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8 de julio de 2015

Existencia Hindú, Hermann Hesse

 Existencia Hindú, Hermann Hesse


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943Existencia Hindú, Hermann Hesse

UNA de las partes de Vichnú, mejor dicho, una de las partes de Vichnú convertidas en ser humano y encarnadas en Rama, en una de sus fieras luchas demoníacas con el príncipe de los demonios exterminado con la flecha de la hoz lunar, volvió bajo formas humanas al movimiento circular de lo creado, se llamó Ravana y vivió como príncipe guerrero a orillas del amplio Ganges. Fue el padre de Dasa. La madre de Dasa murió joven y, apenas su sucesora dio un hijo al príncipe, se le cruzó a la mujer el pequeño Dasa en el camino; en su lugar, que era el del primogénito, deseó ver consagrado un día como señor a su hijo Nala y rapo enemistar a Dasa con su padre y resolvió quitar de en medio al muchacho en la primera ocasión favorable. Pero no se le escapó la intención a un brahmán de la corte de Ravana, Vasudeva, el experto en sacrificios, y el sabio supo impedir el propósito. Le daba pena el niño y también le parecía que el pequeño príncipe había heredado de su madre una disposición para la piedad y un sentido del derecho. Cuidó, pues, de Dasa, para que no le pasara nada, y esperó la oportunidad de sacarlo de manos de la madrastra.
El raja Ravana poseía un hato de vacas consagradas a Brahma, que se consideraban santas y con cuya leche y manteca se hacían numerosos sacrificios al dios. En el país se les reservaban los mejores sitios del pastaje. Ocurrió un día que uno de los cuidadores de estas vacas dedicadas a Brahma vino a entregar una carga de manteca y a anunciar que en la región donde habían pastado las vacas se preveía una gran sequía próxima, de manera que los pastores habían decidido de común acuerdo llevar ese ganado más adelante hacia las montañas, donde hasta en los periodos más áridos no faltaban nunca ni las fuentes ni el forraje fresco. El brahmán se confió con ese pastor que conocía desde años atrás; era un buen amigo fiel y, cuando al día siguiente el pequeño Dasa, hijo de Ravana, hubo desaparecido y no pudo ser hallado, Vasudeva y el pastor fueron los únicos que conocían el secreto de su desaparición. Pero el niño Dasa había sido llevado a las colinas por el pastor; allí encontraron al rebaño que marchaba lentamente y Dasa se unió con gusto a los pastores, creció como hijo de ellos, ayudó a cuidar y arrear, aprendió a ordeñar, jugó con los terneros y estuvo tirado debajo de los árboles, bebió leche endulzada y se cubrió de boñiga los pies desnudos. Eso le gustó mucho, conoció a los pastores y las vacas y su vida, conoció la selva y sus árboles y sus frutos, gustó del mango, de los higos silvestres y del varínga, pescó las dulces raíces de loto en los verdes estanques del bosque, los días de fiesta se adornó con una corona de rojas flores de la llama del soto, aprendió a guardarse de los animales salvajes, a huir del tigre, a hacer amistad con el mundo tan inteligente y con el erizo tan alegre, a resistir la época de la lluvia en la oscura choza protectora; allí hacían sus juegos los niños, cantaban versos o tejían canastas y esteras de junco. Dasa olvidó su patria anterior y su vida precedente, pero no del todo; le parecían apenas un sueño.

