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20 de octubre de 2017

La víspera del juicio, Anton Chejov



La víspera del juicio, Anton Chejov



Memorias de un reo



-Disgusto tendremos, señorito -me dijo el cochero indicándome con su fusta una liebre que atravesaba la carretera delante de nosotros.

Aun sin liebre, mi situación era desesperada. Yo iba al tribunal del distrito a sentarme en el banquillo de los acusados, con objeto de responder a una acusación por bigamia.

Hacía un tiempo atroz. Al llegar a la estación, me encontraba cubierto de nieve, mojado, maltrecho, como si me hubieran dado de palos; me hallaba transido de frío y atontado por el vaivén monótono del trineo.

A la puerta de la estación salió a recibirme el celador. Llevaba calzones a rayas, y era un hombre alto y calvo, con bigotes espesos que parecían salirle de la nariz, tapándole los conductos del olfato.

Lo cual le venía bien, porque lo dispensaba de respirar aquella atmósfera de la sala de espera, en la cual me introdujo soplando y rascándose la cabeza.

Era una mezcla de agrio, de olor a lacre y a bichos infectos. Sobre la mesa, un quinqué de hoja de lata, humeante de tufo, lanzaba su débil claridad a las sucias paredes.

-Hombre, qué mal huele aquí -le dije, colocando mi maleta en la mesa.

El celador olfateó el aire, incrédulo, sacudiendo la cabeza.

-Huele… como de costumbre -respondió sin dejar de rascarse-. Es aprensión de usted. Los cocheros duermen en la cuadra, y los señores que duermen aquí no suelen oler mal.

Dicho esto se fue sin añadir una palabra. Al quedarme solo me puse a inspeccionar mi estancia. El sofá, donde tenía que pasar la noche, era ancho como una cama, cubierto de hule y frío como el hielo. Además del canapé, había en la habitación una estufa, la susodicha mesa con el quinqué, unas botas de fieltro, una maletita de mano y un biombo que tapaba uno de los rincones. Detrás del biombo alguien dormía dulcemente.

Arreglé mi lecho y empecé a desnudarme. Me quité la chaqueta, el pantalón y las botas, y sonreí bajo la sensación agradable del calor; me desperecé estirando los brazos; di brincos para acabar de calentarme; mi nariz se acostumbró al mal olor, los saltos me hicieron entrar completamente en reacción, y no me quedaba sino tenderme en el diván y dormirme, cuando ocurrió un pequeño incidente.

Mi mirada tropezó con el biombo; me fijé en él bien y advertí que detrás de él una cabecita de mujer -los cabellos sueltos, los ojos relampagueantes, los dientes blancos y dos hoyuelos en las mejillas- me contemplaba y se reía. Me quedé inmóvil, confuso. La cabecita notó que la había visto y se escondió. Cabizbajo, me dirigí a mi sofá, me tapé con mi abrigo y me acosté.

«¡Qué diablos! -pensé-. Habrá sido testigo de mis saltos… ¡Qué tonto soy!…»

Las facciones de la linda cara entrevista por mí acudieron a mi mente. Una visión seductora me asaltó, mas de pronto sentí un escozor doloroso en la mejilla derecha…; apliqué la mano; no cogí nada; pero no me costó trabajo comprender lo que era gracias al horrible olor.

-¡Abominable! -exclamó al mismo tiempo una vocecita de mujer-; estos malditos bichos me van a comer viva.

Me acordé de mi buena costumbre de traer siempre conmigo una caja de polvos insecticidas. Instantáneamente la saqué de mi maleta; no tenía más que ofrecerla a la cabecita y la amistad quedaba hecha; ¿pero cómo proceder?

-¡Esto es terrible!

-Señora -le dije, empleando la voz más suave que pude haber-, si mal no comprendí, esos bichos la están a usted picando; tengo ciertos polvos infalibles. Si usted desea…

-Hágame el favor.

