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22 de octubre de 2023

Desocupado, Raymond Carver

Desocupado
 
Los que eran mejores que nosotros
vivían cómodamente en casas recién pintadas
con inodoros a botón en todos los baños.
Manejaban autos de modelo y marca reconocibles.
Los que no tenían trabajo estaban apenados,
no les iba bien.
Sus autos extraños estaban estacionados
sobre cajones, al fondo de casas polvorientas,
donde se amontonaban infinidad de objetos inútiles.
Los años pasan y todo y todos son reemplazados.
Existen siempre, es lo que dicen, nuevas oportunidades.
Pero, para decir la verdad,
a mí nunca me gustó el trabajo.
Mi objetivo era permanecer desocupado.
Ese era mi mérito.
Me gustaba la idea de sentarme en una silla,
hora tras hora, frente a la casa, sin hacer nada
con un sombrero sobre mi cabeza y tomando una gaseosa.
¿Qué hay de malo en eso?
Fumar, escupir de vez en cuando.
Tallar madera con mi cuchillo.
¿Hay daño en esto?
En ocasiones salgo con mi perro a perseguir conejos.
Tenés que hacerlo alguna vez.
A veces levanto a un chico gordo y rubio como yo,
diciéndole: "¿De dónde te conozco?".
Nunca digas: "¿Qué querés ser cuando seas grande?".
 
 
Raymond Carver
(Traducción: Esteban Moore)

 

21 de octubre de 2023

Una tarde, Raymond Carver


Una tarde
 
Mientras escribe, sin observar el océano,
siente entre sus dedos
el temblor de la pluma de su lapicera.
La marea se retira arrastrando
pequeñas piedras, restos de vida marina.
Todo esto no tiene nada que ver, no,
con el origen de su emoción. No.
Su corazón se acelera porque ella
en ese instante ha decidido entrar
completamente desnuda en la habitación.
Somnolienta, por un momento no puede imaginar
dónde está. Se dirige al baño. Sacude su cabellera.
Se sienta en el inodoro con los ojos cerrados,
la cabeza inclinada; las piernas extendidas, abiertas.
No ha cerrado la puerta del baño, él puede verla.
Quizás,
ella esté recordando lo que sucedió esa madrugada.
Porque después de un rato, abre un ojo y lo mira.
Y sonríe con mucha dulzura.
 
Raymond Carver
Traducción de Esteban Moore

 

20 de octubre de 2023

Tiempos revueltos, Raymond Carver

Tiempos revueltos
 
 

"Furious Seasons"
 
Esa duración que convierte a las Pirámides en columnas de hielo que se derriten. Todo es pasado en un instante.
THOMAS BROWNE

