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21 de octubre de 2017

La tristeza, Antón Chéjov



La tristeza, Antón Chéjov

    La capital está envuelta en las penumbras vespertinas. La nieve cae lentamente en gruesos copos, gira alrededor de los faroles encendidos, se extiende, en fina, blanda capa, sobre los tejados, sobre los lomos de los caballos, sobre los hombros humanos, sobre los sombreros.
   El cochero Yona está todo blanco, como un aparecido. Sentado en el pescante de su trineo,
encorvado el cuerpo cuanto puede estarlo un cuerpo humano, permanece inmóvil. Diríase que ni un alud de nieve que le cayese encima le sacaría de su quietud.
   Su caballo está también blanco e inmóvil. Por su inmovilidad, por las líneas rígidas de su cuerpo, por la tiesura de palos de sus patas, parece, aun mirado de cerca, un caballo de dulce de los que se les compran a los chiquillos por un copec. Hállase sumido en sus reflexiones: un hombre o un caballo, arrancados del trabajo campestre y lanzados al infierno de una gran ciudad, como Yona y su caballo, están siempre entregados a tristes pensamientos. Es demasiado grande la diferencia entre la apacible vida rústica y la vida agitada, toda ruido y angustia, de las ciudades relumbrantes de luces.
   Hace mucho tiempo que Yona y su caballo permanecen inmóviles. Han salido a la calle antes de almorzar; pero Yona no ha ganado nada.
   Las sombras se van adensando. La luz de los faroles se va haciendo más intensa, más brillante. El ruido aumenta.
   -¡Cochero! -oye de pronto Yona-. ¡Llévame a Viborgskaya!
   Yona se estremece. Al través de las pestañas cubiertas de nieve ve a un militar con impermeable.
   -¿Oyes? ¡A Viborgskaya! ¿Estás dormido?
   Yona le da un latigazo al caballo, que se sacude la nieve del lomo. El militar toma asiento en el trineo. El cochero arrea al caballo, estira el cuello como un cisne y agita el látigo. El caballo también estira el cuello, levanta las patas, y, sin apresurarse, se pone en marcha.
   -¡Ten cuidado! -grita otro cochero invisible, con cólera-. ¡Nos vas a atropellar, imbécil! ¡A la derecha!
   -¡Vaya un cochero! -dice el militar-. ¡A la derecha!
   Siguen oyéndose los juramenitos del cochero invisible. Un transeunte que tropieza con el caballo de Yona gruñe amenazador. Yona, confuso, avergonzado, descarga algunos latigazos sobre el lomo del caballo. Parece aturdido, atontado, y mira alrededor como si acabase de despertarse de un sueño profundo.
   -¡Se diría que todo el mundo ha organizado una conspiración contra ti! -dice con tono irónico el militar-. Todos procuran fastidiarte, meterse entre las patas de tu caballo. ¡Una verdadera conspiración!
   Yona vuelve la cabeza y abre la boca. Se ve que quiere decir algo; pero sus labios están como paralizados, y no puede pronunciar una palabra.
   El cliente advierte sus esfuerzos y pregunta:
   -¿Qué hay?
   Yona hace un nuevo esfuerzo y contesta con voz ahogada:
   -Ya ve usted, señor... He perdido a mi hijo... Murió la semana pasada...
   -¿De veras?... ¿Y de qué murió?
   Yona, alentado por esta pregunta, se vuelve aún más hacia el cliente y dice:
   -No lo sé... De una de tantas enfermedades... Ha estado tres meses en el hospital y a la postre... Dios que lo ha querido.
   -¡A la derecha! -óyese de nuevo gritar furiosamente-. ¡Parece que estás ciego, imbécil!
   -¡A ver! -dice el militar-. Ve un poco más aprisa. A este paso no llegaremos nunca. ¡Dale algún latigazo al caballo!
