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25 de enero de 2021
El abuelo de Lenin, Gianni Rodari
7
El abuelo de Lenin
Este breve capítulo es sólo la continuación del precedente. Pero me gustaba mucho la idea de poner al abuelo de Lenin en un título como para renunciar al antojo.
La casa de campo del abuelo de Lenin surge, no lejos de Kazán - capital de la República Autónoma de los Tártaros-, sobre una pequeña colina, a los pies de la cual corre, meciendo a unos patos, un riachuelo cantarín. Un bello lugar donde he bebido buen vino con mis
amigos tártaros.
Una de las paredes de la casa da al jardín por medio de tres grandes ventanas. Los niños, entre los que se encuentra Volovia Ulianov, el futuro Lenin, entraban y salían del edificio por las ventanas, antes que usar la puerta. El sabio doctor Blank (padre de la madre de Lenin), guardándose muy bien de prohibirles este inocente entretenimiento, hizo poner una resistente banqueta debajo de cada ventana, de modo que los niños pasasen por ellas sin el riesgo de
romperse el cuello. Éste me parece un modo ejemplar de ponerse al servicio de la imaginación infantil.
Con los cuentos y los procedimientos fantásticos para producirlos, ayudamos a los niños a entrar en la realidad por una ventana, antes que por la puerta. Resulta más divertido y es, en consecuencia, más útil.
De otra parte, nada impide provocar el choque con la realidad por medio de hipótesis más comprometidas.
Por ejemplo: «¿Qué pasaría si en todo el mundo, de un polo al otro, de repente desapareciese el dinero?» Éste no es un tema que sirva sólo a la imaginación infantil: justo por ello creo que resulta idóneo, particularmente, para los niños, a los que gusta medirse con temas más grandes que ellos mismos. Es el único modo de que disponen para crecer. Y no hay duda de que esto es lo que todos los niños desean: crecer.
Este derecho a crecer se lo reconocemos sólo de palabra. Los adultos, cuando los niños nos reclaman ese derecho, nos jugamos toda nuestra autoridad para negárselo.
Finalmente, quiero hacer observar, a propósito de la «hipótesis fantástica», que ésta constituye un caso particular del «binomio fantástico», representado por la unión arbitraria de un determinado sujeto y un determinado predicado. Cambian los componentes del binomio, pero no sus funciones. En el caso general, descrito en los capítulos precedentes, hemos tomado en consideración «binomios» constituidos por dos nombres. En la hipótesis fantástica se unen, en cambio, un nombre y un verbo, un sujeto y un predicado, o, si se quiere, un sujeto y un atributo.
Ejemplos:
- nombre y verbo: «la ciudad», «vuela».
- sujeto y predicado: «Milán», «es rodeada por el mar».
- sujeto y atributo: «el cocodrilo», «experto en mierda de gato».
No dudo que puedan existir otras formas de «hipótesis fantásticas». Para los fines de este libro pueden bastar las que ya he dicho. (La rima, obtenida con alguna licencia gramatical, tiene
funciones de provocación: espero que se note).
Gianni Rodari De Gramática de la fantasía (1973)
24 de enero de 2021
¿Qué pasaría si...?, Gianni Rodari
6 ¿Qué pasaría si...?, Gianni Rodari De Gramática de la fantasía (1973)
6
¿Qué pasaría si...?
«Las hipótesis -ha escrito Novalis- son redes: tú tiras la red y alguna cosa consigues tarde o temprano.» Aquí tenemos un ejemplo ilustre: ¿Qué pasaría si un hombre se despertase transformado en un inmundo escarabajo? A esta pregunta dio respuesta Franz Kafka en su Metamorfosis. No quiero decir con esto que la obra naciera como respuesta deliberada a esta pregunta, pero su forma es la del desarrollo de la hipótesis hasta sus últimas consecuencias. Dentro de esta hipótesis todo se vuelve lógico y humano, se carga de significados abiertos a toda clase de interpretaciones, el símbolo vive una vida autónoma y son muchas las realidades a las que se adapta.
Esta técnica de las «hipótesis fantásticas» es simplísima. Su fórmula es la de la pregunta: «¿Qué pasaría si...?» Para formular la pregunta se escogen al azar un sujeto y un predicado. Su unión nos dará la hipótesis sobre la que trabajar.
