En el campo, Anton Chejov
A tres kilómetros de la aldea de Obruchanovo se construía
un puente sobre el río.
Desde la aldea, situada en lo más eminente de la ribera
alta, divisábanse las obras. En los días de invierno, el aspecto del fino
armazón metálico del puente y del andamiaje, albos de nieve, era casi
fantástico.
A veces, pasaba a través de la aldea, en un cochecillo,
el ingeniero Kucherov, encargado de la construcción del puente. Era un hombre
fuerte, ancho de hombros, con una gran barba, y tocado con una gorra, como un
simple obrero.
De cuando en cuando aparecían en Obruchanovo algunos
descamisados que trabajaban a las órdenes del ingeniero. Mendigaban, hacían
rabiar a las mujeres y a veces robaban.
Pero, en general, los días se deslizaban en la aldea
apacibles, tranquilos, y la construcción del puente no turbaba en lo más mínimo
la vida de los aldeanos. Por la noche encendíanse hogueras alrededor del
puente, y llegaban, en alas del viento, a Obruchanovo las canciones de los
obreros. En los días de calma se oía, apagado por la distancia, el ruido de los
trabajos.
Un día, el ingeniero Kucherov recibió la visita de su
mujer.
Le encantaron las orillas del río y el bello panorama de
la llanura verde salpicada de aldeas, de iglesias, de rebaños, y le suplicó a
su marido que comprase allí un trocito de tierra para edificar una casa de
campo. El ingeniero consintió. Compró veinte hectáreas de terreno y empezó a
edificar la casa. No tardó en alzarse, en la misma costa fluvial en que se
asentaba la aldea, y en un paraje hasta entonces sólo frecuentado por las
vacas, un hermoso edificio de dos pisos, con una terraza, balcones y una torre
que coronaba un mástil metálico, al que se prendía los domingos una bandera.
La construcción estuvo pronto terminada: no duró más de
tres meses. En el invierno se plantaron árboles en torno de la casa. Cuando
llegó la primavera, todo verdeaba alrededor de la nueva finca. Partían en todas
direcciones hermosas alamedas; el jardinero y dos jornaleros trabajaban en el
jardín; una fontana sonaba melodiosa. Y una bola de cristal verde, colocada
ante la puerta, brillaba bajo el Sol, de tal modo, que obligaba a cerrar los
ojos.
Se bautizó la finca con el nombre de «Quinta Nueva».
Una mañana, a fines de mayo, llevaron a casa de Rodion
Petrov, el herrador de la aldea, dos caballos de «Quinta Nueva» para que les
cambiasen las herraduras. Los caballos eran blancos como la nieve, esbeltos,
bien cuidados, y se parecían el uno al otro de un modo asombroso.
-¡Verdaderos cisnes! -dijo Rodion admirándolos.
Su mujer, Estefanía, sus hijos y sus nietos salieron
también para admirar a los caballos, en torno de los cuales se fue aglomerando
la gente. Acudieron los Zichkov, padre e hijo, ambos imberbes, mofletudos y
destocados.
Acudió también Kozov, un viejo enjuto y alto, de luenga y
estrecha barba, apoyado en un bastón. Guiñaba sin cesar los ojos astutos y se
sonreía irónicamente, como si supiera muchas cosas que ignorase el resto de los
hombres.
-Son blancos -dijo-; sí, son blancos; pero para el
trabajo no valen gran cosa. Si yo mantuviese a mis caballos con avena, como
mantienen a éstos, se pondrían no menos hermosos. Yo quisiera ver a estos
cisnes arrastrando un arado y recibiendo algunos latigazos.
El cochero del ingeniero le dirigió a Kozov una mirada de
desprecio; pero no dijo nada.
Mientras se encendía la fragua, el cochero les dio
algunas noticias a los campesinos sobre la vida de sus amos. Fumando pitillo
tras pitillo les contó que sus amos eran muy ricos; que la señora, Elena
Ivanovna, antes de casarse, era institutriz en Moscú; que tenía muy buen
corazón y gozaba socorriendo a los pobres. En la nueva finca, según decía el
cochero, no se labraría ni se sembraría: se respiraría el aire del campo y nada
más.
Cuando terminó y se encaminó con los caballos a «Quinta
Nueva», siguióle una turba de chiquillos y perros. Los perros le ladraban
furiosamente.