 
Amenaza tormenta. La niebla gris oscurece las cumbres a lo largo del valle. Nubes negras con pliegues y capas blancas en la superficie se acercan desde las colinas en rápidos desplazamientos, descienden hasta el valle y pasan sobre los campos y baldíos que hay frente a la casa. Dando rienda suelta a su imaginación, Farrell ve las nubes como caballos negros sobre los que cabalgan fantasmales almas en pena y, detrás, las carrozas negras girando lenta e inexorablemente, a veces un cochero con plumas  blancas en el pescante. Cierra la puerta del porche y observa tras el cristal a su mujer que baja lentamente las escaleras. Se vuelve y le sonríe. Abre de nuevo y la saluda. Más tarde, ella se aleja en el coche. Vuelve a la habitación y se sienta en el sillón de cuero, bajo la lámpara de cobre. Se estira extendiendo los brazos por fuera del sillón.
La habitación está un poco más oscura cuando Iris sale del baño envuelta en una bata blanca abierta. Saca el taburete de debajo del tocador y se sienta frente al espejo. Coge con la mano derecha el cepillo blanco de plástico y comienza a peinarse con movimientos rápidos y rítmicos provocando un leve chasquido. Sujeta con la mano izquierda el cabello sobre uno de los hombros y realiza los largos, rápidos y rítmicos movimientos con la mano derecha. Se detiene un instante y enciende la lamparilla del espejo. Farrell coge una revista de fotos del aparador que está al lado del sofá y se estira para encender la lámpara golpeando sin querer el pergamino de la pantalla al buscar la cadenilla. La lámpara está unos centímetros por encima de su hombro derecho y la pantalla marrón cruje cuando la toca.
Afuera está oscuro y el aire huele a lluvia. Iris le pregunta si cerró la ventana. Mira hacia la ventana, luego al espejo, ve su propio reflejo y detrás a Iris observándole sentada frente al tocador, con otro Farrell más borroso mirando fijamente desde la ventana que ella tiene al lado. Tiene que llamar a Frank para confirmar que salen de caza mañana por la mañana.
Pasa las páginas. El cepillo se tambalea sobre la superficie del vestidor. “¿Sabes que estoy embarazada, Lew?”, le dice.
Las páginas satinadas de la revista muestran bajo la lámpara una catástrofe natural. La fotografía de un terremoto en algún lugar del Oriente Próximo. Se ve a cinco hombres gruesos vestidos con bombachos blancos de pie ante una casa aplastada. Uno de ellos, quizá el líder, lleva un sucio sombrero blanco inclinado sobre un ojo, lo que le da un aspecto sombrío, maligno. Mira de lado a la cámara, señalando tras el revoltijo de ladrillos hacia un río o entrante de mar al otro lado de los escombros. Farrell cierra la revista y la deja resbalar al ponerse de pie.
Apaga la luz y antes de encaminarse hacia el baño, le pregunta: “¿Qué vas a hacer?”
Sus palabras suenan secas y apresuradas como hojas arremolinándose en los oscuros rincones de la habitación. Farrell siente al instante que esa pregunta ya ha sido hecha hace tiempo en otro lugar. Entra en el baño.
El olor de Iris; un olor cálido y húmedo, ligeramente pegajoso; polvos de talco New Spring y colonia King’s Idyll. Su toalla tirada detrás del retrete. Se le han caído polvos de talco en el lavabo y forman con el agua un reguero amarillo de pasta. Lo frota con agua y lo empuja todo por el desagüe.
Se está afeitando y al mover la cara puede ver la habitación. Iris de perfil, sentada en el taburete ante la vieja cómoda. Posa la navaja y se lava la cara, luego coge la navaja otra vez. En ese momento escucha las primeras gotas de lluvia en el techo.
Un rato después apaga la luz de la cómoda y se sienta de nuevo en el sillón de cuero a escuchar la lluvia. Llega a ráfagas, golpeando a intervalos la ventana. Como el suave revoloteo de un pájaro blanco.
Su hermana ha cazado uno. Lo mete en una caja y le tira flores dentro. Agita la caja para poder oír el batir de alas, pero una mañana se la enseña y ya no se oyen las alas, tan sólo el leve arañazo que provoca el pájaro cuando mueve la caja. Se la da para que se libre de ella y él la tira con todo lo que hay dentro al río, sin querer abrirla porque empieza a oler raro. La caja es de cartón y tiene dieciocho pulgadas de largo, seis de ancho y cuatro de profundidad. Está seguro de que era una caja de galletas Snowflake porque son las que utilizaba ella con los primeros pájaros.
Corre en paralelo a la caja por el lodo de la orilla. Es una barca fúnebre y el río fangoso es el Nilo. Pronto la barca entrará en el océano, pero antes se incendiará y el pájaro blanco saldrá volando hacia las tierras de su padre donde lo espantará de entre la espesa hierba de una pradera verde, con huevos y todo. Corre por la orilla, siente el latigazo de los matojos en los pantalones, un limbo le golpea en la oreja y aún no se ha incendiado. Coge piedras sueltas y se las tira a la barca. Y entonces empieza a llover, enormes e impetuosas gotas que salpican el agua barriendo el río de lado a lado.
Farrell llevaba en la cama unas cuantas horas, no estaba seguro de cuánto tiempo. Con cuidado de no molestar a su esposa, se incorporó ligeramente apoyándose en el hombro y con los ojos entrecerrados intentó echar una ojeada al reloj de la mesita de ella. El reloj apenas estaba vuelto hacia su lado, así que, teniendo además tanto cuidado, sólo pudo ver que las manecillas amarillas marcaban las 3.15 o las 2.45.
La lluvia golpeaba contra la ventana. Se volvió de espaldas y estiró las piernas bajo las sábanas rozando el pie izquierdo de su mujer, escuchando las manecillas del reloj sobre la mesita. Se metió bajo el edredón y luego, como tenía demasiado calor y le sudaban las manos, echó hacia atrás el cobertor y pasó los dedos por la sábana, estrujándola hasta que se le secaron.
La lluvia venía por rachas, arremetiendo en oleadas y atravesando la tímida luz como miríadas de pequeños insectos amarillos que se arrojaran haciendo rizos contra la ventana.
Se dio la vuelta otra vez y se acercó a Lorraine hasta tocarle la espalda con el pecho. Durante un instante se abrazó a ella suavemente, con cuidado, extendiendo la mano por el hueco de su estómago, pasando los dedos por debajo del elástico de sus bragas, rozando el espeso penacho de vello.
Sintió una extraña sensación entonces, como si resbalara en un baño caliente y le anegaran los recuerdos sintiéndose niño otra vez. Retiró la mano, se dio la vuelta y se libró de las sábanas encaminándose al torrente de la ventana.
Una pesadilla vasta y remota la de ahí fuera. La farola parecía un demacrado y solitario obelisco desafiando la lluvia con su débil punto de luz amarilla. En la base, el lustre negro de la calle, la oscuridad acometiendo su pequeño contorno de luz. No podía ver el resto de casas, como si ya no existieran, arrasadas como en la foto que había estado mirando unas horas antes.
La lluvia iba y venía como una oscura máscara en la ventana. Anegaba los bordillos calle abajo. Se acercó hasta sentir una fría bocanada de aire en la frente al contemplar la niebla de su aliento en el cristal. Había leído que en algún sitio, se veía a sí mismo mirando las fotos, quizá en National Geographic, vivían tribus de piel cobriza que se quedaban de pie ante sus chozas contemplando la salida del sol bajo la helada. El titular decía que esa gente creía que el alma era visible en el aliento, que escupían y soplaban en las palmas de las manos ofreciendo sus almas a Dios. Su aliento desaparecía mientras lo contemplaba, dejando solamente un círculo diminuto, luego un punto y nada. Se alejó de la ventana y fue a por sus cosas.
Buscó a tientas sus botas en el armario empotrado y rastreó con los dedos las mangas de cada chaqueta hasta tocar el suave impermeable de caucho. Fue hasta el cajón por calcetines y calzoncillos largos, luego descolgó una camisa y un pantalón, lo cogió todo en una brazada y lo llevó por el pasillo hasta la cocina sin encender la luz. Se vistió y se calzó las botas antes de poner el café. Le habría gustado encender la luz del porche para Frank pero por algún motivo no le pareció bien con Iris allí en la cama. Mientras se hacía el café, preparó sándwiches y llenó los termos. Sacó una taza del armario, la llenó y se sentó cerca de la ventana para ver la calle. Encendió un cigarrillo y se puso a fumar mientras tomaba el café y escuchaba el chasquido del reloj del horno. Se derramó un poco de café, miró las gotas caer lentamente por la taza y frotó con los dedos el círculo que dejó la taza sobre la rugosa superficie de la mesa.
Está en la habitación de su hermana, ante la mesa de estudio, sentado sobre un grueso diccionario en una silla de respaldo recto. Los pies doblados bajo el asiento, los talones de los zapatos acoplados al travesaño. Cuando se apoya excesivamente sobre la mesa una de las patas se levanta del suelo y tiene que meter debajo una revista. Está haciendo un dibujo del valle en el que vive. Al principio pensó en copiar algo de uno de los libros escolares de su hermana, pero después de gastar tres hojas sin conseguir que  le saliera bien, decidió dibujar el valle y su casa. De vez en cuando deja de dibujar y frota los dedos en la superficie granulosa de la mesa.
Afuera el aire de abril es todavía húmedo y fresco, ese frescor que alienta tras las tardes de lluvia. La tierra, los árboles y las montañas ya están verdes y por todas partes hay un aliento vaporoso: en los abrevaderos de los corrales, en el estanque que hizo su padre y también en las praderas, elevándose en lentas columnas que parecen lápices, cruzando por encima del río y subiendo hasta las montañas como si fuera humo. Oye a su padre gritarle a uno de los hombres y a éste soltar una maldición por detrás. Posa el lápiz y salta de la silla. Abajo, enfrente del ahumadero, ve a su padre trabajando con la polea. A sus pies hay un rollo de cuerda marrón y empuja la barra de la polea para intentar colgarla fuera del granero. Lleva en la cabeza un gorro de lana del ejército y el cuello de la vieja chaqueta de cuero levantado, dejando a la vista la lana sucia del forro.
