EL FINAL DE UNA ERA
LAS PROFUNDAS PREOCUPACIONES
DE LA VIDA COTIDIANA
Fui a Sonora a ver a don Juan.
Tenía que hablar con él acerca de un acontecimiento de enorme gravedad que me
acosaba en aquel momento. Necesitaba su consejo. Cuando llegué a su casa,
apenas lo saludé. Me senté y comencé a decirle de buenas a primeras lo que me
pasaba.
Cálmate, cálmate dijo don Juan . Nada puede ser tan grave.
¿Qué es lo que me está pasando, don Juan? le pregunté. Era una pregunta retórica de mi
parte.
Son los efectos del infinito contestó . Algo le pasó a la forma en que
percibes, el día que me conociste. Tu sensación de nerviosismo se debe a la
realización subliminal de que se te ha acabado el tiempo. Tienes conciencia de
ello, pero no estás deliberadamente consciente. Sientes la ausencia de tiempo y
es lo que te hace impaciente. Lo sé porque me pasó a mí y a todos los chamanes
de mi linaje. En un momento dado, una era entera de mi vida, o de sus vidas,
terminó. Ahora te toca a ti. Simplemente se te ha acabado el tiempo.
Exigió entonces un recuento
total de todo lo que me había pasado. Me dijo que tenía que ser completo, sin
omisión de ningún detalle. No buscaba bosquejos. Quería que le presentara el impacto
total de lo que me estaba molestando.
Vamos a hacer esta conversación, como dicen en
tu mundo, al pie de la letra me dijo .
Vamos a entrar en el reino de las conversaciones formales.
Don Juan explicó que los
chamanes del México antiguo habían concebido la idea de conversaciones formales
versus conversaciones informales, y utilizaban ambas como medios para enseñar y
guiar a sus discípulos. Las conversaciones formales consistían para ellos, en
resúmenes que hacían de vez en cuando de todo lo que les habían enseñado o
dicho a sus discípulos. Las conversaciones informales eran elucidaciones
diarias en las cuales las cosas se explicaban con referencia sólo al fenómeno
que se examinaba en ese momento.
Los chamanes no se guardan nada para sí continuó . El vaciarse de esta manera es una
maniobra chamanística. Los conduce a abandonar la fortaleza del yo.
Empecé mi recuento, diciéndole
a don Juan que las circunstancias de mi vida jamás me habían permitido ser
introspectivo. Cuanto más me remontaba en mi pasado, más recordaba que mi vida
cotidiana había estado llena de problemas pragmáticos que exigían una
resolución inmediata. Recuerdo que mi tío predilecto me dijo que estaba
horrorizado de darse cuenta de que nunca había yo recibido un regalo de Navidad
o de cumpleaños. Yo había ido a vivir a casa de la familia de mi padre poco
antes de que mi tío me dijera eso. Me habló en tono compasivo de lo injusto de
mi situación. Hasta se disculpó, aunque él no tenía nada que ver con el asunto.
Es horripilante, chico dijo moviendo la cabeza . Quiero que sepas que
te apoyo cien por ciento cuando llegue el momento de las reparaciones.
Insistió una y otra vez que
tenía que perdonar a los que me habían hecho esos desagravios. Por lo que él me
decía, supuse que quería que me enfrentara a mi padre con el hallazgo, y que lo
acusara de indolencia y descuido, y luego, claro, que lo perdonara. Lo que él
no había notado era que yo no me sentía para nada agraviado. Lo que él me pedía
exigía una naturaleza introspectiva que me hiciera responder a los malestares
provenientes del abuso psicológico, una vez que me los hubieran señalado. Le
aseguré a mi tío que iba a pensarlo, pero no en ese momento, porque en ese
instante mi novia estaba en la sala esperándome y haciéndome señas desesperadas
de que me apresurara.
Nunca tuve oportunidad de
pensarlo, pero mi tío debe de haber hablado con mi padre, porque recibí un
regalo de él, un paquete bien envuelto, con listón y todo, y una tarjetita que
decía: «Lo siento”. Con gran curiosidad, rompí ávidamente la envoltura. Había
una caja de cartón, y adentro un juguete precioso, un barquecito con una llave
de cuerda atada al tubo de vapor. Era un juguete para jugar en la tina a la
hora del baño. Mi padre había olvidado por completo que yo ya tenía quince años
y que era un hombre hecho y derecho.
