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7 de agosto de 2015

Panqueques, O. Henry

Panqueques

Cuando estábamos arreando un hato de ganado del rancho Triángulo Cero en las hondonadas del Río Frío, mi estribo se enganchó en la rama seca de un mezquite; en consecuencia, se me luxó un tobillo y tuve que permanecer inmovilizado en el campamento una semana.
Al tercer día de mi forzado ocio, me arrastré hasta el carretón de la cocina, y me sometí, indefenso, a las parlanchinas andanadas de Judson Odom, el cocinero del campamento. Jud era, por naturaleza, un monologador a quien el Destino, con su habitual despropósito, había ubicado en una profesión en la que la mayor parte de su tiempo carecía de oyentes.
Por lo tanto, fui un verdadero maná en el silencioso desierto de Jud.
A veces, me acuciaba el deseo, peculiar en los convalecientes, de paladear algo que no estuviera mera mente rotulado como “Material Digestible”. En mi mente surgían visiones de la despensa materna “profunda como el primer amor y pletórica de añoranzas” . Le pregunté:
—Jud, ¿sabes hacer panqueques?
Jud soltó el revólver de seis tiros con el que machacaba un bife de antílope y se irguió ante mí adoptando lo que, según creí, era una actitud amenazadora. Aún más, confirmó mi impresión de que su aspecto era suspicaz al fijar en mí sus claros ojos azules con una mirada de helado recelo.
—Oye —dijo, con cólera espontánea aunque no excesiva—, ¿quisiste decir exactamente lo que dijiste o estás tratando de hacerme pisar el palito? ¿Alguno de los muchachos te contó algo sobre mí mismo y ese asunto de los panqueques?
—No, Jud —respondí con franqueza—. Quise decir exactamente eso. Me parece que sería capaz de cambiar mi montura y mi caballo por una pila de panqueques dorados, mantecados y endulzados con melaza de Nueva Orleáns de la primera cosecha recién preparada. ¿Circula alguna historia sobre panqueques?
Jud se apaciguó en el acto al darse cuenta de que yo no estaba empleando sobreentendidos. Extrajo del carretón algunos recipientes de lata y envoltorios misteriosos y los colocó a la sombra de la morera debajo de la cual me había instalado. Lo observé atentamente mientras se dedicaba a distribuir con calma esos objetos y a desatar sus múltiples ligaduras.
—No, no se trata de una historia —respondió Jud mientras proseguía con su tarea—, sino de las lógicas habladurías acerca del entredicho que tuve con ese criador de ovejas con conjuntivitis de la Cañada de la Mula Atascada con relación a la señorita Willella Learight. No tengo inconveniente en contarte qué pasó.
“En aquella época estaba trabajando para el viejo Bill Toomey, allá sobre el San Miguel. Un día me sentí absolutamente desesperado por el deseo de ingerir algo envasado que jamás hubiese mugido o balado o gruñido o hubiese sido proporcionado en medidas insignificantes. Por lo tanto, monté en mi potro y me encaminé cortando el viento al almacén de ramos generales del Tío Emsley Telfair en el lado de Pimienta, sobre el río Nueces.
“A eso de las tres de la tarde aseguré las riendas en las ramas de un mezquite y recorrí a pie los veinte metros que faltaban hasta llegar al local. Me instalé en el mostrador y le informé al Tío Emsley que, según indicaban todos los pronósticos, la cosecha de frutas del mundo entero estaba a punto de ser devastada. En menos de un minuto tuve a mi disposición un paquete de galletas y un cucharón de mango larguísimo, además de varias latas abiertas que contenían duraznos, ananaes, cerezas y arvejas; mientras tanto, el Tío Emsley estaba muy atareado con el destral sacándoles los carozos a los orejones. Me sentía como Adán antes de la estampida de la manzana; estaba clavando mis espuelas en el costado del mostrador y afanándome con mi cucharón de medio metro cuando por casualidad miré por la ventana hacia el patio de la casa del Tío Emsley, ubicada junto al almacén.
“Allí había una muchacha: era una chica forastera, muy bien ataviada; jugueteaba con un mazo de croquet y se divertía observando mi estilo de fomentar la industria de las frutas envasadas.
“Me aparté del mostrador y le entregué el cucharón al Tío Emsley.
“—Esa es mi sobrina —me informó—; se llama Willella Learight y ha venido de la localidad de Palestina a hacernos una visita. ¿Quieres que te la presente?
“La Tierra Santa —me dije a mí mismo, mientras mis pensamientos rumiaban algo e intentaban ubicarlo en el correspondiente corral—. ¿Por qué no? Seguro que en Pales… hay ángeles.
“—Encantado, Tío Emsley —repuse en voz alta—. Me sentiré terriblemente engalanado de trabar conocimiento con la señorita Learight.
“Por lo tanto, el Tío Emsley me acompañó hasta el patio y nos comunicó nuestras respectivas idiosincrasias.
“Jamás fui tímido con las mujeres. Nunca pude en tender por qué algunos individuos que son capaces de domar un potro cerril antes del desayuno y de afeitar se en la obscuridad se tornan inhábiles, transpiran y se inundan en excusas cuando divisan un rollo de percal que envuelve aquello para lo cual fue destinado. En un lapso de ocho minutos, la señorita Willella y yo estábamos fastidiando a las bochas de croquet y nos hallábamos en términos tan afectuosos como si fuésemos primos hermanos. Me hizo una broma sobre la cantidad de fruta envasada que yo había despachado y le respondí, resueltamente, que una dama, una tal se ñora Eva, había iniciado la explotación alimenticia de la fruta en el primer campo de pastoreo sin alambrados. “—Eso sucedió en Palestina, ¿no es verdad? —dije con la misma fluidez y firmeza con que podría haber enlazado un potrillo de un año.
“Así fue como establecí una relación en términos muy cordiales con la señorita Willella Learight, y esa cordialidad se fue acentuando a medida que pasaba el tiempo. Ella había ido al vado de Pimienta para re poner su salud, que era muy buena, y para gozar del clima, que era un cuarenta por ciento más cálido que en Palestina. Por algún tiempo cabalgué hasta allí una vez por semana para verla; después hice el cálculo, y comprobé que si duplicaba la cantidad de viajes también se duplicarían las oportunidades de encontrarla. “Una semana me llegué hasta el vado en un tercer viaje imprevisto y así fue como los panqueques y el criador de ovejas con conjuntivitis se entrometieron en el asunto.
“Esa tarde, mientras me hallaba instalado junto al mostrador con un durazno y dos damascos en la boca, le pregunté al Tío Emsley cómo estaba la señorita Willella.
“—Bien —me respondió—, ha salido a cabalgar con Jackson Ave, ese tipo que cría ovejas allá en la Cañada de la Mula Atascada.
“Me tragué los carozos del durazno y de los des damascos. Supongo que alguien sujetó el mostrador por las riendas cuando me fui. Caminé en línea recta hasta dar contra el mezquite en el que estaba atado mi ruano. “—Ha salido a pasear a caballo —susurré en la oreja de mi potro— con Avebruta Jack, esa muía arrendada de la Cañada del Hombre de las Ovejas. ¿Te das cuenta, mi viejo Cuero y galopes?
“El potro mío lloró, a su manera. Había sido criado como caballo vaquero v odiaba a muerte a los ovejunos. “Regresé y le pregunté al Tío Emsley: ‘¿Dijo que era un criador de ovejas?’
“—Dije que es un criador de ovejas —reiteró—. Tienes que haber oído hablar de Jackson Ave. Dispone de ocho parcelas de pastoreo y de cuatro mil cabezas de los mejores merinos que es posible hallar al sur del Círculo Polar Ártico.
“Salí y me senté en el suelo a la sombra del almacén; me apoyé en un espinoso nopal. Llené de arena mis botas con manos distraídas mientras me dedicaba a rumiar un extenso soliloquio sobre ese pajarraco re vestido con el plumaje de Jackson a modo de apelativo. “Nunca había creído en la necesidad de dañar a los ovejeros. Una vez vi a uno montado a caballo leyendo una gramática latina, ¡y ni siquiera lo toqué! Jamás me sacaban de quicio como le suele ocurrir a la mayoría de los vaqueros. No me parecía justo atacar, estropear y desfigurar a esos criadores de ovejas que comen sentados a la mesa, usan lindos zapatitos y le hablan a uno de cosas serías. Siempre los había dejado en paz, de la misma manera en que nadie se preocuparía por un conejo; me limitaba a dirigirles unas cuantas palabras cordiales y a aventurar algunas opiniones sobre el tiempo, pero no me detenía a charlar con ellos en las tabernas. En aquellas épocas nunca creí que valiera la pena demostrar hostilidad a un criador de ovejas, y como había sido bondadoso y los dejé que vivieran tranquilos, ¡en ese momento uno de ellos cabalgaba por allí en compañía de la señorita Willella Learight!
