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4 de agosto de 2015

Los caprichos de la suerte, O. Henry

O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O. Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes. Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia, Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.
Los caprichos de la suerte, O. Henry

Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus pasos lo llevaron directamente a Madison Square.
Seco y adusto como una colegiala -de las de antes-, el joven mayo suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares, arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo centavo. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía, un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.
Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino lo había desobedecido con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero: debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los andrajosos fantasmas del pequeño parque.
Allí sentado, se reclinó a sus anchas en la dura madera del banco y, sonriendo, lanzó un chorro de humo hacia las ramas más bajas de un árbol. La repentina ruptura de todos sus vínculos vitales le había acarreado una alegría libre, estremecedora, casi exultante. Era la misma sensación del aeronauta que se aferra al paracaídas y deja que su globo se aleje sin rumbo.
Eran casi las diez. En los bancos no había demasiados vagabundos. El morador del parque, si bien combate tercamente al frío otoñal, es lento en atacar a la vanguardia del ejército primaveral. Entonces alguien abandonó su banco, cerca del surtidor saltarín, y fue a sentarse al lado de Vallance. No era ni joven ni viejo; las pensiones baratas le habían contagiado un olor a moho; peines y navajas no tenían tratos con él, en su cuerpo la bebida había sido embotellada y etiquetada bajo la vigilancia del diablo. Pidió una cerilla, lo cual suele servir de presentación entre esa clase de banqueros, y después comenzó a hablar.
-Usted no es de los habituales -le dijo a Vallance-. Reconozco la ropa hecha a la medida apenas la veo. Usted sólo ha parado aquí un momento. ¿Le molesta que le hable mientras tanto? Es que he de estar con alguien. Tengo miedo, tengo miedo. Se lo he dicho a dos o tres de esos gandules que hay por ahí. Creen que estoy loco. Escuche, escuche lo que le voy a decir: todo lo que me queda para comer hoy son dos rosquillas y una manzana. Mañana me presento para heredar tres millones, y aquel restaurante que ve allí, todo rodeado de coches, me resultará demasiado barato. No me cree, ¿verdad?
-Almorcé en ese restaurante ayer -dijo Vallance riéndose- sin el menor problema. Esta noche no podría pagar los cinco centavos de una taza de café.
-Usted no parece uno de nosotros. Bien, supongo que esas cosas suceden. Hace algunos años yo estaba en la cumbre. ¿Qué fue lo que lo hizo caer?
-Oh..., yo... perdí mi trabajo -dijo Vallance. -Esta ciudad es la esencia del Hades -continuó el otro-. Un día uno come en porcelana china, y al día siguiente come a lo chino: un puñado de arroz. He tenido muy mala suerte.
Hace cinco años que no soy más que un mendigo. Me criaron para vivir a lo grande y no hacer nada. No me importa decírselo, sabe; he de hablar con alguien porque tengo miedo; ¿se da cuenta?, tengo miedo. Me llamo Ide. Usted no me creerá si le digo que el viejo Paulding, uno de los millonarios de Riverside Drive, era tío mío. ¿Me cree? Y bien, así es. En otro tiempo viví en su casa y tuve todo el dinero que me dio la gana. Oiga, ¿por casualidad no tendrá para pagar un par de copas, señor...? ¿Cómo se llama usted?
-Dawson -dijo Vallance-. No; lamento declarar que financieramente estoy liquidado.