Tomemos el sujeto «Reggio Emilia» y el predicado «volar»: «¿Qué pasaría si la ciudad de Reggio Emilia volase?» Tomemos el sujeto «Milán» y el predicado «rodeada por el mar»; «Qué pasaría si de repente Milán se encontrase rodeada por el mar?» He aquí dos situaciones en las cuales los acontecimientos narrativos se multiplican hasta el infinito. Podemos, para acumular material extra, imaginar las reacciones de personas diversas ante la extraordinaria novedad, los accidentes de todo género que provocarían, las discusiones que surgen. Una historia coral, a la manera del último Palazzeschi. Podemos elegir un protagonista, por ejemplo un niño, y hacer girar los acontecimientos en torno a él, como un tiovivo de hechos imprevistos.
He notado que los niños que viven en el campo, ante una propuesta como ésta, atribuyen el descubrimiento de la novedad al panadero del pueblo: porque es el primero en levantarse, incluso antes que el campanero que debe anunciar la Misa. En la ciudad es el vigilante nocturno (un vigilante nocturno cualquiera) el que descubre el incidente y, según que los niños estén por el civismo o los afectos familiares, lo informa al alcalde o a su mujer (la del vigilante, ¡claro está!).
Los niños de la ciudad se ven casi obligados a hacer intervenir personajes desconocidos. Más afortunados, los niños del campo, no se ven obligados a referirse a un «panadero» cualquiera, sino que piensan inmediatamente en el panadero «Giuseppe» -este es un nombre obligado para mí: mi padre era panadero, y se llamaba Giuseppe- y esto les ayuda inmediatamente a introducir en la historia a las personas que conocen, los parientes, los amigos. El juego se vuelve, súbitamente, más divertido.
En los artículos publicados en «Paese Sera», ya citados, formulaba las siguientes preguntas:
- ¿Qué pasaría si Sicilia perdiese los botones?
- ¿Qué pasaría si un cocodrilo llamase a vuestra puerta para pediros un poquito de romero?
- ¿Qué pasaría si vuestro ascensor descendiese hasta el centro de la Tierra o subiese hasta la Luna?
Sólo este tercer tema, en mi caso, ha llegado a ser una historia completa, teniendo como protagonista al camarero de un bar.
Con los niños sucede que la diversión mayor consiste en formular las preguntas más ridículas y sorprendentes: justo porque el trabajo que sigue, el desarrollo del tema, no es otra cosa que la aplicación y desarrollo de un descubrimiento ya conocido, a menos que éste se preste -complicando la experiencia personal del niño, su ambiente, su comunidad- a una intervención directa, a una aproximación insólita a una realidad ya cargada, para él, de significado.
Recientemente, en una escuela media, los niños y yo hemos formulado juntos, esta pregunta:
¿Qué pasaría si un cocodrilo se presentase a un concurso de televisión?
No es necesario decir que el tema fue muy productivo. Fue como descubrir una nueva manera de mirar la televisión. Las sugerencias fueron de todo tipo, comenzando por el diálogo entre el cocodrilo que quiere concursar como experto en ictiología y los asombrados funcionarios del estudio. Una vez en el concurso, el cocodrilo resultaba invencible, y cada vez que derrotaba a un nuevo contrincante, se lo comía, sin acordarse de llorar después. Acababa comiéndose al presentador Mike Buongiorno (popular locutor italiano), pero era a su vez devorado por Sabina (su ayudante no menos popular), a quien todos los chicos admiraban y querían que
saliera victoriosa a toda costa.
Posteriormente reelaboré la historia, para incluirla en mi libro Novelas escritas a máquina, con notables variantes. En mi cuento, el cocodrilo es un experto en «mierda de gato»: materia fecal, si desean considerarla así, pero eficaz para conferir a la historia un aspecto desmitificador. Al final, Sabina no se come al cocodrilo, sino que le obliga a regurgitar sus víctimas, en sentido inverso al que fueron comidas.
Me parece que ya hemos abandonado el disparate. Hemos llegado, del modo más evidente, al uso de la fantasía para establecer una relación activa con lo real.
El mundo se puede observar desde la altura de un hombre, pero también desde arriba de una nube (con los aviones es fácil). En la «realidad» podemos entrar por la puerta principal o -es más divertido a través de una ventana.