“Una hora después, medida por el sol, llegaron caracoleando y se detuvieron ante el portal del Tío Emsley. El ovejuno la ayudó a desmontar y se quedaron allí, un rato, intercambiando frases agudas e ingeniosas. Después, ese emplumado Jackson se encaramó en su montura, saludó quitándose la pequeña budinera que usaba como sombrero y se marchó al trote en dirección a su rancho de corderos. En ese preciso momento yo me había sacado la arena de las botas y me había des prendido del espinoso nopal, y cuando él llevaba re corridos unos quinientos metros desde Pimienta, yo en persona, en mi potro, me le puse a la par.
“Afirmé que ese criador de ovejas padecía de conjuntivitis, pero no es cierto. Sus ojos eran bastante grises, si bien tenía las pestañas pelirrojas y el pelo de color arena, y en conjunto producía la impresión que puedes imaginarte. Criador de ovejas… de todos modos no era más que un simple corderito, una cosa pequeñita con el cuello envuelto en un pañuelo de seda amarilla y zapatos atados con cordones.
“—¡Buenas! —le dije—. Ahora está cabalgando al lado de un jinete ampliamente conocido por el apodo de Judson Muerte Segura por su puntería. Cuando quiero entablar relaciones con un forastero, siempre me presento antes de que empiecen los tiros porque jamás me agradó estrechar la mano de un difunto.
“—¡Ah!—replicó con tono indolente—. Estoy en cantado de conocerlo, señor Judson. Yo soy Jackson Ave, de allí, del rancho de la Muía Atascada.
“En ese preciso momento uno de mis ojos vio un cuclillo que saltaba colina abajo llevando en el pico una tarántula pequeña; con el otro ojo descubrí un gavilán posado en la rama seca de un sauce. Los hice pedazos uno después del otro simplemente para de mostrarle mi puntería. ‘Dos de cada tres’, dije. ‘Todos los que vuelan parecen atraer mis disparos con absoluta naturalidad en cualquier parte donde estoy’.
“—Buenos disparos —afirmó el ovejuno sin siquiera estremecerse—. ¿Pero alguna vez no yerra el tercer tiro? La semana pasada tuvimos una lluvia extraordinariamente beneficiosa para los pastos tiernos, ¿no le parece señor Judson?
—”Willie —dije, acercándome más a su cabalga dura—, es probable que sus envanecidos progenitores lo hayan inscripto con el nombre de Jackson, pero sin duda usted ha llegado a ser un parlanchín, Willie. No sigamos empantanándonos en esta cháchara sobre la lluvia y los elementos y hablemos con palabras que no pertenezcan al vocabulario de las cotorras. Usted ha adquirido la mala costumbre de salir a cabalgar con señoritas residentes en el vado de Pimienta. He conocido aves que fueron hechas a la parrilla por mucho menos que eso. A la señorita Willella —agregué— jamás se le ocurrió que necesitara ningún nido de lana ovejuna fabricado por un pajarraco perteneciente a la rama jacksoniana de la ornitología. Bien, ¿está dispuesto a ahuecar el ala o prefiere galopar al encuentro del aditamento Muerte Segura de mi apellido que vale por dos agujeros y por lo menos un septeto orificio fúnebre acompañado por todas las ceremonias de ley?
“Jackson Ave se ruborizó un poco y luego rió.
“—Mi buen señor Judson —afirmó—. Usted se ha formado una idea equivocada. He visitado unas pocas veces a la señorita Learight, pero no con el propósito que usted imagina. Mi objetivo es puramente gastronómico.
“—Cualquier coyote —dije, echando mano al revólver— que se vanaglorie de deshonestos…
“—No se apresure —interpuso el pajarraco— hasta que se lo explique. ¿Para qué querría yo una esposa? ¡Si usted viera lo que es mi rancho! Yo mismo me ocupo de cocinar y de remendarme la ropa. Comer: ése es el único placer que tengo criando ovejas. Señor Judson, ¿alguna vez probó los panqueques que hace la señorita Learight?
“—¿Yo?, no —contesté—. Nunca tuve noticias de que se dedicara a maniobras culinarias de ninguna especie.
“—Son dorados resplandores del sol —afirmó—, endulzados por los ambrosiacos fuegos de Epicuro. Daría dos años de mi vida por procurarme la receta de esos panqueques. Por eso voy a visitar a la señorita Learight —declaró Jackson Ave—, pero no he podido conseguirla. Se trata de una antigua fórmula que se ha usado en la familia a lo largo de setenta y cinco años. La transmiten de generación en generación, pero no se la confían a los extraños. Si pudiera enterarme de cuál es la receta, podría hacerme yo mismo los panqueques en mi rancho. Entonces sería un hombre feliz —sostuvo Jackson Ave.
“—¿Está seguro —inquirí— de que no anda detrás de la mano que prepara los panqueques?
“—No le quepa la menor duda —replicó Jackson—.
La señorita Learight es una chica asombrosamente bonita, si bien puedo asegurarle que mis intenciones no van más allá de lo gastro… —pero al observar que mi mano se deslizaba hacia la cartuchera modificó el símil—, más allá del deseo de procurarme una copia de esa receta —finalizó.
“—Bueno, después de todo usted no es un tipo tan despreciable —le dije tratando de obrar limpiamente—, Se me estaba ocurriendo la idea de dejar huérfanos a sus corderos; no obstante, por esta vez le permitiré que remonte vuelo. Pero atérrese a los panqueques —le dije— tan estrechamente como el leño que está en el centro de una pila; y no se le ocurra confundir los sentimientos con el almíbar porque, en ese caso, en su rancho se oirán cánticos fúnebres, aunque usted no los escuchará.
“—Para convencerlo de mi sinceridad —sostuvo el ovejuno— voy a pedirle que me dé una mano. Como la señorita Learight y usted son muy buenos amigos, es posible que le confíe algo que no estaría dispuesta a confiarme a mí. Si me consigue esa receta de los panqueques, le doy mi palabra de que jamás volveré a visitarla.
“—Eso es jugar limpio —exclamé, y estreché la mano de Jackson Ave—. Si puedo se la conseguiré y me sen tiré muy honrado de hacerle ese favor.
“Se alejó internándose en la gran llanura cubierta de nopales junto al río Piedra en dirección a la Muía Atascada, y por mi parte me marché hacia el noroeste, en procura del rancho del viejo Bill Toomey.
“Hasta cinco días después no tuve oportunidad de llegarme a Pimienta. La señorita Willella y yo pasamos una gratificadora velada en lo del Tío Emsley. Ella cantó un poco mientras mortificaba el piano berreando pasajes de óperas. Yo contribuí imitando a la víbora de cascabel; además le expliqué el nuevo sistema de desollar vacunos inventado por Snaky McFee y me explayé sobre el viaje que en cierta oportunidad hice a San Luis. Nuestra recíproca estimación crecía a medida que transcurría el tiempo. ‘Caray —reflexioné—, si se pudiese lograr que Jackson emigrara, yo obtendría el triunfo’. Pero en ese momento recordé la promesa con respecto a la receta de los panqueques y pensé que podría persuadir a la señorita Willella de que me la diera para pasársela a Jackson; y luego, si volvía a pescar a la avecilla fuera de su nido de la Muía Atascada, la haría bailar en la cuerda floja.
“Por lo tanto, a eso de las diez de la noche enarbolé una adulona sonrisa y le dije a la señorita Willella:
“—Bien, si hay algo que me guste más que con templar un novillo rojo sobre un prado verde es paladear un hermoso panqueque endulzado con melaza casera.
“La señorita Willella dio un saltito sobre el taburete del piano y me observó con mirada inquisitiva.
“—Sí —respondió—, esos panqueques son realmente sabrosísimos. Señor Odom, ¿cómo dijo que se llamaba esa calle de San Luis donde perdió el sombrero?
“—Avenida Panqueque —respondí guiñando un ojo para demostrarle que estaba al tanto del secreto familiar y que por consiguiente no podría desviarme de ese asunto—. Veamos, señorita Willella —agregué—, el deseo de saber cómo prepara esos panqueques me da vueltas en la cabeza como las ruedas de un carretón. Empiece ahora mismo. . . medio kilo de harina, ocho docenas de huevos y todo lo demás. ¿Cómo sigue el catálogo de ingredientes?
