Las minas del Rey Salomón
Las minas del Rey Salomón fue la película que más me obsesionó
de pequeño. Nunca he vuelto a verla, pero aún conservo imágenes de ella.
Guerreros watusi con rayas de arcilla roja pintadas en la nariz. Cintos negros
cruzados en sus pechos a modo de adorno. Dientes afilados como alfileres.
Leones que le desgarran el brazo a alguien. Moscas posándose en el labio de
alguien, y ese labio inmóvil. Antorchas en cuevas. Joyas azules rodeadas de
calaveras. Aquel actor inglés muerto de miedo.
El Cine Rialto era un lugar oscuro y almizcleño en pleno
día, y yo me metía tan absolutamente en el mundo de la película que la sala se
convertía en parte de su paisaje. El paseo en busca de palomitas de maíz al
final del pasillo negro, mientras so naba atronadora la música y loi niños se
agitaban en sus asientos, todo formaba parte de la trama. Me encontraba en la
cueva del Rey Salomón, comprando caramelos. Los bombones eran joyas. Los
acomodadores eran árboles de la selva. En los lavabos rugían las panteras.
En una ciudad poblada por blancos de carne y hueso, olí a
polvo africano durante varios días.
1/9/80
Homestead Valley, Ca.
Sam Shepard de Crónicas de motel, editorial Anagrama (1982)
Traducción de Enrique Murillo