Kozov, mirándole alejarse, guiñaba los ojos con malicia.
-Vaya unas señores! -dijo con ironía malévola-. Han
construido una casa, han comprado caballos; pero parece que no tienen que
comer...
Había sentido desde el primer momento un odio feroz
contra «Quinta Nueva». Era un hombre solitario, viudo. Llevaba una vida
aburridísima. Una enfermedad le impedía trabajar. Su hijo, dependiente de una
confitería de Jarkov, le enviaba dinero para vivir; el viejo no hacía nada;
vagaba días enteros por la orilla del río o a través de la aldea, y les daba
conversación a los campesinos que estaban trabajando. Cuando veía a uno
pescando solía decir que con aquel tiempo no había pesca posible; si el tiempo
era seco, aseguraba que no llovería en todo el verano; si llovía, afirmaba que las
lluvias durarían mucho y que la humedad pudriría el trigo. Todos sus
pronósticos eran pesimistas. Y los hacía guiñando los ojos de un modo maligno,
como si supiera algo que ignorase el resto de los hombres.
En «Quinta Nueva» algunas noches había fuegos
artificiales. Los propietarios acostumbraban a pasearse por el río en una barca
iluminada con farolillos de colores.
Una mañana, Elena Ivanovna, la mujer del ingeniero,
visitó la aldea con su niña. Llegaron en un coche de ruedas amarillas
arrastrado por dos ponney. Llevaban sombreros de paja, de anchas alas, sujetos
con cintas.
Los campesinos estaban ocupados en transportar estiércol
al campo. El herrador Rodion, alto, enjuto, destocado, descalzo, con un bieldo
al hombro, de pie ante su carro, rebosante de estiércol, miraba, boquiabierto,
los bien cuidados caballitos. Se advertía que hasta entonces no había visto
caballos semejantes.
-¡La señora! ¡La señora! -se oía murmurar.
Elena Ivanovna miraba las casas como eligiendo una; por
fin, se detuvo a la puerta de la que le parecía más pobre y a cuyas ventanas se
asomaban numerosas cabezas de niño, morenas, rubias, rojas.
Era precisamente la casa de Rodion.
Su mujer, Estefanía, una vieja gorda, apareció al punto
en el umbral, mal cubierta la cabeza con una pañoleta. Miraba con asombro el
elegante coche, confusa, sonriéndose estúpidamente.
-¡Para tus hijos! -le dijo Elena Ivanovna, dándole tres
rublos.
Estefanía, sorprendida, feliz, se echó a llorar y saludó
con gran humildad, inclinándose casi hasta el suelo.
Rodion saludó también muy humilde, enseñando su cráneo
calvo.
Elena Ivanovna, azorada por aquellas humillaciones, se
apresuró a volver a casa.
Los Ziclikov, padre e hijo, sorprendieron en un prado de
su pertenencia a tres caballos -uno de ellos ponney- y un novillo, todos
propiedad del ingeniero. Ayudados por el rojo Volodka, hijo del herrador
Rodion, llevaron las bestias a la aldea. Se llamó al alcalde, que, en compañía
de los Zichkov, de Volodka y de algunos testigos, encaminóse al prado para
proceder a una información sobre los daños causados en él por las bestias.
Kozov, que era de la partida, parecía muy contento.
-¡Muy bien! -decía, guiñando con malicia los ojos-. ¡Que
paguen! ¡Se les obligará a pagar!
¡Gracias a Dios, hay tribunales! Habrá que llamar a la
policía e instruir un proceso verbal.
-¡Naturalmente, un proceso verbal! -confirmó Volodka.
-¡Si creéis que voy a perdonarles, os lleváis chasco! -gritaba
Zichkov hijo, con tal arrebato, que su imberbe faz se enrojecía-. ¡Ca! ¡No soy
tan tonto! ¡Si se les deja, adiós prados! Afortunadamente aún somos amos de
nuestros bienes, y también para los señores existen leyes...
-¡Sí, también para los señores existen leyes! -repitió
Volodka.
-Hemos vivido hasta ahora sin puente -dijo con voz
sombría Zichkov-, y podríamos pasarnos sin él. No lo hemos pedido. ¿Para qué
demonios lo necesitamos? ¡Que se lo guarden!
-¡Hermanos cristianos, es preciso que nos paguen todos
los perjuicios!
-¡Vaya! -apoyó, guiñando los ojos, Kozov-. ¡Ya verán! Hay
que escarmentarlos.