“—Discúlpeme un momento, por favor —interpuso la señorita Willella; me dirigió una extraña y rápida mirada de soslayo y se deslizó del taburete. Se introdujo anadeando en la trastienda; de inmediato apareció el Tío Emsley en mangas de camisa y llevando un jarro de agua. Se dio vuelta para tomar un vaso que había sobre la mesa y vi que del bolsillo de su cadera sobresalía un revólver calibre 45.
“—¡Diablos coronados! —pensé—, esta gente cree que un montón de recetas de cocina tiene que ser defendido a tiros. He conocido tipos que no hubiesen sido capaces de hacer lo mismo en una trifulca familiar’.
“—Tómate esto, ahora mismo, Jud —me pidió el Tío Emsley ofreciéndome el vaso de agua—. Hoy has cabalgado mucho y estás sobreexcitado. Trata de pensar en otra cosa.
“—¿Usted sabe cómo se hacen esos panqueques, Tío Emsley?— interrogué.
“—Bueno, no soy tan experto en la anatomía de los panqueques como muchos otros —respondió el Tío Emsley—, pero creo que se pasa por un tamiz yeso y un poco de masa, bicarbonato de sodio, harina de maíz y se lo mezcla con huevos y manteca como de costumbre. ¿Esta primavera el viejo Bill volverá a mandar ovejas a Kansas City, Jud?
“Esas fueron todas las instrucciones sobre panqueques que pude obtener aquella noche. No me asombró que Jackson Ave la considerara una tarea agotadora. Por lo tanto, dejé caer el asunto y conversé un rato con el Tío Emsley sobre enfermedades del ganado y ciclones. Después apareció la señorita Willella para decir ‘buenas noches’; acto seguido me marché veloz mente al rancho.
“Más o menos una semana más tarde me encontré con Jackson Ave que cabalgaba desde el vado de Pimienta, en tanto que yo mismo me encaminaba en esa dirección; nos detuvimos en el camino para intercambiar algunos frívolos comentarios.
“—¿Consiguió la lista de lo necesario para hacer esos pasteles? —pregunté.
“—Bueno, no —respondió Jackson—, hasta ahora todos mis esfuerzos han fracasado. ¿Usted hizo la prueba?
“—Sí, la hice —repliqué—, pero fue algo así como tratar de sacar a un animal salvaje de su cueva con ayuda de una cáscara de maní. Por la manera en que se aferran a ella, esta receta de panqueques tiene que ser algo fabuloso.
“—Casi estoy decidido a abandonar el asunto —dijo Jackson con un tono tan desalentado que me dio pena—, pero no le quepa la menor duda de que quiero saber cómo se preparan esos panqueques para comerlos en mi solitario rancho. A veces no puedo dormirme —agregó— pensando en lo sabrosos que son.
“—Siga tratando de conseguirla —le dije— y yo haré lo mismo. Es seguro que antes de mucho tiempo uno de nosotros dos habrá de poner un lazo alrededor de esos cuernos. Hasta pronto, querido Jackson.
“Como te darás cuenta, en aquella época estábamos en bonísimas relaciones. Cuando advertí que no cortejaba a la señorita Willella, empecé a sentir las más perdurables apreciaciones por ese criador de ovejas de pelo color arena. Para satisfacer las ambiciones de su apetito insistí en mis intentos de conseguir que la seño rita Willella me revelara la receta. Pero, cada vez que pronunciaba la palabra panqueques, ella exhibía una mirada inquieta y ausente y trataba de cambiar de conversación. Si yo hacía la prueba de acorrararla con respecto al asunto, se deslizaba de la habitación y arrastraba de regreso al Tío Emsley con su jarro de agua y su revólver en el bolsillo de la cadera.
“Un día galopé hasta el almacén con un lindo ramillete de verbenas azules que había arreado en un rebaño de flores silvestres, allá en la pradera del Perro Envenenado. El Tío Emsley echó una mirada a las flores con un ojo entornado y dijo:
“—¿Te enteraste de la noticia?
“—¿Están arreando ganado? —pregunté.
“—Willella y Jackson Ave se casaron ayer en Palestina —me informó—. Acabo de recibir una carta esta mañana.
“Arrojé las flores en un barril de galletas y dejé que la noticia se escurriera en mis orejas y desde allí se deslizara hasta el bolsillo izquierdo de mi camisa desde donde por fin llegó a mis pies.
“—¿No le molestaría repetirlo otra vez, Tío Emsley? Tal vez he oído mal y usted sólo se limitó a informarme que las terneritas en pie valen unos cinco dólares, o algo por el estilo.
“—Se casaron ayer —reiteró el Tío Emsley— y se fueron en viaje de bodas a Waco y a las cataratas del Niágara. ¿Cómo, no te diste cuenta de lo que sucedía? Jackson Ave estuvo cortejando a Willella desde aquel día en que salieron a cabalgar juntos.
“—Entonces —dije, y mi voz se convirtió en un aullido—, ¿qué significaba toda esa charlatanería acerca de panqueques que desparramó sobre mi persona? Dígame eso.
“Cuando pronuncié la palabra panqueques, el Tío Emsley se esquivó y retrocedió un paso.
“—¡Alguien ha estado burlándose de mí con pan queques desde el principio de este asunto —sostuve— y descubriré quién es! Creo que usted lo sabe. ¡Hable ahora mismo o armaré una batahola de todos los demonios!
“Salté por encima del mostrador en procura del Tío Emsley. Trató de aferrar su revólver pero, como lo guardaba en una gaveta, no pudo alcanzarlo rápida mente y le erró por cinco centímetros. Lo así por el cuello de la camisa y lo acorralé en un rincón.
“—Explique este asunto —amenacé— o lo convertiré en un panqueque agujereado. ¿La señorita Wíllella los hace?
“—Ella jamás hizo uno en toda su vida y por mi parte yo nunca vi ninguno —afirmó el Tío Emsley en tono apaciguador—. Cálmate, Jud. Te has excitado, y esa herida que tienes en la cabeza está contaminando tu sentido de la inteligencia. Trata de no pensar en panqueques.
“—Tío Emsley —respondí—, no tengo heridas en la cabeza excepto cuando mis naturales instintos cogitativos se encabritan. Jackson Ave me informó que estaba visitando a la señorita Willella para conseguir que le enseñara su receta para hacer panqueques y me pidió que lo ayudara a procurarse la fórmula necesaria para mezclar los ingredientes. Lo hice, con los resultados que son del dominio público. ¿Acaso un criador de ovejas con conjuntivitis ha sembrado cizaña en mi parcela? ¿Qué sucedió?
“—Quita tu zarpa de mi camisa —solicitó el Tío Emsley— y te lo diré. En efecto, me da la impresión de que Jackson Ave te tendió una trampa. Al día siguiente de salir a cabalgar con Willella, volvió y nos dijo que te vigiláramos cada vez que empezaras a hablar de panqueques. Nos explicó que cierta vez, en un campamento, cuando estaban cocinando pasteles, uno de los muchachos te hizo una herida en la cabeza con una sartén. Jackson afirmó que siempre que estás acalorado o excitado, esa herida te duele y te con viertes en una especie de energúmeno. Entonces empiezas a desvariar sobre panqueques. Nos dijo que teníamos que tratar de apartarte del tema y calmarte, porque en realidad no eras peligroso. En consecuencia, Willella y yo hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance de la mejor manera que pudimos. Bueno, bueno —concluyó el Tío Emsley—, se diría que este tal Jackson Ave pertenece a un tipo muy especial de criadores de ovejas”.
Mientras avanzaba en su relato, Jud había estado mezclando, lenta pero diestramente, algunos ingredientes extraídos de sus envoltorios y de sus latas. Al concluir la narración, me ofreció el producto terminado en un plato de hojalata: se trataba de un par de panqueques calientes y bien endulzados. De algún escondite secreto extrajo, además, un trozo de excelente manteca y un recipiente que contenía dorada miel.
—¿Cuánto hace que sucedió eso, Jud? —le pregunté.
—Tres años —fue la respuesta—. Ahora viven en el rancho de la Muía Atascada. Pero desde aquella época no he vuelto a ver a ninguno de los dos. Según dicen, durante todo el tiempo que me tuvo acorralado en el árbol de los panqueques, Jackson Ave se dedicaba a decorar elegantemente su rancho con mecedoras y cortinas en las ventanas. ¡Y bueno!, al cabo conseguí sobreponerme. Pero los muchachos siguen dándole vueltas al asunto.
—¿Preparaste estos panqueques según la famosa receta? —pregunté.
—¿No te expliqué que no existía la tal famosa receta? —respondió Jud—. Los muchachos insistieron tanto con los panqueques que terminaron por sentirse hambrientos de panqueques. Por eso recorté esta receta en un periódico. ¿Qué te parecen?
—Son deliciosos —contesté—. Pero, ¿cómo?, ¿tú no comes alguno, Jud?
Estoy seguro de que escuché un suspiro.
—¿Yo? —dijo Jud—. ¡Jamás en mi vida los he de probar!