Con un último golpe a la polea se vuelve hacia los hombres. Dos de ellos, dos canadienses grandes y de mejillas coloradas que llevan unos sombreros de franela llenos de grasa, arrastran un carnero hacia donde está su padre. Lo abrazan hundiendo los puños en la lana y uno de ellos grapa con los brazos sus patas delanteras. Van hacia el granero, medio arrastrándolo, medio caminando el carnero sobre sus patas traseras. Parece una danza salvaje. A otra voz de su padre empujan al carnero contra la pared, uno de ellos lo monta a horcajadas, forzándole la cabeza hacia atrás y hacia arriba, hacia su ventana. Se fija en las grietas oscuras de sus ollares, en las gotas de mucosidad que le caen de la boca. Los vidriosos ojos de anciano se clavan en él un instante antes de intentar soltar un balido, pero el sonido se convierte en un chillido agudo cuando su padre lo interrumpe con una embestida rápida del cuchillo. La sangre sale a borbotones entre sus manos antes de que pueda moverse. En pocos minutos tienen al animal en la polea. Puede oír el monótono cran—cran—cran de la polea cuando su padre lo sube un poco más. Los hombres están sudando pero siguen con las chaquetas abotonadas hasta arriba.
Su padre lo abre en canal mientras los dos hombres cogen unos cuchillos más pequeños y empiezan a quitarle la piel empezando por las patas. Del vientre vaporoso se escurren unas tripas grises que caen a tierra formando un grueso rollo. Su padre gruñe y las carga en una caja, diciendo algo de un oso. Los hombres ríen. Escucha que alguien tira de la cadena en el baño y luego el gorgoteo del agua en el retrete. Se vuelve hacia la puerta cuando oye pasos que se acercan. Su hermana entra en la habitación exhalando un ligero vapor. Por un instante se queda paralizada a la puerta con la toalla enrollada en la cabeza, una mano sujetando los extremos y la otra sobre la manilla. Sus pechos redondos como si fueran planos, sus pezones como los rabillos de la cálida fruta de porcelana sobre la mesa del comedor. Deja caer la toalla que se desliza por el cuello tocando sus pechos y formando una pila a sus pies. Sonríe, lentamente se tapa la boca con la mano y empuja la puerta para que se cierre. Él se vuelve hacia la ventana encogiendo los dedos de los pies en los zapatos.
Farrell seguía sentado a la mesa tomando el café y fumando con el estómago vacío. Oyó el ruido de un coche, se levantó rápidamente y fue hasta la ventana del porche. El coche redujo a segunda y frenó frente a la casa para tomar despacio la curva, con el agua batiendo en los tapacubos, pero siguió adelante. Se sentó de nuevo. Apretando la taza entre los dedos, escuchó durante un rato el chasquido del reloj eléctrico del horno. Entonces vio las luces. Venían dando rápidas sacudidas a la oscuridad, como dos faroles que hacían cortas señales desde una pequeña proa. La densa lluvia, blanqueada por la luz al traspasarla, golpeaba con fuerza la calle por delante. El coche salpicó al disminuir la velocidad y descansar bajo la ventana.
Cogió sus cosas y salió al porche. Iris estaba allí, acostada bajo una pila de edredones. Buscando una excusa para hacerlo, como si hubiera un motivo y lo hiciera despreocupadamente, se arrodilló al otro lado de la cama y se vio a sí mismo avanzar a tientas hasta donde sabía que estaba ella.
No pudo evitar inclinarse sobre su silueta como si colgara suspendido en el aire, todos los sentidos relajados excepto el olfato, respirando fugazmente el olor de su cuerpo. Inclinándose un poco más hasta tocar con la cara el cobertor percibió de nuevo ese olor, durante un instante, y luego desapareció. Retrocedió y se acordó de su rifle, salió y cerró la puerta. La lluvia le flagelaba el rostro. Se sintió casi mareado al agarrar el fusil y posarlo sobre la balaustrada, apoyándose en ella. Durante un momento, mirando desde el porche hacia abajo, hacia la oscuridad rizada de la acera, se sintió como si estuviera en un puente en medio de ninguna parte, y de nuevo tuvo la misma sensación de la noche anterior, que eso ya había ocurrido con el presentimiento de que volvería a ocurrir, como ahora sabía. La lluvia le cortaba la cara, le caía por la nariz y en la boca. Frank tocó la bocina un par de veces y Farrell bajo las escaleras con cuidado de no resbalar.
“¡Menudo aguacero!”, dijo Frank. Un tipo grande. Llevaba una gruesa chaqueta acolchada con la cremallera hasta la barbilla y una gorra marrón con visera que le daba un aire siniestro de árbitro de béisbol. Movió las cosas del asiento de atrás para que Farrell pudiera poner las suyas. El agua subía de nivel en las canaletas, retrocedía en los desagües de los aleros y de vez en cuando pasaban junto a un bordillo o un patio anegados. Siguieron la calle hasta el final y giraron a la derecha tomando otra calle que les llevaría directamente a la autopista.
“Esto nos obliga a ir más despacio, qué van a hacer esos gansos sin nosotros”.
De nuevo Farrell se dejó ir y los vio, rescatándolos de la memoria, un instante en el que la niebla había llegado a helar las rocas y estaba tan oscuro que podía ser medianoche o el final de la tarde. Se acercan volando a poca altura por el barranco, en silencio, saliendo repentinamente de la niebla, como espectros, batiendo alas sobre su cabeza. Salta para intentar separar del grupo al más cercano mientras quita el seguro pero se atasca y el dedo enguantado permanece encorvado en la guarda, presionando el gatillo cerrado. Vinieron hacia él, saliendo de la niebla por el barranco, sobre su cabeza. En largas filas, regañándole. Así había ocurrido hace tres años.
Se quedó mirando los prados húmedos captados por las luces del coche pasando al lado y quedándose atrás. El limpiaparabrisas chirriaba de un lado a otro. Iris suelta el pelo sobre el hombro con la mano izquierda mientras coge el cepillo con la otra. Inicia un movimiento rítmico alisando la melena con un leve chasquido al pasar el cepillo, una y otra vez, arriba y abajo. Le acaba de decir que está embarazada.
Lorraine ha ido a una exposición. Él tiene aún que llamar a Frank para confirmar la jornada de caza. La fotografía en papel satinado de la revista que tiene en su regazo muestra la escena de un desastre natural. Uno de los tipos de la foto, el líder evidentemente, señala una extensión de agua. “¿Qué vas a hacer?” Se vuelve y va hacia el baño. Una toalla detrás del retrete, el olor a polvos de talco New Spring y a colonia King’s Idyll. Hay un círculo amarillo de polvos talco en el lavabo que frota con agua antes de afeitarse. Mientras se afeita puede verla cepillándose el pelo en la sala. Cuando ya se ha lavado y secado la cara, al coger de nuevo la navaja, golpean en el tejado las primeras gotas de lluvia.
Miró el reloj del tablero de instrumentos pero estaba parado. “¿Qué hora es?”
“No te fíes de ese reloj”, le dijo Frank levantando el pulgar del volante para señalar el gran reloj de números amarillos que sobresalía del tablero. “Está parado. Son las seis y media. ¿Te dijo tu mujer que tenías que estar en casa a una hora?”, le preguntó sonriendo.
Farrell negó con la cabeza pero Frank no lo vio. “No, sólo quería saber la hora”. Encendió un cigarrillo y se echó hacia atrás en el asiento, mirando la lluvia a través de las luces de los coches, salpicando el parabrisas. Conducen desde Yakima, van a recoger a Iris. Comenzó a llover cuando llegaban a la autopista Columbia River y al cruzar Arlington es ya un torrente.
Parece que avanzaran por un túnel oblicuo. Ruedan por el asfalto envueltos en la opacidad de los grandes árboles inclinados sobre el coche, el agua cayendo en cascadas por delante. Lorraine extiende el brazo por el respaldo del asiento, su mano se posa levemente en el hombro izquierdo de él. Está sentada tan cerca que puede sentir su pecho izquierdo alzarse con la respiración. Ha intentado sintonizar algo en la radio pero hay demasiada interferencia.
“Se puede poner una cama en el porche y que se instale allí”, dice Farrell sin levantar la vista de la carretera. “No estará mucho tiempo”.
Lorraine se vuelve hacia él inclinándose un poco en el asiento. Posa la mano libre en su pierna. Con los dedos de la otra mano le acaricia el hombro y apoya la cabeza contra él. Un rato después, le dice:
“Tú eres solo mío, Lew. Odio tener que compartirte con alguien aunque sea poco tiempo. Aunque sea tu propia hermana”.
Va dejando de llover y los árboles apenas se inclinan.
Farrell alza la vista y mira la luna, en creciente, afilada y pálida, brillando entre nubes grises. Dejan atrás el bosque y las curvas para entrar en un valle que se abre al río del fondo. Ha dejado de llover y el cielo es una alfombra negra en la que han esparcido puñados de estrellas.
“¿Cuánto tiempo se quedará?”, le pregunta Lorraine.
“Un par de meses. Tres como mucho. Tiene que volver a su empleo en Seattle antes de Navidad”. Siente el estómago revuelto. Enciende un cigarrillo. Expulsa el humo por la nariz y lo empuja por la ventanilla.
El cigarrillo comenzaba a picarle en la punta de la lengua, abrió la ventanilla y lo tiró. Frank dejó la autopista para avanzar ahora sobre un firme resbaladizo que les llevaría al río. Estaban en la región del trigo. Grandes extensiones de trigo se extendían hacia el oscuro esbozo de las colinas, interrumpidas aquí y allá por fangosas porciones de terreno que parecían mantequeras por las pequeñas bolsas de agua. El año que viene se cosecharán y en verano el trigo estará tan alto que les llegará hasta la cintura, siseando y meciéndose cuando sople el viento.
“Es una vergüenza, toda esta tierra sin grano la mayor parte del tiempo y tanta gente sin nada que llevarse a la boca”, dijo Frank meneando la cabeza. “Si el gobierno no metiera la mano en los cultivos la maldita vista sería mejor”.
