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17 de agosto de 2018

La corona de flores de San Francisco de Asís (1905) Herman Hesse


La corona de flores de San Francisco de Asís
(1905) Herman Hesse

 Acaba de publicarse una notable edición alemana de las «Fioretti di San Francesco». Ante el considerable interés de la pasada década por la persona y la importancia del Santo, interés que sin duda sigue creciendo^ me parece oportuno comenzar el comentario del libro con algunas notas orientadoras sobre Francisco.
 Francisco de Asís, en realidad Giovanni Bernardone, nació en el año 1182, hijo del acaudalado comerciante Pietro Bernardone. No recibió una educación científica, pero sí en cambio una educación mundana a través del trato amistoso con los hijos de la nobleza y los círculos más distinguidos de la burguesía. Es probable que las cuestiones religiosas no fuesen del todo ajenas a su círculo; el padre realizó en varias ocasiones largos viajes de negocios, especialmente a los mercados del Sur de Francia y tuvo que estar forzosamente informado sobre los grandes movimientos de su tiempo. Con el florecimiento de las ciudades y de la cultura urbana y burguesa surgieron nuevas y poderosas necesidades que la Iglesia no supo satisfacer, entre otras cosas porque su enconada lucha con el Emperador la mantenía constantemente ocupada. Existía en todas las almas un ferviente deseo de doctrina y consuelo, de comunicación e interpretación del Evangelio y precisamente el sermón estaba completamente abandonado y en lugar de pan ofrecía piedras. Y entonces surgieron aquí y allá hombres de la acción y del verbo, predicadores seglares y apóstoles del pueblo; había profetas y milagreros, herejes y grandes oradores populares. Algunos se perdieron en lo fantástico y desaparecieron sin dejar rastro, otros sé consumieron en luchas estériles, pero la mayoría, los mejores fueron aplastados por la Iglesia celosa. Por todas partes hubo de repente herejes y mártires, movimientos apasionados agitaban al pueblo exaltado.
 Sin embargo, nada sabemos con seguridad sobre la influencia que tuvo el espíritu de este tiempo sobre la primera juventud de Francisco. En cambio otras corrientes le afectaron profundamente. En aquel tiempo se escucharon las primeras canciones de trovadores y Francisco conservó durante toda su vida su fragancia; la necesidad de una cierta exaltación poética y artística de la vida y de su significado no le abandonó nunca del todo. De momento aquel impulso se manifestó de un modo típicamente juvenil: Francisco se entregó con pasión a una espléndida vida de diversión, tratando de superar a sus camaradas en todos los terrenos y gastando el dinero de su padre. Daba fiestas y participaba en ellas, le gustaban las armas, las galas, los caballos; su ideal era ser un caballero perfecto, y es notable el entusiasmo y el ahínco que dedicó a este empeño. En estos juegos casi infantiles se revela ya una personalidad que no puede hacer nada a medias y que necesita en la vida un deseo profundo, un ideal al que seguir con entrega total. Quiere saborear lo más profundo y noble de la vida y cuando descubre el camino no conoce la duda. Pero posee el don inapreciable de la alegría indestructible, algo de la naturaleza del pájaro cantor; siempre con una sonrisa, una canción, una palabra cariñosa. Esos dos rasgos —la búsqueda apasionada de la perfección y al mismo tiempo la inocencia y la gracia del niño— explican todo su ser y su vida.
 Cuando todavía no había cumplido los veinte años, Francisco tomó parte en la lucha defensiva contra Perusa. Tras la caída del duque de Spoleto, administrador imperial de Asís, se produjeron en la ciudad levantamientos cada vez más amenazadores del pueblo contra la nobleza, y ante el peligro algunos barones cometieron la traición de pedir ayuda a la poderosa Perusa. Esta acudió a la llamada y tras una rápida batalla derrotó por completo a las tropas de la ciudad vecina más débil. Francisco que había luchado con entusiasmo fue hecho prisionero y llevado con muchos otros a Perusa. Allí permaneció en prisión un año entero, por cierto junto con los nobles gracias a sus modos educados y distinguidos. Pero el largo cautiverio no le doblegó en absoluto, por el contrario, él era el más animoso y alegre, trataba de consolar por todos los medios a sus compañeros de infortunio y hablaba constantemente de su esperanza de convertirse pronto en un soldado y caballero ejemplar.