Como había llegado a la edad
de la madurez todavía incapaz de verdadera introspección, me era novedoso, años
después, encontrarme en medio de una agitación emotiva muy extraña que parecía
incrementar con el paso del tiempo. Lo dejé a un lado, atribuyéndolo a los
procesos naturales de la mente o del cuerpo, que entran en acción de vez en
cuando sin ninguna razón aparente, o quizá como resultado de los procesos
bioquímicos del cuerpo mismo. No le di importancia. Sin embargo, la agitación
seguía creciendo y la presión fue tal que me forzó a creer que había llegado a
un momento de mi vida en la que necesitaba un cambio drástico. Había algo en mí
que exigía un nuevo arreglo. Esta urgencia de hacer cambios era conocida. La
había experimentado antes, pero había estado pasiva durante mucho tiempo.
Estaba comprometido con el
estudio de la antropología, y este compromiso era tan fuerte que la idea de no
estudiar antropología nunca formó parte de los cambios drásticos que me
proponía. Lo primero que me vino a la cabeza era que necesitaba cambiar de
universidades, irme lejos de Los Ángeles.
Antes de hacer un cambio de
esa magnitud, quería ponerlo a prueba. Me inscribí en un programa de verano de
una universidad en otra ciudad. El curso de mayor importancia para mí, era uno
de antropología dictado por la máxima autoridad sobre los indios de la región
andina. Estaba yo con la idea de que si enfocaba mis estudios sobre un área que
me fuera accesible emocionalmente, tendría mejor oportunidad de hacer mi
trabajo de campo antropológico al momento debido. Concebí que mi conocimiento
de la América del Sur iba a otorgarme mayor acceso a cualquier sociedad
indígena de esas regiones.
Al inscribirme, conseguí
simultáneamente un trabajo como asistente de investigación con un psiquiatra,
el hermano mayor de uno de mis amigos. Él quería hacer un análisis de contenido
basado en extractos de algunas grabaciones inocuas con jóvenes, preguntas y
respuestas sobre problemas de exceso de estudio, expectativas no logradas,
falta de comprensión en el ambiente del hogar, amores frustrados, etc. Las
grabaciones tenían más de cinco años y se iban a destruir, pero antes, se les
asignaron a cada carrete de cintas cifras al azar, y siguiendo una tabla, el psiquiatra
y sus asistentes recogían carretes y examinaban los extractos que podían ser
analizados.
Durante el primer día de clase
en la nueva universidad, el profesor de antropología habló sobre sus
credenciales y preparación académica, y deslumbró a los estudiantes con el
ámbito de su conocimiento y sus publicaciones. Era un hombre alto, delgado, de
unos cuarenta años de edad, de furtivos ojos azules. Lo que más me llamó la
atención de su apariencia era que sus ojos se veían enormes detrás de los
lentes de aumento para el astigmatismo, y que cada uno de sus ojos daba la
impresión de ir en dirección opuesta del otro al mover la cabeza y al hablar.
Sabía que no podía ser verdad; sin embargo, era una visión bastante
desconcertante. Iba muy bien vestido, sobre todo para un antropólogo, que en
aquel tiempo eran conocidos por su forma de vestir informal. Los estudiantes
describían a los arqueólogos, por ejemplo, como criaturas perdidas en fechado
de carbono 14 que nunca se bañaban.
Sin embargo, por razones que
ignoraba, lo que en verdad lo hacía diferente no era su apariencia física ni su
erudición, sino su modo de hablar. Pronunciaba cada palabra con una claridad
sin par, haciendo énfasis en ciertas palabras al alargarlas. Tenía una
entonación marcadamente extranjera, pero sabía yo que era una afectación.
Pronunciaba ciertas frases como un inglés, y otras como un predicador
fundamentalista.
A pesar de su tremenda
pomposidad, me fascinó desde un principio. Su importancia personal era tan
obvia, que dejaba de ser problema pasados los primeros cinco minutos de clase,
las cuales siempre eran muestras rimbombantes de conocimiento, basadas en las
aserciones más descaradas de sí mismo. Su dominio sobre el foro era estupendo.
Todos los estudiantes con los que hablé le tenían la más grande admiración a
este extraordinario hombre. Sinceramente, pensé que todo iba muy bien y que el
cambio a otra universidad y a otra ciudad iba ser fácil e inocuo, pero
totalmente positivo. Me gustó mi nuevo ambiente.
