grito, y caí de espaldas.
Don Juan me ayudó a incorporarme. Su rostro estaba muy cerca del mío. Reía.
-¿Qué fue eso? -vociferé.
Me silenció, cubriéndome la boca con la mano. Acercó los labios a mi oírlo y susurró que debíamos abandonar el sitio en forma tranquila y sosegada, como si nada hubiera ocurrido.
Laminamos lado a lado. Su paso era sereno y parejo. Un par de veces volvió rápidamente la cabeza. Lo imité, y en las dos ocasiones pude ver una masa oscura que parecía seguirnos. Oí a mis espaldas un chillido escalofriante. Experimenté un momento de terror puro; un movimiento ondulatorio recorrió en espasmos los músculos de mi estómago, creciendo en intensidad hasta que, sencillamente, forzó a mi cuerpo a correr.
Para hablar de mi reacción, es -Imprescindible usar la terminología de don Juan; así puedo decir que mi cuerpo, a causa del susto experimentado, fue capaz de ejecutar lo que él llamaba "la marcha de poder", una técnica que me había enseñado años antes para correr en la oscuridad sin tropezar ni lastimarse en forma alguna.
No tuve conciencia clara de qué había hecho ni de cómo lo hice. De pronto me hallé nuevamente en la casa de don Juan. Al parecer él había corrido también y llegamos al mismo tiempo. Encendió su lámpara de kerosén, la colgó de una viga en el techo v, con toda naturalidad, me invitó a tomar asiento y relajarme.
Troté marcando el paso durante un rato, hasta que mi nerviosismo se redujo a proporciones manejables.
Luego me senté. Enfáticamente, me ordenó actuar como si nada hubiera pasado y me entregó mi cuaderno. Yo no había advertido que, en mi prisa por salir del matorral, lo dejé caer.
-¿Qué es lo que pasó, don Juan? -pregunté por fin.
-Tenías una cita con el conocimiento -repuso, señalando con un movimiento de barbilla el borde oscuro del chaparral desértico-. Te llevé allá porque encontré al conocimiento ahí dando vueltas alrededor de la casa, cuando llegaste. Podrías decir que el conocimiento sabía de tu venida y te esperaba. En lugar de enfrentarlo aquí, me pareció propio enfrentarlo en un sitio de poder. Entonces preparé una prueba para ver si tenías suficiente poder personal para separarlo del resto de las cosas en torno nuestro. Lo hiciste muy bien.
-¡No se vaya tan de prisa! -protesté-. Vi la silueta de un hombre escondido detrás de una mata, y luego vi un enorme pájaro.
-¡No viste un hombre! -dijo con énfasis-. Tampoco viste un pájaro. La silueta en las matas, y lo que voló hacia nosotros, era una polilla. Si quieres ser exacto en términos de brujo, pero muy ridículo en tus propios términos, puedes decir que esta noche tenías cita con una polilla. El conocimiento es una polilla.
Me dirigió una mirada penetrante. La luz de la linterna creaba sombras extrañas en su cara. Aparté los ojos.
-A lo mejor tendrás bastante poder personal para deshilvanar hoy ese misterio -dijo-. Si no es hoy, será mañana; recuerda, todavía me debes seis días.
Don Juan se puso en pie y fue a la cocina en la parte trasera de la casa. Tomó la linterna y la puso contra la pared, sobre el tocón bajo y redondo que usaba como banco. Nos sentamos en el suelo, uno frente al otro, y nos servimos frijoles y carne de una olla que él había colocado frente a nosotros. Comimos en silencio. De vez en cuando me echaba vistazos furtivos, y parecía a punto de reír. Sus ojos semejaban dos ranuras. Al mirarme los abría un poco y la humedad de la córnea reflejaba la luz de la linterna. Parecía estar usando la luz para crear un reflejo. Jugaba con el reflejo, sacudiendo la cabeza en forma casi imperceptible, cada vez que
enfocaba en mí los ojos. El efecto era un fascinante estremecimiento luminoso. Tomé conciencia de sus maniobras después de que las hubo ejecutado un par de veces. Me sentí convencido de que actuaba con un propósito definido. No pude menos que preguntarle al respecto.
-Tengo un motivo ulterior -dijo empleando una voz tranquilizadora-. Te estoy calmando con mis ojos. No parece que te estés poniendo más nervioso, ¿verdad?
Tuve que admitir que me sentía bastante a mis anchas. El cintilar constante de sus ojos no era ominoso, ni me había asustado o molestado en forma alguna.
-¿Cómo hace usted para calmarme con los ojos? -pregunté.
Repitió el imperceptible oscilar de cabeza. Las córneas de sus ojos reflejaban en verdad la luz de la linterna de kerosén.
-Haz tú la prueba -dijo en tono casual, mientras se servía otro plato de comida-. Puedes calmarte solo.
Intenté menear la cabeza; mis movimientos eran torpes.
-Si sacudes así la cabeza, no vas a calmarte -dijo, riendo-. Nada más te va a doler. El secreto no está en el meneo dé cabeza sino en la sensación que viene a los ojos desde la parte abajo del estómago. Esto es lo que mueve la cabeza.
Se frotó la región umbilical.
Habiendo terminado de comer, me recliné en una pila de leña donde había algunos costales. Traté de imitar su movimiento de cabeza. Don Juan parecía divertirse inmensamente. Lanzaba risitas y se golpeaba los muslos.
Un ruido súbito interrumpió su regocijo. Oí un extraño sonido grave, como golpeteó sobre madera, procedente del chaparral. Don Juan echó la mandíbula hacia adelante, haciéndome seña de permanecer alerta.
-Esa es la polilla que te llama -dijo en un tono carente de emoción.
Me levanté de un salto. El sonido cesó instantáneamente. Miré a don Juan en busca de una explicación. Él hizo un gesto cómico de impotencia, alzando los hombros.
-Todavía no has cumplido con tu cita -añadió.
Le dije que me sentía indigno, y que tal vez debiera irme a casa y regresar cuando tuviera más fuerza.
-Esas son idioteces -repuso, cortante-. Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.
"Nos demoramos mucho para comprender eso y vivirlo por entero. Yo, por ejemplo, odiaba mencionar la palabra humildad. Soy un indio, y los indios siempre hemos sido humildes y no hemos hecho nada más que agachar la cabeza. Yo pensaba que la humildad no tenía nada que ver con el camino del guerrero. ¡Me equivocaba! Ahora sé que la humildad del guerrero no es la humildad del pordiosero. El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él. En cambio, el pordiosero a la menor provocación pide piedad de rodillas y se echa al suelo a que lo Pise cualquiera a quien
considera más encumbrado; pero al mismo tiempo, exige que alguien más bajo que él le haga lo mismo.
"Por eso te dije hace rato que no entiendo lo que debe sentir un maestro. Yo sólo conozco la humildad del guerrero, y eso jamás me permitirá ser el amo de nadie."
Guardamos silencio unos momentos. Sus palabras me habían causado una profunda agitación. Me conmovían, y al mismo tiempo me preocupaba lo presenciado en el matorral. Mi evaluación consciente era que don Juan me ocultaba cosas y que debía saber lo que realmente estaba ocurriendo.
Me hallaba envuelto en tales deliberaciones cuando el mismo extraño golpeteo dispersó mis pensamientos con una sacudida. Don Juan sonrió y luego empezó a reír por lo bajo.
-Te gusta la humildad del pordiosero -dijo suavemente-. Agachas la cabeza ante la razón.
-Siempre pienso que me están engañando -dije-. Ése es el punto de mi problema.
-Tienes razón. Te están engañando -repuso con una sonrisa encantadora-. Eso no puede ser tu problema. El verdadero punto del asunto es que sientes que soy yo el que te está mintiendo, ¿no es así?
-Sí. Algo en mi no me permite creer que lo que está ocurriendo sea real.
-Otra vez tienes razón. Nada de lo que está ocurriendo es real.
-¿Qué quiere usted decir, don Juan?
-Las cosas son reales sólo cuando uno ha aprendido a estar de acuerdo de que son reales. Lo que sucedió esta noche, por ejemplo, no puede de ninguna manera ser real para ti, porque nadie podría este, de acuerdo contigo en ese respecto.
-¿Quiere decir que usted no vio lo que ocurría?
-Claro que sí. Pero yo no cuento. Yo soy el que te está mintiendo, ¿recuerdas?
Don Juan rió hasta toser y atragantarse. Su risa era amistosa aunque se burlaba de mí.
-No le des tanta importancia a mis palabras -dijo, confortante-. Sólo trato de que descanses, y sé que te sientes a tus anchas sólo cuando estás confundido.
Su expresión era tan deliberadamente cómica que ambos reímos. Le dije que lo que acababa de decir me hacía sentir más atemorizado que nunca.
-¿Me tienes miedo? -preguntó.
-No a usted, sino a lo que usted representa.
-Represento la libertad del guerrero. ¿Tienes miedo de eso?
-No. Pero tengo miedo de su conocimiento. Yo no tengo descanso, ni puedo refugiarme en nada.
-Otra vez confundes las cosas. Descanso, refugio, miedo: cavilaciones que has aprendido sin poner jamás en duda su valor. Como podrás ver, los brujos malignos ya se han aliado contigo.
-¿Quiénes son los brujos malignos, don Juan?
-Todos nuestros prójimos son los brujos malignos. Y como andas revuelto con ellos, también tú eres un brujo maligno. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que te han trazado? No. Tus ideas y tus acciones están fijadas para siempre en sus términos. Eso es esclavitud. Yo, en cambio, te traje libertad. La libertad es muy cara, pero el precio no es imposible.
Ten miedo a tus carceleros, a tus amos. No desperdicies tu tiempo y tu poder en temerme a mí.
Supe que tenía razón, y sin embargo, pese a mi genuina concordancia con él, supe también que los hábitos de toda mi vida me harían, inevitablemente, ceñirme a mi vieja senda. Me sentí en verdad un esclavo.
Tras un largo silencio, don Juan me preguntó si tenía fuerza suficiente para otro encuentro con el conocimiento.
-¿O sea, con la polilla? -pregunté, medio en broma.
Su cuerpo se contorsionó de risa. Fue como si yo le hubiera contado el chiste más gracioso del mundo.
-¿Qué quiere usted decir realmente con eso de que el conocimiento es una polilla? -pregunté.
-Eso es lo único que quiero decir -replicó-. Una polilla es una polilla. Pensé que a estas alturas, con todo lo que has aprendido y logrado, tendrías poder suficiente para ver. Pero en lugar de ver, tu mirada se fijó en un hombre, y eso no fue ver de verdad.
Desde el principio de mi aprendizaje, don Juan había descrito el concepto de "ver" como una capacidad especial que podía cultivarse y que permitía percibir la naturaleza "última" de las cosas.
A través de los años de nuestra relación, yo había desarrollado la idea de que con "ver" él se refería a una percepción intuitiva de las cosas, o a la capacidad de comprender algo de una sola vez, o quizás al don de penetrar las interacciones humanas y descubrir significados y motivos encubiertos.
-Yo diría que esta noche, cuando enfrentaste a la polilla, medio mirabas y medio veías –prosiguió don Juan-.
En ese estado, aunque no eras del todo lo que eres de costumbre, fuiste capaz de darte cuenta de lo que estaba pasando, a fin de hacer operar tu conocimiento del mundo.
Don Juan hizo una pausa y me miró. Al principio no supe qué decir.
-¿Cómo estaba yo operando mi conocimiento del mundo? -pregunté.
-Tu conocimiento del mundo te decía que en los matorrales uno solamente puede hallar animales rondando u hombres escondidos detrás del follaje. Te aferrabas á ese pensamiento y, naturalmente, tuviste que hallar modos de hacer que el mundo se ajustara a tu pensamiento.
-Pero yo, no pensaba en absoluto, don Juan.
-Entonces no digamos que pensabas. Es más bien el hábito de hacer que el mundo se ajuste siempre a nuestros pensamientos. Cuando no se ajusta, simplemente lo forzamos a hacerlo. Las polillas del tamaño de un hombre no pueden ser ni siquiera un pensamiento, por lo tanto, para ti, lo que había en el matorral tenía que ser un hombre.
"Lo mismo pasó con el coyote. Tus viejos hábitos decidieron también la naturaleza de aquel encuentro. Algo tuvo lugar entre el coyote y tú, pero no fue conversación. Yo mismo he estado en ese jaleo. Ya te conté que una vez hablé con un venado; tú hablaste con un coyote, pero ni tú ni yo sabremos jamás qué fue lo que realmente ocurrió en esas ocasiones."
-¿Qué me está usted diciendo, don Juan?
-Cuando la explicación de los brujos se me hizo clara, ya era demasiado tarde para saber qué me hizo el venado. Dije que hablamos, pero no fue así. Decir que tuvimos una conversación es sólo una forma de arreglar lo que pasó para así poder hablar de ello. El venado y yo hicimos algo, pero en el momento en que eso ocurría yo también necesitaba ajustar el mundo a mis ideas, igual que tú. Yo he hablado toda mi vida, igual que tú, por lo tanto mis hábitos se impusieron y se extendieron aún al venado. Cuando el venado se me acercó e hizo lo
que hizo, me vi forzado a entenderlo como conversación.
-¿Es ésta la explicación de los brujos?
-No. Es la explicación que yo te doy. Pero no se opone a la explicación de los brujos.
Sus aseveraciones me produjeron un estado de gran agitación intelectual. Durante un rato olvidé la mariposa nocturna que rondaba, e incluso tomar notas. Intenté reformular sus postulados y entramos en una larga discusión acerca de la naturaleza reflexiva de nuestro mundo. El mundo, según don Juan, debía ajustarse a su descripción; es decir, la descripción se reflejaba a sí misma.
Otro punto en su elucidación era que habíamos aprendido a relacionarnos con nuestra descripción del mundo en términos de lo que él llamaba -hábitos-. Introduje un término que me parecía más totalizador: intencionalidad, la propiedad de la conciencia humana por medio de la cual un objeto se alude o se propone.
Nuestra conversación engendró una especulación sumamente interesante. Examinada a la luz de la explicación de don Juan, mi "conversación" con el coyote adquiría un nuevo carácter. Yo había; en verdad, no solamente "propuesto" el diálogo, pues nunca he conocido otra avenida de comunicación intencional, sino que también había logrado ajustarme a la descripción de que la comunicación tiene lugar a través del diálogo, y en tal forma hice que la descripción se reflejara a sí misma.
Tuve un momento de gran alborozo. Don Juan rió y dijo que conmoverme a tal grado con las palabras era otro aspecto de mi tontería. Hizo una cómica pantomima de hablar sin sonidos.
-Todos pasamos por los mismos jalones -dijo tras una larga pausa-. La única manera de vencerlos es persistir en actuar como guerrero. El resto viene de sí mismo y por sí mismo.
-¿Qué es el resto, don Juan?
-El conocimiento y el poder. Los hombres de conocimiento tienen los dos. Y sin embargo, ninguno de ellos podría decir cómo llegó a tenerlos; simplemente que siguieron actuando como guerreros y, en un momento dado, todo cambió.
Me miró. Parecía indeciso, luego se puso en pie y dijo que yo no tenía más recurso que cumplir mi cita con el conocimiento.
Sentí un escalofrío; mi corazón empezó a golpear con rapidez. Me incorporé. Don Juan caminó en torno mío como si examinase mi cuerpo desde todos los ángulos posibles. Me hizo seña de tomar asiento y seguir escribiendo.
-Si te asustas demasiado, no podrás cumplir con tu cita. -dijo-. Un guerrero debe tener serenidad y aplomo, y no debe perder nunca los estribos.
-Estoy verdaderamente asustado -dije-. Polilla o lo que sea, hay algo que ronda allí afuera entre las matas.
-¡Claro que sí! -exclamó-. Lo que me fastidia de ti es que insistes en pensar que es un hombre, igual que insistes en pensar que hablaste con un coyote.
Cierta parte mía comprendía totalmente su argumento; había, sin embargo, otro aspecto de mi persona que no cedía, y que a pesar de la evidencia se aferraba con firmeza a la "razón".
Dije a don Juan que su explicación no satisfacía mis sentidos, aunque mi acuerdo intelectual con ella era completo.
-Eso es lo malo de las palabras -dijo con gran certidumbre-. Siempre nos fuerzan a sentirnos iluminados, pero cuando damos la vuelta para encarar al mundo siempre nos fallan y terminamos encarando al mundo como lo hemos hecho siempre, sin iluminación. Por este motivo, a un brujo le precisa actuar más que hablar, y para efectuar eso obtiene una nueva descripción del mundo: una nueva descripción en la cual el hablar no es tan importante y en la cual los actos nuevos tienen nuevas reflexiones.
Tomó asiento junto a mí, me miró a los ojos y me pidió decir en voz alta lo que realmente había "visto" en el matorral.
