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10 de abril de 2017

La vista que no pude soportar, Carlos Castaneda

LA VISTA QUE NO PUDE SOPORTAR

Los Ángeles siempre había sido mi hogar. Mi elección de Los Ángeles no había sido cuestión de mi voluntad. Para mí, el quedarme en Los Ángeles ha sido el equivalente de haber nacido allí, quizás aún algo más profundo. Mi vínculo de afecto siempre ha sido total. Mi cariño por la ciudad de Los Ángeles siempre ha sido tan intenso, a tal grado una parte de mi ser, que nunca he tenido que darle voz. Nunca he tenido que revisarlo o renovarlo, nunca.
Tenía en Los Ángeles mi familia de amigos. Eran para mí parte de mi medio inmediato, es decir, los había aceptado totalmente tal como había aceptado la ciudad misma. Uno de mis amigos hizo la declaración una vez, un poco bromeando, de que todos nos odiábamos cordialmente. Indudablemente podían darse el lujo de tales sentimientos porque tenían otros arreglos emotivos a su disposición, como padres y esposas y maridos. Yo sólo tenía mis amigos en Los Ángeles.
Por la razón que fuera, yo era el confidente de cada uno. Cada uno de ellos me contaba todos sus problemas y vicisitudes. Mis amigos eran de una intimidad tal que nunca reconocí sus problemas o tribulaciones como algo menos que normal. Podía hablar con ellos durante horas de las mismas cosas que me habían horrorizado de las grabaciones y del psiquiatra.
Además, no me daba cuenta de que cada uno de mis amigos era increíblemente parecido al psiquiatra y al profesor de antropología. Nunca me fijé en lo tensos que estaban. Todos fumaban de manera compulsiva tal como el psiquiatra, pero nunca me había sido obvio, porque yo fumaba igual y estaba igual de tenso. La afectación de su habla era otra cosa que nunca había notado, aunque existía. Siempre afectaban el gangueo del oeste de los Estados Unidos, pero estaban muy conscientes de lo que hacían. Ni me había fijado en sus directas insinuaciones acerca de una sensualidad que eran incapaces de sentir, que conocían sólo a nivel intelectual.
La verdadera confrontación conmigo mismo empezó al enfrentarme con el dilema de Pete. Vino a verme, todo golpeado. Tenía la boca hinchada y un ojo rojizo e inflamado que evidentemente había sufrido un golpe y ya se estaban poniendo morado. Antes de que pudiera preguntarle lo que le había pasado, soltó de buenas a primeras que su mujer, Patricia, había ido durante el fin de semana a un encuentro de agentes de bienes raíces relacionado con su empleo, y que algo terrible le había sucedido. Al ver el aspecto de Pete, pensé que Patricia había estado en un accidente, estaba herida o hasta muerta.
 Pero, ¿se encuentra bien?  le pregunté, sinceramente afligido.
 Claro que está bien  ladró . Es una puta y una bestia y nada les pasa a las putas bestias más que se las cogen y les gusta.
Pete estaba lleno de rabia. Temblaba casi convulsivamente. Su abundante cabello rizado se le paraba por todas partes. Por lo general se lo peinaba con esmero, alisándose los rizos naturales. Ahora tenía un aspecto más loco que un demonio de Tasmania.
 Todo estaba normal hasta hoy  continuó mi amigo . Entonces, esta mañana, al salir de la ducha, me chasqueó el culo con una toalla y eso es lo que me hizo ver que andaba cogiendo con alguien.
Su razonamiento me tenía desconcertado. Lo interrogué un poco más. Le pregunté cómo el acto de chasquearlo con una toalla podía revelar tal cosa.
 Si eres un culo, no te revela nada  dijo con veneno en la voz . Pero yo conozco a Patricia, y el jueves antes de que fuera al encuentro de agentes, ¡no podía chasquear una toalla! De hecho, nunca ha podido chasquear una toalla durante todo el tiempo que llevamos de casados. ¡Alguien tiene que habérselo enseñado cuando andaban desnudos! ¡Así es que la agarré del cuello y la ahorqué para que me dijera la verdad! ¡Sí! ¡Se está cogiendo a su jefe!
Pete dijo que había ido a la oficina de Patricia para agarrarse con su jefe, pero que el hombre estaba bien protegido por sus guardaespaldas. Lo echaron a estacionamiento. Quería romper las ventanas, tirarles piedras, pero las guardaespaldas le dijeron que si lo hacía terminaría en la cárcel, o aún peor, con una bala en la cabeza.
 ¿Son los que te golpearon, Pete?  le pregunté.
 No  dijo, abatido . Anduve por la calle y entré en la oficina de ventas de una agencia de coches usados. Le di un golpazo al primer vendedor que vino a hablarme. El hombre estaba aturdido, pero no se enojó. Me dijo: «¡Cálmese, señor, cálmese! Aún se puede negociar”.
Cuando lo volví a golpear en la boca, se puso fúrico. Era un tipo grande y me dio en la boca y en el ojo y me dejó tirado en el suelo. Cuando desperté  continuó Pete , estaba acostado en el sofá de su oficina. Oí que llegaba una ambulancia, así es que me levanté y salí corriendo. Entonces vine a verte.
Empezó a sollozar sin contenerse. Vomitó. Estaba hecho un desperdicio. Llamé a su mujer y en menos de diez minutos llegó al apartamento. Se puso de rodillas delante de Pete y le juró que lo amaba sólo a él, que todo lo demás que ella hacía eran imbecilidades y que el de ellos era un amor de vida o muerte. Los otros no eran nada. Ni siquiera los recordaba. Los dos se desahogaron en llantos, y desde luego se perdonaron. Patricia llevaba gafas oscuras para esconder el hematoma del ojo derecho que le había puesto Pete (Pete era zurdo). Los dos ni sabían ya que estaba yo allí, y se marcharon. Salieron abrazados, dejando la puerta abierta.
La vida parecía continuar como siempre. Mis amigos se portaban conmigo como siempre lo habían hecho. Estábamos como de costumbre, involucrados en ir a fiestas, al cine o simplemente a chismear; o buscando restaurantes donde ofrecieran «todo lo que puedas comer» por el precio de una comida. Sin embargo, a pesar de este estado seudo normal, un extraño y nuevo factor parecía haber penetrado en mi vida. Como el sujeto que lo experimentaba, se me hizo aparente que de pronto yo me había vuelto muy intolerante. Había empezado a juzgar a mis amigos de la misma manera en que había juzgado al psiquiatra y al profesor de antropología. ¿Quién era yo para ponerme a juzgar a los demás?
Me sentí inmensamente culpable. Juzgar a mis amigos había creado un estado de ánimo desconocido. Pero lo que consideraba peor, era que no sólo los juzgaba, sino que encontraba sus problemas y tribulaciones asombrosamente banales. Yo era el mismo; ellos eran mis mismos amigos. Había escuchado sus quejas y relatos de sus situaciones cientos de veces, y nunca había sentido nada más que un profundo sentido de identificación con lo que oía. Mi horror al descubrir este nuevo ánimo me abrumaba.
El aforismo de que las desgracias nunca vienen solas, no podría haber sido más cierto en aquel momento de mi vida. La desintegración total de mi vida vino cuando mi amigo, Rodrigo Cummings, me pidió que lo llevara al aeropuerto de Burbank; de allí saldría para Nueva York. Era una maniobra de gran drama y desesperación por su parte. Consideraba su maldición estar atrapado en Los Ángeles. Para el resto de sus amigos, era una gran broma el hecho de que había intentado varias veces atravesar en coche todo el país para ir a Nueva York, y cada vez que lo hacía, el coche se le descomponía. Una vez había llegado hasta Salt Lake City antes de que le fallarla; necesitaba un motor nuevo. Tuvo que dejarlo allí. La mayoría de las veces le sucedía en las afueras de Los Ángeles.
 ¿Qué le pasa a tus coches, Rodrigo?  le pregunté una vez, con sincera curiosidad.
 No sé  respondió con un velado sentido de culpabilidad. Y entonces con una voz igual a la del profesor de antropología en su papel de predicador fundamentalista, dijo : Quizás es que cuando salgo a la carretera acelero el coche a toda velocidad porque me siento libre. Usualmente abro todas las ventanillas. Quiero sentir el viento en la cara. Me siento como chico en busca de algo nuevo.
Me resultaba obvio que sus coches, que siempre eran carcachas, ya no tenían la capacidad de viajar a toda velocidad, y que sencillamente les quemaba el motor.
De Salt Lake City, Rodrigo había regresado a Los Ángeles haciendo autostop. Claro que podría haber hecho autostop hasta Nueva York, pero nunca se le ocurrió. Rodrigo parecía padecer de la misma condición que también me afectaba: una pasión inconsciente por Los Ángeles que él quería rechazar a toda costa.
En otra ocasión, su coche estaba en excelente condición mecánica. Podría haber hecho el viaje fácilmente, pero Rodrigo aparentemente no estaba en condiciones de dejar Los Ángeles. Llegó hasta San Bernardino, donde se metió a un cine a ver una película: Los Diez Mandamientos. Esa película, por razones que sólo Rodrigo conocía, le produjo una nostalgia insuperable por Los Ángeles. Regresó y lloró, diciéndome que la pinche ciudad de Los Ángeles le había construido una barrera a su alrededor y no lo dejaba salir. Su esposa estaba feliz de que no se hubiera ido, y su novia, Melissa, estaba aún más contenta, aunque un poco desilusionada porque tuvo que devolverle los diccionarios que él le había regalado.
Su último intento desesperado de llegar a Nueva York por avión, fue aún más dramático, porque sus amigos le prestaron el dinero para el boleto. Dijo que de este modo, como no tenía la menor intención de devolverles el préstamo, se estaba asegurando de que no regresaría. Metí sus maletas en la cajuela de mi coche y salimos para el aeropuerto de Burbank. Comentó que el avión no salía hasta las siete. Era temprano por la tarde y teníamos tiempo suficiente para meternos a un cine. Además, él quería darle un último vistazo a Hollywood Boulevard, el centro de nuestras vidas y actividades.
Fuimos a ver una película épica en tecnicolor y cinerama. Era una de esas películas insoportables y largas que parecía atraer toda la atención de Rodrigo. Cuando salimos del cine, ya estaba oscureciendo. Me fui a toda velocidad a Burbank en medio de un tránsito pesadísimo. Me exigió que tomáramos las calles en vez de la autopista, que a esas horas estaba congestionada. El avión despegó al llegar nosotros al aeropuerto. Fue la última gota. Sumiso y derrotado, Rodrigo fue a la caja y presentó su boleto para que se lo rembolsaran. La cajera escribió su nombre, le dio un recibo y le dijo que el dinero le llegaría dentro de seis a doce semanas desde Tennessee, donde se encontraban las oficinas de contaduría de la aerolínea.
Regresamos al edificio donde los dos vivíamos. Como no se había despedido de nadie esta vez, por temor a la vergüenza, nadie ni siquiera se había dado cuenta de que había intentado irse una vez más. El único inconveniente era que había vendido su coche. Me pidió que lo llevara a la casa de sus padres, porque su papá iba a darle el dinero que había gastado en su boleto. Su padre siempre había sido, durante todo el tiempo que yo lo había conocido, el hombre que sacaba de apuros a Rodrigo en cada situación problemática que se metía. El eslogan del padre era: «¡No temas, Rodrigo padre te espera! » Después de oír la petición de Rodrigo de un préstamo para pagar su otro préstamo, el padre miró a mi amigo con la expresión más triste que jamás había visto yo. Él mismo estaba con terribles problemas económicos.
Abrazándolo, le dijo: «No puedo ayudarte esta vez, muchacho. Ahora sí tienes que temer, porque Rodrigo padre ya se fue”.
Quise desesperadamente sentirme uno con mi amigo, sentir su drama como siempre lo había hecho, pero no pude. Sólo me enfoqué en la declaración del padre. Parecía de una finalidad que me galvanizó.
Busqué ávidamente la compañía de don Juan. Dejé todo pendiente en Los Ángeles para hacer el viaje a Sonora. Le conté del humor extraño en que me encontraba con mis amigos. Llorando de remordimiento, le dije que había empezado a juzgarlos.
 No te aloques por nada  me dijo don Juan calmadamente . Ya sabes que una era entera de tu vida está por terminar, pero la era no termina hasta que muera el rey.
 ¿Qué quiere decir con eso, don Juan?
-Tú eres el rey y tú eres exactamente como tus amigos. Ésa es la verdad que te tiene sacudiéndote en tus pantalones. Una cosa que puedes hacer es aceptar las cosas como son, que claro, no lo puedes hacer. La otra, es decir: «Yo no soy así, yo no soy así», y repetir que tú no eres así. Pero te prometo que va a llegar el momento en que te vas a dar cuenta de que sí eres así.
  

Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

9 de abril de 2017

Comentario del Libro Relatos de poder (1975), Carlos Castaneda

Comentario del Libro Relatos de poder (1975)

Relatos de poder lleva la marca de mi caída definitiva. En la época en la que tuvieron lugar los acontecimientos que se narran en el libro sufrí una profunda sacudida emocional, la crisis del guerrero. Don Juan Matus abandonó este mundo dejando a sus cuatro aprendices en él. Don Juan se dirigió a cada uno de esos aprendices y les asignó una tarea. A mí, aquella tarea me parecía un placebo que carecía del más mínimo significado en comparación con aquella pérdida.
El hecho de no ver nunca más a don Juan no podía ser aliviado por ninguna pseudotarea. Naturalmente, lo primero que hice fue suplicarle que me llevara con él.
 No estás preparado todavía  respondió . Seamos realistas.
 Pero podría prepararme en un abrir y cerrar de ojos,  le aseguré.
 No lo dudo. Estarías preparado, pero no para mí. Yo exijo una eficacia perfecta. Exijo un intento impecable y una disciplina impecable. Tú aún no los tienes. Los tendrás, te estás acercando; pero todavía no has llegado.
 Usted tiene el poder de llevarme, don Juan, aunque yo no esté a punto y sea imperfecto.
 Supongo que sí; pero no lo haré porque sería un vergonzoso desperdicio. Lo perderías todo, créeme. No insistas. Insistir no cabe en el mundo de los guerreros.
Aquella afirmación bastó para detenerme. Pero en mi fuero interno, sin embargo, anhelaba irme con él, aventurarme más allá de los límites de todo lo que conocía como normal y real.
Cuando llegó el momento en que abandonó efectivamente el mundo, don Juan se convirtió en una especie de coloreada y vaporosa luminosidad. Era pura energía, fluyendo libremente en el universo. En ese momento mi sensación de pérdida fue tan intensa que quise morir. Prescindí de todo lo que don Juan había dicho y, sin dudarlo, me arrojé a un precipicio. Pensaba que si hacía eso, don Juan estaría obligado a llevarme consigo y a salvar cualquier ápice de conciencia que me quedara, muerto y todo.
Pero por razones que me resultan inexplicables, tanto desde las premisas de mi cognición normal como desde la cognición del mundo de los chamanes, no morí. Me quedé solo en el mundo cotidiano, mientras que los tres componentes de mi grupo se dispersaron por el mundo. Era un desconocido para mí mismo, lo que hacía que mi soledad fuera más intensa que nunca. Me veía a mí mismo como un infiltrado, como una especie de espía que don Juan había dejado atrás impelido por oscuras razones.
Las citas tomadas del texto de Relatos de poder muestran la cualidad desconocida del mundo; no del mundo de los chamanes, sino del mundo de la vida cotidiana, que es, según don Juan, tan rico y misterioso como el que más. Lo único que necesitamos para captar las maravillas de este mundo de la vida cotidiana es tener el suficiente desapego. Pero, más que desapego, lo que necesitamos es tener el afecto y el abandono suficientes.
 Un guerrero debe amar este mundo  me había advertido don Juan , para que este mundo que parece tan corriente se abra y revele sus maravillas.
Cuando formuló esta afirmación nos hallábamos en el desierto de Sonora.
 Es una sensación sublime  dijo  estar en este desierto maravilloso, contemplando sus picos escabrosos de aquello que parecen montañas y que, en realidad, son formaciones de lava de volcanes desaparecidos hace largo tiempo. Es una sensación gloriosa descubrir que algunas de esas pepitas de obsidiana se formaron a unas temperaturas tan elevadas que todavía conservan la marca de su origen. Tienen muchísimo poder. Es algo soberbio vagar sin rumbo por aquellos picos escarpados y encontrar súbitamente un trozo de cuarzo capaz de captar las ondas de radio. El único inconveniente de tan magnífico cuadro es que para penetrar en las maravillas de este mundo, o en las maravillas de cualquier otro mundo, un hombre necesita ser un guerrero: sereno, recogido, indiferente, templado por los embates de lo desconocido. Tú aún no tienes ese temple. Tu deber es, por tanto, buscar esa plenitud antes de poder siquiera hablar de aventurarte en el infinito.
He pasado treinta y cinco años de mi vida buscando la madurez del guerrero. He ido a lugares que desafían toda descripción, buscando esa sensación de temple ante los embates de lo desconocido. Me fui discretamente, sin anunciarlo, y regresé del mismo modo. El trabajo de los guerreros es silencioso y solitario, y cuando los guerreros se van o regresan, lo hacen tan inadvertidamente que nadie repara en ello. Buscar la madurez del guerrero de cualquier otro modo sería ostentoso y, por tanto, inadmisible.
Las citas de Relatos de poder me trajeron vivamente el recuerdo de que el intento de los chamanes que vivieron en México en tiempos remotos seguía funcionando impecablemente. La rueda del tiempo se movía inexorablemente a mi alrededor, obligándome a mirar en surcos de los que no es posible hablar y mantener la coherencia.
 Baste decir  me dijo don Juan en una ocasión  que la inmensidad del mundo, ya sea el mundo de los chamanes o el de los hombres corrientes, es tan evidente que únicamente una aberración nos impediría percibirla. Intentar explicar a unos seres aberrantes lo que es andar extraviado por los surcos de la rueda del tiempo es la cosa más absurda que podría emprender un guerrero. En consecuencia, el guerrero se asegura de que sus viajes sean propiedad únicamente de su condición de guerrero.