Y un día que el rebaño había pasado a otra región. Dasa fue al bosque porque quería buscar miel. Tenía un gran amor y una gran admiración por el bosque desde que lo conoció y éste, además, le pareció mucho más hermoso; a través de la fronda y las ramas, la luz del sol se descolgaba como serpiente de oro; le encantaba como los sonidos se entrelazaban y cruzaban en suave y muelle tejido brillante, el canto de los pájaros, el murmullo de las copas, las voces de los monos; y el tejido parecía el de la luz en las frondas: luz también. Así también llegaban, se fundían y se separaban otra vez los olores, los perfumes de flores, maderas, hojas, aguas, musgos, animales, frutos, tierra y podredumbre, todo agrio y dulce, silvestre e íntimo alegre y cohibido, despertando y adormeciendo. De vez en cuando rugía en invisibles precipicios boscosos una catarata, danzaba sobre blancos corimbos una mariposa verde y sedosa con manchas negras y amarillas, crujía una rama muy honda en el bosque sombreado de azul, y pesada caía una hoja sobre otra, o pasaba una fiera en la oscuridad o se peleaba una mona camorrera, con las otras. Dasa olvidó la búsqueda de la miel, y mientras espiaba unos diminutos pajarillos brillantes y de muchos colores, entre altos helechos que formaban un bosquecillo espeso en el gran bosque, vio perderse un rastro, casi una vereda, un delgado y pequeñísimo sendero y, penetrando callado y prudente a la zaga del sendero, descubrió debajo de un árbol de muchos troncos una pequeña choza, una suerte de tienda puntiaguda, construida con helechos, casi tejida, y cerca de la choza sentado en el suelo, pero erguido, un hombre inmóvil, con las manos en descanso entre los pies cruzados, y debajo de las canas y de la ancha frente miraban hacia el suelo ojos tranquilos sin mirada, abiertos, pero dirigidos hacia adentro. Dasa comprendió que sería un santo, un yoghi; no era el primero que veía; eran hombres muy respetables y muy queridos por los dioses, y era bueno ofrendarles dones y demostrarles veneración. Pero éste aquí, sentado tan noblemente delante de su choza hermosa y oculto y sumergido en la meditación, le gustó más al niño y le pareció el más extraño y digno de todos los que había visto hasta ese momento. Rodeaba al hombre, que parecía flotar y verlo todo y saberlo todo a pesar de su mirada lejana, un nimbo de santidad, un círculo sagrado de nobleza, una ola y una llama de ardor comprimido y de fuera yoghi, que el niño no se hubiera atrevido a atravesar o a infringir con un saludo o una llamada. La dignidad y grandeza de su figura, la luz interior que irradiaba su mirada, el recogimiento y la metálica inmovilidad de sus rasgos emitían ondas y rayos en cuyo centro estaba entronizado como una luna, y la fuerza espiritual acumulada y la voluntad tranquilamente recogida en su figura extendían alrededor de él un círculo mágico fácil de percibir: este hombre hubiera podido matar a uno y devolverlo otra vez a la vida con el solo deseo o el pensamiento, sin levantar siquiera los ojos.
Más inmóvil que un árbol que por lo menos se mueve respirando con las frondas y las ramas, inmóvil como un ídolo de piedra, el yoghi estaba sentado en su lugar y tan inmóvil permaneció también el niño desde que lo vio, como clavado en el suelo, encadenado y mágicamente atraído por la figura. Estuvo mirando fijo al hombre, vio una mancha de luz solar sobre su hombro, otra mancha sobre sus manos tranquilas, vio las manchas moverse lentamente y surgir otras y, estando así asombrado, comenzó a comprender que la luz del sol nada tenía que ver con el hombre, ni tampoco el canto de los pájaros y los gritos de los monos alrededor en el bosque, ni la oscura abeja silvestre que se posó en la cara del contemplador, olió su piel, trepó un breve trecho por la mejilla y se elevó y huyó volando, ni toda la múltiple vida de la selva. Todo esto sintió Dasa, todo lo que los ojos ven, los oídos oyen, lo que es bello o feo, grato o terrible; todo esto no tenía relación alguna con el santo varón; la lluvia no le daría frío ni molestia, el fuego no podría quemarlo; todo el mundo en su rededor se había convertido para él en algo superficial, sin importancia. Se podía intuir de todo eso que tal vez en realidad, el mundo entero no podía ser más que juego y superficie, soplo de viento y ruido de olas sobre profundidades desconocidas, no idea sino escalofrío físico y leve mareo sobre el expectante príncipe-pastor, sensación de horror y peligro y al mismo tiempo de atracción en nostálgico deseo. Porque, mí lo sentía, el yoghi se había hundido a través de la superficie del mundo, a través del mundo de superficies, hasta el fondo del ser, en el misterio de todas las cosas; había penetrado y limpiado de si la red de hechizo de los sentidos, los juegos de la luz, los ruidos, los colores, las sensaciones, y se quedaba firmemente arraigado en lo sustancial y sin mutaciones.
El niño, aunque educado un día por brahmanes y dotado de mucha luz espiritual, no comprendía esto con la razón y nada hubiera podido decir al respecto con palabras, pero lo sentía como en la hora bendita se siente la proximidad de lo divino, lo sentía como un estremecimiento de respeto y admiración por este ser, como amor por él y anhelo de una vida igual a la que parecía vivir en meditación el hombre allí sentado. Así se encontró Dasa, recordando de manera maravillosa, gracias al anciano, su origen principesco y real; tocado en el corazón, al borde del bosque de helechos, dejó que los pájaros volaran y los árboles conversaran con suave ruido; dejó que la selva fuera selva y la tierra tierra, se rindió al sortilegio y miró al ermitaño meditabundo, preso en la calma inconcebible y la absoluta inasibilidad de su figura, en la luminosa calma de su rostro, en la energía y el recogimiento de su estado, en la perfecta entrega a su servicio.
Mis tarde, no hubiera podido decir si pasó cerca de la choca dos o tres horas o si fueron días. Cuando salió del hechizo, cuando en silencio se retiró deslizándose entre los helechos, buscó el camino para salir del bosque y finalmente llegó a las amplias praderas y al rebaño, lo hizo sin saber lo que hacía, su alma estaba aún hechizada y sólo despertó cuando lo llamó uno de los pastores. Éste lo recibió con duras palabras de reproche por su larga ausencia, pero cuando Dasa lo miró sorprendido con grandes ojos como si no comprendiese palabra, el pastor calló en seguida, asombrado por la mirada extraña y rara del niño y su porte solemne. Pero al cabo de un rato le preguntó:
—¿Dónde estuviste, querido? ¿Viste tal vez a un dios o encontraste a un demonio?
—Estuve en la selva —contestó Dasa—, me sentí atraído, quería buscar miel. Pero luego me olvidé de eso, porque vi allí a un hombre, un ermitaño, sentado, hundido en la contemplación o en la oración y, cuando lo vi y observé su rostro luminoso, tuve que quedarme y mirarlo largo rato. Al anochecer quisiera volver allá y llevarle regalos: es un santo.
—Hazlo —dijo el pastor—, llévale leche y manteca dulce; hay que honrarlos y darles cosas a los santos.
—¿Pero cómo debo dirigirle la palabra?
—No hace falta que le hables, Dasa, inclínate ante él, nada más; coloca tus regalos delante de él, más no hace falta.
Y así lo hizo. Tardó un rato antes de volver a hallar el lugar. El sitio delante de la choza estaba desierto y no se atrevió a entrar en la cabaña; colocó, pues, sus regalos en la entrada, en el suelo, y se alejó.
Mientras los pastores estuvieron con las vacas en la cercanía del lugar, todas las noches llevó ofrendas al santo y acudió también una vez de día, encontró al venerable rezando en contemplación y no resistió tampoco esta vez la tentación de recibir como espectador afortunado un rayo de fuerza y de beatitud del santo varón. Y aun después que abandonaron esa región y Dasa ayudó a llevar el rebaño a otras praderas, no pudo por mucho tiempo olvidar la aventura en la selva, y como lo hacen los niños, a veces, cuando estaba solo, se abandonaba al sueño de ser él mismo un ermitaño, conocedor de las normas yoghis. Entre tanto, con el correr de los días, el recuerdo y el ensueño comenzaron a borrarse, tanto más que Dasa fue tornándose rápidamente grande y fuerte y se entregó con alegre interés a los juegos y luchas de sus coetáneos. Pero quedó en su alma un rescoldo, una ligera noticia, como si lo principesco que perdiera sólo pudiera serle devuelto o reemplazado con la dignidad y el poder del yoghismo.
Un día, como ellos se encontraran en la proximidad de la ciudad, uno de los pastores trajo de ella la noticia de que era inminente una gran fiesta: el anciano príncipe Ravana, perdidas sus fuerzas de antes y ya caduco, había fijado un día para que su hijo Nala le sucediera y fuera proclamado príncipe. Dasa quería asistir a esa fiesta, para ver la ciudad de la cual quedaba en su alma desde la niñez apenas un leve rastro de recuerdo, para oír la música, admirar el cortejo y los torneos de los nobles, y conocer una vez aquel mundo desconocido de los hombres de la ciudad y la aristocracia, tan a menudo descrito en las leyendas y los cuentos, que sabía —y esto también era solamente leyenda o cuento, o algo menos aún— haber sido el suyo propio en un lejano pasado. Los pastores habían recibido la orden de entregar en la corte una carga de manteca para los sacrificios de la festividad, y Dasa, muy satisfecho, fue uno de los tres que el jefe de los pastores designó para esa tarea.
Para entregar la mantequilla, se encontraron en la corte la tarde de la víspera, y recibió el envío el brahmán Vasudeva, que presidía los ritos de los sacrificios, y quien no reconoció al jovencito. Con mucho gozo, los tres pastores tomaron parte luego en la fiesta, vieron comenzar los sacrificios, con la dirección del brahmán, muy temprano por la mañana; vieron la dorada manteca, pasto abundante de las llamas, trasformada en incendio que elevaba sus ardientes lenguas al cielo; el fuego subía al infinito y con él el humo impregnado de grasa, grato a los treinta dioses. Vieron en el cortejo solemne a los elefantes con las plataformas de dorado techo y los guías sentados, vieron el coche real adornado con flores y en él el joven raja Nala y escucharon la música poderosamente armoniosa de los clarines. Y todo era grandioso y magnífico y un poro ridículo también, por lo menos así le pareció al joven Dasa: estaba ensordecido y embelesado y aun embriagado por el ruido, por el coche y los caballos enjaezados, por toda la pompa y el suntuoso despilfarro; quedó fascinado por las danzarinas que bailaban delante del coche principesco, mujeres de esbelta figura y delicadas como tallos de loto; quedó admirado por la grandeza y la belleza de la ciudad, pero lo consideró todo, sin embargo, aun en su embriaguez y alegría, con el sobrio sentir del pastor, que en el fondo desprecia al hombre de la ciudad. No pensó en que, en realidad, el primogénito era él; en que allí ante sus ojos era consagrado, ungido y festejado su hermanastro Nala, que no recordaba siquiera; en que él mismo, Dasa, hubiera debido ir en su lugar en el coche adornado con flores. En cambio no le agradó nada el joven Nala, le pareció tonto y malo en su mimada educación e insoportablemente vanidoso en su exagerada egolatría; con placer le hubiera hecho una jugarreta a este jovencito que se daba aires de príncipe y le hubiera dado una lección, pero no había oportunidad para ello y rápidamente se olvidó por lo mucho que había de ver y oír y reír y gustar. Las mujeres de la ciudad eran bellas y tenían miradas atrevidas y excitantes, movimientos y palabras de coquetas; los tres pastores pudieron escuchar frases que recordaron por largo tiempo. Las palabras, seguramente, se decían con una inflexión de burla, porque al hombre de la ciudad le pasa lo mismo con el pastor, como a éste con aquél. A pesar de esto, los jóvenes alimentados con leche y queso y casi todo el año vagantes al aires libre, estos jóvenes fuertes y hermosos gustaban mucho a las mujeres de la ciudad.
Cuando Dasa volvió de la fiesta, era un hombre, cortejaba a las muchachas y tuvo que librar muchos combates, con pesado puño y hábiles tretas, con otros jóvenes. Una vez llegaron a una región de pastos miserables y aguas estancadas, donde crecían juncos y bambúes. Allí vio a una muchacha, de nombre Pravati, y se prendó de la bella mujer con un amor insensato. Era hija de un arrendatario y el enamoramiento de Dasa fue tan vivo que lo olvidó y lo dio todo para conquistarla. Cuando los pastores, después de unos días, dejaron la región, desoyó sus advertencias y sus consejos, se despidió de ellos y de la vida pastoral que tanto amara, se avecindó allí y logró que Pravati fuera su esposa.
Cuidó para el suegro los campos de mijo y de arroz, prestó su labor en el molino y preparó leña, construyó para su mujer una choza de bambú y barro, y la mantuvo allí encerrada. Debió ser una fuerza poderosa la que movió al joven a renunciar a sus alegrías, sus costumbres y sus camaradas, a cambiar de vida y aceptar entre extraños el papel poco envidiable de yerno. Tan grande era la belleza de Pravati, tan grande y fascinadora la promesa del íntimo goce del amor que irradiaba de su rostro y de su figura, que Dasa no tuvo ojos para otras cosas y se entregó completamente a esta mujer y en realidad sintió en sus brazos una gran felicidad. Se cuentan historias de muchos dioses y santos; se narra que ellos, hechizados por una mujer encantadora, estuvieron abrazados con ella días, meses, años, y quedaron fundidos con ella, sumergidos totalmente en el goce, olvidados de todo lo demás. Parecidos hubiera deseado también Dasa su suerte y su amor. En cambio, distinto era su destino y su felicidad no duró mucho tiempo. Un año tal vez, y aun este período no estuvo colmado de mera felicidad, quedó lugar y tiempo para otras cosas, para molestas exigencias del suegro, para las pullas de los cuñados, para los caprichos de la joven mujer. Pero cuantas veces se reunía con ella en su choza, todo estaba olvidado, todo había pasado, tanto le atraía el sortilegio de su sonrisa, tan dulce era para él acariciar sus esbeltos miembros, con tantas flores, tantos perfumes y tantas sombras florecía el jardín del goce en el cuerpo juvenil de la mujer.
No había alcanzado aún a un año esa dicha, cuando hubo intranquilidad y ruido en la región. Aparecieron mensajeros a caballo y anunciaron al joven raja; apareció el raja mismo con hombres, corceles y porfías, el raja Nala, para cazar en esa región. Se plantaron allí tiendas, se oyeron piafar caballos y tocar cuernos. Dasa no se preocupó de ello, trabajaba en los campos, cuidaba el molino y evitaba a los cazadores y a los cortesanos. Pero cuando un día volvió a su choza y no halló en ella a su mujer, a quien prohibiera severamente salir en esos momentos, sintió una punzada en el corazón y presintió que se acumulaban las desgracias sobre su cabeza. Corrió a ver al suegro, allí tampoco estaba Pravati y nadie osaba decir que la había visto. Temerosa opresión creció en su alma. Buscó por la huerta, por los campos, estuvo un día y dos días corriendo de su choza a la del suegro, espió por la llanura, bajó al pozo, oró, gritó su nombre, maldijo, buscó rastros. El más joven de sus cuñados, un niño aún, le reveló finalmente que Pravati estaba con el raja, vivía en su tienda, la habían visto salir en su caballo. Dasa acechó la tienda de Nala, sin dejarse ver; llevaba consigo la honda que empleara un tiempo siendo pastor. Cada vez que la tienda del príncipe, de día o de noche, quedaba por un segundo sin custodia, se acercaba arrastrándose, pero siempre aparecían enseguida, guardianes y él debía huir. Desde un árbol, desde una de cuyas ramas espiaba oculto la tienda, vio al raja, de quien conocía la cara antipática desde la fiesta en la ciudad, lo vio montar a caballo y partir y cuando volvió horas más tarde, bajó del corcel y penetró en la tienda cerrándola detrás de sí, vio a una joven mujer moverse en la sombra y saludar al hombre que volvía, y poco faltó para que se cayera de la rama, al reconocer en esa joven a Pravati, su mujer. Tenía ahora la certeza, y la opresión en su alma aumentó. Si la dicha de su amor con Pravati había sido grande, no menor sino mayor aún fue ahora el dolor, la furia, la sensación de la pérdida y la ofensa. Así ocurre, si un hombre reúne todo su poder de amar en un único objeto; con su pérdida, todo se derrumba en él y el desdichado se encuentra como un pobre entre las ruinas.
Un día y una noche vagó Dasa por los bosques de la región; la miseria de su corazón impelían al cansado a abandonar el breve reposo, tenía que correr y moverse, le parecía que tendría que huir y vagar hasta el fin del mundo, hasta el fin de su vida, que había perdido todo su valor y su esplendor. Pero no huyó lejos, en lo desconocido, sino que se mantuvo siempre cerca de su desgracia, giró alrededor de su choza, del molino, de los campos, de la tienda de caza del príncipe. Al final volvió a ocultarse en los árboles al lado de la tienda, se quedó allí acurrucado, espiando amargado y ardido como una fiera hambrienta en su frondoso escondite, hasta que llegó el momento esperado con la tensión de sus últimas energías, hasta que el raja apareció delante de la tienda. Entonces se dejó caer despacio de la rama, se alejó un poco, revoleó la honda y golpeó con una piedra la frente del hombre odiado, que cayó al suelo y quedó tendido de espaldas, inmóvil. Nadie pareció acudir; a través de la tempestad de gozo por la venganza, que rugió en los sentidos de Dasa, penetró por un instante tremenda y magnifica una profunda calma. Y aun antes de que se advirtiera la caída del hombre y comenzaran a hormiguear los servidores. Dasa desapareció en el bosque, entre los bambúes que seguían valle abajo.
Cuando saltó del árbol y en la embriaguez de la acción revoleó la honda y lanzó la muerte, le pareció que con ello extinguía su vida también, que soltaba la última energía y que, volando con la piedra fatal, se lanzaba él mismo en el precipicio de la aniquilación, satisfecho de perecer, con tal de ver caer por un instante al odiado enemigo delante de él. Pero ahora que sucedía al acto el inesperado instante de calma, el deseo de vivir, ignorado un segando antes, lo hizo retroceder ante el abismo abierto, el instinto primitivo se adueñó de sus sentidos y de sus miembros, lo empujó por el bosque y a través de los bambúes espesos del valle y le impuso huir, tornarse invisible. Apenas cuando alcanzó un refugio y se sintió lejos del primer peligro, tuvo conciencia de lo ocurrido. Se derrumbó enteramente agotado, jadeando; la embriaguez del hecho se disipó en la debilidad física y dio lugar a la reflexión. Experimentó primeramente una desilusión y una contrariedad por verse con vida y a salvo. Pero apenas su respiración se normalizó y se calmó el mareo del agotamiento, esta sensación de flojedad desagradable cedió a la arrogancia y a la voluntad de vivir y volvió a su corazón una vez más la salvaje alegría de su venganza.