Me enfrentaba en ese momento a una inconsistencia absorbente. Yo había visto la silueta oscura de un hombre, pero también había visto que dicha silueta se convertía en un pájaro. Había, por tanto, presenciado más de lo que mi razón me permitía considerar posible. Pero en lugar de descartar por entero mi razón, algo en mí había seleccionado partes de mi experiencia, como el tamaño y el contorno general de la silueta oscura, y las enarbolaba como posibilidades razonables, mientras descartaba otras partes, como la transformación de la figura en un pájaro. Y así había llegado a convencerme a mí mismo de haber visto un hombre.
Don Juan rió a carcajadas cuando expuse mi dilema. Dijo que tarde o temprano la explicación de los brujos llegaría a mí rescate y todo estaría entonces perfectamente claro, sin tener que ser razonable 0 irrazonable.
-Mientras tanto, lo único que puedo hacer por ti es garantizarte que eso no era un hombre -añadió.
La mirada de don Juan se hizo decididamente enervante. Mi cuerpo se estremeció en forma involuntaria. Me hacía sentir apenado y nervios.
-Busco marcas en tu cuerpo -explicó-. Tal vez no lo sepas, pero esta noche tuviste todo un combate allá afuera.
-¿Qué clase de marcas busca usted?
-No son propiamente marcas físicas en tu cuerpo, sino señales, indicios en tus fibras luminosas, zonas de mucho brillo. Somos seres luminosos y todo cuanto somos o sentimos se nota en nuestras fibras. Los seres humanos tienen un brillo que les es peculiar. Ésa es la única manera de distinguirlos de otros seres vivientes luminosos.
"Si hubieras viste esta noche, habrías notado que la figura en las matas no era un ser viviente luminoso."
Quise seguir preguntando, pero él me cubrió la boca con la mano y siseó para acallarme. Luego acercó la boca a mi oído y susurró que escuchara y tratase de oír un crujido suave, los leves pasos apagados de una mariposa nocturna sobre las hojas y ramas secas en el suelo.
No pude oír nada. Den Juan se levantó abruptamente, recogió la linterna y dijo que íbamos a sentarnos bajo la ramada junto a la puerta del frente. Me guió por la salida trasera y rodeamos la casa, al borde del chaparral, en vez de atravesar el cuarto y salir por enfrente. Explicó que era esencial hacer obvia nuestra presencia.
Describimos un semicírculo en torno al costado izquierdo de la casa. El paso de don Juan era extremadamente lento. Sus pisadas eran débiles y vacilantes. Su brazo temblaba al sostener la linterna.
Le pregunté si algo le pasaba. Con un guiño, me susurró que la enorme mariposa que andaba rondando tenía cita con un hombre joven, y que el lento andar de un anciano decrépito era una forma obvia de indicar quién era el interesado.
Cuando finalmente llegamos a la fachada de la casa, don Juan colgó la linterna de una viga y me hizo tomar asiento con la espalda contra la pared. Se sentó a mi derecha.
-Vamos a estarnos aquí -dijo- y tú vas a escribir y a hablar conmigo en forma muy normal. La polilla que hoy se te echó encima anda por aquí, en las matas. Dentro de un rato se acercará a mirarte. Por eso puse la linterna exactamente encima de ti. La luz guiará a la polilla para que te encuentre. Cuando llegue al filo del matorral, te llamará. Es un sonido muy especial. El sonido por si solo pude ayudarte.
-¿Qué clase de sonido es, don Juan?
-Es una canción. Un grito hipnotizante que las polillas producen. Por lo común no puede oírse, pero la polilla que anda por las matas es una polilla rara; oirás claramente su llamado y, siempre y cuando seas impecable, lo conservarás el resto de tu vida.
-¿En qué me va a ayudar?
-Esta noche, vas a tratar de acabar lo que empezaste antes. El ver sólo ocurre cuando el guerrero es capaz de parar el diálogo interno.
"Hoy paraste tu diálogo a pura fuerza, allá en las matas. Y viste. Lo que viste no fue claro. Pensaste que era un hombre. Yo digo que era una polilla. Ninguno de los dos está en lo cierto, pero eso se debe a que tenemos que hablar. Yo te sigo llevando ventaja porque veo mejor que tú y porque estoy familiarizado con la explicación de los brujos; de modo que yo sé, aunque esto no sea exacto par entero, que la figura que viste hoy era una polilla.
"Y ahora vas a quedarte callado y sin pensamientos para dejar que la polillita venga otra vez a ti."
Apenas me era posible tomar notas. Don Juan, riendo, me instó a proseguir mi escritura como si nada me molestara. Me tocó el brazo y me dijo que escribir era el mejor escudo de protección con que yo podría contar.
-Nunca hemos hablado de las polillas -continuó-. No había llegado la hora hasta hoy. Como ya sabes, tu espíritu estaba sin balance. Para contrarrestar eso, te enseñé la vida del guerrero. Pues bien, un guerrero empieza la faena con la certeza de que su espíritu está fuera de balance; pero a medida que va adquiriendo, sin pena ni apuro, control y conocimiento, también va haciendo lo mejor que puede por ganar ese balance.
"En tu caso, como en el de todos los hombres, tu falta de balance se debía a la suma total de todas tus acciones. Pero ahora tu espíritu parece estar en una claridad propicia para hablar de las polillas."
-¿Cómo supo usted que ésta era la hora correcta para hablar de las polillas?
-Cuando llegaste, miré a una rondando alrededor de la casa. Esa era la primera vez que se mostraba amistosa y abierta. Ya la había visto antes en las montañas, junto a la casa de Genaro, pero solamente como una figura espeluznante que reflejaba tu falta de orden.
En ese momento oí un extraño sonido. Era como el crujido apagado de una rama que raspase contra otra, o como el petardeo de un motor pequeño oído a distancia. Cambiaba de escalas, como un tono musical, creando un ritmo sobrecogedor. Luego cesó.
-Esa fue la polilla -dijo don Juan-. A lo mejor ya notaste que, aunque la luz de la linterna es lo bastante viva para atraer polillas, no hay ni siquiera una sola volando en torno de ella.
Yo no había prestado atención al hecho, pero una vez que don Juan me lo hizo notar, advertí también un silencio increíble en el desierto que circundaba la casa.
-No te sobresaltes -dijo calmadamente-. No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón. Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensamientos son claros; a juzgar por sus actos o sus palabras, uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha presenciado todo.
Las palabras de don Juan, y sobre todo su ánimo, me resultaban muy confortantes. Le dije que en mi vida cotidiana había definitivamente dejado de experimentar mi antiguo miedo obsesivo, pero que mi cuerpo se convulsionaba de temor al pensar en lo que había allí en las tinieblas.
-Allá afuera sólo hay conocimiento -dijo en tono objetivo-. El conocimiento es pavoroso, cierto; pero si un guerrero acepta la naturaleza aterradora del conocimiento, cancela lo temible.
El extraño sonido barbotante se oyó de nuevo. Parecía más cercano y más fuerte. Escuché con cuidado.
Mientras más atención le prestaba, más difícil era determinar su naturaleza. No parecía ser el canto de un pájaro ni el gruñir de un animal terrestre. El tono de cada barbotar era rico y profundo; algunos se producían en una escala baja, otros en una alta. Tenían ritmo y duración específica; algunos eran largos, yo los oía como una sola unidad sonora; otros eran cortos y venían en conglomerado, como el sonido en staccato de una ametralladora.
-Las polillas son los heraldos o, mejor dicho, los guardianes de la eternidad -dijo don Juan cuando el sonido hubo cesado-. Por alguna razón, o a lo mejor por ninguna, son los depositarios del polvo de oro de la eternidad.
La metáfora me era ajena. Le pedí explicarla.
-Las polillas llevan polvo en sus alas -dijo-. Un polvo de oro. Ese polvo es el polvo del conocimiento.
Su explicación había oscurecido más Aún la metáfora. Vacilé un momento, queriendo hallar la mejor manera de formular mi pregunta. Pero él empezó a hablar de nuevo.
-El conocimiento es un asunto de lo más peculiar -dijo-, especialmente para un guerrero. El conocimiento, para un guerrero es algo que llega de pronto, lo envuelve, y pasa.
-¿Qué tiene que ver el conocimiento con el polvo en las alas de las polillas? -pregunté tras una larga pausa.
-El conocimiento llega flotando como centellas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las polillas. Y así pues, para un guerrero, el conocimiento es como si le cayera el agua de una regadera, o como si le llovieran centellas de polvo de oro.
En la forma más cortés que me fue posible, mencioné que sus explicaciones me hablan confundido más aún.
Riendo, me aseguró que cuanto decía tenía perfecto sentido, sólo que mi razón no me dejaba en paz.
-Las polillas han sido amigas intimas y ayudantes de los brujos desde tiempos inmemoriales –dijo-. No le di antes a este tema a causa de tu falta de preparación.
-¿Pero cómo puede el polvo en sus alas ser conocimiento?
-Ya verás.
Puso la mano sobre mi cuaderno y me indicó cerrar los ojos y quedarme callado y sin pensar. Dijo que el canto de la polilla en el chaparral me asistiría. Si le prestaba atención, me hablaría de sucesos inminentes.
Recalcó que no sabía cómo iba a establecerse la comunicación entre la polilla y yo, ni cuáles serían los términos de la comunicación. Me instó asentirme tranquilo y seguro y a confiar en mi poder personal.
Tras un periodo inicial de impaciencia y nerviosismo, logré quedar en silencio. Mis pensamientos disminuyeron en número hasta que mi mente se vació por completo. Los ruidos del chaparral desértica parecieron surgir al parejo de mi calma.
El extraño sonido que don Juan atribuía a una polilla se dejó escuchar nuevamente. Se registraba como una sensación en mi cuerpo, no como un pensamiento en mi mente. Se me ocurrió que no era para nada ominoso ni malévolo. Era dulce y sencillo. Era como el llamado de un niño. Trajo la memoria de un niñito que yo conocí.
Los sonidos largos me recordaban su redonda cabeza rubia; los sonidos cortos, en staccato, su risa. Me oprimió un sentimiento de angustia suprema, y sin embargo no había ideas en mi mente; sentía la angustia en el cuerpo. Incapaz de permanecer sentado, me deslicé hasta quedar de lado sobre el suelo. Mi tristeza era tan intensa que empecé a pensar. Evalué mi dolor y mi pena y de pronto me hallé inmerso en un debate interno acerca del niño. El sonido barbotante había cesado. Mis ojos estaban cerrados. Oía don Juan incorporarse y luego sentí cómo me ayudaba asentarme. Yo no quería hablar. Él no dijo una palabra. Lo oí moverse junto a mí. Abrí los ojos; se había arrodillado frente a mí y examinaba mi rostro, acercándome la linterna. Me ordenó poner las manos en el estómago. Se levantó, fue a la cocina y trajo agua. Salpicó parte de ella en mi cara y me dio a beber el resto.
Tomó asiento a mi lado y me entregó mis notas. Le dije que el sonido me había envuelto en una ensoñación sumamente dolorosa.
-Te estás entregando a tu vicio -dijo con sequedad.
Pareció sumergirse en sus pensamientos, como si buscara una proposición adecuada que hacer.
-El problema de esta noche es ver gente -dijo por fin-. Primero debes parar tu diálogo interno, y luego traer la imagen de la persona que quieres ver; cualquier pensamiento que uno lleva en mente en un estado de silencio es propiamente una orden, pues no hay otros pensamientos que compitan con él. Esta noche, la polilla en las matas quiere ayudarte, y cantará para ti. Su canción traerá las centellas doradas, y entonces verás a la persona que has elegido.
Quise más detalles, pero él hizo un gesto brusco y me indicó proceder.
Tras luchar unos cuantos minutos por suspender mi diálogo interno, me hallé en silencio total. Y entonces, con deliberación, pensé brevemente en un amigo mío. Mantuve los ojos cerrados durante un lapso que creí instantáneo, y entonces me di cuenta de que alguien me sacudía por los hombros. Fue una lenta toma de conciencia. Abrí los ojos y me descubrí yaciendo sobre el costado izquierdo. Al parecer me había dormido tan profundamente que no recordaba haberme dejado caer por tierra. Don Juan me ayudó a sentarme de nuevo.
Reía. Imitó mis ronquidos y dijo que, de no haberlo visto con sus propios ojos, no creería que alguien pudiera dormirse tan rápido. Afirmó que para él era un regocijo estar cerca de mí cada vez que yo debía hacer algo que mi razón no comprendía. Hizo a un lado mi cuaderno de notas y dijo que debíamos empezar otra vez desde el principio.
Seguí los pasos necesarios. El extraño barbotar vino de nuevo. En esta ocasión, sin embargo, no procedía del chaparral; más bien parecía ocurrir dentro de mí, como si mis labios, o piernas, o brazos lo produjeran. El sonido no tardó en recubrirme. Sentí como un chisporroteo de bolas suaves que salían desde mi interior o venían contra mí; era un sentimiento apaciguador, exquisito, de ser bombardeado con pesadas borlas de algodón. De pronto oí que una racha de viento abría una puerta y me hallé pensando de nueva. Pensé haber arruinado otra oportunidad. Abrí los ojos y estaba en mi cuarto. Los objetos sobre mi escritorio seguían como
los dejé. La puerta estaba abierta; afuera soplaba un fuerte viento. Por mi mente cruzó la idea de que debía revisar el calentador de agua. Entonces oí un traqueteo en las contraventanas que yo mismo había puesto y que no encajaban bien en el marco. Era un ruido furioso, como si alguien quisiera entrar. Experimenté una sacudida de temor. Me levanté de la silla. Sentí que algo me jalaba. Grité.
Don Juan me sacudía por los hombros. Excitadamente, le hice un recuento de mi visión. Había sido tan vívida
que me hallaba temblando. Sentía que acababa de estar sentado a mi escritorio, en mi completa forma corporal.
Don Juan meneó la cabeza con incredulidad y dijo que yo era un genio para hacerme tonto. No parecía impresionado por lo que yo había hecho. Lo descartó de plano y me ordenó volver a empezar.
Oí entonces, nuevamente, el misterioso sonido. Me llegó, como don Juan había sugerido, bajo la guisa de una lluvia de centellas doradas. No sentí que fueran motas o copos pianos, como los había descrito, sino más bien burbujas esféricas. Flotaron hacia mí. Una de ellas se abrió revelándome una escena. Fue como si se hubiera detenido enfrente de mis ojos para mostrarme un objeto extraño. Parecía un hongo. Yo lo miraba, sin duda alguna, y lo que experimentaba no era un sueño. El objeto micoforme permaneció inalterable dentro de mi
campo de "visión" y luego desapareció, como si hubieran apagado la luz que brillaba sobre él. Siguió una oscuridad interminable. Sentí un temblor, un sobresalto desquiciante, y abruptamente advertí que me sacudían.
De inmediato mis sentidos empezaron a funcionar. Don Juan me agitaba vigorosamente, y yo lo miraba. Debo haber abierto los ojos en ese momento.
Me roció agua en la cara. La frialdad del liquido era muy agradable. Tras una breve pausa, quiso saber qué había ocurrido.
Expuse cada detalle de mi visión.
-¿Pero qué vi? -pregunté.
-A tu amigo -replicó.
Reí y expliqué pacientemente que había "visto" una figura en forma de hongo. Aun careciendo de criterio para juzgar dimensiones, había tenido la sensación de que media unos treinta centímetros.
Don Juan recalcó que el sentir era todo lo que contaba. Dijo que mis sensaciones eran la medida que evaluaba el estado de ser del sujeto que yo "veía".
-Por tu descripción y tus sensaciones, debo concluir que tu amigo ha de ser una magnífica persona -dijo.
Sus palabras me desconcertaron.
Dijo que la configuración micoforme era la forma esencial de los seres humanos cuando un brujo los "veía" desde lejos, pero cuando el brujo encaraba directamente a la persona a quien estaba "viendo", la característica humana se mostraba como un conglomerado oviforme de fibras luminosas.
-No estabas viendo cara a cara a tu amigo -dijo-. Por eso apareció como un hongo.
-¿Por qué es así, don Juan?
-Nadie sabe. Ésa, sencillamente, es la forma en que los hombres aparecen en este tipo específico de ver.
Añadió que cada rasgo de la configuración micoforme tenía un significado especial, pero que era imposible para un principiante interpretar con exactitud dicho significado.