En el trabajo, me entregué
totalmente a escuchar las grabaciones; a tal extremo, que me metía a escondidas
en la oficina para escuchar, no los extractos, sino las grabaciones enteras. Lo
que al principio me fascinó sin medida, era el hecho de que me oía a mí mismo
en cada grabación. Al correr de las semanas y al haber escuchado más
grabaciones, mi fascinación se convirtió en horror. Cada oración que se decía,
incluso las preguntas del psiquiatra, era mía. Esas personas hablaban desde mis
entrañas. La repugnancia que experimentaba era algo nuevo para mí. Nunca había
imaginado que yo podía ser repetido interminablemente en cada hombre o mujer
que oía hablar en esas grabaciones. El sentido de individualidad que se me
había inculcado desde el momento de nacer, se desmoronó sin esperanza alguna
bajo el impacto de este descubrimiento colosal.
Empecé entonces el proceso
odioso de tratar de restaurarme a mí mismo. Inconscientemente, hice un torpe
intento de introspección; traté de salir de mi estado hablando a solas
interminablemente. Repasé mentalmente todas las racionalizaciones posibles que
apoyaran mi sentimiento de unicidad, y luego me hablé en voz alta acerca de
ellas. Hasta experimenté algo bastante revolucionario; me despertaba a mí mismo
hablando en voz alta en mis sueños, discutiendo mi valor y mi unicidad. Luego,
un día horripilante, sufrí otro golpe mortal. Durante la madrugada, me despertó
un insistente golpe en la puerta. No era un toque tímido, gentil, sino lo que
mis amigos llamaban un «golpe Gestapo». La puerta estaba por caerse. Salté de
la cama y espié por la ranura. La persona que tocaba era mi jefe, el
psiquiatra. Como yo era amigo de su hermano menor, se había creado una vía de
comunicación con él. Se había vuelto mi amigo sin más ni más, y allí estaba, en
mi umbral. Encendí las luces y abrí la puerta.
Por favor, pase dije . ¿Qué pasó?
Eran las tres de la mañana y,
por su aspecto lívido y sus ojos hundidos, sabía que algo andaba mal. Entró y
se sentó. Su orgullo y deleite, la cabellera de largo pelo negro, le caía sobre
la cara. No hizo ningún esfuerzo por peinarse, como siempre lo hacía. Me
gustaba mucho porque era la versión mayor de mi amigo en Los Ángeles, con sus
cejas negras y gruesas, sus ojos penetrantes color castaño, su mandíbula cuadrada
y sus labios gruesos. Su labio superior parecía tener un pliegue doble por
dentro y a veces, cuando sonreía, parecía tener un doble labio superior.
Siempre hablaba de la forma de su nariz, que describía como nariz impertinente
y agresiva. Yo lo veía como alguien que tenía muchísima confianza en sí mismo.
Según él, esas cualidades eran lo importante en su profesión.
¡Qué pasó!
repitió en tono de burla, el doble labio superior temblándole
incontrolablemente . Cualquiera puede ver que esta noche me pasó todo.
Se sentó en una silla. Parecía
estar mareado, desorientado, buscando palabras. Se levantó y se fue al sofá,
casi cayendo sobre él.
No sólo me cargo la responsabilidad de mis
pacientes siguió , la de mi beca de
investigación, la de mi mujer y mis hijos, sino que ahora se me viene encima
otro maldito problema, y lo que me jode es que es por mi propia culpa, por mi
estupidez en poner mi confianza en una puta de mierda.
»Escúchame bien, Carlos continuó , no hay nada más horrendo,
repugnante, asqueroso, carajo, que la insensibilidad de las mujeres. ¡Yo no
odio a las mujeres, tú bien lo sabes! Pero en este momento, me parece que todos
los coños son eso, simplemente coños. Hipócritas y viles.
No sabía qué decir. Lo que me
estaba diciendo no se podía ni afirmar ni contradecir. De cualquier manera, no
me hubiera atrevido a contradecirlo. No tenía las armas. Estaba muy cansado.
Quería volverme a dormir, pero él seguía hablando como si de ello le dependiera
la vida.
Conoces a Teresa Manning, ¿no? me preguntó de una manera agresiva y
acusatoria.
Por un instante, creí que me
acusaba de andar en líos con su hermosa y joven estudiante secretaria. Sin
darme tiempo para responder, siguió hablando.