-En seguida -repliqué con alegría-. Voy a ponerme el abrigo y se los entregaré.

-No, no; pásemelos por encima del biombo; no venga usted aquí.

-Está bien, por encima del biombo, puesto que usted me lo manda; pero no tenga miedo de mí; no soy un cafre.

-¡Quién sabe! A los transeúntes nadie los conoce…

-Ea… ¿Por qué no me permite usted que se los lleve directamente? No hay en ello nada de particular, sobre todo para mí, que soy médico (la engañé, para tranquilizarla). Usted debe saber que los médicos, la policía y los peluqueros tienen derecho a penetrar en las alcobas.

-¿De veras es usted médico; no lo dice usted de broma?

-¡Palabra de honor! ¿Puedo traer los polvos?

-Bueno, toda vez que es usted médico. Más, ¿para qué va usted a molestarse? Mandaré a mi marido… ¡Teodorito!… ¡Despierta! ¡Rinoceronte! Levántate y ve a traerme los polvos insecticidas que el doctor tiene la amabilidad de ofrecerme.

La presencia de Teodorito detrás del biombo me dejó trastornado, como si me hubiesen asestado un golpe en la cabeza.

Me sentí avergonzado y furioso. Mi rabia era tal y Teodorito me pareció de tan mala catadura que estuve a punto de pedir socorro.

Era aquel Teodorito un hombre calvo, de unos cincuenta años, alto, sanguíneo, con barbita gris y labios apretados. Estaba en bata y zapatillas.

-Es usted muy amable -me dijo tomando los polvos y volviendo detrás del biombo-. Muchas gracias. ¿El vendaval lo cogió a usted también en el camino?

-Sí, señor.

-Lo siento… ¡Zinita, Zinita! Me parece que corre algo por tu nariz… Permíteme que te lo quite.

-Te lo permito -dijo riendo Zinita-. Pero ¿qué has hecho? He aquí un consejero de Estado que todos temen y que no es capaz de coger una chinche.

-¡Zinita! ¡Zinita! Una persona extraña nos oye; no andes con bromas.

-¡Canallas! ¡No me dejan dormir! Pensé, sin saber por qué…

El matrimonio se quedó callado. Yo cerré los ojos y traté de conciliar el sueño. Transcurrió una media hora, luego una hora; el sueño no acudió. En fin, mis vecinos también empezaron a moverse, y los oí murmurar:

-¡Es extraordinario! Estos animales no le temen ni a los polvos. ¡Es demasiado! ¡Doctor! Zinita me encarga le pregunte por qué estos enemigos nuestros huelen tan mal.

Entablamos conversación. Hablamos de los enemigos, del mal tiempo, del invierno ruso, de la medicina, de la cual yo no entiendo jota; de Edison…

-Zinita, no te avergüences; este señor es médico.

Después de la conversación sobre Edison cuchichearon.

Teodorito le dijo:

-No tengas reparo, interrógalo. ¿De qué te asustas? Cheroezof no te alivió; acaso éste lo consiga.

-Interrógalo tú -murmuró Zinita.

-¡Doctor! -gritó Teodorito dirigiéndose a mí-. Mi mujer tiene a veces la respiración oprimida, tose, siente como un peso en el pecho… ¿De qué proviene esto?

-Difícil es definirlo. La explicación sería larga…

-¿Qué importa que la explicación sea larga? Tiempo nos sobra; de todos modos, no podemos dormir… Examínela, querido señor. He de advertirle que la trata el doctor Cheroezof, persona excelente, pero que me parece no entenderla. Yo no tengo confianza en sus conocimientos; no creo en él. Yo comprendo que usted no se halla dispuesto a una consulta en estas circunstancias; sin embargo, le suplico que tenga la amabilidad. Mientras usted la examina, yo iré a decirle al celador que nos prepare el té.

Teodorito salió arrastrando sus chanclas.

Me dirigí detrás del biombo. Zinita estaba recostada en un amplio sofá, en medio de una montaña de almohadones, y se cubría el escote con un cuello de encaje.