Tuve entonces un recuerdo de gran interés. Algunos años antes, en un estado de realidad no ordinaria producido por la ingestión de plantas psicotrópicas, había experimentado o percibido, mientras miraba una corriente acuática, que un racimo de burbujas flotaba hacia mí, envolviéndome. Las burbujas doradas que acababa de contemplar flotaban y me envolvían de la misma manera exacta. De hecho, yo podía decir que ambos conglomerados habían tenido la misma estructura y la misma pauta.
Don Juan escuchó con indiferencia mis comentarios.
-No gastes tu poder en babosadas -dijo-. Estás tratando con esa inmensidad que está allá afuera.
Señaló hacia el chaparral con un movimiento de la mano.
Convertir en razonable esa cosa magnifica que está allá afuera no te sirve de nada. Aquí, alrededor de nosotros, está la eternidad misma. Esforzarse a reducirla a una tontería manejable es un acto despreciable y definitivamente desastroso.
Luego insistió en que yo tratara de "ver" a otra persona de mi gama de conocidos. Añadió que, una vez terminada la visión, debía procurar abrir los ojos por mí mismo y resurgir a la conciencia plena de mi entorno inmediato.
Logré fijar la visión de otra figura micoforme, pero mientras la primera había sido amarillenta y pequeña, la segunda fue blancuzca, de mayor tamaño y contrahecha.
Cuando hubimos terminado de hablar sobre las dos formas que yo había "visto", me había olvidado de la "polilla en el matorral", tan abrumadora un rato antes. Dije a don Juan que me asombraba tener tal facilidad para descartar algo tan verdaderamente ultraterreno. Parecía que yo no fuese la misma persona que solfa ser.
-No veo por qué haces tanta alharaca -dijo don Juan-. Cada vez que el diálogo cesa, el mundo se desploma y salen a la superficie facetas extraordinarias de nosotros mismos, como si nuestras palabras las hubieran tenido bajo guardia. Eres como eres porque te dices a ti mismo que eres así.
Tras un corto descanso, don Juan me instó a seguir "llamando" amigos. Dijo que el ejercicio consistía en tratar de "ver" todas las veces posibles, con el fin de establecer una gula o una pauta de diversos sentimientos.
Llamé treinta y dos personas en sucesión. Después de cada intento, don Juan exigía una versión cuidadosa y detallada de todo lo percibido en mi visión. Sin embargo, cambió de procedimientos conforme adquirí mayor proficiencia en mi desempeño; proficiencia juzgada por el hecho de que detenía el diálogo interno en cuestión de segundos, de que podía abrir los ojos por mí mismo al finalizar cada experiencia, y de que reanudaba sin transición alguna actividades ordinarias. Noté ese cambio de procedimiento mientras discutíamos la coloración
de las configuraciones micoformes. Ya él había señalado que lo que yo llamaba coloración no era un tinte sino un brillo de diferentes intensidades. Me hallaba a punto de referirme a un resplandor amarillento recién percibido cuando él me interrumpió para dar una descripción exacta de lo que yo había "visto". A partir de entonces, discutió el contenido de cada visión, no sólo como si comprendiese lo que yo decía, sino como si lo hubiera "visto" él mismo. Al pedirle yo un comentario al respecto, rehusó de plano hablar de ello.
Cuando terminé de llamar a las treinta y dos personas, había "visto" una variedad de figuras micoformes, y resplandores, y había experimentado hacia ellas una variedad de sentimientos, desde el suave deleite hasta la repugnancia pura.
Don Juan explicó que la gente estaba llena de configuraciones que podían ser deseos, problemas, pesares, preocupaciones, o cosas por el estilo. Aseveró que sólo un brujo profundamente poderoso podía devanar el sentido de dichas configuraciones, y que yo debía contentarme con observar tan sólo la forma general de las personas.
Me hallaba muy cansado. Había algo sumamente fatigoso en aquellas figuras extrañas. La sensación que predominaba en mi era un amago de náusea. No me habían gustado. Me habían hecho sentir atrapado y sin esperanza.
Don Juan me ordenó escribir para dispersar de ese modo el sentimiento sombrío. Y tras un largo intervalo silencioso, durante el cual no pude escribir nada, me pidió llamar gente que él mismo escogería.
Emergió una nueva serie de figuras. No eran micoformes; más bien parecían tazas japonesas para sake, volteadas boca abajo. Algunas tenían, a manera de cabeza, una formación como el pie de las tazas; otras eran más redondas. Sus formas eran atractivas y apacibles. Sentí que en ellas había alguna propiedad inherente de felicidad. Rebotaban, en oposición a la pesadez lastrada que el grupo anterior había exhibido. De algún modo, el mero hecho de que estuviesen allí frente a mí aliviaba mi fatiga.
Entre las personas elegidas por don Juan estaba su aprendiz Eligio. Al evocar la imagen de ligio, recibí una sacudida que me sacó de mi estado visionario. Eligio tenía una forma blanca y larga que respingó y pareció saltarme encima. Don Juan explicó que Eligio era un aprendiz muy talentoso y que, sin duda, había notado que alguien lo estaba "viendo".
Otra de las elecciones fue Pablito, aprendiz de don Genaro. El sobresalto que la visión de Pablito me produjo fue incluso mayor que en el caso de Eligio.
Don Juan rió tan fuerte que las lágrimas corrían por sus mejillas.
-¿Por qué tiene esa gente formas distintas? -pregunté.
-Tienen más poder personal -repuso-. Como habrás notado, no están pegados al suelo.
-¿Qué les ha dado esa ligereza? ¿Nacieron así?
-Todos nacemos así de ligeros y livianos, pero nos volvemos pesados y fijos. Eso es lo que nos hacemos a nosotros mismos. Así pues, podríamos decir que esas personas tienen distinta forma porque viven como guerreros. Pero eso no es importante. Lo que tiene valor es que ahora estás en el borde. Has llamado cuarenta y siete personas, y sólo falta una más para completar las cuarenta y ocho originales.
Recordé en ese momento que años antes me había dicho, al discutir la brujería del maíz y la adivinación, que el número de maíces que un guerrero poseía era cuarenta y ocho. Nunca había explicado el motivo.
-¿Por qué cuarenta y ocho? -le pregunté de nuevo.
-Cuarenta y ocho es nuestro número -dijo-. Eso es lo que nos hace hombres. No sé por qué. No malgastes tu poder en preguntas tontas.
Se puso en pie y estiró brazos y piernas. Me indicó, hacer lo mismo. Advertí que había un toque de luz en el cielo, hacia el oriente. Volvimos a sentarnos. Se inclinó acercando la boca a mi oído.
-La última persona que vas a llamar es Genaro, el verdadero chingón -susurró.
Sentí un empellón de curiosidad excitada. Realicé con rapidez los pasos requeridos. El extraño sonido desde el borde del chaparral se hizo vivido y adquirió nueva fuerza. Yo casi lo había olvidado. Las burbujas doradas me cubrieron y, en una de ellas, vi a don Genaro. Estaba parado ante mí, sombrero en mano. Sonreía. Abrí apresuradamente los ojos y estaba a punto de hablarle a don Juan, pero antes de que pudiera pronunciar palabra mi cuerpo se puso rígido como una tabla; mi cabello se irguió y durante un largo momento no supe qué hacer ni qué decir. Don Genaro estaba allí parado frente a mi. ¡En persona! Me volví hacia don Juan; sonreía. Luego, ambos estallaron en una gran carcajada. Traté de reír también. No
podía. Me puse en pie.
Don Juan me dio una taza de agua. La bebí automáticamente. Pensé que me iba a rociar la cara. En vez de ello, volvió a llenar mi taza.
Don Genaro se rascó la cabeza y ocultó una sonrisa.
-¿No vas a saludar a Genaro? -preguntó don Juan.
Requerí un enorme esfuerzo para organizar mis ideas y mis sensaciones. Finalmente mascullé algún saludo.
Don Genaro hizo una reverencia.
-Me llamaste, ¿verdad? -preguntó, sonriendo.
Murmurando, expresé mi asombro por haberlo hallado allí.
-Sí te llamó -interpuso don Juan.
-Bueno, pues aquí estoy -me dijo don Genaro- ¿En qué te puedo servir?
Poco a poco, mi mente pareció organizarse y finalmente tuve una comprensión súbita. Mis ideas se hicieron claras como el cristal y "supe" lo que en verdad había ocurrido. Deduje que don Genaro estaba de visita con don Juan, y que, al oír acercarse mi coche, se metió en el matorral y permaneció escondido hasta caer la noche. La evidénciate me parecía convincente. Don Juan, que sin duda había planeado todo el asunto, me dio pistas de tiempo en tiempo, guiando así su desarrollo. En el momento adecuado, don Genaro me hizo notar su presencia, y cuando don Juan y yo volvíamos a la casa, nos siguió de la manera más obvia con el fin de despertar mi temor. Luego esperó en el chaparral, produciendo el extraño sonido cada vez que don Juan se lo indicaba. La seña final de abandonar el refugio de las matas debió darse cuando mis ojos estaban cerrados, después de que don Juan me pidió "llamar" a don Genaro. Entonces don Genaro debió llegarse hasta la ramada para esperar que yo abriera los ojos y darme un susto final.
Las únicas incongruencias en mi esquema de explicación lógica eran que yo había visto, sin lugar a dudas, que el hombre oculto entre las matas se convertía en pájaro, y que al visualizar a don Genaro por vez primera, lo vi como una imagen en una burbuja dorada. En mi visión llevaba exactamente las mismas ropas que en persona. Como yo no tenía ninguna manera lógica de explicar dichas incongruencias, asumí, como siempre he hecho en circunstancias similares, que la tensión emocional debía haber jugado un papel importante en determinar lo que yo "creí ver".
Eché a reír, en forma totalmente involuntaria, ante la idea de la absurda treta. Les hablé de mis deducciones.
Ellos rieron a mandíbula batiente. Pensé con toda sinceridad que su risa los delataba.
-Estaba usted escondido en las matas, ¿verdad? -pregunté a don Genaro.
Don Juan tomó asiento y puso la cabeza entre las manos.
-No, no estaba escondido -dijo don Genaro con paciencia-. Estaba lejos de aquí y entonces me llamaste, así que vine a verte.
-¿Dónde estaba usted, don Genaro?
-Lejos.
-¿Qué tan lejos?
Don Juan me interrumpió y dijo que don Genaro había venido como un acto de deferencia hacia mí, y que yo no podía preguntarle dónde había estado, porque no había estado en parte alguna.
Don Genaro salió en mi defensa y dijo que estaba bien preguntarle cualquier cosa.
-Si no andaba escondido cerca de la casa, ¿dónde estaba usted, don Genaro? -pregunté.
-Estaba en mi casa -repuso con gran candor.
-¿En Oaxaca?
-¡Sí! Es la única casa que tengo.
Se miraron y nuevamente soltaron la risa. Yo sabia que me embromaban, pero decidí no llevar más lejos mis averiguaciones. Pensé que ambos debían haber tenido una razón para ponerse a montar un espectáculo tan complicado. Tomé asiento.
Me sentía verdaderamente cortado en dos; cierta parte de mi ser no se sobresaltaba en absoluto y podía aceptar en su valor aparente cualquier reto de don Juan o don Genaro. Pero había otra parte que se negaba de plano; era mi parte más fuerte. Mi evaluación consciente era que yo había aceptado la descripción mágica del mundo, dada por don Juan, sólo en términos intelectuales, mientras mi cuerpo como entidad completa la rechazaba; de ahí mi dilema. Sin embargo, en el curso de los años que tenía de tratar a don Juan y a don Genaro, yo había experimentado fenómenos extraordinarios, y todos habían sido experiencias corporales, no intelectuales. Esa misma noche yo había ejecutado "la marcha de poder", lo cual, desde la perspectiva de mi intelecto, era una hazaña inconcebible; y más aún, había tenido visiones increíbles sin usar otro medio que mi propia volición.
Les expliqué la naturaleza de mi desconcierto, doloroso y al mismo tiempo sincero.
-Este muchacho es un genio -dijo don Juan a don Genaro, meneando la cabeza con incredulidad.
-Eres un geniete, Carlitos -dijo don Genaro como transmitiendo un mensaje.
Tomaron asiento junto a mí, don Juan a la. derecha y don Genaro a la izquierda. Don Juan observó que pronto sería de mañana. En ese instante oí de nuevo el llamado de la polilla. Se había movido. El sonido venía de la dirección contraria. Miré a uno y a, otro, sosteniendo su mirada. Mi esquema lógico empezó a desintegrarse. El sonido tenía una riqueza y una profundidad hipnotizantes. Luego percibí pasos ahogados, patas suaves que aplastaban los yerbajos secos. El sonido barbotante se acercó y me acurruqué contra don Juan. Secamente, me ordenó "ver” aquello. Hice un esfuerzo supremo, no tanto para complacerlo como para
complacerme a mí mismo. Había estado seguro de que don Genaro era la polilla. Pero don Genaro estaba sentado junto a mí; ¿qué había entonces entre las matas? ¿Una polilla?
El barbotar resonaba en mis oídos. Yo no podía parar por entero mi diálogo interno. Oía el sonido, pero no podía sentirlo en el cuerpo, como antes. Percibí pasos definidos. Algo se deslizaba en la oscuridad. Hubo un fuerte crujido, como si una rama se partiera en dos, y de pronto me aferró un recuerdo aterrorizante. Años atrás, había pasado una noche tremenda en el yermo, y algo me hostigó: algo muy ligero y suave que pisó mi cuello repetidas veces mientras yo yacía agazapado. Don Juan había explicado el evento como un encuentro
con "el aliado", una fuerza misteriosa que el brujo aprendía a percibir como entidad.
Me incliné hacia don Juan y susurré mi recuerdo. Don Genaro se nos acercó caminando a gatas.
-¿Qué dijo? -pregunté a don Juan en un susurro.
-Dijo que allí anda un aliado -repuso don Juan en voz baja.
Don Genaro regresó gateando a su sitio y se sentó. Luego se volvió hacia mí y susurró en voz baja:       -Eres un genio.
Rieron calladamente. Don Genaro señaló el matorral con un movimiento de barbilla.
-Anda allá afuera y agárralo -dijo-. Desnúdate y métele un buen susto a ese aliado.
Se sacudieron de risa. Mientras tanto, el sonido había cesado. Don Juan me ordenó detener mis pensamientos pero conservar los ojos abiertos, enfocados en el borde del chaparral frente a mí. Dijo que la polilla había cambiado de posición porque don Genaro estaba allí, y que, si se me iba a manifestar, elegiría llegar por tal punto.
Tras luchar un momento por aquietar mis ideas, percibí otra vez el sonido. Su textura era más rica que nunca.
Primero oí los pasos apagados sobre ramas secas y luego los sentí en mi cuerpo. En ese instante discerní una masa oscura directamente frente a ml, al filo de las matas.
Sentí que me sacudían. Abrí los ojos. Don Juan y don Genaro se erguían a mi lado y yo estaba de rodillas, como si me hubiera dormido agazapado. Don Juan me dio agua y volví a sentarme con la espalda contra la pared.
Poco rato después vino la aurora. El chaparral pareció despertar. El frío matinal era terso y vigorizante.
La polilla no había sido don Genaro. Mi estructura racional se cata a pedazos. No quería hacer más preguntas, ni quería tampoco permanecer en silencio. Finalmente tuve que hablar.
-Pero si estaba usted en las sierras de Oaxaca, don Genaro, ¿cómo llegó aquí? -pregunté.
Don Genaro hizo con la boca gestos absurdos e hilarantes.
-Lo siento -dijo-, mi boca no quiere hablar. Luego se volvió hacia don Juan y dijo, sonriendo:
-¿Por qué no le dices tú?
Don Juan titubeó. Luego dijo que don Genaro, como consumado artista de la brujería, era capaz de hechos prodigiosos.
El pecho de don Genaro se hinchó como si las palabras de don Juan lo inflaran. Parecía haber inhalado tanto aire que su pecho se miraba el doble del tamaño normal. Daba la impresión de hallarse a punto de flotar. Saltó por los aires. Me pareció como si el aire dentro de sus pulmones lo hubiera forzado a saltar. Caminó de un lado a otro sobre el piso de tierra hasta que, aparentemente, logró adquirir control sobre su pecho; le dio de palmadas y, con gran fuerza, pasó las palmas de las manos desde los músculos pectorales hasta el estómago,
como si desinflara la cámara de una llanta. Finalmente tomó asiento.
Don Juan sonreía. Un gran deleite brillaba en sus ojos.
-Escribe tus notas -me ordenó suavemente-. !Escribe, escribe, o te mueres¡
Luego comentó que ya ni siquiera don Genaro sentía que mi hábito de tomar notas fuera tan extravagante.
-¡Cierto! -replicó don Genaro-. He estado pensando en ponerme a escribir yo también.