Teresa Manning es un culo. ¡Es una babosa! Una
idiota desconsiderada que no tiene otra meta en la vida que cogerse a alguien
que tenga un poco de fama o notoriedad. Yo la creía inteligente y sensible. Yo
creía que tenía algo, alguna comprensión, alguna empatía, algo que uno quisiera
compartir o mantener como algo precioso sólo para sí. No sé, pero ésa es la
imagen que ella creó para mí, cuando en realidad es obscena y degenerada, y
hasta pudiera añadir, irremediablemente grosera.
Mientras continuaba hablando,
una extraña visión empezó a formarse. Evidentemente el psiquiatra acababa de
sufrir una mala experiencia con su secretaria.
Desde el día que vino a trabajar conmigo siguió , sabía que tenía una fuerte atracción
sexual por mí, pero nunca se atrevió a decir nada. Se quedaba todo en
insinuaciones y miradas. ¡Pero carajo! Esta tarde me cansé de todas las
indirectas y las insinuaciones y me fui al grano. Me acerqué a su escritorio y
le dije: «Yo sé lo que quieres y tú sabes lo que quiero”.
Se enredó en un recuento
elaborado de cuán agresivamente le había dicho que lo esperara en su
apartamento frente a la universidad a las 11.30 p.m., y que él no cambiaba sus
rutinas para nadie, que leía y trabajaba y bebía su vino hasta la una, y a esa
hora se retiraba a su alcoba. Tenía un apartamento en la ciudad además de su
casa en las afueras, en la cual vivía con su mujer y sus hijos.
Tenía yo tal confianza en que este asunto iba
a salir de maravilla, ser algo verdaderamente memorable dijo con un hondo suspiro. Su voz adquirió el
tono de alguien que está relatando algo íntimo . Hasta le di la llave del
apartamento siguió y se le quebró la
voz.
»Muy sumisamente, llegó a las
once y media continuó . Entró sola, con
su propia llave, y como sombrita se metió a la alcoba. Eso me excitó
terriblemente. Sabía que no me iba a dar nada de lata. Ella sabía el papel que
le correspondía. A lo mejor se durmió sobre la cama. O se quedó mirando la
tele. Yo me metí en mi trabajo y no me importó un pedo lo que hacía. Sabía que
la tenía presa.
»Pero al momento que entré en
la alcoba continuó, la voz tensa y
contraída como si estuviera mortalmente ofendido , Teresa saltó sobre mí como
un animal y trató de agarrarme el pincho. Ni me dio tiempo de dejar a un lado
la botella y las dos copas que llevaba.
Tuve suficiente cordura de
dejar mis dos copas de cristal Baccarat sobre el piso sin romperlas. La botella
saltó por el cuarto al agarrarme ella los cojones como si fueran piedras.
Quería golpearla. Hasta lancé un grito de dolor, pero eso no la detuvo. Empezó
a reír insensatamente porque creyó que yo me hacía el sexy y el gracioso. Lo
dijo como para calmarme.
Moviendo la cabeza con rabia
contenida, dijo que la mujer estaba tan endemoniadamente ávida y era tan
egoísta que ni siquiera tomó en cuenta que un hombre necesita un momento de
reposo, necesita sentirse a gusto, en casa, en un ambiente agradable. En vez de
demostrar la consideración y comprensión que su papel exigía, Teresa Manning le
sacó los órganos sexuales del pantalón con la mano experta de alguien que lo ha
hecho cientos de veces.
El resultado de toda esta mierda dijo
fue que mi sensualidad huyó horrorizada. Me castró emotivamente. Mi
cuerpo aborreció a esa puta mujer instantáneamente. Sin embargo, mi lujuria
impidió que la echara a la calle.
Dijo que entonces decidió que
en vez de perder la partida a causa de su impotencia miserablemente, como sabía
que le iba a pasar, tendría sexo oral con ella y la haría tener un orgasmo,
estaría a su merced; pero su cuerpo había rechazado a esa vieja tan
completamente que no pudo hacerlo.
Esa mujer para mí ya no tiene nada de
hermosa dijo , es más bien fea. Cuando
está vestida, la ropa le esconde la gordura de las caderas. Hasta se ve bien.
Pero cuando está desnuda es un costal de carne fláccida blanca. Lo esbelto que
presenta cuando está vestida es una mentira. No existe.
El veneno le salía al
psiquiatra de formas que nunca me hubiera imaginado. Temblaba de rabia. Quería
desesperadamente aparentar que tenía dominio sobre sí, pero fumaba un
cigarrillo tras otro.