El firme de la carretera acababa en un saliente lleno de baches y el coche empezó a saltar por una carretera elástica y ponzoñosa hacia las colinas que se veían a lo lejos.
“¿Has visto morirse de hambre a alguien, Lew?”. “No”.
El cielo encanecía. Farrell observaba los campos de rastrojo teñirse de un falso amarillo. Alzó la vista por la ventanilla y las nubes se fragmentaban y se deshacían en múltiples pedazos.
“Parece que va a dejar de llover”.
Fueron hasta el final, al pie de las colinas. Luego giraron y avanzaron por el borde de los cultivos siguiendo las colinas hasta que llegaron al cañón. Más allá, al fondo del acanalado de piedra, se extendía el río, la orilla más alejada cubierta por un banco de niebla.
“Ha dejado de llover”, dijo Farrell.
Frank maniobró en una pequeña hondonada rocosa y dijo que aquél era un buen sitio. Farrell cogió su escopeta y la apoyó contra el guardabarros de atrás para sacar las cartucheras y otra chaqueta. Cogió la bolsa de papel con los sándwiches y apretó los termos con las manos para sentir el calor. Se alejaron del coche sin hablar y caminaron a lo largo del cerro para luego bajar por uno de los pequeños valles que se abrían al cañón. La tierra estaba tachonada aquí y allá de roca afilada o matas negras que goteaban.
El suelo se ablandaba bajo los pies, tiraba de sus botas a cada paso y hacía un ruido succionador cuando las levantaba. Llevaba la cartuchera en la mano derecha, sujeta por la correa, balanceándola como si fuera un tiragomas. Sintió en la cara la brisa húmeda que venía del río. Los pequeños farallones que daban al río estaban profundamente acanalados por ambos lados, recortados en la roca dejando salientes como planchas que señalaban la altura del agua hace miles de años. En los salientes se amontonaban pilas de troncos blancos pelados e incontables trozos de madera que parecían huesos de algún pájaro gigante. Farrell intentó adivinar por dónde habían aparecido los gansos tres años antes. Se detuvo justo donde la colina empezaba a bajar hacia el cañón y apoyó la escopeta en una roca. Cogió matas y piedras que tenía a mano y bajó hacia el río recogiendo también restos de madera para hacer un escondite.
Se sentó sobre el impermeable con la espalda apoyada en un grueso arbusto y la barbilla en las rodillas, mirando los huecos azules del cielo al desplazarse las nubes. Los gansos estaban graznando bajo la niebla en la otra orilla. Se relajó, encendió un cigarrillo y se quedó mirando el humo que de repente salía de su boca. Esperaría a que saliera el sol. Son las cuatro de la tarde. El sol acaba de ocultarse tras unas nubes grises dejando el coche bajo una sombra enana que le sigue mientras lo rodea para abrirle la puerta a su mujer. Se besan.
Iris y él quedan en volver a recogerla, exactamente, dentro de una hora y cuarenta y cinco minutos. Tienen que ir a la ferretería y luego al supermercado. Volverán a recogerla a las seis menos cuarto. Se sienta al volante de nuevo y, mirando a ambos lados, se adentran lentamente en el tráfico. En la avenida que sale de la ciudad se encuentran todos los semáforos en rojo, luego gira a la izquierda para tomar la carretera secundaria, acelera a fondo y los dos se van un poco hacia atrás en sus asientos. Son las cuatro y veinte. Giran en diversos cruces y avanzan por una carretera con huertos a ambos lados. Sobre las copas de los árboles se divisan unas colinas bajas y, al fondo, las montañas coronadas de blanco. La hilera de árboles provoca sombras que oscurecen el arcén y que avanzan delante del coche. El boj forma hileras blancas que señalan los lindes de cada huerto, apiñándose contra los árboles. Hay escaleras apoyadas en las horcaduras de los árboles. Frena y se detiene en el arcén. Iris sólo tiene que abrir la puerta para alcanzar la rama de uno de los árboles. La rama raspa la puerta cuando la suelta. Las manzanas son grandes y amarillas. Le chorrea entre los dientes cuando muerde una.
Cuando se termina la carretera, siguen por un camino lleno de polvo que llega hasta las colinas, hasta donde se acaban los huertos. Todavía podrían alejarse más tomando la carretera que avanza paralela al canal de riego. El canal está vacío y los bordes empinados tan sucios y tan secos que se desmigajan. Cambia a segunda. La carretera va cuesta abajo, hay que conducir despacio, con cuidado. Detiene el coche bajo un pino, al lado de la compuerta que conduce el agua hasta una artesa circular de cemento. Iris estira la mano y la posa en su pierna. Está oscureciendo. Sopla el viento. Escucha el crujido de las copas de los árboles. Sale del coche y enciende un cigarrillo. Camina hasta el borde de la colina para ver el valle. El viento arrecia; el aire es más frío. La hierba es rala, con alguna flor bajo sus pies. El cigarrillo hace una leve espiral roja cuando vuela sobre el valle. Son las seis en punto.
El frío era intenso. Entumecía los dedos de los pies y se abría camino por las pantorrillas hacia las rodillas. También sentía las manos rígidas de frío aunque las tuviera en los bolsillos. Quería esperar a que saliera el sol. Unas nubes enormes tomaban diversas formas al dispersarse sobre el río. Al principio apenas lo notó, una especie de hilera negra avanzando entre las nubes más bajas. Cuando la tuvo al alcance de la vista creyó que era una nube de mosquitos cerrando filas ante sus ojos y luego le pareció una grieta oscura abriéndose entre cielo y tierra. Se volvió hacia él girando sobre las colinas del fondo. Estaba asustado, pero intentaba mantener la calma. El corazón le latía en las sienes, quería correr pero apenas se podía mover, como si llevara piedras en los bolsillos. Intentó ponerse al menos de rodillas pero el matorral en el que
se apoyaba le dañó el rostro y bajó la cabeza. Le temblaban las piernas, intentó estirar las rodillas. Las piernas se le entumecían cada vez más, hundió la mano en el suelo moviendo los dedos, extrañado de su calidez. Entonces oyó el suave graznido de los gansos y el zumbido de sus alas al moverse. Sus dedos buscaron el gatillo. Oyó su réplica inmediata, irritados, provocando una estridente sacudida hacia arriba cuando le vieron. Farrell ya estaba de pie, apuntando a un ganso y luego a otro, y de nuevo al anterior, así hasta que se disolvieron rompiendo filas hacia el río. Disparó una vez, dos, y los gansos seguían volando, en plena algarabía, disgregándose y alejándose de la zona de tiro, sus humildes siluetas difuminándose entre las ondulantes colinas. Disparó una vez más antes de caer de rodillas con la vista nublada. Tras él, un poco a la izquierda, escuchó el eco de los disparos de Frank retumbando por todo el cañón como el chasquido de un latigazo. Le confundió ver que salían más gansos del río, sobrevolaban las bajas colinas y tomaban altura hacia el cañón, volando en formaciones en V sobre la cima y los sembrados.
Volvió a cargar la escopeta con cuidado, apoyando el cañón en la hierba, la culata en las costillas, provocando un chasquido hueco al meter los casquillos en la recámara. Seis harían el trabajo mejor que tres. Quitó rápidamente el taco del cañón y guardó el resorte espiral y el taco en el bolsillo. Oyó a Frank disparar otra vez y, de pronto, pasó a su lado una bandada que no había visto. Cuando los estaba mirando se dio cuenta de que venían otras tres más abajo. Esperó a que estuvieran a su altura, meciéndose en el aire a unas treinta yardas de la colina, moviendo levemente la cabeza de derecha a izquierda, los ojos negros y brillantes. Cuando pasaban a su lado, se irguió apoyando una rodilla en el suelo y les dio ventaja, acosándoles un instante antes de que se abrieran. El que estaba más cerca se contrajo y cayó al suelo en picado. Disparó de nuevo cuando regresaban, viendo al ganso detenerse como si hubiera chocado con una pared, aleteando contra ella para intentar traspasarla sin dar la vuelta, agachando la cabeza, las alas hacia fuera, en lenta espiral hacia abajo. Vació el cargador en el tercer ganso cuando casi ya no lo tenía a tiro y lo vio detenerse al quinto disparo, quedándose casi quieto tras una rápida sacudida de la cola, pero aleteando aún. Durante un buen rato estuvo viéndole volar cada vez más cerca del suelo hasta que desapareció tras uno de los cañones.
Farrell puso cabeza abajo los dos gansos dentro del escondite y acarició su vientre blanco y liso. Eran gansos canadienses, graznadores. A partir de ahora ya le daría igual si los gansos volaban muy alto o salían de más abajo, de cerca del río. Se sentó contra el arbusto y encendió un cigarrillo viendo girar el cielo sobre su cabeza. Un poco más tarde, quizá al principio de la tarde, se durmió. Se despertó entumecido, sudando en frío. El sol se había puesto, el cielo era un grueso sudario gris. Podía oír el graznido de los gansos al marcharse, dejando tras de sí aquellos ecos agudos y extraños por todo el valle, pero no podía ver nada que no fueran las húmedas colinas negras cubiertas en la base por una niebla que tapaba el río. Se frotó el rostro con las manos y empezó a tiritar. Se puso de pie. Podía ver avanzar la niebla envolviendo las colinas y el cañón, ovillándose en el suelo. Sintió el aliento del aire húmedo y frío alrededor, palpándole la frente, las mejillas, los labios. Se abrió paso a tientas y comenzó a subir la colina. Se quedó de pie junto al coche y tocó la bocina en una ráfaga continua hasta que Frank llegó corriendo y le apartó el brazo de la ventanilla. “¿Qué te pasa? ¿Estás loco o qué?” “Tengo que ir a casa, ya te lo dije”. “Joder, vale. Entra, por Dios. Entra”. A no ser por un par de preguntas que hizo Farrell antes de abandonar la región del trigo, permanecieron todo el rato en silencio. Frank llevaba un cigarrillo entre los dientes, sin quitar la vista de la carretera. Cuando atravesaron los primeros parches de niebla a la deriva encendió las luces del coche. Al entrar en la autopista la niebla se levantó y las
 