-Hace una semana que vivo en un depósito de carbón de la Calle Division -prosiguió Ide-, con un granuja llamado Blinky Morris. No tenía otro sitio adónde ir. Hoy, mientras estaba fuera, se ha presentado un tipo con un montón de papeles, preguntando por mí. Yo he pensado que era un policía de paisano, así que no he vuelto hasta la noche. Había una carta esperándome. Oiga, Dawson; era de Mead, un gran abogado de la ciudad. He visto su placa en la Calle Ann. Paulding pretende convertirme en el sobrino pródigo, quiere que regrese, vuelva a ser su heredero y despilfarre su dinero. Mañana, a las diez, he de presentarme en la oficina del abogado para calzar otra vez mis viejos zapatos... Heredaré tres millones, Dawson, y me darán diez mil dólares al año. Y tengo miedo... Tengo miedo.
El vagabundo se puso en pie de un salto y se llevó los brazos temblorosos a la cabeza. Contuvo la respiración y lanzó un gemido histérico.
Vallance lo agarró del brazo y le obligó a sentarse.
-¡Serénese! -ordenó en un tono parecido al del asco-. Se diría que ha perdido usted una fortuna, en lugar de haberla ganado. ¿De qué tiene miedo?
Encogido en el banco, Ide se estremeció. Agarró la manga de Vallance e, incluso al débil resplandor de las luces de aquella avenida de donde éste fuera expulsado, se podían ver en los ojos del otro lágrimas impelidas por un extraño terror.
-Temo que me pase algo antes del amanecer. No sé qué... Algo que me impida alcanzar ese dinero. Tengo miedo de que me caiga un árbol encima, de que me atropelle un coche, o me aplaste una cornisa o algo por el estilo. Nunca había sentido esto. He pasado cientos de noches en este parque, tan en calma como una figura de piedra, sin saber cómo iba a desayunar. Pero ahora es diferente. Yo adoro el dinero, Dawson, soy feliz como un dios cuando lo palpo, cuando la gente se inclina a mi paso, cuando me veo rodeado de música, flores y ropa cara. Mientras supe que estaba fuera del juego no me preocupé. Hasta pasé momentos felices sentado aquí, andrajoso y hambriento, escuchando el rumor de la fuente y mirando los coches de la avenida. Pero ahora que está nuevamente al alcance de mi mano..., no soy capaz de soportar las doce horas de espera, Dawson, no soy capaz. Hay cincuenta cosas que pueden sucederme... Podría quedarme ciego, podría sufrir un ataque al corazón, el mundo podría acabarse antes de...
Ide volvió a ponerse en pie con un chillido. En los bancos la gente se agitó y empezó a mirar. Vallance lo tomó del brazo.
-Vamos, caminemos -le dijo suavemente-. Y trate de calmarse. No hay por qué excitarse o preocuparse. Todas las noches son iguales.
-Es verdad -dijo Ide-. Quédese conmigo, Dawson... Usted es un buen tipo. Andemos juntos un poco. Jamás he estado así de deshecho, y eso que he sufrido muchos golpes duros. ¿Cree usted que podría conseguir algo de comer, amigo? Temo que estoy demasiado nervioso para mendigar. Vallance condujo a su compañero por una casi desierta Quinta Avenida, y luego hacia el oeste, por la Treinta, hacia Broadway.
-Espere aquí un momento -dijo dejando a Ide en un lugar silencioso, entre las sombras. Entró en un conocido hotel y se encaminó hacia la barra con la soltura de otros tiempos.
-Mira, Jimmy, fuera hay un pobre diablo -explicó al camarero- que dice tener hambre, me parece que es cierto. Ya sabes lo que esa gente hace si les das dinero. Prepárale un par de sándwiches, y yo me ocuparé de que no los tire por ahí.
-Seguro, señor Vallance -dijo el camarero-. No todos son mentirosos. Y no me gusta que nadie se muera de hambre. Envolvió en una servilleta una generosa ración del menú libre. Vallance salió con ella y se reunió con su compañero. Ide se abalanzó sobre la comida con una avidez famélica.