Gianni Rodari
De Gramática de la fantasía (1973)
23 de enero de 2021
Luces y zapatos, Gianni Rodari
5 «Luces» y «zapatos», Gianni Rodari De Gramática de la fantasía (1973)
5
«Luces» y «zapatos»
La historia que sigue fue inventada por un niño de cinco años, con la intervención de tres compañeros suyos, en la escuela primaria Diana, de Reggio Emilia. El «binomio fantástico» de que toma el origen -«luces» y «zapatos»- había sido sugerido por la maestra (al día siguiente de que yo hubiera hablado a los niños sobre esta técnica).
Pero, pasemos a la historia:
Érase una vez un niño que se ponía siempre los zapatos de su papá. Una noche el papá se cansó de que el niño se pusiera siempre sus zapatos, así que lo puso conectado a la luz, y después a medianoche se cayó. Entonces el papá exclamó:
-¿Qué pasa, hay ladrones?
Fue a ver y se encontró el niño en el suelo. El niño estaba todo encendido. Entonces el papá intentó darle la vuelta a la cabeza pero no se apagaba, probó tirándole de las orejas pero no se apagaba, probó apretándole el ombligo pero no se apagaba, probó quitándole los zapatos y lo consiguió, el niño se apagó.
El gran descubrimiento final -que no era obra del narrador principal, sino que había sido sugerido por uno de sus tres pequeños ayudantes- gustó tanto a los cuatro autores que sintieron la necesidad de aplaudirse ellos mismos: Era una imagen que cerraba lógica y perfectamente el círculo, y daba a la historia un sentido de obra definitiva y completa; pero tal vez era mucho más.
Creo que el propio doctor Freud sentiría, incluso como un fantasma, una intensa emoción al escuchar una historia como ésta, tan fácilmente interpretable en términos de «complejo de Edipo»: desde el principio... vemos ese niño que se pone los zapatos del padre... que quiere «hacer de padre», para tomar su lugar junto a la madre.
Lucha impareja, sembrada de imágenes de muerte. «Conectar» quiere también decir «empalar»... Y, el niño, ¿estaba caído en el suelo o bajo tierra? No deberíamos tener ninguna duda si leemos adecuadamente aquel «se apagó» que da al drama su conclusión trágica. «Apagarse» quiere decir «morirse», son sinónimos: «Se ha apagado en el beso del Señor» dicen algunas necrológicas. Vence el más fuerte y maduro. Vence a la medianoche, la hora de los espíritus... y, antes de la muerte, viene la tortura: todo aquel «darle la vuelta a la cabeza», «tirarle de las orejas», «apretarle el ombligo»...
No insistiré en este ejercicio no autorizado de psicoanálisis. Que hablen los técnicos: «videant consules»...
Si lo profundo, lo escondido, se ha adueñado del «binomio fantástico» para escenificar sus dramas, el punto exacto de este enseñoreamiento me parece que lo constituye la evocación de la palabra «zapatos» en la experiencia infantil. Todos los niños juegan a ponerse los zapatos del padre y de la madre. Para ser «ellos». Para ser más altos. Pero también, simplemente, para ser «otra persona».
El juego de disfrazarse, aparte de la importancia de sus simbolismos, resulta siempre divertido por los efectos grotescos que conlleva. Es teatro: ponerse en el lugar de otro, interpretar un papel, inventarse una vida, descubrir nuevos gestos. Es una lástima que, generalmente, se permita a los niños disfrazarse sólo en carnaval; y aun entonces han de usar una chaqueta del padre o una falda vieja de la abuela. En todas las casas debería haber un arcón lleno de ropas en desuso a disposición de los niños para que se disfracen. En las escuelas primarias de Reggio Emilia hay, no sólo un arcón, sino un completo guardarropía, para este fin. En Roma, en el mercado de Via Sannio, se venden toda clase de vestidos, trajes de noche, restos de serie, ropas pasadas de moda: allí íbamos, cuando nuestra hija era pequeña, a reponer las existencias de nuestro arcón. A sus amigas les gustaba venir a nuestra casa sólo por el bendito arcón.
¿Por qué el niño se quedó «encendido»? La razón más obvia está en la analogía: «conectado» a la lámpara, el niño se comporta como una bombilla. Pero esta explicación nos bastaría si el niño se hubiese «encendido» en el mismo momento en que era «conectado» por el padre. La narración no registra el hecho en aquel preciso momento.
