El membrillo
—¿Qué sentencia le das al dueño de esta
prenda?
—Que bese a uno del sexo contrario.
Elisa se horrorizó al ver en las manos de
Laura su anillo de colegio. Lo miró otra vez con la esperanza de haberse equivocado,
pero a la luz de la hoguera el anillo brilló inconfundiblemente. Laura y Marta la
observaban divertidas, los demás esperaban con una leve tensión que la
lastimaba, y tras ella el mar indiferente la hacía sentirse más abandonada. No se atrevió a
mirar a Miguel.
—Besar al novio no es tan desagradable, ¿no
les parece?
La voz de Marta, la risa de Laura. Tenía
ganas de gritarlo: “Nunca me han
besado”, pero que ellas lo supieran hubiera
sido en ese momento la peor humillación.
Se levantó con una valentía torpe y
lastimosa, le temblaban las comisuras y se
creía que sonreía; cerró los ojos sin darse
cuenta al rozar con su boca los cabellos de Miguel. Marta y Laura soltaron una
carcajada superior y un poco artificial.
—¿Eso es todo? ¡Pobre Miguel!
Era Laura. Miguel se la quedó mirando
fijamente.
Tomó con ternura una mano de Elisa y la
sentó a su lado. Hubo un silencio pesado.
Luego el juego continuó inocente como de
costumbre, pero Elisa no podía evitar sentir una vaga vergüenza de sí misma, una
pequeña angustia que le dejaba un hueco
en el pecho y la hacía rehuir las miradas.
Cuando fue hora de irse, Elisa y Miguel se
retrasaron. Caminaron un rato en
silencio por la playa.
—Debes de perdonarlas, realmente no lo
hicieron con mala intención,
simplemente estaban aburridas de la
ingenuidad con que se jugaba. Piensa que son ya mayores y se divierten de otra manera.
—Tú eres de la edad de ellas. ¿Te aburres,
Miguel? —al hacer la pregunta su voz era tímida, casi derrotada.
Él se paró para mirarla: su rostro frágil
estaba angustiado, tenía los ojos húmedos.
La abrazó con fuerza, apretando la cabeza
contra su pecho para protegerla de aquel pensamiento injusto; la separó lentamente y
la besó en los labios. La ternura lo llenó todo, inmensa, sin fondo, y cuando se
miraron quedaron deslumbrados al encontrarla reunida, presente, en los ojos del otro.
Elisa sonrió en la plenitud de su felicidad y su pureza, dueña inconsciente de un mundo
perfecto.
Alrededor de ese momento central fue
viviendo los días siguientes, hacia adentro, cubriéndolo y recubriéndolo de sueños. La
vida tranquila y perezosa de aquel pequeño lugar de veraneo era roca propicia,
y ella se cerró sobre sí misma como una madreperla.
—¡Elisa! ¡Elisa, la pelota!
Se levantó con desgana, recogió la pelota y
la devolvió al grupo gritando:
—Ya no juego.
Laura y Miguel todavía estaban dentro del
mar, salpicándose y tratando de
hundirse mutuamente; apenas oía sus risas.
La vitalidad de Miguel; se acostó de nuevo sobre la arena, con esa especie de
suavidad mimosa que había en sus
movimientos cuando pensaba en él. Al sol,
abandonada a sí misma, se quedó
adormilada hasta que la voz de Laura la
vino a sacar de su modorra. Abrió los ojos incorporándose un poco y la miró caminar
hacia ella con lentitud, moviendo acompasadamente su hermoso cuerpo. Traía las
manos en la nuca, atándose sobre el cuello los dos tirantes de su breve traje
de dos piezas.
—Caramba, niña, qué clase de novio tienes.
Estábamos jugando en el agua
cuando se me desató el nudo de los tirantes
y él, en lugar de voltearse, se me quedó mirando. No tiene importancia, pero te lo
digo para que no creas que es tan caballeroso como aparenta.