primeras gotas de lluvia comenzaron a golpear el parabrisas. Tres patos pasaron volando frente a las luces del coche y fueron a posarse en un charco al lado de la carretera. Farrell pestañeó.
“¿Has visto eso?”, pregunto Frank. Farell asintió.
“¿Cómo te encuentras ahora?” “Estoy bien”.
“¿Cazaste alguno?”
Farrell se frotó las manos y entrelazó los dedos, luego las apoyó en el regazo. “No, supongo que no”.
“Vaya. Te oí disparar”. Cambió el cigarrillo de lado e intentó fumar, pero se había apagado. Lo mascó durante un rato, luego lo dejó en el cenicero y miró de reojo a Farrell.
“No es asunto mío, desde luego, pero me parece que algo te preocupa en casa…Mi consejo es que no te lo tomes demasiado en serio. Aún vivirás mucho, no tienes canas como yo”. Tosió, se rió. “Ya sé, me solía pasar lo mismo. Recuerdo…”
Farrell está sentado en el sillón de cuero bajo la lámpara de cobre observando a Iris desenredar el pelo. Tiene una revista sobre las piernas cuyas páginas satinadas están abiertas en la escena de un desastre natural, un terremoto en alguna parte del Oriente Próximo. A no ser por la pequeña luz del tocador, la habitación está a oscuras. El cepillo se mueve con rapidez por el pelo de Iris, largos movimientos rítmicos que causan un ligero chasquido. Todavía tiene que llamar a Frank y confirmar que se van de caza al día siguiente. Entra un aire frío y húmedo por la ventana de al lado. Ella deja el cepillo sobre el borde del tocador. “Lew”, dice, “¿Sabes que estoy embarazada?”
El olor del baño le marea. Su toalla tirada tras el retrete. Le han caído polvos de talco en el lavabo. Al mojarse se convirtieron en un reguero amarillo de pasta. Lo frota y lo empuja todo por el desagüe.
Se está afeitando. Al mover la cara puede ver la salita.
Iris de perfil sentada en el taburete frente al viejo tocador. Se alisa el pelo. Posa la navaja y se lava la cara, luego la coge de nuevo. En ese instante escucha las primeras gotas de lluvia en el tejado…
La lleva en brazos afuera, al porche. Le vuelve la cabeza hacia la pared y la cubre entera con el edredón. Vuelve al baño, se lava las manos y arroja la toalla empapada de sangre en el canasto de la ropa. Un rato después apaga la luz del tocador y se sienta de nuevo en su sillón junto a la ventana, escuchando la lluvia.
Frank se rió.
“Así que no pasó nada, nada en absoluto. Nos va bien después de eso. La típica trifulca de siempre, pero cuando se dio cuenta de quién llevaba los pantalones, no hubo más problema”. Le dio a Farrell un toque amistoso en la rodilla.
Avanzaban por los arrabales de la ciudad, pasando ante la larga fila de moteles con sus letras de neón intermitentes, ante los cafés de ventanas humeantes, los coches agrupados frente a la puerta, y ante los pequeños negocios de barrio, cerrados y a oscuras hasta el día siguiente. Frank giró a la derecha, en la siguiente a la izquierda y ya estaban en la calle de Farrell. Frank entró detrás de un coche blanco y negro que ponía en pequeñas letras blancas pintadas en el maletero SHERIFF’S OFFICE. A través de las luces de su propio coche, pudieron ver la alambrera que separaba el asiento de atrás como una jaula. El vaho salía del capó de su coche y se mezclaba con la lluvia.
“Puede que te busquen a ti, Lew”. Comenzaba a abrir la puerta cuando se rió entre dientes. “Puede que se hayan enterado de que cazas sin licencia. Vamos, te llevaré a mi casa”.
“No, tú sigue, Frank, todo irá bien. Estaré bien, déjame salir”.
“¡Ah, ya sabías que venían a verte! Espera un momento, toma tu escopeta”. Bajó la ventanilla y le pasó el arma a Farrell. “Parece que nunca va a dejar de llover”.
“Ya”.
Todas las luces de la casa estaban encendidas y unas siluetas empañadas permanecían frente a la ventana mirando la lluvia. Farrell permaneció detrás del coche del sheriff apoyado sobre la aleta lisa y húmeda. La lluvia le caía sobre la cabeza y le bajaba por el cuello. Frank se alejó unos metros y luego se detuvo, mirando hacia atrás. Farrell estaba apoyado en la aleta, columpiándose levemente, la lluvia cercándole.
El agua salió a chorros del badén sobre sus pies, formando un remolino en la rejilla del desagüe de la esquina y precipitándose al centro de la tierra.
  
