XXIX.
LA CASA CERRADA. Manuel Mujica Laínez de Misteriosa Buenos Aires.
1807
El texto de esta confesión ha sido bastante
modernizado
por nosotros, suprimiendo párrafos inútiles,
condensando
algunos y añadiendo aquí y allá un retoque. Ignoramos
el
nombre de su autor.
«... Quizá lo más lógico,
para la comprensión plena de lo que escribo, fuera que yo le hablara ante todo. Reverendo
Padre, acerca de la casa que de niños llamábamos "la casa cerrada" y
que se levanta todavía junto a la
que fue del doctor Miguel Salcedo, entre el convento de Santo Domingo y el
hospital de los Betlemitas. Frente a ella viví desde mi infancia, en esa misma
calle, entonces denominada de Santo
Domingo y que luego mudó el nombre para ostentar uno glorioso: Defensa.
»¡Cuánto nos intrigó a mis
hermanos y a mí la casa cerrada! Y no sólo a nosotros. Recuerdo haber oído una
conversación, siendo muy muchacho, que mi madre mantuvo en el estrado con algunas señoras, y en la
cual aludieron misteriosamente a ella. También las inquietaba, también las asustaba y atraía, con sus
postigos siempre clausurados detrás de las rejas hostiles, con su puerta que apenas se entreabría
de madrugada para dejar salir a sus moradores, cuando acudían a la misa del alba en los
franciscanos y, poco más tarde, a la mulata que iba de compras. No necesito
decirle
quiénes habitaban allí.
Con seguridad, si hace memoria, lo recordará usted. Harto lo sabíamos nosotros: era una viuda
todavía joven, de familia acomodada, y sus dos hijas. Nada justificaba su reclusión. Las mozas
crecieron al mismo tiempo que nosotros, pero jamás cambiaron ni con mis hermanos ni conmigo ni con
nadie que yo sepa, una palabra. Se rebozaban como monjas para concurrir al oficio
temprano. Luego conocí el motivo de su enclaustramiento. Por él he sufrido mi vida entera; a causa de él
le escribo hoy con mano temblorosa, cuando la muerte se aproxima. Debí hacerlo
antes y lo intenté en varias oportunidades, pero me faltó audacia.
»En una ocasión –ellas
tendrían alrededor de quince años– pude ver el rostro de mis jóvenes vecinas. La curiosidad nos
inflamaba tanto, que mi hermano mayor y yo resolvimos correr la aventura de deslizamos
hasta la casa frontera por las azoteas que la cercaban. ¡Todavía me palpita el corazón
al recordarlo! Aprovechamos la complicidad de un amigo que junto a ellas vivía
y, silenciosos como gatos,
conseguimos asomarnos con terrible riesgo a su patio interior. Allí estaban las dos muchachas,
sentadas en el brocal del aljibe, peinándose. Eran muy hermosas, Reverendo Padre, con una hermosura
blanquísima, de ademanes lentos; casi irreal. Las mirábamos desde la
altura, escondidos por un
enorme jazminero, y se dijera que el perfume penetrante ascendía de sus cabelleras
negras, lustrosas, tendidas al sol. Desde entonces no puedo oler un jazmín sin
que en mi memoria renazca su forma blanca y negra. Fue la única vez que las vi,
hasta lo otro, lo que le narraré más adelante,
aquello que sucedió en 1807, exactamente el 5 de julio de 1807.
»La circunstancia de haber
nacido en Orense, aunque mis padres me trajeron a Buenos Aires cuando empezaba a caminar,
hizo que después de la primera invasión inglesa me incorporara al Tercio de Galicia.
Intervine con esas fuerzas en acontecimientos que ahora, tantos años después,
su osadía torna mitológicos.
»El 5 de julio de 1807
–habría transcurrido un lustro desde que entreví fugazmente a mis vecinas en su patio– fue para mi
vida, como lo fue para Buenos Aires, un día decisivo.