Luego, volvieron todos a la aldea. Por el camino, Zichkov
hijo se daba puñetazos en el pecho y gritaba; Volodka gritaba también,
repitiendo sus palabras.
En la aldea se agolpó la gente alrededor de los caballos
y el novillo, que parecía avergonzado y bajaba la cabeza; pero de pronto echó a
correr soltando coces. Kozov, asustado, levantó su garrote, entre las risas de
los campesinos.
Encerradas las bestias en una cuadra, la gente esperó.
Al obscurecer, el ingeniero le envió cinco rublos a
Zichkov para resarcirle del daño causado en su propiedad. Los caballos y el
novillo fueron devueltos, y tornaron a la finca cabizbajos, como sintiéndose
culpables y temiendo un severo castigo.
Recibidos los cinco rublos, los Zichkov, padre e hijo, el
alcalde y Volodka atravesaron en un bote el río y se dirigieron a la gran aldea
de Kriakovo, donde había una taberna. Allí se juerguearon de lo lindo.
Cantaron, gritaron, juraron. El que más gritaba era Zichkov hijo.
En Obruchanovo, sus familias no podían conciliar el sueño
y estaban muy inquietas. Rodion daba vueltas en la cama y pensaba:
-Han hecho mal. El ingeniero se enfadará y querrá
vengarse... Además, es injusto lo que han hecho con él... Ha estado muy mal.
Un día, cuando Rodion y otros campesinos volvían del
bosque, se encontraron con el ingeniero. Llevaba una blusa roja y botas altas.
Seguíale un perro de caza, con la purpúrea lengua fuera.
-¡Buenos días, amigos! -dijo.
Los campesinos se detuvieron y se quitaron la gorra.
-Hace tiempo que busco una ocasión de hablaros, amigos
míos -continuó-. He aquí de lo que se trata: desde principios del verano,
vuestro rebaño se pasea por mi bosque y por mi jardín. Se come la hierba,
estropea los árboles. Los cerdos me han puesto hechos una lástima el prado y la
huerta. Les he rogado muchas veces a los pastores que tuvieran cuidado, pero no
han hecho caso y me han contestado muy mal. Constantemente vuestras vacas y
vuestros cerdos me están perjudicando, y, sin embargo, no os reclamo nada; ni
siquiera me quejo, mientras que vosotros me habéis hecho pagar cinco rublos
porque mis bestias han pasado por vuestro prado. ¿Es eso justo? ¿Se portan así
los buenos vecinos?
Hablaba con voz suave, sin cólera, esforzándose en
convencerlos.
-No, las gentes honradas -prosiguió- no obran así. Hace
una semana me robasteis del bosque dos encinas jóvenes. ¿Por qué me hacéis daño
a cada paso? ¿Qué queja tenéis de mí? ¡Decídmelo, en nombre de Dios! Yo y mi
mujer hacemos cuanto nos es dable por sostener con vosotros buenas relaciones,
ayudamos a los campesinos en la medida de nuestras fuerzas. Mi mujer es muy
buena y nunca le niega nada a nadie. No piensa sino en seros útil a vosotros y
a vuestros hijos, y vosotros nos devolvéis mal por bien. ¡No, eso no es justo,
amigos míos! ¡Consideradlo, os lo ruego! Nosotros os tratamos de un modo muy
humano, y es preciso que vosotros nos paguéis en la misma moneda...
El ingeniero siguió su camino.
Los campesinos permanecieron algunos instantes parados.
Luego se cubrieron y continuaron andando.
Rodion, que entendía lo que le decían, no como debía
entenderse, sino a su manera, suspiró y dijo:
-Sí, habrá que pagar. ¿No habéis oído lo que ha dicho?
«Es preciso que nos paguéis en la misma moneda.»
Cuando llegó a su casa, Rodion rezó su oración ante el
icono, se quitó las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer. Cuando
estaban en casa siempre estaban así: sentado el uno junto al otro; por la calle
iban también juntos; juntos comían, bebían, dormían, y cuanto más viejos iban
siendo se querían más. En la casa el aire era pesado, caluroso, estaba todo muy
cerrado, se veían por todas partes -en el suelo, en las ventanas, sobre la
estufa- criaturas. A pesar de sus muchos años, Estefanía seguía pariendo, y
ante tanto chiquillo no era fácil saber a ciencia cierta los que eran de Rodion
y los que eran de su hijo Volodka, casado hacía tiempo.