-A ver, muéstreme la lengua -dije sentándome al lado suyo y frunciendo las cejas.



Me enseñó la lengua y se echó a reír. Le lengua era rosada y no tenía nada anormal. Empecé a buscarle el pulso, y no me fue posible hallarlo. En verdad, yo no sabía qué hacer ya. No me acuerdo qué otras preguntas le dirigí mirando su cara risueña; sé solamente que al final de la consulta me había vuelto completamente idiota. Del diagnóstico que formulé no me acuerdo tampoco.

Al cabo de un rato me hallaba sentado en compañía de Teodorito y de su señora delante del samovar.Me veía obligado a ordenar algo y, para salir del paso, compuse una receta con sujeción a todas las reglas de la farmacopea:

Rp.

Sic transit.0,05

Gloria mundi1

Aquae destilatae0,1

Una cuchara cada dos horas.

Para la señora Selova.



Dr. Zaizef



A la mañana siguiente, cuando con mi maleta en la mano me despedía para siempre de mis nuevos amigos, Teodorito me cogió del botón de mi abrigo y quiso convencerme de que le aceptara un billete de diez rublo.

-Usted no puede rechazarlo; tengo la costumbre de pagar todo trabajo honrado. ¿No estudió usted? Sus conocimientos, ¿no los adquirió usted a costa de fatigas? Esto yo lo sé.

No había modo de negarse. Y embolsé los diez rublos.

De esta suerte pasé la víspera del juicio. No me detendré en describir mis impresiones cuando la puerta del Tribunal se abrió y el alguacil me señaló el banquillo de los acusados. Me limitaré a hacer constar el sentimiento de vergüenza que me asaltó cuando al volver la cabeza vi centenares de ojos que me miraban, y me fijé en los rostros solemnes y serios de los jurados. A primera vista comprendí que estaba perdido. Pero lo que no puedo referir y lo que el lector no puede imaginarse es el espanto y el terror que de mí se apoderaron cuando, al levantar los ojos a la mesa cubierta de paño rojo, descubrí, en el asiento del fiscal, a… Teodorito. Al apercibirlo me acordé de las chinches, de Zinita, de mi diagnóstico, de mi receta, y experimenté algo como si todo el océano Ártico me inundara.

Teodorito alzó los ojos del papel que estaba escribiendo; al principio no me reconoció; pero de ponto sus pupilas se dilataron, su mano se estremeció. Se incorporó lentamente y clavó su mirada plomiza en mí. Me levanté a mi vez sin saber por qué, incapaz de apartar mis ojos de los suyos.

-Acusado, ¿cuál es su nombre, etcétera? -interrogó el presidente.

El fiscal se sentó y absorbió un vaso de agua; el sudor humedecía sus sienes. Me sentí agonizar.

Todos los síntomas revelaban que el fiscal me quería perder. Con muestras visibles de irritación acosaba a preguntas a los testigos…

Es tiempo de acabar. Escribo este relato en la misma Audiencia, durante el intervalo que los jueces aprovechan para comer. Ahora le toca el turno al discurso del fiscal. ¿Qué será?