-Genaro es un hombre de conocimiento -dijo don Juan con sequedad-. Y siendo un hombre de conocimiento, es perfectamente capaz de trasladarse a. grandes distancias.
Me recordó que una vez, años antes, los tres estábamos en las montañas y don Genaro, en un esfuerzo por ayudarme a superar mi estúpida razón, dio un calco prodigioso hasta la cumbre de la Sierra, a quince kilómetros de distancia. El incidente figuraba en mi memoria, pero también el hecho de que yo ni siquiera pude concebir que don Genaro hubiera saltado.
Don Juan añadió que don Genaro era en ocasiones capaz de realizar hazañas extraordinarias.
-A veces Genaro no es Genaro sino su doble -dijo.
Lo repitió tres o cuatro veces. Luego ambos me observaron, como esperando mi reacción inminente.
Yo no había entendido lo de "su doble". Don Juan nunca había mencionado eso antes. Pedí una aclaración.
-Hay otro Genaro -explicó.
Los tres nos miramos. Me puse muy aprensivo. Con un movimiento de los ojos, don Juan me instó a seguir hablando.
-¿Tiene usted un hermano gemelo? -pregunté, volviéndome a don Genaro.
-Claro que sí -dijo-. Tengo un cuate.
No pude determinar si me estaban jugando una broma o no. Ambos rieron con el abandono de niños traviesos.
-Puedes decir -prosiguió don Juan- que en este momento Genaro es su cuate.
Esa aseveración hizo que ambos se tiraran al suelo entre risas. Pero yo no podía disfrutar su regocijo. Mi cuerpo se estremeció involuntariamente.
Don Juan dijo, en tono severo, que yo estaba demasiado pesado y engreído.
-¡Déjate ir! -me ordenó con sequedad-. Ya sabes que Genaro es un brujo y un guerrero impecable. Por eso es capaz de realizar hechos que serían inconcebibles para el hombre común. Su doble, el otro Genaro, es uno de esos hechos.
Quedé sin habla. No podía concebir que simplemente estuvieran burlándose de mí.
-Para un guerrero como Genaro -continuó-, producir al otro no es una cosa tan asombrosa.
Tras meditar largo rato qué decir, pregunté:
-¿Es el otro como uno mismo?
-El otro es uno mismo -replicó don Juan.
Su explicación había tomado un giro increíble, y sin embargo no era, en realidad, más increíble que todos los demás hechos de ambos.
-¿De qué está hecho el otro? -pregunté a don Juan tras algunos minutos de indecisión.
-No hay forma de saberlo -dijo.
-¿Es real, o sólo una ilusión?
-Claro que es real.
-¿Sería entonces posible decir que está hecho de carne y hueso? -pregunté.
-No. No sería posible -respondió don Genaro.
-Pero si es tan real como yo...
-¿Tan real como tú? -interrumpieron al unísono don Juan y don Genaro.
Se miraron entre sí y rieron hasta que pensé que se enfermarían. Don Genaro tiró al piso su sombrero y bailó alrededor. La danza era ágil y graciosa y, por algún motivo inexplicable, chistosa de principio a fin. Acaso el humor estaba en los movimientos exquisitamente "profesionales" que don Genaro ejecutaba. La incongruencia era tan sutil, y a la vez tan notable, que me doblé de risa.
-Lo malo contigo, Carlitos -dijo al sentarse de nuevo- es que eres un genio.
-Tengo que averiguar eso del doble -dije.
-No hay manera de saber si es de carne y hueso -dijo don Juan-. Porque no es tan real como tú. El doble de Genaro es tan real como Genaro. ¿Ves lo que quiero decir?
-Pero tiene usted que admitir, don Juan, que debe haber algún modo de saber.
-El doble es uno mismo; esa explicación debería bastar. Pero si vieras, sabrías que hay una gran diferencia entre Genaro y su doble. Para un brujo que ve, el doble brilla más.
Me sentía demasiado débil para hacer nuevas preguntas. Dejé mi cuaderno y por un instante creí que iba a desmayarme. Tenía visión de un túnel; todo a mi alrededor estaba oscuro, con excepción de un sector redondo de paisaje claro, frente a mis ojos.
Don Juan dijo que yo necesitaba comer algo. Yo no tenía hambre. Don Genaro anunció que él también desfallecía, se puso en pie y fue a la parte trasera de la casa. Don Juan se levantó y me hizo seña de seguirlo.
En la cocina, don Genaro se sirvió comida y luego inició una comiquísima pantomima imitando a alguien que quiere comer pero no puede tragar. Pensé que don Juan iba a morirse; rugía, pataleaba, lloraba, tosía y se atragantaba de risa. Yo también me sentía a punto de estallar. Las gracias de don Genaro eran incomparables.
Por fin desistió y nos miró por turno a don Juan y a mí; tenía los ojos relucientes y una sonrisa espléndida.
-Ni modo -dijo alzando los hombros.
Yo devoré una gran cantidad de comida, y lo mismo hizo don Juan; luego todos volvimos al frente de la casa.
El sol resplandecía, el cielo estaba despejado y la brisa matinal refrescaba el aire. Me sentía dichoso y fuerte.
Nos sentamos en triángulo, dándonos la cara. Tras un silencio cortés, decidí pedirles clarificar mi dilema. Una vez más me hallaba en perfectas condiciones, y quería explotar mi fuerza.
-Hábleme más acerca del doble, don Juan -dije.
Don Juan señaló a don Genaro y don Genaro inclinó la cabeza.
-Allí está -dijo don Juan-. No hay nada que decir. Aquí está para que lo atestigües.
-Pero es don Genaro -dije, en un débil intento por guiar la conversación.
-Claro que soy Genaro -dijo él, enderezando los hombros.
-¿Qué es entonces un doble, don Genaro? -pregunté.
-Pregúntale a él -repuso con brusquedad mientras señalaba a don Juan-. Él es el que habla. Yo soy mudo.
-Un doble es el brujo mismo, desarrollado a través de su soñar -explicó don Juan-. Un doble es un acto de poder para un brujo, pero sólo un cuento de poder para ti. En el caso de Genaro, su doble no se puede distinguir del original. Eso se debe a que su impecabilidad como guerrero es suprema; así, tú mismo nunca has notado la diferencia. Pero en los años que llevas de conocerlo, sólo dos veces has estado con el Genaro original; todas las otras veces has estado con su doble.
-¡Pero esto es absurdo! -exclamé.
Sentí la angustia crecer en mi pecho. Me agité tanto que dejé caer mi cuaderno, y el lápiz rodó perdiéndose de vista, Don Juan y don Genaro se lanzaron al piso, casi como clavadistas, e iniciaron una búsqueda de farsa loca. Yo jamás había visto una representación más asombrosa de magia teatral y prestidigitación. Sólo que no había escenario, ni tramoya, ni artefactos de ninguna clase, y lo más probable era que los actores no usasen prestidigitación.
Don Genaro, ti malo principal, y su asistente don Juan, produjeron en cuestión de minutos la mas sorprendente, grotesca y extravagante colección de objetos, hallados debajo, detrás, o encima de paila cosa dentro de la periferia de la ramada.
Siguiendo el estilo de la magia teatral, el asistente disponía los elementos de tramoya, que en este raso eran los escasos objetos sobre el piso de tierra -piedras, costales, trozos de madera, un cajón de leche, una linterna y mi chaqueta-, y luego el mago, don Genaro, procedía a encontrar algo, que arrojaba a un lado inmediatamente después de constatar que no era mi lápiz. La colección de hallazgos incluía prendas de vestir, pelucas, anteojos, juguetes, utensilios, piezas de maquinaria, ropa interior femenina, dientes humanos, un sandwich de pollo, y objetos religiosos. Uno de ellos era francamente repugnante. Fue un compacto trozo de excremento humano que don Genaro sacó de debajo de mi chaqueta. Por fin, don Genaro halló mi lápiz y me lo entregó después de quitarle el polvo con el faldón de su camisa.
Celebraron sus payasadas con gritos y risas chasqueantes. Yo me descubrí observándolos, pero incapaz de unírmeles.
-No tomes las cosas tan en serio, Carlitos –dijo don Genaro con tono preocupado-. Se te va a reventar la...
Hizo un gesto risible que podía significar cualquier cosa.
Cuando la risa amainó, pregunté a don Genaro qué hacía un doble, o qué hacía un brujo con el doble.
Don Juan respondió. Dijo que el doble tenía poder, y que usaba para realizar hazañas que serían inimaginables en términos ordinarios.
-Ya re he dicho una y otra vez que el mundo no tiene fondo -me dijo-. Y tampoco lo tenemos nosotros los hombres, o los otros seres que existen en este mundo. Por eso, es imposible razonar al doble. Sin embargo se te ha permitido a ti atestiguarlo, y eso debería ser más que suficiente.
-Pero debe haber un modo de hablar de él -dije-. Usted mismo me ha dicho que explicó su conversación con el venado para poder hablar de ella. ¿No puede Hacer lo mismo con el doble?
Guardó silencio un momento. Le rogué. La ansiedad que experimentaba iba más allá de todo cuanto jamás había atravesado.
-Bueno, un brujo puede desdoblarse -dijo don Juan- Eso es todo lo que se puede decir.
-¿Pero se da cuenta de que está desdoblado?
-Claro que se da cuenta.
-¿Sabe que está en dos sitios al mismo tiempo?
Ambos me miraron y luego se miraron entre sí.
-¿Dónde está el otro don Genaro? -pregunté.
Don Genaro se inclinó en mi dirección y fijó la vista en mis ojos.
-No sé -dijo suavemente-. Ningún brujo sabe dónde está su otro.
-Genaro tiene razón -dijo don Juan-. Un brujo no tiene ni la menor idea de que está en dos sitios al mismo tiempo. Tener conocimiento de eso equivaldría a encarar a su doble, y el brujo que se encuentra cara a cara consigo mismo es un brujo muerto. Ésa es la regla. Ése es el modo en que el poder ha armado las cosas.
Nadie sabe por qué.
Don Juan explicó que, para cuando un guerrero ha conquistado el "soñar" y el "ver" y ha desarrollado un doble, debe haber logrado asimismo borrar la historia personal, el darse importancia a sí misino, y las rutinas.
Dijo que todas las técnicas que me había enseñado y que yo había considerado conversación vana eran, en esencia, medios de dar fluidez a la personalidad y al mundo y colocándolos fuera de los límites de la predicción, para de ese modo eliminar la impracticabilidad de tener un doble en el mundo ordinario.
-Un guerrero fluido ya no puede ponerle fechas cronológicas al mundo -explicó don Juan-. Y para él, el mundo y él mismo ya no son objetos. Él es un ser luminoso que existe en un mundo luminoso. El doble es cosa sencilla para un brujo porque él sabe lo que hace. Tomar notas es para ti cosa sencilla, pero todavía asustas a Genaro con tu lápiz.
-¿Puede una persona ajena, mirando a un brujo, ver que está en dos lugares a la vez? -pregunté a don Juan.
-Seguro. Ésa sería la única manera de saberlo.
-¿Pero no puede asumirse lógicamente que el brujo también notaría que ha estado en dos lugares?
-¡Ajá! -exclamó don Juan-. Por esta vez acertaste. Un brujo puede sin duda notar, después, que ha estado en dos sitios al mismo tiempo. Pero esto sólo sirve para llevar la cuenta y no afecta en nada el hecho de que, mientras actúa, no tiene idea de que es doble.
Mi mente se tambaleaba. Sentí que, de no seguir escribiendo, estallaría.
-Piensa en esto -prosiguió-. El mundo no se nos viene encima directamente; la descripción del mundo siempre está en el medio. Así pues, hablando con propiedad, siempre estamos a un paso de distancia y nuestra vivencia del mundo es siempre un recuerdo de la experiencia. Estamos eternamente recordando el instante que acaba de suceder, acaba de pasar. Recordamos, recordamos, recordamos.
Volteó la mano una y otra vez para darme el sentimiento de lo que quería decir.
-Si toda nuestra vivencia del mundo es recuerdo, entonces no resulta tan absurdo decir que un brujo puede estar en dos sitios al mismo tiempo. Pero ese no es el caso desde el punto de vista de lo que él siente, porque para vivir el mundo un brujo, como cualquier otro hombre, tiene que recordar el acto que acaba de realizar, la experiencia que acaba de vivir. En el conocimiento del brujo hay un solo recuerdo. Sin embargo, para alguien que estuviera mirando al brujo, el brujo aparecería como si estuviera actuando a la vez en dos episodios
diferentes. El brujo, no obstante, recuerda dos instantes aislados, distintos, porque para él la goma de la descripción del tiempo ya no pega más.
Cuando don Juan terminó de hablar, me sentí seguro de tener fiebre.
Don Genaro me examinó con ojos curiosos.
-Tiene razón -dijo-. Siempre andamos un salto atrás.
Movió la mano como don Juan había hecho; su cuerpo empezó a moverse en tirones y saltó hacía atrás sobre su asiento. Era como si tuviese hipo y el hipo forzara a su cuerpo a saltar. Empezó a desplazarse de espaldas, saltando sentado, y fue hasta el final de la ramada y regresó.
La visión de don Genaro saltando hacia atrás sobre sus nalgas, en vez de ser chistosa como debería haber sido, me produjo un ataque de miedo tan intenso que don Juan tuvo que golpear repetidamente, con los nudillos, la parte superior de mi cabeza.
-Sencillamente no puedo comprender todo esto, don Juan -dije.
-Yo tampoco -repuso don Juan, alzando los hombros.
-Y yo menos, querido Carlitos -añadió don Genaro.
Mi fatiga, el total de mi experiencia sensorial, el ambiente de ligereza y humor que prevalecía, y las payasadas de don Genaro eran demasiado para mis nervios. No podía detener la agitación en los músculos de mi estómago.
Don Juan me hizo rodar en el piso hasta que recobré la calma; luego volví a sentarme encarándolos.
-¿Es sólido el doble? -pregunté a don Juan tras un largo silencio.
Me miraron.
-¿Tiene cuerpo el doble? -pregunté.
-Seguro -dijo don Juan-. La solidez, el cuerpo son recuerdos; al igual que todo lo demás que sentimos del mundo, son recuerdos que acumulamos. Tú tienen el recuerdo de mi solidez, igual que tienes el recuerdo de comunicarte con palabras. Por eso crees que hablaste con un coyote y sientes que soy sólido.
Don Juan puso su hombro junto al mío y me dio un leve codazo.
-Tócame -dijo.
Le di palmadas y luego lo abracé. Me hallaba al borde del llanto.
Don Genaro se puso de pie y se me acercó. Daba la impresión de un niño con brillantes ojos traviesos. Hizo un mohín frunciendo los labios y me miró un largo momento.
-¿Y yo? -preguntó, tratando de esconder una sonrisa-. ¿No vas a darme mi abrazo?
Me levanté y extendí los brazos para tocarlo; mi cuerpo pareció congelarse en esa postura. No tenía poder para moverme. Traté de forzar mis brazos a alcanzarlo, pero la pugna fue en vano.
Don Juan y don Genaro se pararon, observándome. Sentí mi cuerpo contraerse bajo una presión desconocida.
Don Genaro tomó asiento y fingió ponerse de mal humor porque yo no lo había abrazado; frunció la boca y golpeó el suelo con los talones, luego los dos volvieron a estallar en carcajadas.
Los músculos de mi estómago temblaban, sacudiendo todo mi cuerpo. Don Juan señaló que estaba moviendo la cabeza como él había recomendado antes, y que ésa era la oportunidad de tranquilizarme reflejando un rayo de luz en la córnea de mis ojos. Me jaló a la fuerza a campo abierto, fuera del techo de la ramada, y manipuló mi cuerpo para que mis ojos captaran el sol oriental; pero cuando acabó de ponerme en la posición adecuada, yo había dejado de temblar. Noté que yo aferraba mi cuaderno solamente después de que don Genaro dijo que el peso de las hojas era lo queme hacía estremecer.
Aseguré a don Juan que mi cuerpo me jalaba para irme. Agité la mano en dirección de don Genaro. No quería darles tiempo de hacerme cambiar de idea.
-Adiós, don Genaro -grité-. Ya tengo que irme.
Devolvió el ademán.
Don Juan caminó conmigo unos metros, hacia mi coche.
-¿Usted también tiene un doble, don Juan? -pregunté.
-¡Claro! -exclamó.
Tuve en ese momento una idea enloquecedora. Quise descartarla y marcharme a toda prisa, pero algo en mi interior seguía aguijándome. A lo largo de los años de nuestra relación, se había hecho costumbre que, cada vez que yo deseaba ver a don Juan, iba a Sonora o a México central y siempre lo hallaba esperándome. Había aprendido a dar eso por sentado y nunca hasta entonces se me había ocurrido pensar nada al respecto.
-Dígame una cosa, don Juan -dije, medio en broma-. ¿Usted es usted, o usted es su doble?
Se inclinó hacia mí. Sonreía.
-Mi doble -susurró.
Mi cuerpo saltó en el aire como si me impeliera una fuerza formidable. Corrí a mi coche.
-Lo dije en broma -dijo don Juan en voz alta-.
Todavía no te puedes ir. Me sigues debiendo cinco días.
Ambos corrieron hacia el auto mientras yo lo echaba en reversa. Reían y brincoteaban.
-¡Carlitos, llámame cuando quieras! -gritó don Genaro.