Muy pronto hirvió la vida cerca de él, habían comenzado la búsqueda y la caza del asesino y esto duró todo el día; escapó de ellas solamente manteniéndose callado en su escondite, que por miedo a los tigres nadie osaba examinar a fondo. Durmió un poco, volvió a acechar, siguió arrastrándose, descansó de nuevo, y al tercer día estuvo ya del otro lado de la cadena de colinas y siguió adelante sin detenerse, entre las altas montañas.
La vida del sin patria lo llevó aquí y allá, lo hizo más duro e indiferente, más prudente y resignado, pero de noche siguió soñando con Pravati y su dicha de un día, o soñó muchas veces con tu persecución y su fuga, sueños terribles que le aplastaban el corazón; soñó que huía por los bosques, teniendo a sus talones los perseguidores con tamboriles y cuernos de casa, y que llevaba a través de la selva y el pantano, a través de los espinosos matorrales, sobre puentes carcomidos, en ruina, algo, una carga, un atado, algo envuelto, oculto, desconocido, del que sabía solamente que era precioso y no debía soltarse de la mano en ningún caso, algo valioso y en peligro, un tesoro, algo robado tal vez, envuelto en un paño, una tela de color con un borde azul y rojo oscuro, como tuvo el vestido de fiesta de Pravati: soñó, pues, que cargado con ese envoltorio, cosa robada o tesoro, huía y se ocultaba entre peligros y fatigas, agachado debajo de las ramas colgantes y las rocas desmoronadas, al lado de serpientes y por pasarelas delgadas y mareantes sobre los ríos llenos de cocodrilos; que finalmente se detenía azuzado y agotado y se esforzaba para deshacer los nudos con que estaba atado su envoltorio y los soltaba, uno tras otro, y desplegaba la tela; y el tesoro que sacaba y tenía en las manos estremecidas era si propia cabeza.
Vivió escondido y vagando siempre, sin huir realmente de los hombres, pero sí evitándolos. Y un día su vagar lo llevó a través de una región de las colinas ricas en hierbas, que juzgó hermosa y alegre y pareció saludarle, como si debiera conocerla: ya era una pradera de floreciente pasto movido suavemente por el viento, ya un grupo de huertas que reconoció y le recordó la época gozosa y pura en la que nada sabía aún de amor y celos, de odio y venganza. Era la región de los prados, donde cuidara el rebaño con sus camaradas, el período más alegre de su juventud, que le contemplaba desde las lejanas profundidades de lo que no puede volver. Una dulce tristeza de su corazón respondió a las voces que lo saludaban, al viento que abanicaba los abedules plateados y ondulantes, a la alegre y rápida canción de marcha de los arroyuelos, al canto de los pájaros y al hondo dorado zumbar de los abejorros. Allí voces y perfumes eran refugio y patria; nunca había sentido pertenecerle y serle familiar de tal modo una región, acostumbrado a la vida errante de los pastores.
Acompañado y guiado por esas voces en su alma, con la sensación de quien retorna, vagó por la hermosa región, por vez primera desde tantos meses terribles ya no como un extraño, un perseguido, un fugitivo, un proscripto a muerte, sino con el corazón aliviado, sin pensar en nada, sin desear nada, rendido por entero al presente alegre y a la cercanía tranquila, receptivo, agradecido y sorprendido un poco de sí mismo y de este estado de ánimo nuevo, desusado, vivido por primera vez y con verdadero encanto, de esta libertad sin deseos, de esta alegría sin emociones, de este gozo eterno y grato. Por las verdes praderas llegó hasta el bosque, estuvo debajo de los árboles, en el crepúsculo salpicado de pequeñas manchas de sol, y allí se robusteció en él la sensación de retorno y de patria, y lo llevó por caminos que los pies parecían hallar por sí solos, hasta que alcanzó a través de la selva de helechos, la pequeña selva en la grande, una minúscula choza; delante de ella estaba sentado en el suelo el yoghi inmóvil, aquel al que espió una vez y a quien llevara leche.
Allí se detuvo Dasa, como si despertara. Allí estaba todo lo que hubo un día, no había pasado el tiempo, no había asesinado a nadie, no había padecido; allí estaba, al parecer, el tiempo, la vida, firme como cristalizada, aplacada y perpetuada. Observó al anciano y en su corazón renació aquella admiración, aquel amor, aquella nostalgia, que había sentido una vez, cuando llegó hasta allí. Observó la choza y pensó para su coleto que haría falta remedarla un poco antes de la próxima estación de las lluvias. Luego se atrevió a dar unos pasos, prudentemente, entró en la choza y espió lo que contenía; no era mucho, casi nada: una yacija de frondas, una calabaza ahuecada con un poco de agua y un bolso de corteza vacío. Tomó el bolso y se fue con él, buscó alimentos en el bosque, trajo frutas y dulce medula de árbol, luego tomó la calabaza y la llenó de agua fresca. Ya estaba hecho lo que se podía hacer allí. Tan poco hacía falta para vivir. Dasa se acuclilló en el suelo y se perdió en ensueños. Estaba contento de ese reposar y soñar silencioso, en pleno bosque, estaba contento consigo mismo, con la voz de su interior que lo había vuelto a traer hasta allí, donde ya jovencito sintiera un día algo como paz, dicha y patria.
Así se quedó, pues, al lado del hombre silencioso. Renovó su camastro de frondas, buscó alimentos para ambos, mejoró la vieja choza y comenzó a construir una segunda, que levantó a poca distancia para él. El anciano parecía tolerarlo pero era difícil saber siquiera si se había dado cuenta de su presencia. Cuando salía de su estado contemplativo, era solamente para acostarse a dormir en la choza, comer un bocado o dar un breve paseo por el bosque. Dasa vivió al lado del venerable como un sirviente cerca de un grande o más bien como un animalito doméstico, un pájaro manso o un mungo viven al lado del hombre, serviciales y apenas advertidos. Como por largo tiempo había vivido huyendo y ocultándose, inseguro, lleno de remordimientos y siempre atento a la persecución, la vida tranquila, el trabajo fácil y la vecindad de un hombre que parecía no verlo, le hicieron bien por un tiempo; durmió sin sueños angustiados y por horas o por días olvidó lo ocurrido. No pensaba en el porvenir, y si le invadía una nostalgia o un deseo, era el de quedarse allí y ser aceptado e iniciado por el yoghi en el misterio de la vida en soledad, de ser él mismo un yoghi y participar del yoghismo y de su orgullosa indiferencia. Comenzó a menudo a imitar el proceder del venerable, a sentarse como él con las piernas cruzadas, permaneciendo inmóvil, a mirar como él en un mundo desconocido e irreal o suprarreal y a tornarse insensible para aquello que lo rodeaba. Generalmente, se cansaba pronto al hacerlo, se le endurecían los miembros y le dolían las espaldas, lo molestaban los mosquitos y, afectado por raras sensaciones de la piel, cosquillas o picazón, se veía obligado a moverse, a rascarse y al final a levantarse. Pero algunas veces había experimentado otras cosas, es decir un vaciarse, un aligerarse y flotar, como le ocurre a ano a veces en ciertos sueños, en que toca apenas la tierra, de vez en cuando, y rebota suavemente en ella, para volver a flotar como un copo de lana. En estos instantes, presintió lo que sería flotar así constantemente, lo que sería si el cuerpo y el alma de uno perdieran su peso y volaran en el aliento de una existencia mayor, más pura, llena de sol, elevados y absorbidos por un más allá, por lo eterno e inmutable. Pero no pasó todo eso de instantes y presentimientos. Y pensó, cuando desilusionado volvía de esos instantes a lo de todos los días, que debería lograr que el anciano fuera su maestro, que lo iniciara en sus ejercicios y en sus artes ocultas y lo convirtiera en yoghi. Mas ¿cómo lograrlo? Parecía que el anciano nunca lo advertiría, que nunca cambiarían entre ellos una sola palabra. El anciano parecía estar más allá de las palabras, como lo estaba del día y la hora, del bosque y la cabaña.
Y, sin embargo, un día habló. Era un periodo en que Dasa soñaba noche tras noche, a menudo, cosas enloquecedoramente dulces, a veces terriblemente feas, ya de su mujer Pravati, ya de los sustos de su vida de prófugo. Y de día no hacía progreso alguno, no resistía mucho el estar sentado y ejercitarse, tenía que pensar en amores y mujeres y vagaba mucho por la selva. Podía tener la culpa el clima; eran días bochornosos con oleadas de vientos quemantes. Fue uno de estos días malos, los mosquitos zumbaban en enjambres, Dasa había tenido un mal sueño esa noche, uno de aquellos sueños que dejan una estela de angustia y opresión, cuyo contenido ya no recordaba, pero que ahora despierto le parecía casi una recaída miserable y realmente vedada y profundamente vergonzosa en los estados de ánimo anteriores, en las precedentes etapas de la vida. Todo el día se deslizó o se acurrucó sombrío e inquieto alrededor de la choza, se entretuvo en una y otra Urea, se sentó varias veces para hacer ejercicios de meditación, pero cada vez le asaltó en seguida una afiebrada intranquilidad, una desazón, su cuerpo tembló y sintió un hormigueo en los pies, le ardió la nuca, resistió pocos instantes apenas y observó tímida y vergonzosamente al anciano, que estaba en cuclillas en perfecta postura y cuyo rostro con los ojos vueltos hacia adentro flotaba como una flor en una inalcanzable tranquila alegría.
Cuando ese día el yoghi se levantó y se dirigió hacia la choza, Dasa, que había esperado mucho este momento, se le interpuso en el camino y con el valor del angustiado le habló:
—Venerable, perdona que haya penetrado en tu paz. También yo busco la paz, la calma; quisiera vivir como tú y ser como tú. Mira, soy joven aún, pero tuve que pasar por muchas tribulaciones, el destino jugó cruelmente conmigo. Nací en cuna de príncipe y fui relegado entre pastores, fui pastor y crecí, alegre y fuerte como un ternero, con el corazón puro. Luego se me fueron los ojos detrás de las mujeres y cuando vi a la más hermosa, puse a sus pies mi vida y me hubiera muerto si ella no me aceptaba. Abandoné a mis camaradas, los pastores, cortejé a Pravati, la conseguí, fui yerno y serví, duramente tuve que trabajar, pero Pravati fue mía, era mía y me amaba, o creí que me amaba, todas las noches volvía a sus brazos, yacía al lado de su corazón. Pero un día llega el raja a esa región, el mismo por quien cuando niño yo fui relegado; llegó y me quitó a Pravati y tuve que verla en sus brazos. Fue el dolor más grande que sentí y que me transformó a mí y a mi vida. Maté al raja, maté, y llevé la existencia del delincuente y del perseguido; todo me acosó y no estuve seguro de mi vida una sola hora, hasta que llegué por casualidad aquí. Soy un loco, Venerable, un asesino, tal vez me arrestarán todavía y me descuartizarán. No puedo soportar más esta horrenda vida, quisiera liberarme de ella.
El yoghi escuchó el estallido con los ojos cerrados. Los abrió y posó su mirada en la cara de Dasa, una mirada clara y recogida, luminosa, penetrante, casi insoportablemente firme. Y mientras observaba la cara de Dasa y pensaba en su angustiosa narración, su boca se contrajo lentamente en una sonrisa larga; el anciano meneó la cabeza sonriendo también y riéndose dijo:
—¡Maya! ¡Maya!
Confundido y avergonzado, Dasa se quedó de pie allí; el otro se alejó antes de la refección por el delgado sendero entre helechos, paseó medido con ritmo firme, después de dar un centenar de pasos volvió y entró en la choza y su cara fue como siempre, otra vez, vuelta a otra cosa que el mundo de la realidad. ¿Qué risa era ésa con la que había recibido una contestación el pobre Dasa desde ese rostro eternamente inmóvil? Mucho tuvo que pensar en ella. ¿Había sido benevolente o sarcástica esa risa terrible en el instante de la desesperada confesión, de la amarga súplica de Dasa, consoladora o condenatoria, divina o diabólica? ¿Fue solamente el balido cínico de la decrepitud que no puede tomar nada en serio, o la diversión del sabio por la locura ajena? ¿Fue rechazo, despedida o algo peor? ¿O sería un consejo, una incitación para que Dasa lo imitara y se riera con él? No lograba resolver el enigma. Todavía muy tarde en la noche pensó en aquella risa, a la cual parecía haberse reducido para el anciano su vida, su dicha y su miseria; sus pensamientos royeron en esa risa como en una dura raíz que tiene sin embargo, algún gusto y emana perfume. Y también pensó, meditó y trabajó alrededor de esa palabra que el anciano había pronunciado con tanta claridad, lanzándola alegremente con un inefable placer en la misma risa: “¡Maya! ¡Maya!” Lo que la palabra más o menos significaba, en parte lo sabía, en parte lo adivinaba, y hasta la forma en que el anciano la había gritado riéndose, parecía dejar adivinar un sentido. Maya... era la vida de Dasa, su juventud, su dulce felicidad y su amarga miseria; Maya era la bella Pravati, Maya era el amor y su goce, Maya era la vida toda. A los ojos del anciano yoghi, Maya era la vida de Dasa y de todos los hombres, lo era todo, algo como una niñería, un espectáculo, un teatro, una ocurrencia, una nada vestida de muchos colores, una pompa de jabón, algo de que se puede reír con cierta complacencia y que se puede también despreciar, pero nunca tomar en serio.
Pero si para el anciano yoghi la vida de Dasa estaba liquidada y satisfecha con esa risa y esa palabra Maya, no era lo mismo para Dasa, y por mucho que deseara ser él mismo un yoghi que ríe y no reconoce en su propia vida otra cosa que a Maya, en esas noches y esos días sin paz todo estaba en él despierto y vivo, todo aquello que concluido su período de fuga, parecía haber olvidado casi por entero en su refugio. Sumamente mezquina le pareció la esperanza de aprender alguna vez el arte yoghi realmente, o de poder hacer lo mismo que el anciano. Pero entonces ¿de qué serviría el quedarse todavía allí en la selva? Había sido un refugio; allí respiró un poco y reunió sus fuerzas, pudo meditar un poco, esto tenía valor, era ya mucho. Y tal vez afuera, en el país, se había renunciado a la caza del asesino del príncipe y él podría seguir vagando sin mucho peligro. Resolvió hacer esto último, partiría al día siguiente, el mundo era grande, él no podía quedarse eternamente allí en ese rincón escondido. La resolución le dio cierta tranquilidad.
Había decidido partir muy de mañana, pero cuando despertó después de largo sueño, ya estaba alto el sol en el cielo y el yoghi había comenzado ya su meditación y, sin despedirse, Dasa no podía partir, además tenía todavía algo que pedirle. Esperó, pues, horas y más horas, hasta que el hombre se levantó, estiró sus miembros y comenzó su breve paseo de siempre. Entonces se le puso en el camino, hizo muchas reverencias y no cejó hasta que el yoghi posó su mirada inquisitiva en él.
—Maestro —le dijo humildemente—, reanudo mi camino, no perturbaré más tu calma. Pero permíteme por una sola vez, Venerable, un pedido más. Cuando te conté mi vida, te reíste y exclamaste: “¡Maya!”. Te suplico, enséñame algo de Maya.
El yoghi se volvió hacia la choza; su mirada ordenó a Dasa que lo siguiera. El anciano tomó un cuenco con agua, lo tendió a Dasa y le hizo lavarse las manos. Después el maestro volcó el agua que quedaba entre los helechos, tendió al joven el cuenco vacío y le ordenó que fuera en busca de agua. Dasa obedeció y corrió y en su corazón temblaron sensaciones de despedida, puesto que por última vez recorría el breve sendero hasta la fuente, por última vez llevaba el liviano cuenco de borde liso por el uso al diminuto espejo de agua donde se habían reflejado lenguas de ciervo, bóvedas de copas arbóreas y en algunos puntos abiertos el dulce azul del cielo; donde ahora por última vez al inclinarse se reflejaba su rostro en el crepúsculo ya oscurecido. Hundió el cuenco en el agua, pensativo, lentamente, sintió cierta inseguridad y no pudo explicarse por qué sentía cosas tan extrañas y por qué, aunque estaba resuelto a marcharse, le había dolido un poco que el anciano no lo invitara a quedarse todavía, tal vez a quedarse para siempre. ó al borde de la fuente, bebió un sorbo de agua, se levantó cuidando de no volcar el cuenco y estaba ya por regresar, cuando su oído percibió un sonido que lo fascinó y lo horrorizó, el sonido de una voz que oyera en muchos sueños y en la que pensara con la más amarga nostalgia en muchas horas de vigilia. Dulce era, dulce e infantil, y enamorada atraía a través de la oscuridad del bosque, tanto que su corazón se estremeció de miedo y de gozo. Era la voz de Pravati, su mujer.
—Dasa —repitió la voz fascinante.
Sin creerlo, miró alrededor de sí, con el cuenco en la mano todavía y, ¡milagro!, entre los troncos surgió ella, esbelta y elástica sobre sus largas piernas, Pravati, la amada, la inolvidable, la infiel... Dejó caer el cuenco y corrió a su encuentro. Ella estaba allí delante de él, sonriendo y un poco avergonzada, mirándolo con sus grandes ojos de gacela y ahora, de cerca, él vio que ella llevaba sandalias de cuero rojo, y rico y bello vestido sobre el cuerpo, una pulsera de oro en la muñeca y piedras brillantes de colores en el negro cabello. Retrocedió temblando. ¿Seguía siendo la amante de un príncipe? ¿No había muerto Nala? ¿Corría ella aún de un lado a otro llevando encima sus regalos? ¿Cómo podía presentarse a él y llamarlo por su nombre, adornada con ese brazalete y esas joyas?
Pero ella estaba más linda que nunca y, antes de que pudiera interrogarla, tuvo que tomarla en sus brazos, hundir su frente en sus cabellos, acercar su rostro y besar su boca, y mientras lo hacía, sintió que todo había vuelto, y era nuevamente suyo lo que había poseído, la felicidad, el amor, el goce, el placer de vivir, la pasión. Ya estaba con todos sus pensamientos muy lejos de ese bosque y del anciano ermitaño; ya se había aniquilado y estaba olvidado el bosque, la ermita, la meditación y el yoghismo. No pensó tampoco en el cuenco del anciano que hubiera debido restituir. El cuenco se quedó allí en el suelo, cuando él con Pravati se dirigió hacia la salida de la selva. Y a toda prisa, ella comenzó a contarle cómo había llegado hasta allí y cómo había ocurrido todo.