La mujer de Volodka, Lukeria, joven, pero fea, con nariz
de pájaro y ojos de buey, cocía pan; su marido estaba sentado en la estufa con
las piernas colgando.
-Nos hemos topado en el camino -comenzó Rodion- al
ingeniero con su perro...
Hizo una pausa y empezó a rascarse la cabeza y el seno.
El relato suponía para él un no pequeño esfuerzo mental.
-Sí, con su perro... Pues bien: hay que pagar, lo ha
dicho el señor ingeniero; hay que pagar en moneda... No hay más remedio...
Debía hacerse una colecta, poniendo diez copecs cada vecino, y darle al
ingeniero... Se queja de nosotros, y con razón... Le hacemos porquerías...
-Hasta ahora hemos vivido sin puente y podríamos seguir
sin él -dijo Volodka con enojo-. No lo necesitamos...
-Es el Gobierno quien lo construye. Nuestra opinión...
-¡Al diablo el puente!
-Nadie te pregunta si lo quieres o no.
-¡Al diablo! -repitió, furioso, Volodka-. ¿Para qué
servirá? Si tenemos que atravesar el río lo podemos hacer en barca...
Alguien llamó a la puerta con tanta violencia, que toda
la casa pareció estremecerse.
-¿Está ahí Volodka? -se oyó gritar a Zichkov hijo-. Ven,
Volodka... Te espero.
Volodka saltó de la estufa y se puso a buscar la gorra.
-¡Más vale que no salgas! -le dijo con timidez su padre-.
¡No vayas con esa gente! Tú no eres muy listo; eres como un niño, y no
aprenderás nada bueno. ¡No salgas!
-¡Sí, no vayas con ellos! -suplicó a su vez Estefanía, a
punto de llorar-. De fijo iréis a la taberna...
-¡A la taberna! -repitió Volodka, burlándose.
-¡Y vendrás otra vez como una cuba! -dijo Lukeria,
mirándole airada-. ¡Sinvergüenza!... ¡Gandul! ¡Que el maldito vodka te queme
las entrañas! ¡Satanás sin rabo!
-¡Cállate! le amenazó Volodka.
-Me han casado con este idiota, con este imbécil... ¡Me
han perdido, pobre huérfana! -exclamó Lukeria, llorando y secándose las
lágrimas con la mano, llena de harina-. ¡No te puedo ver, puerco!
Volodka le dio, al pasar, un puñetazo en las narices, y
salió a la calle.
Elena Ivanovna y su hijita fueron a la aldea a pie. Un
hermoso paseo para ellas.
Era domingo y casi todas las mujeres y las muchachas de
la aldea estaban en la calle, ataviadas con trajes de calores chillones.
Rodion y su mujer, sentados el uno junto el otro, en un
poyo, a la puerta de su casa, saludaron y sonrieron a Elena Ivanovna y a su
niña como antiguos amigos. Más de una docena de niños las miraban por las
ventanas con asombro y curiosidad.
-¡La señora! ¡La señora! -murmuraban.
-¡Buenos días! -dijo, deteniéndose, Elena Ivanovna.
Calló un instante y añadió:
-¿Cómo les va a ustedes?
-¡Así, así, señora, a Dios gracias! -contestó Rodion-.
Vamos tirando...
-¡Figúrese usted nuestra vida! -dijo sonriendo
Estefanía-. Ya sabe usted, buena señora, lo pobres que somos. Hay catorce bocas
en casa y sólo dos hombres para ganar el pan. Aunque mi marido es herrero, el
oficio le produce poco: muchas veces ni tiene carbón para encender la fragua...
¡Es dura nuestra vida, muy dura!
Y se echó a reír, como si lo que decía fuera donosisímo.
Elena Ivanovna se sentó junto a ellos, abrazó a su hijita
y se quedó meditabunda. En la faz de la niña también se pintaba la tristeza y
se advertía que ingratos pensamientos torturaban su cabecita. Jugaba con la
rica sombrilla de encajes que su madre tenía en la mano.
-Sí, vivimos en la miseria -dijo Rodion-. Siempre angustiados...
Trabaja uno como un negro, y, sin embargo... Este verano el tiempo es seco, no
llueve y la cosecha será mala. La vida es dura, señora...