Lo dijo casi si detenerse, al pasar. Elisa,
anonadada, desentendida aún de su
herida nueva, vio alejarse a Laura y se dio
cuenta de que no sentía rabia hacia ella,
sino una especie de respeto y tal vez un
poco de envidia. Envidia… ¿porque Miguel la había mirado de aquella manera?… ¿Era
ése Miguel?… No comprendía. No sabía nada de nada, nada de nadie. Estaba sola.
Sentada, dobló las piernas sujetándolas con
los brazos, apoyó la barbilla en las rodillas y se quedó mirando el mar,
indefensa.
Seguía así cuando Miguel llegó.
—¿Qué tal?
Estaba triste, era culpable. Se sentó a su
lado, un poco encogido, también mirando el mar.
Por primera vez estaban en silencio sin
compartirlo, cada uno condenado a su
propia debilidad, desamparados.
La madre de Elisa los llamó a comer. Se
levantaron pesadamente y se acercaron a los demás. La madre los miró divertida.
—¡Qué caras! ¿Se pelearon?
—Es el sol, no nos pasa nada, mamá.
—Entonces vístanse porque ya van a servir
la sopa.
Siguieron caminando en silencio por entre
las casetas, pero antes de separarse se sonrieron con la misma sonrisa de siempre.
Nada había cambiado.
Eso pensaba Elisa bajo la regadera: nada
había cambiado. Cuando junto a las
casetas se había vuelto, encontró en los
ojos de Miguel la misma ternura de aquella noche, acentuada ahora por la humildad y la
angustia, y sintió una piedad alegre y satisfecha, un poco cruel, que la hizo
sonreírle sin reservas, redimiéndolo. Desde ese momento todo había vuelto a ser como antes,
y ahora no podía encontrar los pensamientos confusos y dolorosos de hacía
unos minutos. Era un pequeño milagro,
imperfecto y humano, pero no se dio cuenta
ni pensó más en ello mientras se vestía de prisa tarareando una canción.
Cuando se volvieron a encontrar él estaba
fresco y resplandeciente, más que
nunca.
Se sentaron a comer en la mesa larga que,
en el jacalón que servía de restaurante, se reservaba para las cuatro familias que
formaban el grupo más unido. De las otras mesas venía un alboroto confortante y
contagioso.
Laura entró tarde con aquel vestido azul
que le sentaba tan bien y que tenía un escote generoso. Sin duda era diferente a
las otras muchachas, daba la sensación de que iba cortando, separando el ambiente
ajeno con disimulo intencionado.
Mientras saludaba se sentó junto a Marta
que empezó a contarle algo. Laura no la escuchaba, comía lentamente mirando a
Miguel con su sorna aguda y altanera. Él fingía disimulo, pero estaba profundamente
turbado; se había olvidado de Elisa.
Marta tocó a Laura en el brazo para
obligarla a contestarle, pero Laura siguió su juego durante toda la comida. A los postres
dijo Miguel con un tono de descaro que no le conocían.
—Oye, dame un cigarrillo.
Él se lo ofreció.
—¿Y la lumbre?
Miguel se levantó encorvándose sobre la
mesa. Su mano tembló un poco al
ofrecérsela. Ella lo sujetó por la muñeca
con fiereza y lo retuvo así, muy cerca, hasta que dejó salir la primera bocanada de humo,
lenta, acariciante, que rozó la cara de los dos con su tenue misterio moroso. Lo miraba
a los ojos, fijamente, con una seriedad extraña y animal. Se dio cuenta de que los
observaban y soltó una carcajada victoriosa.
—Qué buena actriz sería yo, ¿verdad? Pero
Miguel no tiene sentido de la
actuación.
Se echó un poco sobre la mesa adelantando
un hombro y entornó los ojos
exageradamente, imitando a las actrices del
cine mudo. Pareció que sólo acentuaba el juego. Todos rieron menos Marta y la madre
de Elisa. Laura miraba desafiante, desde un plano de una superioridad desconocida, a
Miguel. Él bajó los ojos, derrotado.
Elisa, empequeñecida y tensa, los
observaba.
Mientras, los demás se fueron levantando
para ir a dormir la siesta. Marta se llevó a Elisa. El mar dormitaba.
—Marta, ¿tú crees que Miguel me quiere? —no
lo hubiera querido preguntar
nunca, a nadie, ni a él mismo. Rompía lo
sagrado. Se sentía cobarde.
