En Rapid City, South Dakota, mi madre me daba cubitos de
hielo envueltos en servilletas para que los chupase. Estaban Saliéndome los
dientes y el hielo me insensibilizaba las encías.
Aquella noche atravesamos los Badlands. Yo viajaba en la
bandeja que hay detrás del asiento trasero del Plymouth, mirando las estrellas.
El cristal estaba helado al tacto.
Nos detuvimos en la pradera, en un lugar donde había un
círculo de enormes dinosaurios de yeso blanco. No era un pueblo. Simplemente
los dinosaurios iluminados desde el suelo por unos focos.
Mi madre me llevó a dar una vuelta abrigado bajo una manta
parda del ejército. Tarareaba una canción lenta. Creo que era «Peg a’ My
Heart». La tarareaba bajito, para sí misma. Como si sus pensamientos estuvieran
muy lejos de allí.
Serpenteamos lentamente por entre los dinosaurios. Por entre
sus patas. Bajo sus tripas. Describimos círculos en torno al Brontosauro.
Miramos desde abajo los dientes del Tyranosaurus Rex. Todos tenían unas
lucecitas azules a modo de ojos.
No había nadie. Sólo nosotros y los dinosaurios.
9/1/80
Homestead Valley, Ca.
Sam Shepard
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