 Carlos Castaneda


8 de abril de 2017

Relatos de poder, Carlos Castaneda

 RELATOS DE PODER
  
La confianza del guerrero no es la confianza del hombre común. El hombre común busca la certeza en los ojos del espectador y llama a eso confianza en sí mismo. El guerrero busca la impecabilidad en sus propios ojos y llama a eso humildad. El hombre común esta enganchado a sus prójimos, mientras que el guerrero sólo depende de sí mismo. Andas en pos de lo imposible. Buscas la confianza del hombre común, cuando deberías buscar la humildad del guerrero. Hay una gran diferencia entre las dos. La confianza significa saber algo con certeza; la humildad implica ser impecable en los propios actos y sentimientos. Debes empujarte siempre más allá de tus límites.
No importa lo que uno revela ni lo que uno se guarda. Todo cuanto hacemos, todo cuanto somos, descansa en nuestro poder personal. Si tenemos suficiente, una palabra que nos digan podría ser suficiente para cambiar el curso de nuestra vida. Pero si no tenemos suficiente poder personal, se nos puede revelar la sabiduría más grande y esa revelación nos importaría un ajo.
El mundo es así como es sólo porque hablamos con nosotros mismos a cerca de que es así como es.
El pasaje al mundo de los brujos se franquea después que el guerrero aprende a suspender el dialogo interno.
Un guerrero toma su suerte, sea la que sea, y la acepta con la máxima humildad. Se acepta con humildad así como es, no como base para lamentarse, sino como base para su lucha y su desafío.
El guerrero no agacha la cabeza ante nadie, pero, al mismo tiempo, tampoco permite que nadie agache la cabeza ante él.
No hay nada en este mundo de lo cual un guerrero no pueda dar razón. Verás, un guerrero se considera ya muerto, y así no tiene ya nada que perder. Ya le pasó lo peor, y por lo tanto se siente tranquilo y sus pensamientos son claros; a juzgar por sus actos o sus palabras, uno jamás sospecharía que un guerrero lo ha prescindido todo.
La clave de la brujería es el dialogo interno; Esa es la llave que lo abre todo. Cuando un guerrero aprende a pararlo, todo se hace posible; se logran los planes más descabellados. La entrada a todas las experiencias extrañas y pavorosas que has tenido últimamente fue el hecho de que pudiste dejar de hablar contigo mismo.
El diagrama en las cenizas tenía dos epicentros; don Juan llamó a uno “la razón” y a otro “la voluntad”. La razón se conectaba directamente con un punto que él llamó “el habla”. A través del habla, la razón se relacionaba directamente con otros tres puntos, “el sentir”, “el soñar” y “el ver”. El otro epicentro, “la voluntad”, se relacionaba directamente con el sentir, el soñar y el ver, pero solo en forma indirecta con la razón y el habla.
Volví a preguntar acerca de los dos misteriosos puntos restantes. Me enseñó que solo estaban conectados a “la voluntad”; se hallaban a parte de “el sentir”, “el soñar” y “el ver” y mucho más lejos de “el habla” y “la razón”. Señaló con el dedo como estaban aislados de los demás, y el uno del otro. Estos dos puntos jamás se someten al habla ni a la razón. Solo la voluntad puede con ellos. La razón está tan lejos de ellos que es completamente inútil tratar de figurárselos.
Esta es una de las cosas más difíciles de aceptar; después de todo, el fuerte de la razón es razonarlo todo.
Somos perceptores. Nos damos cuenta: no somos objetos; no tenemos solidez. No tenemos límites. El mundo de los objetos y la solidez es una manera de hacer nuestro paso por la tierra más conveniente. Es sólo una descripción creada para ayudarnos. Nosotros o mejor dicho nuestra razón, olvida que la descripción es solo una descripción y así atrapamos la totalidad de nosotros mismos en un círculo vicioso del que rara vez salimos en vida.
Somos perceptores. Pero el mundo que percibimos es una ilusión. Fue creado por una descripción que nos dijeron desde el momento en que nacimos.
Nosotros los seres luminosos nacemos con dos anillos de poder, pero solo usamos uno para crear el mundo. Ese anillo, que se engancha al muy poco tiempo que nacemos, es la razón, y su compañera el habla. Entre las dos urden y mantienen el mundo. Así pues, en esencia, el mundo que tu razón quiere sostener es el mundo creado por una descripción y sus reglas dogmáticas e inviolables, que la razón aprende a aceptar y defender.
El secreto de los seres luminosos es que tienen otro anillo de poder que nunca se usa, la voluntad.
El secreto de un guerrero es que él cree sin creer. Pero, por lo visto, un guerrero no puede nada mas decir que cree y dejar así las cosas. Eso sería demasiado fácil. Creer nada mas que por creer lo libraría de examinar su situación. Cuando un guerrero tiene por fuerza que creer, lo hace porque así lo escoge, como expresión de su predilección más íntima. Un guerrero no cree; un guerrero tiene que creer.
Un guerrero, o cualquier hombre si a esas vamos, no puede de ningún modo lamentarse por no estar en otra parte; un guerrero porque vive del desafío, un hombre común porque no sabe dónde lo va a encontrar su muerte.
El poder te enseña que la muerte es el ingrediente indispensable del tener que creer. Si no se tiene en cuenta la muerte, todo es ordinario, trivial. Sólo porque la muerte nos anda al acecho es el mundo un misterio sin principio ni fin.
Tener que creer que el mundo misterioso e insondable era la expresión de la predilección íntima de un guerrero. Sin ella, el guerrero no tenía nada.
Todos nosotros somos una bola de idiotas cuando entramos en el mundo de la brujería y entrar en ese mundo no nos garantiza, en ningún sentido, que cambiaremos. Algunos seguimos idiotas hasta el fin.
Explicó que cada ser humano tenía dos facetas, dos entidades distintas, dos contrapartes que entraban en funciones en el instante del nacimiento; una se llamaba “tonal” y la otra “nagual”.
El tonal es, y con derecho, un protector, un guardián: un guardián que la mayoría de las veces se transforma en guardia.
El tonal es el organizador del mundo. Quizás la mejor forma de describir su obra monumental, es decir que en sus hombros descansa la tarea de poner orden en el caos del mundo. No es un absurdo sostener, como lo hacen los brujos, que todo cuanto sabemos y hacemos como hombres, es obra del tonal. Lo que se ocupa de dar sentido a nuestra conversación es el tonal; sin él solo habría sonidos raros y muecas y no comprenderías nada de lo que te digo.
Yo diría, pues, que el tonal es un guardián que protege, algo muy, pero muy valioso: nuestro mismo ser. Por lo tanto, una cualidad nata del tonal es la de ser astuto, y celoso con su obra. Y como lo que hace es efectivamente la parte más importante de nuestras vidas, no es del nada extraño que al fin y al cabo se convierta, en cada uno de nosotros, de guardián en guardia.
Un guardián es magnánimo y comprensivo. Un guardia, en cambio, es vigilante intolerante y por lo siempre un déspota. Yo diría que en todos nosotros el tonal se ha hecho un guardia insoportable y déspota, cuando debería ser un guardián magnánimo.
El tonal es todo cuanto conocemos. Yo creo que esto, por sí solo, es razón suficiente para que el tonal sea un asunto tan importante. El tonal es todo eso para lo que tenemos palabras.
El tonal es todo cuanto conocemos. Y eso no solo nos incluye a nosotros, como personas, sino a todo lo que hay en nuestro mundo. Puede decirse que el tonal es todo cuanto salta a la vista. El tonal empieza en el nacimiento y acaba en la muerte.
El tonal es lo que construye el mundo. -¿Es el tonal el creador del mundo? – El tonal construye el mundo solo en sentido figurado. No puede crear el cambiar nada, y sin embargo construye el mundo porque su función es juzgar, y evaluar, y atestiguar. Digo que el tonal construye el mundo porque atestigua y evalúa al mundo de acuerdo con las reglas del tonal, en una manera extrañísima, el tonal es el creador que no crea nada. O sea que, el tonal inventa las reglas por medio, de las cuales capta el mundo. Así que, en un sentido figurado, el tonal construye el mundo.
Hay un tonal que es personalmente para cada uno de nosotros, y hay otro que es colectivo para todos nosotros en cualquier momento dado, el cual llamamos el tonal de los tiempos. El tonal de los tiempos es el que nos hace semejantes. Pero el factor importante que hay que tener en cuenta, es que todo cuanto conocemos de nosotros mismos y de nuestro mundo está en la isla del tonal.
