La dignidad del trabajo, Eduardo Galeano
Texto leído en la sesión magistral de clausura de la VI
Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales, llevada a cabo del
6 al 9 de noviembre de 2012 en la Ciudad de México.
No se asusten, empezaré diciendo seré breve, pero esta vez es verdad. Y es verdad porque yo estoy
empeñado en una inútil campaña contra la inflación palabraria en América Latina, que yo creo que es más
jodida, más peligrosa que la inflación monetaria, pero se cultiva con
más frecuencia. Y porque además lo que voy a hacer es leer para ustedes un mosaico de textos
breves previamente publicados en revistas, periódicos, libros. Pero no reunidos
como ahora en una sola ocasión, reunidos en torno a una pregunta que me ocupa y
me preocupa como estoy seguro a todos ustedes, que
es la pregunta siguiente: ¿los derechos
de los trabajadores son ahora un tema para arqueólogos? ¿Sólo para arqueólogos?
¿Una memoria perdida de tiempos idos? Este en un mosaico armado con textos
diversos que se refieren todo sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el
pasado y el presente a esta pregunta más que nunca
actualizada: ¿Los derechos de los trabajadores
es un tema para arqueólogos? Más
que nunca actualizada en estos tiempos de crisis, en los que más que nunca los derechos están
siendo despedazados por el huracán feroz que
se lleva todo por delante, que castiga el trabajo y en cambio recompensa la
especulación, y está arrojando al tacho de la basura más de dos siglos de
conquistas obreras.
La tarántula universal
Ocurrió en Chicago en 1886. El 1º de mayo, cuando la
huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune
diagnosticó: El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula universal y se ha vuelto loco de remate. Locos de remate
estaban los obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por
el derecho a la organización sindical. Al año siguiente, cuatro dirigentes
obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un juicio
mamarracho. Se llamaban George Engel, Adolph Fischer, Albert Parsons y Auguste
Spies; marcharon a la horca mientras el
quinto condenado (Louis Lingg) se había volado la cabeza en su celda.
Cada 1º de mayo el mundo entero los recuerda.
Dicho sea de paso, les cuento que estuve en Chicago hace
unos siete u ocho años, y les pedí a mis amigos que me llevaran al lugar donde
todo esto había ocurrido, y no lo conocían. Entonces me di cuenta de que en
realidad esto, esta ceremonia universal la única
fiesta de veras universal que existe, en
Estados Unidos no se celebraba; o sea, era en ese momento el único país del
mundo donde el 1 de mayo no era el Día de los Trabajadores. En estos últimos
tiempos eso ha cambiado, recibí hace poco una carta muy jubilosa de estos
mismos amigos contándome que ahora había en ese lugar un monolito que recordaba
a estos héroes del sindicalismo, que las cosas habían cambiado y que se había
hecho una manifestación de cerca de un millón de personas en su memoria por
primera vez en la historia. Y la carta terminaba diciendo: Ellos te saludan.
Cada 1º de mayo el mundo recuerda a esos mártires, y con
el paso del tiempo las convenciones internacionales, las constituciones y las
leyes les han dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin
enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden las jornadas de trabajo con
aquellos relojes derretidos de Salvador Dalí.
Una enfermedad llamada "trabajo"
En 1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era un médico
raro, un médico rarísimo, que empezaba preguntando: ¿En
qué trabaja usted?. A nadie se le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia. Su
experiencia le permitió escribir el primer Tratado de Medicina del Trabajo,
donde describió una por una las enfermedades frecuentes en más de cincuenta oficios. Y
comprobó que había
pocas esperanzas de curación para los obreros que comían hambre, sin sol y sin
descanso, en talleres cerrados, irrespirables y mugrientos. Mientras Ramazzini
moría en Padua, en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del
maestro italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los
obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan breve
la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban desnudos por las
chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de limpieza respiraban mucho
hollín.
El hollín era su verdugo.
Desechables
Más de 90 millones de clientes acuden, cada semana, a las
tiendas Walmart. Sus más de 900 mil empleados tienen prohibida la afiliación a
cualquier sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un
desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los derechos
humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de asociación. Y más,
el fundador de Walmart, Sam Walton, recibió en 1992 la Medalla de la Libertad,
una de las más altas condecoraciones de los Estados Unidos.
Uno de cada cuatro adultos norteamericanos y nueve de
cada diez niños engullen en McDonalds la comida plástica
que los engorda. Los trabajadores de McDonalds son tan desechables como la
comida que sirven. Los pica la misma máquina.
Tampoco ellos tienen el derecho de sindicalizarse.
En Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen
y actúan, las empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett-Packard
lograron evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró unión free (libre
de sindicatos) el sector electrónico. Tampoco tenían ninguna posibilidad de
agremiarse las 190 obreras que murieron quemadas vivas en Tailandia en 1993, en
el galpón trancado por fuera donde fabricaban los muñecos de Sesame Street,
Bart Simpson, la familia Simpson y los Muppets.
En sus campañas electorales del año 2000, los candidatos
Bush y Gore coincidieron en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo norteamericano de relaciones
laborales. Nuestro estilo de trabajo como ambos lo llamaron es el que está marcando el paso de la globalización que avanza con botas de
siete leguas y entra hasta en los más remotos rincones del planeta.
La tecnología, que ha abolido las distancias, permite
ahora que un obrero de Nike en Indonesia tenga que trabajar 100 mil años para
ganar lo que gana en un año un trabajador de su empresa en los Estados Unidos.
Es la continuación de la época
colonial, en una escala jamás conocida.
Los pobres del mundo siguen cumpliendo su función tradicional:
proporcionan brazos baratos y productos baratos, aunque ahora produzcan
muñecos, zapatos deportivos, computadoras
o instrumentos de alta
tecnología, además de producir como antes caucho, arroz, café, azúcar y otras
cosas malditas por el mercado mundial.
Desde 1919 se han firmado 183 convenios internacionales
que regulan las relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización
Internacional del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 115, Noruega
106, Alemania 76 y los Estados Unidos 14. El país que encabeza el proceso de
globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente
impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de obra
barata y a la conquista de territorios que las industrias sucias pueden
contaminar a su antojo. Paradójicamente, este país que no reconoce más ley que
la ley del trabajo fuera de la ley, es el que dice
que ahora no habrá más
remedio que incluir cláusulas sociales y de protección
ambiental en los Acuerdos de Libre Comercio. ¿Qué sería de la realidad, no?
¿Qué sería de ella sin la publicidad que la enmascara? Estas cláusulas son
meros impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro relaciones públicas, pero la sola mención de los derechos obreros pone los
pelos de punta a los más fervorosos partidarios, abogados, del salario de
hambre, el horario de goma y el despido libre.
Desde que Ernesto Zedillo dejó la Presidencia de México,
pasó a integrar los directorios de la Union Pacific Corporation y del consorcio
Procter & Gamble, que opera en 140 países, y además encabeza una comisión
de las Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista Forbes. En
idioma tecnocratés, se indigna contra lo que llama
la imposición de estándares homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales;
traducido, eso significa olvidemos de una buena vez
toda la legislación internacional que todavía protege más o menos,
menos que más, a los trabajadores. El
presidente jubilado cobra por predicar la esclavitud, pero el principal
director ejecutivo de General Electric lo dice más claro: Para competir hay que
exprimir los limones, y no es necesario aclarar que él
no trabaja de limón en el reality show del mundo de
nuestro tiempo. Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las
manos y yo no fui.
En la industria posmoderna el trabajo ya no está
concentrado, así es en todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los
contratistas fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota; de cada
cinco obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa; de
los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de trabajo a fines del siglo
XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no cumplen las normas de
seguridad.
A través de 300 empresas contratistas, China produce la
mitad de todas las muñecas Barbie para las niñas del mundo. En China sí hay
sindicatos, pero obedecen a un Estado que en nombre del socialismo se ocupa de
la disciplina de la mano de obra. Nosotros combatimos la agitación obrera y la inestabilidad social para asegurar un clima
favorable a los inversores, explicó Bo Xilai,
alto dirigente del Partido Comunista Chino.
El poder económico está más monopolizado que nunca, pero
los países y las personas compiten en lo que pueden, a ver quién ofrece más a
cambio de menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera
del camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos
años de dolor y de lucha.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el
Caribe, que por algo se llaman sweatshops (talleres del sudor), crecen a un
ritmo mucho más acelerado que la industria en
su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina están en negro, sin ninguna protección legal; nueve de cada diez
nuevos empleos en toda América Latina corresponden al llamado sector informal,
un eufemismo para decir que los trabajadores están
librados a la buena de Dios. ¿La
estabilidad laboral y los demás derechos
de los trabajadores serán de aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que
recuerdos de una especie extinguida?
En el mundo del revés, la libertad oprime. La libertad
del dinero exige trabajadores presos, presos de la cárcel del miedo, que es la
más cárcel de todas las cárceles. El Dios del mercado amenaza y castiga, y bien
lo sabe cualquier trabajador en cualquier lugar. El miedo al desempleo que
sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y multiplicar
la productividad, eso hoy por hoy es la fuente de angustia más universal de
todas las angustias.