Carlos Castaneda
De relatos de poder (1975)

18 de mayo de 2016

Citas de Relatos de poder II, Carlos Castaneda

 Citas de Relatos de poder II (1971)

La confianza del guerrero no es la confianza del hombre corriente. El hombre corriente busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en si mismo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre corriente está enganchado a sus semejantes, mientras que el guerrero sólo está enganchado al infinito.

Hay montones de cosas que un guerrero puede hacer en un determinado momento y que no habría podido hacer años antes. Esas cosas no cambiaron; lo que cambió fue su idea de sí mismo.

El único camino posible para un guerrero es actuar consistentemente y sin reservas. En un momento dado, sabe lo suficiente del camino del guerrero como para actuar en consecuencia, pero sus viejos hábitos y rutinas pueden interponerse en su camino.

Para que un guerrero tenga éxito en cualquier empresa, el éxito debe llegar suavemente; con mucho esfuerzo, pero sin tensión ni obsesiones.

Es el diálogo interno lo que ata a la gente al mundo cotidiano. El mundo es de tal y cual manera sólo porque nos decimos nosotros mismos que es de tal y cual manera. El pasaje al mundo de los chamanes se abre cuando el guerrero ha aprendido a parar su diálogo interno.

Cambiar nuestra idea del mundo es la clave del chamanismo. Y parar el diálogo interno es la única forma de lograrlo.

Cuando un guerrero aprende a parar su diálogo interno todo es posible; hasta los proyectos más descabellados se vuelven factibles.

Un guerrero acepta su suerte, sea cual sea, y la acepta con total humildad. Se acepta a sí mismo con humildad, tal como es; no como base para lamentarse, sino como un desafío vital.

La humildad del guerrero no es la humildad del mendigo. El guerrero no humilla la cabeza ante nadie y, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie humille la cabeza ante él. El mendigo, en cambio, enseguida se arrodilla y se arrastra por los suelos ante cualquiera que considere más encumbrado, pero también exige que alguien aún más inferior haga lo mismo con él.

Descanso, refugio, miedo: todo ello no son más que palabras creadoras de estados de ánimo que hemos aprendido a aceptar sin tan siquiera cuestionarnos su valor.

Nuestros semejantes son magos negros. Y quienquiera que esté con ellos es también un mago negro sin más. Piensa un momento. ¿Puedes desviarte de la senda que tus semejantes han trazado para ti? Mientras permaneces con ellos, tus acciones y pensamientos están fijados para siempre en sus términos. Eso es esclavitud. El guerrero, en cambio, está libre de todo eso. La libertad es cara, pero el precio no es imposible de pagar. Así que teme a tus captores, a tus amos. No desperdicies tu tiempo y tu poder en temer a la libertad.

Lo malo de las palabras es que nos hacen sentirnos iluminados; pero cuando nos damos la vuelta para enfrentarnos al mundo, siempre nos fallan y terminamos enfrentándonos al mundo como siempre: sin iluminación. Por esta razón, un guerrero busca actuar en vez de hablar, y para ello obtiene una nueva descripción del mundo, una descripción en la que hablar no es tan importante y en la que los actos nuevos conllevan reflexiones nuevas.


Un guerrero ya se considera muerto, así que no tiene nada que perder. Lo peor ya le ha pasado; por tanto, se siente tranquilo y sus pensamientos son claros. Nadie que lo juzgase por sus actos o por sus palabras podría jamás sospechar que lo ha presenciado todo.

El conocimiento es un asunto de lo más peculiar, especialmente para un guerrero. El conocimiento, para un guerrero, es algo que, súbitamente, llega, lo envuelve y luego sigue de largo.

El conocimiento llega a un guerrero flotando como motas de polvo de oro, el mismo polvo que cubre las alas de las polillas. Así pues, para un guerrero, el conocimiento es como darse una ducha o recibir una lluvia de motas de polvo de oro oscuro.

Siempre que el diálogo interno cesa, el mundo se desploma y afloran extraordinarias facetas nuestras, como si hubieran estado celosamente guardadas por nuestras palabras.

El mundo es insondable. Y también lo somos nosotros, así como todos los seres que existen en este mundo.

Los guerreros no ganan victorias golpeándose la cabeza contra los muros, sino rebasando los muros. Los guerreros saltan sobre los muros, no los derriban.

Un guerrero debe cultivar el sentimiento de que tiene cuanto necesita para ese viaje extravagante que es su vida. Lo que cuenta para un guerrero es estar vivo. La vida es suficiente y completa en sí misma, y por sí misma se explica.
Por eso puede uno decir, sin presunción, que la experiencia de las experiencias es estar vivo.

El hombre corriente piensa que entregarse a las dudas y a las tribulaciones es señal de sensibilidad, de espiritualidad. Lo cierto es que el hombre corriente no puede hallarse más lejos de ser sensible. Su diminuta razón se convierte, deliberadamente, en el monstruo o en el santo que imagina ser, aunque en realidad es demasiado minúscula para un molde de monstruo o de santo de ese tamaño.

Ser un guerrero no es sólo cuestión de desearlo. Es más bien una lucha interminable que seguirá hasta el último instante de nuestras vidas. Nadie nace guerrero, como nadie nace hombre corriente. Somos nosotros quienes nos hacemos lo uno o lo otro.

Un guerrero muere difícilmente. Su muerte debe luchar para llevárselo. Un guerrero no se entrega a la muerte tan fácilmente.

Los seres humanos no son objetos; no tienen solidez. Son seres redondos, luminosos; no tienen límites. El mundo de los objetos y de la solidez no es más que una descripción que fue creada para ayudarlos, para facilitar su paso por la Tierra.

Su razón hace que los seres humanos olviden que la descripción del mundo es tan sólo una descripción, y antes de que se den cuenta, han atrapado la totalidad de sí mismos en un círculo vicioso del cual raramente escapan durante su vida.

Los seres humanos son perceptores, pero el mundo que perciben es una ilusión: una ilusión creada por la descripción que les contaron desde el momento mismo en que nacieron.
Así pues, el mundo que su razón quiere sostener es, en esencia, un mundo creado por una descripción que tiene reglas dogmáticas e inviolables, reglas que su razón aprende a aceptar y a defender.

La ventaja oculta de los seres luminosos es que tienen algo que nunca se utiliza: el intento. La maniobra de los chamanes es la misma que la del hombre corriente. Ambos tienen una descripción del mundo. El hombre corriente la sostiene con su razón; el chamán, con su intento. Ambas descripciones tienen sus reglas; pero la ventaja del chamán es que el intento abarca más que la razón.

Sólo como guerrero se puede soportar el camino del conocimiento. Un guerrero no puede quejarse ni lamentar nada. Su vida es un desafío interminable, y no hay modo de que los desafíos puedan ser buenos o malos. Los desafíos son simplemente desafíos.

La diferencia básica entre un hombre corriente y un guerrero es que para un guerrero todo es como un desafío, mientras que para un hombre corriente todo es como una bendición o una maldición.

La carta ganadora del guerrero es que cree sin creer. Pero, obviamente, un guerrero no puede decir simplemente que cree y dejar las cosas ahí. Eso resultaría demasiado fácil. Sólo creer, sin más, le libraría de examinar su situación. Siempre que un guerrero se implica con alguna creencia, lo hace porque ésa es su elección. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer.

La muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Sin la conciencia de la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte lo acecha es por lo que un guerrero tiene que creer que el mundo es un misterio insondable. Tener que creer de este modo es la expresión de la más íntima predilección del guerrero.

El poder pone siempre al alcance del guerrero un centímetro cúbico de suerte. El arte del guerrero consiste en ser permanentemente fluido para poderlo atrapar.

El hombre corriente es consciente de todo sólo cuando piensa que debería serlo; la condición de un guerrero, en cambio, es ser consciente de todo en todo momento.

La totalidad de nosotros mismos es algo muy misterioso. Necesitamos solamente una porción muy pequeña de esa totalidad para llevar a cabo las tareas más complejas de la vida. Pero, al morir, morimos con la totalidad de nosotros mismos.

Una regla básica para el guerrero es que toma sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado es capaz de sorprenderlo; mucho menos, de menguar su poder.

Cuando un guerrero toma la decisión de pasar a la acción, debería estar dispuesto a morir. Si está dispuesto a morir, no habrá tropiezos, ni sorpresas desagradables, ni actos innecesarios. Todo encajará suavemente en su sitio porque no espera nada.