El nagual es la parte de nosotros mismos con la cual nunca tratamos. El nagual es la parte de nosotros para la cual no hay descripción, ni palabras, ni nombres, ni sensaciones, ni conocimiento.
El nagual no era Dios, porque Dios es un objeto de nuestro tonal personal y del tonal de los tiempos. El tonal es, como ya dije, todo lo que creemos que es parte del mundo, incluyendo a Dios, por supuesto. Dios no tiene otra importancia que la de ser parte del tonal de nuestro tiempo.
 Dios es solamente todo aquello en lo que puedes pensar; por eso, propiamente hablando, Dios no es sino otro objeto en la isla. Dios no puede ser visto cuando uno quiere; solo podemos hablar de Él. En cambio, el nagual está al servicio del guerrero. Puede ser visto, pero no se puede hablar de él. El nagual está allí. Allí, alrededor de la isla. El nagual está allí, donde el poder se cierne.
 Desde el momento de nacer sentimos que hay dos partes en nosotros. A la hora de nacer, y luego por algún tiempo después, uno es todo nagual. En ese entonces, nosotros sentimos que para funcionar necesitamos una contraparte a lo que tenemos. Nos falta el tonal y eso nos da, desde el principio, el sentimiento de no estar completos. A esas alturas el tonal empieza a desarrollarse y llega a tener una importancia tan absoluta para nuestro funcionamiento que opaca el brillo del nagual, lo avasalla; y así nos volvemos todo tonal, no hacemos otra cosa sino aumentar esa vieja sensación de estar incompletos; esa sensación que nos acompaña desde el momento de nacer y que nos dice constantemente que hay otra parte de nosotros que nos haría íntegros.
A partir del momento que somos todo tonal, empezamos ha hacer pares. Sentimos nuestros dos lados, pero siempre los representamos con objetos del tonal. Decimos que nuestras dos partes son el alma y el cuerpo. O la mente y la materia. O el bien y el mal. Dios y Satanás.
Nunca nos damos cuenta, sin embargo, de que solo estamos haciendo parejas con las cosas de la isla, algo muy semejante a hacer parejas con café y té, o pan y tortillas, o chile y mostaza.
Somos de verdad animales raros. Nos creemos tanto y en nuestra locura, creemos tener perfecto sentido.
El tonal empieza al nacer y termina al morir, pero el nagual nunca termina. El nagual no tiene limites. He dicho que el nagual es donde se cierne el poder; esa era solo una forma de aludirlo.
Quizá, por razones del efecto que causa, el nagual puede entenderse mejor en términos de poder. Por ejemplo, cuando hace rato te sentiste entumido y sin poder hablar, yo te estaba en verdad tranquilizando; esto es, mi nagual actuaba sobre ti.
-¿Cómo le fue posible hacer eso, don Juan?- No vas a creerlo, pero nadie sabe como. Yo nada mas sé que quería tu atención completa, y entonces mi nagual se encargó de hacerte el resto.
Esto yo lo sé porque soy el testigo de sus efectos, pero no sé como funciona.
Uno puede decir que el nagual es el responsable de la creatividad. El nagual es la única parte de nosotros capaz de crear.
Uno de los actos de un guerrero es no dejar nunca que lo afecte nada. De este modo, un guerrero puede estar viendo al mismo diablo, pero jamás dejará que nadie lo sepa. El control del guerrero tiene que ser impecable.
Hablando en general, hay dos lados en cada tonal. Uno es la parte externa, el margen, la superficie de la isla. Esa es la parte relacionada con la acción, y la atención, el lado áspero. La otra parte es la decisión y el juicio, el tonal interno, más suave, más delicado y más complejo. El tonal hecho y derecho es un tonal donde los dos niveles se encuentran en perfecta armonía y equilibrio.
Yo diría que lo mejor de nosotros siempre sale a flote cuando estamos de espaldas contra la pared, cuando sentimos que la espada se cierne sobre nuestra cabeza.
El ver debe ser directo, porque un guerrero no puede malgastar su tiempo en deshilar lo que él mismo está viendo. Ver es ver porque acaba con todas esas idioteces.
Un guerrero hace una pregunta, y a través de su ver obtiene una respuesta, pero la respuesta es sencilla, nunca es adornada hasta el punto de que hay perros de agua voladores.
Una regla básica para el guerrero, es hacer sus decisiones con tanto cuidado que nada de lo que pueda ocurrir como resultado de ellas sea capaz de sorprenderlo, mucho menos de menguar su poder. Ser un guerrero significa ser humilde y estar alerta. Un guerrero jamás deja la isla del tonal. La utiliza.
Este es tu mundo. No puedes renunciar a él. Es inútil enojarse y desilusionarse con uno mismo. Eso simple y llanamente prueba que el tonal de uno esta envuelto en una batalla interna; una batalla dentro del propio tonal es una de las luchas más imbéciles que pueda ocurrir. La vida ajustada de un guerrero esta diseñada para acabar con esa lucha. Desde el principio te he enseñado a evitar la fatiga y el desgaste. Ahora ya no hay la guerra esa que había dentro de ti, porque el camino del guerrero es armonía, armonía entre las acciones y las decisiones, al principio, y luego la armonía entre el tonal y el nagual.
Al comienzo uno tiene que hablarle al tonal. El tonal es el que debe ceder el control. Pero hay que hacer que lo ceda con alegría. Se hace que el tonal abandone cosas innecesarias como el sentirse importante y el entregarse al vicio, las cuales solo lo hunden en el aburrimiento. La tarea entonces es convencer al tonal que se haga libre y fluido. Eso es lo que un brujo necesita antes que cualquier otra cosa: un tonal fuerte, y libre. Mientras más se fortalece, menos se aferra a sus hechos y más fácil resulta escogerlo.
El tonal se encoge en determinados momentos, sobre todo cuando se apena. De hecho, una característica del tonal es su timidez. Hay ciertas ocasiones en que el tonal es tomado por sorpresa, y su timidez, inevitablemente lo encoge.
Un empujón es entonces la técnica para encoger el tonal. Uno tiene que empujar en el instante preciso; para ello, por supuesto, uno debe saber como ver. Una vez que el hombre ha sido empujado y su tonal se encoge, su nagual, si es que ya está en movimiento, toma las riendas y realiza hazañas extraordinarias.
Todo lo que tienes que hacer es instalar tu intención como aduana. Cuando estés en el mundo del tonal, deberías ser un tonal impecable; ahí no hay tiempo para porquerías irracionales. Pero cuando estés en el mundo del nagual también deberías ser impecable; ahí no hay tiempo para porquerías racionales. Para el guerrero, la intención es la puerta de en medio. Se cierra por completo detrás de él cuando va o cuando viene.
Al guerrero se le debe de enseñar a ser impecable y a estar totalmente vacío antes de que pueda aún siquiera concebir ser testigo del nagual.
Un susto repentino siempre encoge el tonal. El problema es aquí no dejar que el tonal se encoja más de la cuenta. Un grave asunto para un guerrero es el saber precisamente cuando dejar que su tonal se encoja y cuando detenerlo. Eso si que es un arte. El guerrero debe luchar como demonio para encoger su tonal; pero en el mismo momento en que el tonal se encoge, el guerrero debe voltear al revés la lucha inmediatamente para no dejarlo encogerse más.
El nagual puede ejecutar cosas extraordinarias. Cosas que no parecen posibles, cosas impensables para el tonal. Pero lo extraordinario es que el que actúa no tiene manera de saber como ocurren esas cosas. En otras palabras. Genaro no sabe como hace esas cosas; él solo sabe que las hace.
La expresión del nagual es asunto de su temperamento personal. Si el guerrero es chistoso, el nagual es chistoso. Si el guerrero es espantoso, el nagual es espantoso. Si el guerrero es perverso, el nagual es perverso.
Cuando uno se encuentra cara a cara con el nagual, uno siempre tiene que estar solo.
El poder personal decide quien puede y quien no puede sacar provecho de una revelación; la experiencia que tengo con mis semejantes me ha mostrado que pocos, poquísimos de ellos estarían dispuestos a escuchar; y de los pocos que escuchan, menos aún estarían dispuestos a actuar de acuerdo a lo que han escuchado; y de aquellos que están dispuestos a actuar, menos aún tienen suficiente poder personal para sacar provecho de sus actos.
Un maestro nunca busca aprendices y nadie puede solicitar las enseñanzas. Lo que señala a un aprendiz es siempre un augurio.