O. Henry

6 de agosto de 2015

La última hoja, O. Henry

La última hoja, O. Henry

En un pequeño barrio al oeste de Washington Square las calles, como locas, se han quebrado en pequeñas franjas llamadas "lugares". Esos "lugares" forman extraños ángulos y curvas. Una calle se cruza a sí misma una o dos veces. Un pintor descubrió en esa calle una valiosa posibilidad. ¡Supongamos que un cobrador, con una cuenta por pinturas, papel y tela, al cruzar esa ruta se encuentre de pronto consigo mismo de regreso, sin que se le haya pagado a cuenta un solo centavo!
Por eso los artistas pronto empezaron a rondar por el viejo Greenwich Village, en pos de ventanas orientadas al norte y umbrales del siglo XVIII, buhardillas holandesas y alquileres bajos. Luego importaron algunos jarros de peltre y un par de platos averiados de la Sexta Avenida y se transformaron en una colonia.
Sue y Johnsy tenían su estudio en los altos de un gordo edificio de ladrillo de tres pisos. Johnsy era el apodo familiar que le daban a Joanna. Sue era de Maine; su amiga, de California. Ambas se conocieron junto a una mesa común de un delmónico de la calle ocho y descubrieron que sus gustos en materia de arte, ensalada de achicoria y moda, eran tan afines que decidieron establecer un estudio asociado.
Eso sucedió en mayo. En noviembre, un frío e invisible forastero a quien los médicos llamaban Neumonía empezó a pasearse furtivamente por la colonia, tocando a uno aquí y a otro allá con sus dedos de hielo. El devastador intruso recorrió con temerarios pasos el East Side, fulminando a veintenas de víctimas; pero su pie avanzaba con más lentitud a través del laberinto de los "lugares" más angostos y cubiertos de musgo.
El señor Neumonía no era lo que uno podría llamar un viejo caballeresco. Atacar a una mujercita, cuya sangre habían adelgazado los céfiros de California, no era juego limpio para aquel viejo tramposo de puños rojos y aliento corto. Pero, con todo, fulminó a Johnsy; y ahí yacía la muchacha, casi inmóvil en su cama de hierro pintado, mirando por la pequeña ventana holandesa del flanco sin pintar de la casa de ladrillos contigua.
Una mañana el atareado médico llevó a Sue al pasillo, y su rostro de hirsutas cejas se oscureció.
-Su amiga sólo tiene una probabilidad de salvarse sobre... digamos, sobre diez -declaró, mientras agitaba el termómetro para hacer bajar el mercurio-. Esa probabilidad es que quiera vivir. La costumbre que tienen algunos de tomar partido por la funeraria pone en ridículo a la farmacopea íntegra. Su amiguita ha decidido que no podrá curarse. ¿Tiene alguna preocupación?
-Quería... quería pintar algún día la bahía de Nápoles -dijo Sue.
-¿Pintar? ¡Pamplinas! ¿Piensa esa muchacha en algo que valga la pena pensarlo dos veces? ¿En un hombre, por ejemplo?
-¿Un hombre? -repitió Sue, con un tono nasal de arpa judía-. ¿Acaso un hombre vale la pena de...? Pero no, doctor... No hay tal cosa.
-Bueno -dijo el médico-. Entonces, será su debilidad. Haré todo lo que pueda la ciencia, hasta donde logren amplicarla mis esfuerzos. Pero cuando una paciente mía comienza a contar los coches de su cortejo fúnebre, le resto el cincuenta por ciento al poder curativo de los medicamentos. Si usted consigue que su amiga le pregunte cuáles son las nuevas modas de invierno en mangas de abrigos, tendrá, se lo garantizo, una probabilidad sobre cinco de sobrevivir en vez de una sobre diez.
Cuando el médico se fue, Sue entró al atelier y lloró hasta reducir a mera pulpa una servilleta. Luego penetró con aire afectado en el cuarto de Johnsy llevando su tablero de dibujo y silbando ragtime.
Su amiga estaba casi inmóvil, sin levantar la más leve onda en sus cobertores, con el rostro vuelto hacia la ventana. Sue la creyó dormida y dejó de silbar. Acomodó su tablero e inició un dibujo a pluma para ilustrar un cuento de una revista. Los pintores jóvenes deben allanarse el camino del Arte ilustrando los cuentos que los jóvenes escriben para las revistas, a fin de facilitarse el camino a la Literatura.
Mientras Sue bosquejaba unos elegantes pantalones de montar sobre la figura del protagonista del cuento, un vaquero de Idaho, oyó un leve rumor que se repitió varias veces. Se acercó rápidamente a la cabecera de la cama.
Los ojos de Johnsy estaban muy abiertos. Miraba la ventana y contaba... contaba al revés.
-Doce -dijo. Y poco después agregó-. Once -y luego-: diez... nueve... ocho... siete... -casi juntos.
Sue miró, solícita, por la ventana. ¿Qué se podía contar allí? Apenas se veía un patio desnudo y desolado y el lado sin pintar de la casa de ladrillos situada a siete metros de distancia. Una enredadera de hiedra vieja, muy vieja, nudosa, de raíces podridas, trepaba hasta la mitad de la pared. El frío soplo del otoño le había arrancado las hojas y sus escuálidas ramas se aferraban, casi peladas, a los desmoronados ladrillos.
-¿Qué sucede, querida? -preguntó Sue.
-Seis -dijo Johnsy, casi en un susurro-. Ahora están cayendo con más rapidez. Hace tres días había casi un centenar. Contarlas me hacía doler la cabeza. Pero ahora me resulta fácil. Ahí va otra. Ahora apenas quedan cinco.
-¿Cinco qué, querida? Díselo a tu Susie.
-Hojas. Sobre la enredadera de hiedra. Cuando caiga la última hoja también me iré yo. Lo sé desde hace tres días. ¿No te lo dijo el médico?
-¡Oh, nunca oí disparate semejante! -se quejó Sue, con soberbio desdén-. ¿Qué tienen que ver las hojas de una vieja enredadera con tu salud? ¡Y tú le tenías tanto cariño a esa planta, niña mala! ¡No seas tontita! Pero si el médico me dijo esta mañana que tus probabilidades de reponerte muy pronto eran -veamos, sus palabras exactas -... ¡de diez contra una! ¡Es una probabilidad casi tan sólida como la que tenemos en Nueva York cuando viajamos en tranvía o pasamos a pie junto a un edificio nuevo! Ahora, trata de tomar un poco de caldo y deja que Susie vuelva a su dibujo, para seducir al director de la revista y así comprar oporto para su niña enferma y unas costillas de cerdo para ella misma.
-No necesitas comprar más vino -dijo Johnsy, con los ojos fijos más allá de la ventana-. Ahí cae otra. No, no quiero caldo. Sólo quedan cuatro. Quiero ver cómo cae la última antes de anochecer. Entonces también yo me iré.
-Mi querida Johnsy -dijo Sue, inclinándose sobre ella-. ¿Me prometes cerrar los ojos y no mirar por la ventana hasta que yo haya concluido mi dibujo? Tengo que entregar esos trabajos mañana. Necesito luz: de lo contrario, oscurecería demasiado los tintes.
-¿No podrías dibujar en el otro cuarto? - preguntó Johnsy, con frialdad.
-Prefiero estar a tu lado -dijo Sue-. Además, no quiero que sigas mirando esas estúpidas hojas de la enredadera.
-Apenas hayas terminado, dímelo -pidió Johnsy cerrando los ojos y tendiéndose, quieta y blanca, como una estatua caída-. Porque quiero ver caer la última hoja. Estoy cansada de esperar . Estoy cansada de pensar. Quiero abandonarlo todo, e irme navegando hacia abajo, como una de esas pobres hojas fatigadas.