—Sí, te quiere, y mucho, sólo que…
—¿Qué?
—No lo sé.
Pero lo sabía.
—¿Es culpa mía?
—¿El qué? No, tú eres una niña. Y Miguel te
quiere más que a nadie, más que a nada, pero no me preguntes ya. Miguel es un
idiota; aunque sea mi hermano, es un idiota.
Estaba furiosa, pero mientras gesticulaba y
manoteaba se veía que era rabia de impotencia la suya. ¿Por qué estaba
furiosa? ¿Qué era lo que sucedía?
Había nubes en el horizonte y entre ellas
el sol se ponía despacio. El mar lento,
pesado, brillaba en la superficie con una
luz plateada, hiriente, pero debajo su cuerpo terroso estaba aterido.
Elisa sentía dentro de su pecho esa
marejada turbia. Hacía un momento había ido al centro del pueblecito a traer café para
la cena y había visto a Miguel y a Laura salir de la nevería. Estaban radiantes, como dos
contendientes que luchasen por vanidad,
seguros de una victoria común. Miguel era
diferente de como ella lo conocía:
agresivo y levemente fatuo, con una
voluntad de mando sobre Laura, con una
desenvoltura gallarda y un poco vulgar que
ella no le había visto nunca. Era diferente, pero atractivo, mucho más atractivo de lo
que había creído.
Eso, no haberlo visto bien, no haberlo
descubierto, la humillaba más que el
haberlo perdido. Porque ahora sí estaba
claro: Miguel prefería a Laura, y ella, Elisa, no podía oponer nada a lo definitivo. Lo
único que supo hacer fue aplanarse, escurrirse, y después correr, correr hasta
estar en la playa de su casa, frente al mar, sola. El mar se retorcía en la resaca
final, lodoso, resentido. Elisa tenía frío. La agotaban el dolor y el asco, un asco injustificado, un dolor brutal. Temblaba, pero no podía llorar. Algo la endurecía: la
injusticia, la terrible injusticia de ser quien era, de no ser Laura, y la derrota monstruosa de
estar inerme, de ser solamente una víctima.
Ahora que todo había terminado veía que no
quedaba casi nada de sí misma: ella era, había sido su amor, ese amor que ya no
servía más. No era nada, nadie, sentía su aniquilamiento, pero no podía compadecerse,
se odiaba por ser ella, solamente ella,
esa que Miguel había dejado de querer. “Por
tu culpa, por tu culpa”; se repetía. “Por ser una niña”… tal vez, pero en todo caso
por ser como era.
Pensó que su madre debía de estar
planchando su disfraz para el baile de esa
noche… Ya nada tenía sentido; el futuro,
próximo o lejano, estaba hueco,
ostentosamente vacío y ridículo. La
borrachera de la desesperación la aliviaba: dejaba de pensar, aunque no pudiera llorar.
Oyó a su espalda la voz de su madre.
—Elisa, ¿has traído el café?… ¿Qué haces
ahí? Ya es de noche.
Era verdad.
Se levantó con dificultad. La voz de su
madre había apaciguado su desesperación.
Tal vez había sido mentira. Lo que era
verdad, lo que estaba presente, sin ceder, era la tristeza.
Entró en la casa suavemente iluminada. Su
padre, con el cigarro en la boca,
arreglaba los avíos de pesca y escuchaba
distraído a la madre que hablaba desde la cocina. La miró con picardía, con aquella
mirada de complicidad alegre que entre ellos era como una contraseña. Elisa se
sintió indigna, extraña.
Puso la mesa maquinalmente.
—¿No viene Miguel a cenar? —preguntó su
padre acercándose.
—No.
El padre se extrañó pero no preguntó nada,
solamente se le quedó mirando, luego le sonrió y le hizo una caricia en la
mejilla. El dolor la hirió más profundamente al pensar en la pena que tendría viéndola
sufrir sin poder remediarlo.
—Tienes que darte prisa, ya deberías estar
vestida —dijo la madre sentándose a la mesa. —No voy a ir, mamá.