   Yona estira de nuevo el cuello como un cisne, se levanta un poco, y de un modo torpe, pesado, agita el látigo.
   Se vuelve repetidas veces hacia su cliente, deseoso de seguir la conversación; pero el otro ha cerrado los ojos y no parece dispuesto a escuchale.
   Por fin, llegan a Viborgskaya. El cochero se detiene ante la casa indicada; el cliente se apea. Yona vuelve a quedarse solo con su caballo. Se estaciona ante una taberna y espera, sentado en el pescante, encorvado, inmóvil. De nuevo la nieve cubre su cuerpo y envuelve en un blanco cendal caballo y trineo.
   Una hora, dos... ¡Nadie! ¡Ni un cliente!
   Mas he aquí que Yona torna a estremecerse: ve detenerse ante él a tres jóvenes. Dos son altos, delgados; el tercero, bajo y chepudo.
   -¡Cochero, llévanos al puesto de policía! ¡Veinte copecs por los tres!
   Yona coge las riendas, se endereza. Veinte copecs es demasiado poco; pero, no obstante,
acepta; lo que a él le importa es tener clientes.
   Los tres jóvenes, tropezando y jurando, se acercan al trineo. Como sólo hay dos asientos,
discuten largamente cuál de los tres ha de ir de pie. Por fin se decide que vaya de pie el jorobado.
   -¡Bueno; en marcha! -le grita el jorobado a Yona, colocándose a su espalda-. ¡Qué gorro llevas, muchacho! Me apuesto cualquier cosa a que en toda la capital no se puede encontrar un gorro más feo...
   -¡El señor está de buen humor! -dice Yona con risa forzada-. Mi gorro...
   -¡Bueno, bueno! Arrea un poco a tu caballo. A este paso no llegaremos nunca. Si no andas más aprisa te administraré unos cuantos sopapos.
    -Me duele la cabeza -dice uno de los jóvenes-.
   Ayer, yo y Vaska nos bebimos en casa de Dukmasov cuatro botellas de caña.
   -¡Eso no es verdad! -responde el otro- Eres un embustero, amigo, y sabes que nadie te cree.
   -¡Palabra de honor!
   -¡Oh, tu honor! No daría yo por él ni un céntimo.
   Yona, deseoso de entablar conversación, vuelve la cabeza, y, enseñando los dientes, ríe
atipladamente.
   -¡Ji, ji, ji!... ¡Qué buen humor!
   -¡Vamos, vejestorio! -grita enojado el chepudo-. ¿Quieres ir más aprisa o no? Dale de firme al gandul de tu caballo. ¡Qué diablo!
   Yona agita su látigo, agita las manos, agita todo el cuerpo. A pesar de todo, está contento; no está solo. Le riñen, le insultan; pero, al menos, oye voces humanas. Los jóvenes gritan, juran, hablan de mujeres. En un momento que se le antoja oportuno, Yona se vuelve de nuevo hacia los clientes y dice:
   -Y yo, señores, acabo de perder a mi hijo. Murió la semana pasada...
   -¡Todos nos hemos de morir!-contesta el chepudo-. ¿Pero quieres ir más aprisa? ¡Esto es
insoportable! Prefiero ir a pie.
   -Si quieres que vaya más aprisa dale un sopapo -le aconseja uno de sus camaradas.
   -¿Oyes, viejo estafermo?-grita el chepudo-. Te la vas a ganar si esto continúa.
   Y, hablando así, le da un puñetazo en la espalda.
   -¡Ji, ji, ji! -ríe, sin ganas, Yona-. ¡Dios les conserve el buen humor, señores!
   -Cochero, ¿eres casado? -pregunta uno de los clientes.
   -¿Yo? !Ji, ji, ji! ¡Qué señores más alegres! No, no tengo a nadie... Sólo me espera la sepultura... Mi hijo ha muerto; pero a mí la muerte no me quiere. Se ha equivocado, y en lugar de cargar conmigo ha cargado con mi hijo.
   Y vuelve de nuevo la cabeza para contar cómo ha muerto su hijo; pero en este momento el