-En todo el año no había comido un menú como éste -declaró-. ¿No va a probarlo, Dawson?
-Gracias, no tengo hambre -dijo Vallance.
-Volvamos a la plaza -propuso Ide-. Allí no nos molestarán los polis. Guardaré el resto del jamón y lo demás para el desayuno. No comeré más. Tengo miedo de enfermarme. ¡Imagínese que muera de un calambre y jamás llegue a tocar el dinero! Todavía faltan once horas para ver al abogado. Usted no me abandonará, ¿verdad, Dawson? Temo que pueda sucederme algo. Usted no tiene adónde ir, ¿verdad?
-No -dijo Vallance-. Esta noche no tengo casa.
-Si es verdad lo que me ha contado -continuó Ide-, se lo toma usted con mucha calma. Juraría que cualquier hombre que se quedara en la calle después de perder un buen trabajo, estaría arrancándose los pelos.
-Creo haber señalado ya -dijo Vallance- que, para mí, un hombre en situación de recibir una fortuna debería sentirse alegre y sereno.
-Es curioso -filosofó Ide- ver cómo la gente se toma las cosas. Aquí está su banco, Dawson, justo al lado del mío. En este lugar la luz no le dará en los ojos. Oiga, Dawson, cuando vuelva a casa haré que el viejo escriba una carta de recomendación para que usted encuentre trabajo. Me ha ayudado mucho esta noche. De no haber dado con usted, no habría sobrevivido.
-Gracias -dijo Vallance-. ¿Se duerme sentado o tumbado?
Durante horas, casi sin parpadear, Vallance contempló las estrellas a través de las ramas de los árboles y escuchó el agudo retumbar de los cascos de los caballos que, sobre el mar de asfalto, pasaban hacia el sur. Si bien mantenía la mente activa, sus sentimientos se habían adormecido. Parecía como si le hubiesen extirpado toda emoción. No sentía pena ni angustia, ni dolor ni incomodidad. Hasta cuando pensaba en la muchacha, le daba la impresión de que ella habitaba una de las estrellas remotas que estaba contemplando. Recordó las absurdas bufonadas de su compañero y se rió quedamente, pero sin regocijo alguno. Pronto el ejército cotidiano de carros de lechero convirtió la ciudad en un tambor bramante al compás del cual marchaban. Vallance se durmió en el incómodo banco.
Al día siguiente, a las diez, ambos se presentaron a la puerta del despacho del abogado Mead, en la Calle Ann.
A medida que se aproximaba la hora, los nervios de Ide iban de mal en peor; y Vallance no se decidía a entregarlo a los peligros que temía.
Cuando entraron en el despacho, Mead los miró estupefacto. Vallance y él eran viejos amigos. Después de saludarlo se volvió hacia Ide, quien se hallaba lívido y temblequeante, al borde de la presumible crisis.
-Anoche envié a su dirección una segunda carta, señor Ide -dijo el abogado-. Le informa que el señor Paulding ha reconsiderado la propuesta de acogerlo una vez más bajo su protección. Ha decidido no hacerlo, y desea comunicarle que esto no afectará las relaciones entre ustedes.
El temblor de Ide cesó repentinamente. Su rostro recuperó el color, y enderezó la espalda. Adelantó tres centímetros la mandíbula y en sus ojos despuntó un fulgor. Retiró con una mano su estropeado sombrero, y tendió la otra, de dedos rígidos, al abogado. Aspiró profundamente y acabó por lanzar una risa sardónica.
-Dígale al viejo Paulding que se puede ir al infierno -dijo con voz clara y rotunda, y, dándose la vuelta, salió del despacho con paso firme y vivo.
Mead giró sobre sus talones para enfrentarse a Vallance, y sonrió.
-Me alegro de que hayas venido -dijo de buen humor-. Tu tío quiere que vuelvas a casa enseguida. Ha reflexionado sobre la situación que produjo su apresurada decisión, y desea comunicarte que a partir de ahora todo volverá a ser como...
Mead interrumpió la frase y gritó a su ayudante:
-¡Eh, Adams! Traiga un vaso de agua... El señor Vallance acaba de desmayarse.