Una vez que el aprendiz ha sido enganchado empieza la instrucción. El primer acto del maestro es introducir la idea de que el mundo que creemos ver es solo una visión, una descripción del mundo. Cada esfuerzo del maestro se dirige a demostrar este punto al aprendiz.
Pero aceptarlo parece ser una de las cosas más difíciles de hacer; estamos complacientemente atrapados en nuestra particular visión del mundo, que nos compele a sentirnos y a actuar como si supiéramos todo lo que hay que saber acerca del mundo. Un maestro, desde el primer acto que efectúa, se propone para esa visión. Los brujos lo llaman parar el dialogo interno, y están convencidos de que esa técnica es la más importante que el aprendiz pueda aprender.
Para detener esa visión del mundo que uno ha tenido desde la cuna, no es suficiente el que uno simplemente tenga el deseo, o se haga la resolución. Uno necesita una tarea práctica; esa tarea se llama la forma correcta de andar. Parece una cosa inocente y sin sentido. Como todo lo que tiene poder en sí o de por sí, la forma correcta de andar no llama la atención.
El andar de esa manera específica satura el tonal. Lo inunda. Verás: la atención del tonal tiene que colocarse en sus creaciones. De hecho, esa atención es la que por principio de cuentas crea el orden del mundo; el tonal debe prestar atención a los elementos de su mundo con el fin de mantenerlo, y debe, sobre todo, sostener la visión del mundo como diálogo interno.
Dijo que la forma correcta de andar era un subterfugio. El guerrero, al curvar los dedos, llama la atención hacia sus brazos; luego, mirando sin enfocar cualquier punto directamente frente a él en el arco que empieza en la punta de sus pies y termina sobre el horizonte, inunda literalmente su tonal con información.
El tonal sin su relación de “uno a uno” con los elementos de su descripción, no podía hablar consigo mismo, y así uno llegaba al silencio. Don Juan explicó que la posición de los dedos no importaba en absoluto, que la única consideración era llamar la atención hacia los brazos poniendo los dedos en diversas posiciones desacostumbradas, y que lo importante era la forma en que los ojos, mantenidos fuera de foco, detectaban un enorme número de detalles del mundo sin tener claridad con respecto a ellos. Añadió que en tal estado los ojos podían captar detalles demasiado fugaces para la visión normal.
Junto con la forma correcta de andar, el maestro debe enseñar al aprendiz otra posibilidad, todavía más sutil: la posibilidad de actuar sin creer, sin esperar recompensas; de actuar solo por actuar. No exagero al decirte que el éxito de la empresa del maestro depende de lo bien y armoniosamente que guíe a su aprendiz en este aspecto específico.
Conforme el recapitulaba las tareas que me había dado, me di cuenta de que, al hacerme realizar rutinas sin sentido, había implantado en mi la idea de actuar sin esperar nada a cambio.
Parar el dialogo interno es, sin embargo, la llave del mundo de los brujos. El resto de las actividades son solo apoyos; lo único que hacen es acelerar el efecto de parar el dialogo interno.
Dijo que había dos actividades o técnicas principales usadas para acelerar el cese del dialogo interno: borrar la historia personal y “soñar”.
El secreto de todo esto está en la atención de uno. Todo esto existe gracias a nuestra atención.
Este mismo peñasco donde estamos sentados es un peñasco porque hemos sido forzados a ponerle nuestra atención como peñasco.
Borrar la historia personal y soñar deberían ser solo una ayuda. Lo que un aprendiz necesita para apuntalarse es la sobriedad y la fuerza. Por eso el maestro habla del camino del guerrero, o vivir como un guerrero. Esa es la goma que se pega a todas partes en el mundo de un brujo. El maestro debe forjarla y desarrolllarla poco a poco. Sin la solidez y serenidad del camino del guerrero no hay posibilidad de resistir la senda del conocimiento. Al finalizar su recuento, añadió que el maestro debía tomar en cuenta la personalidad del aprendiz.
Explicó que, para ayudar a borrar la historia personal, se enseñaban otras tres técnicas: perder la importancia personal, asumir la responsabilidad y usar a la muerte como consejera. La idea era que, sin el efecto benéfico de esas técnicas, el borrar la historia personal haría del aprendiz un individuo tornadizo, evasivo e innecesariamente dudoso de sí y de sus acciones.
Don Juan señaló entonces que había una aparente contradicción en la idea del cambio; por una parte, el mudo de los brujos pedía una transformación drástica, y por otra, la explicación de los brujos decía que la isla del tonal estaba completa y que ni un solo elemento podía quitarse de ella. El cambio, pues, no significaba eliminar nada, sino mas bien alterar el uso asignado de dichos elementos.
Me aseguró que los detalles del procedimiento eran decididos por el poder mismo. Dijo que, si bien se suponía que las enseñanzas cubrieran los mismos asuntos en el caso de todo aprendiz, el orden era diferente para cada uno.
Yo te di lo suficiente de la visión de los brujos sin permitir que te enganchara. Te dije que si uno hace encarar a dos visiones, la una contra la otra, puede escurrirse entre ambas para llegar al mundo real. Me refería a que solo puede llegarse a la totalidad de uno mismo cuando uno tiene bien entendido que el mundo es simplemente una visión, sin importar que esa visión pertenezca a un hombre común o a un brujo.
Lo importante no es aprender una nueva descripción sino llegar a la totalidad de uno mismo.
Hay que llegar al nagual sin maltratar al tonal y sobre todo, sin dañar el cuerpo.
No querer nada era el mejor logro de un guerrero. Sin embargo en mi estupidez, yo había ampliado la sensación de no querer nada, haciéndola caer en la de no disfrutar nada. Así, mi vida era tediosa y vacía.
El tonal no sabe que las decisiones están en el terreno del nagual. Cuando creemos decir, no hacemos mas que reconocer que algo mas allá de nuestra comprensión ha puesto el marco de nuestra dizque decisión, y todo lo que nosotros hacemos es consentir.
Explicó que romper las rutinas, el paso de poder y no-hacer eran avenidas para aprender nuevas maneras de percibir el mundo; maneras que daban al guerrero un anticipo de posibilidades increíbles de acción.
Los brujos dicen que estamos dentro de una burbuja. En una burbuja en la que somos colocados en el instante de nuestro nacimiento. Al principio está abierta, pero luego empieza a cerrarse hasta que nos ha sellado en su interior. Esa burbuja es nuestra percepción. Vivimos dentro de esa burbuja toda la vida. Y lo que presenciamos en sus paredes redondas es nuestro propio reflejo. La cosa reflejada es nuestra visión del mundo. Esa visión es primero una descripción que se nos da desde el instante en que nacemos hasta que toda nuestra atención queda atrapada en ella y la descripción se convierte en visión.
El maestro reorganiza la visión del mundo, yo le he llamado a esa visión la isla del tonal. He dicho que todo lo que somos se encuentra en esa isla. El trabajo del maestro, en lo referente a la percepción del aprendiz, consiste en reordenar todos los elementos de la isla en una mitad de la burbuja para ahora ya te habrás dado cuenta que limpiar y reordenar la isla del tonal significa reagrupar todos sus elementos en el lado de la razón.
El maestro siempre se dirige a ese lado, y al presentar a su aprendiz, por una parte, el camino del guerrero, lo obliga al raciocinio, o a la sobriedad, a la fuerza de carácter y de cuerpo; y al presentarle, por otra parte, situaciones inimaginables pero reales, que el aprendiz no puede abarcar, lo obliga a reconocer que su razón, por más maravillosa que sea, solo puede cubrir una zona pequeña. Una vez enfrentado con su incapacidad de razonarlo todo, el guerrero hará hasta lo imposible por reforzar y defender su razón derrotada, y para lograr tal efecto reunirá en torno a ella todo cuanto tiene.
La tarea del maestro es limpiar una mitad de la burbuja y reordenar todo lo que hay en la otra mitad.
El tonal de cada uno de nosotros es solo un reflejo de ese indescriptible desconocido lleno de orden: el gran tonal; el nagual de cada uno de nosotros es solo el reflejo de ese indescriptible vacío que lo contiene todo: el gran nagual.
La vida de un guerrero no puede en modo alguno ser fría y solitaria y sin sentimientos.
El crepúsculo es la raja entre los mundos. Es la puerta a lo desconocido.