Anton Chejov

19 de octubre de 2017

Un asesinato, Anton Chejov



Un asesinato, Anton Chejov

     Es de noche. La criadita Varka, una muchacha de trece años, mece en la cuna al nene y le canturrea: «Duerme niño bonito, que viene el coco»…
     Una lamparilla verde encendida ante el icono alumbra con luz débil e incierta. Colgados a una cuerda que atraviesa la habitación se ven unos pañales y un pantalón negro. La lamparilla proyecta en el techo un gran círculo verde; las sombras de los pañales y el pantalón se agitan, como sacudidas por el viento, sobre la estufa, sobre la cuna y sobre Varka.
     La atmósfera es densa. Huele a piel y a sopa de col.
     El niño llora. Está hace tiempo afónico de tanto llorar; pero sigue gritando cuanto le permiten sus fuerzas. Parece que su llanto no va a acabar nunca.
     Varka tiene un sueño terrible. Sus ojos, a pesar de todos sus esfuerzos, se cierran, y, por más que intenta evitarlo, da cabezadas. Apenas puede mover los labios, y se siente la cara como de madera y la cabeza pequeñita cual la de un alfiler.
«Duerme niño bonito…», balbucea.
     Se oye el canto monótono de un grillo escondido en una grieta de la estufa. En el cuarto inmediato roncan el maestro y el aprendiz Afanasy. La cuna, al mecerse, gime quejumbrosa. Todos estos ruidos se mezclan con el canturreo de Varka en una música adormecedora, que es grato oír desde la cama. Pero Varka no puede acostarse, y la musiquita la exaspera, pues le da sueño y ella no puede dormir; si se durmiese, los amos le pegarían.
     La lamparilla verde está a punto de apagarse. El círculo verde del techo y las sombras se agitan ante los ojos medio cerrados de Varka, en cuyo cerebro semidormido nacen vagos ensueños.
     La muchacha ve en ellos correr por el cielo nubes negras que lloran a gritos, como niños de teta. Pero el viento no tarda en barrerlas, y Varka ve un ancho camino, lleno de lodo, por el que transitan, en fila interminable, coches, gentes con talegos a la espalda y sombras. A uno y otro lado del camino, envueltos en la niebla, hay bosques. De pronto, las sombras y los caminantes de los talegos se tienden en el lodo.
     -¿Para qué hacéis eso? -les pregunta Varka.
     -¡Para dormir! -contestan-. Queremos dormir.
     Y se duermen como lirones.
     Cuervos y urracas, posados en los alambres del telégrafo, ponen gran empeño en despertarlos.
«Duerme niño bonito…», canturrea entre sueños Varka.
     Momentos después sueña hallarse en casa de su padre. La casa es angosta y obscura. Su padre, Efim Stepanov, fallecido hace tiempo, se revuelca por el suelo. Ella no le ve, pero oye sus gemidos de dolor. Sufre tanto -atacado de no se sabe qué dolencia-, que no puede hablar. Jadea y rechina los dientes.
     -Bu-bu-bu-bu...
     La madre de Varka corre a la casa señorial a decir que su marido está muriéndose. Pero ¿por qué tarda tanto en volver? Hace largo rato que se ha ido y debía haber vuelto ya.
     Varka sueña que sigue oyendo quejarse y rechinar los dientes a su padre, acostada en la estufa.
     Mas he aquí que se acerca gente a la casa. Se oye trotar de caballos. Los señores han enviado al joven médico a ver al moribundo. Entra. No se le ve en la obscuridad, pero se le oye toser y abrir la puerta.
     -¡Encended luz! -dice.
     -¡Bu-bu-bu! -responde Efim, rechinando los dientes.
     La madre de Varka va y viene por el cuarto buscando cerillas. Unos momentos de silencio. El doctor saca del bolsillo una cerilla y la enciende.
     -¡Espere un instante, señor doctor! -dice la madre.
     Sale corriendo y vuelve a poco con un cabo de vela.
     Las mejillas del moribundo están rojas, sus ojos brillan, sus miradas parecen hundirse extrañamente agudas en el doctor, en las paredes.