Nosotros vemos el niño «encendido» sólo después que ha caído al suelo. Creo que la imaginación ha necesitado de un momento (unos pocos segundos) para establecer la analogía entre «conectado» y «encendido», porque ésta no nos había sido revelada por medio de la «visión», sino de la selección verbal. El narrador sí veía al niño «encendido», y en cierta manera así nos lo describía, por medio de una «selección rimada»: «conectado», «suspendido» (colgado), «encendido». Finalmente, la analogía verbal y la rima no pronunciada nos ha dado la imagen visual del niño «encendido» que aparece en la segunda parte de la historia. Se ha tratado de un proceso de «condensación de imágenes» que el profesor Freud -siempre aquel bendito vienés- ya había descrito en su estudio de los procesos creativos del sueño. Desde este punto de vista, la historia del «niño encendido» se nos aparece como un «sueño con los ojos abiertos».
Tiene todos los elementos: la atmósfera, la tendencia a lo absurdo, la condensación de temas.
De esa atmósfera se sale mediante las tentativas del padre de «apagar» el «niño-bombilla». Las variaciones sobre el tema son impuestas por la analogía, pero se mueven en diversos planos: intervienen, de hecho, la experiencia de los gestos necesarios para apagar una bombilla (desenroscarla, apretar un conmutador, tirar de una cadenita, etc.), la experiencia del propio cuerpo (y por este camino se pasa de la cabeza a las orejas, de las orejas al ombligo, etc.). El juego a partir de aquí es colectivo. El narrador principal ha sido un detonante que ha provocado una explosión en cadena, en lo que los cibernéticos llamarían un efecto de «amplificación».
Mientras buscaban las posibles variaciones, los niños que asistían a la narración de la historia, observaban sus cuerpos y los de sus vecinos, para encontrar la «clavija» que permitiera «apagarlos», para encontrar el inicio de una nueva historia, la sugerencia de nuevos significados, en un proceso similar al de la musa que dicta a un poeta mientras trabaja. Sus gestos eran, por así decirlo, metafóricos. Lo que hacían no tenía nada que ver con lo que decían estar haciendo.
Eran «metáforas imposibles», como es justo que lo sean las comparaciones infantiles. La variación final -«le quita los zapatos, y se apaga»- representa un rompimiento más decisivo con el sueño. Era una conclusión, un final lógico. Eran los zapatos del padre los que mantenían «encendido» al niño, porque todo había empezado por esto: por los zapatos. Basta quitárselos y la luz desaparecerá. La historia podrá acabar. Fue el embrión de un pensamiento lógico lo que maniobró el instrumento mágico -«los zapatos del papá»- en un movimiento inverso al inicial.
En el momento en que hicieron el descubrimiento mágico, los niños introdujeron en el libre juego de la imaginación el elemento matemático de la «reversibilidad», como metáfora, pero no todavía como concepto. Al concepto llegarían más tarde: cuando la imaginación ya había creado las bases para la estructuración del concepto.
Una última observación (en este caso, se entiende) se refiere a la introducción en la historia de los «valores». Leída desde este punto de vista, es la historia de una desobediencia que es castigada, en el marco de un modelo cultural excesivamente tradicional: Al padre se le debe obediencia y tiene el derecho de castigar. La censura ha intervenido para mantener la historia en los confines de la moral familiar. Con su intervención se puede decir verdaderamente que en la historia «han participado el cielo y la tierra»: el inconsciente con todos sus conflictos, la experiencia, la memoria, la ideología, la palabra con todas sus funciones. Una lectura puramente psicológica, o psicoanalítica, no habría bastado para exponernos todos los posibles resultados, como he intentado hacer brevemente.
Gianni Rodari
De Gramática de la fantasía (1973)
22 de enero de 2021
El binomio fantástico, Gianni Rodari
4 El binomio fantástico, Gianni Rodari De Gramática de la fantasía (1973)
4
El binomio fantástico
Hemos visto nacer el tema fantástico -el nacimiento de una historia en base a una sola palabra. Pero no ha sido más que una ilusión óptica. En realidad, no basta un polo eléctrico para provocar una chispa, hacen falta dos. Una palabra sola «reacciona» («Búfalo. Y el nombre reaccionó...», dice Montale) sólo cuando encuentra una segunda que la provoca y la obliga a salir del camino de la monotonía, a descubrirse nuevas capacidades de significado. No hay vida donde no hay lucha.