chepudo, lanzando un suspiro de satisfacción, exclama:
   -¡Por fin, hemos llegado!
   Yona recibe los veinte copecs convenidos y los clientes se apean. Les sigue con los ojos hasta que desaparecen en un portal.
   Torna a quedarse solo con su caballo. La tristeza invade de nuevo, más dura, más cruel, su
fatigado corazón. Observa a la multitud que pasa por la calle, como buscando entre los miles de transeúntes alguien que quiera escucharle. Pero la gente parece tener prisa y pasa sin fijarse en él.
   Su tristeza a cada momento es más intensa. Enorme, infinita, si pudiera salir de su pecho inundaría el mundo entero.
   Yona ve a un portero que se asoma a la puerta con un paquete y trata de entablar con él
conversación.
   -¿Qué hora es? -le pregunta, melifluo.
   -Van a dar las diez -contesta el otro-. Aléjese un poco: no debe usted permanecer delante de la puerta.
   Yona avanza un poco, se encorva de nuevo y se sume en sus tristes pensamientos. Se ha
convencido de que es inútil dirigirse a la gente.
   Pasa otra hora. Se siente muy mal y decide retirarse. Se yergue, agita el látigo.
   -No puedo más -murmura-. Hay que irse a acostar.
   El caballo, como si hubiera entendido las palabras de su viejo amo, emprende un presuroso trote.
   Una hora después Yona está en su casa, es decir, en una vasta y sucia habitación, donde,
acostados en el suelo o en bancos, duermen docenas de cocheros. La atmósfera es pesada,
irrespirable. Suenan ronquidos.
   Yona se arrepiente de haber vuelto, tan pronto. Además, no ha ganado casi nada. Quizá por eso -piensa- se siente tan desgraciado.
   En un rincón, un joven cochero se incorpora. Se rasca el seno y la cabeza y busca algo con la mirada.
   -¿Quieres beber? -le pregunta Yona.
   -Sí.
   -Aquí tienes agua... He perdido a mi hijo... ¿Lo sabías?... La semana pasada, en el hospital... ¡Qué desgracia!
   Pero sus palabras no han producido efecto alguno. El cochero no le ha hecho, caso, se ha vuelto a acostar, se ha tapado la cabeza con la colcha y momentos después se le oye roncar.
   Yona exhala un suspiro. Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su
desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar de ella largamente, contarla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también referir cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharle, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndole! Lo mejor sería contárselo todo a cualquier mujer de su aldea; a las mujeres, aunque sean tontas, les gusta eso, y basta decirles dos palabras para que viertan torrentes de lágrimas.
   Yona decide ir a ver a su caballo.
   Se viste y sale a la cuadra.
   El caballo, inmóvil, come heno.
   -¿Comes? -le dice Yona, dándole palmaditas en el lomo-. ¿Qué se le va a hacer, muchacho?
Como no hemos ganado para comprar avena hay que contentarse con heno... Soy ya demasiado viejo para ganar mucho... A decir verdad, yo no debía ya trabajar; mi hijo me hubiera reemplazado. Era un verdadero, un soberbio cochero; conocía su oficio como pocos. Desgraciadamente, ha muerto...
   Tras una corta pausa, Yona continúa:
    -Sí, amigo..., ha muerto... ¿Comprendes? Es como si tú tuvieras un hijo y se muriera...
Naturalmente, sufrirías, ¿verdad?...
   El caballo sigue comiendo heno, escucha a su viejo amo y exhala un aliento húmedo y cálido.
   Yona, escuchado al cabo por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo.