Un guerrero, como maestro, debe enseñar ante todo la posibilidad de actuar sin creer y sin esperar recompensa; de actuar porque sí. Su éxito como maestro depende de lo bien y lo armoniosamente que guíe a sus pupilos en este aspecto específico.

El guerrero, como maestro, enseña tres técnicas a su pupilo para ayudarle a borrar su historia personal: perder la propia importancia personal, asumir la responsabilidad de los propios actos y utilizar a la muerte como consejera. Sin el efecto benéfico de estas tres técnicas, el borrar la historia personal le hace a uno furtivo, evasivo e innecesariamente dudoso de sí mismo y de sus acciones.

No hay manera de librarse de la autocompasión de una vez por todas. Tiene un papel y un lugar definidos en nuestras vidas, una fachada definida y reconocible. Así, cada vez que se presenta la ocasión, la fachada de la autocompasión se activa. Tiene una historia. Pero si uno cambia la fachada, cambia su lugar de prominencia.
Las fachadas se cambian modificando los elementos que las componen. La autocompasión resulta útil a quien se siente importante y merecedor de mejores condiciones y de mejor trato, o bien a quien no quiere hacerse responsable de los actos que lo condujeron al estado que suscitó su autocompasión.

Cambiar la fachada de la autocompasión significa sólo que uno ha asignado un lugar secundario a un elemento que antes era importante. La autocompasión continúa siendo un rasgo prominente, pero ahora ha pasado a un segundo plano; al igual que la idea de la propia muerte inminente, la idea de la humildad del guerrero o la idea de la responsabilidad por los propios actos estuvieron durante una época en un segundo plano para un guerrero, sin ser nunca utilizadas hasta el momento en que se convirtió en guerrero.

Un guerrero reconoce su dolor pero no se entrega a él. El guerrero que se adentra en lo desconocido no tiene el ánimo triste; por el contrario, está alegre porque se siente humilde ante su gran fortuna, porque confía en su espíritu impecable y, sobre todo, porque es plenamente consciente de su eficacia. La alegría de un guerrero le viene de haber aceptado su destino y de haber evaluado en verdad lo que tiene delante. 
COMENTARIO

Relatos de poder lleva la marca de mi caída definitiva. En la época en la que tuvieron lugar los acontecimientos que se narran en el libro sufrí una profunda sacudida emocional, la crisis del guerrero. Don Juan Matus abandonó este mundo dejando a sus cuatro aprendices en él. Don Juan se dirigió a cada uno de esos aprendices y les asignó una tarea. A mí, aquella tarea me parecía un placebo que carecía del más mínimo significado en comparación con aquella pérdida.
El hecho de no ver nunca más a don Juan no podía ser aliviado por ninguna pseudotarea. Naturalmente, lo primero que hice fue suplicarle que me llevara con él.
 No estás preparado todavía  respondió . Seamos realistas.
 Pero podría prepararme en un abrir y cerrar de ojos,  le aseguré.
 No lo dudo. Estarías preparado, pero no para mí. Yo exijo una eficacia perfecta. Exijo un intento impecable y una disciplina impecable. Tú aún no los tienes. Los tendrás, te estás acercando; pero todavía no has llegado.
 Usted tiene el poder de llevarme, don Juan, aunque yo no esté a punto y sea imperfecto.
 Supongo que sí; pero no lo haré porque sería un vergonzoso desperdicio. Lo perderías todo, créeme. No insistas. Insistir no cabe en el mundo de los guerreros.
Aquella afirmación bastó para detenerme. Pero en mi fuero interno, sin embargo, anhelaba irme con él, aventurarme más allá de los límites de todo lo que conocía como normal y real.
Cuando llegó el momento en que abandonó efectivamente el mundo, don Juan se convirtió en una especie de coloreada y vaporosa luminosidad. Era pura energía, fluyendo libremente en el universo. En ese momento mi sensación de pérdida fue tan intensa que quise morir. Prescindí de todo lo que don Juan había dicho y, sin dudarlo, me arrojé a un precipicio. Pensaba que si hacía eso, don Juan estaría obligado a llevarme consigo y a salvar cualquier ápice de conciencia que me quedara, muerto y todo.
Pero por razones que me resultan inexplicables, tanto desde las premisas de mi cognición normal como desde la cognición del mundo de los chamanes, no morí. Me quedé solo en el mundo cotidiano, mientras que los tres componentes de mi grupo se dispersaron por el mundo. Era un desconocido para mí mismo, lo que hacía que mi soledad fuera más intensa que nunca. Me veía a mí mismo como un infiltrado, como una especie de espía que don Juan había dejado atrás impelido por oscuras razones.
Las citas tomadas del texto de Relatos de poder muestran la cualidad desconocida del mundo; no del mundo de los chamanes, sino del mundo de la vida cotidiana, que es, según don Juan, tan rico y misterioso como el que más. Lo único que necesitamos para captar las maravillas de este mundo de la vida cotidiana es tener el suficiente desapego. Pero, más que desapego, lo que necesitamos es tener el afecto y el abandono suficientes.
 Un guerrero debe amar este mundo  me había advertido don Juan , para que este mundo que parece tan corriente se abra y revele sus maravillas.
Cuando formuló esta afirmación nos hallábamos en el desierto de Sonora.
 Es una sensación sublime  dijo  estar en este desierto maravilloso, contemplando sus picos escabrosos de aquello que parecen montañas y que, en realidad, son formaciones de lava de volcanes desaparecidos hace largo tiempo. Es una sensación gloriosa descubrir que algunas de esas pepitas de obsidiana se formaron a unas temperaturas tan elevadas que todavía conservan la marca de su origen. Tienen muchísimo poder. Es algo soberbio vagar sin rumbo por aquellos picos escarpados y encontrar súbitamente un trozo de cuarzo capaz de captar las ondas de radio. El único inconveniente de tan magnífico cuadro es que para penetrar en las maravillas de este mundo, o en las maravillas de cualquier otro mundo, un hombre necesita ser un guerrero: sereno, recogido, indiferente, templado por los embates de lo desconocido. Tú aún no tienes ese temple. Tu deber es, por tanto, buscar esa plenitud antes de poder siquiera hablar de aventurarte en el infinito.
He pasado treinta y cinco años de mi vida buscando la madurez del guerrero. He ido a lugares que desafían toda descripción, buscando esa sensación de temple ante los embates de lo desconocido. Me fui discretamente, sin anunciarlo, y regresé del mismo modo. El trabajo de los guerreros es silencioso y solitario, y cuando los guerreros se van o regresan, lo hacen tan inadvertidamente que nadie repara en ello. Buscar la madurez del guerrero de cualquier otro modo sería ostentoso y, por tanto, inadmisible.
Las citas de Relatos de poder me trajeron vivamente el recuerdo de que el intento de los chamanes que vivieron en México en tiempos remotos seguía funcionando impecablemente. La rueda del tiempo se movía inexorablemente a mi alrededor, obligándome a mirar en surcos de los que no es posible hablar y mantener la coherencia.
 Baste decir  me dijo don Juan en una ocasión  que la inmensidad del mundo, ya sea el mundo de los chamanes o el de los hombres corrientes, es tan evidente que únicamente una aberración nos impediría percibirla. Intentar explicar a unos seres aberrantes lo que es andar extraviado por los surcos de la rueda del tiempo es la cosa más absurda que podría emprender un guerrero. En consecuencia, el guerrero se asegura de que sus viajes sean propiedad únicamente de su condición de guerrero.