Esto se produce porque la imaginación no es una facultad cualquiera separada de la mente: es la mente misma, en su conjunto, que aplicada a una actividad o a otra, se sirve siempre de los mismos procedimientos. Y la mente nace en la lucha, no en la quietud. Ha escrito Henry Wallon, en su libro «Los orígenes del Pensamiento en el Niño», que el pensamiento se forma en parejas. La idea de «blando» no se forma primero ni después que la idea de «duro», sino que ambas se forman contemporáneamente, en un encuentro generador:
«El elemento fundamental del pensamiento es esta estructura binaria y no cada uno de los elementos que la componen. La pareja, el par son elementos anteriores al concepto aislado.»
Así tenemos que «en el principio era la oposición». Del mismo parecer se nos muestra Paul Klee cuando escribe, en su «Teoría de la forma y de la figuración», que el concepto es imposible sin su oponente. No existen conceptos aislados, sino que por regla son «binomios de conceptos».
Una historia sólo puede nacer de un «binomio fantástico».
«Caballo-perro» no es un auténtico «binomio fantástico». Es una simple asociación dentro de la misma clase zoológica. La imagen asiste indiferente a la evocación de los dos cuadrúpedos. Es un arreglo de tercera categoría que no promete nada excitante.
Es necesaria una cierta distancia entre las dos palabras, que una sea suficientemente extraña a la otra, y su unión discretamente insólita, para que la imaginación se ponga en movimiento, buscándoles un parentesco, una situación (fantástica) en que los dos elementos extraños puedan convivir. Por este motivo es mejor escoger el «binomio fantástico» con la ayuda de la «casualidad». Las dos palabras deben ser escogidas por dos niños diferentes, ignorante el primero de la elección del segundo; extraídas casualmente, por un dedo que no sabe leer, de dos páginas muy separadas de un mismo libro, o de un diccionario.
Cuando era maestro, mandaba a un niño que escribiera una palabra sobre la cara visible de la pizarra, mientras que otro niño escribía otra sobre la cara invisible. El pequeño rito preparatorio tenía su importancia. Creaba una expectación. Si un niño escribía, a la vista de todos, la palabra «perro», esta palabra era ya una palabra especial, dispuesta para formar parte de una sorpresa, a formar parte de un suceso imprevisible. Aquel «perro» no era un cuadrúpedo cualquiera, era ya un personaje de aventura, disponible, fantástico. Le dábamos la vuelta a la pizarra y encontrábamos, pongamos por caso, la palabra «armario», que era recibida con una carcajada. Las palabras «ornitorrinco» o «tetraedro» no habrían tenido un éxito mayor. Ahora bien, un armario por sí mismo no hace reír ni llorar. Es una presencia inerte, una tontería. Pero ese mismo armario, haciendo pareja con un perro, era algo muy diferente. Era un descubrimiento, una invención, un estímulo excitante. He leído, años después, lo que ha escrito Max Ernst para explicar su concepto de «dislocación sistemática». Se servía justamente de la imagen de un armario, el pintado por De Chirico en medio de un paisaje clásico, entre olivos y templos griegos. Así «dislocado», colocado en un contexto inédito, el armario se convertía en un objeto misterioso. Tal vez estaba lleno de vestidos y tal vez no: pero ciertamente estaba lleno de fascinación.
Viktor Slokovsky describe el efecto de «extrañeza» (en ruso «ostranenije») que Tolstoi obtiene hablando de un simple diván en los términos que emplearía una persona que nunca antes hubiese visto uno, ni tuviera idea alguna sobre sus posibles usos.
En el «binomio fantástico» las palabras no se toman en su significado cotidiano, sino liberadas de las cadenas verbales de que forman parte habitualmente. Las palabras son «extrañadas», «dislocadas», lanzadas una contra otra en un cielo que no habían visto antes. Es entonces que se encuentran en la situación mejor para generar una historia.
Llegados a este punto, tomemos las palabras «perro» y «armario». El procedimiento más simple para relacionarlas es unirlas con una preposición articulada. Obtenemos así diversas figuras:
el perro con el armario
el armario del perro
el perro sobre el armario
el perro en el armario
etcétera.
Cada una de estas situaciones nos ofrece el esquema de algo fantástico.