»A las órdenes del capitán
Jacobo Adrián Várela tocóme defender la Plaza de Toros, en el Retiro. Me hallé entre los
cincuenta o sesenta granaderos que a bayonetazos abrieron un camino entre las balas, para
organizar la retirada desde esa posición que cayó luego en poder del brigadier Auchmuty. Nuestra marcha a
través de la ciudad alcanzó un heroísmo que señalaron los documentos oficiales.
Jamás la olvidaré. Jamás olvidaré el fango que cubría las calles, pues había llovido la noche anterior,
y nuestro avance ciego entre las quintas abandonadas donde ladraban los perros,
mientras retumbaban doquier los cañones y la fusilería. Mi jefe perdió las
botas en el lodo; yo dejé un cuchillo, la faja... Nadie hubiera reconocido
nuestro uniforme blanco y azul. Nadie hubiera reconocido a
nadie, cuando corríamos por las calles entre las lucecitas moribundas, guiados por
el clamor de los heridos y por la voz entrecortada de Várela que nos alentaba a
seguir.
»Llegamos así, negros de
cieno y de sangre, hasta mi barrio. Allí nos enteramos de que Sir Denis Pack, herido por los
patricios, se había refugiado en Santo Domingo con sus hombres. Otros refuerzos se le sumaron,
encabezados por el general Craufurd. La confusión era atroz. Los carros de municiones,
volcados, interceptaban la marcha. Los brazos de los heridos aparecían entre
los sables y los fusiles tirados al azar. Aquí y allá, los trajes de los
britanos coagulaban sus manchas rojas.
Desde la torre del
convento, transformada en fortaleza, los ingleses sembraban el estrago. Había soldados en todos los
techos y también vecinos y muchas mujeres que arrojaban piedras y agua hirviendo sobre los
invasores.
»Varela entró a escape con
la mitad de su tropa en la casa del doctor Salcedo. A poco le vimos surgir entre los
balaustres de la azotea, encendido, vociferante, y abrir el fuego contra el
campanario de los dominicos. Nos ordenó a gritos, a quienes todavía quedábamos
en la calle, que hiciéramos lo mismo desde la casa lindera. Esa casa, Reverendo
Padre, era la casa cerrada.
»Estaba cerrada como
siempre. En la azotea distinguí a la dueña y sus dos hijas. Iban y venían, enloquecidas, con tachos
humeantes. Uno de los oficiales se acercó a la puerta y trató de abrirla pero no pudo. Entonces nos
comandó a otros dos granaderos y a mí –a mí, precisamente a mí– que destrozáramos
la cerradura. Fue una impresión extraña, independiente de cuanto sucedía
alrededor, algo que no tenía nada que ver con la guerra espantosa y que me
incomunicaba con ella. ¿Cómo explicárselo? Fue como si en ese instante
comenzara mi guerra, mi propia guerra personal, en el huracán de la otra, la
grande, que por doquier me envolvía pero de la cual me separaba una zona indefinible.
»Nos precipitamos hacia el
interior, cruzamos como un torbellino los dos patios y ascendimos al techo por una frágil
escalerilla. Las mujeres nos recibieron sin decir palabra. En verdad, no teníamos tiempo para
ocuparnos de su actitud. Lo único que nos movía era matar, matar rabiosamente. Y lo
hicimos.
»El capitán Várela
apareció entre nosotros. Se dirigió a mí y a quienes me rodeaban.
»–Vayan abajo –nos dijo
brevemente– y secunden el tiroteo desde las ventanas.
»De inmediato le
obedecimos, mas cuando nos aprestábamos a lanzarnos por los peldaños, se nos cruzó la señora.
Advertí entonces, en un relámpago, que ella también debía de haber sido muy hermosa, acaso tan hermosa
como sus hijas.
»Nos suplicó: »–No, abajo
no...
»De un empellón la
hicieron a un lado. Y ya estábamos en las salas y en las alcobas, ya
arrastrábamos los muebles,
ya entreabríamos los postigos con los caños de los fusiles.
»–¡La otra habitación! –me
ordenó un oficial–. ¡La última! ¡Encárguese usted! »Penetré allí
automáticamente. Todo se hacía automáticamente ese día en que nos ensordecían las
descargas y nos sofocaba la pólvora.