Dijo que el sexo oral fue aún
más horrendo y repugnante, y que estaba a punto de vomitar, cuando la puta
mujer le dio una patada en la panza, lo echó de su propia cama, y luego lo
llamó puto impotente.
A estas alturas de la
narración, los ojos del psiquiatra ardían de odio. Le temblaba la boca. Estaba
pálido.
Tengo que usar tu baño dijo . Quiero bañarme. Estoy pestífero.
Créeme, traigo sabor a puta.
Estaba hecho un mar de llanto
y yo hubiera dado todo por no estar allí. Quizás por mi fatiga, o por el tono
mesmérico de su voz, o por la insensatez de la situación, pero todo creaba la
ilusión de que lo que escuchaba no era la voz del psiquiatra, sino la de uno de
los machos suplicantes de sus grabaciones, quejándose de problemas menores que
se vuelven asuntos gigantescos al hablar obsesivamente de ellos. Mi martirio
terminó como a las nueve de la mañana. Era hora de que me fuera a mi clase y
hora para que él se fuera a ver a su propio psiquiatra.
Me fui a clase lleno de una
ardiente ansiedad y una enorme sensación de inutilidad e incomodidad. Allí, me
dieron el golpe final, el golpe que causó el desmoronamiento de mi intento de
llevar a cabo un cambio drástico. Ninguna parte de mi volición tuvo que ver con
el desmoronamiento, que ocurrió no sólo como si hubiera sido proyectado, sino
como si su progresión hubiera sido acelerada por una mano desconocida.
El profesor de antropología
empezó su discurso sobre un grupo de indios de la altiplanicie del Perú y de
Bolivia, los aymará. Los llamaba los «ey MEH ra», alargando el nombre como si
su pronunciación fuera la única acertada que existiera. Dijo que la elaboración
de la chicha, que él pronunciaba «CHAI cha», una bebida alcohólica elaborada de
maíz fermentado, ocurría en el reino de una secta de sacerdotisas que eran
consideradas semidiosas por los aymará. Dijo en tono de revelación, que
aquellas mujeres tenían a su cargo el transformar el maíz cocinado en una pasta
lista para la fermentación masticando y escupiéndolo, añadiendo de esta manera
una enzima que se encuentra en la saliva humana. La clase entera gritó de
horror contenido al oír la referencia a la saliva humana.
El profesor parecía estar
encantado. Daba risitas de alegría. Era la risa de un niño malicioso. Continuó
di-siendo que las mujeres eran masticadoras expertas y se refirió a ellas como
las «masticadoras de chai cha». Miró a la primera fila del aula donde se
encontraba la mayoría de las jóvenes, y dio su golpe de gracia.
Tuve el pr r r r privilegio dijo con esa entonación extraña, casi
extranjera de que me invitaran a dormir
con una de las masticadoras de chai cha. El arte de masticar la pasta de chai
cha les desarrolla los músculos de la garganta y de las mejillas a tal extremo
que pueden hacer maravillas.
Miró al asombrado foro,
haciendo una larga pausa, con interjecciones de risitas.
Estoy seguro de que comprenden a lo que me
refiero dijo , y se puso histérico de
risa.
La clase se enloqueció con las
insinuaciones del profesor. La charla fue interrumpida por no menos de cinco
minutos de risa y un bombardeo de preguntas que el profesor se negó a
contestar, causando más risas.
Me sentí tan comprimido por la
presión de las grabaciones, el relato del psiquiatra y las masticadoras de chai
cha del profesor, que de un solo arrebato dejé mi trabajo, dejé la universidad
y me regresé a Los Ángeles.
Lo que me pasó con el psiquiatra y con el
profesor de antropología le dije a don
Juan , me ha hundido en un estado emotivo desconocido. Lo único que se me
ocurre es llamarlo introspección. Me he estado hablando a mí mismo sin parar.
Tu enfermedad es de algo muy sencillo dijo don Juan sacudiéndose de risa.
Aparentemente, mi situación le
encantaba. Era un gusto que yo no compartía, porque no le veía la gracia.
Tu mundo se termina dijo . Es el final de una era para ti. ¿Crees
que el mundo que has conocido toda tu vida te va a dejar, pacíficamente, sin
más? ¡No! Va a estar revolcándose debajo de ti y dándote de golpazos con la
cola.
Carlos Castaneda del Libro El
Lado activo del infinito (1998)