 Puesto en libertad en 1203 y de vuelta a Asís, volvió rápidamente a su antigua vida alegre, fue el primero en el juego y en los festines y derrochó su dinero como un aristócrata; uno de sus biógrafos más antiguos le llama princeps juventutis. Una enfermedad grave, a la que creyó sucumbir, le obligó a hacer un examen de conciencia lleno de remordimientos y a intentar un cambio. Pero sus buenos propósitos no duraron mucho. Al poco tiempo volvió a arder poderosamente su pasión por una vida mundana de gloria y esplendor. El anhelado camino hacia las aventuras y proezas, hacia el prestigio y el honor parecía abrirse por fin.
 En el Sur de Italia Walter de Brienne, el famoso general y caballero al servicio del Papa, preparaba un ejército y de todas partes acudían voluntarios de los mejores estamentos. También en Asís varios jóvenes y hombres distinguidos decidieron incorporarse a ese ejército y en cuanto Francisco lo supo, se unió a ellos. Una euforia febril e impetuosa se apoderó de él, se vistió y armó con más riqueza y abundancia que ninguno y a todos hablaba de sus planes y de sus esperanzas. Ebrio de expectación ardiente y de deseos de actuar, se veía ya en el camino hacia la realización de sus sueños juveniles de ambición desbordante, y aseguraba que volvería como principe y vencedor coronado. Sobre un espléndido caballo se unió a sus compañeros el día de la partida y con su magnífico equipo suscitó la envidia de sus camaradas y el asombro de los que quedaron atrás.
 Dos días después Francisco volvía solo a Asís, transformado, derrotado, humilde. Había regalado su armadura a un hidalgo pobre. No se sabe exactamente lo que le llevó a regresar; quizás.,sus compañeros le castigaron por su actitud arrogante, quizás le debilitó una súbita enfermedad. En todo caso pasó por un trance en que su alma luchó con la muerte, en el que Dios tocó su corazón y en aquel instante misterioso la ambición y la sed de aventuras se desprendieron de él como un caparazón, una envoltura vacía. Regresó a casa donde fue recibido con burla y asombro. Poco le importó; algo más profundo le atormentaba. Su ideal, sus esperanzas, sus planes habían perdido su valor y estaban destruidos. ¿Qué iba a hacer ahora? Necesitaba un ideal nuevo, una forma nueva en la que verter su sentimiento ardiente de la vida, un nuevo Dios y una nueva fe y en ese deseo y esa búsqueda apasionada se consumió durante mucho tiempo. No prestó oídos a las invitaciones que volvieron a hacerle pronto sus antiguos amigos, pero un día los invitó inesperadamente a un banquete. Estuvieron comiendo y bebiendo hasta la noche, luego los invitados se levantaron alegremente para ir a alborotar y a cantar por las calles. Francisco se alejó solo, sumido en profundos pensamientos, porque aquella noche había tenido una primera intuición de su nuevo ideal. Sus camaradas le encontraron, le rodeaion con risas y le preguntaron lo que urdía, que si estaba pensando en tomar esposa. Entonces él dijo que había encontrado una novia más noble y hermosa de lo que podían imaginar. Riéndose se alejaron creyendo que sólo estaba bebido. Aquel fue su último banquete y el última día de su antigua vida.
 Esa es la historia de la juventud del Santo; tiene un encanto novelesco casi seductor. Pero aquellos atractivos rasgos del joven, su buen humor dispuesto siempre al canto y a la broma, su alegría ante la belleza, su caballerosidad unas veces entusiasta otras frágilmente juguetona, no le abandonaron nunca. Sobre la base de una seriedad vital, generosa, poderosa, y sencilla, adquirieron una hermosura nueva, más alta, más espiritual y rodearon la figura del santo con un aire de inocencia y de encanto, siempre joven, que conquistó a miles de corazones.