-Procura dormir -dijo Sue-. Debo llamar a Behrman para que me sirva de modelo a fin de dibujar al viejo minero ermitaño. Volveré inmediatamente. No intentes moverte hasta que yo vuelva.
El viejo Behrman era un pintor que vivía en el piso bajo. Tenía más de sesenta años y la barba de un Moisés de Miguel Ángel, que bajaba, enroscándose, desde su cabeza de sátiro hasta su tronco de duende. Era un fracaso como pintor. Durante cuarenta años había esgrimido el pincel, sin haberse acercado siquiera lo suficiente al arte. Siempre se disponía a pintar su obra maestra, pero no la había iniciado todavía. Durante muchos años no había pintado nada, salvo, de vez en cuando, algún mamarracho comercial o publicitario. Ganaba unos dólares sirviendo de modelo a los pintores jóvenes de la colonia que no podían pagar un modelo profesional. Bebía ginebra inmoderadamente y seguía hablando de su futura obra maestra. Por lo demás, era un viejecito feroz, que se mofaba violentamente de la suavidad ajena, y se consideraba algo así como un guardián destinado a proteger a las dos jóvenes pintoras del piso de arriba.
En su guarida mal iluminada, Behrman olía marcadamente a nebrina. En un rincón había un lienzo en blanco colocado sobre un caballete, que esperaba desde hace veinticinco años el primer trazo de su obra maestra. Sue le contó la divagación de Johnsy y le confesó sus temores de que su amiga, liviana y frágil como una hoja, se desprendiera también de la tierra cuando se debilitara el leve vínculo que la unía a la vida.
El viejo Behrman, con los ojos enrojecidos y llorando a mares, expresó con sus gritos el desprecio y la risa que le inspiraban tan estúpidas fantasías.
-¡Was! -gritó-. ¿Hay en el mundo gente que cometa la estupidez de morirse porque hojas caen de una maldita enredadera? Nunca oí semejante cosa. No, yo no serviré de modelo para ese badulaque de ermitaño. ¿Cómo permite usted que se le ocurra a ella semejante imbecilidad? ¡Pobre señorita Johnsy!
-Está muy enferma y muy débil -dijo Sue-, y la fiebre la ha vuelto morbosa y le ha llenado la cabeza de extrañas fantasías. Está bien, señor Behrman. Si no quiere servirme de modelo, no lo haga. Pero debo decirle que usted me parece un horrible viejo... ¡un viejo charlatán!
-¡Se ve que usted es sólo una mujer! -aulló Behrman-. ¿Quién dijo que no le serviré de modelo? Vamos. Iré con usted. Desde hace media hora estoy tratando de decirle que le voy a servir de modelo. ¡Gott! Este no es un lugar adecuado para que esté en su cama de enferma una persona tan buena como la señorita Johnsy. Algún día, pintaré una obra maestra y todos nos iremos de aquí. ¡Gott!, ya lo creo que nos iremos.
Johnsy dormía cuando subieron. Sue bajó la persiana y le hizo señas a Behrman para pasar a la otra habitación. Allí se asomaron a la ventana y contemplaron con temor la enredadera. Luego se miraron sin hablar. Caía una lluvia insistente y fría , mezclada con nieve. Behrman, en su vieja camisa azul, se sentó como minero ermitaño sobre una olla invertida.
Cuando Sue despertó a la mañana siguiente, después de haber dormido sólo una hora, vio que Johnsy miraba fijamente, con aire apagado y los ojos muy abiertos, la persiana verde corrida.
-¡Levántala! Quiero ver -ordenó la enferma, en voz baja.
Con lasitud, Sue obedeció.
Pero después de la violenta lluvia y de las salvajes ráfagas de viento que duraron toda esa larga noche, aún pendía, contra la pared de ladrillo, una hoja de hiedra. Era la última.
Conservaba todavía el color verde oscuro cerca del tallo, pero sus bordes dentados estaban teñidos con el amarillo de la desintegración y la putrefacción. Colgaba valerosamente de una rama a unos siete metros del suelo.
-Es la última -dijo Johnsy-. Yo estaba segura de que caería durante la noche. Oía el viento. Caerá hoy y al mismo tiempo moriré yo.
-¡Querida, querida! -dijo Sue, apoyando contra la almohada su agotado rostro-. Piensa en mí si no quieres pensar en ti misma. ¿Qué haría yo?
Pero Johnsy no respondió. Lo más solitario que hay en el mundo es un alma que se prepara a emprender ese viaje misterioso y lejano. La imaginación parecía adueñarse de ella con más vigor a medida que se aflojaban, uno por uno, los lazos que la ligaban a la amistad y a la tierra.
Transcurrió el día, y cuando empezó a anochecer ambas pudieron aún distinguir entre las sombras la solitaria hoja de hiedra adherida a su tallo, contra la pared. Luego, cuando llegó la noche, el viento norte volvió a zumbar con violencia mientras la lluvia seguía martillando las ventanas y los bajos aleros holandeses.
Al día siguiente, cuando hubo suficiente claridad, la despiadada Johnsy ordenó que levantaran la persiana. La hoja aún seguía allí. Johnsy se quedó tendida largo tiempo, mirándola. Y luego llamó a Sue, que estaba revolviendo su caldo de gallina sobre el hornillo.
-He sido una mala muchacha, Susie -dijo-. Algo ha hecho que esa última hoja se quedara allí, para probarme lo mala que fui. Es un pecado querer morir. Ahora, puedes traerme un poco de caldo y de leche, con algo de oporto y... no; tráeme antes un espejo. Luego ponme detrás unas almohadas y me sentaré y te miraré cocinar.
Una hora después, Johnsy dijo:
-Susie, confío en que algún día podré pintar la bahía de Nápoles.
Por la tarde acudió el médico y Sue encontró un pretexto para seguirlo al comedor cuando salía.
-Hay buenas probabilidades -dijo el médico, tomando en la suya la mano delgada y temblorosa de Sue-. Cuidándola bien, usted la salvará. Y ahora tengo que ver a otro enfermo en el piso bajo. Es un tal Behrman... un artista, según parece. Otro caso de neumonía. Es un hombre viejo y débil y el acceso es agudo. No hay esperanzas de salvarlo; pero hoy lo llevan al hospital para que esté más cómodo.
Al día siguiente el médico le dijo a Sue:
-Su amiga está fuera de peligro. Usted ha vencido. Alimentación y cuidados, ahora. Eso es todo.
Y esa tarde Sue se acercó a la cama donde Johnsy, muy contenta, tejía una bufanda de lana muy azul y muy inútil, y la ciñó con el brazo, rodeando hasta las almohadas.
-Tengo que decirte una cosa -dijo-. Hoy murió de neumonía en el hospital el señor Behrman. Sólo estuvo enfermo dos días. El mayordomo lo encontró en la mañana del primer día en su cuarto, impotente de dolor. Tenía los zapatos y la ropa empapados y fríos. No pudieron comprender dónde había pasado una noche tan horrible. Luego encontraron una linterna encendida aún, y una escalera que Behrman había sacado de su lugar y algunos pinceles dispersos y una paleta con una mezcla de verde y amarillo... y... Mira la ventana, querida, observa esa última hoja de hiedra que está sobre la pared ¿No es extraño que no se moviera ni agitara al soplar el viento? ¡Ah, querida! Es la obra maestra de Behrman: la pintó allí la noche en que cayó la última hoja.