-Pero, en cambio, seréis felices en la otra -dijo Elena
Ivanovna para consolarles.
Rodion no comprendió el sentido de estas palabras, y en
vez de contestar, carraspeó.
-No le dé usted vueltas, señora -dijo Estefanía-; hasta
en el otro mundo los ricos serán más felices que nosotros. Los ricos mandan
decir misas, les ponen velas a los santos, les dan limosna a los mendigos, y
Dios, a quien tienen contento, les recompensará en la otra vida; mientras que
nosotros, los pobres campesinos, ni siquiera tenemos tiempo para rezar, además
de no tener dinero para velas, misas ni limosnas. Luego, nuestra pobreza nos
hace pecar... Reñimos, juramos... Y Dios no nos perdonará. No, querida señora,
nosotros, los campesinos, no seremos felices ni en este mundo ni en el otro.
Toda la felicidad es para los ricos...
Hablaba con acento alegre, regocijado, como si contase
algo muy gracioso. Estaba
acostumbrada, desde hacía tiempo, a hablar de su vida
triste y penosa.
Rodion sonreía también; le enorgullecía tener una mujer
tan lista y elocuente.
-Es un error creer fácil la vida de los ricos -dijo Elena
Ivanovna-. Cada cual tiene sus penas.
Nosotros, por ejemplo... Yo y mi marido no somos pobres;
pero ¿cree usted que somos felices? Aunque soy joven todavía, tengo ya cuatro
hijos, que casi siempre están enfermos. Yo también lo estoy y necesito cuidarme
mucho.
-¿Qué enfermedad padece usted? -preguntó Rodion.
-Una enfermedad de mujer. No puedo dormir y me dan unos
dolores de cabeza horribles. Ahora, por ejemplo... Estoy aquí sentada, hablando
con ustedes, y siento una gran pesadez de cabeza y un desmadejamiento...
Preferiría el trabajo más duro a sufrir así. Luego, mi alma tampoco descansa.
Siempre estoy inquieta por mi marido, por mis hijos... Toda familia tiene su
cruz. Nosotros también la tenemos. Yo no soy de origen noble. Mi abuelo era un
simple campesino, mi padre era también un pobre humilde y tenía una tiendecita
en Moscú. Pero mi marido es de una familia muy noble y muy rica. Sus padres se
oponían a nuestro matrimonio y él no les hizo caso y rompió con su familia para
casarse conmigo. Sus padres no le han perdonado todavía. Esto le inquieta, no
le deja vivir tranquilo, pues quiere mucho a su madre. Naturalmente, yo
padezco. Vivo en un constante desasosiego...
Ante la casa de Rodion se fueron reuniendo campesinos y
campesinas, que escuchaban
atentamente lo que decía Elena Ivanovna. Uno de los
primeros que se aproximaron fue Kozov. Sacudía su estrecha y larga barba.
Acercáronse luego los Zichkov, padre e hijo...
-Además -prosiguió Elena Ivanovna-, no puede ser feliz el
que no está en su puesto. Vosotros lo estáis. Cada uno de vosotros tiene su
trocito de tierra, trabaja y sabe para qué. Mi marido trabaja también,
construye puentes. Pero yo no hago nada. Yo no tengo ningún trabajo y no puedo
sentirme en mi centro. Os digo todo esto para que no juzguéis por las
apariencias. El que un hombre vaya bien vestido y tenga dinero no significa que
sea feliz ni mucho menos.
Se levantó y cogió de la mano a su hijita.
-Lo paso muy bien entre vosotros -dijo sonriendo.
Se advertía en su sonrisa tímida que, efectivamente,
estaba enferma. En su rostro, joven y bello, de cejas y pestañas negras y
cabellos rubios, había una delgadez y una palidez mórbidas. La niña se parecía
mucho a su madre, incluso en lo delgada y pálida. Ambas olían a perfumes.
-Sí, todo me gusta aquí: el bosque, la aldea. Viviría
aquí siempre. Creo que aquí me curaría y encontraría mi verdadero puesto en el
mundo. Tengo un gran deseo, un deseo ardiente de ayudaros, de seros útil, de
acercarme a vosotros. Conozco vuestras penas, vuestros sufrimientos... Lo que
no conozco lo adivino. Estoy enferma, sin fuerzas, y ya no me es posible
cambiar de vida, como quisiera; pero tengo hijos y procuraré educarlos en el
cariño a vosotros. Procuraré hacerles comprender que su vida no les pertenece a
ellos, sino a vosotros. Pero os ruego que confiéis en nosotros, que viváis con
nosotros como buenos vecinos. Mi marido es un hombre honrado y de buen corazón.