Sorprendente fue lo que ella narró, sorprendente, fascinante y legendario; Dasa penetró en su nueva vida como en un cuento. No sólo Pravati era suya otra vez, no sólo estaba muerto el odiado Nala y suspendida hacía mucho tiempo la persecución del matador; Dasa, además, el hijo de príncipe convertido un día en pastor, había sido declarado en la ciudad heredero legal y príncipe; un viejo pastor y un viejo brahmán despertaron en todas las memorias y en todos los labios el recuerdo casi olvidado de su desaparición, y ese mismo hombre que hasta hacía poco habían buscado por dondequiera como asesino de Nala, para torturarlo y ejecutarlo, era buscado ahora aún más cuidadosamente en todo el país, para entronizarlo como raja y llevarlo solemnemente a la ciudad y al palacio de su padre. Era como un sueño, y lo que más le agradaba al asombrado joven, era la hermosa coincidencia de que entre lodos los mensajeros enviados, fue justamente Pravati quien lo encontró y lo saludó primero. Al borde del bosque encontró tiendas levantadas; allí olía a humo y a carne asada. Pravati fue saludada en voz alta por su séquito y comenzó en seguida una gran fiesta cuando dio a conocer a Dasa, su esposo. Estaba allí un hombre, que fue camarada de Dasa entre los pastores y llevó a esa región a Pravati y su séquito, a ese lugar de su vida anterior. El hombre rió de gozo cuando hubo reconocido a Dasa, corrió hacia él y casi le habría abrazado o golpeado amigablemente en el hombro, pero ahora su camarada se había convertido en raja y se detuvo en la mitad de su corrida, paralizado casi, luego caminó lentamente y lo saludó respetuosamente con una profunda reverencia. Dasa lo levantó, lo abrazó, lo llamó afectuosamente por su nombre y le preguntó qué podía regalarle. El pastor pidió un ternero y le concedieron tres, de la mejor cría del raja. Y siguieron presentándole al nuevo príncipe funcionarios, maestros de caza, brahmanes de la corte y otra gente, y él recibió sus salutaciones. Se sirvió un banquete, hubo sonar de tambores, guitarras y flautas, y toda esta fiesta le pareció a Dasa un sueño; no podía creerla real; real fue para él, ante todo, solamente Pravati, su mujercita, que tenía en sus brazos.
En pequeñas etapas se acercaron con el cortejo a la ciudad, habíanse anticipado mensajeros que difundieron la gozosa noticia de que el joven raja había sido hallado y estaba llegando; y cuando se vio de lejos la ciudad, ella retumbaba ya de tambores y gongs, y el grupo de los brahmanes, solemnes en sus vestiduras blancas, fue a su encuentro, llevando a la cabeza el sucesor de aquel Vasudeva que un día, casi veinte años antes, entregó a Dasa a los pastores y murió hacía poco tiempo. Lo saludaron, cantaron himnos y encendieron un gran fuego para los sacrificios delante del palacio adonde le llevaron. Dasa entró en su casa, y recibió allí también nuevos saludos y homenajes, bienvenidas y bendiciones. Afuera, la ciudad celebró hasta entrada la noche una gran fiesta de alegría.
Instruido todos los días por dos brahmanes, aprendió en poco tiempo lo que pareció indispensable de las ciencias, asistió a los sacrificios, hizo justicia y se ejercitó en las artes caballerescas y bélicas. El brahmán Cópala le enseñó ciencia política; le explicó lo que se refería a él, a su casa, a sus derechos y a los de sus futuros hijos, y quiénes eran sus enemigos. Ante todo había que citar a la madre de Nala que una vez quitó al príncipe Dasa sus derechos y trató de matarle, y que ahora debía odiar en Dasa al matador de su hijo. Había huido, se había entregado a la protección de Govinda, un príncipe vecino y vivía en su palacio, y este Govinda y su casa eran enemigos peligrosos, ya habían estado en guerra con los antepasados de Dasa y pretendían ciertas partes de su territorio. En cambio, el vecino del sur, el príncipe de Gaipali, había sido amigo del padre de Dasa y no había podido simpatizar con el desaparecido Nala; sería una obligación importante visitarlo, llevarle regalos e invitarlo a la próxima excursión de caza.
La señora Pravati se había ya acomodado por entero en su clase noble, sabía presentarse como princesa y parecía maravillosa con sus hermosos vestidos y sus adornos, como si no fuera inferior en nada por nacimiento a su señor y esposo. En buen amor vivieron años y años y su dicha les otorgó cierto brillo y cierta dignidad como la de quienes son preferidos por los dioses, y el pueblo los honraba y quería. Y cuando ella, después de larga espera, le dio un hermoso hijo que llamó como su padre, Ravana, su dicha fue completa, y lo que él tenía en tierras y poder, en casas y establos, en lecherías, ganado y caballerías, adquirió a sus ojos ahora doble valor y doble importancia, más brillo y sentido. Todos esos bienes eran hermosos y útiles, para rodear de lujo a Pravati, vestirla, adornarla, obsequiarla, y eran aún más bellos y útiles e importantes como herencia y fortuna futura de su hijo Ravana.
Mientras Pravati se complacía principalmente de las fiestas, los cortejos, la magnificencia y belleza de los vestidos, los adornos y la numerosa servidumbre, los placeres preferidos de Dasa eran los de su parque, donde había hecho plantar árboles raros y flores valiosas, instalar papagayos y otros pájaros de muchos colores, y era una parte de sus hábitos cotidianos darles de comer y entretenerse con ellos. Además le atraía la cultura; alumno agradecido de los brahmanes, aprendió muchos versos y sentencias, aprendió a leer y escribir y tuvo su propio secretario que conocía la preparación de la hoja de palmera en rollos para escribir y de cuyas delicadas y hábiles manos comenzó a surgir una pequeña biblioteca. Allí, entre los libros, en una salita reducida, con las paredes de valiosas maderas, en las que estaban talladas y, en parte, doradas, historias de la vida de los dioses, invitaba a menudo a brahmanes elegidos como sabios y pensadores entre los sacerdotes, para disputar sobre temas sagrados, sobre la creación del mundo, la Maya del gran Vichnú, sobre los santos Vedas, el poder del sacrificio y el poder aún mayor de la penitencia, por la cual un mortal podía llegar a hacer temblar de miedo ante él a los dioses. Aquellos brahmanes que mejor hablaran, discutieran y razonaran, recibían magníficos presentes; algunos, como premio por una discusión victoriosa se llevaban una vaca y a veces hubo también ocasiones emotivas y al mismo tiempo cómicas, cuando los grandes sabios que acababan de citar y explicar las sentencias de los Vedas y de exponer todos los conocimientos de entonces acerca de los cielos y los mares, se retiraban orgullosos y ufanos con sus dones o premios de honor o por ello también llegaban a reñir celosos.
Al príncipe Dasa, con sus riquezas, su dicha, su jardín y sus libros, en muchos momentos todo aquello que pertenece a la vida y a la esencia del hombre le parecía maravilloso y dudoso, conmovedor y ridículo al mismo tiempo, como esos brahmanes vanidosamente sabios, luminoso y oscuro, deseable y despreciable simultáneamente. Si su mirada se posaba en las flores de loto en los estanques de su jardín, en el brillante juego de colores de las plumas de sus pavos reales, sus faisanes y tucanes, en las doradas tallas del palacio, estas cosas podían parecerle a veces casi divinas, como llenas del fuego de la vida eterna, y otras veces sentía en ellas al mismo tiempo algo irreal, inseguro, problemático, una tendencia a perecer y disolverse, una inclinación a hundirse de nuevo en lo informe, en el caos. Como él mismo, el príncipe Dasa, convertido en pastor y en asesino y decaído a prófugo, había vuelto a subir hasta ser príncipe, sin saber qué fuerzas lo llevaran y manejaran, inseguro del mañana, del mismo modo, el juego de Maya, de la vida, contenía al mismo tiempo, por dondequiera, lo elevado y lo vulgar, la eternidad y la muerte, la grandeza y lo ridículo. Hasta ella, la amada, hasta la bella Pravati era para él algunas veces algo sin hechizo, algo ridículo por momentos; tenía demasiadas pulseras en sus brazos, demasiado orgullo y ufanía en los ojos, demasiada preocupación por la dignidad en su porte.
Más querido que su jardín y sus libros, era para él Ravana, el hijito, plenitud de su amor y su vida, meta de su cariño y cuidado, un hermoso y delicado niño, un verdadero príncipe, con los ojos de gacela de la madre y la tendencia a la reflexión y al ensueño del padre. Muchas veces le parecía que este hijo se le asemejaba mucho, cuando veía al pequeño detenido largo rato delante de una planta de adorno en el jardín o acurrucado sobre una alfombra, observando una piedra, un juguete tallado o una pluma de pájaro, con las cejas levemente levantadas y los ojos calmos un poco ausentes. Y cuánto lo amaba, lo supo Dasa una vez que tuvo que separarse de él por un período indeterminado.
Un día, en efecto, llegó un mensajero desde aquella región en la que su país lindaba con el principado de Govinda, su vecino, y trajo la noticia de que gente de Govinda había invadido allí las tierras, robado el ganado y prendido y arrastrado lejos cierto número de habitantes. Sin demora, Dasa se preparó, llevó consigo el jefe de su guardia de corps, una docena de caballos y alguna gente, y comenzó la persecución de los invasores. Y en esa ocasión, cuando en el momento de partir levantó sus brazos y besó a su hijito, llameó en su corazón el amor como un dolor hecho fuego. Y de ese ardiente sufrimiento, cuya violencia lo sorprendía y lo conmovía como un mensaje de lo desconocido, quedó un conocimiento, una sensación, una comprensión también durante el largo cabalgar. Mientras galopaba, reflexionó sobre la causa por la cual había montado a caballo y volaba ahora serio y apresurado a través del país; sobre qué poder sería realmente el que le impulsaba a ese acto, a ese esfuerzo. Pensó mucho y llegó a la conclusión de que en verdad no tenía importancia para su corazón y no lamentaba precisamente, si en algún lugar en los confines le robaban el ganado y nombres, y que el robo y el quebrantamiento de sus derechos de príncipe no eran ofensas suficientes para encenderle de ira y moverle a la acción, y que hubiera sido más adecuado liquidar la noticia del robo de ganado con una compasiva sonrisa. Pero con esto hubiera cometido una amarga injusticia para con el mensajero que había corrido hasta agotarse para traer la noticia, y no menos para con muchos de los hombres perjudicados con el robo y los otros que habían sido apresados, llevados y arrastrados desde su patria y su existencia pacífica en esclavitud a tierra extraña. Ciertamente, y hubiera cometido injusticia también para con todos sus súbditos, a quienes no había sido torcido un cabello, si hubiese procedido a la renuncia de una venganza guerrera: ellos hubieran tolerado mal y comprendido menos que su príncipe no protegiese mejor su país, de modo que ninguno de ellos pudiese contar con la venganza y la ayuda, si le tocara sufrir violencia. Comprendió que era su deber realizar esa expedición vindicativa. Pero ¿qué es deber? ¡Cuántos deberes existen que descuidamos a menudo sin el menor remordimiento! ¿En qué consistía que este deber de vengar no era cosa indiferente, no se podía desatender, no se podía cumplir sin amor, cansinamente, sino que debía realizarse celosa y apasionadamente? Apenas apareció la pregunta en su pensamiento y el corazón ya le contestó, al sentirse de nuevo atravesado por aquel dolor que sintió al despedirse de Ravana, el pequeño príncipe. Si el príncipe —ya lo comprendía— se dejara robar ganado y gente sin oponer resistencia, el robo y la violencia se acercarían cada vez más desde los confines de su país y al final el enemigo estaría allí sobre él y podía herirle en lo que más amargamente debía dolerle: en su hijo... Le robarían al hijo, al sucesor, se lo robarían y lo matarían, quizá después de torturarlo, y éste sería el supremo sufrimiento que podría tocarle, algo peor, mucho peor que la muerte de la misma Pravati. Por eso avanzó a caballo con tanto apremio y el príncipe cumplió fielmente sus deberes.
Y no fue por la pena de haber perdido ganados y tierras, ni por amor de sus súbditos, ni por ambición de su título de príncipe heredado del padre; fue por violento, doloroso y alocado amor por su hijo, y por violento e insensato miedo al dolor que le causaría ú pérdida del niño.
A tal conclusión llegó en sus reflexiones durante la cabalgata. Por lo demás no pudo alcanzar a la gente de Govinda y castigarla; habían logrado escapar junto con el producto del robo, y para mostrar su firme voluntad y su valor, tuvo que pasar a su vez el confín y saquear un pueblo del enemigo, llevándose algunas vacas y unos cuantos esclavos. Estuvo ausente muchos días, pero mientras regresaba victorioso se entregó otra vez a profundas reflexiones y llegó a su ciudad muy tranquilo y casi triste, porque meditando había visto con qué fuerza, totalmente sin esperanza de poder evitarlo, estaba preso y atado con todo su ser y su actuar en una tremenda red. Mientras crecía y crecía su tendencia a pensar, su necesidad de tranquila contemplación y de existencia inocente e inerte, crecían también por otra parte, el amor por Ravana y la preocupación por el niño, por su vida y su porvenir, la Coerción a la actividad y a los enredos; de la delicadeza nacía la lucha, del amor la guerra; para ser justo y castigar, había robado él también un rebaño, hundido en mortal angustia un villorrio y esclavizado violentamente a pobres seres inocentes; de esto surgiría nueva venganza y nueva violencia, y así sucesivamente, hasta que toda su vida y todo su país no fuesen más que guerra y violencia y ruido de armas. Fue esta visión o esta idea la que le hizo parecer tan tranquilo y tan triste a su regreso a la ciudad.
En efecto, el hostil vecino no concedió tregua. Repitió sus invasiones, sus asaltos, sus robos; Dasa tuvo que salir a campaña para castigar y rechazar al invasor y tuvo que tolerar también que sus soldados y sus cazadores causaran nuevos daños al vecino, cuando éste se le escapaba de las manos. En la capital se veían cada vez más hombres a caballo, hombres armados; en muchos pueblos de la frontera había ahora guardia militar permanente, los consejos de guerra y los preparativos colmaban los días de inquietud. Dasa no podía comprender qué sentido, qué utilidad tendría la eterna guerrilla, le apenaban el sufrimiento de las víctimas, la muerte de muchos, su jardín y sus libros que debía descuidar cada vez más, la paz de sus días y de su alma ahora perdida. Habló a menudo de ello con Cópala, el brahmán y, a veces, también con Pravati, su esposa. Era necesario —decía— nombrar arbitro a uno de los más estimados príncipes de la vecindad; por su parte, aceptaría gustoso poder conseguir la paz cediendo algunas praderas y algunos villorrios. Se quedó desilusionado y un poco contrariado, al ver que ni el brahmán ni Pravati querían oír nada de todo eso.
La disputa sobre esta cuestión llevó a una muy violenta explicación con Pravati, que degeneró en ruptura. Con insistencia, conjurándola, le expuso sus ideas y sus razones, pero ella consideró cada palabra como dirigida contra su persona y no contra la guerra y las muertes inútiles. En un ardiente discurso, inundándole de palabrería, le dijo que era justamente intención del enemigo explotar la bondad y el amor de Dasa por la paz (para no decir en realidad, su miedo a la guerra) en su propio provecho; con eso llegaría a concertar una paz tras otra, pagándolas cada vez con una pequeña pérdida de territorio y de pueblo; al final el mal vecino no estaría satisfecho y, apenas Dasa estuviera debilitado lo suficiente, pasaría a la guerra abierta y todavía lo despojaría del resto. En este caso no se trataba de rebaños y aldeas, de ventajas y desventajas, sino de todo, de subsistir o perecer. Y si Dasa no sabía lo que debía a su dignidad, a su hijo y a su mujer, ella se lo enseñaría. Sus ojos echaban llamas, su voz temblaba; desde hacía mucho tiempo no la veía tan hermosa y apasionada, pero sintió solamente tristeza.
Entre tanto, los ataques en la frontera y las infracciones de la paz aumentaron; sólo la gran estación de las lluvias les puso término por el momento. Pero ahora en la corte de Dasa había dos partidos. Uno, el de la paz, era muy pequeño; además de Dasa, pertenecían a él algunos de los brahmanes más antiguos, un grupo de hombres cultos y otros dedicados a la meditación. El partido de la guerra, en cambio, que era el partido de Pravati y de Gopala, tenía de su parte la mayoría de los sacerdotes y todos los oficiales. Se preparaban armamentos con gran apremio y se sabía que el hostil vecino hacía lo mismo. El niño Ravana aprendía a tirar con el arco con la dirección del cazador mayor y su madre lo llevaba consigo cuando pasaba revista a las tropas.En esos días, Dasa recordaba a veces la selva en que había vivido una vez como un pobre fugitivo, recordaba al anciano canoso que vivía dedicado a la contemplación como ermitaño. Lo recordaba y sentía el deseo de visitarlo, de volverlo a ver y escuchar su consejo. Pero ignoraba si el viejo viviría aún, si lo escucharía y le aconsejaría, y aunque viviera y lo asesorara, todo seguiría su curso lo mismo y nada cambiaría, nada podría cambiarse. La contemplación y la sabiduría eran cosas buenas y nobles, pero al parecer sólo prosperaban al margen de la vida, y aquel que nadaba en la corriente de la vida y luchaba con las olas, nada tenía que ver con la sabiduría para sus actos y sus sufrimientos; éstos eran realidad, eran fatalidad, debían verificarse y soportarse... Ni los mismos dioses vivían en paz y sabiduría eterna, ellos también conocían el peligro y el miedo, la guerra y la batalla; lo sabía a través de muchas historias. Dasa se rindió, pues, no discutió más con Pravati, pasó revista a las tropas montando en su corcel, previo la guerra, la presintió en muchos sueños excitantes y, mientras veía enflaquecer su figura y ensombrecerse su cara, sintió que se marchitaban y palidecían su felicidad y su deseo de vivir. Le quedaba solamente el amor por su hijito, que creció con la preocupación, con los armamentos y los ejercicios militares; ese amor era la flor ardiente y roja de su jardín asoleado. Se asomaba del vacío y la indiferencia que es posible soportar, de la facilidad con que es posible acostumbrarse a la preocupación y a los pesares, y se sorprendía también de cómo podía florecer un amor tan ansioso y delicado, cálido y dominador, en un corazón aparentemente insensible ya. Si su existencia carecía tal vez de sentido, no carecía sin embargo, de centro, de germen, y giraba alrededor del amor por el hijo.