 Raymond Carver
de TIEMPOS REVUELTOS Y OTRAS HISTORIAS (1977)

 

19 de octubre de 2023

No son tu marido, Raymond Carver

No son tu marido
 
 
"They’re Not Your Husband"
 
Earl Ober era vendedor y estaba buscando empleo. Pero Doreen, su mujer, se había puesto a trabajar como camarera de turno de noche en un pequeño restaurante que abría las veinticuatro horas, situado en un extremo de la ciudad. Una noche, mientras tomaba unas copas, Earl decidió pasar por el restaurante a comer algo. Quería ver dónde trabajaba Doreen, y de paso ver si podía tomar algo a cuenta de la casa.
Se sentó en la barra y estudió la carta.
—¿Qué haces aquí? —dijo Doreen cuando lo vio allí sentado. Le tendió la nota de un pedido al cocinero.
—¿Qué vas a pedir, Earl? —dijo luego—. ¿Los niños están bien?
—Perfectamente —dijo Earl—. Tomaré café y un sándwich de ésos. Número dos. Doreen tomó nota.
—¿Alguna posibilidad de... ya sabes? —dijo, y le guiño un ojo.
—No —dijo ella—. No me hables ahora. Tengo trabajo.
Earl se tomó el café y esperó el sandwich. Dos hombres trajeados, con la corbata suelta y el cuello de la camisa abierta, se sentaron a su lado y pidieron café. Cuando Doreen se retiraba con la cafetera, uno de ellos le dijo al otro:
—Mira que culo. No puedo creerlo. El otro hombre rió.
—Los he visto mejores —dijo.
—A eso me refiero —dijo su compañero—. Pero a algunos tipos las palomitas les gustan gordas.
—A mi no —dijo el otro.
—Ni a mí —dijo el primero—. Es lo que te estaba diciendo.
Doreen le trajo el sándwich. A su alrededor, había patatas fritas, ensalada de col y una salsa de eneldo.
—¿Algo más? —dijo—, ¿Un vaso de leche?
Earl no dijo nada. Negó con la cabeza mientras ella seguía allí de pie, esperando.
Al rato volvió con la cafetera y sirvió a Earl y a los dos hombres. Luego cogió una copa y se dio la vuelta para servir un helado. Se agachó y, doblada por completo sobre el congelador, se puso a sacar helado con el cacillo. La falda blanca se le subió hacia arriba por las piernas, se le pego a las caderas. Y dejó al descubierto una faja de color rosa y unos muslos rugosos y grisáceos y un tanto velludos, con una alambicada trama de venillas.
Los dos hombres de la barra, al lado de Earl, intercambiaron miradas. Uno de ellos alzó las cejas. El otro sonrió regocijado y siguió mirando por encima de su taza a Doreen, que ahora coronaba el helado con jarabe de chocolate. Cuando Doreen se puso a agitar el bote de crema batida, Earl se levantó, dejó el plato a medio comer en la barra y se dirigió hacia la puerta. Oyó que Doreen lo llamaba, pero siguió su camino.
Después de echar una ojeada a los niños fue al otro dormitorio y se quitó la ropa. Se subió las mantas, cerró los ojos y se puso a pensar. La sensación le comenzó en la cara, y luego le descendió hasta el estómago y las piernas. Abrió los ojos y movió la cabeza de acá para allá sobre la almohada. Luego se volvió sobre su lado y se durmió. Por la mañana, después de mandar a los niños al colegio, Doreen entró en el dormitorio y subió la persiana. Earl ya se había despertado. 
—Mírate al espejo —dijo Earl.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿A qué te refieres?
—Tú mírate al espejo —dijo él.
—¿Y qué es lo que debo ver? —dijo ella. Pero se miró en el espejo del tocador y se apartó el pelo de los hombros.
—¿Y bien? —dijo él.
—¿Y bien, qué? —dijo ella.
—Odio tener que decírtelo —dijo él—, pero creo que deberías ir pensando en seguir una dieta. Lo digo en serio. Sí, en serio. Creo que podrías perder unos kilos. No te enfades.
—¿Qué estás diciendo? —dijo ella.
—Lo que he dicho. Creo que no estaría mal que perdieras unos kilos. Unos cuantos, al menos.
—Nunca me has dicho nada —dijo Doreen. Se levantó el camisón por encima de las caderas y se volvió para mirarse el vientre en el espejo.
—Antes no pensaba que te hiciera falta —dijo Earl. Trataba de elegir cuidadosamente las palabras.
Con el camisón aún recogido sobre las caderas, Doreen dio la espalda al espejo y se miró por encima del hombro. Se alzó una nalga con la palma de la mano y la dejó caer.
Earl cerró los ojos.
—Puede que esté equivocado —dijo.
—Imagino que sí, que podría perder algo de peso. Pero me costará —dijo Doreen.
—Tienes razón, no será fácil —dijo Earl—. Pero te ayudaré.
—Quizás tengas razón —dijo Doreen. Dejó caer el camisón y miró a Earl. Y se quitó el camisón.
Hablaron de dietas. Hablaron de dietas de proteínas, de dietas de "sólo verduras", de la dieta del zumo de pomelo. Pero decidieron que no tenían el dinero suficiente para los bistecs de la dieta de proteínas. Luego Doreen dijo que tampoco le apetecía atiborrarse de verduras, y que, habida cuenta de que el zumo de pomelo no le entusiasmaba, tampoco veía mucho sentido en una dieta así.
—De acuerdo, olvídalo —dijo él.
—No, no. Tienes razón —dijo ella—. Haré algo.
—¿Qué tal si haces ejercicio? —dijo él.
—Para ejercicio ya tengo bastante con el que hago en el trabajo —dijo ella.
—Pues deja de comer —dijo él—. Unos días, al menos.
—De acuerdo —dijo Doreen—. Lo intentaré. Lo intentaré unos cuantos días. Me has convencido.
—Soy vendedor —dijo Earl.
Calculó el saldo de su cuenta corriente, cogió el coche, fue a un almacén de artículos con descuento y compró una bascula de baño. Observó detenidamente a la dependienta que registraba la venta en la caja.
En casa, hizo que Doreen se desvistiera por completo y se subiera a la báscula. Al ver sus varices, frunció el ceño. Pasó el dedo a lo largo de una que le ascendía por el muslo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Doreen.
—Nada —dijo Earl.
Miró la báscula y escribió una cifra en un papel.
—Muy bien —dijo—. Muy bien.
Al día siguiente pasó casi toda la tarde fuera; tenía una entrevista. El empresario, un hombre corpulento que cojeaba mientras le mostraba los accesorios de fontanería del almacén, le preguntó si podía viajar.
—Por supuesto que puedo —dijo Earl. El hombre asintió con la cabeza.
Earl sonrió.
Antes de abrir, oyó la televisión dentro de la casa. Cruzó la sala, pero los niños no levantaron la mirada. Doreen, vestida para el trabajo, comía huevos revueltos con bacon en la cocina.
—¿Qué estás haciendo? —dijo Earl.
Ella siguió masticando, con los carrillos llenos. Pero luego echó lo que tenía en la boca encima de una servilleta.
—No he podido aguantarme —dijo.
—Cafre —dijo Earl—. ¡Sigue, sigue comiendo! ¡Come!
Se metió en el dormitorio, cerró la puerta y se echó sobre la colcha. Seguía oyendo la televisión. Se puso las manos debajo de la cabeza y miró el techo.
Doreen abrió la puerta.
—Voy a intentarlo de nuevo —dijo.
—Muy bien —dijo él.
Dos mañanas después, Doreen lo llamó al cuarto de baño.
—Mira —dijo.
Earl miró la báscula. Abrió el cajón y sacó el papel y volvió a leer el peso mientras sonreía complacido.
—Casi medio kilo —dijo Doreen.
—Algo es algo —dijo Earl, y le dio unas palmaditas en la cadera.
Leía los anuncios por palabras. Visitaba la oficina de empleo del estado. Cada tres o cuatro días cogía el coche e iba a alguna entrevista. Y por las noches contaba las propinas de Doreen. Alisaba sobre la mesa los billetes de a dólar, formaba montoncitos de dólar con los cuartos y las monedas de cinco y diez centavos. Mañana tras mañana, hacía que Doreen se subiera a la báscula.
Al cabo de dos semanas había perdido casi dos kilos.
—Pico —dijo Doreen—. Me muero de hambre durante el día, luego en el trabajo pico cosas. Por eso no pierdo más.
Pero a la semana siguiente había perdido dos kilos y medio. Y una semana después, casi cinco. La ropa le quedaba grande. Tuvo que recurrir al dinero del alquiler para comprarse otro uniforme.
—En el trabajo me dicen cosas —le dijo a Earl.
—¿Qué clase de cosas? — preguntó él.
—Qué estoy pálida, por ejemplo —dijo ella—. Que no parezco yo. Temen que esté perdiendo demasiado peso.
—¿Qué tiene de malo perder peso? —dijo él—. No les hagas ni caso. Diles que se metan en sus cosas. Ellos no son tu marido. Tú no vives con ellos.
—Pero trabajo con ellos —dijo Doreen.
—Cierto —dijo Earl—. Pero no son tu marido.
Cada mañana entraba en el cuarto de baño detrás de ella y esperaba a que se subiera a la báscula. Se arrodillaba junto a ella con papel y lápiz. El papel estaba lleno de fechas, días de la semana, cifras. Leía lo que marcaba la báscula, consultaba el papel y asentía con la cabeza o fruncía los labios.
Ahora Doreen pasaba más tiempo en la cama. Volvía a acostarse en cuanto los niños se iban al colegio, y por la tarde descabezaba un sueño antes de salir para el trabajo. Earl ayudaba en las tareas de la casa, veía la televisión y dejaba que su mujer durmiera. Hacia todas las compras, y de cuando en cuando salía a alguna entrevista.
Una noche, después de acostar a los niños, apagó el televisor y salió a tomar unas copas. Cuando el bar hubo cerrado, fue en coche al restaurante de Doreen.
Se sentó en la barra y esperó. Al poco Doreen le vio, y dijo:
—¿Los niños están bien? Earl asintió con la cabeza.
Se tomó su tiempo para decidir lo que quería. No dejaba de mirar a su mujer, que iba de un lado para otro detrás de la barra. Por fin pidió una hamburguesa con queso. Doreen le entregó la nota al cocinero y fue a atender a otra persona.
Se acercó otra camarera con una cafetera y le llenó la taza.
—¿Cómo se llama tu amiga? —dijo, y movió la cabeza en dirección a su mujer.
—Se llama Doreen —dijo la camarera.
—Pues ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí —dijo.
—No sabría decirle —dijo la camarera.
Comió la hamburguesa y se tomó el café. La gente seguía sentándose y levantándose de la barra. Era Doreen quien atendía a la mayoría, aunque de cuando en cuando la otra camarera venía a anotar algún pedido. Earl observaba a su mujer y escuchaba atentamente. Hubo de dejar su asiento un par de veces para ir al lavabo. Y en ambas se preguntó si se había perdido algún comentario. Al volver la segunda vez, vió que le habían retirado la taza y que alguien ocupaba su sitio. Fue hasta un extremo de la barra y se sentó en un taburete, al lado de un hombre mayor que llevaba una camisa de rayas.
—¿Qué es lo que quieres? —le preguntó Doreen cuando volvió a verle— ¿no deberías estar ya en casa?
—Ponme un café —dijo.
El hombre de al lado leía un periódico. Alzó la vista y miró como Doreen servía café a su marido. Y se quedó mirando cómo se alejaba. Luego volvió a su periódico.
Earl sorbió el café y esperó a que el hombre dijera algo. Lo observó por el rabillo del ojo. El hombre había terminado de comer y había apartado hacia un lado el plato. Encendió un cigarrillo, dobló el periódico, se lo puso delante y siguió leyendo.
Doreen volvió y retiró el plato sucio y le sirvió al hombre más café.
— ¿Qué le parece la chica? —le preguntó Earl al hombre, haciendo un gesto hacia Doreen, que caminaba hacia el otro extremo de la barra—. ¿No le parece una preciosidad?
El hombre alzó la mirada. Miró a Doreen y luego a Earl, y volvió a su periódico.
—Bien, ¿qué dice? —dijo Earl—. Es una pregunta. ¿Tiene o no buen aspecto?
Dígame.
El hombre movió con ruido el periódico.
Cuando vio que Doreen se acercaba desde el otro extremo de la barra, Earl le dio un codazo al hombre en el hombro y dijo:
—Le estoy hablando. Escuche. Mire qué culo. Y ahora fíjese. ¿Me pone por favor un helado de chocolate? —pidió en voz alta a Doreen.
Doreen se paró frente a él y suspiró. Luego se volvió y cogió una copa y el cacillo del helado. Se inclinó sobre el congelador, asomó el cuerpo hacia el interior y se puso a arañar helado con el cacillo. Earl miró al hombre y le dirigió un guiño cuando vio que la falda de Doreen empezaba a ascender por los muslos. Pero el hombre captó la mirada de la otra camarera. Se puso el periódico bajo el brazo y se metió el brazo en el bolsillo.
La otra camarera vino directamente hasta Doreen.
—¿Quién es ese personaje? —dijo.
—¿Quién? —dijo Doreen, con la copa del helado en la mano.
—Ése —dijo la camarera, y señaló a Earl—. ¿Quién es ese tipo?
Earl esbozó su mejor sonrisa. Y la mantuvo. La mantuvo hasta que sintió que la  cara se le desencajaba.
Pero la camarera se limitó a observarle, y Doreen empezó a sacudir la cabeza despacio. El hombre dejó unas monedas junto a la taza y se levantó, pero aguardó también a oír la respuesta. Todos ellos tenían los ojos fijos en Earl.
—Es un vendedor. Es mi marido —dijo Doreen al fin, encogiéndose de hombros.
Luego le puso delante el helado de chocolate sin terminar de preparar y se fue a hacerle la cuenta.
 