No le irritéis. Cualquier pequeñez le llega al alma. Ayer por ejemplo, vuestro
rebaño ha pasado por nuestro jardín; alguno de vosotros ha estropeado la cerca
de nuestra colmena. Mi marido se desespera... ¡Os ruego...!
Hablaba con voz suplicante, cruzadas las manos sobre el
pecho.
-Os ruego que viváis en paz con nosotros. No dice el
proverbio a humo de pajas que una mala paz es mejor que una buena riña, y que antes
de comprar una casa debe uno enterarse de la condición de los vecinos. Os
repito que mi marido es honbre de buen corrazón. Si os conducís con nosotros
como buenos vecinos, os aseguro que no os pesará: haremos por vosotros cuanto
esté en nuestra mano; arreglaremos los caminos, edificaremos una escuela para
vuestros hijos. Os lo prometo.
-Está muy bien lo que usted dice -arguyó Zichkov, padre,
bajando los ojos-. Ustedes son gente instruida y saben lo que hablan. Pero,
¿qué quiere usted?, en la aldea de Eresnevo, Voronov, un rico propietario,
prometió también, entre otras muchas cosas, edificar una escuela. Pues bien:
sólo edificó el armazón, y no quiso seguir las obras. Los campesinos, obligados
por las autoridades, tuvieron que seguirlas y se gastaron en ellas mil rublos.
¿Qué le parece a usted?... A mí me parece una acción que
no tiene perdón de Dios.
-Muy bien! -aprobó Kozov, con una sonrisa maligna-. ¡Muy
bien!
-¡No tenemos necesidad de vuestra escuela! -dijo Volodka,
ásperamente-. Nuestros hijos van a la escuela de la aldea vecina. Que sigan
yendo. ¡No queremos escuela!
Elena Ivanovna perdió de pronto todo aplomo. Pálida,
abatida, como si acabase de recibir un golpe en la cabeza, se fue sin decir una
palabra. Marchaba presurosa, sin mirar atrás.
-¡Señora! -gritó Rodion siguiéndola-. Espere usted,
óigame...
La seguía tenaz, descubierto, hablándole en un tono
humilde, como si pidiese limosna.
-Señora, espere... escúcheme.
Cuando estaban ya fuera de la aldea, Elena Ivanovna se
detuvo a la sombra de un viejo tilo.
-¡No se enfade, señora! -dijo Rodion-. No vale la pena.
Hay que tener un poco de paciencia.
Tenga paciencia un año, dos. Nuestros campesinos, en el
fondo, son buena gente... Se lo juro a usted. No hay que hacer caso de las
palabras de Kozov, de Zichkov ni de mi hijo Volodka. Mi hijo es un infeliz y no
hace más que repetir lo que les oye a los demás. Le aseguro a usted que los
campesinos no son malos. Los hay nada tontos, pero que no se atreven a
hablar... o, mejor dicho, que no pueden, porque no saben decir lo que piensan.
Somos gente obscura, sin instrucción, ignorante... No hay que enfadarse. Lo
mejor es tener paciencia...
Elena Ivanovna miraba, meditabunda, al ancho río
tranquilo, y las lágrimas se deslizaban por sus mejillas. Aquellas lágrimas
turbaban de tal modo a Rodion, que el pobre hombre estaba a punto de llorar
también.
-No se apure -decía, tratando de tranquilizar a la dama-.
Todo se arreglará. Se edificará la
escuela, se pondrán en buen estado los caminos. Pero todo
a su debido tiempo, por sus pasos contados. Para sembrar trigo en esta colina
hay que empezar por quitar la piedra, hay que labrar...
Sólo después de preparar el terreno se podrá sembrar. Lo
mismo sucede con nuestros campesinos: hay que preparar el terreno..., y eso
requiere tiempo...
En aquel momento vieron venir hacia ellos un grupo de
campesinos. Cantaban y se acompañaban con un acordeón.
-¡Mamá, vámonos! -dijo la niñita, asustada, apretándose
contra su madre y temblando de pies a cabeza-. ¡Vámonos, mamá! No quiero seguir
aquí...