3 de agosto de 2015

El sueño, O. Henry

 El sueño, O. Henry

La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

O. Henry


Nota del Editor

Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

2 de agosto de 2015

Dolor como una mano, Roberto Jorge Santoro

Dolor como una mano

como un bolsillo olvidado lleno de caricias
entumecido de impaciencia
salir temblar correr
andar la calle
meta bulla con los besos
pero la fiesta impar
lo impropio cada tarde
la ojera golpeando contra el hueso
y algún idiota que no faltan

entonces hoy te digo
un cucurucho de bondad estoy gritando
el loco barquichuelo de la risa

amor
dame tu mano
y no me juegues a quién está más solo
y al límite que voy pedrada loca

cataplún qué ciego el aire
yo no sé qué tengo

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

1 de agosto de 2015

Tengo que volar un beso, Roberto Jorge Santoro

Tengo que volar un beso

A Guillermina Cabrera muerta por una bomba

había una vez un hilito de alegría
una mano como una flor

trilla el aire un globo torpe
y un gajo empuja una caricia de sangre

se lleva la grieta aquel miedo al Cuco
la posibilidad del ángel
la mano
el montoncito de vida

y ahora que más da saber que hay un muñeco sin brazos
un zapatito roto
yo sé que sabía las otras palabras
y ahora cómo voy a contar el cuento de caperucita roja?

en casa tengo dos flores secas y el dibujo de un payaso
Guillermina

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

31 de julio de 2015

Permanecía del pájaro, Roberto Jorge Santoro

Permanecía del pájaro

te acordás aquellas tardes que nos mirábamos comer un racimo de uva?
era lindo no saber del tiempo sentado en los cordones
mirá las manos ahora que distintas
y la procesión del rataplán con los puños en el aire?
y la pelea con los pibes de la otra cuadra?

acordate.

Vamos al cine que dan tres de cowboys
y ahí estábamos masticando chupetines de esos largos
pero no hay nada que hacer ya no puedo encontrar ni un organito

ahora vos y yo quizás dos pieles duras
pero acordate del vos y yo con un violín
pegándole en los ojos a todas las tristezas

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

30 de julio de 2015

Poesía en general (II)Roberto Jorge Santoro

POESÍA EN GENERAL (II)

él está como una miss de barrio
orlado de cintas y bastones
y sus perros falderos
que lamen podredumbres

sentado a la diestra
de mamá democracia
dialoga largamente
con boca de asesino

alza su mano sostenida y fácil
baja su culo gordinflón
y a manera de efebo reluciente

se caga en el país con toda el alma

Roberto Jorge Santoro 

29 de julio de 2015

Canto a la esperanza, Roberto Jorge Santoro



CANTO A LA ESPERANZA

Andaba yo desnudo de mí
perdido en la lluvia del olvido,
de barco navegando por las plazas,
dormido el pecho,
su gorrión descalzo
y tuve que llevarte a la palabra,
ponerte en posición de vuelo,
a veces de bufanda
rueda azul
andaba
te seguía
mi muerte con su forma de guitarra
y tuve que ponerla en la memoria
como se pone un hijo
con esa rabia dulce
mitad de mí
agua del aire
andaba así
de loco en el olvido
de furia que quiere reventar por el costado
y un día de tanto nombrarla
la encontré,
se la llevé a mi madre,
la puse en el saludo,
la compartí como un pan con mis amigos,
la arrastré hasta. el remolino del amor
allí donde los ríos tienen un mismo nombre,
para que entendiera de una vez por todas
que era nuestra,
para que nunca se olvidara de este país enorme,
de esta ciudad,
su ternura abandonada en los portales,
le dije algunos versos,
le puse el corazón como una hoguera,
me la bebí de cabo a rabo,
le enrosqué la cola en mi solapa,
me di el gusto de agarrarla de la mano
y hoy la traigo aquí,
pero si un día se llega a volar porque fallamos
si se escapa esta rabia que llamamos esperanza,
si un día se va,
yo crucifico al amor
y después. de enterrar a mis hermanos,
me voy con el tranvía de la muerte

a clausurar mi corazón en una plaza.