 Francisco comenzó su nueva vida en la soledad y el rezo, en el trato con los necesitados y pobres. Los afanes religiosos insatisfechos, sedientos de todo aquel tiempo, los vivió sumido en una inquietud atormentada que le impulsó a realizar una peregrinación a Roma. Allí no encontró lo que buscaba. Pero pronto, después de su regreso, empezó a amanecer en él y encontró el camino sencillo hacia Dios que las almas angustiadas buscaban por todas partes en vano y que a él y a sus innumerables seguidores les ofreció la salvación. Su proeza consistió en que —volviendo al texto original del evangelio latino— decidió seguir al pie de la letra las palabras con las que Jesús había enviado a sus apóstoles al mundo. Es cierto que muchos lo habían intentado antes que él, pero se habían convertido en ascetas, ermitaños, locos. Francisco interpretó las palabras de Jesús con su manera ingenua dirigida siempre a la vida presente y activa, sin ningún intento de exégesis dogmatizante, acentuando la importancia que tenían para la vida cotidiana, práctica.
 Y así, con una visión instintiva de lo fundamental, volvió al precepto de la pobreza apostólica. En la absoluta carencia de propiedad vio la única posibilidad de libertad interior, y sin pensarlo mucho se desprendió de todos sus bienes. Del mismo modo instintivo, por el camino de la conversación en la calle y de la charla amistosa, se convirtió con el tiempo en orador popular. Fue decisivo que no predicase ninguna amonestación y ningún precepto que no cumpliese él mismo a diario, de manera que su ejemplo llevaba y apoyaba su doctrina. Pero más importante todavía fue que no apareciese con el hábito lúgubre del predicador de cuaresma presto a condenar, ni con la actitud de mártir del asceta, sino alegre y humilde, sin amenazar ni fulminar, atrayendo a sus oyentes con toda su encantadora alegría. Joculatores Domini, juglares de Dios, se llamaba a sí mismo y a sus primeros discípulos; no trataba de aterrorizar a sus oyentes con el infierno, sino que les enseñaba a amar el mundo y el cielo como cantor y apóstol entusiasta al servicio de Dios.
 Las dificultades y las penurias fueron enormes. Muchos lectores de las biografías de Francisco pensarán, a pesar de toda su admiración, que si alguien intentase hacer hoy lo que él hizo, estaría loco. Pero tampoco entonces era más fácil. En un tiempo en que, con el fortalecimiento de las ciudades y el comercio, el dinero poseía un poder considerable, el evangelio de la pobreza no era algo corriente ni atractivo. Y Francisco no era el hijo de un campesino o de un pobre diablo, sino un ciudadano hijo de comerciante adinerado y compañero de juego de la juventud distinguida. Cuando vendió su caballo y dio el dinero al cura de San Damián, cuando se puso a tratar con mendigos y miserables, y abandonó sus costumbres de joven patricio, no sólo le abandonaron todos los amigos. Su padre lo maltrató en público y le encerró, luego lo llevó ante los tribunales, lo repudió y desheredó vergonzosamente. Su hermano se burlaba y avergonzaba de él, y toda la población arremetió en contra suya con burla y desprecio. Se había convertido en el hazmerreír de la ciudad. Pero él no cedió. Sin ira soportó las afrentas e iba vestido con un sayal que un criado del obispo le había regalado por compasión. La idea de fundar una comunidad le era lejana y como no quería estar ocioso, sino trabajar en honor de Dios, se puso él solo a restaurar una capilla abandonada. Siempre que lo necesitaba iba a la ciudad y pedía a todos con los que se encontraba un donativo, piedras para la construcción o aceite para la lámpara sagrada. Y poco a poco su constancia impertérrita y su carácter cordial y humilde le fueron granjeando un respeto que fue creciendo lentamente. En aquellas visitas a la ciudad, entre humillaciones sin número, hablando con la gente, se fue convirtiendo sin darse cuenta en un gran orador. Pronto acudió su primer discípulo, un joven rico que le pidió consejo en materia espiritual. «Da tu fortuna a los pobres, no guardes nada y vive como un hermano conmigo», le aconsejó Francisco, y el joven rico regaló todo y fue durante toda su vida uno de los seguidores más fieles del «poverello» —ese fue el nombre cariñoso que el pueblo dio poco después al Santo.