 Carlos Castaneda

17 de mayo de 2016

La interacción de energía en el horizonte, Carlos Castaneda

 LA INTERACCIÓN DE ENERGÍA EN EL HORIZONTE

La claridad del acomodador trajo un nuevo ímpetu a mi recapitulación. Un nuevo humor reemplazó el anterior. Desde ese momento, empecé a recordar sucesos de mi vida con una claridad enloquecedora. Era exactamente como si una barrera hubiera sido construida dentro de mí, que me mantenía rígidamente atado a recuerdos magros y borrosos, y el acomodador la había derribado. Mi facultad para recordar, antes de ese suceso, había sido una vaga manera de referirme a cosas que habían pasado, pero que casi siempre quería olvidar. Básicamente, no tenía interés alguno en recordar nada de mi vida. En verdad, no veía ningún valor en este ejercicio inútil de la recapitulación que don Juan casi me había impuesto. Para mí, era una tarea que instantáneamente me cansaba, y lo único que ganaba era darme cuenta de mi incapacidad para concentrarme.
No obstante, yo había escrito obedientemente la listas de personas y me había involucrado en un esfuerzo fortuito de cuasi recordar mis interacciones con ellas. Mi falta de claridad en poder enfocarme en esas personas no me disuadió. Cumplí lo que consideraba mi deber, a pesar de mis verdaderos sentimientos. Con la práctica, la claridad de mis recuerdos mejoró muchísimo a mi parecer. Podía, por así decirlo, descender sobre ciertos sucesos claves con cierta agudeza a la vez pavorosa y gratificante. Sin embargo, después de que don Juan me presentó con la idea del acomodador, el poder de mis recuerdos se convirtió en algo que no tenía nombre.
El seguir mi lista de personas hizo que la recapitulación fuera muy formal y exigente, tal como lo quería don Juan. Pero de vez en cuando, algo en mí se soltaba, algo exigía que me enfocara en sucesos que no tenían nada que ver con mi lista, sucesos cuya claridad era tan enloquecedora que terminaba atrapado y sumergido en ellos, quizá más intensamente que durante la experiencia misma. Cada vez que recapitulaba de esa manera, tenía un grado de desapego que me permitía ver cosas que había descuidado cuando realmente había estado de lleno en ellas.
La primera vez que el recuerdo de un suceso me sacudió hasta los cimientos fue después de haber dado una conferencia en una universidad de Oregón. Los estudiantes encargados de organizar la conferencia, me llevaron a mí y a otro antropólogo amigo mío a una casa a pasar la noche. Iba a hospedarme en un motel, pero insistieron en llevarnos a la casa para nuestra mayor comodidad. Dijeron que estaba en el campo y que no había ruidos, el lugar más tranquilo del mundo, sin teléfonos y sin posibilidad de contactos con el mundo exterior. Yo, como el tonto que era, acepté ir con ellos. Don Juan no sólo me había advertido ser siempre un ave solitaria, sino que había exigido que observara su recomendación, algo que yo hacía la mayoría de las veces, aunque en ocasiones la criatura gregaria que había en mí me dominaba.
El comité nos llevó a la casa de un profesor que estaba en sabático, y que quedaba bastante lejos de la ciudad de Portland. Muy rápidamente, encendieron las luces por dentro y por fuera de la casa, que de hecho estaba sobre una colina rodeada de faros. Encendidas las luces, la casa debe haber sido visible a una distancia de diez kilómetros.
El comité se fue tan rápido como pudo, algo que me sorprendió porque pensaba que se quedarían a conversar. La casa era de madera, en forma de «A», pequeña, pero muy bien construida. Tenía una sala enorme y un entrepiso encima donde estaba el dormitorio. Justamente en el ángulo del marco en forma de «A» había un crucifijo de tamaño natural que colgaba de una extraña bisagra rotatoria, perforado en la cabeza. Era una vista bastante impresionante, especialmente cuando el crucifijo rotaba, chirriando como si necesitara aceite.
El baño de la casa era todo un espectáculo. Tenía azulejos de espejo en el techo, sobre las paredes y sobre el piso y estaba iluminado con una luz rojiza. No había manera de ir al baño sin verse desde todos los ángulos posibles. Disfruté todas estas características de la casa; me parecían estupendas.
Cuando llegó la hora de dormirme, sin embargo, me encontré con un serio problema, pues había una sola cama angosta, dura, monástica, y mi amigo antropólogo estaba a punto de caer enfermo de pulmonía, resollando y escupiendo flemas cada vez que tosía. Se fue directamente a la cama y se quedó seco. Busqué un rincón para dormirme. No encontraba ninguno. Esa casa carecía totalmente de comodidades. Además hacía frío. El comité había encendido las luces, pero no la calefacción. La busqué. Mi búsqueda fue inútil, como lo fue también el tratar de encontrar el contacto para apagar los faros o siquiera las luces de la casa. Los contactos estaban allí sobre las paredes, pero parecían regidos por un contacto central. Las luces estaban encendidas y no había manera de apagarlas.
El único rincón que encontré para dormir fue sobre un tapete delgado, y la única cobija que había era la piel curtida de un gigantesco perro lanudo francés. Evidentemente, había sido la mascota de la casa y lo habían preservado. Tenía brillantes ojos negros y le colgaba la lengua del hocico abierto. Puse la cabeza del perro sobre mis piernas. Me tenía que tapar con la parte trasera, que me daba al cuello. La cabeza embalsamada era como un duro objeto entre mis rodillas, lo que resultaba algo incómodo. Si hubiera estado oscuro, podría haber aguantado. Recogí un montón de toallas de mano y las usé como almohada. Usé la mayor cantidad posible de la mejor manera que pude para cubrir la piel del animal. No pude pegar un ojo en toda la noche.
Fue entonces, recostado allí, mientras me maldecía por haber sido tan bestia y no haber seguido las re-comendaciones de don Juan, cuando experimenté el primer recuerdo enloquecedoramente claro de toda mi vida. Me había acordado del suceso que don Juan llamó el acomodador con la misma claridad, pero mi tendencia siempre había sido de semi dejar de lado lo que me pasaba cuando estaba con don Juan, porque a mi parecer en su presencia todo era posible. Sin embargo, esta vez estaba solo.
Años antes de haber conocido a don Juan, había trabajado pintando anuncios para edificios. Mi jefe se llamaba Luigi Palma. Un día, Luigi consiguió un contrato para pintar un anuncio en la pared trasera de un edificio viejo, de venta y alquiler de fracs y trajes de novias. El dueño del edificio quería atraer toda la clientela posible con un gran anuncio. Luigi iba a pintar a la novia y al novio y yo iba a pintar el letrero. Fuimos al techo plano del edificio y pusimos los andamios.
Sin razón aparente, yo me sentía bastante inquieto. Había pintado docenas de anuncios en edificios altos. Luigi pensó que había empezado a tener miedo a las alturas, pero que se me iba a pasar. Cuando llegó el momento de empezar a trabajar, él bajó el andamio unos cuantos pies del techo, y saltó sobre las tablas planas. Él se fue a un lado mientras yo me quedé al otro para no vedarle el paso. Él era el artista.
Luigi comenzó a hacer alarde de su talento. Al pintar, sus movimientos se volvieron tan irregulares y tan agitados que el andamio comenzó a moverse de lado a lado. Me mareé. Quise regresar al techo con el pretexto que necesitaba más pintura y otros trastos. Me agarré de la orilla de la pared que bordeaba el techo y traté de levantarme, pero las puntas de los pies se me metieron entre las tablas del andamio. Intenté liberar mis pies y a la vez atraer el andamio hacia la pared; pero entre más tiraba, más alejaba el andamio de la pared. En vez de ayudarme a desenredar los pies, Luigi se sentó y se abrazó a las cuerdas que ataban el andamio al techo. Hizo la señal de la cruz mientras me miraba horrorizado. Desde esa posición se arrodilló y, sollozando, empezó a recitar el Padre Nuestro.
Me agarré de la orilla de la pared con todo lo que tenía; lo que me dio la fuerza desesperada para aguantar fue la certeza de que si yo me controlaba, podría evitar que el andamio se alejara más y más. No iba soltar mi agarre y caer trece pisos a mi muerte. Luigi, compulsivo y dominante hasta el final, me gritó en medio de sus lágrimas que debía rezar. Juró que los dos íbamos a caer y a morir y lo único que nos quedaba era rezar por la salvación de nuestras almas. Por un momento, reflexioné acerca de si valía la pena rezar. Decidí gritar en vez. La gente en el edificio debe haber oído mis gritos, pues llamaron a los bomberos. Con toda sinceridad, pensé que habían pasado apenas dos o tres segundos desde que empecé a gritar, hasta que los bomberos subieron al techo, agarraron a Luigi y a mí y aseguraron el andamio.
En realidad, yo había pasado veinte minutos colgado del costado del edifico. Cuando los bomberos finalmente-te me subieron al techo, perdí todo vestigio de control. Vomité sobre el piso duro del techo, mi estómago re-vuelto de terror y del fétido olor de la brea derretida. Hacía mucho calor; la brea entre las grietas de las hojas rasposas que cubrían el techo se derretía con el calor. La experiencia había sido tan penosa que no quería recordarla y terminé alucinando que los bomberos me habían metido en un cuarto amarillo y acogedor; me habían acostado en una cama sumamente cómoda y me había dormido plácidamente, en mis pijamas, libre de todo peligro.
El segundo recuerdo fue otra explosión de fuerza inconmensurable. Estaba en amena conversación con un grupo de amigos, cuando de repente, y sin razón alguna, se me fue el aliento bajo el impacto de un pensamiento, un recuerdo vago por un instante y que se convirtió luego en una experiencia que me absorbió por completo. Su fuerza fue tan intensa que tuve que excusarme para retirarme un momento y estar a solas. Mis amigos parecieron comprender mi reacción; se retiraron sin hacer comentario. Me estaba acordando de un incidente que me había ocurrido el último año de la escuela preparatoria.
Mi compañero y yo, al caminar al colegio, solíamos pasar delante de un enorme caserón con rejas de hierro negras de unos cinco metros de altura que terminaban en afiladas puntas. Detrás de la reja había un enorme jardín, verde y bien cuidado, y un perro, un gigantesco y feroz pastor alemán. Todos los días fastidiábamos al perro y dejábamos que se nos abalanzara. Frenaba físicamente al llegar a la reja de hierro, pero su furia parecía cruzarla y llegar hasta nosotros. A mi amigo le encantaba entretener al perro diariamente en una competencia de mente sobre materia. Se paraba a unos centímetros del hocico del perro, el cual salía por las barras de la reja hasta extenderse unos ocho centímetros a la calle, y le enseñaba los dientes, igual que el perro.
 ¡Entrégate! ¡Entrégate!  gritaba mi amigo . ¡Obedece! ¡Obedece! ¡Yo soy más poderoso que tú!
Sus muestras diarias de proeza mental que duraban por lo menos cinco minutos, nunca tuvieron efecto so-ver el perro, fuera de dejarlo más fúrico que nunca. Mi amigo me aseguraba a diario, como parte de su rito, que el perro o le iba a obedecer, o iba a morirse delante de nosotros de un ataque cardíaco como resultado de su furia. Su convicción era tal, que yo creía que el perro iba a morir en cualquier momento.
Una mañana, al llegar a la casa, el perro no estaba. Esperamos un momento, pero no apareció; cuando lo vimos, estaba al final del enorme jardín. Parecía estar muy ocupado, así es que empezamos a alejarnos. Por el rabillo del ojo, vi que el perro venía hacia nosotros a toda velocidad. A una distancia de cuatro o cinco metros de la reja, dio un salto. Estaba segurísimo de que se iba a desgarrar la panza con las puntas de la reja. Pero las evitó apenas y cayó en la calle como un costal de papas.
Por un momento, pensé que estaba muerto, pero sólo estaba atontado. De pronto se levantó, y en vez de correr detrás del que lo había enfurecido, vino tras de mí. Salté al techo de un auto, pero el auto no era nada para ese perro. Saltó y casi se abalanzó encima de mí. Bajé y me trepé al primer árbol que estaba a mi alcance, un arbolito tierno que apenas soportaba mi peso. Estaba seguro de que lo iba a quebrar, de que caería y moriría descuartizado en los dientes del perro.
Estaba casi fuera de su alcance en el árbol. Pero sal¬tó otra vez, agarrándome del pantalón y rasgándola. Hasta llegó a sacarme sangre en las nalgas con los dien¬tes. Pero al ver que estaba yo fuera de su alcance encima del árbol, se fue. Corrió calle arriba, quizás en busca de mi amigo.
En el colegio, la enfermera me dijo que tenía que pe¬dirle un certificado de vacuna contra la rabia al dueño del perro.
 Tienes que investigar esto  me dijo en tono seve¬ro . A lo mejor ya te contagiaste. Si el dueño se niega a mostrarte el certificado de vacuna, tienes derecho a acu¬dir a la policía.
Hablé con el mayordomo de la casa donde vivía el perro. Me acusó de haber atraído al perro a la calle, un perro de raza de gran valor.
 ¡Ten cuidado, muchacho!  me dijo enojado . El perro se extravió. El dueño te va meter a la cárcel si nos sigues dando lata.
 Pero a lo mejor tengo rabia  le dije en una voz sinceramente aterrada.
 ¡Me vale mierda que te haya dado plaga bubónica!  me gritó . ¡Vete al carajo!
 Llamo a la policía  le dije.
 Llama a quien quieras  me contestó . Si llamas a la policía, los volvemos contra ti. En esta casa pode¬mos hacer lo que nos dé la gana.
Le creí y le mentí a la enfermera diciéndole que el perro andaba perdido y que no tenía dueño.
 ¡Ay, Dios mío!  exclamó . Prepárate para lo peor. Lo más probable es que tenga que mandarte con el médico.
Me dio una larga lista de síntomas que podían mani¬festarse. Me dijo además que las inyecciones contra la rabia eran extremadamente dolorosas y que se adminis¬traban subcutáneamente en la región abdominal.
 No se lo desearía a mi peor enemigo  dijo, hundiéndome en una horrible pesadilla.
Lo que siguió fue mi primera depresión verdadera. Me quedé en cama, sintiendo cada uno de los síntomas que me había enumerado la enfermera. Terminé por ir a la enfermería para rogarle a esa mujer que me hiciera el tratamiento, por muy doloroso que fuera. Hice un escándalo. Me puse histérico. No tenía rabia, pero había perdido todo dominio sobre mí mismo.
Le conté a don Juan mis dos recuerdos con todos los detalles, sin omitir nada. No hizo ningún comentario. Inclinó la cabeza afirmativamente un par de veces.
 En ambos recuerdos, don Juan  dije, sintiendo en mí mismo la urgencia con la que hablaba , estaba totalmente histérico. Me temblaba el cuerpo. Tenía náusea. No quiero decir que era como si estuviera viviendo la experiencia, porque no es verdad. Estaba dentro de las experiencias mismas, las dos veces. Y cuando ya no pude soportarlo, salté a mi vida de ahora. Para mí, ése fue un salto hacia el futuro. Tuve el poder de pasar sobre el tiempo. Mi salto hacia el pasado no fue súbito; el suceso se desenvolvió lentamente tal como sucede con los recuerdos. Fue al final que sí salté de pronto hacia el futuro: mi vida de ahora.
 Algo en ti ha empezado a desmoronarse, no cabe duda  dijo finalmente . Se ha estado desmoronando todo este tiempo, pero se reponía muy pronto cada vez que le fallaban las bases que lo sostenían. Mi sensación es que ya se está desmoronando totalmente.
Después de otro largo silencio, don Juan explicó que los chamanes del México antiguo creían, como ya me había dicho, que tenemos dos mentes y que sólo una de ellas es la nuestra. Yo siempre había comprendido que nuestras mentes tenían dos partes, y que una de ellas se mantenía en silencio porque la fuerza de la otra parte le negaba poder expresarse. Fuera lo que dijera don Juan, siempre lo había tomado como un medio metafórico para quizás explicar el dominio aparente del hemisferio izquierdo del cerebro sobre el derecho, o algo por el estilo.
 La recapitulación contiene una opción secreta dijo don Juan . Tal como te dije que la muerte contiene una opción secreta, una opción que sólo los chamanes utilizan. En el caso de la muerte, la opción secreta es que los seres humanos pueden retener su fuerza vital y renunciar solamente a su consciencia, el resultado de sus vidas. En el caso de la recapitulación, la opción secreta que sólo los chamanes eligen es la de acrecentar sus verdaderas mentes.
»La inquietante memoria de tus recuerdos  prosiguió  sólo puede venir de tu mente verdadera. La otra mente que todos tenemos y compartimos es, diría yo, un modelo barato; económico, de igual tamaño para todos. Pero éste es un tema para más tarde. Lo que ahora tenemos delante es el principio de una fuerza desintegraste. Pero no es una fuerza que te está desintegrando, no quiero decir eso. Está desintegrando lo que los chamanes llaman la instalación foránea que existe en ti y en cada ser humano. El efecto de la fuerza que se te viene encima, que está desintegrando la instalación foránea, es que saca a los chamanes de su sintaxis.
Había estado atento a lo que me decía don Juan, pero no podía decir que lo hubiera comprendido. Por alguna extraña razón, para mí tan desconocida como la causa de mis vivas memorias, no pude hacerle ninguna pregunta.
 Comprendo lo difícil que es para ti  dijo don Juan de pronto  el tener que lidiar con esta faceta de tu vida. Todos los chamanes que conozco han pasado por esto. Al experimentarlo, los machos sufren infinitamente más daño que las hembras. Supongo porque la mujer es por naturaleza más duradera. Los chamanes del México antiguo, actuando en grupo, hicieron lo posible por sostener el impacto de esta fuerza desintégrate. Hoy día, no tenemos los medios para actuar en grupo, así es que tenemos que fortalecernos para enfrentar a solas la fuerza que nos va a llevar más allá del lenguaje, porque no hay otra manera adecuada para describir lo que está pasando.
Don Juan tenía razón porque en verdad no podía explicar o no encontraba manera de describir los efectos de esos recuerdos sobre mí. Don Juan me había dicho que los chamanes se enfrentan a lo desconocido a través de los incidentes más banales que se pueda uno imaginar. Cuando se enfrentan a ello y no pueden interpretar lo que están percibiendo, tienen que apoyarse en un recurso exterior para saber por dónde ir. Don Juan llamaba a ese recurso el infinito, o la voz del espíritu, y había dicho que si los chamanes no se esfuerzan por ser racionales con algo que no puede ser racionalizado, el espíritu les dice lo que ocurre, sin falla.
Don Juan me guio a aceptar la idea de que el infinito era una fuerza que tenía voz y que estaba consciente de sí misma. A consecuencia, me había preparado para estar atento a esa voz y siempre actuar con eficacia, pero sin antecedentes, usando cuanto menos posible el apoyo del «a priori». Esperé impacientemente a que la voz del espíritu me dijera el sentido de mis memorias, pero no pasó nada.
Estaba en una librería un día cuando una joven me reconoció y se acercó para hablar conmigo. Era alta y delgada y tenía la voz insegura de una nena. Estaba tratando de hacerla sentir cómoda cuando de pronto me acosó un cambio energético instantáneo. Era como si una alarma se hubiera encendido dentro de mí, y sin ninguna volición de mi parte, tal como había sucedido antes, recordé otro suceso de mi vida que había olvida-do por completo. La memoria de la casa de mis abuelos me inundó. Era una avalancha intensa y devastadora, y otra vez tuve que meterme en un rincón. Me sacudía el cuerpo como si me hubiera resfriado.
Debo de haber tenido ocho años. Mi abuelo me estaba hablando. Había comenzado por decir que era su mayor obligación decirme las cosas tal como eran. Tenía dos primos de mi misma edad: Alfredo y Luis. Mi abuelo insistió, despiadadamente, que le admitiera que mi primo Alfredo era verdaderamente bello. En mi visión, oía la voz rasposa y contenida de mi abuelo.
 Alfredo no necesita ninguna presentación  me había dicho en aquella ocasión . Con sólo estar presente, se le abren las puertas porque todos practican el culto de la belleza. A todos les gusta la gente bella. Los envidian, pero siempre los buscan. Créemelo. Yo soy guapo, ¿no te parece?
Estaba totalmente de acuerdo con mi abuelo. Era ciertamente un hombre guapo, de huesos finos, de alegres ojos azules, de facciones exquisitas y de pómulos elegantes. Todo en su semblante estaba en perfecto equilibrio: su nariz, su boca, sus ojos, su mentón puntiagudo. Tenía pelo rubio que le salía por las orejas, característica que le daba un aire de duende. Sabía todo acerca de sí mismo y explotaba sus dotes al máximo. Las mujeres lo adoraban; primero, según él, por su belleza, y segundo, porque no lo veían como una amenaza. Desde luego, él se aprovechaba de todo esto al máximo.
 Tu primo Alfredo es un campeón  siguió mi abuelo ; nunca va a tener que entrar en una fiesta a la fuerza porque siempre será el primero en la lista de invitados. ¿Te has fijado cómo se para la gente en la calle a contemplarlo y cómo lo quieren tocar? Es tan bello que temo que va a salir un idiota, pero eso es otra historia. Diremos que es el idiota más bienvenido que has conocido.
Mi abuelo comparó a mi primo Luis con Alfredo. Dijo que Luis era feíto y un poco tonto, pero que tenía un corazón de oro. Y luego empezó conmigo.
 Si vamos a seguir con nuestra explicación  continuó , tienes que admitir con toda sinceridad que Alfredo es bello y Luis es bueno. Ahora, a lo que viene a ti, tú no eres ni bello ni bueno. Eres un verdadero hijo de puta. Nadie te va a invitar a la fiesta, vas a tener que meterte a la fuerza. Tienes que acostumbrarte a la idea de que si quieres estar en la fiesta, tiene que ser a la fuerza. Las puertas nunca se te van a abrir como se le abren a Alfredo por ser bello y a Luis por ser bueno, así es que vas a tener que entrar por la ventana.
Su análisis de sus tres nietos era tan acertado que me hizo llorar por la finalidad de lo que había dicho. Cuanto más lloraba, más contento estaba él. Terminó el caso con una advertencia de lo más perjudicial.
 No hay por qué sentirse mal  dijo  porque no hay nada más excitante que entrar por la ventana. Para hacerlo, tienes que ser listo y atento. Tienes que vigilar por todos lados y estar preparado para pasar por humillaciones interminables.
»Si tienes que entrar por la ventana  siguió , es porque de seguro no estás en la lista de invitados; tu presencia no es bienvenida, así es que tienes que trabajar como una bestia para quedarte. La única manera que conozco es poseyendo a todos. ¡Grita! ¡Exige! ¡Aconseja! ¡Déjales saber que eres tú el que manda! ¿Cómo te pueden echar si eres tú el que manda?
El recuerdo de esta escena me conmovió profundamente. Había enterrado este incidente tan a fondo que lo había olvidado por completo. Lo que sí recordaba siempre sin embargo, era su advertencia de siempre ser el que manda, que me debe haber repetido año tras año una y otra vez.
No tuve oportunidad de examinar este suceso o reflexionar sobre el asunto, porque otro recuerdo olvidado salió a la superficie. En él, estaba con la chica con la que me iba a casar. En aquel entonces, los dos estábamos ahorrando para casarnos y tener nuestra propia casa. Me oí exigiéndole que teníamos que tener una cuenta bancaria juntos; no podía ser de otra manera. Sentía la necesidad de echarle un discurso sobre la frugalidad. Me oí diciéndole dónde debía hacer sus compras de ropa, y cuánto debía pagar como máximo.
Luego me vi dándole lecciones de conducir a su hermana menor y alocándome cuando me dijo que pensaba salirse de la casa de sus padres. La amenacé con acabar con las lecciones. Empezó a llorar, confesando que tenía un amorío con su jefe. Salté del auto y empecé a dar de patadas contra la puerta.
Pero no era todo. Me oí diciéndole al padre de mi novia que no se mudara a Oregón, donde pensaba irse. A grito pelado le dije que era una estupidez. De veras creía que mis razonamientos eran certeros. Le presenté cifras para demostrar las pérdidas que iba a sufrir y que había calculado yo meticulosamente. Al no hacerme caso, golpeé la puerta y me salí, temblando de rabia. Encontré a mi novia en la sala, tocando la guitarra. La agarré de las manos, gritándole que abrazaba la guitarra en vez de tocarla como si fuera más que un simple objeto.
El afán de imponer mi voluntad se extendía sobre todo. No hacía yo distinciones; no importaba quién es-tuviera cerca de mí, estaban allí para que los poseyera y amoldara según mis caprichos.
Ya no tuve que sopesar el significado de mis visiones tan vivas. Porque una incontrovertible certeza me invadió como si viniera de afuera. Me dijo que mi flaqueza era la idea de tener que ocupar la mesa del director en todo momento. El concepto de que era yo el que mandaba, y que además debía dominar cualquier situación, estaba arraigadísimo en mí. La forma en que me habían criado sólo sirvió para reforzar este impulso, que al principio debe haber sido arbitrario, pero que ya en mi madurez se convirtió en necesidad.
Era consciente sin duda alguna de que lo que se jugaba era el infinito. Don Juan lo había descrito como una fuerza consciente que deliberadamente interviene en la vida de un chamán. Y ahora estaba interviniendo en la mía. Supe que el infinito me estaba señalando, a través de las memorias vivas de esas experiencias olvidadas, la intensidad y la profundidad de mi impulso de dominación, y de esa manera estaba preparándome para algo trascendental. Supe además, con una certeza aterrorizadora, que algo me iba a vedar la posibilidad de tener domino sobre eso, y que necesitaba más que nada la sobriedad, la fluidez y el abandono para poder enfrentarme a lo que venía.
Desde luego, le dije todo esto a don Juan, ampliándolo gustosamente con mi inspirada perspicacia y mis especulaciones sobre el posible significado de mis recuerdos.
Don Juan se rio, demostrando su buen humor.
 Todo esto es exageración psicológica de tu parte, puras ilusiones -dijo  Como siempre, estás buscando explicaciones bajo las premisas lineales de causa y efecto. Cada uno de tus recuerdos se vuelve más y más vivo, y más y más enloquecedor para ti, porque como ya te dije, has entrado en un proceso irreversible. Está emergiendo tu mente verdadera, despertando de un estado letárgico de toda una vida.
 El infinito te está reclamando como propio  continuó . No importe lo que utilice para señalarte eso, no tiene otra razón, otra causa, otro valor que eso. Lo que debes hacer, sin embargo, es prepararte para el ataque violento del infinito. Debes estar en un estado de continuo desvelo, afirmado para recibir un golpe de enorme magnitud. Ésa es la manera sobria y cuerda en que los chamanes se enfrentan al infinito.
Las palabras de don Juan me dejaron con un sabor amargo en la boca. En verdad, sentía que esa fuerza venía sobre mí y me llenaba de temor. Como había pasado mi vida entera escondido detrás de alguna actividad superflua, me hundí en mi trabajo. Presenté conferencias en los cursos que dictaban mis amigos en varias universidades por el sur de California. Escribí prolíficamente. Puedo afirmar que tiré docenas de manuscritos a la basura porque no cumplían con un requisito indispensable que me había descrito don Juan, que lo hacía aceptable para el infinito.
Me había dicho que todo lo que hacía tenía que ser un acto de brujería. Un acto libre de expectativas intrusas, temores al rechazo, ilusiones de éxito. Libre del culto del yo; todo lo que hacía tenía que ser al momento, un acto de magia en que me abría libremente a los impulsos del infinito.
Una noche, me encontraba sentado en mi escritorio preparándome para escribir, como lo hacía a diario. Sentí de pronto un vahído. Pensé que acaso me sentía mareado porque me había levantado demasiado pronto del colchón donde hacía mis ejercicios. Se me nubló la vista. Vi puntitos amarillos. Creí que me iba a desmayar. Empeoré. Había una enorme mancha roja delante de mí. Empecé a respirar profundamente, tratando de tranquilizar la agitación que causaba la distorsión visual. Entré en un silencio extraordinario a tal extremo, que me sentí rodeado de un negrura impenetrable. Me vino la idea de que me había desmayado. Pero podía sentir la silla, el escritorio; tenía conciencia de todo a mi alrededor, desde la negrura que me rodeaba.
Don Juan había dicho que los chamanes de su linaje consideraban que uno de los resultados más codicia-dos del silencio interno era una interacción específica de energía que siempre se anuncia con una profunda emoción. Él sentía que mis recuerdos eran medios para agitarme al extremo de poder experimentar esa interacción. Tal interacción se manifestaba a través de matices que se proyectaban en el horizonte del mundo de la vida cotidiana, fuera una montaña, el cielo, una muralla, o simplemente la palma de la mano. Me había explicado que esta interacción empieza con la apariencia de una tenue pincelada color lavanda, sobre el horizonte. Con el tiempo, la pincelada lavanda se expande hasta que cubre el horizonte visible, como las nubes de una tormenta que avanza.
Me aseguró que se ve un punto rojizo, de un peculiar y rico color granate, como si hiciera explosión dentro de las nubes color lavanda. Afirmó que al adquirir mayor disciplina y experiencia los chamanes, el punto color granate se expande y finalmente estalla en pensamientos o visiones, o en el caso de un hombre de letras, en palabras escritas; los chamanes o bien ven visiones engendradas por la energía, oyen pensamientos a través de palabras habladas, o leen palabras escritas.
Esa noche allí delante de mi escritorio, no vi ninguna pincelada lavanda ni vi nubes que avanzaban. Estaba seguro de no tener la disciplina que requieren los chamanes para tal interacción de energía, pero sí tenía una enorme mancha color granate delante de mí. Esta enorme mancha, sin ningún preámbulo, estalló en palabras desasociadas que leí como si salieran de una máquina de escribir sobre una hoja de papel. Se movían con una rapidez tan exagerada delante de mí que me era imposible leer nada. Entonces oí que una voz me explicaba algo. Otra vez, el ritmo de la voz no cuadraba con mi oído. Las palabras se confundían, haciendo imposible el escuchar algo sensato.
Como si no bastara, empecé a ver escenas de ésas provocadas por el hígado, como las que se sueñan después de haber comido muy pesado. Eran barrocas, oscuras, siniestras. Empecé a girar hasta que me dio náusea. Allí terminó todo. Sentía el efecto de todo lo que me había pasado en cada músculo de mi cuerpo. Estaba rendido. Esta intervención violenta me había dejado frustrado y colérico.
Fui corriendo a casa de don Juan para contarle lo sucedido. Sentía que necesitaba de su ayuda más que nunca.
 La brujería y los chamanes no son gentiles  comentó don Juan después de oír mi relato . Ésta es la primera vez que desciende el infinito sobre ti de tal manera. Fue como un asalto. Fue una toma de posesión total de tus facultades. Con respecto a la velocidad de tus visiones, tú mismo tendrás que ajustarla. Para algunos chamanes, es trabajo de toda una vida. Desde ahora en adelante, la energía va a aparecer delante de ti, como si estuviera proyectada sobre una pantalla de cine.
»Que entiendas o no la proyección  siguió , es otra cosa. Para interpretarla con precisión, necesitarás experiencia. Mi recomendación es que no seas tímido y que empieces ahora mismo. ¡Lee la energía sobre la pared! Está emergiendo tu verdadera mente y no tiene nada que ver con la mente que es una instalación foránea. Deja que tu mente verdadera se ajuste a la velocidad. Manténte en silencio y no te preocupes, pase lo que pase.
 Pero, don Juan, ¿es posible todo esto? ¿Puede uno leer la energía como si fuera texto?  le pregunté, abrumado por la idea.
 ¡Claro que es posible!  me contestó . En tu caso, no sólo es posible, sino que te está ocurriendo, ¿no?
 Pero, ¿por qué leerla como si fuera texto?  insistí, aunque era una insistencia retórica.
 Es afectación de tu parte  me dijo . Si leyeras el texto, lo podrías repetir a la letra. Pero, si trataras de ser un espectador del infinito en vez de un lector del infinito, te darías cuenta de que no podrías describir lo que estás mirando, y terminarías diciendo babosadas, incapaz de verbalizar lo que atestiguas. Lo mismo si trataras de oírlo. Esto, desde luego, es específicamente para ti. De todos modos, el infinito escoge. El guerrero viajero simplemente cede a su selección.
»Pero ante todo  añadió después de una pausa premeditada, no te abrumes por el suceso porque no puedes describirlo. Es un suceso más allá de la sintaxis de nuestro lenguaje.

Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

16 de mayo de 2016

Solon Fishbone en Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina

Solon Fishbone de Porto Alegre, Brasil acompañado por Gustavo "Tavo" Doreste (Piano), Mariano D´ándrea (bajo), Patricio Raffo (bateria)
Traslasierra Blues. Primer festival internacional de Blues 22 y 23 de febrero de 2013, en el auditorio Milac Navira, Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

15 de mayo de 2016

Tenés razón, Adrián Flores & Blues Special Band con Daniel Rafo de invitado 23 de febrero 2013



Tenés razón, Adrián Flores & Blues Special Band con Daniel Rafo de invitado. En vivo 23 de febrero 2013
Adrian Flores (voz) Junior Binzugna (armonica) Federico Verteramo (guitarra)
Mariano D´ándrea (bajo) Junior Flores (guitarra) Patricio Raffo (bateria) Gustavo "Tavo" Doreste (piano), Daniel Rafo (Guitarra)

Traslasierra Blues. Primer festival internacional de Blues 22 y 23 de febrero de 2013, en el auditorio Milac Navira, Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

14 de mayo de 2016

Adrián Flores & Blues Special Band. En vivo 23 de febrero 2013

Adrián Flores & Blues Special Band. En vivo 23 de febrero 2013
Adrian Flores (voz) Junior Binzugna (armonica) Federico Verteramo (guitarra)
Mariano D´ándrea (bajo) Junior Flores (guitarra) Patricio Raffo (bateria) Gustavo "Tavo" Doreste (piano)
Traslasierra Blues. Primer festival internacional de Blues 22 y 23 de febrero de 2013, en el auditorio Milac Navira, Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

13 de mayo de 2016

El Gran Danés, Adrián Flores & Blues Special Band - 23 de febrero 2013


El Gran Danés, Adrián Flores & Blues Special Band
Adrián Flores & Blues Special Band Ho0y voy amarte otra vez- 23 de febrero 2013
Adrian Flores (voz) Junior Binzugna (armonica) Federico Verteramo (guitarra)
Mariano D´ándrea (bajo) Junior Flores (guitarra) Patricio Raffo (bateria) Gustavo "Tavo" (piano)
Traslasierra Blues. Primer festival internacional de Blues 22 y 23 de febrero de 2013, en el auditorio Milac Navira, Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

12 de mayo de 2016

Adrián Flores & Blues Special Band, Hoy voy amarte otra vez- 23 de febrero 2013

Adrián Flores & Blues Special Band,  Hoy voy amarte otra vez- 23 de febrero 2013
Adrian Flores (voz) Junior Binzugna (armonica) Federico Verteramo (guitarra)
Mariano D´ándrea (bajo) Junior Flores (guitarra) Patricio Raffo (bateria) Gustavo "Tavo" (piano) 

Traslasierra Blues. Primer festival internacional de Blues 22 y 23 de febrero de 2013, en el auditorio Milac Navira, Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina.

11 de mayo de 2016

Blues del diariero, Natural (Tanguito), Pajarito Zaguri en el Raices Rock, Anfiteatro de Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina



Blues del diariero, Natural (Tanguito),  Pajarito Zaguri en el Raices Rock, Anfiteatro de Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina
8 de Febrero de 2013
El último recital que dio Pajarito.

Alberto Ramón García, más conocido como Pajarito Zaguri (Buenos Aires, 18 de febrero de 1941 - 22 de abril de 2013)

10 de mayo de 2016

Chamuyando los blues, Pajarito Zaguri en el Raices Rock, Anfiteatro de Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina

Chamuyando los blues, Pajarito Zaguri en el Raices Rock, Anfiteatro de Mina Clavero, Traslasierra, Córdoba, Argentina
8 de Febrero de 2013
El último recital que dio Pajarito.
Alberto Ramón García, más conocido como Pajarito Zaguri (Buenos Aires, 18 de febrero de 1941 - 22 de abril de 2013)

9 de mayo de 2016

Un jinete nocturno en el paisaje, Jorge Teillier

Un jinete nocturno en el paisaje

Siento correr por las venas del campo
Un jinete nocturno enmascarado.
La noche. También galopan en caballos robados
Los cuatreros arreando los vacunos.

Surgen los trenes. Las reses dormidas se levantan
Allá en los grandes galpones de madera.

Una sombra va saltando los cercos.
Esta fue una mañana campesina:
Relinchos, validos, vacas de pródigas ubres,
Las ordeñadoras, curvadas con el peso de los baldes.

Es la noche de nuevo. Mi abuelo se levanta
Rehecha su manera antigua,
Y observa, como ayer, al trigo.
Debe andar mi abuelo por los campos recién abiertos
Hablando con los pinos, espantando gorriones.
El campo está solo, tembloroso. Y él lo mira.

El vino es un joven bonachón y alegre.
Sucede que quiere iluminar la noche
y baja a las aldeas, envuelto en una manta.

La mañana tiene olor a pan amasado.
La ropa recién lavada dice "adiós" en los patios.

Pero es de noche. Un fantasma penetra en la leñera.
Una casa se quiere esconder del cielo.

Un campesino mira hacia arriba:
Más allá de las nubes viene el granizo,
Bandolero blanco, asaltante de los huertos.

Y es la noche.
Va a penetrar al pueblo

Un jinete nocturno enmascarado.

Jorge Teillier 

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