 Roberto Jorge Santoro


28 de julio de 2015

Paso cambiado, Roberto Jorge Santoro

Roberto Jorge Santoro
Nació en Buenos Aires el 17 de abril de 1939. Fue pintor de brocha gorda, puestero en un mercadito, preceptor en una escuela industrial, tipógrafo, vendedor ambulante, periodista y poeta. Un verdadero buscavidas. Él mismo solía presentarse así: “Sangre grupo A, factor RH negativo, 34 años (en 1973), 12 horas diarias a la búsqueda castradora, inhumana, del sueldo que no alcanza. Dos empleos. Escritor surrealista, es decir, realista del sur. Vivo en una pieza. Hijo de obreros. Tengo conciencia de clase. Rechazo ser travesti del sistema, esa podrida máquina social que hace que un hombre deje de ser un hombre, obligándolo a tener un despertador en el culo, una boleta de Prode en la cabeza y un candado en la boca”. (Reportaje concedido a la revista Rescate en octubre de 1973).
A su compromiso y su denuncia se debe parte de su desaparición

Roberto Jorge Santoro fue secuestrado por elementos del terrorismo de Estado el 1° de junio de 1977, quienes se lo llevaron ilegalmente de su lugar de trabajo: la Escuela Nacional de Educación Técnica N° 25 Teniente Primero de Artillería Fray Luis Beltrán, en la calle Saavedra del barrio de Once, donde el poeta prestaba servicio de preceptor con el cargo de subjefe. Hasta hoy se encuentra desaparecido. Una plaza de Buenos Aires, en Avenida Forest y Teodoro García, lleva su nombre.


Paso cambiado, Roberto Jorge Santoro de Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

antes del café y del expediente
antes de la alergia y la mentira
fue un manojo de cuento y mariposa
un por qué las calesitas tienen sombrero?
o dan vuelta las estrellas?

era el tiempo del caballo en una escoba
de estar con este dedo en la nariz buscando hermanos
trepados en la espiral del pecho
detrás de la esperanza
creyendo porque era la alegría
porque nos ardía este largo puñado de abrazos
pero estalló la espuma
y quedó muerto el osito de goma
y la langosta atada de un hilo
y el barco de papel
y las dos maderas
y esa libreta tachada
y quedó muerto el duende que dormía en cada dedo
brotando un racimo de miserias
dejándonos sobre el límite del beso
una mano queriendo destrozar el aire
y las dos medias caídas

27 de julio de 2015

Recurso de amparo, Roberto Jorge Santoro

Recurso de amparo

con eso de la bomba atómica
y el payaso de la paz que hace morir de risa
se tapó el carburador del aire

asómense a mi barrio
mientras los deshollinadores trabajan en la chimenea de la democracia
la ternura se emborracha en las cantinas
y no le pagan la jubilación a la esperanza

yo no pido volver
pero con tanto encarpetar los pantalones cortos
murió de un infarto el barrilete

y al amor le han disparado un tiro en la cabeza.

Roberto Jorge Santoro 
de Desafio (1972)

26 de julio de 2015

Lágrima de la Virgen, Alejandro Nicotra

LÁGRIMA DE LA VIRGEN *

Lágrima-de-la-Virgen:
                                todo y nada es verdad
pero yo traigo en mi mano, desde tu pómulo
—desde el día ya espectral del jardín—,
la flor de agua celeste
y tierno sol.


  • Nombre popular de una flor silvestre, común en los valles le Córdoba.

Alejandro Nicotra de su Libro De una palabra a otra, Colección Fénix, Ediciones del Copista (2008)


25 de julio de 2015

Noche de Amelia, Alejandro Nicotra

XXXV”

NOCHE DE AMELIA

(En memoria de Amelia Biagioni)

                                a Cristina Piña


La noche, ahora.
                       Ahí en tu torre
de la desconocida
la ves, sin fin:
                       una
Noche Estrellada —dices-—-
como la de Van Gogh.

Pero es toda escritura,
de un astro a otro: estigmas
de tu mano, que sabe.

Debes —quieres— sin embargo elegir,
en tu balc6n austral, las marcas
últimas:
             éstas,
       las cuatro fijas
            en el sur
             del Sur,
y aquélla, errátil, que describe
            tu rúbrica.