Antón Chéjov

20 de octubre de 2017

La víspera del juicio, Anton Chejov



La víspera del juicio, Anton Chejov



Memorias de un reo



-Disgusto tendremos, señorito -me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; me hallaba transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque lo dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

-Hombre, qué mal huele aquí -le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

-Huele… como de costumbre -respondió sin dejar de rascarse-. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto se fue sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.

Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Me quité la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer -los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas- me contemplaba y se reía. Me quedé inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! -pensé-. Habrá sido testigo de mis saltos… ¡Qué tonto soy!…»

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

-¡Abominable! -exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer-; estos malditos bichos me van a comer viva.

Me acordé de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

-¡Esto es terrible!

-Señora -le dije, empleando la voz más suave que pude haber-, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea…

-Hágame el favor.

-En seguida -repliqué con alegría-. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

-No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

-Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; no soy un cafre.

-¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…

-Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

-¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

-¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

-Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.

Me sentí avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

-Es usted muy amable -me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo-. Muchas gracias. ¿El vendaval lo cogió a usted también en el camino?

-Sí, señor.

-Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz… Permíteme que te lo quite.

-Te lo permito -dijo riendo Zinita-. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

-¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

-¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué…

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y los oí murmurar:

-¡Es extraordinario! Estos animales no le temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison…

-Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

-No tengas reparo, interrógalo. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

-Interrógalo tú -murmuró Zinita.

-¡Doctor! -gritó Teodorito dirigiéndose a mí-. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho… ¿De qué proviene esto?

-Difícil es definirlo. La explicación sería larga…

-¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico que tenga la amabilidad. Mientras usted la examina, yo iré a decirle al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Me dirigí detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote con un cuello de encaje.

-A ver, muéstreme la lengua -dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.



Me enseñó la lengua y se echó a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato me hallaba sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar.Me veía obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:

Rp.

Sic transit.0,05

Gloria mundi1

Aquae destilatae0,1

Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.



Dr. Zaizef



A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublo.

-Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Se incorporó lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

-Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? -interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?



Anton Chejov

19 de octubre de 2017

Un asesinato, Anton Chejov



Un asesinato, Anton Chejov

     Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea: «Duerme niño bonito, que viene el coco»…
     Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.
     La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.
     El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.
     Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.
«Duerme niño bonito…», balbucea.
     Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.
     La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.
     La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.
     -¿Para qué hacéis eso? -les pregunta Varka.
     -¡Para dormir! -contestan-. Queremos dormir.
     Y se duermen como lirones.
     Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.
«Duerme niño bonito…», canturrea entre sueños Varka.
     Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y obscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto -atacado de no se sabe qué dolencia-, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.
     -Bu-bu-bu-bu...
     La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.
     Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.
     Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la obscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.
     -¡Encended luz! -dice.
     -¡Bu-bu-bu! -responde Efim, rechinando los dientes.
     La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.
     -¡Espere un instante, señor doctor! -dice la madre.
     Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.
     Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.
     -¿Qué es eso, muchacho? -le pregunta el médico, inclinándose sobre él-. ¿Hace mucho que estás enfermo?
     ¡Me ha llegado la hora, excelencia! -contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones...
     -¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...
     -Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...
     El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:
     -Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!
     -Señor doctor, ¿y cómo va a ir? -dice la madre-. No tenemos caballo.
     -No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.
     El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.
     -Bu-bu-bu-bu...
     Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.
     Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.
     Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:
«Duerme niño bonito…»
     A Varka le parece su propia voz la voz que canta.
     Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:
     -¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.
     Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:
     -¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!
     Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.
     El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.
     De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.
     -¡Una limosnita, por el amor de Dios! -implora la madre a los caminantes-. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!
     -¡Dame el niño! -grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka-. ¡Otra vez dormida, mala pécora!
     Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.
     Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.
     -¡Toma al niño! -ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa-. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!
     Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerle. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.
     -¡Varka, enciende la estufa! -grita el ama, al otro lado de la puerta.
     Es de día. Hay que comenzar el trabajo.
     Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.
     Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.
     -¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
     Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:
     -¡Varka, límpiale los chanclos al amo!
     Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.
     -¡Varka, ve a lavar la escalera! -ordena el ama, a voces-. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!
     Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.
     Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...
     Transcurre así el día. Llega la noche.
     Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.
     Hay aquella noche una visita.
     -¡Varka, enciende el samovar! -grita el ama.
     El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.
     Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.
     -¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!
     Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.
     -¡Varka, abraza al niño! -es la última orden que oye.
     Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse arte los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.
«Duerme niño bonito…»,
canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta.
     El niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse.
     Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puedo darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, la impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»
     El enemigo es el niño.
     Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?
     Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.
     Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.
     Le atenaza con entrambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.
     Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.

Anton Chejov

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