Por este amor, se levantaba por la mañana y pasaba el día ocupado trabajando en cosas cuya meta era la guerra, todas y cada una antipáticas para él. Por este amor, dirigía pacientemente las asambleas de los jefes y se oponía a las resoluciones de la mayoría apenas en lo que fuera necesario para que se meditara y no se precipitara irreflexivamente en la aventura. Del mismo modo que su amor de vivir, su jardín y sus libros se le tornaron paulatinamente ajenos e infieles, o quizá él para ellos; le resultó ajena e infiel también aquella que fuera durante muchos años la dicha y el gozo de su existencia. Había comenzado por la política, cuando Pravati le hizo aquel apasionado discurso en el cual le enrostrara casi abiertamente su miedo al pecado y su amor por la paz como cobardía, y con las mejillas arreboladas, con quemantes palabras le hablara de honor de príncipe, de heroísmo y de infamia tolerada; aquella vez se había sorprendido también y había sentido y visto con una improvisa sensación de mareo cuánto se había alejado su mujer de él, o él de ella. Y desde entonces, el abismo entre ambos se volvió cada vez más hondo y siguió creciendo, sin que ninguno de los dos hiciera algo para impedirlo. Más aún: le correspondía a Dasa hacer algo en ese sentido, porque en realidad era el único que veía el abismo, y éste en su mente fue convirtiéndose en el abismo de los abismos, en el precipicio entre hombre y mujer, entre el sí y el no, entre alma y cuerpo. Haciendo memoria, creyó verlo todo muy claro: un día Pravati, la encantadoramente hermosa, lo había enamorado y había jugado con él, hasta que se separó de sus camaradas y amigos, los pastores, y de su existencia pastoral hasta entonces tan alegre, y por ella vivió en país extraño, en servidumbre, yerno en la casa de gente mala que explotaron su amor para hacerlo trabajar para ellos. Luego había aparecido Nala y así comenzó su desdicha. Nala se había adueñado de su mujer, el rico y elegante raja con sus bellos trajes y sus tiendas, sus caballos y sirvientes había seducido a la pobre mujer no acostumbrada al lujo; no debió costarle mucho... Pero ¿la hubiera podido seducir realmente en forma tan rápida y fácil, si hubiera sido fiel y honesta en su alma? Sí, el raja la sedujo o simplemente la tomó y le causó así el dolor más tremendo que nunca conociera. Pero él se había vengado: mató al ladrón de su dicha y eso fue un instante de supremo triunfo. Mas, apenas realizado ese acto, tuvo que darse a la fuga; días, semanas, meses, vivió entre matorrales y juncos libre como un pájaro, pero sin confiar en los hombres. ¿Y qué hizo Pravati en ese período? Entre ellos nunca hablaron mucho al respecto, pero de todas maneras, no había corrido tras él, no lo había buscado, y lo encontró apenas cuando por su cuna fue llamado a ser príncipe y ella lo necesitaba, para subir al trono y entrar en el palacio. Allí había aparecido ella, se lo llevó de la selva y de la proximidad del venerable ermitaño; lo vistieron con bellos trajes, lo hicieron raja y todo fue brillo y dicha... Pero, en verdad de verdad: ¿qué era lo que había dejado y qué recibió por ello? Recibió el esplendor y los deberes del príncipe, deberes que al comienzo fueron leves y se volvieron luego cada vez más pesados; recibió en devolución a la hermosa mujer, las horas de amor con ella, luego el hijo, y el amor por él y la creciente preocupación por su vida y su felicidad amenazadas, de manera que ahora la guerra era inminente. Esto era lo que Pravati le trajo cuando lo descubrió aquel día en la selva cerca de la fuente. Había dejado la paz del bosque, una soledad piadosa; había entregado la proximidad y el ejemplo de un santo yoghi, la esperanza de su instrucción y sucesión, de la profunda, radiosa e inmutable tranquilidad anímica del sabio, de la liberación de las luchas y las pasiones de la vida. Seducido por la belleza de Pravati, embobado por la mujer y contagiado por su orgullo, había abandonado el camino por el cual se llega a la conquista de la libertad y de la paz. Tal era hoy para él la historia de su vida y, realmente, era posible interpretarla así muy fácilmente; apenas se necesitaban algunas correcciones leves y pocas omisiones, para verla de esa manera. Entre otras cosas hubiera omitido la circunstancia de que no había sido aún alumno de un ermitaño y estuvo decidido a abandonarle deliberadamente. Así se desplazaban ligeramente las cosas, al remontarse hacia atrás en el pasado.
De manera totalmente distinta veía Pravati esas mismas cosas, aunque se dedicara mucho menos que su esposo a estos pensamientos. No recordaba a Nala. En cambio, si la memoria no la traicionaba había sido ella sola quien creó y procuró la dicha de Dasa, lo convirtió en raja y le dio un hijo; lo colmó de dicha y de amor, para hallarlo al final inferior a su grandeza, a la grandeza de ella, indigno de los proyectos que ella acariciaba. Porque para ella era evidente que la próxima guerra no llevaría a otra situación que al aniquilamiento de Govinda y a la duplicación de su poder y de su territorio. En lugar de alegrarse por eso y colaborar enérgicamente con ella, Dasa se oponía, poco principescamente le parecía, a la guerra y a la conquista y hubiera preferido envejecer inerte entre sus flores, sus plantas, sus papagayos y sus libros. Allí estaba Vishwamitra, muy distinto, jefe supremo de la caballería y, después de ella, el más ardiente adepto y el mejor campeón de la guerra y la victoria esperadas. Toda comparación entre ambos favorecía necesariamente a este último.
Dasa vio perfectamente qué amistad dispensaba su mujer al tal Vishwamitra, cuánto ella lo admiraba y cuánto también se dejaba admirar por él, por este oficial de risa ruidosa, bellos y fuertes dientes y barba cuidada, alegre y valiente, tal vez un poco superficial, tal vez no muy inteligente. Lo vio con amargura y desprecio, al mismo tiempo, con una irónica indiferencia, con la que él mismo se engañaba. No espió, no deseó saber si la amistad entre ambos se mantenía en los límites de lo permitido y decente. Vio esta simpatía de Pravati por el hermoso jinete, el ademán con que lo prefería al poco heroico esposo, con la misma indolencia exteriormente pasiva, pero en lo íntimo amarga, con que se había acostumbrado a considerar todos los sucedidos. Era indiferente si fuese infidelidad y traición lo que la esposa parecía resuelta a cometer, o sólo expresión del desprecio de las opiniones de Dasa; eso existía y se desarrollaba y crecía, crecía contra él, como la guerra y la fatalidad; no había remedio y no correspondía frente a los hechos otra conducta que la de la aceptación, de la simple tolerancia, porque ésta era la forma de hombría y heroísmo de Dasa, en lugar del ataque y la conquista.
La admiración de Pravati por el jefe de la caballería, o la de éste por aquélla, podía mantenerse o no dentro de lo moral y lo permitido; en todo caso —él lo comprendía— Pravati era menos culpable que él. Ciertamente, él, Dasa, el hombre del pensar y del dudar, tendía demasiado a buscar en ella la culpa de la pérdida de su felicidad, o a compartir con ella la responsabilidad de haber caído y haberse enredado en todo eso, en el amor, la ambición, los actos de venganza y los robos; achacaba a la mujer, al amor, al placer la responsabilidad por todo sobre la tierra, por el ajetreo, la caza de las pasiones y los deseos, el adulterio, la muerte, el asesinato, la guerra.
Pero sabía perfectamente que Pravati no era culpable ni actora, sino víctima; que ella no era responsable ni de su belleza ni de su egoísmo; que era un grano de polvo en un rayo de sol, una ola en la corriente, y que a él le correspondía o le hubiera correspondido sustraerse a la mujer y al amor, al hambre de felicidad y a la ambición, y permanecer pastor satisfecho entre pastores o superar lo insuficiente de sí por el secreto camino del yoghi. Había descuidado eso, lo había rechazado, no estaba llamado a grandes cosas o no había sido fiel a su vocación, y su mujer estaba en realidad en su derecho si lo consideraba cobarde. En cambio, había recibido de ella al hijo, al niño hermoso y delicado, por el cual temía tanto y cuya existencia seguía prestando valor y sentido a su propia vida, y aun era una gran felicidad, dolorosa y llena de temores, pero felicidad, su felicidad. Y ahora la pagaba con el dolor y la amargura de su alma, con la disposición a la guerra y a la muerte, con la conciencia de afrontar la fatalidad. Allende las fronteras, en su país, estaba el raja Govinda, aconsejado y azuzado por la madre del muerto Nala, el seductor de mala memoria; los ataques y los desafíos de Covinda eran cada vez más frecuentes y atrevidos; solamente una alianza con el poderoso raja de Gaipali hubiera podido robustecer a Dasa lo suficiente como para imponer paz y convenios de buena vecindad. Pero este raja, aunque amigo de Dasa, era pariente de Govinda y se había excusado muy correcta y cortésmente a toda tentativa de concertar tal alianza. No había posibilidad de escapar, esperanza de razón y humanidad; lo fatal se acercaba y era necesario padecerlo. Dasa mismo deseaba casi la guerra, el estallido de la tormenta acumulada y el precipitar de los hechos, imposible de evitar. Visitó una vez más al príncipe de Gaipali, tuvo con él cortesías inútiles, insistió en el Consejo, en la moderación y la paciencia, pero lo hizo sin la menor esperanza; por lo demás se armó. La lucha de opiniones, en el Consejo se desarrolló únicamente acerca de si había que contestar a la primera invasión del enemigo con la penetración en su territorio o si debía esperar el principal ataque enemigo, para que aquél fuera considerado como culpable y como enemigo de la paz por su pueblo y por todo el mundo.
El enemigo, nada preocupado por esos problemas, puso fin a las discusiones, los proyectos y las vacilaciones, y un día acometió. Preparó un ataque por sorpresa a cargo de simples bandidos, y Dasa con el jefe de la caballería y sus mejores hombres fue atraído rápidamente hasta la frontera, y mientras éstos se hallaban en camino, aquél cerró con el grueso de sus fuerzas sobre el país y, directamente, sobre la capital de Dasa, tomó las puertas y sitió el palacio. Cuando Dasa lo supo regresó apresuradamente, tuvo noticia de que su mujer y su hijo estaban encerrados en el palacio amenazado, pero en las calles se desarrollaba una lucha sangrienta, y se le oprimió el corazón en cruel dolor pensando en los suyos y en los peligros que los acechaban. Y ya no fue un jefe de guerreros prudente y cauto, se encendió de dolor y de furia, se lanzó con su gente a salvaje pelea, vio la lucha hervir en todas las calles, se abrió paso hasta el palacio, atacó al enemigo y combatió como enloquecido, hasta que cayó al suelo agotado, al crepúsculo de la sangrienta jornada; estaba muy herido.
Cuando recobró el sentido, se encontró prisionero, la batalla estaba perdida, la ciudad y el palacio en manos del enemigo. Fue llevado en cadenas ante Covinda; éste lo saludó sarcásticamente y lo llevó a una habitación; era el cuarto de paredes talladas y doradas, lleno de libros. Allí estaba sentada sobre una alfombra, erguida y con la cara pétrea su mujer, Pravati, con guardias armados detrás de ella y en su seno yacía el niño; la delicada personita yacía muerta, como una flor quebrada, gris el rostro, bañado en sangre el traje ... La mujer no se volvió cuando fue introducido el esposo, no lo miró; tenía los ojos rígidos y duros, fijos en el pequeño cadáver; le pareció a Dasa asombrosamente cambiada, sólo después de un rato vio que su cabello, negro aún pocos días antes, brillaba copiosamente encanecido. Mucho tiempo se quedó así sentada, con el niño en su halda, rígida, con el rostro de una máscara.
—¡Ravana! —gritó Dasa—; ¡Ravana, hijo mío, florecilla mía!
Se arrodilló y su cara cayó sobre la cabeza del muerto; se arrodilló como si orara delante de la mujer muda y del niño, quejándose por ambos, humilde ante ellos. Notó el olor de la sangre y de la muerte, mezclado con el perfume de la esencia de flores con que había sido untado el cabello del pequeño. Con mirada de hielo, Pravati contempló a los dos, bajando hasta ellos sus ojos.
Alguien le tocó el hombro; era un capitán de Govinda, que le hizo levantarse y se lo llevó. No había dicho una palabra a Pravati, ella nada le dijo tampoco.
Encadenado, le colocaron en un carro y le llevaron a la cárcel de la ciudad de Govinda; le quitaron parte de las cadenas, un soldado le trajo un jarro con agua y lo colocó en el suelo de piedra; le dejó solo, cerró la puerta y corrió los cerrojos. En su hombro, una herida ardía como fuego. Tanteando buscó el jarro y se humedeció las manos y la cara. Hubiera podido beber, no lo hizo; pensó que así moriría más pronto. Mas, ¡cuánto tardaría aún, cuánto! Deseó ardientemente la muerte, del mismo modo que su garganta reseca deseaba el agua. Sólo con la muerte terminaría el tormento en su corazón, sólo con la muerte se borraría en él el cuadro de la madre con el hijo muerto. Mas a pesar de tanta tortura, el cansancio y la debilidad se apiadaron de él: cayó y se durmió.
Cuando se despertó a medias de este breve sueño, quiso frotarse los ojos, pero no pudo; sus dos manos estaban ocupadas ya, tenían algo firmemente y cuando despertó del todo y abrió los ojos, ya no había muros de cárcel alrededor de él sino una luz verde que fluyó clara y violenta sobre las hojas y el musgo; parpadeó un rato, la luz lo golpeó como ramalazo silencioso pero violento; un estremecimiento, un miedo tembloroso le corrió por la nuca y la espalda, volvió a parpadear, contrajo la cara como lloriqueando y abrió los ojos desmesuradamente. Se hallaba en la selva y en ambas manos tenía el cuenca lleno de agua, a sus pies se tendía oscuro y verde el espejo de una fuente; supo que detrás de la espesura de los helechos estaba la choza y esperaba el yoghi que le enviara en busca de agua, aquel que había reído tan asombrosamente y a quien pidiera que le explicara algo acerca de Maya. No había perdido ni la batalla ni el hijo, no había sido ni príncipe ni padre; pero el yoghi había satisfecho su pedido y le había instruido acerca de Maya: palacio y jardín, biblioteca y pájaros, cuitas de príncipe y amor de padre, guerra y celos, amor por Pravati y honda desconfianza de ella, todo fue nada... ¡No, nada no, había sido Maya! Dasa se sintió estremecido; le corrieron lágrimas por las mejillas, en sus manos tembló y osciló el cuenco que acababa de llenar para el ermitaño, corrió enagua por encima del borde y le mojó los pies. Le parecía como si le hubieran amputado un miembro, como si hubiesen quitado algo de su cabeza, estaba vacío; de repente le habían sido arrancados, extinguidos, vueltos a la nada los largos años vividos, los tesoros guardados, las alegrías gozadas, los dolores sufridos, la angustia experimentada, la desesperación saboreada hasta las heces, hasta la proximidad de la muerte... Y a pesar de todo, vueltos a la nada no... Porque estaba el recuerdo, quedaban las imágenes, veía aún a Pravati sentada, grande y dura, con el cabello cano de pronto; en su seno yacía el hijo, como si ella misma le hubiese aplastado, como una presa, y sus miembros caían flojos, marchitos, de las rodillas de la madre. ¡Ay, qué pronto, qué horrendamente, con que crueldad y plenitud había sido instruido acerca de Maya! Todo había sido desplazado ante él, muchos años henchidos de hechos se concentraron en un instante, todo en sueño precisamente lo que pareciera impetuosa realidad; tal vez fue sueño en cambio todo lo demás, lo ocurrido antes, la historia de Dasa, vástago de príncipes, su vida de pastor, su casamiento, su venganza sobre Nala, su fuga hasta el ermitaño... Eran imágenes como las que pueden admirarse en una pared esculpida de un palacio, donde se podían ver flores, estrellas, pájaros, monos y dioses entre las frondas. ¿Y no era lo que ahora revivía y tenia ante los ojos, este despertar de un sueño de príncipe, de guerra y de cárcel, este hallarse cerca de la fuente, este cuenco con agua, de la que acababa de volcar un poco justamente, junto con los pensamientos que pasaban allí por su mente, no era todo esto en el fondo la misma sustancia, no era sueño, trampantojo, Maya? ¿Y lo que experimentaría aún en el porvenir y vería con los ojos y tocaría con sus manos, hasta el día de su muerte, sería de otra sustancia, de otra clave? Juego y apariencia era, espuma y ensueño, Maya era todo el hermoso y horrendo juego de imágenes de la vida, seductor y desesperado, con sus goces ardientes y sus ardientes dolores...
Atontado, inhibido, siguió de pie Dasa. Volvió a temblar el cuenco en sus manos y el agua se volcó, chocó fresca en los dedos de sus pies y se perdió. ¿Qué debía hacer? ¿Llenar de nuevo el cuenco, devolverlo al yoghi, dejar que éste se riese por todo lo que él padeciera en sueños? No, esto no lo seducía. Dejó caer el cuenco que se vació; lo empujó en el musgo. Se sentó en la hierba y comenzó a pensar seriamente. Estaba más que harto de tanto soñar, de ese diabólico tejido de sucedidos, alegrías y dolores, que oprimían el corazón y detenían la sangre en las venas y de pronto eran Maya y lo dejaban enloquecido; estaba harto de todo y no deseaba ya ni mujer ni hijo, ni trono ni victoria ni venganza, no ansiaba ni dicha ni sabiduría, ni poder ni virtud. Sólo ambicionaba paz, sólo un fin; anhelaba únicamente detener y aniquilar la rueda en eterno movimiento, la infinita sucesión de imágenes. Quería llegar él mismo a la paz y apagarse como lo quiso aquella vez, cuando en la última batalla se lanzó sobre los enemigos, se batió y fue batido, hirió y fue herido, hasta que cayó desmayado. Mas ¿y después? Después habría la pausa de una impotencia o de un sueño o de una muerte. Y en seguida se despertaría, y habría que dejar penetrar en el corazón las corrientes de la vida y pasar ante los ojos la tremenda, hermosa y real sucesión de imágenes, sin fin, inevitablemente, hasta la próxima impotencia, hasta la próxima muerte. Ésta era, tal vez, una pausa, un breve, mínimo descanso, un alivio, pero la rueda continuaría y él volvería a ser una de las mil figuras en la danza salvaje, ebria y desesperada de la vida. ¡Ay, no había extinción, no había fin! ...
La inquietud le hizo mover otra vez los pies. Si en esta maldita danza en círculo no había reposo, si ni un solo deseo ardiente podía realizarse, no quedaba más que volver a llenar el cuenco del agua y llevarlo al anciano que se lo había ordenado, aunque nada le correspondía ordenar. Era un servicio que se le había pedido, un encargo; se podía obedecer y realizarlo, sería mejor que estar sentado y pensar en métodos de autodisolución, de suicidio; obedecer y servir era mucho más fácil, más inocente y cómodo que reinar y tener responsabilidades; él lo sabía. Bien, Dasa, ¡toma el cuenco, llénalo de agua y llévalo a tu señor!
Cuando llegó a la choza, el maestro lo recibió con una mirada extraña, una mirada casi inquisitiva, compasiva a medias, divertida a medias, una mirada como por ejemplo suele tener un niño mayor para otro más pequeño, que ve retornar de una aventura esforzada y un poco avergonzante, de una prueba de valor que se le ha impuesto. Este príncipe pastor, este pobre diablo que había acudido a él, venía en realidad del manantial solamente, había ido en busca del agua y habría estado ausente un cuarto de hora quizá; pero venía también de una cárcel, acababa de perder a una mujer, a un hijo, todo un principado, de vivir una vida humana entera, de echar una mirada a la rueda que gira. Probablemente, este joven había sido despertado ya una vez antes o muchas veces, y supo respirar una bocanada de realidad; de otra manera no hubiera llegado hasta allí pero ahora parecía haber sido despertado correctamente y se revelaba maduro, para iniciar el largo camino. Necesitaría muchos años este joven, sólo para aprender a conducirse y respirar en forma correcta.
Únicamente con esta mirada, que contenía un adarme de bondadosa simpatía y la indicación de un acuerdo surgido entre ambos, el acuerdo entre maestro y alumno, únicamente con esta mirada realizó el yoghi la recepción del discípulo. Porque ella echó de la mente del alumno los pensamientos inútiles y lo tomó a su servicio, para educarlo.
Nada más queda por referir acerca de la vida de Dasa; el resto se cumplió más allá de las imágenes visibles y de las historias narrables. Dasa no abandonó nunca más la selva ...



Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
Hermann Hesse De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943

7 de julio de 2015

El confesor, Hermann Hesse

 El confesor, Hermann Hesse


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943


EL CONFESOR

FUE en la época en que san Hilarión vivía aún, muy proyecto en años; vivía en la ciudad de Gaza un tal Josephus Famulus, que hasta su trigésimo año de edad o algo más llevó vida mundana y estudió los libros paganos: luego fue convertido, por una mujer por él perseguida, a la doctrina de Dios y a la dulzura de las virtudes cristianas; se sometió al santo bautismo, renegó de sus pecados y se sentó muchos años a los pies del presbítero de su ciudad, escuchando principalmente la tan anhelada relación de la vida de los piadosos ermitaños en el desierto, con creciente curiosidad, hasta que un día, a los sesenta y tres años, se encaminó por la senda en que le precedieran san Pablo y san Antonio y, después de aquellos, muchos otros seres piadosos. Entregó el resto de sus bienes a los ancianos, para que los distribuyeran a los pobres de la comunidad, se despidió de sus amigos en las puertas de la ciudad, y emigró al desierto, pasando del mundo fútil a la mísera vida de los penitentes.
Por muchos años le quemó y secó el sol; él se limó, orando, las rodillas en la roca y en la arena; esperó ayunando la puesta del sol para masticar su par de dátiles; los demonios le atormentaron con ataques, burlas y tentaciones, que venció con la oración, la penitencia, la entrega de sí mismo, como lo leemos descrito todo en las biografías de los santos padres. Muchas noches, sin dormir, contempló las estrellas, y también las estrellas le causaron tentaciones y perplejidades: leía en las constelaciones porque aprendió un día a desentrañar las historias de lo dioses y los símbolos de la naturaleza humana, una ciencia rechazada absolutamente por los presbíteros, que lo persiguió por mucho tiempo con fantasías y pensamientos de la época pagana.
En todas partes donde por aquella región el desierto estéril y desnudo ostentaba una fuente, un puñado de verde, un oasis pequeño o grande, vivían entonces los ermitaños, algunos completamente solos, otros en pequeñas hermandades, como los representa una pintura en el camposanto de Pisa, ejerciendo la pobreza y el amor del prójimo, adeptos de un nostálgico ars moriendi, un arte de morir, de perecer para el mundo y para el propio. Yo, de perecer en el Redentor, en la claridad y lo inmarcesible. Eran visitados por ángeles y demonios, componían himnos, exorcizaban a los malos espíritus, curaban y bendecían y se habían adjudicado la tarea de reparar la lujuria del mundo, la brutalidad y la codicia sensual de muchas épocas pasadas y otras por venir, mediante una poderosa oleada de entusiasmo y entrega, mediante un extático exceso de renuncia al mundo. Muchos de ellos poseían ciertamente viejas prácticas paganas de iluminación, métodos y ejercicios de un proceso de espiritualización perfeccionado en Asia a través de siglos, pero no se decía palabra al respecto, y estos métodos y ejercicios yoghis ya no se enseñaban en realidad, porque caían bajo la prohibición con la que el cristianismo eliminaba cada vez más lo pagano. En muchos de estos penitentes, el ardor de aquella vida llegaba a formar dones especiales, de la oración, de la curación mediante la imposición de las manos, de la profecía, del exorcismo de los demonios; dones del juicio y el castigo, de la consolación y la bendición. También en Josephus dormitaba un don, que con los años, cuando su cabello comenzó a ralear, alcanzó lentamente su florecimiento. Fue el don de escuchar. Cuando un hermano de una de las colonias o un hijo del mundo, impulsado por su intranquila conciencia, acudía a Josephus y le daba cuenta de sus acciones, sufrimientos, tentaciones y pecados, le contaba su vida, su lucha por el bien y sus derrotas en esa lucha, o una pérdida, un dolor, un luto, Josephus sabia escucharlo, abrirle su oído y su corazón, y acercarse, compartir su padecer y sus cuitas, salvarle y dejarle irse aliviado y aquietado. Lentamente, con el correr de muchos años, esta función se había apoderado de él y le había convertido en instrumento, en oído en el cual se confiaba. Sus virtudes eran mucha paciencia, cierta pasividad absorbente y una gran reserva. Cada vez más acudía la gente a él, para confiarse, para liberarse de cuitas acumuladas, y muchos, aunque hubiesen tenido que recorrer largo camino para acudir a su choza de cañas, apenas llegaban y saludaban, no traían la disposición y el valor de confesarse, sino que vacilaban y se avergonzaban, titubeaban con sus pecados, suspiraban y se callaban, largas horas, y él se conducía con todos en la misma forma, ya sea que hablaran con gusto o a la fuerza, libremente o con reticencias, ya sea que volcaran de sí sus secretos furiosamente o estuvieran ufanos de ellos. Todos eran iguales para él, ya fuera que acusaran a Dios o se acusaran a sí mismos, exageraran sus pecados y sus penas o las empequeñecieran, confesaran un asesinato o una impudicia, acusaran a una amante infiel o la pérdida de la salvación. No se asustaba si alguien le hablaba de familiar trato con los demonios y pareciera tutearse con el diablo, ni se enfadaba si uno contaba muchas cosas y callaba lo principal, ni perdía la paciencia si alguien se acusaba de pecados fantásticos y exagerados. Parecía que todo, lo que se le traía, quejas, confesiones, acusaciones y angustias de la conciencia, entrara en su oído como el agua en la arena del desierto; parecía no emitir juicio sobre todo eso y no tener compasión ni desprecio por los que se confesaban, y, sin embargo, o tal vez por eso mismo, parecía que lo que se le confesaba no se perdía en el vacío, sino que al ser dicho y escuchado, se aliviaba y era perdonado. Sólo rara vez emitía una advertencia o un consejo, más raramente aún un cargo o una orden; era como si esto no perteneciera a sus funciones, y los que hablaban sentían tal vez que eso no le correspondía. Su deber, su oficio casi, era despertar y recibir confianza, escuchar paciente y amablemente, facilitar así, para completarla, la confesión todavía inacabada, invitar al fluir y correr lo acumulado o incrustado en las almas, tomarlo y envolverlo en el silencio. Sólo que al final de cada confesión, las terribles y las ingenuas, las apenadas y las vanidosas, hacía arrodillarse al interesado cerca de él, retaba el Padrenuestro y lo besaba en la frente, antes de dejarlo marchar. No le incumbía imponer penitencias y castigos, tampoco se sentía autorizado para expresar una verdadera absolución sacerdotal, no era cosa suya ni juzgar ni perdonar una culpa. Escuchando y comprendiendo, parecía asumir una parte de esa culpa y ayudar a sobrellevarla. Callando, parecía que lo escuchado desaparecía y se perdía en el pasado. Orando con el confesado después del acto, parecía aceptarlo y reconocerlo como hermano, como igual. Besándole, era como si le bendijera en una forma más fraternal que sacerdotal, más delicada que solemne. Su fama se difundió por todos los alrededores de Gaza; se le conocía muy lejos y a veces se le citaba junto con el gran confesor y ermitaño Dion Púgil, cuya renombre sin embargo, era anterior en más de diez años y se fundaba en facultades y hábitos del todo distintos, porque el padre Dion era célebre justamente porque sabía leer en las almas que confiaban en él con más penetración y rapidez de lo que hiciera en las palabras expresadas, de modo que muchas veces sorprendía a uno que se confesara titubeando, lanzándole a la cara los pecados aún no confesados. Este conocedor de almas, de quien Josephus había oído contar cien historias maravillosas y con quien nunca se hubiera atrevido a compararse, era también un privilegiado consejero de almas equivocadas, un gran juez, que castigaba y ponía orden; asignaba penitencias, mortificaciones y peregrinaciones, realizaba matrimonios, obligaba a los enemistados a reconciliarse, y su autoridad era igual a la de un obispo. Vivía cerca de Ascalón, pero le visitaban suplicantes desde la misma Jerusalén y aun de lugares más alejados.
Josephus Famulus, como la mayoría de los ermitaños y penitentes, había sostenido durante muchos años una lucha apasionada y desgastadora. Aunque abandonara la vida mundana, distribuyera sus bienes y su casa en limosnas y huyera de la ciudad y de sus innumerables incitaciones al goce sensual, tuvo sin embargo, que llevarse consigo a sí mismo, y en su Yo estaban todos los instintos del cuerpo y del alma, que pueden conducir a un ser humano al aprieto y a la tentación. Ante todo luchó contra el cuerpo, fue severo y duro con él, lo acostumbró al calor y al hielo, al hambre y la sed, a las cicatrices y las callosidades, hasta marchitarlo y secarlo lentamente, pero aun en la magra envoltura del asceta, el viejo Adán podía sorprenderlo y agriarlo vergonzosamente con los deseos y los anhelos, los sueños y las fantasías más insensatos; ya sabemos que a los que huyen del mundo y quieren hacer penitencia, el demonio dedica una atención especialísima. Cuando luego comenzaron a visitarle en ocasiones gentes en busca de consuelo y necesitadas de confesión, agradecido vio en esto un llamamiento de la gracia y sintió al mismo tiempo un alivio de su propia penitencia: había recibido un sentido y una esencia que trascendían de él, le estaba deparado un cargo, un oficio, podía servir a otros o ser instrumento de Dios, para atraer almas. Fue una sensación maravillosa y verdaderamente elevadora. Pero andando el tiempo, resultó evidente que también los bienes del alma pertenecen todavía a lo terrenal y pueden convertirse en tentaciones y trampas. Pues a menudo, cuando llegaba a pie o a caballo un peregrino de aquellos, se detenía delante de su caverna cavada en la roca, para beber un sorbo de agua, y luego pedía que se le oyera en confesión, Josephus experimentaba una sensación de conformidad y placer, un placer de sí mismo, una vanidad y un egoísmo del que se asustaba profundamente, apenas lo reconocía. A menudo pidió perdón a Dios de rodillas, suplicó a Dios que no le enviara a él, indigno, otros pecadores, ni desde las chozas de los hermanos penitentes en las cercanías, ni de los pueblos y ciudades del mundo. Entretanto, sin embargo, no se sintió mucho mejor cuando en ciertos períodos los confesandos faltaron de verdad, y si reaparecían luego en gran número, se sorprendía una vez más en pecado: ahora le ocurría que mientras escuchaba éstas o aquellas confesiones, experimentaba reacciones de frialdad o desamor, y aun de desprecio por los que se confesaban. Suspirando, aceptó también estas luchas y hubo épocas en que tuvo que someterse a ejercicios de humillación y expiación, después de cada confesión escuchada. Además se volvió norma para él tratar a todos los confesandos no solamente como hermanos, sino con cierto respeto especial y esto tanto más cuanto menos le gustaba la persona que se presentaba. Recibía a todos como mensajeros de Dios, enviados para ponerlo a prueba. Con el correr de los años, bastante tarde, cuando ya estaba envejeciendo, encontró cierta uniformidad en su modo de vivir, y fue para los que vivían en la vecindad, un hombre intachable, que había encontrado la paz en Dios.
Pero también la paz es algo vivo y ella también, como todo lo que vive, debe crecer y disminuir, debe adaptarse, superar pruebas y experimentar cambios; eso ocurrió con la paz de Josephus Famulus; era inestable, a menudo visible, luego inhallable, por momentos como una vela que se lleva en la mano, por momentos como una estrella en un cielo invernal. Y con el tiempo, fue una suerte nueva y especial de pecado y de tentación, la que cada vez más a menudo le tornó pesada y dura la vida. No se trataba de una reacción viva y apasionada, de una rebelión o un estallido de los instintos; parecía casi lo contrario. Fue una sensación que en sus primeras fases resultó fácil de soportar, casi insensible, un estado sin dolores verdaderos o faltas, un estado de alma aburrido, débil, tibio, que sólo podía definirse negativamente, un mareo, una disminución y, finalmente, una ausencia de alegría. Como hay días en que el cielo se hunde quedamente en sí mismo y se revuelve, gris, pero no negro, abochornado, pero no amenazando tormenta, así fueron paulatinamente los días de Josephus al envejecer. Cada vez menos podían distinguirse las alboradas de los atardeceres, los días festivos de los comunes, las horas de elevación de las de depresión; todo pasaba inerte en cansancio entumecido, en desgano invencible. En la senectud, pensó tristemente. Y estaba triste porque del envejecer y del paulatino apagarse de los instintos y las pasiones había esperado una iluminación y un alivio de su existencia, un paso adelante en la armonía anhelada, y ahora la edad caduca parecía desilusionarlo y engañarlo, porque no le traía más que esa oquedad cansina, gris, sin alegrías, esa sensación de incurable hartazgo. De todo se sentía saturado, de la mera existencia, de la respiración, del sueño en la noche, de la vida en su gruta al borde de un pequeño oasis, del eterno anochecer y del romper el día, del paso de caminantes y peregrinos, de viajeros en camellos y borricos, y sobre todo de la gente que acudía a visitarle, de esos hombres tontos, angustiados y tan infantilmente ingenuos, que necesitaban contarle a él su vida, sus pecados, sus ansiedades, sus tentaciones y acusaciones. A veces le parecía que cono en el oasis la pequeña surgente se juntaba en la cuenca de piedra, corría entre la hierba y formaba un arroyuelo, luego fluía por el desierto de arena y a poco allí se secaba y moría, también todas esas confesiones, esos registros de pecados, esas biografías, esas torturas de conciencia, pequeñas y grandes, serias o vanas, llegaban a fluir en su oído, por docenas, por centenares, constantemente renovadas. Pero el oído no estaba muerto como la arena del desierto, era algo vivo y no podía beber y tragar y absorber eternamente; se sentía cansado, gastado, saturado; anhelaba que el fluir y chapotear de las palabras, las confesiones, las cuitas, las acusaciones, las mortificaciones cesaran de una vez, que por fin hubiera paz, muerte y silencio en lugar de este infinito fluir. Sí, deseaba un fin, estaba cansado, harto y más que harto; su vida se había vuelto insípida y sin valor, y llegó tan lejos que a veces se sintió tentado a poner fin a su existencia, a castigarse y apagarse, como lo hizo Judas, el traidor, cuando se colgó. Como en los primeros grados de su vida de penitente el demonio le metía en el alma los deseos, las ideas y los ensueños del placer sensual y mundano, ahora lo tentaba con ideas de autodestrucción, tanto que tuvo que examinar cada rama de un árbol, para ver si servía para ahorcarse, cada roca de la región por si era alta y a plomo lo suficiente, para Untarse desde ella y morir. Resistió a la tentación, luchó, no cedió, pero pasó días y noches en un fuego de odio contra si mismo y de deseo de muerte; la vida se le había vuelto intolerable y odiosa.
A esto había llegado, pues, Josephus. Un día en que se encontró una vez más sobre una de aquellas alturas rocosas, vio lejos, entre la tierra y el cielo, dos, tres diminutas figuras tal vez viajeros o peregrinos o gente que acudía a él, para confesarse con él, y de pronto lo invadió un irresistible deseo de irse en seguida, de prisa, lejos de ese lugar, lejos de esa existencia. El deseo lo impregnó tan poderosamente e instintivamente que superó todo pensamiento, toda objeción, toda reflexión, y los barrió, porque naturalmente no faltaban; ¿cómo podía un penitente seguir un instinto sin remordimientos de conciencia? Y ya corrió, ya estuvo de vuelta en su gruta, su refugio de tantos años de lucha, el sitio de tantas elevaciones y derrotas. Con irreflexivo apremio preparó un par de puñados de dátiles y un recipiente con agua, una calabaza seca y vaciada, colocó todo en su vieja bolsa de viaje, se la echó al hombro, tomó su báculo y abandonó la verde paz de su pequeña patria, huyendo sin paz, huyendo de Dios y de los hombres, y sobre todo de lo que fue lo mejor para él, lo que tuvo por función y misión. Caminó al comienzo como un perseguido, como si las figuras que viera aparecer en el horizonte allá lejos, fueran realmente perseguidores y enemigos, soslayados desde la alta roca. Pero en el curso de la primera hora de viaje perdió la prisa angustiosa, el movimiento lo cansó en forma bienhechora, y durante el primer descanso, en que se concedió un bocado restaurador —era costumbre sagrada para él no tomar alimento alguno antes de la puesta del sol—, su razón, ejercitada ya a pensar en soledad, comenzó a excitarse y a juzgar su proceder instintivo. Y la razón no desaprobó ese proceder, por cuanto podía parecer poco prudente, sino que lo consideró con benevolencia, porque por primera vez desde hacía mucho tiempo, encontraba su obra inocente y pura. Había sido una fuga la suya, una fuga repentina e irreflexiva, pero no vergonzosa. Había abandonado un puesto para el cual ya no tenía aptitudes; había confesado con su partida su fracaso a sí mismo y a quien pudo verlo; había abandonado una lucha inútil repetida todos los días, reconociéndose vencido, derrotado. Esto —determinó su razón— no era nada grande ni heroico ni santo, pero sincero sí, e inevitable también; se asombró ahora por haber realizado esta fuga tan tarde, por haber resistido tanto, tanto. Comprendió ahora que la lucha y la terquedad con que se mantuvo tanto tiempo en el puesto abandonado, eran errores, lucha y terquedad de su egoísmo, de su viejo Adán, y creyó también comprender por qué esa terquedad le llevó a consecuencias tan malas y aun demoníacas, a tanta perversidad e inconsciencia, hasta la posesión diabólica del deseo de morir y aniquilarse por su mano. Ciertamente, un cristiano no debía ser enemigo de la muerte; un penitente, un santo, tenía que considerar su vida solamente como un sacrificio. Pero el pensamiento del suicidio era absolutamente diabólico y sólo podía nacer en un alma cuyos maestros y defensores no eran ya los ángeles de Dios, sino los perversos demonios. Se quedó sentado un rato, perdido y perplejo, y luego contrito y estremecido, contemplando desde la distancia de las pocas millas de su trayecto, su vida reciente, logrando conciencia de la vida desesperada y azuzada de un anciano que ha equivocado su meta y es atormentado continuamente por la horrible tentación de colgarse de la rama de un árbol, como el traidor de Cristo. Si tenía tanto horror por el suicidio, quedaba seguramente en esta sensación un resto de un saber primitivo —antecristiano y pagano— de la antiquísima costumbre del sacrificio humano, para el cual estaban destinados el rey, los santos y los elegidos de la tribu, que muchas veces debían ejecutarlo con sus propias manos. Y no sólo le horrorizaba tanto el que la prohibida costumbre procediera de antiguas edades paganas, sino aún más la idea de que, en el fondo, la muerte sufrida en la cruz por el Redentor no era otra cosa que un sacrificio humano voluntariamente realizado. En efecto, si recordaba bien, una intuición de tal conciencia existió ya en aquellas reacciones al deseo de suicidio, un impulso salvaje y tercamente perverso de sacrificarse a sí mismo y con ello imitar realmente en forma prohibida al Salvador, o en manera vedada indicar que la obra redentora no había resultado completa para Aquél. Al pensarlo se asustó en el alma, pero también sintió que había escapado a ese peligro.
Largo tiempo contempló al penitente Josephus que era ahora y que en lugar de seguir a Judas o al Crucificado, huyera y se colocara así de nuevo en las manos de Dios. Crecieron en él la vergüenza y el dolor, cuanto más claramente percibió el infierno evitado y, al final, la miseria se le metió en la garganta como un bocado que ahoga, creció con insoportable presión y de pronto halló salida y liberación en un estallido de lágrimas que le hizo maravillosamente bien. ¡Cuánto tiempo hacía que no lloraba! Las lágrimas corrieron, cegándole los ojos, pero el ahogo mortal estaba eliminado y, cuando se recobró y sintió un gusto salobre en sus labios y advirtió que lloraba, por un instante le pareció que había vuelto a ser niño y nada sabía del Maligno. Sonrió, se avergonzó un poco de su llanto, se puso de pie finalmente y prosiguió su camino. Estaba inseguro, no sabía adonde dirigirse y lo que sería de él; se imaginó niño, pero ya no había en él lucha o deseo, se sentía más liviano y casi guiado, llamado por una buena estrella lejana y atraído, como si su viaje no fuera una fuga, sino un retorno. Se cansó, y la razón también: ella callaba o descansaba o ya no se creía necesaria.