Alejandro Nicotra de su Libro De una palabra a otra, Colección Fénix, Ediciones del Copista (2008)

24 de julio de 2015

Apostilla, Alejandro Nicotra


APOSTILLA

                                          La primavera ha venido.
                                          Nadie sabe cómo ha sido.
                                               Antonio Machado

Pero lo sé
                 ha venido
tal como tú, anoche:
por eso temo despertar.

Alejandro Nicotra




23 de julio de 2015

Caen las naranjas amargas, Alejandro Nicotra


CAEN LAS NARANJAS AMARGAS


Caen las naranjas amargas
de estas calles.

Algunas ruedan
hasta el borde del ojo
distraído;
pequeños soles,
otras estallan en una muerte
súbita.

Caen muy lejos de tus manos.

Y el delgado viento del sur
pasa sobre las calles amarillas,
como quien viene


de días futuros o desde hielos.

Alejandro Nicotra

Caen las naranjas amargas, leído por su autor Alejandro Nicotra
Viernes 24 de Junio de 2011 a las 20:30 horas en Sala de Arte del Teatro Municipal, Villa Dolores, Traslasierra, Córdoba, Argentina. Presentación del libro "Más vale Tardes...", antología del "Grupo Literario Tardes de la Biblioteca Sarmiento" integrada por 31 poetas de Traslasierra.

22 de julio de 2015

Imagen, Alejandro Nicotra

 IMAGEN


Alguien
de pies descalzos sobre el amor y la muerte

Alguien que se pierde en los espejos
y abre las puertas cegadas en los años

La voz que aguarda tu oído
los ojos dispersos por la noche y las ciudades

La recordada la desconocida
la mano siempre más allá de su adiós

Alguien por una calle
donde los árboles fuesen invernales

A orillas del fuego
a orillas de tu corazón que no duerme

Ya sin nombre
como un ángel tras la visión de la locura

O la última soledad o la esperanza


Alejandro Nicotra

21 de julio de 2015

El pan de las abejas, Alejandro Nicotra



49 º ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POETAS "OSCAR GUIÑAZÚ ÁLVAREZ". 08, 09, 10 de Octubre de 2010. Valle de Traslasierra, Córdoba, Argentina. Viernes 8 de Octubre 2010 1ª Noche Teatro Municipal Villa Dolores. Acto Apertura.


EL PAN DE LAS ABEJAS

(En memoria
de Antonio Esteban Agüero)


El pan de las abejas, la miel de todos.

Sopla el tiempo
sobre la galería de tu casa: nadie
sino la luz sorda, vacía,
entre pilares rotos.
Ni tu sombra, ni el rumor del poema.
.pan de las abejas, la miel de todos.

(“El agua con racimos y la luz con abejas”…)
Patio sin parras. Seco aljibe.

Ayer,
la madre pasa con un plato de miel.

He visto las colmenas devastadas
y en el aire de marzo,
espacio azul,
el humo que subía desde los panales.

He visto al hombre enmascarado,
los torpes guantes,
y el pueblo de la brisa
y de la flor:
gota a gota,
los pequeños
cadáveres.



He visto al sapo gordo
saciado de saqueo.

Sopla el tiempo
desde la fresca sombra de las parras,
 los cántaros, las flores. (El temblor
y la luz de las abejas.) Oigo
tu voz.

Un niño pasa con un plato de miel.

He visto las colmenas devastadas,
el humo por el aire de marzo.

Y he visto,
entre las ruinas y la sombra,
el pan hecho de sol;
quiero decir
—lo sabes—: vi tu muerte
y tu vida. (La galería rota
de tu casa, las páginas
doradas.) Y mi vida
y mi muerte,
seguramente iguales.

Un hombre pasa con un plato de miel.

El pan de las abejas,

la miel de todos.

Alejandro Nicotra


 

49 º ENCUENTRO INTERNACIONAL DE POETAS "OSCAR GUIÑAZÚ ÁLVAREZ". 08 de Octubre de 2010. Villa Dolores, Valle de Traslasierra, Córdoba, Argentina.

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