La salvaje, Marcel
Schowb
El
padre de Búchette solía llevarla al bosque al despuntar del alba, y la niña
permanecía sentada muy cerca mientras él talaba los árboles. Búchette veía cómo se hundía el hacha
haciendo volar delgados trozos de corteza; a menudo, los musgos grises venían a
arrastrase sobre su rostro. «¡Cuidado!», gritaba el padre cuando el árbol se
inclinaba produciendo un crujido que parecía subterráneo. Ella sentía cierta
tristeza por el monstruo extendido en el claro del bosque, con sus ramas
magulladas y sus ramitas heridas. Por la
noche, un círculo rojizo de pilas de carbón se encendía en medio de la
sombra. Búchette sabía a qué hora había
que abrir la cesta de juncos para ofrecer a su padre el cántaro de gres y el
trozo de pan moreno. El se tendía entre
las ramitas despedidas y masticaba con lentitud. Después, Búchette sorbía su sopa. Corría en
torno a los árboles marcados y, si su padre no la miraba, se escondía para
gritar: « ¡Uuu! ».
Había
una caverna oscura, llena de zarzas y de ecos sonoros, a la que se daba el
nombre de Santa María Becerra. Alzándose de puntillas, Búchette solía
observarla desde lejos.
Cierta
mañana de otoño en que las marchitas cimas del bosque estaban aun encendidas
por la aurora, Búchette vio que delante de la Becerra se estremecía un objeto
verde: Tenía brazos y piernas, y la cabeza parecía pertenecer a una niñita de
la misma edad de Búchette.
Al
principio tuvo miedo de acercarse; ni siquiera se atrevió a llamar a su padre.
Pensó que era una de las personas que respondían en la caverna de la Becerra
cuando alguien hablaba fuerte. Cerró los ojos, temiendo que cualquier
movimiento suyo provocase algún siniestro ataque. Al inclinar la cabeza oyó un
sollozo cercano: la extraordinaria criatura verde lloraba. Entonces, Búchette abrió los ojos y sintió
pena. Pues veía el rostro verde, dulce y triste, humedecido por las lágrimas, y
dos nerviosas manitas verdes que se apretaban contra la garganta de la niñita
extraordinaria.
- Tal vez se haya caído sobre malas hojas que destiñen -
se dijo Búchette.
Armándose
de valor atravesó helechos erizados de ganchos y de zarcillos, hasta llegar
casi junto a la singular figura. Dos
bracitos verdeantes se tendieron hacia Búchette, en medio de las mustias
zarzas.
- Se parece a mí - pensó Búchette - pero tiene un extraño
color.
La
sollozante criatura verde estaba semicubierta por una especie de túnica hecha
de hojas cosidas. Era en realidad una
niñita que tenía el tinte de una planta silvestre. Búchette imaginó que sus
pies estaban arraigados en la tierra. A pesar de esto, los movía con mucha
ligereza.
Búchette
le acarició los cabellos y le tomó la mano. Ella se dejó conducir siempre
llorosa. Parecía que no supiese hablar.
-¡Ay! ¡Dios mío! ¡Una diablesa verde! - exclamó el padre
de Búchette cuando la vio llegar - ¿De dónde vienes, pequeña? ¿Por qué eres
verde? ¿No sabes responder?
Era
imposible saber si la niña verde había entendido. «Tal vez tenga hambre», dijo
él. Y le ofreció el pan y el cántaro. Pero ella dio vueltas al pan en sus manos
y lo arrojó al suelo; luego agitó el cántaro para escuchar el ruido del vino.
Búchette
rogó a su padre que no dejara a esa pobre criatura en el bosque durante la
noche. A la hora del crepúsculo las pilas de carbón brillaron una por una y la
muchacha verde observó, temblorosa, los fuegos.
Cuando entró en la casita, retrocedió al ver la luz. No podía
acostumbrarse a las llamas y lanzaba un grito cada vez que alguien encendía la
vela.
Al
verla, la madre de Búchette se persignó. «Dios me ayude -afirmó- si se trata de
un demonio; pero no es ni remotamente una cristiana».
La
niña verde no quiso tocar ni el pan, ni la sal, ni el vino, de lo cual
resultaba claramente que no podía haber sido bautizada ni presentada a la
comunión. Fueron a visitar al cura, quien llegó a la casa en el preciso momento
en que Búchette ofrecía a la criatura habas en su vaina.
Muy
contenta al parecer, se puso de inmediato a partir el tallo con las uñas,
pensando encontrar las habas en el interior. Mas luego, decepcionada, comenzó a
llorar hasta que Búchette le hubo abierto una vaina. Entonces royó las habas
mientras observaba al cura.
Por
más que llevaron a su presencia al maestro de escuela, no fue posible hacerle
comprender una sola palabra humana ni pronunciar un solo sonido articulado.
Lloraba, reía, o emitía gritos.
El
cura la examinó minuciosamente, sin descubrir en su cuerpo ninguna señal del
demonio. Al domingo siguiente la
condujeron a la iglesia y allí no manifestó signo alguno de inquietud, aparte
de gemir cuando la humedecieron con agua bendita. Pero no retrocedió lo más mínimo ante la
imagen de la cruz y, cuando pasó sus manos por sobre las sagradas llagas y las
desgarraduras de las espinas, pareció apenada.
Las
gentes de la aldea sintieron gran curiosidad y algunas hasta temor. A pesar del consejo del párroco, seguían
hablando de la «diablesa verde».
La
criatura sólo se nutría de granos y frutas; cada vez que le ofrecían espigas o
ramitas, partía el tallo o la madera y lloraba de desilusión. Búchette no lograba hacerle aprender en qué
lugar había que buscar los granos de trigo o las cerezas, y su decepción era
siempre la misma.
Por
imitación, pronto fue capaz de transportar madera y agua, barrer, secar y hasta
coser, aun cuando manejaba la tela con cierta repulsión. Mas nunca se resignó a
encender el fuego, o tan siquiera a aproximarse al hogar.
Entretanto,
Búchette crecía y sus padres quisieron ponerla a trabajar. Esto le causó tanta pena que todas las
noches, oculta bajo las sábanas, sollozaba suavemente. La otra niña se condolía
al ver en ese estado a su amiguita. Por
la mañana miraba largamente a Búchette y los ojos se le llenaban de lágrimas. Y
por la noche, durante su llanto, Búchette sentía que una mano tierna le
acariciaba los cabellos y unos labios frescos se posaban en su mejilla.
Se
acercaba la fecha en que Búchette debía entrar a trabajar. Sus sollozos se
habían hecho casi tan angustiosos como los de la criatura verde cuando la
hallaron abandonada ante la caverna de la Becerra.
La
última noche, cuando el padre y la madre de Búchette estaban entregados al
sueño, la niña verde acarició los cabellos de su amiga y la tomó de la mano.
Luego abrió la puerta y extendió el brazo hacia la noche. Y así como antes Búchette la había conducido
a las casas de los hombres, ella la llevó de la mano hacia la libertad
ignorada.
Marcel Schowb