Carlos Castaneda del Libro Relatos de poder (1975)


7 de abril de 2017

Una realidad aparte, Carlos Castaneda

UNA REALIDAD APARTE

Piensas demasiado en ti mismo. Y eso te da una fatiga extraña que te hace cerrarte al mundo
que te rodea y agarrarte de tus razones. Por eso tienes solamente problemas.
Sentirse importante le hace a uno pesado, rudo y vanidoso. Para ser hombre de conocimiento se necesita ser liviano y fluido.
La oscuridad del día es la mejor hora para “ver”.
Tus acciones así como las acciones de tus semejantes en general, te parecen importantes solo por qué has aprendido a pensar que son importantes.
Todo es igual y por lo tanto sin importancia. Por ejemplo, no hay manera de decir que mis actos son más importantes que los tuyos, o que una cosa es más esencial que otra; por lo tanto, todas las cosas son iguales, y al ser iguales carecen de importancia.
Un hombre de conocimiento elige un camino de corazón y lo sigue: y luego mira, se regocija y ríe; y luego ve y sabe. Sabe que su vida se acabará en un abrir y cerrar de ojos; sabe que él, como todos los demás, no va a ninguna parte; sabe porque ve, que nada es más importante que lo demás. En otras palabras, un hombre de conocimiento no tiene honor, ni dignidad, ni familia, ni nombre, ni tierra, solo tiene vida que vivir, y en tal condición su única liga con sus semejantes es su “desatino controlado”. Así, un hombre de conocimiento se esfuerza, y suda, y resuella, y si uno lo mira es como cualquier hombre común, excepto que el desatino de su vida está bajo control. Como nada le importa más que nada, un hombre de conocimiento escoge cualquier acto, y lo actúa como si le importara. Su desatino controlado lo lleva a decir que lo que él hace importa y lo lleva a actuar como si importara, y sin embargo él sabe que no importa; de modo que, cuando completa sus actos se retira en paz...
Tú piensas en tus actos. Por eso tienes que creer que tus actos son tan importantes como piensas que son, cuando en realidad nada de lo que uno hace es importante. ¡ Nada!
Al conocimiento o a la guerra se va con miedo, con respeto, sabiendo que se va a la guerra, y con absoluta confianza en sí mismo. Confía en ti. No en mí...
Para convertirse en hombre de conocimiento hay que ser un guerrero, no un niño llorón. Hay que luchar sin entregarse, sin una queja, sin titubear hasta que uno vea, y solo entonces puede uno darse cuenta que nada importa.
Te importa demasiado querer a los otros o que te quieran a ti. Un hombre de conocimiento quiere, eso es todo. Quiere lo que se le antoja o a quien se le antoja, pero usa su desatino controlado para andar sin pena ni cuidado.
Que los otros lo quieran o no lo quieran a uno no es todo lo que se puede hacer como hombre.
Si yo no pensara en mí muerte, mí vida entera no sería sino un caos personal.
Piensas que todo el mundo es sencillo de entender, porque todo cuanto tu haces es una rutina sencilla de entender.
Tener hambre o sentir dolor significa que uno se ha entregado y que ya no se es guerrero; las fuerzas de su hambre y dolor lo destruirán.
La voluntad es algo muy especial. Ocurre misteriosamente. No hay en realidad manera de decir como la usa uno. Excepto que los resultados de usar la voluntad son asombrosos. Acaso lo primero que se debe hacer es saber que uno puede desarrollar la voluntad. Un guerrero lo sabe y se pone a esperar. Tu error es no saber que estas esperando tu voluntad.
La voluntad es algo muy claro y poderoso que dirige nuestros actos. La voluntad es algo que un hombre usa, por ejemplo, para ganar una batalla que, según todos los cálculos, debería perder.
Cuando un hombre se embarca en los caminos de la brujería, poco a poco se va dando cuenta de que la vida ordinaria ha quedado atrás para siempre; de que el conocimiento es en verdad algo que da miedo; de que los medios del mundo ordinario ya no le sirven de sostén; y de que si desea sobrevivir debe adoptar una nueva forma de vida. Lo primero que debe hacer, en ese punto, es querer llegar a ser un guerrero, un paso y una decisión muy importantes.
Un hombre despejado, sabiendo que no tiene posibilidades de poner vallas a su muerte, solo tiene una cosa que le respalde; el poder de sus decisiones. Tiene que ser, por así decirlo, el amo de su elección. Debe comprender por completo que su preferencia es su responsabilidad, y una vez que hace su selección no queda tiempo para lamentos ni recriminaciones. Sus decisiones son definitivas, simplemente porque su muerte no le da tiempo a adherirse a nada.
Cuando un guerrero ha adquirido paciencia, está en camino hacia la voluntad. Sabe como esperar.
Un hombre puede aprender a ver. Al aprender a ver, ya no necesita vivir como un guerrero, ni ser brujo. Al aprender a ver un hombre llega a ser todo llegando a ser nada. Desaparece, por así decirlo, y sin embargo está allí.
Lo que debería darte escalofríos es no tener nada que esperar mas que una vida de hacer lo que siempre has hecho.
 A un guerrero no le importan los significados.
Un guerrero nunca está disponible; nunca está en el camino esperando las pedradas. Así corta el mínimo chance de lo imprevisto. Un guerrero nunca está ocioso ni tiene prisa.
En el camino del conocimiento siempre estamos peleando con algo, evitando algo, preparados para algo; y ese algo es siempre inexplicable, más grande y poderoso que nosotros.
El mundo está en verdad lleno de cosas temibles, y nosotros somos criaturas indefensas rodeadas por fuerzas que son inexplicables e inflexibles. El hombre común en su ignorancia, cree que puede explicar o cambiar esas fuerzas; no sabe realmente como hacerlo, pero espera que las acciones de la humanidad las expliquen o las cambien tarde o temprano. El brujo, en cambio, no piensa en explicarla ni en cambiarlas; en vez de ello, aprende a usar esas fuerzas. El brujo se ajusta los remaches y se adapta a la dirección de tales fuerzas. Ese es su truco. La brujería no es gran cosa cuando le hallas el truco. Un brujo apenas anda mejor que un hombre de la calle. La brujería no le ayuda a vivir una vida mejor; de hecho yo diría que le estorba; le hace la vida incomoda, precaria. Al abrirse al conocimiento, un brujo se hace más vulnerable que el hombre común. Por un lado, sus semejantes le odian y le temen y se esfuerzan por acabarlo; por otro lado, las fuerzas inexplicables e inflexibles que a todos nos rodean, por el
derecho de que estamos vivos, son para el brujo la fuente de un peligro mayor.
Un brujo, al abrirse al conocimiento, pierde sus resguardos y se hace presa de tales fuerzas y solo tiene un medio de equilibrarlo: su voluntad; por eso debe sentir y actuar como un guerrero.
Solo como un guerrero es posible sobrevivir en el camino del conocimiento. Lo que ayuda a un brujo a vivir una vida mejor es la fuerza de ser guerrero.
La gente esta ocupada haciendo lo que la gente hace. Esos son sus resguardos.
Un guerrero se da cuenta de esto y lucha para parar su habladuría. Debes usar tus oídos a fin de quitar a tus ojos parte de la carga. Desde que nacimos hemos estado usando los ojos para juzgar al mundo. Hablamos a los demás, y nos hablamos a nosotros mismos, acerca de lo que vemos. Un guerrero se da cuenta de esto y escucha el mundo; escucha los sonidos del mundo.
Un guerrero se da cuenta de que el mundo cambiará tan pronto como deje de hablarse a sí mismo. El mundo es “así y así” o “así y asá” solo porque nos decimos a nosotros mismos que esa es su forma. Si dejamos de decirnos que el mundo es así o asá, el mundo deja de ser así o asá.
Tu problema es que confundes el mundo con lo que la gente hace. Pero tampoco en eso eres el único. Todos lo hacemos. Las cosas que la gente hace son los resguardos contra las fuerzas que nos rodean; lo que hacemos con gente nos da consuelo y nos hace sentirnos seguros; lo que la gente hace es por cierto muy importante, pero solo como resguardo. Nunca aprendemos que las cosas que hacemos con gente son solo resguardos y dejamos que dominen y derriben nuestras vidas. De hecho, podría decir que para la humanidad, lo que la gente hace es más grande y más importante que el mundo mismo.
El mundo es incomprensible. Jamás lo entenderemos; jamás desenredaremos sus secretos. Por eso debemos tratarlo como lo que es: ¡un absoluto misterio! Pero un hombre corriente no hace esto. El mundo nunca es un misterio para él, y cuando llega a viejo está convencido de que no tiene nada más porque vivir. Un viejo no ha agotado el mundo. Solo ha agotado lo que la gente hace. Pero en su estúpida confusión cree que el mundo ya no tiene misterios para él. ¡Que precio tan calamitoso pagamos por nuestros resguardos! Un guerrero se da cuenta de esta confusión y aprende a tratar las cosas debidamente. Las cosas que la gente hace no pueden, bajo ninguna condición, ser más importantes que el mundo. De modo que un guerrero trata el mundo como un interminable misterio, y lo que la gente hace como un desatino sin fin.

Carlos Castaneda del Libro Una realidad aparte (1971)

6 de abril de 2017

El final de una era, Las profundas preocupaciones de la vida cotidiana, Carlos Castaneda