¿Quién está a salvo del pánico, de ser arrojado a las
largas colas de los que buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un
obstáculo interno, para decirlo con las palabras del presidente de la
Coca-Cola, que explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que hemos
eliminado los obstáculos internos? Y en tren de
preguntas, la última: ante la globalización del dinero, que divide el mundo en domadores y domados, ¿se podrá internacionalizar la lucha por
la dignidad del trabajo? Menudo desafío.
Un raro acto de cordura
En 1998, Francia dictó la ley que a 35 horas semanales el
horario de trabajo. Trabajar menos, vivir más. Tomás Moro había soñado en su
Utopía pero hubo que esperar cinco siglos para que por fin una nación se
atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin y al cabo, ¿para
qué sirven las máquinas si no es para reducir el tiempo de trabajo y ampliar
nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso tecnológico tiene que
regalarnos desempleo y angustia? Por una vez, al menos, hubo un país que se atrevió
a desafiar tanta sinrazón. Pero, pero poco duró la
cordura. La ley de las 35 horas murió a los diez
años.
Este inseguro mundo
Hoy, vale la pena advertir que no hay en el mundo nada
más inseguro que el trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que despiertan
cada día preguntando: ¿Cuántos sobraremos, quién
me comprará?. Muchos pierden el trabajo, y
muchos pierden, trabajando, también la vida.
Cada 15 segundos muere un obrero asesinado por eso que llaman accidentes de
trabajo.
La inseguridad pública es el tema preferido de los
políticos, que desatan la histeria colectiva en cada elección. ¡Peligro, peligro proclaman en cada esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino!. Pero esos políticos jamás denuncian
que trabajar es peligroso. Y es peligroso cruzar la calle, porque cada 25
segundos muere un peatón asesinado por eso que llaman accidentes de tránsito. Y es peligroso comer, porque quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado por la comida química. Y es peligroso respirar, porque en las ciudades, en las
grandes ciudades, el aire puro es como el silencio: un artículo de lujo. Y también es
peligroso nacer, porque cada 3 segundos muere un niño
que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.
Una historia real para acabar (se me fue la mano con las
teorías), un par de cosas que tengan más que ver con la realidad de carne y
hueso, como la historia de Maruja. El 30 de marzo, Día del Servicio Doméstico,
no viene mal contar la breve historia de una trabajadora de uno de los oficios
más ninguneados del mundo. Maruja no
tenía edad. De sus años de antes, nada decía; de sus años de después, nada
esperaba. No era linda ni fea ni más o menos, caminaba arrastrando los pies,
empuñando el plumero o la escoba o el cucharón. Despierta, hundía la cabeza
entre los hombros. Dormida, hundía la cabeza entre las rodillas. Cuando le
hablaban, miraba al suelo, como quien cuenta hormigas. Había trabajado en casas
ajenas desde que tenía memoria. Nunca había salido de la ciudad de Lima, nunca.
Mucho trajinó de casa en casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, por fin,
encontró un lugar donde fue tratada como si fuera persona. A los pocos días, se
fue.
Se estaba encariñando.
Desaparecidos
Agosto 30, Día de los Desaparecidos. Los muertos sin
tumba, las tumbas sin nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó,
los bebés que son o han sido botín de guerra, y también los bosques nativos,
las estrellas en la noche de las ciudades, el aroma de las flores, el sabor de
las frutas, las cartas escritas a mano, los viejos cafés donde había tiempo
para perder el tiempo, el fútbol de la calle, el derecho a caminar, el derecho
a respirar, los empleos seguros, las jubilaciones seguras, las casas sin rejas,
las puertas sin cerradura, el sentido comunitario y el sentido común.
El origen del mundo
Hacía pocos años que había terminado la Guerra Española,
y la cruz y la espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los
vencidos, un obrero anarquista recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En
vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le ponían
mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda, con nadie se entendía,
nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le quedaba.
Por las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin
decir nada los reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el
hijo, un niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep
Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me contó esta historia.
Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio, me lo contó: él era un
niño desesperado que quería salvar a su padre de la condenación eterna, pero el
muy ateo, el muy tozudo, no entendía razones. Pero, papá le
preguntó Josep, llorando, pero, papá si Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?. Y el obrero, cabizbajo, casi en secreto,
dijo: ¡Tonto, tonto! ¡Al
mundo lo hicimos nosotros, los albañiles!.
Eduardo Galeano
En Ciudad de México, el
viernes 9 de noviembre de 2012