O. Henry

5 de agosto de 2015

Pasajeros en Arcadia, O. Henry

 Pasajeros en Arcadia O. Henry

En Broadway hay un hotel que todavía los organizadores de temporadas veraniegas no han descubierto. Tiene un fondo grande, ancho y fresco. Sus cuartos están terminados en roble oscuro. Las brisas hogareñas y el verdor intenso de los árboles brindan un grato panorama, sin las dificultades de los Adirondacks. Se puede ascender por sus anchas escaleras o subir soñadoramente en sus ascensores, guiados por empleados con botones de latón, con una apacible alegría nunca alcanzada por los alpinistas. En la cocina hay un chef que adereza la trucha de arroyo mejor que en White Mountains, unos mariscos que enloquecerían de envidia a Old Point Confort, y una carne de venado del Maine que ablandaría el corazón burocrático del guardacaza.
Poca gente ha descubierto este oasis en el desierto de julio de Manhattan. Puede verse, en ese mes, al escaso grupo de huéspedes del hotel disperso indolentemente en la fresca oscuridad de un lujoso comedor, observándose por entre la nevada extensión de las mesas desocupadas, felicitándose en silencio.
Unos camareros superfluos, a la expectativa, con movimientos etéreos, revolotean cerca, brindando cuanto se pueda precisar aun antes de que se pida. El tiempo es un abril eterno. El cielorraso, pintado a la acuarela, imita un cielo estival, recorrido por sutiles nubes que van y vienen sin desaparecer, tal como, mal que nos pese, lo hacen las verdaderas.
En la fantasía de los huéspedes dichosos, el grato y distante ruido de Broadway se convierte en una cascada que inunda los bosques con su tranquilo rumor. Cada vez que se percibe un paso extraño los huéspedes vuelven los oídos con ansiedad, por temor de que su refugio haya sido descubierto e invadido por los incansables buscadores de placeres que siempre asedian a la naturaleza aun en sus rincones más remotos.
Por eso, durante la época de calor, la pandilla de expertos se esconde cuidadosamente en la hostería deshabitada, gozando al máximo los placeres de la montaña y la plaza, que han unido y les han servido el arte y la maestría.
En ese mes de julio arribó al hotel una pasajera, que remitió su tarjeta al recepcionista a fin de que la anotara en el registro del hotel. La tarjeta decía:
“Madame Héloise D’Arcy Beaumont”
Madame Beaumont era de los huéspedes que amaban el Hotel Lotus. Poseía el aire distinguido de las personas selectas, moderado y suavizado por una gracia cordial, que hizo de los empleados del hotel sus esclavos. Los botones competían por acudir cuando tocaba el timbre; de no ser porque no lo poseían, los empleados no habrían vacilado en transferirle el hotel con todas sus pertenencias; los otros huéspedes la tenían por el mayor exponente de la elegancia femenina y de la belleza que perfeccionaba aquel ambiente.
Difícilmente esa superexcelente pasajera abandonaba el hotel. Sus modales concordaban con los hábitos de la exclusivista clientela del Hotel Lotus. Para gozar de aquella exquisita hostería, hay que olvidar la ciudad, como si distara muchas leguas. Por la noche se impone una breve recorrida a las terrazas cercanas; mas durante el ardiente día uno permanece en la umbrosa seguridad del Lotus, como una trucha suspendida en los translúcidos santuarios de su laguna preferida.
Pese a estar sola en el Hotel Lotus, Madame Beaumont se conducía como una reina cuya soledad se debe exclusivamente a su posición. Desayunaba a las diez, como un ser dulce, indolente y sutil que resplandece suavemente en la difusa penumbra como un jazmín en la oscuridad.
Pero era a la hora del almuerzo cuando el brillo de Madame llegaba al máximo. Vestía un atuendo tan bello y etéreo como la niebla surgida de una cascada invisible en un desfiladero de las montañas. Describir esta prenda sobrepasa la capacidad del autor. Rosas de rojo pálido descansaban siempre sobre su pechera guarnecida de encaje. Su vestido provocaba la admiración respetuosa del “maitre d’Hotel”, que salía a recibirla con una inclinación. Viéndolo, se pensaba en París, y tal vez en misteriosas condesas, y seguramente en Versalles y los estoques y en la señora Fiske y en el rojo y el negro. Estaba difundido en el Hotel Lotus el rumor, de impreciso origen, de que Madame era una cosmopolita, y de que sus delicadas manos blancas manejaban ciertos resortes internacionales en favor de Rusia. Dado que era una ciudadana de los más felices caminos del mundo, no tenía nada de extraño que encontrara en la atmósfera de refinamiento del Hotel Lotus el sitio de los Estados Unidos más deseable para una estadía reposada durante el auge de la canícula.
Comenzaba el tercer día de residencia de Madame Beaumont en el hotel, cuando ingresó al Lotus un joven que se anotó en el registro como huésped. Su vestimenta -para mencionar su aspecto en el .terreno admitido- estaba a la moda, sin exageración: sus rasgos eran agradables y regulares; su fisonomía era la de un hombre de mundo serio y distinguido. Notificó al empleado que permanecería tres o cuatro días; inquirió por los vapores que partían hacia Europa, y se hundió en la vacuidad dichosa de aquel hotel incomparable, con el aspecto satisfecho de un viajero que se acomoda en su posada preferida.
Si no cuestionamos la veracidad del registro, el joven se llamaba Harold Farrington. Y se entregó tan cauta y silenciosamente a la aristocrática y leve corriente de la vida del Lotus, que ni una sutil ondulación de las aguas llamó la atención, en su descanso, de los otros perseguidores de placeres. Comía en el hotel, y se adormeció en la misma paz dichosa que los otros dichosos navegantes. En un solo día se congració con su mesa y su camarero, y compartió el temor de que los jadeantes perseguidores de la tranquilidad que tenían a Broadway en efervescencia se abalanzaran allí y destruyeran ese paraíso cercano pero escondido.
Al otro día del arribo de Harold Farrington, Madame Beaumont, después del almuerzo, dejó caer al descuido su pañuelo. El señor Farrington lo alzó y se lo restituyó, sin adoptar el modo expansivo del hombre que procura trabar relación.
Tal vez hubiera una mística francmasonería entre los huéspedes distinguidos del Lotus. Tal vez los vinculara recíprocamente su común fortuna de descubrir lo mejor en cuanto a veraneo se tratase en un hotel de Broadway. Lo cierto es que estos dos cambiaron finas palabras de cortesía e intentaron apartarse del tono solemne. Y se desarrolló entre ambos, como en el propicio ambiente de un verdadero hotel de verano, una amistad florecida y fructificada sobre el terreno, como la mística planta del hechicero. Por unos instantes, los dos permanecieron parados en un balcón en el que terminaba el pasillo y se lanzaron mutuamente la plumosa pelota de la conversación.
-Una se fatiga de los viejos hoteles de verano -dijo Madame Beaumont, con tenue pero dulce sonrisa-. ¿De qué vale escapar a las montañas o a la playa para evadir el tumulto y el polvo, si la misma gente que los provoca nos persigue hasta allí?
-Aun hasta el océano lo siguen a uno los filisteos -acotó penosamente Farrington-. Los más aristocráticos transatlánticos se están transformando en simples barcazas de transporte. Dios nos proteja cuando el veraneante se entere de que el Lotus está más distante de Broadway que las Mil Islas o Mackinac.
-Espero que nuestro secreto esté a salvo al menos durante una semana -dijo Madame, con un suspiro y una sonrisa-. Ignoro dónde iría si esa gente se lanzara sobre nuestro amado Lotus. Conozco tan sólo un sitio tan delicioso en verano, y es el castillo del conde Polinski, en los Urales.
-Tengo entendido que Baden Baden y Cannes están prácticamente desiertos en esta temporada -dijo Farrington-. Año a año, los antiguos sitios de veraneo se desprestigian más. Tal vez muchos otros, igual que nosotros, persigan los rincones serenos que se le escapan a la mayoría.
-Me prometo tres días más de este encantador descanso -dijo Madame Beaumont-. El lunes sale el “Cedric”.
Los ojos de Harold Farrington denunciaron su pesar.
-Yo también debo partir el lunes -dijo-. Pero no voy al extranjero.
Madame Beaumont se encogió de hombros de una manera parisiense, luciendo un hombro redondo.
-Una no puede esconderse así constantemente, por encantador que esto pueda ser. Me están preparando el castillo desde hace un mes. ¡Qué molestas son esas fiestas que una tiene que dar! Pero nunca podré olvidar mi semana en el Hotel Lotus.
-Tampoco yo -dijo Farrington, en voz baja-. Y no olvidaré nunca el “Cedric”.
Tres días más tarde, la noche del domingo, los dos estaban sentados junto a una pequeña mesa en la misma terraza. Un reservado camarero trajo cubitos de hielo y vasitos con clarete.
Madame Beaumont lucía el mismo bello vestido de noche que llevaba todos los días para almorzar. Parecía pensativa. Sobre la mesa, junto a su mano, estaba un pequeño bolso adornado con dijes.
-Señor Farrington -dijo, con la sonrisa que había congraciado al Lotus-. Deseo decirle algo. Mañana por la mañana, antes del desayuno, me iré del hotel, pues debo regresar a mi trabajo. Soy vendedora de la sección medias del Bazar Gigante, de Casey, y mis vacaciones terminan mañana a las ocho. Este billete de dólar es el último dinero que veré hasta cobrar mi sueldo de ocho dólares semanales el sábado próximo a la noche. Usted es un verdadero caballero y ha sido bondadoso conmigo, de manera que deseo decírselo antes de partir.
“Estuve haciendo economías sobre mi sueldo por un año, sólo para permitirme estas vacaciones. Deseaba vivir una semana como una dama, aunque no fuese más que una vez en mi vida. Deseaba levantarme cuando me viniera en gana, en lugar de tener que arrastrarme fuera de la cama todas las mañanas a las siete, y vivir con lo mejor, y ser servida, y tocar el timbre para pedir cosas como lo hacen los ricos. Ahora lo he hecho, y he tenido las más dichosas horas de mi vida. Regreso a mi empleo y a mi pequeño vestíbulo-dormitorio satisfecha por otro año. Deseaba decírselo, señor Farrington, puesto que yo... supuse que usted simpatizaba conmigo, y yo... yo he simpatizado con usted. Pero debí engañarlo hasta ahora porque todo esto no era para mí más que un cuento de hadas. De manera que me referí a Europa y a todo lo que hay en otros países y sobre lo cual he leído, y le hice creer a usted que era una gran dama.
“Este vestido que llevo, el único entre los que tengo que merece usarse, lo compré en O’Dowd y Levinsky, en cuotas. Me costó setenta y cinco dólares, y fue hecho a la medida. Pagué diez dólares al contado, y continuarán cobrándome a razón de un dólar por semana hasta que lo haya terminado de pagar. Esto es, aproximadamente, todo lo que tengo para decirle, señor Farrington, excepto que me llamo Mamie Siviter y no Madame Beaumont, y que le agradezco sus gentilezas. Este dólar me servirá mañana para pagar la cuota semanal del vestido, que vence ese día. Ahora creo que subiré a mi habitación.”
Harold Farrington había escuchado la narración de la huésped más bella del Lotus con aire imperturbable. Cuando Madame Beaumont terminó, Farrington sacó del bolsillo del saco un librito que semejaba un talonario de cheques, anotó algo sobre un formulario en blanco con un pedacito de lápiz, quitó la hoja, se la entregó a su interlocutora y tomó el dólar.
-También yo debo regresar a mi trabajo mañana por la mañana -dijo-. Y es mejor que comience ahora. Aquí tiene un recibo por su pago semanal del vestido. Soy cobrador de O’Dowd y Levinsky desde hace tres años. Es notable que a usted y a mí se nos haya ocurrido la misma idea de pasar nuestras vacaciones... ¿cierto? Siempre soñé con alojarme en un hotel aristocrático, y ahorré cuanto pude de mis veinte dólares semanales para poder hacerlo. Oiga, Mamie... ¿Qué le parece si fuéramos el sábado por la noche a pasear en el barco de Coney Island?
El rostro de la supuesta Madame Heloise D’Arcy Beaumont se iluminó.
-Oh, apueste a que iré, señor Farrington. La tienda cierra los sábados a las doce. Supongo que Coney puede estar bien incluso después de pasar una semana entre la alta sociedad.
Bajo el balcón, la sofocante ciudad rugía bulliciosa en la noche de julio. En el interior del Hotel Lotus reinaban las frías y suaves sombras, y el solícito camarero deambulaba cerca de las ventanas bajas, atento ante cualquier señal para servir a Madame y su acompañante.
Ante la puerta del ascensor, Farrington se despidió y Madame Beaumont se preparó para su última ascensión. Pero antes de que llegara la silenciosa jaula, se dijeron:
-Desde ahora olvídate de Harold Farrington, ¿vale? Me llamo McManus, James McManus, aunque suelen llamarme Jimmy.
-Buenas noches, Jimmy -dijo Madame.