»Era un aposento pequeño.
Estaba a oscuras. Calculé la posición de la ventana por la fina hendidura que en tomo del
postigo dibujaba un hilo de luz. Me adelanté a tientas y de un culatazo separé las hojas. No pensé
más que en continuar matando, pero entre tanto la atmósfera de la casa pesaba
sobre mi nuca como algo viviente, sólido. Cuando me detuve para cargar el arma,
observé que a mi lado estaba la señora. La acompañaban sus dos hijas. Me
miraban con ojos dementes. Hice un movimiento para aproximarme y sosegarlas, y
las tres retrocedieron hacia el fondo del cuarto que yacía en penumbra. Detrás
de ellas se levantó algo que no puedo definir sino como un gruñido, un
angustiado gruñido de animal.
»Por segunda vez desde que
había violado la clausura, me sobrecogió la sensación rarísima de que estaba viviendo un
episodio aparte de los que sacudían a la ciudad. Fue –claro que por un momento– como si la lucha
de las calles y de las azoteas no tuviera significado en sí misma, como si sólo sirviera de
encuadramiento remoto a otro drama, íntimo, agudo, sutil, del cual éramos los únicos protagonistas.
»Recordé entonces que
antes, a lo largo de los años, había escuchado ese mismo grito ronco. Se alzaba en mitad de la
noche y me estremecía, en mi cuarto cercano, con su inflexión inhumana, agorera.
»Di un paso hacia las
mujeres.
»–No –pronunció la
señora–, por favor, por favor, no... »Detrás, en la sombra, vi
el ser horrible. ¿Necesito describírselo, Reverendo Padre? Se trataba, indudablemente, de un
hombre. De hombre tenía la cabeza barbuda, pero su cuerpecito diminuto era el
de un niño, con excepción de las manos grandes, cubiertas de vello, obscenas.
Clavó en mí los ojos malignos, y por ellos reconocí su parentesco con las
muchachas. Era su hermano. Ese monstruo era su hermano.
»El tableteo de las balas
ahogó mi exclamación. De un salto me acurruqué en mi puesto de combate. Mientras
apuntaba, el corazón me latía loco. A veinte pasos cayó un inglés con los
brazos extendidos, un inglés muy
rubio, casi tan dorado el pelo como las charreteras.
»En la habitación, la
madre se echó a llorar. Gruñó el monstruo. Yo seguía tirando. Ya lo comprendía todo. Ya poseía
el secreto de la casa cerrada, de la prisión de esas mujeres jóvenes y bellas, a quienes el feroz
orgullo materno obligaba a encarcelarse para que nadie supiera lo que yo sabía.
»El oficial bramó a través
de la puerta: »–¡A la calle, a la calle, a Santo Domingo!
»Me ajusté el cinturón.
Mis compañeros me llamaban. Me volví para seguirles. Nada había cambiado en el fondo del
aposento. La madre, sentada en el lecho, gemía tapándose los oídos.
Detrás asomaba la cabeza
diabólica, oscilante, babeante. Las dos hijas se abrazaban con miedo. Me miraron
y adiviné en su crispación anhelosa un ruego desesperado. Fue como si
súbitamente una oleada del fresco perfume de los jazmines me envolviera en
pleno mes de julio. Todavía me quedaba una bala en el
fusil. Reverendo Padre, cualquier hombre hubiera hecho lo que hice. Un tiro seco,
un solo tiro seco... ¡A tantos otros había muerto ese mismo día desde la
retirada de la Plaza de Toros: oficiales fuertes y esbeltos, soldados que
apenas salían de la adolescencia, a tantos, a tantos! Cayó la cabeza espantosa,
como en un juego, como si fuera una cabeza de cartón y de lana... »Hasta hoy me
persigue el alarido de la madre, hasta hoy, como me persiguió el 5 de julio de 1807
en mi fuga por la calle de Santo Domingo negra y roja de cadáveres, lejos de la
casa cuyas puertas había arrancado...»
Manuel Mujica Laínez
De Misteriosa Buenos Aires (1950)