     -¿Qué es eso, muchacho? -le pregunta el médico, inclinándose sobre él-. ¿Hace mucho que estás enfermo?
     ¡Me ha llegado la hora, excelencia! -contesta, con mucho trabajo, Efim-. No me hago ilusiones...
     -¡Vamos, no digas tonterías! Verás cómo te curas...
     -Gracias, excelencia; pero bien sé yo que no hay remedio... Cuando la muerte dice aquí estoy, es inútil luchar contra ella...
     El médico reconoce detenidamente al enfermo y declara:
     -Yo no puedo hacer nada. Hay que llevarle al hospital para que le operen. Pero sin pérdida de tiempo. Aunque es ya muy tarde, no importa; te daré cuatro letras para el doctor y te recibirá. ¡Pero en seguida, en seguida!
     -Señor doctor, ¿y cómo va a ir? -dice la madre-. No tenemos caballo.
     -No importa; les hablaré a los señores y os dejarán uno.
     El médico se va, la vela se apaga y de nuevo se oye el rechinar de dientes del moribundo.
     -Bu-bu-bu-bu...
     Media hora después se detiene un coche ante la casa; lo envían los señores para llevar a Efim al hospital. A los pocos momentos el coche se aleja, conduciendo al enfermo.
     Pasa, al cabo, la noche y sale el Sol. La mañana es hermosa, clara. Varka se queda sola en casa; su madre se ha ido al hospital a ver cómo sigue el marido.
     Se oye llorar a un niño. Se oye también una canción:
«Duerme niño bonito…»
     A Varka le parece su propia voz la voz que canta.
     Su madre no tarda en volver. Se persigna y dice:
     -¡Acaban de operarle, pero ha muerto! ¡Santa gloria haya!... El doctor dice que se le ha operado demasiado tarde; que debía habérsele operado hace mucho tiempo.
     Varka sale de la casa y se dirige al bosque. Pero siente de pronto un tremendo manotazo en la nuca. Se despierta y ve con horror a su amo, que le grita:
     -¡Mala pécora! ¡El nene llorando y tú durmiendo!
     Le da un tirón de orejas; ella sacude la cabeza, como para ahuyentar el sueño irresistible y empieza de nuevo a balancear la cuna, canturreando con voz ahogada.
     El círculo verde del techo y las sombras siguen produciendo un efecto letal sobre Varka, que, cuando su amo se va, torna a dormirse. Y empieza otra vez a soñar.
     De nuevo ve el camino enlodado. Infinidad de gente, cargada con talegos, yace dormida en tierra. Vorka quiere acostarse también; pero su madre, que camina a su lado, no la deja; ambas se dirigen a la ciudad en busca de trabajo.
     -¡Una limosnita, por el amor de Dios! -implora la madre a los caminantes-. ¡Compadeceos de nosotros, buenos cristianos!
     -¡Dame el niño! -grita de pronto una voz que le es muy conocida a Varka-. ¡Otra vez dormida, mala pécora!
     Varka se levanta bruscamente, mira en torno suyo y se da cuenta de la realidad: no hay camino, ni caminantes, ni su madre está junto a ella; sólo ve a su ama, que ha venido a darle teta al niño.
     Mientras el niño mama, Varka, de pie, espera que acabe. El aire empieza a azulear tras los cristales; el círculo verde del techo y las sombras van palideciendo. La noche le cede su puesto a la mañana.
     -¡Toma al niño! -ordena a los pocos minutos el ama, abotonándose la camisa-. Siempre está llorando. ¡No sé qué le pasa!
     Varka coge al niño, lo acuesta en la cuna y empieza otra vez a mecerle. El círculo verde y las sombras, menos perceptibles a cada instante, no ejercen ya influjo sobre su cerebro. Pero, sin embargo, tiene sueño; su necesidad de dormir es imperiosa, irresistible. Apoya la cabeza en el borde de la cuna, y balancea el cuerpo al par que el mueble, para despabilarse; pero los ojos se le cierran y siente en la frente un peso plúmbeo.
     -¡Varka, enciende la estufa! -grita el ama, al otro lado de la puerta.
     Es de día. Hay que comenzar el trabajo.
     Varka deja la cuna y corre por leña a la porchada. Se anima un poco; es más fácil resistir el sueño andando que sentado.