En el abrevadero donde Josephus pasó la noche, reposaban algunos camellos. Como al pequeño grupo de viajeros pertenecían también dos mujeres, se limitó a un ademán de saludo y evitó toda conversación. En cambio, después de comer algunos dátiles al oscurecer, después de rezar y acostarse, pudo escuchar la conversación en voz baja de dos hombres, un anciano y un joven, acostados muy cerca de él. Fue sólo un trocito de diálogo lo que pudo oír, el resto pasó de murmullo apenas. Pero también ese poco llamó su atención y le interesó y le dio en qué pensar gran parte de la noche.
Esta bien —oyó que decía la voz del anciano—, está bien que acudas a un hombre piadoso y quieras confesarte. Esta gente lo comprende todo, te lo digo yo, sabe más que comer pan, y muchos de ellos conocen hechizos. Si el santo grita una palabrilla a un león que está por saltarle encima, la fiera se agacha, mete la cola entre las piernas y se escabulle. Puede domesticar un león, te lo digo yo; a uno de ellos, todo un beato, los leones mansos le cavaron la fosa cuando murió, volvieron a echar parejita la tierra encima del muerto y por mucho tiempo dos de ellos hicieron guardia día y noche sobre el sepulcro. Y no sólo los leones sabe domesticar esta gente. Uno de ellos rezó una vez por un centurión romano, una bestia cruel de soldado, el peor mujeriego de Ascalón, y le ablandó el corazón de tal manera que el tipo se redujo a flojo y tímido como un ratoncito y buscó un agujero para esconderse. Más tarde casi no le reconocían, tan humilde y bueno llegó a ser. Por cierto, esto da que pensar: poco después el hombre murió.
—¿El santo?
—¡Oh, no, el centurión! Varrón se llamaba. Desde que el penitente lo dominó y despertó su conciencia, fue decayendo en salud muy rápidamente, tuvo la fiebre dos veces y murió a los tres meses. ¡Bah, no se perdió nada! Pero de todas maneras muchas veces pensé: el penitente no sólo echó de él al demonio, sino que debió pronunciar también alguna palabrita que se llevó al otro bajo tierra.
—¿Un hombre tan religioso? No puedo creerlo.
—Puedes creer o no creer, querido. Pero desde aquel día el hombre estaba como cambiado, para no decir embrujado, y tres meses después...
Hubo un breve rato de silencio, luego comenzó de nuevo el joven:
—Aquí hay un penitente, debe estar por ahí cerca; vive sólito cerca de una fuentecilla, en el camino de Gaza. Se llama Josephus, Josephus Famulus. Oí hablar mucho de él.
—¿Sí? ¿Y qué se decía?
—Debe ser tremendamente piadoso y, además nunca miró a una mujer. Cuando alguna vez pasan un par de camellos por su alejado lugar y en uno va una mujer, aunque esté cubierta por densos velos, él se vuelve y desaparece en seguida por un precipicio. Mucha gente, pero mucha, ha ido a confesarse con él.
—No será tanta, de otra manera ya hubiera yo oído hablar de él. ¿Y qué puede hacer, pues, tu Famulus?
—Justamente, la gente va a confesarse con él, y si no fuera tan bueno y no entendiera de su oficio, la gente no iría corriendo. Además se dice de él que apenas si habla una palabra; no reprocha ni grita, no impone castigos ni cosas parecidas; dicen que es un hombre dulce y sobrio.
—Bien, pero ¿qué hace, pues, si no regaña y no castiga y no abre la boca
—Dicen que sólo escucha y suspira extrañamente y se hace la cruz.
—¡Bah, bonito santo clandestino te traes entre manos! Pero tú no serás tan tonto como para correr detrás de este silencioso tío...
—Sin embargo, lo deseo. Ya lo encontré, no puede estar lejos de aquí. Estuvo esta tarde como un pobretón cerca de la fuente, mañana temprano le hablo, tiene todo el aspecto de un penitente
El anciano se acaloró.
—¡Deja de una vez a tu penitente de pozo agachado en su caverna! ¡Un hombre que sólo escucha y suspira y tiene miedo de las mujeres y nada sabe y comprende! No, yo te diré a quien debes acudir. Realmente está lejos de aquí, más lejos que Ascalón, pero en cambio es también el mejor penitente y confesor que haya existido jamás. Se llama Dion y su nombre es Dion Púgil, es decir, el que lucha con los puños, porque pelea con todos los demonios, y si uno le confiesa sus culpas, Púgil, mi querido amigo, no suspira, ni cierra la boca, sino que estalla y le quita al hombre la herrumbre a toda prisa. Debe de haber apaleado a muchos, hizo arrodillar a uno toda una noche sobre una piedra y todavía le obligó luego a dar cuarenta talentos a los pobres. Éste es el hombre, hermanito, que debes ver y admirar; cuando te mira bien, te sacude los huesos y te ve adentro y aun a través. Allí no se suspira, el hombre sabe lo que hace, y cuando uno no puede dormir o tiene malos sueños y ve caras malas y cosas parecidas, Púgil te calafatea de nuevo, te lo digo yo. Y no te lo digo porque oí a mujeres charlar de él. Sino porque yo mismo estuve con él. Sí, yo mismo, por pobre que sea. Una vez busqué al penitente Dion, que lucha con los puños y es hombre de Dios. Miserable acudí a él y con mucha vergüenza e inquietud en la conciencia, y retorné claro y puro como la estrella del amanecer, te lo digo como que me llamo David. Recuérdalo: se llama Dion, de apodo le dicen Púgil. Buscarás a ése apenas puedas, te ocurrirá un milagro. Prefectos, ancianos y obispos le pidieron consejo.
—Sí —resolvió el otro—, si algún día llego a esa región lo recordaré. Pero hoy es hoy y aquí es aquí, y como hoy me hallo aquí y aquí cerca debe estar ese Josephus, de quien oí contar tantas cosas buenas...
—¡Cosas buenas! Te has vuelto loco con este Famulus.
—Me gustó porque no insulta ni hace bulla. Esto me gusta, debo decirlo. Yo no soy ni centurión ni obispo; soy un hombrecito y más bien débil, no podría soportar mucho fuego y azufre; Dios sabe, no me opongo si me toman a las buenas, así soy yo.
—Todo el mundo lo quisiera. ¡Tomar a las buenas! Cuando hayas confesado y hecho la penitencia y cumplido el castigo y limpiado tu alma, para mi todo está arreglado y es fácil tomarte a las buenas, pero si estás delante de tu confesor y juez, impuro y apestando como un chacal...
—Bueno, bueno... no debemos hablar tan fuerte, la gente quiere dormir.
De pronto, murmuró complacido:
—Además, también me contaron algo curioso de él.
—¿De quién?
—De él, del penitente Josephus. Acostumbra hacer algo raro; cuando uno le ha confesado sus cosas y sus pecados, le saluda para despedirlo y le da un beso en la mejilla o en la frente.
—¿Eso hace? Costumbres extravagantes gasta el hombre...
—¡Sin embargo es tan tímido delante de las mujeres! Dicen que una vez una ramera de la región fue a verle vestida de hombre, y él no notó nada y le escuchó sus mentiras y cuando ella terminó de confesarse, él se inclinó ante ella y le dio todo un beso...
El anciano estalló en una gran carcajada, el otro le siseó en seguida y Josephus no pudo oír más que la risa sofocada durante un rato.
Josephus miró al cielo; la hoz de la luna estaba detrás de las copas de las palmeras, clara y delgada; se estremeció por el frío de la noche. Asombrosamente, como un espejo de distorsión, pero claro, el diálogo nocturno de los camelleros había puesto ante sus ojos su persona y el papel que había traicionado. Y una ramera, pues, le había hecho esa jugarreta. Pero esto no era lo peor, aun siendo malo. Tuvo mucho que meditar acerca de la conversación de los dos hombres. Y cuando por fin, muy tarde, pudo dormirse, logró hacerlo solamente porque su meditación no había sido inútil. Le llevó a un resultado, a una resolución, y con esta nueva decisión en el alma, durmió profunda y tranquilamente, hasta el rayar del día.
Pero su resolución resultó justamente aquella que el más joven de los dos camelleros no hubiera podido imaginar. Y fue la de seguir el consejo del más anciano y visitar a Dion, llamado Púgil, de quien conocía la existencia desde hacía mucho tiempo y cuyas loas acababa de oír cantar hoy tan vivamente. Este famoso confesor, juez de almas y consejero, tendría también para él un consejo, un castigo, un juicio, un rumbo; se le presentaría como a un representante de Dios y aceptaría complacido lo que ordenara.
Al día siguiente abandonó el lugar de reposo antes de que despertaran los dos hombres y ese mismo día alcanzó en duro viaje un lugar habitado por hermanos piadosos, desde donde esperaba llegar al camino usual para Ascalón.
A su llegada, al atardecer, le sonrió amablemente un diminuto paisaje verde de oasis; vio elevarse en el cielo los árboles y sintió balar cabras, creyó descubrir en la sombra verdosa los contornos de los techos de las chozas y sentir la proximidad de seres humanos y, cuando se acercó vacilando, creyó también advertir una mirada que se posaba en él. Se detuvo y espió alrededor y vio debajo de los primeros árboles, apoyada en un tronco, una figura sentada, un anciano de erguido porte y rostro digno pero severo y duro, que lo miraba y tal vez estaría mirándole ya un buen rato. Los ojos del anciano eran firmes y agudos, pero sin expresión, como los de un hombre que está acostumbrado a observar, pero no es curioso ni interesado, que deja acercársele hombres y cosas y trata de reconocerlos, pero ni los atrae ni los invita.
—Alabado sea Jesucristo —dijo Josephus.
El anciano contestó con un murmullo.
—Con vuestro permiso —dijo Josephus—, ¿sois extranjero como yo o un habitante de esta hermosa colonia?
—Extranjero —contestó el hombre de barba blanca.
—Venerable, tal vez podáis decirme si es posible llegar desde aquí al camino que lleva a Ascalón.
—Es posible —contestó el anciano.
Y se puso de pie lentamente, con los miembros un poco duros; era un gigante flaco. De pie, se quedó mirando la hueca lejanía. Josephus advirtió que el anciano gigante tenía poco deseo de conversar, pero quería hacerle otra pregunta.
—¿Me permitís una sola pregunta más, Venerable? —le dijo gentilmente y vio los ojos del hombre regresar de la lejanía, para observarle fría y atentamente.
—¿Conocéis tal vez el lugar donde se puede encontrar a Dion, el padre Dion, llamado Dion Púgil?
El extranjero contrajo un poco las cejas y su mirada resultó aún más fría.
—Lo conozco —dijo apenas.
—¿Lo conocéis? —exclamó Josephus—. Decídmelo entonces, porque hacia allá voy, a ver al padre Dion.
El anciano bajó su mirada examinadora sobre él. Mucho le hizo esperar su contestación. Luego se retiró hasta su lugar de antes, volvió a dejarse caer al suelo y se sentó apoyado en el tronco, como había estado. Con un breve además indicó a Josephus que se sentara también. Éste obedeció al ademán, sintió por un segundo al sentarse el gran cansancio de sus miembros, pero lo olvidó en seguida, para prestar toda su atención al anciano. Éste parecía hundido en la meditación; un rasgo de rechazante severidad apareció en su aspecto lleno de dignidad y sobre este estuvo todavía extendida otra expresión, otro rostro, como una máscara transparente, una expresión de viejo y solitario dolor, al cual el orgullo y la dignidad no permitían la menor manifestación.
Pasó mucho tiempo antes de que la mirada del venerable tornara a posarse en él. Y esa mirada volvió ahora también a examinarlo con suma agudeza; de repente, el anciano formuló en tono imperativo la pregunta:
—¿Quién sois, pues?
—Un penitente —contestó Josephus—, por muchos años hice vida retirada.
—Eso se ve. Pregunto quién sois.
—Me llamo Josephus y llevo el apodo de Famulus.
Cuando Josephus dijo su nombre, el anciano, que por lo demás se mantuvo inmóvil, contrajo las cejas tan fuertemente que sus ojos por un momento se tornaron casi invisibles; pareció sorprendido, asustado o desilusionado por la respuesta de Josephus; o tal fuera solamente un cansancio de la vista, un debilitamiento de la atención, quizá un pequeño acceso de flaqueza, como suelen tener los ancianos. Pero siguió perfectamente inmóvil, mantuvo los ojos un rato apretados y, cuando los volvió a abrir, la mirada pareció trasformada o lo estaba, porque semejaba más vieja, más solitaria, petrificada y expectante. Lentamente abrió los labios para decir:
—Oí hablar de vos. ¿Sois aquel a quien la gente acude para confesarse?
Josephus afirmó perplejo, sintiendo el reconocimiento como una desagradable desnudación, avergonzado ya por segunda vez al encontrarse con su fama.
Otra vez preguntó al anciano con su manera imperativa:
—¿Y ahora queréis visitar a Dion Púgil? ¿Qué queréis de él?
—Confesarme.
—¿Y qué esperáis?
—No lo sé. Tengo confianza en él; hasta me parece que es una voz de arriba, una guía, la que me lleva a él.
—¿Y después que hayáis confesado, qué?
—Haré lo que él me ordene.
—¿Y si os aconseja o manda algo falso?
—No averiguaré si es falso o no, obedeceré solamente.
El anciano no dejó oír más un sola palabra.
El sol estaba muy bajo ya, un pájaro cantada en la rama de un árbol. El anciano se quedó callado, Josephus se puso de pie. Ingenuamente volvió al tema que le preocupaba.
—Habéis dicho que conocéis el lugar donde puede hallarse al padre Dion. ¿Puedo pediros que me nombréis el lugar y me indiquéis el camino para llegar hasta él?
El anciano contrajo los labios en una especie de sonrisa.
—¿Creéis —preguntó dulcemente— que le agradará vuestra visita?
Sorprendido y asustado por la pregunta, Josephus no contestó. Estaba perplejo. Luego dijo:
—Por lo menos, ¿puedo esperar que os volveré a ver?
El anciano hizo un ademán de saludo y contestó:
—Dormiré aquí y me quedaré hasta poco después de levantarse el sol. Podéis marchar ahora, estaréis cansado y hambriento.
Josephus se fue, después de un respetuoso saludo, y llegó a la pequeña colonia al caer de la oscuridad. Vivían allí, como en un monasterio, los que se llamaban “retraídos”, cristianos de diversas ciudades y pueblos, que se habían construido un techo en la soledad, para dedicarse sin molestias a una vida simple, pura, de paz y contemplación. Le dieron agua, alimento y un lugar para pasar la noche y le ahorraron preguntas y contestaciones, viéndole tan cansado. Alguien dijo la oración nocturna, en la que participaban de rodillas los demás; todos juntos decían el “amén”. En otros tiempos, la compañía de estos religiosos hubiera sido para él un acontecimiento y una alegría, pero ahora él tenía un solo propósito y muy de mañana volvió de prisa adonde había dejado al anciano el día anterior. Lo halló tendido en el suelo durmiendo, envuelto en una delgada manta, y se sentó aparte, debajo de los árboles, para esperar que despertara. Pronto el durmiente se inquietó, despertó, salió de la manta, se puso de pie pesadamente y estiró los miembros entumecidos; luego se arrodilló en el suelo y pronunció su oración. Cuando volvió a ponerse de pie, Josephus se le acercó y se inclinó ante él en silencio.
—¿Has tomado ya el desayuno? —preguntó el extranjero.
No. Acostumbro comer una sola vez en el día y únicamente después de la puesta del sol. ¿Tenéis hambre, venerable?
—Estamos de viaje —contestó el otro— y ya no somos jóvenes. Es mejor que comamos un bocado, antes de seguir adelante.
Josephus abrió su bolsa y le ofreció sus dátiles; de aquella buena gente había recibido un pan de mijo, que compartió con el anciano.
—Podemos marchar —dijo el anciano, después de comer.
—¿Iremos juntos? —exclamó Josephus complacido.
—Ciertamente. Me pediste que te llevara a ver a Dion. Vamos, pues.
Sorprendido y feliz, Joseph le miró.
—¡Qué bueno sois! —exclamó y quiso decir palabras de agradecimiento. Pero el extranjero lo hizo callar con un ademán rudo.
—Bueno es solamente Dios —dijo—. Y ahora, en marcha. Y háblame como yo te hablo. ¿Qué cuentan las fórmulas y los cumplidos entre dos viejos penitentes?
El gigante partió y Josephus lo acompañó. La jornada había comenzado. El guía parecía estar seguro de la dirección y del camino, y anunció que para el mediodía llegarían a un lugar de sombra, donde podrían descansar durante las horas de mayor bochorno.. Más no se habló por el camino.
Sólo cuando llegaron al lugar de descanso después de las horas de más calor y se concedieron descanso a la sombra de rocas resquebrajadas, volvió Josephus a dirigir la palabra a su guía. Le preguntó cuántos días de camino necesitarían para llegar a Dion Púgil.
—Sólo depende de ti —contestó el anciano.
—¿De mí? —exclamó Josephus—. ¡Oh, si dependiera solamente de mí, estaría hoy mismo a su lado!
El anciano no pareció tampoco ahora muy dispuesto a conversar.
—Veremos —dijo apenas, se colocó de costado y cerró los ojos.
Era desagradable para Josephus verle dormitar; se retiró un poco más lejos y se acostó y, sin darse cuenta, se durmió él también, porque había pasado la noche anterior casi en vela. Su guía le despertó, cuando le pareció el momento de reanudar la marcha.
Muy tarde ¡legaron a un lugar de descanso con agua, árboles y hierba; bebieron, se lavaron y el anciano resolvió que se quedarían allí. Josephus no estaba de acuerdo y se permitió tímidas objeciones.
—Dijiste hoy —insistió— que sólo dependía de mí llegar más pronto o más tarde a ver al padre Dion. Estoy dispuesto a caminar muchas horas más, si realmente puedo llegar hoy o mañana.
—¡Oh, no —dijo el otro—, por hoy hemos ido bastante lejos!
—Perdona —dijo Josephus—, ¿pero no puedes comprender mi impaciencia?
—La comprendo. Pero de nada te servirá.
—¿Por qué me dijiste, pues, que dependía de mí?
—Es así como dije. Apenas tengas la seguridad de que quieres confesarte y sepas que estás preparado y maduro para hacer tu confesión, podrás hacerla.
—¿Hoy mismo?
—También hoy mismo.
Asombrado, Josephus miró el rostro envejecido y tranquilo.
—¿Es posible? —exclamó vencido—. ¿Eres tú el padre Dion?
El anciano asintió con la cabeza.
—Descansa bajo estos árboles—le dijo amablemente—, pero no duermas; recógete en ti mismo; yo también quiero descansar y abstraerme. Luego puedes decirme lo que desees decir.
Así de pronto Josephus se vio llegado a la meta y apenas podía concebir que no hubiese reconocido y comprendido antes al digno penitente, después de caminar un día entero a su lado. Se retiró, se arrodilló y oró, y luego concentró por entero sus pensamientos en lo que debía decir al confesor. Una hora después, volvió y preguntó si Dion estaba preparado.
Y pudo confesarse. Y corrió así de sus labios todo lo que desde años atrás había vivido y lo que parecía haber ido perdiendo siempre más su valor y su sentido; fluyó como narración, acusación, pregunta, queja, toda la historia de su vida de cristiano y penitente, que se imaginó como iluminación y salvación y como tal emprendió y al fin vio convertida en tanta confusión, oscuridad y desesperación. No se calló tampoco los sucedidos más recientes, su fuga y la sensación de libertad y esperanza que le trajo esta fuga, la forma en que nació su decisión de visitar a Dion, su encuentro con él y el hecho también de que puso en él, más anciano, su confianza y su afecto en seguida, aunque estos días lo juzgó a menudo frío, raro y hasta caprichoso.
El sol estaba ya muy bajo, cuando Josephus concluyó de hablar. El anciano Dion había escuchado con incansable solicitud, evitando toda interrupción y pregunta. Y también ahora, terminada la confesión, no salió de sus labios una sola palabra. Se levantó pesadamente, miró a Josephus con gran afecto, se inclinó hacia él, lo besó en la frente y trazó sobre él el signo de la cruz. Sólo más tarde, Josephus advirtió que éste era el mismo ademán mudo, fraternal y deliberadamente falto de condenación, con el cuál solía despedir él mismo a quien se confesaba ante él.
Casi en seguida, rezaron la oración de la noche y se acostaron. Josephus meditó y caviló un rato más; en realidad, había estado aguardando una condena y un sermón lleno de reproches, pero no estaba ni desengañado ni inquieto; le habían bastado la mirada y el beso de Dion; había paz en él y muy pronto cayó en sueño bienhechor.
Sin perderse en palabras, el anciano lo llevó consigo por la mañana; realizaron una etapa bastante larga y luego cuatro o cinco más, y llegaron al claustro de Dion. Y allí vivieron; Josephus ayudaba a Dion en las pequeñas tareas diarias; conoció y compartió también su vida de todos los días, que no era muy distinta de aquella que él mismo ¡levara durante muchos años. Ya no estaba solo, vivía protegido a la sombra de otro y ésa era una existencia enteramente distinta. Y de las colonias de los alrededores siguieron llegando siempre hombres necesitados de consejos o confesión. Al comienzo, Josephus se retiraba de prisa cuando llegaban estos visitantes, y volvía a dejarse ver ciando se habían ido. Pero cada vez más a menudo lo llamaba Dion, como se llama a un sirviente, le hacía traer agua o cumplir cualquier otro menester y, después de proceder por un tiempo así, acostumbró a Josephus a asistir a las confesiones, escuchándolas como él, si el confesando no se oponía. Mas para muchos, para la mayoría, era agradable no estar solos frente al temido Púgil, sentados o arrodillados, y tener cerca en cambio aquel ayudante tranquilo, de amable mirar y siempre dispuesto a servir. De este modo aprendió paulatinamente la forma en que Dion recibía la confesión, el tipo de su consolador acercamiento, la modalidad de su intervención y de su resolución, de su castigo y de su consejo. Raramente se permitía una pregunta, como una vez, por ejemplo, cuando se anunció de paso un sabio hombre de letras.