EL FINAL DE UNA ERA

LAS PROFUNDAS PREOCUPACIONES DE LA VIDA COTIDIANA

Fui a Sonora a ver a don Juan. Tenía que hablar con él acerca de un acontecimiento de enorme gravedad que me acosaba en aquel momento. Necesitaba su consejo. Cuando llegué a su casa, apenas lo saludé. Me senté y comencé a decirle de buenas a primeras lo que me pasaba.
 Cálmate, cálmate  dijo don Juan . Nada puede ser tan grave.
 ¿Qué es lo que me está pasando, don Juan?  le pregunté. Era una pregunta retórica de mi parte.
 Son los efectos del infinito  contestó . Algo le pasó a la forma en que percibes, el día que me conociste. Tu sensación de nerviosismo se debe a la realización subliminal de que se te ha acabado el tiempo. Tienes conciencia de ello, pero no estás deliberadamente consciente. Sientes la ausencia de tiempo y es lo que te hace impaciente. Lo sé porque me pasó a mí y a todos los chamanes de mi linaje. En un momento dado, una era entera de mi vida, o de sus vidas, terminó. Ahora te toca a ti. Simplemente se te ha acabado el tiempo.
Exigió entonces un recuento total de todo lo que me había pasado. Me dijo que tenía que ser completo, sin omisión de ningún detalle. No buscaba bosquejos. Quería que le presentara el impacto total de lo que me estaba molestando.
 Vamos a hacer esta conversación, como dicen en tu mundo, al pie de la letra  me dijo . Vamos a entrar en el reino de las conversaciones formales.
Don Juan explicó que los chamanes del México antiguo habían concebido la idea de conversaciones formales versus conversaciones informales, y utilizaban ambas como medios para enseñar y guiar a sus discípulos. Las conversaciones formales consistían para ellos, en resúmenes que hacían de vez en cuando de todo lo que les habían enseñado o dicho a sus discípulos. Las conversaciones informales eran elucidaciones diarias en las cuales las cosas se explicaban con referencia sólo al fenómeno que se examinaba en ese momento.
 Los chamanes no se guardan nada para sí  continuó . El vaciarse de esta manera es una maniobra chamanística. Los conduce a abandonar la fortaleza del yo.
Empecé mi recuento, diciéndole a don Juan que las circunstancias de mi vida jamás me habían permitido ser introspectivo. Cuanto más me remontaba en mi pasado, más recordaba que mi vida cotidiana había estado llena de problemas pragmáticos que exigían una resolución inmediata. Recuerdo que mi tío predilecto me dijo que estaba horrorizado de darse cuenta de que nunca había yo recibido un regalo de Navidad o de cumpleaños. Yo había ido a vivir a casa de la familia de mi padre poco antes de que mi tío me dijera eso. Me habló en tono compasivo de lo injusto de mi situación. Hasta se disculpó, aunque él no tenía nada que ver con el asunto.
 Es horripilante, chico  dijo moviendo la cabeza . Quiero que sepas que te apoyo cien por ciento cuando llegue el momento de las reparaciones.
Insistió una y otra vez que tenía que perdonar a los que me habían hecho esos desagravios. Por lo que él me decía, supuse que quería que me enfrentara a mi padre con el hallazgo, y que lo acusara de indolencia y descuido, y luego, claro, que lo perdonara. Lo que él no había notado era que yo no me sentía para nada agraviado. Lo que él me pedía exigía una naturaleza introspectiva que me hiciera responder a los malestares provenientes del abuso psicológico, una vez que me los hubieran señalado. Le aseguré a mi tío que iba a pensarlo, pero no en ese momento, porque en ese instante mi novia estaba en la sala esperándome y haciéndome señas desesperadas de que me apresurara.
Nunca tuve oportunidad de pensarlo, pero mi tío debe de haber hablado con mi padre, porque recibí un regalo de él, un paquete bien envuelto, con listón y todo, y una tarjetita que decía: «Lo siento”. Con gran curiosidad, rompí ávidamente la envoltura. Había una caja de cartón, y adentro un juguete precioso, un barquecito con una llave de cuerda atada al tubo de vapor. Era un juguete para jugar en la tina a la hora del baño. Mi padre había olvidado por completo que yo ya tenía quince años y que era un hombre hecho y derecho.
Como había llegado a la edad de la madurez todavía incapaz de verdadera introspección, me era novedoso, años después, encontrarme en medio de una agitación emotiva muy extraña que parecía incrementar con el paso del tiempo. Lo dejé a un lado, atribuyéndolo a los procesos naturales de la mente o del cuerpo, que entran en acción de vez en cuando sin ninguna razón aparente, o quizá como resultado de los procesos bioquímicos del cuerpo mismo. No le di importancia. Sin embargo, la agitación seguía creciendo y la presión fue tal que me forzó a creer que había llegado a un momento de mi vida en la que necesitaba un cambio drástico. Había algo en mí que exigía un nuevo arreglo. Esta urgencia de hacer cambios era conocida. La había experimentado antes, pero había estado pasiva durante mucho tiempo.
Estaba comprometido con el estudio de la antropología, y este compromiso era tan fuerte que la idea de no estudiar antropología nunca formó parte de los cambios drásticos que me proponía. Lo primero que me vino a la cabeza era que necesitaba cambiar de universidades, irme lejos de Los Ángeles.
Antes de hacer un cambio de esa magnitud, quería ponerlo a prueba. Me inscribí en un programa de verano de una universidad en otra ciudad. El curso de mayor importancia para mí, era uno de antropología dictado por la máxima autoridad sobre los indios de la región andina. Estaba yo con la idea de que si enfocaba mis estudios sobre un área que me fuera accesible emocionalmente, tendría mejor oportunidad de hacer mi trabajo de campo antropológico al momento debido. Concebí que mi conocimiento de la América del Sur iba a otorgarme mayor acceso a cualquier sociedad indígena de esas regiones.
Al inscribirme, conseguí simultáneamente un trabajo como asistente de investigación con un psiquiatra, el hermano mayor de uno de mis amigos. Él quería hacer un análisis de contenido basado en extractos de algunas grabaciones inocuas con jóvenes, preguntas y respuestas sobre problemas de exceso de estudio, expectativas no logradas, falta de comprensión en el ambiente del hogar, amores frustrados, etc. Las grabaciones tenían más de cinco años y se iban a destruir, pero antes, se les asignaron a cada carrete de cintas cifras al azar, y siguiendo una tabla, el psiquiatra y sus asistentes recogían carretes y examinaban los extractos que podían ser analizados.
Durante el primer día de clase en la nueva universidad, el profesor de antropología habló sobre sus credenciales y preparación académica, y deslumbró a los estudiantes con el ámbito de su conocimiento y sus publicaciones. Era un hombre alto, delgado, de unos cuarenta años de edad, de furtivos ojos azules. Lo que más me llamó la atención de su apariencia era que sus ojos se veían enormes detrás de los lentes de aumento para el astigmatismo, y que cada uno de sus ojos daba la impresión de ir en dirección opuesta del otro al mover la cabeza y al hablar. Sabía que no podía ser verdad; sin embargo, era una visión bastante desconcertante. Iba muy bien vestido, sobre todo para un antropólogo, que en aquel tiempo eran conocidos por su forma de vestir informal. Los estudiantes describían a los arqueólogos, por ejemplo, como criaturas perdidas en fechado de carbono 14 que nunca se bañaban.
Sin embargo, por razones que ignoraba, lo que en verdad lo hacía diferente no era su apariencia física ni su erudición, sino su modo de hablar. Pronunciaba cada palabra con una claridad sin par, haciendo énfasis en ciertas palabras al alargarlas. Tenía una entonación marcadamente extranjera, pero sabía yo que era una afectación. Pronunciaba ciertas frases como un inglés, y otras como un predicador fundamentalista.
A pesar de su tremenda pomposidad, me fascinó desde un principio. Su importancia personal era tan obvia, que dejaba de ser problema pasados los primeros cinco minutos de clase, las cuales siempre eran muestras rimbombantes de conocimiento, basadas en las aserciones más descaradas de sí mismo. Su dominio sobre el foro era estupendo. Todos los estudiantes con los que hablé le tenían la más grande admiración a este extraordinario hombre. Sinceramente, pensé que todo iba muy bien y que el cambio a otra universidad y a otra ciudad iba ser fácil e inocuo, pero totalmente positivo. Me gustó mi nuevo ambiente.
En el trabajo, me entregué totalmente a escuchar las grabaciones; a tal extremo, que me metía a escondidas en la oficina para escuchar, no los extractos, sino las grabaciones enteras. Lo que al principio me fascinó sin medida, era el hecho de que me oía a mí mismo en cada grabación. Al correr de las semanas y al haber escuchado más grabaciones, mi fascinación se convirtió en horror. Cada oración que se decía, incluso las preguntas del psiquiatra, era mía. Esas personas hablaban desde mis entrañas. La repugnancia que experimentaba era algo nuevo para mí. Nunca había imaginado que yo podía ser repetido interminablemente en cada hombre o mujer que oía hablar en esas grabaciones. El sentido de individualidad que se me había inculcado desde el momento de nacer, se desmoronó sin esperanza alguna bajo el impacto de este descubrimiento colosal.