 En 1210, cuando Francisco ya tenía un pequeño número de discípulos, fue a Roma y pidió al Papa que diese su aprobación a la joven comunidad. Después de muchas demoras obtuvo a regañadientes la aprobación y así la Iglesia ganaba al predicador más grande del siglo. Su orden fue durante siglos la fuente y el hogar del sermón popular auténtico y uno de los pilares más seguros y poderosos de la Iglesia romana.
 Con el rápido crecimiento de la nueva orden, cuyo número de discípulos alcanzó pronto los cientos y los miles, pasa la vida personal del fundador a un segundo plano. La dirección de un círculo tan grande, el control y la responsabilidad, la creación de una regla para la orden —todo eso le fue creando cada vez más preocupaciones y cargas y también alguna desilusión. Con redoblado cariño se sentía unido ahora a los pocos compañeros de los primeros años y con las cargas y las dificultades creció en él la necesidad de buscar en el silencio y en el campo la tranquilidad y de descansar junto a aquella profunda fuente de su ser que nunca se agotaba y a la que debemos su maravilloso «Canto del sol», las laudes creaturarum. En ese profundo sentido de la naturaleza reside el misterioso encanto que tiene Francisco todavía hoy, incluso para personas indiferentes a la religión. El sentido alegre y agradecido de la vida con que saluda y ama a todas las fuerzas y criaturas del mundo como seres hermanos y afines, está libre de cualquier simbolismo de tinte eclesiástico y constituye con su humanismo y su belleza intemporal uno de los fenómenos más extraordinarios y nobles de todo aquel mundo de la Baja Edad Media.
 Sobre la vida de los hermanos, sobre la orden de religiosas que estaba creándose y sobre los últimos años de la vida de Francisco, su estigmatización y su muerte, nos informa ampliamente la «Corona de flores»; aquí daremos únicamente los datos. En 1224 realizó el famoso viaje al Alverno, ya enfermo y presintiendo la muerte, y allí fue donde vivió precisamente el misterio de la estigmatización. El 3 de octubre de 1226 murió después de grandes sufrimientos y ninguna vita sanctorum relata una muerte más conmovedora y hermosa que la suya. Sobre ella hay también en la «Corona de flores» un relato. Cuando aún no habían transcurrido dos años desde su muerte, en julio de 1228, se produjo su beatificación por Gregorio IX, y al mismo tiempo la colocación de la primera piedra de la Iglesia de San Francisco de Asís, que en cierto modo puede considerarse la cuna del gran arte italiano. Sobre la relación existente entre las artes plásticas y San Francisco y su enorme importancia cultural para los siglos posteriores, ha escrito Henry Thode en su famosa obra sobre el Santo una de las monografías del arte más penetrantes e importantes de los últimos tiempos.
 Cuando aún vivía San Francisco circulaban ya entre el pueblo algunas anécdotas y relatos legendarios sobre su vida. Después de su muerte, como los datos sobre su vida y su personalidad se transmitían por tradición oral, creció el número de esas leyendas, recreativas y edificantes que iban de boca en boca en los conventos y las casas, en la Corte y en las calles. Estas historias casi siempre populares e ingenuas, frescas y vitales, fueron recogidas por primera vez en Umbria en el siglo catorce y llamadas «Fioretti di San Francesco». La colección fue aumentando poco a poco con un número de relatos biográficos y anecdóticos de la época de los primeros hermanos franciscanos y ya antes de la imprenta fue lo que es todavía en la actualidad: el libro popular favorito de Italia. Las «Fioretti», un precursor de la novela italiana, a pesar del contenido piadoso, constituyen el monumento más hermoso e imperecedero que haya podido encontrar jamás un ser humano grande en la literatura de su pueblo. No son testimonios históricos sobre la vida, las obras y las palabras de San Francisco, pero hasta en sus más mínimos detalles están llenos del candor y la seriedad de su personalidad y representan al Santo como vivió durante siglos y hoy sigue viviendo en el recuerdo piadoso del pueblo.