1.Un perro pasa por la calle con un armario a cuestas. Es su casita, ¿qué se le va a hacer? La lleva siempre consigo, como el caracol lleva su concha. Es aquello de que sarna con gusto no pica.
2. El armario del perro me parece más bien una idea para arquitectos, diseñadores o decoradores de lujo. Es un armario especialmente ideado para contener la mantita del perro, los diferentes bozales y correas, las pantuflas antihielo, la capa de borlitas, los huesos de goma, muñecos en forma de gato, la guía de la ciudad (para ir a buscar la leche, el periódico y los cigarrillos a su dueño). No sé si podría contener también una historia.
3. El perro en el armario, a ojos cerrados, es una posibilidad más atractiva. El doctor Polifemo regresa a casa, abre el armario para sacar su batín, y se encuentra con un perro. Inmediatamente se nos presenta el desafío de hallar una explicación a esta aparición. Pero la explicación no es tan urgente. Resulta más interesante, de momento, analizar de cerca la situación. El perro es de una raza difícil de precisar. Tal vez es un perro de trufas, tal vez es un perro de ciclámenes. ¿De rododendros...? Amable con todo el mundo, mueve alegremente la cola y saluda con la patita, como los perros bien educados, pero no quiere saber nada de salir del armario, por más que el doctor Polifemo se lo implore. Más tarde, el doctor Polifemo va a tomar una ducha y se encuentra otro perro en el armarito del baño. Hay otro en el armario de la cocina, donde se guardan las ollas. Uno en el lavavajillas. Uno en el frigorífico, medio congelado. Hay un caniche en el compartimiento de las escobas, y hasta un chihuahua en el escritorio. Llegado a este punto, el doctor Polifemo podría muy bien llamar al portero para que le ayudase a rechazar la invasión canina, pero no es esto lo que le dicta su corazón de cinófilo. Por el contrario, corre a la carnicería para comprar diez kilos de filete para alimentar a sus huéspedes. Cada día, desde entonces, compra diez kilos de carne. Y así comienzan sus problemas. El carnicero comienza a sospechar. La gente habla. Nacen los rumores. Vuelan las calumnias. Aquel doctor Polifemo... ¿no tendrá en casa algunos espías atómicos? ¿No estará haciendo experimentos diabólicos con todos aquellos filetes y bistecs? El pobre doctor pierde la clientela. Llegan soplos a la policía. El comisario ordena una investigación en su casa. Y así se descubre que el doctor Polifemo ha soportado inocente tantos problemas por amor a los perros. Etcétera.
La historia, en este punto, es sólo «materia prima». Trabajarla hasta el producto acabado sería el trabajo de un escritor, y lo que aquí nos interesa es poner un ejemplo de «binomio fantástico». El disparate debe permanecer como tal. Ésta es una técnica que los niños llegan a dominar con facilidad, con no poca diversión, como yo mismo he podido comprobar en tantas escuelas de Italia. El ejercicio bien entendido tiene una gran importancia de la que hablaremos más adelante, pero sin olvidar la alegría que proporciona. En nuestras escuelas, hablando generalmente, se ríe demasiado poco. La idea que la educación de la mente deba ser una cosa tétrica es de las más difíciles de combatir. Alguna cosa sabía Giacomo Leopardi cuando escribía, en su Zibaldone, el 1° de agosto de 1823:
«La más bella y afortunada edad del hombre, que es la niñez, es atormentada de mil modos, con mil angustias, temores, fatigas de la educación y de la instrucción, tanto que el hombre adulto, incluso si se encuentra en la infelicidad..., no aceptaría volverse niño si había de pasar por todo lo que en su niñez ya pasó.»
Gianni Rodari
De Gramática de la fantasía (1973)
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Pablo Neruda
(2)
Ricardo Di Mario
(2)
Rubén Darío
(2)
Susana Miranda
(2)
Walter Ruleman Perez
(2)
Antonio Machado
(1)
Beatriz Tombeur
(1)
Eduardo Fracchia
(1)
Enrique Banchs
(1)
Enrique Molina
(1)
Ernesto Sábato
(1)
Jose Caribaux
(1)
Juan Gelman
(1)
Julio Cortázar
(1)
Mario Pacho O Donnell
(1)
Ricardo Piglia
(1)
Victoria Ocampo
(1)