     Lleva leña y enciende la estufa. La niebla que envolvía su cerebro se va disipando.
     -¡Varka, prepara el samovar! -grita el ama.
     Varka empieza a encender astillas, mas su ama la interrumpe con una nueva orden:
     -¡Varka, límpiale los chanclos al amo!
     Varka, mientras limpia los chanclos, sentada en el suelo, piensa que sería delicioso meter la cabeza en uno de aquellos zapatones para dormir un rato. De pronto, el chanclo que estaba limpiando crece, se infla, llena toda la estancia. Varka suelta el cepillo y empieza a dormirse; pero hace un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza y abre los ojos cuanto puede, en evitación de que los chismes que hay a su alrededor sigan moviéndose y creciendo.
     -¡Varka, ve a lavar la escalera! -ordena el ama, a voces-. ¡Está tan cochina, que cuando sube un parroquiano me avergüenzo!
     Varka lava la escalera, barre las habitaciones, enciende después otra estufa, va varias veces a la tienda. Son tantos sus quehaceres, que no tiene un momento libre.
     Lo que más trabajo le cuesta es estar de pie, inmóvil, ante la mesa de la cocina, mondando patatas. Su cabeza se inclina, sin que ella lo pueda evitar, hacia la mesa; las patatas toman formas fantásticas; su mano no puede sostener el cuchillo. Sin embargo, es preciso no dejarse vencer por el sueño: está allí el ama, gorda, malévola, chillona. Hay momentos en que le acomete a la pobre muchacha una violenta tentación de tenderse en el suelo y dormir, dormir, dormir...
     Transcurre así el día. Llega la noche.
     Varka, mirando las tinieblas enlutar las ventanas, se aprieta las sienes, que se siente como de madera, y sonríe de un modo estúpido, completamente inmotivado. Las tinieblas halagan sus ojos y hacen renacer en su alma la esperanza de poder dormir.
     Hay aquella noche una visita.
     -¡Varka, enciende el samovar! -grita el ama.
     El samovar es muy pequeño, y para que todos puedan tomar té hay que encenderlo cinco veces.
     Luego Varka, en pie, espera órdenes, fijos los ojos en los visitantes.
     -¡Varka, ve por vodka! Varka, ¿dónde está el sacacorchos? ¡Varka, limpia un arenque!
     Por fin la visita se va. Se apagan las luces. Se acuestan los amos.
     -¡Varka, abraza al niño! -es la última orden que oye.
     Canta el grillo en la estufa. El círculo verde del techo y las sombras vuelven a agitarse arte los ojos medio cerrados de Varka y a envolverle el cerebro en una niebla.
«Duerme niño bonito…»,
canturrea la pobre muchacha con voz soñolienta.
     El niño grita como un condenado. Está a dos dedos de encanarse.
     Varka, medio dormida, sueña con el ancho camino enlodado, con los caminantes del talego, con su madre, con su padre moribundo. No puedo darse cuenta de lo que pasa en torno suyo. Sólo sabe que algo la paraliza, pesa sobre ella, la impide vivir. Abre los ojos, tratando de inquirir qué fuerza, qué potencia es ésa, y no saca nada en limpio. Sin alientos ya, mira el círculo verde, las sombras... En este momento oye gritar al niño y se dice: «Ese es el enemigo que me impide vivir.»
     El enemigo es el niño.
     Varka se echa a reír. ¿Cómo no se le ha ocurrido hasta ahora una idea tan sencilla?
     Completamente absorbida por tal idea se levanta, y, sonriendo, da algunos pasos por la estancia. La llena de alegría el pensar que va a librarse al punto del niño enemigo. Le matará y podrá dormir lo que quiera.
     Riéndose, guiñando los ojos con malicia, se acerca con tácitos pasos a la cuna y se inclina sobre el niño.
     Le atenaza con entrambas manos el cuello. El niño se pone azul, y a los pocos instantes muere.
     Varka entonces, alegre, dichosa, se tiende en el suelo y se queda al punto dormida con un sueño profundo.