Hermann Hesse

16 de agosto de 2018

Sobre Narciso y Goldmundo, Herman Hesse


Sobre Narciso y Goldmundo, Herman Hesse
(«Narciso y Goldmund»)

 La relación de este lírico e idílico suabio con la esfera de la «sicología profunda» erotológica vienesa, tal como se manifiesta por ejemplo en «Narziss und Goldmund», novela única por su pureza e interés, constituye una paradoja espiritual del mayor atractivo».
 Thomas Mann

Una noche de trabajo
(1928)

 La tarde del sábado era importante para mí, aquella semana había perdido varias tardes, dos dedicadas a la música, una a los amigos, otra por una enfermedad, y en mi trabajo la pérdida de una tarde significa generalmente, la pérdida de un día, ya que cuando mejor trabajo es durante las últimas horas del día. Una obra importante, con la que vivo desde hace casi dos años, ha entrado últimamente en la fase en la que se decide lo esencial de un libro. Recuerdo hace algunos años (fue en la misma época del año) cuando el «Steppenwolf» se encontraba precisamente en esta fase peligrosa y emocionante. En la clase de literatura que yo hago no existe apenas un verdadero trabajo racional, que dependa de la voluntad y que pueda realizarse con la constancia. Para mí una nueva obra nace en el instante en que vislumbro un personaje, que durante un tiempo puede convertirse en símbolo y en portador de mi experiencia, mis ideas, mis problemas. La aparición de ese personaje mítico (Peter Camenzind, Knulp, Demian, Siddhartha, Harry Haller, etc.) es el instante creativo del que nace todo. Casi todas las obras en prosa que he escrito, son biografías del alma, ninguna trata en el fondo de historias, intrigas y tensiones, sino de monólogos en los que se contempla a una sola persona, precisamente esa figura mítica, en sus relaciones con el mundo y su yo. Estas obras las llaman «novelas». En realidad no son novelas, igual que tampoco lo son sus grandes modelos, sagrados para mí desde mi época de adolescente, como «Heinrich von Ofterdingen» de Novalis o «Hyperion» de Hölderlin.
 Estoy viviendo de nuevo el tiempo breve, hermoso, difícil y excitante, en el que una obra atraviesa su crisis, momento en el que todos los pensamientos y los sentimientos vitales que tienen de algún modo relación con la figura «mítica» aparecen ante mí con la máxima nitidez, claridad y fuerza. Todo el material, toda la masa de experiencias y de reflexiones que el libro incipiente trata de reducir a una fórmula, se encuentran en ese momento (¡que no dura mucho!) en un estado de fluidez, de licuación —ahora o nunca es cuando hay que coger el material y darle forma,si no, es demasiado tarde—. En todos mis libros ha habido ese momento, incluso en los que nunca llegué a terminar ni publicar. En éstos dejé pasar la hora de la cosecha y, de repente, llegó el momento en el que el personaje y el problema de mi obra empezaron a alejarse y a perder urgencia e importancia, del mismo modo que hoy ya no tienen actualidad para mí «Camenzind», «Knulp» o «Demian». Varias veces he perdido y tenido que desechar así el trabajo de muchos meses.
 Así que aquella tarde del sábado me pertenecía a mí y a mi trabajo y había dedicado la mayor parte del día en prepararme para él. Hacia las ocho fui a la fresca habitación contigua a buscar mi cena, un tarrito de yogurt y un plátano, luego me senté junto a la pequeña lámpara de trabajo y cogí la pluma.
 Por necesario que fuera no tenía ganas de escribir. Aquellas horas de trabajo las había estado esperando desde anteayer no con alegría, sino con temor. Mi relato (trataba de Goldmund) estaba en un punto delicado, casi el único del libro, en el que los acontecimientos mismos tienen la palabra, donde hay emoción. Y yo tengo verdadera aversión a las situaciones «emocionantes», sobre todo en mis libros, en los que siempre he tratado de evitarlas. Pero aquella no la podía evitar: la experiencia que yo tenía que contar de Goldmund no era inventada, ni superflua, sino que formaba parte de las primeras y más importantes ideas de las que había surgido el personaje: formaban parte de su sustancia.
 Estuve sentado tres horas detrás de mi mesa de trabajo luchando con la página «emocionante», tratando de formularla de la manera más objetiva y breve y menos emocionante posible, y no sé si lo conseguí. Generalmente eso no se descubre hasta mucho más tarde. Luego me quedé agotado y triste mucho tiempo delante de la hoja de papel escrita, perseguido por ideas bien conocidas y poco agradables. ¿Aquel trabajo vespertino, aquella creación lenta de un personaje que se me había aparecido como en una visión hacía dos años, aquel esfuerzo desesperado, estimulante y extenuante tenía realmente sentido y era necesario? ¿Era necesario que a Camenzind, Knulp, Veraguth, Klingsor y al Lobo estepario siguiese ahora otro personaje, una nueva encarnación en la palabra de mi propio ser, combinada y diferenciada de una manera un poco distinta?