O. Henry

4 de agosto de 2015

Los caprichos de la suerte, O. Henry

O. Henry era el pseudónimo del escritor, periodista y cuentista norteamericano William Sydney Porter (11 de septiembre de 1862 – 5 de junio de 1910). Uno de los maestros en la historia del relato breve, su admirable tratamiento de los finales narrativos popularizó en lengua inglesa la expresión “un final a lo O. Henry”.
Nació en Greensboro, Carolina del Norte. Su padre, Algernon Sidney Porter, era médico. Cuando William tenía tres años, su madre murió de tuberculosis, y él y su padre se trasladaron a la casa de la abuela paterna. William era un gran lector y alumno estudioso, graduándose en la escuela elemental en 1876. Más tarde se matriculó en el Instituto de la calle Linsey. En 1879 empezó a trabajar como tenedor de libros en la botica de un tío suyo y en 1879, a los 19 años, obtuvo el título de farmacéutico.
La juventud del escritor fue tormentosa. Se trasladó a Texas en 1882, trabajando en un rancho ganadero. Posteriormente se trasladó a la ciudad de Austin, donde desempeñó diversos oficios. En Texas aprendió español. En 1887 se fugó con la joven Athol Estes, hija de una familia adinerada. En 1888 Athol dio a luz a un niño que murió. En 1889 nació una nueva hija: Margaret.
En 1894 Porter fundó un semanario humorístico llamado The Rolling Stone. En ese mismo año sería despedido de un banco de Austin por malversador. Al venirse abajo The Rolling Stone, el escritor se mudó a Houston, donde empezó a escribir en el Houston Post. Al poco tiempo fue encarcelado en relación con el asunto de Austin. En la víspera del juicio escapó a New Orleans y más tarde se embarcó para Honduras. En 1897, sin embargo, se vio obligado a regresar debido a una grave enfermedad de su mujer, momento en que decidió entregarse a la justicia, a la que apeló sin éxito.
Su mujer dejó de existir el 25 de julio de 1897 y, al año siguiente, O. Henry fue sentenciado a cinco años de prisión, condena que cumplió en la Penitenciaría del Estado de Ohio. Salió en 1901, al cabo de tres años, por buena conducta. Desde prisión, con el fin de mantener a su hija, O. Henry enviaba colaboraciones literarias a los periódicos. Fue para evitar que sus lectores conocieran su situación por lo que O. Henry eligió dicho pseudónimo, tomado, según afirman unos, del nombre de uno de sus guardianes. Otras fuentes sostienen que se deriva de la llamada al gato de la familia, Henry: “Oh, Henry!”, aunque no faltan otras versiones. Contrajo nuevas nupcias en 1907 con su novia de la infancia, Sarah Lindsey Coleman. Ni este matrimonio ni el éxito que obtuvo rápidamente con sus relatos cortos (o tal vez precisamente por esto último) impidieron que cayese en el alcoholismo. Sarah lo abandonó en 1909. O. Henry murió al año siguiente de cirrosis hepática.
Se celebró su funeral en New York City, y después fue enterrado en Asheville, Carolina del Norte. Su hija, Margaret Worth Porter, murió en 1927, siendo inhumada junto a su padre.
Se ha intentado en varias ocasiones otorgar al escritor el perdón póstumo, pero la cuestión sigue en el aire.
Los caprichos de la suerte, O. Henry