-¿Y adónde quieres que nos vayamos?
-¡A Moscú! En seguida, mamá, en seguida...
La niñita se echó a llorar.
Su llanto aumentó la turbación de Rodion, que empezó a
sudar, y sacando del bolsillo un pepino, corvo como una hoz, se lo alargó a la
criatura.
-Tómalo... para tí... No llores. Mamá te pegará y se lo
contará a papá. Torna el pepino,
cómetelo...
Elena Ivanovna y su hija siguieron andando. Rodion fue
tras ellas largo trecho, intentando decirles algo afectuoso y convincente. Pero
al fin se dio cuenta de que, ensimismadas, taciturnas, no le hacían caso, y se
detuvo.
Siguiólas largo rato con la mirada, haciéndose sombra con
la mano en los ojos. Y no se decidió a tornar a la aldea hasta que
desaparecieron en el bosque.
El ingeniero estaba cada día más nervioso, más irritable,
y en cualquier pequeñez veía un robo, un atentado. Hasta durante el día la
puerta de la finca estaba cerrada con candado. De noche la guardaban dos
centinelas. El ingeniero se negó categóricamente a emplear en ningún trabajo a los
campesinos de Obruchanovo.
El mal humor del señor Kucheroy subió de punto con motivo
de algunas raterías. Un día, un campesino -o acaso un obrero de los que
trabajaban en la construcción del puente- colocó en el coche unas ruedas viejas
y se llevó las nuevas; algún tiempo después desaparecieron algunas
guarniciones.
Hasta la gente de la aldea estaba indignada. Y cuando
pidió que se procediese a un registro en casa de los Zichkov y en casa de
Volodka, los objetos robados fueron encontrados en el jardín del ingeniero; no
cabía duda de que el ladrón, temeroso del registro solicitado, los había
llevado allí.
Una tarde, unos campesinos que volvían del bosque
tornaron a encontrarse con el ingeniero. El señor Kucherov se detuvo, sin
saludarles, y mirando severamente tan pronto a uno como a otro, habló de esta
manera:
-Os he rogado que no cojáis setas en mi parque, y, no
obstante, vuestras mujeres vienen al salir el Sol y se las llevan todas; de
modo que no queda ninguna para mi mujer y mis hijos. No hacéis ningún caso de
mis ruegos. Las súplicas y las reflexiones son inútiles con vosotros.
Claváronse sus airados ojos en Rodion, y añadió:
-Yo y mi mujer os hemos tratado humanamente, como a
hermanos, y vosotros, en cambio... Pero ¿para qué gastar saliva?... No habrá
más remedio que romper con vosotros toda clase de relaciones.
Y haciendo visibles esfuerzos para no dejarse arrastrar
por la cólera, les volvió la espalda a los campesinos y se fue.
Cuando llegó a casa, Rodion oró ante el icono; se quitó
las botas y se sentó en el banco, junto a su mujer.
-Sí... -dijo tras un corto silencio-. Acabamos de
toparnos con el ingeniero... Ha visto al salir el Sol a las mujeres de la
aldea... Y está enfadado porque no les llevan setas a su mujer y a sus hijos...
Luego me ha mirado y me ha dicho no sé qué de relaciones... Sin duda quieren
ayudarnos... Como están enterados de nuestra miseria... ¡Dios se lo pague!
Estefanía se persignó y suspiró.
-Son unos señores muy buenos... Ven nuestra pobreza y
quieren hacer algo por nosotros. La Santísima Virgen nos envía ese auxilio para
nuestra vejez...
El 14 de septiembre era la fiesta del Patrón de la aldea.
Los Zichkov, padre e hijo, atravesaron el río muy de mañana, se metieron en la
taberna y volvieron por la tarde borrachos perdidos. Paseáronse un rato por la
aldea, cantando y jurando; se pegaron luego, y, por último, corrieron a la
finca del ingeniero para querellarse uno contra otro.
Entró delante Zichkov padre con un garrote en la mano. En
el patio se detuvo tímidamente y se quitó la gorra. En aquel momento el
ingeniero y su familia tomaban el te en la terraza.
-¿Qué se te ofrece? -le gritó el ingeniero.
-¡Excelencia! ¡Noble señor! -clamó Zichkov, echándose a
llorar-. ¡Apiádese de un pobre viejo!...