Empecé entonces el proceso odioso de tratar de restaurarme a mí mismo. Inconscientemente, hice un torpe intento de introspección; traté de salir de mi estado hablando a solas interminablemente. Repasé mentalmente todas las racionalizaciones posibles que apoyaran mi sentimiento de unicidad, y luego me hablé en voz alta acerca de ellas. Hasta experimenté algo bastante revolucionario; me despertaba a mí mismo hablando en voz alta en mis sueños, discutiendo mi valor y mi unicidad. Luego, un día horripilante, sufrí otro golpe mortal. Durante la madrugada, me despertó un insistente golpe en la puerta. No era un toque tímido, gentil, sino lo que mis amigos llamaban un «golpe Gestapo». La puerta estaba por caerse. Salté de la cama y espié por la ranura. La persona que tocaba era mi jefe, el psiquiatra. Como yo era amigo de su hermano menor, se había creado una vía de comunicación con él. Se había vuelto mi amigo sin más ni más, y allí estaba, en mi umbral. Encendí las luces y abrí la puerta.
 Por favor, pase  dije . ¿Qué pasó?
Eran las tres de la mañana y, por su aspecto lívido y sus ojos hundidos, sabía que algo andaba mal. Entró y se sentó. Su orgullo y deleite, la cabellera de largo pelo negro, le caía sobre la cara. No hizo ningún esfuerzo por peinarse, como siempre lo hacía. Me gustaba mucho porque era la versión mayor de mi amigo en Los Ángeles, con sus cejas negras y gruesas, sus ojos penetrantes color castaño, su mandíbula cuadrada y sus labios gruesos. Su labio superior parecía tener un pliegue doble por dentro y a veces, cuando sonreía, parecía tener un doble labio superior. Siempre hablaba de la forma de su nariz, que describía como nariz impertinente y agresiva. Yo lo veía como alguien que tenía muchísima confianza en sí mismo. Según él, esas cualidades eran lo importante en su profesión.
 ¡Qué pasó!  repitió en tono de burla, el doble labio superior temblándole incontrolablemente . Cualquiera puede ver que esta noche me pasó todo.
Se sentó en una silla. Parecía estar mareado, desorientado, buscando palabras. Se levantó y se fue al sofá, casi cayendo sobre él.
 No sólo me cargo la responsabilidad de mis pacientes  siguió , la de mi beca de investigación, la de mi mujer y mis hijos, sino que ahora se me viene encima otro maldito problema, y lo que me jode es que es por mi propia culpa, por mi estupidez en poner mi confianza en una puta de mierda.
»Escúchame bien, Carlos  continuó , no hay nada más horrendo, repugnante, asqueroso, carajo, que la insensibilidad de las mujeres. ¡Yo no odio a las mujeres, tú bien lo sabes! Pero en este momento, me parece que todos los coños son eso, simplemente coños. Hipócritas y viles.
No sabía qué decir. Lo que me estaba diciendo no se podía ni afirmar ni contradecir. De cualquier manera, no me hubiera atrevido a contradecirlo. No tenía las armas. Estaba muy cansado. Quería volverme a dormir, pero él seguía hablando como si de ello le dependiera la vida.
 Conoces a Teresa Manning, ¿no?  me preguntó de una manera agresiva y acusatoria.
Por un instante, creí que me acusaba de andar en líos con su hermosa y joven estudiante secretaria. Sin darme tiempo para responder, siguió hablando.
 Teresa Manning es un culo. ¡Es una babosa! Una idiota desconsiderada que no tiene otra meta en la vida que cogerse a alguien que tenga un poco de fama o notoriedad. Yo la creía inteligente y sensible. Yo creía que tenía algo, alguna comprensión, alguna empatía, algo que uno quisiera compartir o mantener como algo precioso sólo para sí. No sé, pero ésa es la imagen que ella creó para mí, cuando en realidad es obscena y degenerada, y hasta pudiera añadir, irremediablemente grosera.
Mientras continuaba hablando, una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de sufrir una mala experiencia con su secretaria.
 Desde el día que vino a trabajar conmigo  siguió , sabía que tenía una fuerte atracción sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.
Se enredó en un recuento elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.
 Tenía yo tal confianza en que este asunto iba a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable  dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el tono de alguien que está relatando algo íntimo . Hasta le di la llave del apartamento  siguió y se le quebró la voz.
»Muy sumisamente, llegó a las once y media  continuó . Entró sola, con su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que la tenía presa.
»Pero al momento que entré en la alcoba  continuó, la voz tensa y contraída como si estuviera mortalmente ofendido , Teresa saltó sobre mí como un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado la botella y las dos copas que llevaba.
Tuve suficiente cordura de dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras. Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo dijo como para calmarme.
Moviendo la cabeza con rabia contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha hecho cientos de veces.
 El resultado de toda esta mierda  dijo  fue que mi sensualidad huyó horrorizada. Me castró emotivamente. Mi cuerpo aborreció a esa puta mujer instantáneamente. Sin embargo, mi lujuria impidió que la echara a la calle.
Dijo que entonces decidió que en vez de perder la partida a causa de su impotencia miserablemente, como sabía que le iba a pasar, tendría sexo oral con ella y la haría tener un orgasmo, estaría a su merced; pero su cuerpo había rechazado a esa vieja tan completamente que no pudo hacerlo.
 Esa mujer para mí ya no tiene nada de hermosa  dijo , es más bien fea. Cuando está vestida, la ropa le esconde la gordura de las caderas. Hasta se ve bien. Pero cuando está desnuda es un costal de carne fláccida blanca. Lo esbelto que presenta cuando está vestida es una mentira. No existe.
El veneno le salía al psiquiatra de formas que nunca me hubiera imaginado. Temblaba de rabia. Quería desesperadamente aparentar que tenía dominio sobre sí, pero fumaba un cigarrillo tras otro.
Dijo que el sexo oral fue aún más horrendo y repugnante, y que estaba a punto de vomitar, cuando la puta mujer le dio una patada en la panza, lo echó de su propia cama, y luego lo llamó puto impotente.
A estas alturas de la narración, los ojos del psiquiatra ardían de odio. Le temblaba la boca. Estaba pálido.
 Tengo que usar tu baño  dijo . Quiero bañarme. Estoy pestífero. Créeme, traigo sabor a puta.
Estaba hecho un mar de llanto y yo hubiera dado todo por no estar allí. Quizás por mi fatiga, o por el tono mesmérico de su voz, o por la insensatez de la situación, pero todo creaba la ilusión de que lo que escuchaba no era la voz del psiquiatra, sino la de uno de los machos suplicantes de sus grabaciones, quejándose de problemas menores que se vuelven asuntos gigantescos al hablar obsesivamente de ellos. Mi martirio terminó como a las nueve de la mañana. Era hora de que me fuera a mi clase y hora para que él se fuera a ver a su propio psiquiatra.
Me fui a clase lleno de una ardiente ansiedad y una enorme sensación de inutilidad e incomodidad. Allí, me dieron el golpe final, el golpe que causó el desmoronamiento de mi intento de llevar a cabo un cambio drástico. Ninguna parte de mi volición tuvo que ver con el desmoronamiento, que ocurrió no sólo como si hubiera sido proyectado, sino como si su progresión hubiera sido acelerada por una mano desconocida.
El profesor de antropología empezó su discurso sobre un grupo de indios de la altiplanicie del Perú y de Bolivia, los aymará. Los llamaba los «ey MEH ra», alargando el nombre como si su pronunciación fuera la única acertada que existiera. Dijo que la elaboración de la chicha, que él pronunciaba «CHAI cha», una bebida alcohólica elaborada de maíz fermentado, ocurría en el reino de una secta de sacerdotisas que eran consideradas semidiosas por los aymará. Dijo en tono de revelación, que aquellas mujeres tenían a su cargo el transformar el maíz cocinado en una pasta lista para la fermentación masticando y escupiéndolo, añadiendo de esta manera una enzima que se encuentra en la saliva humana. La clase entera gritó de horror contenido al oír la referencia a la saliva humana.
El profesor parecía estar encantado. Daba risitas de alegría. Era la risa de un niño malicioso. Continuó di-siendo que las mujeres eran masticadoras expertas y se refirió a ellas como las «masticadoras de chai cha». Miró a la primera fila del aula donde se encontraba la mayoría de las jóvenes, y dio su golpe de gracia.
 Tuve el pr r r r privilegio  dijo con esa entonación extraña, casi extranjera  de que me invitaran a dormir con una de las masticadoras de chai cha. El arte de masticar la pasta de chai cha les desarrolla los músculos de la garganta y de las mejillas a tal extremo que pueden hacer maravillas.
Miró al asombrado foro, haciendo una larga pausa, con interjecciones de risitas.
 Estoy seguro de que comprenden a lo que me refiero  dijo , y se puso histérico de risa.
La clase se enloqueció con las insinuaciones del profesor. La charla fue interrumpida por no menos de cinco minutos de risa y un bombardeo de preguntas que el profesor se negó a contestar, causando más risas.
Me sentí tan comprimido por la presión de las grabaciones, el relato del psiquiatra y las masticadoras de chai cha del profesor, que de un solo arrebato dejé mi trabajo, dejé la universidad y me regresé a Los Ángeles.
 Lo que me pasó con el psiquiatra y con el profesor de antropología  le dije a don Juan , me ha hundido en un estado emotivo desconocido. Lo único que se me ocurre es llamarlo introspección. Me he estado hablando a mí mismo sin parar.
 Tu enfermedad es de algo muy sencillo  dijo don Juan sacudiéndose de risa.
Aparentemente, mi situación le encantaba. Era un gusto que yo no compartía, porque no le veía la gracia.
 Tu mundo se termina  dijo . Es el final de una era para ti. ¿Crees que el mundo que has conocido toda tu vida te va a dejar, pacíficamente, sin más? ¡No! Va a estar revolcándose debajo de ti y dándote de golpazos con la cola.


Carlos Castaneda del Libro El Lado activo del infinito (1998)

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