El hombre, como se desprendía de lo que decía, tenía amigos entre los magos y los astrólogos; descansando, estuvo sentado con los dos penitentes una hora o dos, huésped cortés y hablador; conversó mucho, suelta y bellamente, de los astros y del largo viaje que el ser humano junto con sus dioses debe realizar a través de todas las casas del zodíaco, desde el comienzo hasta el fin de los tiempos. Habló de Adán, el primer hombre, que era una sola persona con Jesús el Crucificado y definió la redención por Él como el viaje de Adán desde el árbol del conocimiento hasta el de la vida; pero denominaba a la serpiente del paraíso la guardadora de la primera fuente sagrada de la oscura profundidad de cuyas aguas nocturnas procedían todas las formas, todos los hombres y los dioses. Dion escuchó atentamente a este hombre que hablaba el sirio con fuerte mezcla de griego, y Josephus se asombró y aun le chocó que no rebatiera airadamente con su conocida valentía todos estos errores paganos y que por el contrario el culto monólogo del sabihondo peregrino pareciera divertirlo y merecer su interés, porque no sólo escuchaba con abandono, sino que sonreía y a menudo aun asentía con la cabeza a ciertas palabras del verboso sabio, como si le gustaran.
Cuando este hombre se fue, Josephus preguntó con voz brusca y casi en tono de reproche:
—¿Cómo pudo ser que hayas escuchado con tanta paciencia las equivocadas doctrinas de este descreído pagano? Y las escuchaste, me pareció, no sólo con paciencia, sino también con interés y aun con cierto deleite. ¿Por qué no te enfrentaste con él? ¿Por qué no intentaste rebatir a este hombre, por qué no lo castigaste, convirtiéndolo además a la fe de nuestro Señor?
Dion acuñó la cabeza sobre su delgado y arrugado cuello y contestó:
—No lo confuté, porque de nada hubiera servido; más aún: porque no me hubiera hallado en condiciones de hacerlo siquiera. En hablar y combinar reglas y conocer mitología y estrellas este hombre me es sin duda muy superior; nada hubiera logrado. Además, hijo mío, no me compete a mí, ni a ti, oponerse a la fe de un ser humano, afirmando que lo que cree es mentira y error. Lo confieso, escuché a este inteligente hablador con cierto placer, como bien notaste. Me causó placer, porque habló en forma excelente y mucho sabe, pero sobre todo porque me recordaba los días de mi juventud, porque entonces me ocupé mucho con esos estudios y conocimientos. Las cosas de la mitología, acerca de las cuales el extranjero dijo tan bellamente, no son en absoluto errores. Son ideas y símbolo de una fe que nosotros ya no necesitamos porque hemos logrado la fe en Jesús, el único Salvador. Mas para aquellos que no han encontrado aún nuestra fe y tal vez no pueden ya encontrarla siquiera, sus creencias, procedentes de la antigua sabiduría de los antepasados, son justamente respetables. Es cierto, mi querido; nuestra fe es otra, muy otra. Pero no porque esta fe nuestra no necesite de la doctrina de los astros y los eones, las primeras aguas y las madres del mundo y todos esos símbolos, aquellas doctrinas en sí son error, mentira o engaño.
—Pero nuestra fe —exclamó Josephus— es la mejor, sin embargo, y Jesús murió por todos los seres humanos; por eso aquellos que lo conocen deben combatir esas doctrinas anticuadas y poner en su lugar las nuevas y correctas ...
—Ya lo hicimos hace mucho, tú y yo y muchos más —contestó Dion suavemente—. Somos creyentes, porque hemos llegado a la fe, llevados por el poder del Redentor y su muerte salvadora. Aquellos otros, en cambio, mitológicos y teólogos del zodiaco y las viejas doctrinas, no han sido dominados por ese poder y no nos está concedido obligarlos a sentirse dominados. ¿No advertiste, Josephus, qué bien, con qué habilidad suma supo hablar este mitólogo y combinar su juego de imágenes y, al mismo tiempo, qué bien se sentía con eso, en qué forma tranquila y armoniosa vive en su sabiduría de fantaseos y símbolos? Bien, esto es una prueba de que ningún gran dolor oprime a este ser, de que está contento y le va bien. A seres de esta clase, uno de nosotros nada tiene que decir. Para que un hombre necesite la redención y la fe en ella, para que pierda la alegría del saber y la armonía de sus pensamientos y acepte la gran aventura de la fe en el milagro de la redención, debe irle muy mal, pero muy mal, debe haber pasado por el dolor y el desengaño, la amargura y la desesperación; el agua debe llegarle al cuello. No, Josephus, ¡dejemos a estos paganos cultos en su bienestar, dejémoslos en la felicidad de su saber, su pensar y su discurrir! Tal vez mañana, dentro de un año, de diez, uno de ellos sufrirá el dolor que hace trizas de su arte y su sabiduría, tal vez le matará la mujer que él ama o su único hijo, tal vez caerá enfermo o en la miseria; cuando lo encontremos entonces, nos preocuparemos por él y le diremos de qué manera hemos tratado de domine el dolor. Y si nos pregunta: “¿Por qué no me lo habéis dicho ayer o hace diez años?”, le contestaremos: “Entonces no te iba aún bastante mal”.
Se puso serio y calló un rato. Luego, como saliendo de un ensueño de recuerdos, agregó:
—También yo jugué mucho un tiempo con la sabiduría de los antepasados y con ella me divertí, y cuando ya estaba en el camino de la cruz, muchas veces me agradó teologizar y aun me proporcionó afanes, por cierto. Mis pensamientos se ocupaban mucho de la creación del mundo y con ello me convencí de que al final de la misma todo tendría que haber estado realmente bien, porque está escrito: “Dios miró todo lo que hizo y, en verdad, todo estaba muy bien”. Pero, en realidad, sólo por un instante estuvo bien y fue perfecto, el instante del paraíso, y ya enseguida cayó sobre la perfección la culpa, la maldición, porque Adán comió de aquel árbol de que le había sido vedado comer. Hubo, pues, maestros que dijeron: el dios que hizo la creación, a Adán y al árbol del conocimiento, no es el Dios único y supremo, sino sólo una parte o un subdiós, un demiurgo, y la creación no es perfecta, le fracasó, y por una larga era de mundos lo creado está maldecido y expuesto al mal, hasta que Él mismo, el Único Dios Espíritu, resolvió poner fin mediante su hijo a la era maldita. Desde ese momento, ellos enseñaron y lo pensé yo también, comenzó la agonía del demiurgo y de su creación y el mundo va muriéndose y se marchita, hasta que en una nueva era no habrá creación, mundo, carne, codicia, pecado, generación física, nacimiento y muerte, sino que nacerá un mundo perfecto, espiritual, redimido, libre de la maldición de Adán, libre de la maldición eterna y del eterno impulso del deseo, la generación, el nacer y el morir. Atribuimos la culpa de los males aquellos más al demiurgo que al primer hombre; creíamos que para el demiurgo, si hubiera sido realmente dios, hubiera sido fácil crear a Adán diverso, diferente, o evitarle la tentación. Y así tuvimos al final de nuestras deducciones dos dioses, el dios de la creación y Dios Padre. Y no vacilamos en condenar al primero como jueces. Hasta hubo aquellos que se adelantaron un paso más y afirmaron que la creación no fue obra de Dios sino del diablo. Creímos ayudar con nuestra sabiduría al Redentor y a la era inminente del espíritu, y arreglamos a los dioses, los mundos y los planes universales, y disputamos e hicimos teología, hasta que un día yo tuve fiebre y enfermé de muerte, y en los sueños de la fiebre tuve que vérmelas con el demiurgo, tuve que hacer la guerra y derramar sangre, y los rostros y las angustias se tornaron cada vez más horribles, hasta que durante la noche de fiebre más alta creí que tenía que matar a mi madre para poder borrar mi nacimiento carnal. El demonio me azuzó con todos sus perros durante aquellos delirios febricientes. Pero sané y, para desengaño de mis amigos de antes, volví a la vida como un tonto, callado y falto de espíritu que por cierto recobró pronto las fuerzas del cuerpo, pero no el gusto de filosofar. Porque en los días y las noches de la convalecencia, cuando aquellos horribles sueños de la fiebre se disiparon y yo dormía casi constantemente, sentí a mi lado al Redentor en cada instante despierto y sentí su fuerza pasar en mí y cuando estuve sano otra vez, sentí tristeza porque no advertía ya más su proximidad. Pero en su lugar noté una gran nostalgia por aquella proximidad y lo vi claro: apenas volví a escuchar aquellas disputas, percibí que esta nostalgia —lo mejor que tenía entonces— corría peligro de perderse, de diluirse en ideas y palabras como el agua en la arena. Y bien, amigo, tuvo fin mi saber y mi teología. Desde entonces yo pertenezco a los simples. Pero no impediré ni estimaré menos a quien sepa hablar de filosofía y mitología, a quien sepa entretenerse con los juegos con que yo también me entretuve una vez. Si una vez tuve que conformarme con que el demiurgo y el dios espíritu, la creación y la redención, en su inconcebible combinación e igualdad, siguiesen siendo enigmas insolubles para mí, también debo conformarme con que no debo convertir en creyentes a los filósofos. No es mi oficio.
Una vez, después que alguien confesara un asesinato y un adulterio, Dion dijo a su ayudante:
—Asesinato y adulterio son palabras tremendas y grandes; son feas, ciertamente. Pero te diré, Josephus; en realidad, esta gente del mundo no son siquiera verdaderos pecadores. Toda vez que trato de colocarme en su caso, me parecen apenas niños. No son valientes, buenos, nobles, sino egoístas, libidinosos, altaneros, coléricos, es cierto; pero en el fondo son inocentes, a la manera precisamente de los niños.
—Pero a menudo —observó Josephus— los regañas violentamente y pintas el infierno ante sus ojos.
—Por eso mismo. Son niños, y cuando tienen remordimientos de conciencia y vienen a confesarse, quieren ser tomados en serio y amonestados severamente. Por lo menos así opino yo. Tú lo hiciste de otra manera, en tus tiempos, no has regañado ni castigado ni impuesto penitencias, sino que fuiste amable y generoso y despediste a la gente con un beso de hermano. No puedo censurarte, no, pero no podría imitarte.
—Está bien —dijo Josephus, titubeando—; pero dime por qué, pues, cuando me confesé contigo, no me trataste como a los demás, sino que me besaste en silencio y no pronunciaste una sola palabra de condenación.
Dion Púgil posó su penetrante mirada en él.
—¿No estuvo bien lo que hice? —preguntó.
—Yo no digo que no haya estado bien. Seguramente lo estuvo, de otra manera la confesión no me hubiera aliviado tanto.
—Déjalo todo así, pues. También te impuse una penitencia severa y larga, aunque sin palabras. Te llevé conmigo y te traté como a un sirviente y te llevé de nuevo a la fuerza al oficio del que querías huir.
Se volvió. No le gustaban las largas conversaciones. Pero Josephus fue terco esta vez.
—Tú sabías entonces de antemano que yo te obedecería, lo había prometido antes de la confesión, y aun antes de conocerte. No, dime: ¿fue realmente por este solo motivo por lo que procediste conmigo de esa manera?
El otro dio unos pasos a uno y otro lado, se detuvo delante de él, le puso una mano en el hombro y dijo:
—La gente del mundo son niños, hijo mío. Y los santos ..., bien, los santos no vienen a confesarse. Pero nosotros, tú y yo y los que son como nosotros, los penitentes huidos del mundo, no somos niños, no somos inocentes y no podemos ser puestos en razón con sermones. Nosotros somos los verdaderos pecadores, aquellos que sabemos y pensamos, que hemos comido del árbol del conocimiento y no debemos tratarnos como niños que se castigan con una vara y luego se dejan ir. Después de la confesión y la penitencia, nosotros no nos escapamos de nuevo al mundo infantil, donde se celebran fiestas, se hacen negocios y, ocasionalmente, uno mata a otro; no pasamos por el pecado como por un mal sueño breve, que se lava con la confesión y el sacrificio: nos quedamos en él, nunca somos inocentes, siempre somos pecadores, permanecemos en el pecado y en el incendio de nuestra conciencia y sabemos que nunca podremos pagar nuestra culpa grande, a menos que Dios, después de nuestra muerte, nos mire magnánimo y nos acepte en su gracia. Ésta es la razón, Josephus, por la que no puedo endilgar sermones ni a ti ni a mí, ni imponeros penitencias. Nada tenemos que ver con esta o aquella desviación o falta, sino siempre con la falta original. Por eso nosotros no podemos tranquilizarnos mutuamente más que con estar enterados y amarnos fraternalmente, pero no podemos curarnos mediante el castigo. ¿No lo sabías?
En voz baja contestó Josephus:
—Es así. Yo lo sabía.
—No hablemos, pues, inútilmente —dijo con brusquedad el anciano y fue hasta la piedra delante de su cabaña, sobre la cual solía estar.
Pasaron algunos años y el padre Dion se fue debilitando más y más, tanto que Josephus tenía que ayudarle por la mañana, porque no se podía levantar por sí solo. Después iba a rezar y tampoco en la oración podía desempeñarse por sí mismo, Josephus debía ayudarle. Luego estaba sentado todo el día y miraba lejos. Esto ocurría muchas veces; otros días el anciano se bastaba a sí mismo para levantarse. Tampoco podía, recibir confesiones todos los días, y cuando algún hombre acababa de confesarse con Josephus, Dion lo llamaba y le decía:
—Estoy llegando al fin, hijo mío, estoy llegando al fin. Di a la gente: este Josephus que ves aquí es mi sucesor.
Y si Josephus trataba de esquivarse y quería intervenir con alguna palabra, el anciano lo miraba con aquellos ojos terribles que penetraban en uno como un rayo de acero.
Un día que se levantó sin ayuda y parecía tener más fuerza, llamó a Josephus y lo llevó a un lugar en el extremo de su jardincillo.
—Aquí —le dijo— está el lugar donde me sepultarás. Cavaremos juntos la fosa; tenemos un poco de tiempo todavía. Búscame la pala.
Todos los días, muy temprano por la mañana, cavaron un poco. Si Dion se sentía fuerte, sacaba él mismo algunas paladas de tierra, con gran esfuerzo, pero con cierta alegría, como si esa tarea le complaciera. Y esta alegría no desaparecía en él tampoco en el resto de la jornada; desde que estuvieron cavando, estuvo siempre de buen humor.
—Plantarás una palmera sobre mi tumba —le dijo una vez durante la labor—. Tal vez puedas comer de sus frutos todavía. Si no lo haces tú, lo hará otro. Ya planté de vez en cuando un árbol, pero pocos, demasiado pocos. Muchos dicen que un hombre no tiene que morir sin haber plantado un árbol y tenido un hijo. Bien, pues, yo dejo un árbol y te dejo a ti, tú eres mi hijo.
Estaba sosegado y más alegre que cuando lo conoció Josephus, y lo fue cada vez mas. Una noche —ya estaba oscuro y ello habían comido y orado—, llamó a Josephus desde su lecho y le pidió que se sentara un rato más a su vera.
—Quiero contarte algo —le dijo amablemente; no parecía cansado ni tenia sueño—. ¿Recuerdas todavía, Josephus, qué malos tiempos pasaste en tu claustro allá cerca de Gaza y cómo estabas harto de tu vida? ¿Y cómo te diste a la fuga y resolviste visitar al viejo Dion y contarle tu historia? ¿Y cómo encontraste al anciano en la colonia de los hermanos, y le preguntaste dónde vivía Dion Púgil? Bien... ¿No fue casi un milagro que ese anciano fuera el mismo Dion? Te diré cómo ocurrió; también para mi fue cosa notable, casi un milagro.
Tú sabes cómo es eso, cuando un penitente y confesor envejece y ha escuchado Untas confesiones de pecadores que lo consideran santo y sin pecados y no saben que es más pecador que ellos. Entonces, todo su trajín le parece inútil y vano, y lo que un día le pareció santo y muy importante, es decir, que Dios le colocara en ese lugar y lo considerara digno de escuchar la suciedad y los delitos de las almas humanas y pudiera aliviarlos, ya le resulta ahora carga pesada, demasiado pesada, una maldición casi, y al final se horroriza por todo pobre que llega a él con sus pecados infantiles, y desea que se vaya y desea irse él mismo, aunque sea con una soga de la rama de un árbol. Así te ocurrió. Y ahora ha llegado para mí también la hora de la confesión y me confieso: a mí también me pasó como a ti, yo también creí estar de más y agotado espiritualmente y ya incapaz de soportar que la gente viniera continuamente, llena de confianza, a verme y me trajeran todo el mal y el hedor de la vida humana, que los torturaban y que me torturaban también a mí.
“A menudo oí hablar de un penitente de nombre Josephus Famulus. También a él acudían con gusto los hombres para confesarse y muchos acudían a él prefiriéndolo a mí, porque decían que era un hombre dulce y amable, que nada quería de la gente y no la regañaba, la trataba como si fueran hermanos; los escuchaba y los dejaba ir con un beso. Ésta no era mi manera, tú lo sabes, y cuando oí hablar de este Josephus por primera vez, su forma de proceder me pareció casi tonta y demasiado infantil. Pero cuando comenzó a resultarme problemático si mi modo servía para algo, tuve mis razones para abstenerme de juzgar y menospreciar la forma del tal Josephus. ¿Qué fuerzas tendría este hombre? Sabía que era más joven que yo, pero también cerca de la edad provecta; esto me gustó, en un joven no hubiera confiado muy fácilmente. En cambio, me sentía atraído por él. Resolví, pues, peregrinar hasta él, confesarle mi miseria y pedirle consejo, o si él no me daba consejo, lograr por lo menos consuelo y fuerzas, tal vez. La misma resolución me aprovechó por sí sola y me alivió.
“Comencé el viaje y me dirigí en peregrinación hacia el lugar donde me decían que tenia su claustro. Entre tanto, sin embargo, el hermano Josephus había pasado por idéntico trance y hecho lo mismo; ambos nos habíamos dado a la fuga, para encontrar consejo uno en el otro. Cuando luego, sin haber alcanzado su choza todavía, le vi, lo reconocí ya en la primera conversación; tenía el aspecto que había imaginado. Pero estaba huyendo, le había ido mal, tan mal como a mí o peor aún, y no deseaba oír confesiones, sino que deseaba confesarse él mismo y colocar en ajenas manos su miseria. En ese momento, esto me sorprendió y desilusionó, me entristecí. Porque si también Josephus, que no me conocía, se había cansado de su tarea y había dudado del sentido de la vida, ¿no significaría esto que nada había que hacer con nosotros, que ambos habíamos vivido en vano y habíamos fracasado?
“Te cuento lo que ya sabes, permite que abrevie. Aquella noche me quedé solo cerca de la colonia, mientras tú hallaste hospedaje de los hermanos; medité y me coloqué en lugar de Josephus y pensé: ¿qué hará cuando mañana sepa que huyó inútilmente y puso también inútilmente su confianza en Dion Púgil, cuando sepa que también Púgil es un fugitivo, un azuzado? Cuanto más me colocaba en su lugar, más pena me daba Josephus y me pareció que Dios me lo enviaba, para reconocernos y sanarnos mutuamente. Entonces pude dormir, ya era más de medianoche. Al día siguiente peregrinaste conmigo y fuiste mi hijo.
“Quise contarte esta historia. Oigo que lloras. Llora, te hace bien. Y puesto que ya me volví tan indebidamente conversador, hazme el favor y escucha esto aún y guárdalo en tu corazón. El hombre es sorprendente, poco se puede fiar en él, no es imposible por lo tanto que alguna vez te asalten nuevamente aquellos dolores y aquellas tentaciones y traten de vencerte. ¡Que nuestro Señor te envíe entonces un hijo y un cuidador tan amable, paciente y consolador como Él me otorgó uno en ti! Pero por lo que se refiere a la rama del árbol en la que te hizo soñar el Maldito, y a la muerte del pobre Judas Iscariote, puedo decirte esto: no es solamente pecado y locura prepararse semejante muerte, aunque para nuestro Redentor sea fácil perdonar también este pecado. Pero es, además, una desgracia si un hombre muere en la desesperación. Dios nos manda la desesperación no para que nos matemos, sino para despertar una nueva vida en nosotros. Más, cuando nos envía la muerte, Josephus, cuando nos libera de la tierra y del cuerpo y nos llama hacia El, en el más allá, es una gran alegría. Poder dormir cuando estamos cansados; poder dejar caer la carga, si la hemos llevado mucho tiempo al hombro, es una cosa preciosa y admirable. Desde que cavamos la fosa —no olvides la palmera que debes plantar en ella—, desde que comenzamos a cavar la fosa, me he vuelto más alegre y más contento, de lo que estuve por muchos años.
“Charlé mucho, hijo mío, estarás cansado. Vete a dormir, ve a tu choza. ¡Que Dios sea contigo!”
Al día siguiente, Dion no apareció para la oración de la mañana, ni llamó a Josephus. Cuando éste asustado entró despacio en la cabaña de Dion y se acercó a su lecho, lo halló dormido en Dios, y su rostro estaba iluminado por una sonrisa de niño, levemente luminosa.
Lo sepultó, plantó la palmera sobre la tumba y vivió todavía hasta el año en que la planta dio sus primeros frutos.


LOS TRES “CURRICULA VITAE”

Los escritos dejados por Josef Knecht´LOS TRES “CURRICULA VITAE”.
Hermann Hesse  De El juego de abalorios de Hermann Hesse, 1943

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