 
Raymond Carver
 
De ¿QUIERES HACER EL FAVOR DE CALLARTE, POR FAVOR? (1976)

 
 

18 de octubre de 2023

Sala de autopsias, Raymond Carver

Sala de autopsias
 
En esos tiempos yo era joven y la fuerza
de diez hombres habitaba mi cuerpo,
para lo que mandaran.
Trabajaba en el hospital en el turno noche
y una de mis responsabilidades
cuando el forense terminaba sus tareas
era la de limpiar la sala de autopsias.
Ellos no tenían horario, algunas veces
terminaban temprano, otras demasiado tarde.
Y para que el personal de limpieza no se aburriera
dejaban objetos olvidados en la mesa de trabajo.
Un pequeño bebé quieto como una piedra
y más frío que la nieve. Un negro corpulento de pelo blanco
con el pecho partido al medio y los órganos vitales
flotando en una bandeja a un costado de su cabeza.
Yo siempre estaba solo, ahí. La manguera derramaba agua.
Las luces colgadas del techo encandilaban.
Una vez dejaron sobre la mesa una pierna,
una pierna de mujer de formas perfectas
y excesiva palidez.
Yo sabía para qué era la pierna,
en ocasiones los había observado.
A pesar de eso me quedé sin respiración.
 
De madrugada en casa mi mujer
me decía “Dulce, todo va a salir bien. Podemos hacer cambios,
vivir de otra manera”. Pero no es tan fácil.
Ella agarraba mi mano entre las suyas, con fuerza,
yo me reclinaba en el sillón y cerraba los ojos.
Yo pensaba en… cualquier cosa. No sabía en qué.
Yo dejaba que ella llevara mi mano a sus tetas.
Yo abría los ojos y miraba el cielorraso o el piso,
qué importa…
Mis dedos se arrastraban hacia su pierna, tibia y bien formada,
que ante la más suave caricia temblaba y se levantaba delicadamente.
Mi mente estaba confundida y cómo decirlo ¿sacudida?
No pasaba nada. Todo estaba pasando.
La vida era una piedra
que lentamente se iba gastando
                                                          y afilando.
 
 
Raymond Carver
Traducción de Esteban Moore

 

17 de octubre de 2023

Tu perro se murió, Raymond Carver


 

Tu perro se murió

una furgoneta le pasó por encima.
Lo encontraste a un lado del camino
y lo enterraste.
te sientes mal por ello.
te sientes mal en lo personal,
pero peor te sientes por tu hija
porque era su mascota,
y ella lo quería mucho.
acostumbraba a cantarle con voz suave
y lo dejaba dormir en su cama.
para ti esto fue el motivo de un poema.
lo llamaste un poema para tu hija,
un poema acerca de un perro que es atropellado por una furgoneta
y de lo que hiciste después,
de cómo lo llevaste al bosque
y lo enterraste en lo profundo, profundo,
y ese poema resultó ser muy bueno
casi te contentas de que el pequeño perro
haya sido atropellado, porque de lo contrario nunca
hubieras escrito ese poema tan bueno.
entonces te sientas a escribir
un poema acerca de la escritura de un poema
que trata de la muerte de ese perro,
pero mientras escribes
escuchas que una mujer grita
tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se detiene.
después de un minuto, continuas escribiendo.
ella vuelve a gritar.
Tú te preguntas cuánto podrá durar esto.


tu nombre, tu nombre de pila,
ambas sílabas,
y tu corazón se detiene.
después de un minuto, continuas escribiendo.
ella vuelve a gritar.
Tú te preguntas cuánto podrá durar esto.


Raymond Carver

13 de octubre de 2023

11 de octubre de 2023

Carta a George B. Moore en defensa del Anonimato, Jose Emilio Pacheco

Carta a George B. Moore en defensa del Anonimato
 
No sé por qué escribimos, querido George.
Y a veces me pregunto por qué más tarde
publicamos lo escrito. Es decir lanzamos
una botella al mar, harto y repleto
de basura y botellas con mensajes.
Nunca sabremos
a quién ni adónde la llevarán las mareas.
Lo más probable
es que sucumba en la tempestad y el abismo.
 
Sin embargo, no es tan inútil esta mueca de náufrago.
Porque un domingo
usted me llama de Estes Park, Colorado,
me dice que ha leído cuanto está en la botella
(a través de los mares: nuestras dos lenguas)
y quiere hacerme una entrevista.
Después recibo un telegrama inmenso
(lo que se habrá gastado usted al enviarlo).
En vez de responderle o dejarlo en silencio
se me ocurrieron estos versos. No es un poema,
no aspira al privilegio de la poesía
(no es voluntaria).
Y voy a usar, así lo hacían los antiguos,
el verso como instrumento de todo aquello
(relato, carta, drama, historia, manual agrícola)
que hoy decimos en prosa.
 
Para empezar a no responderle,
no tengo nada que añadir a lo que está en mis poemas,
dejo a otros el comentario, no me preocupa
(si alguno tengo) mi lugar en la historia.
(Tarde o temprano a todos nos espera el naufragio.)
Escribo y eso es todo. Escribo: doy la mitad del poema.
Poesía no es signos negros en la página blanca.
Llamo poesía a ese lugar del encuentro
con la experiencia ajena. El lector, la lectora
harán o no el poema que tan sólo he esbozado.
 
No leemos a otros: nos leemos en ellos.
Me parece un milagro
que algún desconocido pueda verse en mi espejo.
Si hay un mérito en esto –dijo Pessoa–
corresponde a los versos, no al autor de los versos.
Si de casualidad es un gran poeta
dejará cuatro o cinco poemas válidos,
rodeados de fracasos y borradores.
Sus opiniones personales
son de verdad muy poco interesantes.
 
Extraño mundo el nuestro: cada día
le interesan cada vez más los poetas;
la poesía cada vez menos.
El poeta dejó de ser la voz de la tribu,
aquel que habla por quienes no hablan.
Se ha vuelto nada más otro entertainer.
Sus borracheras, sus fornicaciones, su historia clínica,
sus alianzas o pleitos con los demás payasos del circo,
tienen asegurado el amplio público
a quien ya no hace falta leer poemas.
 
Sigo pensando
que es otra cosa la poesía:
una forma de amor que sólo existe en silencio,
en un pacto secreto entre dos personas,
de dos desconocidos casi siempre.
Acaso leyó usted que Juan Ramón Jiménez
pensó hace mucho tiempo en editar una revista.
Iba a llamarse “Anonimato”.
Publicaría no firmas sino poemas;
se haría con poemas, no con poetas.
Y yo quisiera como el maestro español
que la poesía fuese anónima ya que es colectiva
(a eso tienden mis versos y mis versiones).
Posiblemente usted me dará la razón.
Usted que me ha leído y no me conoce.
No nos veremos nunca pero somos amigos.
Si le gustaron mis versos
qué más da que sean míos / de otros / de nadie.
En realidad los poemas que leyó son de usted:
Usted, su autor, que los inventa al leerlos.
 
 
Jose Emilio Pacheco
 
 

10 de octubre de 2023

A quien pueda interesar, Jose Emilio Pacheco


 

A quien pueda interesar
 
Que otros hagan aún
el gran poema
los libros unitarios
las rotundas
obras que sean espejo
de armonía
 
A mí sólo me importa
el testimonio
del momento que pasa
las palabras
que dicta en su fluir
el tiempo en vuelo
 
La poesía que busco
es como un diario
en donde no hay proyecto ni medida
 
 
Jose Emilio Pacheco

 

4 de octubre de 2023

Alta traición, Jose Emilio Pacheco

Alta traición
 
No amo mi patria.
Su fulgor abstracto
es inasible.
Pero (aunque suene mal)
daría la vida
por diez lugares suyos,
cierta gente,
puertos, bosques de pinos,
fortalezas,
una ciudad deshecha,
gris, monstruosa,
varias figuras de su historia,
montañas
-y tres o cuatro ríos.
 
