La
señal, Inés Arredondo
El sol denso, inmóvil, imponía su
presencia; la realidad estaba paralizada bajo su crueldad sin tregua. Flotaba
el anuncio de una muerte
Pedro, aplastado, casi vencido, caminaba
bajo el sol. Las calles vacías perdían su sentido en el deslumbramiento. El
calor, seco y terrible como un castigo sin verdugo, le cortaba la respiración.
Pero no importaba: dentro de sí hallaba siempre un lugar agudo, helado, mortificante
que era peor que el sol, pero también un refugio, una especie de venganza
contra él.
Llegó a la placita y se sentó debajo del
gran laurel de la India. El silencio hacía un hueco alrededor del pensamiento.
Era necesario estirar las piernas, mover un brazo, para no prolongar en uno
mismo la quietud de las plantas y del aire. Se levantó y dando vuelta alrededor
del árbol se quedó mirando la catedral.
Siempre había estado ahí, pero sólo ahora
veía que estaba en otro clima, en un clima fresco que comprendía su aspecto
ausente de adolescente que sueña. Lo de adolescente no era difícil descubrirlo,
le venía de la gracia desgarbada de su desproporción: era demasiado alta y
demasiado delgada. Pedro sabía desde niño que ese defecto tenía una historia
humilde: proyectada para tener tres naves, el dinero apenas había alcanzado
para terminar la mayor; y esa pobreza inicial se continuaba fielmente en su
carácter limpio de capilla de montaña –de ahí su aire de pinos. Cruzó la calle
y entró, sin pensar que entraba en una iglesia.
No había nadie, sólo el sacristán se movía
como una sombra en la penumbra del presbiterio. No se oía ningún ruido. Se
sentó a mitad de la nave cómodamente, mirando los altares, las flores de papel.
. . pensó en la oración distraída que haría otro, el que se sentaba
habitualmente en aquella banca, y hubo un instante en que llegó casi a desear
creer así, en el fondo, tibiamente, pero lo suficiente para vivir.
El sol entraba por las vidrieras altas,
amarillo, suave, y el ambiente era fresco. Se podía estar sin pensar, descansar
de sí mismo, de la desesperación y de la esperanza. Y se quedó vacío,
tranquilo, envuelto en la frescura y mirando al sol apaciguado deslizarse por
las vidrieras.
Entonces oyó los pasos de alguien que
entraba tímida, furtivamente. No se inquietó ni cambió de postura siquiera;
siguió abandonado a su indiferente bienestar hasta que el que había entrado
estuvo a su lado y le habló.
Al principio creyó no haber entendido bien
y se volvió a mirarlo. Su rostro estaba tan cerca que pudo ver hasta los poros
sudorosos, hasta las arrugas junto a la boca cansada. Era un obrero. Su cara,
esa cara que después le pareció que había visto más cerca que ninguna otra, era
una cara como hay miles, millones: curtida, ancha. Pero también vio los ojos
grises y los párpados casi transparentes, de pestanas cortas, y la mirada,
aquella mirada inexpresiva, desnuda.
—¿Me permite besarle los pies?
Lo repitió implacable. En su voz había algo
tenso, pero la sostenía con decisión; había asumido su parte plenamente y
esperaba que él estuviera a la altura, sin explicaciones. No estaba bien, no
tenía por qué mezclarlo, !no podía ser! Era todo tan inesperado, tan absurdo.
Pero el sol estaba ahí, quieto y dulce, y
el sacristán comenzó a encender con calma unas velas. Pedro balbuceo algo para
excusarse. El hombre volvió a mirarlo. Sus ojos podían obligar a cualquier
cosa, pero sólo pedían.
—Perdóneme usted. Para mí también es
penoso, pero tengo que hacerlo.
Él tenía. Y si Pedro no lo ayudaba, ¿quién
iba a hacerlo? ¿Quién iba a consentir en tragarse la humillación inhumana de
que otro le besara los pies? Qué dosis tan exigua de caridad y de pureza cabe
en el alma de un hombre. . . Tuvo piedad de él.
—Está bien.
—¿Quiere descalzarse?
Era demasiado. La sangre le zumbaba en los
oídos, estaba fuera de si, pero lucido, tan lucido que presentía el asco del
contacto, la vergüenza de la desnudez, y después el remordimiento y el tormento
múltiple y sin cabeza. Lo sabía, pero se descalzo.
Estar descalzo así, como él, inerme y humillado,
aceptando ser fuente de humillación para otro. . . nadie sabría nunca lo que
eso era. . . era como morir en la ignominia, algo eternamente cruel.
No miró al obrero, pero sintió su asco,
asco de sus pies y de él, de todos los hombres. Y aún así se había arrodillado
con un respeto tal que lo hizo pensar que en ese momento, para ese ser, había
dejado de ser un hombre y era la imagen de algo más sagrado.
Un escalofrío lo recorrió y cerró los ojos.
. . Pero los labios calientes lo tocaron, se pegaron a su piel. . . Era amor,
un amor expresado de carne a carne, de hombre a hombre, pero que tal vez. . .
El asco estaba presente, el asco de los dos. Porque en el primer segundo,
cuando lo rozaba apenas con su boca caliente, había pensado en una aberración.
Hasta eso había llegado para después
ener más tormento. . . No, no, los dos
sentían asco, solo que por encima de él estaba el amor. Había que decirlo, que
atreverse a pensar una vez, tan solo una vez, en la crucifixión.
El hombre se levantó y dijo: “Gracias”; lo
miró con sus ojos limpios y se marchó.
Pedro se quedo ahí, solo ya con sus pies
desnudos, tan suyos y tan ajenos ahora. Pies con estigma.
Para siempre en mí esta señal, que no sé si
es la del mundo y su pecado o la de una desolada redención.
¿Por que yo? Los pies tenían una apariencia
tan inocente, eran como los de todo el mundo, pero estaban llagados y él solo
lo sabía. Tenia que mirarlos, tenía que ponerse los calcetines, los zapatos. .
. Ahora le parecía que en eso residía su mayor vergüenza, en no poder ir
descalzo, sin ocultar, fiel. No lo merezco, no soy digno. Estaba llorando.
Cuando salió de la iglesia el sol se había
puesto ya. Nunca recordaría cabalmente lo que había pensado y sufrido en ese
tiempo. Solamente sabía que tenía que aceptar que un hombre le había besado los
pies y que eso lo cambiaba todo, que era, para siempre, lo más importante y lo
más entrañable de su vida, pero que nunca sabría, en ningún sentido, lo que
significaba.
Inés
Arredondo
Inés Amelia Camelo Arredondo (Culiacán, Sinaloa, 20 de marzo de 1928 - Ciudad de México, 2 de noviembre de 1989) fue una escritora mexicana. Integrante del grupo de escritores conocido como Generación del Medio Siglo, grupo de la Casa del Lago o grupo de la Revista Mexicana de Literatura. En 1979 ganó el premio Xavier Villaurrutia por Río subterráneo.