Lo que yo hacía y lo que yo había hecho toda mi vida se llamaba en tiempos pasados poesía y nadie dudaba que tuviese al menos el mismo valor y sentido que viajar por África o jugar al tenis. Pero hoy se llama «romanticismo» y además con un acusado desprecio. ¿Por qué es el romanticismo algo de poco valor? ¿Acaso no era romanticismo lo que hacían los mejores espíritus de Alemania, Novalis, Hölderlin, Brentano, Mörike y todos los demás alemanes desde Beethoven pasando por Schubert hasta Hugo Wolf? Algunos críticos modernos emplean para aquello que antes se llamaba poesía y luego romanticismo, el nombre estúpido, pero dicho con intención irónica, de «Biedermeier». Con este nombre se refieren a algo «burgués» y anticuado, a una extravagancia sentimental, algo que en medio del espléndido mundo actual resulta estúpido y caprichoso y ridículo. Así hablan de todas las manifestaciones del espíritu y del alma, que van más allá de lo cotidiano. ¡Como si la vida intelectual alemana y europea de un siglo, como si la esperanza y la visión de Schlegel, Schopenhauer y Nietzsche, el sueño de Schumann y Weber, la poesía de Eichendorff y Stifter hubiesen sido una moda de nuestros abuelos, fugaz, ridicula y ya afortunadamente periclitada! Pero ese sueño no tenía nada que ver con modas, melosidades y bagatelas estilísticas, era una polémica con dos mil años de cristianismo, con mil años de cultura alemana; trataba del Humanismo. ¿Por qué ésto se respetaba hoy tan poco, por qué era considerado ridículo por las clases dirigentes de nuestro pueblo? ¿Por qué se gastaban millones en el «fortalecimiento» de nuestros cuerpos y bastantes también en la rutinización de nuestra inteligencia y sólo había impaciencia o risas para cualquier esfuerzo dedicado a cultivar nuestra alma?
 ¿Realmente se había desechado, superado, sustituido, liquidado y convertido en algo ridículo el espíritu que había dicho: «¿De qué te valdría conquistar todo el mundo, si tu alma sufre daños?» ¿Ese espíritu era verdaderamente romanticismo o «Biedermeier»? ¿Era realmente la «vida actual» en las fábricas, en las Bolsas, en los campos de deporte y las oficinas de apuestas, los bares y los salones de baile, era esa vida realmente mejor, más madura, más inteligente, más deseable que la de las personas que habían creado el Bhagavad-Gita o las catedrales góticas? Es cierto que la vida y la moda actuales tienen también su razón de ser, son buenas, son un cambio y un intento de algo nuevo ¿Pero, es justo y necesario considerar estúpido, anticuado, superado y digno de burla todo lo anterior, desde Jesucristo hasta Schubert o Corot? Ese odio violento, salvaje y suicida de un tiempo moderno hacia todo lo anterior ¿es realmente una prueba de su fuerza? ¿No son acaso los débiles, los profundamente amenazados, los temerosos los que tienden a esas exageradas medidas defensivas?
 Y mientras me dejaba invadir nuevamente durante las horas nocturnas por todas esas preguntas —no para contestarlas, pues conozco la respuesta desde que vivo— sino para dejar entrar en mí su dolor, para probar una vez más su sabor amargo, veía a Knulp, Siddhartha, al Lobo estepario y a Goldmund, hermanos, parientes próximos y, sin embargo distintos, todos ellos seres que preguntan y sufren y para mí lo mejor que me ha dado la vida. Los saludé y acepté, y supe, una vez más, que el carácter problemático de mis actos no me impediría nunca realizarlos. Supe de nuevo que toda la dicha de los dichosos, todos los «records» y toda la salud de los deportistas, todo el dinero de los ricos, toda la fama de los boxeadores, no significaban nada para mí, si a cambio tuviese que dar lo más mínimo de mi obstinación y mi pasión. Supe también que carecían de importancia todas las justificaciones históricas e intelectuales del valor de mis afanes «románticos» y que yo me dedicaría a mis juegos y crearía mis personajes, aunque tuviese en contra a la razón, la moral y la sabiduría.
 Con esa certidumbre me fui a la cama, fuerte como un gigante.
 Para mí, Knulp y Demian, Siddhartha, Klingsor y el Lobo estepario o Goldmund son hermanos, cada uno una variación de mi tema. No tengo la culpa de que haya lectores que solamente encuentran en el «Steppenwolf» datos sobre el «jazz» y los bailongos, y no vean ni el teatro mágico, ni a Mozart, ni a los «Inmortales», que constituyen el verdadero contenido del libro; que otros lectores sólo adviertan a Narciso en «Goldmund» o parezcan haber leído únicamente las escenas de amor. Y hacia los libros que la mayoría aprueba con tanto entusiasmo, a costa de mis otros libros, siento la mayor desconfianza.
 (Carta, 1930)