—¿Cómo que no vas a ir? Tu traje está listo
—la miró a los ojos y calló—.
Sírvete —le dijo con dulzura.
El padre y la madre hablaban entre sí
simulando ignorar que ella estaba triste, pero sin darse cuenta bajaban el tono de la
voz.
Cuando se oyeron los pasos de Miguel en el
vestíbulo, Elisa se quedó quieta, sin respiración casi. Miguel entró vestido de
Pierrot; estaba alegre. A Elisa le parecía estar viviendo una escena de otro momento,
de un acto ya pasado. Él hizo un saludo teatral hasta el suelo y los padres rieron
contentos y aliviados.
—¿No te has vestido? Apúrate. Pierrot no
puede vivir sin su Colombina. ¿No ves cuánta falta le hace al pobre?
Aun vestido así resultaba raro oír a Miguel
emplear ese tono falso. Quería estar simpático para hacerse perdonar una culpa
que él creía secreta. Pero quería hacerse perdonar, eso era lo importante. Y estaba
ahí, mirándola. Algo comenzó a zumbar en la cabeza de Elisa. No entendía nada, pero
no le importaba. Fue corriendo a su cuarto, tenía la garganta apretada; la emoción
martirizaba su cuerpo. Empezó a vestirse, de prisa, en un frenesí que poco a poco se le
fue haciendo de alegría, de una alegría tan loca que la hizo reír por lo bajo a
borbotones, con un poco de malignidad, con un mucho de liberación; daba vueltas por el
cuarto, bailaba, se paraba, no sabía qué hacer con sus manos, con su dicha. Se
contuvo: “Me espera, espera por mí, por mí”.
Tan natural y tan extraordinario. Se miró
al espejo, agradecida, cariñosa consigo misma. Confiaba plenamente otra vez.
Cuando volvió a la sala estaba
resplandeciente. No sabía cómo, pero había
vencido, era ciegamente feliz.
—¡Qué guapa eres!
Ronca, insegura, la voz de Miguel era
completamente sincera, enteramente suya.
Cuando llegaron a la fiesta, la música, el
calor y las luces los aturdieron. A Elisa le parecía un sueño todo, el estar ahí, con
Miguel, el que todos les saludaban joviales, como si nada hubiese sucedido. En efecto,
nada había sucedido. Algo cálido la inundó como un vino tibio bebido de golpe.
Bailaban. Ella volvía a estar en el centro de ese mundo increíblemente equilibrado que
había supuesto perdido para siempre.
De pronto, vestida de pirata, con sus
claros ojos hirientes, apareció Laura entre las parejas; se acercó a ellos. Traía un
membrillo en la mano. Miraba directamente a Miguel, ignorándola por completo. Miguel
titubeó, se detuvo. La cara de Laura estaba casi pegada a la suya, sólo las
separaba el membrillo que Laura interponía con coquetería.
—¿Quieres? —le dijo al tiempo que mordía la
fruta, invitándolo, obligándolo casi a morder, también él, en el mismo sitio,
casi con la misma boca. En sus ojos había un reto vencido; en su voz el mismo sabor
agrio e incitante del membrillo. Miguel se estremeció. Pero Elisa había comprendido.
Aquel olor, aquella proximidad de Laura y Miguel, anhelosamente enemiga, la habían
hecho comprender. Suavemente acercó su cuerpo al de Miguel y eso tuvo la virtud de
deshacer el hechizo. Bailando se alejaron de Laura. Elisa se dio cuenta vagamente de
que el amor no tiene un solo rostro, y de que había entrado en un mundo imperfecto y
sabio, difícil; pero se alegró con una
alegría nueva, una alegría dolorosa, de
mujer.
Inés Arredondo
Inés Amelia Camelo Arredondo (Culiacán,
Sinaloa, 20 de marzo de 1928 - Ciudad de México, 2 de noviembre de 1989) fue
una escritora mexicana. Integrante del grupo de escritores conocido como
Generación del Medio Siglo, grupo de la Casa del Lago o grupo de la Revista
Mexicana de Literatura. En 1979 ganó el premio Xavier Villaurrutia por Río
subterráneo.
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