Existe una aristocracia de los parques públicos, e incluso de los vagabundos que los emplean como apartamentos privados. Vallance era un novato en la materia, pero cuando emergió de su mundo para internarse en el caos, sus pasos lo llevaron directamente a Madison Square.
Seco y adusto como una colegiala -de las de antes-, el joven mayo suspiraba con austeridad entre los árboles florecientes. Vallance se abotonó la chaqueta, encendió su último cigarrillo y se sentó en un banco. Durante tres minutos lamentó la pérdida de los últimos cien de sus últimos mil dólares, arrebatados por un policía motorizado que había puesto fin a su última correría en automóvil. Luego se revisó todos los bolsillos y no encontró un solo centavo. Aquella mañana había dejado su apartamento. Los muebles habían servido para pagar ciertas deudas. Su ropa, salvo la que tenía puesta, había pasado a manos de su criado, en concepto de salarios atrasados. Y allí estaba, en una ciudad que no le deparaba una cama, una langosta asada, un pasaje de tranvía, un clavel para la solapa, a menos que los obtuviera dando un sablazo a sus amigos o mediante algún engaño. Por lo tanto, había elegido el parque.
Y todo por culpa de un tío que lo había desheredado, pasándole de una generosa asignación a la nada. Y todo porque su sobrino lo había desobedecido con respecto a cierta muchacha que no entra en esta historia, razón por la cual los lectores que hayan comenzado a interesarse por ese lance no deben avanzar más. Existía otro sobrino, de una rama diferente, que en un tiempo había despuntado como probable heredero favorito. Falto de gracia y esperanza, había desaparecido en el fango largo tiempo atrás. Ahora rastreaban su paradero: debía ser rehabilitado y devuelto a su posición. De modo que Vallance, como Lucifer, había caído aparentemente a la sima más honda, reuniéndose así con los andrajosos fantasmas del pequeño parque.
Allí sentado, se reclinó a sus anchas en la dura madera del banco y, sonriendo, lanzó un chorro de humo hacia las ramas más bajas de un árbol. La repentina ruptura de todos sus vínculos vitales le había acarreado una alegría libre, estremecedora, casi exultante. Era la misma sensación del aeronauta que se aferra al paracaídas y deja que su globo se aleje sin rumbo.
Eran casi las diez. En los bancos no había demasiados vagabundos. El morador del parque, si bien combate tercamente al frío otoñal, es lento en atacar a la vanguardia del ejército primaveral. Entonces alguien abandonó su banco, cerca del surtidor saltarín, y fue a sentarse al lado de Vallance. No era ni joven ni viejo; las pensiones baratas le habían contagiado un olor a moho; peines y navajas no tenían tratos con él, en su cuerpo la bebida había sido embotellada y etiquetada bajo la vigilancia del diablo. Pidió una cerilla, lo cual suele servir de presentación entre esa clase de banqueros, y después comenzó a hablar.
-Usted no es de los habituales -le dijo a Vallance-. Reconozco la ropa hecha a la medida apenas la veo. Usted sólo ha parado aquí un momento. ¿Le molesta que le hable mientras tanto? Es que he de estar con alguien. Tengo miedo, tengo miedo. Se lo he dicho a dos o tres de esos gandules que hay por ahí. Creen que estoy loco. Escuche, escuche lo que le voy a decir: todo lo que me queda para comer hoy son dos rosquillas y una manzana. Mañana me presento para heredar tres millones, y aquel restaurante que ve allí, todo rodeado de coches, me resultará demasiado barato. No me cree, ¿verdad?
-Almorcé en ese restaurante ayer -dijo Vallance riéndose- sin el menor problema. Esta noche no podría pagar los cinco centavos de una taza de café.
-Usted no parece uno de nosotros. Bien, supongo que esas cosas suceden. Hace algunos años yo estaba en la cumbre. ¿Qué fue lo que lo hizo caer?
-Oh..., yo... perdí mi trabajo -dijo Vallance. -Esta ciudad es la esencia del Hades -continuó el otro-. Un día uno come en porcelana china, y al día siguiente come a lo chino: un puñado de arroz. He tenido muy mala suerte.
Hace cinco años que no soy más que un mendigo. Me criaron para vivir a lo grande y no hacer nada. No me importa decírselo, sabe; he de hablar con alguien porque tengo miedo; ¿se da cuenta?, tengo miedo. Me llamo Ide. Usted no me creerá si le digo que el viejo Paulding, uno de los millonarios de Riverside Drive, era tío mío. ¿Me cree? Y bien, así es. En otro tiempo viví en su casa y tuve todo el dinero que me dio la gana. Oiga, ¿por casualidad no tendrá para pagar un par de copas, señor...? ¿Cómo se llama usted?
-Dawson -dijo Vallance-. No; lamento declarar que financieramente estoy liquidado.
-Hace una semana que vivo en un depósito de carbón de la Calle Division -prosiguió Ide-, con un granuja llamado Blinky Morris. No tenía otro sitio adónde ir. Hoy, mientras estaba fuera, se ha presentado un tipo con un montón de papeles, preguntando por mí. Yo he pensado que era un policía de paisano, así que no he vuelto hasta la noche. Había una carta esperándome. Oiga, Dawson; era de Mead, un gran abogado de la ciudad. He visto su placa en la Calle Ann. Paulding pretende convertirme en el sobrino pródigo, quiere que regrese, vuelva a ser su heredero y despilfarre su dinero. Mañana, a las diez, he de presentarme en la oficina del abogado para calzar otra vez mis viejos zapatos... Heredaré tres millones, Dawson, y me darán diez mil dólares al año. Y tengo miedo... Tengo miedo.
El vagabundo se puso en pie de un salto y se llevó los brazos temblorosos a la cabeza. Contuvo la respiración y lanzó un gemido histérico.
Vallance lo agarró del brazo y le obligó a sentarse.
-¡Serénese! -ordenó en un tono parecido al del asco-. Se diría que ha perdido usted una fortuna, en lugar de haberla ganado. ¿De qué tiene miedo?
Encogido en el banco, Ide se estremeció. Agarró la manga de Vallance e, incluso al débil resplandor de las luces de aquella avenida de donde éste fuera expulsado, se podían ver en los ojos del otro lágrimas impelidas por un extraño terror.
-Temo que me pase algo antes del amanecer. No sé qué... Algo que me impida alcanzar ese dinero. Tengo miedo de que me caiga un árbol encima, de que me atropelle un coche, o me aplaste una cornisa o algo por el estilo. Nunca había sentido esto. He pasado cientos de noches en este parque, tan en calma como una figura de piedra, sin saber cómo iba a desayunar. Pero ahora es diferente. Yo adoro el dinero, Dawson, soy feliz como un dios cuando lo palpo, cuando la gente se inclina a mi paso, cuando me veo rodeado de música, flores y ropa cara. Mientras supe que estaba fuera del juego no me preocupé. Hasta pasé momentos felices sentado aquí, andrajoso y hambriento, escuchando el rumor de la fuente y mirando los coches de la avenida. Pero ahora que está nuevamente al alcance de mi mano..., no soy capaz de soportar las doce horas de espera, Dawson, no soy capaz. Hay cincuenta cosas que pueden sucederme... Podría quedarme ciego, podría sufrir un ataque al corazón, el mundo podría acabarse antes de...
Ide volvió a ponerse en pie con un chillido. En los bancos la gente se agitó y empezó a mirar. Vallance lo tomó del brazo.
-Vamos, caminemos -le dijo suavemente-. Y trate de calmarse. No hay por qué excitarse o preocuparse. Todas las noches son iguales.
-Es verdad -dijo Ide-. Quédese conmigo, Dawson... Usted es un buen tipo. Andemos juntos un poco. Jamás he estado así de deshecho, y eso que he sufrido muchos golpes duros. ¿Cree usted que podría conseguir algo de comer, amigo? Temo que estoy demasiado nervioso para mendigar. Vallance condujo a su compañero por una casi desierta Quinta Avenida, y luego hacia el oeste, por la Treinta, hacia Broadway.
-Espere aquí un momento -dijo dejando a Ide en un lugar silencioso, entre las sombras. Entró en un conocido hotel y se encaminó hacia la barra con la soltura de otros tiempos.
-Mira, Jimmy, fuera hay un pobre diablo -explicó al camarero- que dice tener hambre, me parece que es cierto. Ya sabes lo que esa gente hace si les das dinero. Prepárale un par de sándwiches, y yo me ocuparé de que no los tire por ahí.
-Seguro, señor Vallance -dijo el camarero-. No todos son mentirosos. Y no me gusta que nadie se muera de hambre. Envolvió en una servilleta una generosa ración del menú libre. Vallance salió con ella y se reunió con su compañero. Ide se abalanzó sobre la comida con una avidez famélica.
-En todo el año no había comido un menú como éste -declaró-. ¿No va a probarlo, Dawson?
-Gracias, no tengo hambre -dijo Vallance.
-Volvamos a la plaza -propuso Ide-. Allí no nos molestarán los polis. Guardaré el resto del jamón y lo demás para el desayuno. No comeré más. Tengo miedo de enfermarme. ¡Imagínese que muera de un calambre y jamás llegue a tocar el dinero! Todavía faltan once horas para ver al abogado. Usted no me abandonará, ¿verdad, Dawson? Temo que pueda sucederme algo. Usted no tiene adónde ir, ¿verdad?
-No -dijo Vallance-. Esta noche no tengo casa.
-Si es verdad lo que me ha contado -continuó Ide-, se lo toma usted con mucha calma. Juraría que cualquier hombre que se quedara en la calle después de perder un buen trabajo, estaría arrancándose los pelos.
-Creo haber señalado ya -dijo Vallance- que, para mí, un hombre en situación de recibir una fortuna debería sentirse alegre y sereno.
-Es curioso -filosofó Ide- ver cómo la gente se toma las cosas. Aquí está su banco, Dawson, justo al lado del mío. En este lugar la luz no le dará en los ojos. Oiga, Dawson, cuando vuelva a casa haré que el viejo escriba una carta de recomendación para que usted encuentre trabajo. Me ha ayudado mucho esta noche. De no haber dado con usted, no habría sobrevivido.
-Gracias -dijo Vallance-. ¿Se duerme sentado o tumbado?
Durante horas, casi sin parpadear, Vallance contempló las estrellas a través de las ramas de los árboles y escuchó el agudo retumbar de los cascos de los caballos que, sobre el mar de asfalto, pasaban hacia el sur. Si bien mantenía la mente activa, sus sentimientos se habían adormecido. Parecía como si le hubiesen extirpado toda emoción. No sentía pena ni angustia, ni dolor ni incomodidad. Hasta cuando pensaba en la muchacha, le daba la impresión de que ella habitaba una de las estrellas remotas que estaba contemplando. Recordó las absurdas bufonadas de su compañero y se rió quedamente, pero sin regocijo alguno. Pronto el ejército cotidiano de carros de lechero convirtió la ciudad en un tambor bramante al compás del cual marchaban. Vallance se durmió en el incómodo banco.
Al día siguiente, a las diez, ambos se presentaron a la puerta del despacho del abogado Mead, en la Calle Ann.
A medida que se aproximaba la hora, los nervios de Ide iban de mal en peor; y Vallance no se decidía a entregarlo a los peligros que temía.
Cuando entraron en el despacho, Mead los miró estupefacto. Vallance y él eran viejos amigos. Después de saludarlo se volvió hacia Ide, quien se hallaba lívido y temblequeante, al borde de la presumible crisis.
-Anoche envié a su dirección una segunda carta, señor Ide -dijo el abogado-. Le informa que el señor Paulding ha reconsiderado la propuesta de acogerlo una vez más bajo su protección. Ha decidido no hacerlo, y desea comunicarle que esto no afectará las relaciones entre ustedes.
El temblor de Ide cesó repentinamente. Su rostro recuperó el color, y enderezó la espalda. Adelantó tres centímetros la mandíbula y en sus ojos despuntó un fulgor. Retiró con una mano su estropeado sombrero, y tendió la otra, de dedos rígidos, al abogado. Aspiró profundamente y acabó por lanzar una risa sardónica.
-Dígale al viejo Paulding que se puede ir al infierno -dijo con voz clara y rotunda, y, dándose la vuelta, salió del despacho con paso firme y vivo.
Mead giró sobre sus talones para enfrentarse a Vallance, y sonrió.
-Me alegro de que hayas venido -dijo de buen humor-. Tu tío quiere que vuelvas a casa enseguida. Ha reflexionado sobre la situación que produjo su apresurada decisión, y desea comunicarte que a partir de ahora todo volverá a ser como...
Mead interrumpió la frase y gritó a su ayudante:
-¡Eh, Adams! Traiga un vaso de agua... El señor Vallance acaba de desmayarse.

3 de agosto de 2015

El sueño, O. Henry

 El sueño, O. Henry

La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

O. Henry


Nota del Editor

Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.

2 de agosto de 2015

Dolor como una mano, Roberto Jorge Santoro

Dolor como una mano

como un bolsillo olvidado lleno de caricias
entumecido de impaciencia
salir temblar correr
andar la calle
meta bulla con los besos
pero la fiesta impar
lo impropio cada tarde
la ojera golpeando contra el hueso
y algún idiota que no faltan

entonces hoy te digo
un cucurucho de bondad estoy gritando
el loco barquichuelo de la risa

amor
dame tu mano
y no me juegues a quién está más solo
y al límite que voy pedrada loca

cataplún qué ciego el aire
yo no sé qué tengo

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

1 de agosto de 2015

Tengo que volar un beso, Roberto Jorge Santoro

Tengo que volar un beso

A Guillermina Cabrera muerta por una bomba

había una vez un hilito de alegría
una mano como una flor

trilla el aire un globo torpe
y un gajo empuja una caricia de sangre

se lleva la grieta aquel miedo al Cuco
la posibilidad del ángel
la mano
el montoncito de vida

y ahora que más da saber que hay un muñeco sin brazos
un zapatito roto
yo sé que sabía las otras palabras
y ahora cómo voy a contar el cuento de caperucita roja?

en casa tengo dos flores secas y el dibujo de un payaso
Guillermina

Roberto Jorge Santoro

De Oficio desesperado (1962), Balada de papel (1959-1960) de Obra poética completa 1959-1977 Roberto Jorge Santoro, Ediciones r r

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