 El objetivo de «Goldmund» era infinitamente más sencillo y su lectura no presupone grandes cualidades por parte del lector.
 El alemán lee el libro, lo encuentra bonito y sigue saboteando a su propio Estado, sigue cayendo en aventuras y sentimentalismos políticos, y sigue viviendo su vieja, mentirosa, indecente e inmunda vida. No necesito ser apreciado ni rehabilitado por él. Encuentro detestable y desearía ver desaparecer esa clase de ser humano a que pertenece el alemán medio actual, especialmente el «intelectual».
 (Carta, 1931 ó 1932)

 El arte trata de densidades, de imágenes. Pero en lugar de imágenes vosotros quisierais conceptos —algo que nosotros los artistas no consideramos importante—. Pero sí que voy a tratar de dar una respuesta breve. No tengo nada que objetar a que Usted quiera llamar «naturaleza» a la madre primigenia. ¡Dejémoslo así! Pero la pregunta de si Goldmund encuentra su perfección como ser humano, y la otra más amplia, de si es posible ser grande como artista, pero pequeño como persona, no las puedo contestar e incluso dudo de la competencia de los profesores de segunda enseñanza para semejante respuesta. En realidad, este problema también me ha preocupado a mí en alguna ocasión. He admirado obras de artistas que al no conocerlos más de cerca resultaban ser mediocres. La obra era sin duda hermosa, pero la personalidad del artista no la confirmaba, sino que más bien la hacía dudosa. Quizás debamos de aceptar, tal como hiciera el poeta, que Goldmund tenga debilidades humanas, y no debemos exigir de él que su vida privada responda a un determinado ideal moral. Yo en todo caso pienso así.
 (Carta, 1956)

 «Narziss und Goldmund» no se volvió a publicar en Berlín ya años antes de la guerra y de la «escasez de papel», porque aparecía en él una judía que hablaba de un pogrom. Si yo hubiese accedido a suprimir esa página, se habría imprimido aún alguna edición.
(Carta sin fecha)

 El comentario más extenso de Hesse sobre «Narziss und Goldmund» figura en el volumen 10 de las Obras Completas, cartas, «Engadiner Erlebnisse» («Aventuras en la Engadina») páginas 342-346.




Herman Hesse

15 de agosto de 2018

Velada malograda, Herman Hesse




Velada malograda

 Me habían invitado aquella noche
 pero no estaba animado,
 tenía resaca y dolor de cabeza
 esos dolores en las pantorrillas que
 nada bueno pueden significar.
 luego aquella gente había colgado
 unos cuadros tan estúpidos en su casa,
 una cabeza de Goethe y otros objetos de arte,
 al final alguien tocó el piano,
 con mano enérgica pero ignorante,
 y en fin, de pronto no pude aguantar más
 en aquella casa, por desgracia tan respetable.
 Le dije cualquier impertinencia a la anfitriona,
 y como un maleducado me fui corriendo después de la cena,
 dijeron que lo sentían,
 pero se veía que era mentira.
 Me fui triste de allí,
 a comprar en algún sitio una muchachita
 que no tocase el piano y no se interesase por el arte,
 pero no encontré ninguna y empecé a beber de nuevo
 aunque hacía un rato había presumido
 de que lo iba a dejar para siempre.

 Diganme ¿están todos tan terriblemente solos,
 o soy el único que tiene que estar
 tan solo, furioso y triste en este hermoso mundo?
 ¿Por qué se invitan los unos a los otros?
 ¿Por qué cuelgan esas bobadas en sus paredes?
 ¿Por qué no ponen un fin rápido y digno
 a esta vida de perros
 que a nadie puede satisfacer,
 en lugar de tocar el piano y hablar de Thomas Mann?
 No puedo comprenderlo,
 tanto coñac no es sano,
 se arruina uno la salud,
 pero ¿no es más noble sucumbir?

Herman Hesse
De la «Neue Rundschau»
(1926)
«Der Steppemoolf»

Fragmento de un diario en versos

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