Mi hijo es un bruto; no puedo ya sufrirle... Me ha
arruinado, y ahora me pega...
En esto entró en el jardín Zichkov hijo, destocado y,
como su padre, con un garrote en la mano. Se detuvo y dirigió una mirada
estúpida, de beodo, a la terraza.
-No tengo que ver con vuestras riñas -dijo el ingeniero-.
Id a ver al juez o al jefe del distrito.
-¡Ya he estado en todas partes! -contestó el viejo
sollozando-. Ni siquiera me escuchan. ¿Qué recurso me queda?... ¡Mi propio hijo
puede pegarme... y matarme si quiere! Matar a su padre... ¡A su propio padre!
Levantó el garrote y le asestó a su hijo un palo en la
cabeza. El otro descargó sobre el cráneo calvo del viejo un garrotazo tal que
por poco sí se lo abre. Zichkov padre ni siquiera se tambaleó. Su garrote
volvió a levantarse y a contundir la testa filial.
Durante un rato, uno frente a otro, apeleáronse la cabeza
metódicamente. Diríase que la contienda era un juego en que cada uno guardaba
su turno.
Desde el otro lado de la verja contemplaban la escena
otros habitantes de la aldea: hombres, mujeres, niños. Contemplábanla como un
espectáculo al que estuviesen habituados desde hacía tiempo. Habían venido a
saludar al ingeniero con motivo de la fiesta; pero al ver a los Ziclikov pegarse
no se atrevieron a entrar.
A la mañana siguiente, Elena Ivanovna se fue con los
niños a Moscú.
Se corrió la voz de que el ingeniero vendía «Quinta
Nueva».
Todo el mundo se ha acostumbrado al puente, y les es ya
difícil a los aldeanos imaginarse sin puente el río en aquel sitio.
Su construcción terminó hace tiempo. Se oye con gran
frecuencia el ruido sordo del tren que por él pasa.
«Quinta Nueva» fue puesta en venta y la compró un alto
empleado público, que la visita con su familia los días de fiesta, toma te en
la terraza y regresa a la ciudad. El indicado personaje les impone a los
campesinos un gran respeto, hasta por su manera prócer de hablar y de toser, y
cuando le saludan quitándose la gorra ni siquiera se digna contestar al saludo.
En la aldea ha envejecido todo el mundo. Kozov se murió.
En casa de Rodion ha aumentado el número de niños; Volodka tiene ahora una
larga barba roja. La familia sigue muy pobre.
A principios de la primavera, los campesinos suelen tener
trabajo en la estación del ferrocarril, donde sierran y cepillan madera.
Terminada la faena vuelven a sus casas, tardo el paso, en la faz la luz del Sol
poniente. En las frondas de junto al río cantan los ruiseñores. Al pasar por
delante de «Quinta Nueva» los campesinos miran prolongadamente a la casa, toda
en silencio y como muerta, sobre cuyos tejados vuelan, doradas por el Sol, las
palomas.
Rodion, las Zichkov, padre e hijo, Volodka y los demás
recuerdan los caballos blancos del ingeniero, los cohetes, los farolillos de
colores de la barca, los ponneys; y piensan en Elena Ivanovna, bella, elegante,
que iba con frecuencia a la aldea y les hablaba con tanto cariño. Nada de
aquello existe ya: todo se ha evaporado como un sueño o un cuento de hadas.
Siguen caminando, unos juntos a otros, cansados,
ensimismados, taciturnos.
Los aldeanos -piensan- son, al fin y al cabo, gente
buena, temerosa de Dios; Elena Ivanovna era bonísima, muy cariñosa, inspiraba
afecto y confianza, y, sin embargo... Sin embargo, no pudieron ponerse de
acuerdo y se separaron como enemigos. ¿Por qué? ¿Porque todas aquellas
mezquinas naderías -la intrusión de unos caballos en un prado, el hurto de unas
guarniciones...- lo echaron todo a perder? ¿Y por qué la gente de la aldea vive
bien avenida con el nuevo propietario, que ni siquiera contesta a su saludo?
No saben qué contestar a estas preguntas.
Sólo Volodka murmura algo.
-¿Qué dices? -le pregunta Rodion.
-Digo que maldita la falta que nos hacía el puente
-contesta con hosca aspereza-, y que podíamos seguir sin él.
Ningún campesino le responde. Continúan andando en
silencio, encorvados, cabizbajos.
Anton Chejov