Anton Chejov

18 de octubre de 2017

Un hombre irascible, Anton Chejov



 Un hombre irascible, Anton Chejov

Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de…»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:   “Te acuerdas de este cantar apasionado”.
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:  -Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera…
Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.
-Nicolás Andreievitch -añade-, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era armenio-. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.
-¿Por qué suspira usted? -me pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka -de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka- se figura que estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.
-Escuche -me dice-, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mí, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual que yo, aplícase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año…», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
-Y usted, Nicolás -me dice la mamá de Masdinka-, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué… La verdad es -añade suspirando- que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. Me observo, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.
-No me parezco mal del todo…
-Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas se levanta y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices me rodean y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento… En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales me obligan a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Narinka me observa con lástima. Okroschka, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto se me acerca la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:  -No desespere usted, Nicolás… Su corazón es de… Vamos al bosque.
Varinka se cuelga de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.
-Dígame, señor Nicolás -murmura Narinka-, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!
-Hábleme algo -añade la joven.
En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.
-La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.
-Nicolás -suspira Varinka, mientras su nariz se colorea-, usted rehuye una conversación franca… Usted quiere asesinarme con su reserva… Usted se empeña en sufrir solo…
Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:
-¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla…; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?… Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Se oye el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:  Tú no me amas, no…
Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.
Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. Se percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.
-Tengo que comunicarle algo interesante -murmura Masdinka a mi oído.
Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.
-Escuche usted; no puedo…
Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:
-Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo fidelidad.
Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.
-Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.
Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:
-¡Váyase en mal hora!
Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos matices.
-¿De qué proceden los eclipses? -pregunta Masdinka.
Yo contesto:
-Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.
-¿Y qué es la elíptica?
Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me pregunta:
-¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?
-Es una línea imaginaria -le contesto.
-Pero si es imaginaria -replica Masdinka-, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?
No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.
-Esas son tonterías -añade la mamá de Masdinka-; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son puras fantasías.
Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.
-¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! -chillan las señoritas de diversos matices.
-Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.
Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien está parado, inmóvil.
-¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?
El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:
-No se olvide usted: hoy, a las once.
Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.
-¿Por qué no me mira usted? -me susurra tiernamente al oído.
Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.
-Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.
Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en…» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondré sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.
-Por fin; ya abusas de mi paciencia. No he podido cerrar los ojos en toda la noche. He pensado durante la noche, y a fuerza de pensar, saqué en consecuencia que cuando te conozca mejor te podré amar.
Me siento a su lado; le expongo mi opinión acerca del matrimonio. Por no alejarme del tema y abreviarlo hago sencillamente un resumen histórico. Hablo del casamiento entre los egipcios; paso a los tiempos modernos; intercalo algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka me presta atención, pero luego, sin transición, me dice:
-Nicolás, dame un beso.
Estoy molesto. No sé qué hacer. Ella insiste. ¿Qué hacer? Me levanto y le beso su larga cara. Ello me produce la misma sensación que experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el cadáver de mi abuela. Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el mismo momento, la mamá de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un gesto de espanto; dice a alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por escotillón. Incomodado, me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro a la mamá de Varinka, que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Esta llora y exclama: «Yo misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a ustedes?» La mamá de Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te bendiga! Tú has de amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»
He aquí que me casan. Mientras esto escribo, los testigos del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan prisa. Decididamente esta gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No respondo de mí. ¡Por vida de!… Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar a un hombre irritado, rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un tigre. Veremos cuál será el desenlace final…
Estoy casado… Todos me felicitan. Varinka se apoya contra mí y me dice:
-Ahora sí que eres mío. Sé que me amas, ¡dilo!
Su nariz se hincha. Me entero por los testigos de que el oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el casamiento. A una de las señoritas le exhibió un certificado médico según el cual, a causa de su herida en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le está prohibido contraer matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un certificado. Uno de mis tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión, en lugar de una gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía mía era muy aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre. Además, mi carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las buenas ideas acuden a la mente siempre demasiado tarde?…

Anton Chejov

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