 
Jose Emilio Pacheco
 

3 de octubre de 2023

El viento distante, José Emilio Pacheco

El viento distante 
 
En un extremo de la barraca el hombre fuma, mira su rostro en el espejo, el humo al fondo del cristal. La luz se apaga, y él ya no siente el humo y en la tiniebla nada se refleja.
El hombre está cubierto de sudor. La noche es densa y árida. El aire se ha detenido en la barraca. Sólo hay silencio en la feria ambulante.
Camina hasta el acuario, enciende un fósforo, lo deja arder y mira lo que yace bajo el agua. Entonces piensa en otros días, en otra noche que se llevó el viento distante, en otro tiempo que los separa y los divide como esa noche los apartan el agua y el dolor, la lenta oscuridad.
Para matar las horas, para olvidarnos de nosotros mismos, Adriana y yo vagábamos por las desiertas calles de la aldea. En una plaza hallamos una feria ambulante y Adriana se obstinó en que subiéramos a algunos aparatos. Al bajar de la rueda de la fortuna, el látigo, las sillas voladoras, aún tuve puntería para abatir con diecisiete perdigones once oscilantes figuritas de plomo. Luego enlacé objetos de barro, resistí toques eléctricos y obtuve de un canario amaestrado un papel rojo que develaba el porvenir.
Adriana era feliz regresando a una estéril infancia. Hastiados del amor, de las palabras, de todo lo que dejan las palabras, encontramos aquella tarde de domingo un sitio primitivo que concedía el olvido y la inocencia. Me negué a entrar en la casa de los espejos, y Adriana vio a orillas de la feria una barraca sola, miserable.
Al acercarnos el hombre que estaba en la puerta recitó una incoherente letanía:
—Pasen, señores: vean a Madreselva, la infeliz niña que un castigo del cielo convirtió en tortuga por desobedecer a sus mayores y no asistir a misa los domingos. Vean a Madreselva, escuchen en su boca la narración de su tragedia.
Entramos en la carpa. En un acuario iluminado estaba Madreselva con su cuerpo de tortuga y su rostro de niña. Sentimos vergüenza de estar allí disfrutando el ridículo del hombre y de la niña, que muy probablemente era su hija.
Cuando acabó el relato, la tortuga nos miró a través del acuario con el gesto rendido de la bestia que se desangra bajo los pies del cazador'
—Es horrible, es infame —dijo Adriana mientras nos alejábamos.
—No es horrible ni infame: el hombre es un ventrílocuo. La niña se coloca de rodillas en la parte posterior del acuario, la ilusión óptica te hace creer que en realidad tiene cuerpo de tortuga. Tan simple como todos los trucos. Si no me crees te invito a conocer el verdadero juego.
Regresamos. Busqué una hendidura entre las tablas. Un minuto después Adriana me pidió que la apartara -y nunca hemos hablado del domingo en la feria.
El hombre toma en brazos a la tortuga para extraerla del acuario. Ya en el suelo, la tortuga se despoja de la falsa cabeza. Su verdadera boca dice oscuras palabras que no se escuchan fuera del agua. El hombre se arrodilla, la besa y la atrae a su pecho. Llora sobre el caparazón húmedo, tierno. Nadie comprendería que está solo, nadie entendería que la quiere. Vuelve a depositaria sobre el limo, oculta los sollozos y vende otros boletos. Se ilumina el acuario. Ascienden las burbujas. La tortuga comienza su relato.


 José Emilio Pacheco (1963)


 

José Emilio Pacheco: nació en la Ciudad de México el 30 de junio de 1939 y falleció el 26 de enero de 2014. Su obra fue reconocida muy pronto: desde la década de los cincuenta ya figuraba en antologías al lado de los grandes poetas de Latinoamérica. Estudió en La Universidad Nacional Autónoma de México. Además de haber publicado poesía y prosa y de ejercer una magistral labor como traductor, ha trabajado como director y editor de colecciones bibliográficas y diversas publicaciones y suplementos culturales. Dirigió, al lado de Carlos Monsiváis, el suplemento de la revista Estaciones; fue secretario de redacción de la Revista de la Universidad de México. Dirigió la colección Biblioteca del Estudiante Universitario. Ha sido docente en diversas universidades del mundo e investigador del INAH.

2 de octubre de 2023

Yo en un monte de olivos, Gloria Fuertes

Yo en un monte de olivos
 
Como un volcán dormido de mentira
—parezco al parecer tan descansada—.
Un ocio agotador que así me enciende,
Brotan de mi costado las palabras.
Sudo tinta y tengo sed, sed tengo,
Mucha sed de manos enlazadas.
Por la punta del monte de mis senos
Por la punta del lápiz va la lava.
 
Va balada a tus pies o bien protesta,
En una piedra al sol, arrodillada
Y la pasión del hombre se me representa:
Veo celdas con rejas, hospitales sin camas,
Sabios con atómicas, analfabetos con ayuda de cámara,
Viudas con marido, casos sin casa,
Niños crueles, perras apedreadas,
La traición de un amigo, la destrucción de un alma.
¡No puedo más!... Me levanto y dicen:
 
—Ahí va Gloria la vaga.
—Ahí va la loca de los versos, dicen,
la que nunca hace nada.
 
 
Gloria Fuertes
 
(De Cómo atar los bigotes al tigre, 1969)
 

1 de octubre de 2023

Vengo de abajo, Gloria Fuertes

Vengo de abajo
 
 
Vengo de abajo
Quizá por eso nunca
dejaré a los del barrio
 
Tiro hacia arriba,
La pupila del pobre
me tiene viva.
 
Salud, trabajo,
Es todo lo que pide
el que está abajo.
 
Le doy cultura
Que aún no sabe leer.
Con su estatura
 
Le leo versos
Al hombre más sencillo
del universo.
 
Gloria Fuertes
(En: Historia de Gloria, 1989)



 

29 de septiembre de 2023

Cuando te nombran, Gloria Fuertes

 

Cuando te nombran
 
Cuando te nombran,
me roban un poquito de tu nombre;
parece mentira,
que media docena de letras digan tanto.
Mi locura seria deshacer las murallas con tu nombre,
iría pintando todas las paredes,
no quedaría un pozo
sin que yo asomara
para decir tu nombre,
ni montaña de piedra
donde yo no gritara
enseñándole al eco
tus seis letras distintas.
Mi locura sería,
enseñar a las aves a cantarlo,
enseñar a los peces a beberlo,
enseñar a los hombres que no hay nada,
como volverme loco y repetir tu nombre.
Mi locura sería olvidarme de todo,
de las 22 letras restantes, de los números,
de los libros leídos, de los versos creados.
Saludar con tu nombre.
Pedir pan con tu nombre.
- siempre dice lo mismo- dirían a mi paso,
y yo, tan orgullosa, tan feliz, tan campante.
Y me iré al otro mundo con tu nombre en la boca,
a todas las preguntas responderé tu nombre
- los jueces y los santos no van a entender nada-
Dios me condenaría a decirlo sin parar para siempre.

Gloria Fuertes


27 de septiembre de 2023

No perdamos el tiempo, Gloria Fuertes

No perdamos el tiempo
 
 
Si el mar es infinito y tiene redes,
si su música sale de la ola,
si el alba es roja y el ocaso verde,
si la selva es lujuria y la luna caricia,
si la rosa se abre y perfuma la casa,
si la niña se ríe y perfuma la vida,
si el amor va y me besa y me deja temblando...
 
¿Qué importancia tiene todo eso,
mientras haya en mi barrio una mesa sin patas,
un niño sin zapatos o un contable tosiendo,
un banquete de cáscaras,
un concierto de perros,
una ópera de sarna?
 
Debemos inquietarnos por curar las simientes,
por vendar corazones y escribir el poema
que a todos nos contagie.
Y crear esa frase que abrace todo el mundo;
los poetas debiéramos arrancar las espadas,
inventar más colores y escribir padrenuestros.
Ir dejando las risas en la boca del túnel
y no decir lo íntimo, sino cantar al corro;
no cantar a la luna, no cantar a la novia,
no escribir unas décimas, no fabricar sonetos.
 
Debemos, pues sabemos, gritar al poderoso,
gritar eso que digo, que hay bastantes viviendo
debajo de las latas con lo puesto y aullando
y madres que a sus hijos no peinan a diario,
y padres que madrugan y no van al teatro.
Adornar al humilde poniéndole en el hombro nuestro verso;
cantar al que no canta y ayudarle es lo sano.
Asediar usureros y con rara paciencia convencerles sin asco.
 
Trillar en la labranza, bajar a alguna mina;
ser buzo una semana, visitar los asilos,
las cárceles, las ruinas; jugar con los párvulos,
danzar en las leproserías.
Poetas, no perdamos el tiempo, trabajemos,
que al corazón le llega poca sangre.
 
 
Gloria Fuertes
(En Antología y poemas del suburbio, 1954.)

 

 

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